Las conversiones de san Agustín
San Agustín (5).
Queridos hermanos y hermanas:
Con el encuentro de hoy quiero concluir la presentación de la figura de san
Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos aspectos de su
pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia interior, que hizo
de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta
experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que
realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este
Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia
católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento
con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha
tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias
a las Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen
de una de las formas literarias más específicas de Occidente, la
autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia conciencia. Pues
bien, cualquiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro,
muy leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la conversión de san
Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que
puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un
modelo para cada uno de nosotros.
Ciertamente, este itinerario culminó con la conversión y después con el
bautismo, pero no se concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando
en Milán el retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El
camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de
su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se pueden
distinguir fácilmente tres— son una única y gran conversión.
San Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y
después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se
realizó precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En
realidad, había recibido de su madre, santa Mónica, a la que siempre estuvo
muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que en su juventud había
llevado una vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por
Cristo, habiendo bebido con la leche materna, como él mismo subraya (cf.
Confesiones, III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.
Pero también la filosofía, sobre todo la platónica, había contribuido a
acercarlo más a Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón
creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de
la que procede todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos,
que parecía tan lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe
de la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad. San Agustín
sintetizó esta experiencia en una de las páginas más famosas de las
Confesiones: cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose
retirado a un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una
cantilena que nunca antes había escuchado: «tolle, lege; tolle, lege»,
«toma, lee; toma, lee» (VIII, 12, 29). Entonces se acordó de la conversión
de san Antonio, padre del monaquismo, y solícitamente volvió a tomar el
códice de san Pablo que poco antes tenía en sus manos: lo abrió y la mirada
se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos donde el Apóstol exhorta a
abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (Rm 13, 13-14).
Había comprendido que esas palabras, en aquel momento, se dirigían
personalmente a él, procedían de Dios a través del Apóstol y le indicaban
qué debía hacer en ese momento. Así sintió cómo se disipaban las tinieblas
de la duda y quedaba libre para entregarse totalmente a Cristo: «Habías
convertido a ti mi ser», comenta (Confesiones, VIII, 12, 30). Esta fue la
conversión primera y decisiva.
El retórico africano llegó a esta etapa fundamental de su largo camino
gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a
buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que
en realidad Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a
nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en
Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de
la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era
realmente un Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía
vivir.
Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con
humildad, abiertos a una purificación permanente, que todos necesitamos
siempre. Pero, como hemos dicho, el camino de san Agustín no había concluido
con aquella Vigilia pascual del año 387. Al regresar a África, fundó un
pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos, para
dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su
vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad,
en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres
años, hasta que, contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y
destinado a servir a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y
por Cristo, pero al servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero
desde el inicio comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por
Cristo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación
privada.
Así, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín
aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su
inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la
gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en
su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que
describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones:
«Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición
de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339,
4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar
más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se
llega a los demás con sencillez y humildad.
Pero hay una última etapa en el camino de san Agustín, una tercera
conversión: la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al
inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con
Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar
a la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el
bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida
comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras
predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como
cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo
realiza verdadera y completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre
tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser
renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el
final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino,
hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida
eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día
tras día.
Esta actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús lo introdujo en
la experiencia de una humildad también intelectual. San Agustín, que es una
de las figuras más grandes en la historia del pensamiento, en los últimos
años de su vida quiso someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas
obras. Surgieron así las Retractationes («Revisiones»), que de este modo
introducen su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde
y santa de aquella a la que llama sencillamente con el nombre de Catholica,
es decir, la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este
originalísimo libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente perfecto y
que las palabras del Sermón de la montaña sólo se realizan totalmente en uno
solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario —todos
nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras
ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
San Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió durante
toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser humano, para todos
nosotros, en la búsqueda de Dios. Por eso quise concluir mi peregrinación a
Pavía volviendo a entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la
tumba de este gran enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas
est, la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al
pensamiento de san Agustín.
También hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo
vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la
única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el que
vive la esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros
contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al
futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos
salvados» (Rm 8, 24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe
salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.
En un escrito sumamente hermoso, san Agustín define la oración como
expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro
corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y nuestras
esperanzas para acoger la dulzura de Dios (cf. In I Ioannis, 4, 6). Sólo
ella nos salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para
que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran
convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor
Jesús, el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría,
la verdadera vida.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General del miércoles, 27 de febrero de 2008