San Agustín 3:
Armonía entre fe y razón
Catequesis de Benedicto XVI
Miércoles 30 de enero de 2008
San Agustín 3
Queridos amigos:
Después de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy
a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo
II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su
conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum
Hipponensem (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de
septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una
acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a
la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).
Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema
fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En
el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la
palabra: "Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar
en lo que significa esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la
decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra
vida.
La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón,
un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san
Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica.
Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su
racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión
de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó
a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse
con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta
Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino
que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra
misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san
Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y
razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre
que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo
ser humano.
Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino
que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su
conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan a conocer"
(Contra academicos, III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres
sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis
coherente entre fe y razón: crede ut intelligas ("cree para comprender")
—creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de
manera inseparable, intellige ut credas ("comprende para creer"), escruta la
verdad para poder encontrar a Dios y creer.
Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad
la síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado
su camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la
venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego
en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue
retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre
fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de
nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de
nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.
San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios
al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo
misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no
hay que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a ti mismo. La verdad
habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es
mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes
un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la
razón" (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio
de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él
mismo subraya: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está
inquieto, hasta que descanse en ti" (I, 1, 1).
La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. "Porque
tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí
que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior
intimo meo et superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en
otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú estabas,
ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no
acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2).
Precisamente porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y
espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y
sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV,
4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran enigma" (magna quaestio) y "un gran
abismo" (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma.
Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo,
alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra
con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su
verdadera identidad.
El ser humano —subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)—
es sociable por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien lo salva es
Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y "camino universal de la
libertad y de la salvación", como repitió mi predecesor Juan Pablo II
(Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado
al género humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— "nadie ha
sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado" (De civitate
Dei X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la
Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín
puede afirmar: "Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la
cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros" (In
Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).
Según la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de
Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo,
fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la
vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su
Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la
Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido
sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma
san Agustín en una página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros;
nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros
como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto,
reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros" (Enarrationes in
Psalmos, 85, 1).
En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo
II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde,
ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada
poco después de su conversión: "A mí me parece que hay que conducir de nuevo
a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" (Ep., 1, 1), la
verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las
oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): "Tarde te
amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú
estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre
esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba
contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en
ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré
y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me
abrasé en tu paz".
San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el
punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona,
Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en
cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor
que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.