Iglesia Evangelizadora en los Hechos de los Apóstoles:
1. Un Pentecostés permanente
El Cardenal Ratzinger ha dicho que «la Iglesia es un
Pentecostés permanente, no una racionalización permanente». Pues bien, esto
es lo que descubrimos ante todo en el libro de los Hechos: Pentecostés es el
acontecimiento que pone en marcha a la Iglesia como comunidad de los hombres
nuevos que, habiendo sido transformados por el Espíritu, son capaces de
testimoniar a Cristo y la novedad de vida aportada por Él. Más aún, los
Hechos de los Apóstoles manifiestan que no se da un único Pentecostés: el
Espíritu Santo se derrama sin cesar sobre las personas y comunidades. Se da
un Pentecostés permanente. Es una Iglesia que vive en Pentecostés.
A la luz de estos datos y de la afirmación de Ratzinger
es obligado preguntarnos si no será ésta una de las causas principales –por
no decir la principal– de la debilidad de nuestras comunidades. Se dice que
el Espíritu Santo es el gran desconocido; ahora bien, si el Espíritu Santo
es el alma de la Iglesia (cf. Prefacio de Pentecostés), el que anima y
vigoriza a la Iglesia, una Iglesia –parroquia, comunidad, etc., o un
cristiano– que no vive una relación profunda con el Espíritu Santo es una
Iglesia –o un cristiano– desanimada y sin vigor. En lugar de ser un
Pentecostés permanente, se convierte en una racionalización permanente, vive
y actúa no según el impulso divino del Espíritu, sino según su lógica
natural, sus planes «razonables» y sus fuerzas humanas; deja de ser luz del
mundo y sal de la tierra y se queda en una institución humana más, con sus
mismos límites, con sus mismos defectos, incapaz de cambiar el mundo, pues
sólo el soplo divino del Espíritu renueva la faz de la tierra (cf. Sal
104,30).
Ocurre hoy a muchos cristianos lo mismo que a aquellos
discípulos de Juan Bautista que ni siquiera habían oído hablar del Espíritu
Santo (Hch 19,2) ; no tenían conocimiento ni experiencia de su acción. Y sin
embargo, cuando Pablo les anunció a Cristo y les impuso las manos,
recibieron el Espíritu y se pusieron a profetizar (19,4-7). También hoy
puede y debe darse una renovada efusión del Espíritu que convierta a los
cristianos en testigos valientes de Cristo y les impulse a anunciarle a los
que no le conocen.
Recojamos más en detalle del libro de los Hechos los
datos que nos hacen descubrir la Iglesia como un Pentecostés permanente.
La promesa del Padre (1,1-8)
El libro de los Hechos se abre con las palabras de
Jesús Resucitado a los apóstoles en que les manda permanecer en Jerusalén
aguardando la promesa del Padre que Él mismo les había transmitido.
La promesa consiste en «ser bautizados en el Espíritu
Santo» (v. 5). Ya Juan Bautista había anunciado al Mesías como aquel que
bautizaría «con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16). Bautizar significa
etimológicamente «sumergir», «inundar», «colmar». Jesús, que es el Mesías,
el Ungido, y está «lleno de Espíritu Santo» (Lc 4,1), a su vez «da el
Espíritu sin medida» (Jn 3,34). No lo da tacañamente. Colma a los suyos de
Espíritu Santo. Si desde tiempos de Noé la humanidad había quedado sumergida
en el pecado, ahora va a ser inundada de Espíritu Santo; sólo así encontrará
la salvación. De hecho, el día de Pentecostés se constatará que «quedaron
todos llenos del Espíritu Santo» (2,4), que el «viento impetuoso» «llenó
toda la casa –¿la Iglesia?– en que se encontraban» (2,3).
En realidad, esta promesa (cf. 2,33. 39) no sólo había
sido manifestada por Jesús. Ya en el A.T. los profetas habían anunciado el
don del Espíritu como una característica de los tiempos mesiánicos (Is
32,15; Ez 36,26-27; 37,14; Jl 3,1-2). Y efectivamente, llegado el Mesías, se
derrama el Espíritu. Lo que Jesús realiza desde el día mismo de Pascua (Jn
20,22), desde el momento en que es glorificado (Jn 7,39), lo realizará con
toda abundancia el día de Pentecostés.
Volviendo al capítulo 1 de Hechos, vemos que Jesús
especifica aún más en qué consiste la promesa del Padre. Ante la actitud de
los discípulos, preocupados por la restauración del Reino de Israel, Jesús
les reprocha sus miras todavía demasiado rastreras y les transmite la única
seguridad que debe bastarles: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea
y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (1,8).
El Espíritu Santo es calificado como «fuerza» (dynamis)
que desciende sobre ellos. Ya al final del evangelio Jesús había insistido a
los discípulos en que permanecieran en Jerusalén «hasta ser revestidos de
poder desde lo alto» (Lc 24,49). Sólo así podrán ser testigos de Cristo
hasta los confines de la tierra. Para la misión confiada las fuerzas humanas
no sirven (recordemos a los apóstoles encerrados por miedo a los judíos).
Sólo un poder sobrehumano, divino, que los inviste desde lo alto, que los
sumerge y anega, puede capacitarlos para semejante misión.
Por lo demás, el objetivo principal –y en cierto modo
único– de la venida del Espíritu parece ser éste: constituirlos en testigos,
capaces de anunciar a Cristo. Esta parece la finalidad a la que todo se
orienta, como por lo demás irá apareciendo a lo largo del libro. El Espíritu
no se otorga para el mero disfrute personal, sino para la misión, para la
evangelización.
La gran cosecha (cp. 2)
La fiesta judía de Pentecostés, o «fiesta de las
semanas» (Ex 34,22; Nm 28,26), concluía el tiempo de la cosecha, que
comenzaba con la fiesta de Pascua y duraba siete semanas. Era una fiesta de
gozo que expresaba la gratitud a Dios por la bendición de las mieses
cosechadas (Dt 16,9s).
Pues bien, el Pentecostés cristiano es también fiesta
de cosecha y abundancia. Cristo es el sembrador que ha contemplado los
campos dorados para la siega, pero ha dejado a otros el gozo de recoger el
fruto de su siembra (Jn 4,35-38). Más aún, Él mismo es el grano que caído en
tierra da fruto abundante (Jn 12,24). Pentecostés es la gran cosecha de la
siembra y del sacrificio de Cristo. De hecho, ese mismo día aceptaron la
Palabra y fueron bautizados unos tres mil (2,41). Sí, verdaderamente «los
que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares» (Sal. 126,5). La venida
del Espíritu se muestra de manera inmediata inmensamente fecunda.
De esta manera, Pentecostés constituye el nacimiento de
la Iglesia. Si ya Cristo la había instituido eligiendo a los Doce y poniendo
a Pedro como cabeza (Mc 3,13-19; Mt 16,18-19), y la había «engendrado» en la
cruz, ahora es dada a luz por la fuerza del Espíritu. Los que estaban
escondidos por miedo a los judíos se manifiestan públicamente y la comunidad
inicial –unos 120: 1,15– experimenta un crecimiento extraordinario.
Surge así el nuevo pueblo de Dios como una nueva
creación (cf. 2 Cor 5,17). Si al inicio de la historia Yahveh Dios había
insuflado al barro del suelo su propio aliento para convertirlo en hombre,
en ser viviente (Gn 2,7), ahora, el Espíritu Santo, aliento de Cristo
Resucitado (Jn 20,22) viene sobre la humanidad para convertirla en humanidad
nueva, recreada y regenerada. Se cumplen así los anuncios de los grandes
profetas: la multitud de huesos muertos y secos es resucitada por el soplo
vivificante del Espíritu divino (Ez 37,1-14).
Se establece una alianza nueva. Si en la alianza del
Sinaí Israel fue constituido como «reino de sacerdotes y nación santa» (Ex
19,6), el don del Espíritu consagra a la Iglesia como pueblo santo
«adquirido para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las
tinieblas y a entrar en su luz maravillosa» (1 P 2,9). El Espíritu Santo es
dado a cada creyente como Ley nueva que desde dentro le capacita y le
impulsa a cumplir la voluntad del Padre (cf. Jer 31,33; Ez 36,26-27; Rom
8,1-4).
Pentecostés es el bautismo de la Iglesia. De modo
semejante a como Jesús recibió una unción especial del Espíritu en el
bautismo para iniciar la predicación y la vida pública (Lc 3,21-22), también
la Iglesia, Cuerpo de Cristo, recibe en Pentecostés su «bautismo en el
Espíritu» (1,5). Así la Iglesia es «ungida», hecha «cristiana», y capacitada
para la misión de ser testigo de Cristo hasta los confines de la tierra. Del
mismo modo que Jesús recibe el Espíritu estando en oración (Lc 3,21),
también la Iglesia se abre por la oración al don del Espíritu (1,14).
Por tanto, si la Iglesia es «creada» en Pentecostés, es
«constituida» por el don del Espíritu, podemos afirmar que una Iglesia
–comunidad, parroquia, etc.– sin Pentecostés se desnaturaliza, se profana y
se vuelve infecunda. Sin la acogida gozosa y consciente del Espíritu ya no
es la Iglesia de Cristo. Sin el Espíritu es como un cuerpo sin alma; vuelve
a ser una muchedumbre de huesos secos: sin vida y sin capacidad de
vivificar. Pues sólo el Espíritu vivifica (Jn 6,63; 2 Cor 3,6).
Defensa y consuelo en la persecución (4,23-31)
En la narración de los Hechos encontramos un segundo
Pentecostés en el capítulo cuarto. Tras la curación del tullido y el
consiguiente discurso de Pedro al pueblo (cp. 3), Pedro y Juan son
conducidos al Sanedrín –suprema institución religiosa y civil en Israel–
para ser juzgados. Ante la evidencia del milagro, el Sanedrín no se atreve a
castigarlos, pero sí les amenaza y les prohibe hablar o enseñar en nombre de
Jesús.
Una vez liberados, se reúnen con la comunidad. Después
de contarles lo sucedido, «todos a una elevaron su voz a Dios» (v. 24). Oran
intensamente y buscan luz en la palabra de Dios para entender lo que está
sucediendo. Con la ayuda del Salmo 2 caen en la cuenta de que, lo mismo que
la oposición de Herodes y Pilatos no estorbó el cumplimiento de los planes
de Dios sobre Jesús, tampoco las dificultades de ahora pueden impedir la
misión de la Iglesia. La persecución está integrada en el plan de Dios, de
tal modo que, lejos de estorbar, contribuye a su cumplimiento (tendremos
ocasión de comprobarlo).
Por eso, no piden a Dios que cesen las dificultades,
sino valentía para predicar la Palabra en medio de ellas (v. 29). Son
conscientes de que las dificultades les sobrepasan, pero también de que
ellos están bajo el control de Dios. De ahí que pidan ser revestidos de
nuevo del poder de Dios para afrontar las dificultades y sacar adelante su
misión. Ni piden que desaparezcan las dificultades, ni huyen de ellas
buscando en la oración un consuelo intimista que en el fondo es
claudicación. Van a la oración para entender los planes de Dios y recibir
fuerzas para continuar el combate en primera fila.
Y la respuesta no se hace esperar: «acabada su oración,
retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del
Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía». Un nuevo
Pentecostés que capacita y fortalece para la misión.
La Iglesia, ante las dificultades, necesita nuevas y
repetidas efusiones del Espíritu. Sin ellas se encogerá y dejará de afrontar
los grandes retos que la esperan en toda época y lugar. Sin el Espíritu no
encontrará la fuerza para llevar adelante su misión. Sin el poder de lo alto
dejará de testimoniar a Cristo y su Palabra, claudicará y pactará con el
mundo vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas (cf. Gen.
25,29-34)
El Pentecostés de los gentiles (cp. 10)
El anuncio del evangelio a los paganos fue un nuevo
triunfo del Espíritu.
La primera comunidad cristiana –la comunidad de
Jerusalén– estaba compuesta de judíos convertidos. Para ellos no había
contradicción entre su fe y su práctica judías (de hecho siguen participando
en la oración del templo: 2,46; 3,1) y la nueva fe en Jesús.
Pero para ellos suponía un cambio de mentalidad muy
fuerte dar el paso de predicar a los paganos. El judaísmo de la época era
bastante estrecho: Israel vivía con la orgullosa conciencia de ser el pueblo
elegido, mientras que los gentiles eran por definición pecadores (cf. Ga
2,15; Ef 2,11-12). Más aún, un judío no podía sentarse a la mesa con ellos
ni entrar en su casa, pues al ser impuros según la Ley, al no estar
circuncidados, el judío que trataba con ellos quedaba también manchado,
contaminado.
Entendemos así las resistencias de Pedro (10,14) y de
la primera comunidad en general, así como los reproches que hubo de recibir
cuando supieron que Pedro había entrado en casa de paganos y había comido
con ellos (11,2-3).
Podemos decir que el Espíritu mismo hubo de allanar las
dificultades, cambiando la mentalidad de Pedro,
para que aceptara visitar la casa del centurión Cornelio (10,19-20;
11,12). Una vez allí, sin haberlo previsto, a la vista de la buena
disposición y deseo de Cornelio y los suyos, Pedro les anuncia la Buena
Nueva (10,34ss). Lo hace como a pesar suyo y en contra de su mentalidad de
judío observante.
Y entonces acontece algo grandioso. El mismo Espíritu
que había impulsado a Pedro a entrar en casa de paganos y a predicarles la
Palabra, se derrama ahora sobre esos incircuncisos impuros. Se repite el
primer Pentecostés. Reciben el Espíritu exactamente igual que los apóstoles
y los primeros discípulos judíos (10, 46-47; 11,15-17). Los acompañantes de
Pedro se quedan sorprendidos y atónitos (10,45) ante lo inesperado del
acontecimiento. Y el propio Pedro entiende que tiene que obedecer –como ha
hecho hasta ahora– a este Dios que toma la iniciativa y se adelanta; y se
apresura a bautizar a los que ya han recibido el Espíritu.
Los hombres somos inevitablemente esclavos de nuestras
concepciones, de nuestros esquemas y previsiones. Pero a lo largo de la
historia cada nueva efusión del Espíritu derriba muros y abre caminos nuevos
a la Iglesia y al Evangelio. A nosotros nos toca permanecer atentos y
abiertos a esa acción del Espíritu que sorprende sin cesar y toma la
iniciativa desbordando nuestros esquemas. Sólo en esta apertura a la acción
del Espíritu podremos entender y secundar el plan de Dios en cada época y
lugar.
Otras efusiones del Espíritu
En los casos que hemos visto, el Espíritu se derrama
estando la comunidad en oración o bien con ocasión de la predicación del
Evangelio. Pero hay en el libro de los Hechos otras efusiones del Espíritu
sobre grupos de personas mediante el gesto de la imposición de manos.
La imposición de manos es un modo de expresar y
realizar la transmisión de una gracia o un carisma. A veces es un gesto de
bendición (Mt 19,13.15). Con frecuencia es el medio que Jesús utiliza para
curar (Mc 6,5; Mt 9,18; Lc 4,40) y que utilizarán también los discípulos (Mc
16,18; Hch 9,12; 28,8). En los Hechos aparece varias veces como gesto para
transmitir la plenitud del Espíritu (8,16-19; 9,17-18; 19.5-6) o para
consagrar a alguien para una misión determinada (6,6; 13,3).
Cuando Felipe predica en Samaria, muchos aceptaron la
Palabra, se convirtieron a Cristo y fueron bautizados. Al tener conocimiento
de ello los apóstoles de Jerusalén, enviaron a Pedro y a Juan. Estos
«bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo» (8,15). Y
«entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo» (8,17).
Del mismo modo, cuando Pablo encuentra en Efeso un
grupo de doce discípulos que sólo han recibido el bautismo de Juan, les
anuncia la Buena Nueva, los bautiza en nombre del Señor Jesús y «habiéndoles
Pablo impuesto las manos vino sobre ellos el Espíritu Santo» (19,6). El
efecto externo y visible es similar a lo ocurrido en el primer Pentecostés
(2,4) y en el Pentecostés de los gentiles (10,46): «Se pusieron a hablar en
lenguas y a profetizar».
El propio Pablo había recibido la efusión del Espíritu.
Después del fulgurante encuentro con el Resucitado, permanece ciego.
Entonces, estando en Damasco, es enviado un discípulo –en este caso no es un
Apóstol– un tal Ananías, que le impone las manos para que sea llenado por el
Espíritu Santo (9,17).
El mismo gesto se repite –aunque sin mencionar
explícitamente la efusión del Espíritu– cuando, tras la elección de los
siete, fueron presentados a los apóstoles y éstos les impusieron las manos
(6,6), y cuando después de haber elegido –por indicación del Espíritu– a
Bernabé y a Saulo para la primera misión entre los gentiles, igualmente «les
impusieron las manos y los enviaron» (13,3).
Vemos, por tanto, que Cristo glorificado a la derecha
del Padre derrama el Espíritu (2,33) sin medida sobre su Iglesia: la
constituye, la crea, la fortalece en las dificultades, le abre los caminos
de la misión... La Iglesia vive del Espíritu Santo. La Iglesia no puede
sostenerse ni cumplir su misión sin la permanente efusión del Espíritu.
A la luz de los Hechos, se puede afirmar que
prácticamente se identifican convertirse, creer en Cristo, ser bautizado y
recibir el Espíritu Santo (2,38). Es inconcebible un cristiano que no esté
repleto del Espíritu.
Y de manera particular los que reciben una misión
especial en la Iglesia necesitan singularmente ser robustecidos por la
gracia del Espíritu Santo para estar a la altura de su misión.