San Efrén el sirio presentado por Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Según una opinión común hoy, el cristianismo sería una religión europea, que
habría exportado la cultura de este continente a otros países. Pero la
realidad es mucho más compleja, pues la raíz de la religión cristiana se
encuentra en el Antiguo Testamento y, por tanto, en Jerusalén y en el mundo
semítico. El cristianismo se alimenta siempre de esta raíz del Antiguo
Testamento. Su expansión en los primeros siglos se produjo tanto hacia
occidente —hacia el mundo greco-latino, donde después inspiró la cultura
europea— como hacia oriente, hasta Persia y hasta la India, contribuyendo
así a suscitar una cultura específica, en lenguas semíticas, con una
identidad propia.
Para mostrar esta diversidad cultural de la única fe cristiana de los
inicios, en la catequesis del miércoles pasado hablé de un representante de
este otro cristianismo, Afraates el sabio persa, casi desconocido para
nosotros. En esta misma línea quisiera hablar hoy de san Efrén el sirio,
nacido en Nisibi en torno al año 306 en el seno de una familia cristiana.
Fue el representante más importante del cristianismo de lengua siríaca y
logró conciliar de modo único la vocación de teólogo con la de poeta. Se
formó y creció junto a Santiago, obispo de Nisibi (303-338), y juntamente
con él fundó la escuela teológica de su ciudad. Ordenado diácono, vivió
intensamente la vida de la comunidad local cristiana hasta el año 363,
cuando Nisibi cayó en manos de los persas. Entonces san Efrén emigró a
Edesa, donde prosiguió su actividad de predicador. Murió en esta ciudad en
el año 373, al quedar contagiado mientras atendía a los enfermos de peste.
No se sabe a ciencia cierta si era monje, pero en todo caso es seguro que
fue diácono durante toda su vida, abrazando la virginidad y la pobreza. Así,
en la especificidad de su expresión cultural se puede apreciar la identidad
cristiana común y fundamental: la fe, la esperanza —una esperanza que
permite vivir pobre y casto en este mundo, poniendo toda expectativa en el
Señor— y por último la caridad, hasta la entrega de sí mismo para atender a
los enfermos de peste.
San Efrén nos ha dejando una gran herencia teológica: su notable producción
puede reagruparse en cuatro categorías: obras escritas en prosa ordinaria
(sus obras polémicas o bien los comentarios bíblicos); obras en prosa
poética; homilías en verso; y, por último, los himnos, sin duda la obra más
amplia de san Efrén. Es un autor rico e interesante en muchos aspectos, pero
sobre todo desde el punto de vista teológico.
Lo específico de su trabajo consiste en que unió teología y poesía. Al
acercarnos a su doctrina, desde el inicio debemos poner de relieve que hace
teología de forma poética. La poesía le permite profundizar en la reflexión
teológica a través de paradojas e imágenes. Al mismo tiempo, su teología se
convierte en liturgia, en música: de hecho, era un gran compositor, un
músico. Teología, reflexión sobre la fe, poesía, canto y alabanza a Dios
están unidos; y precisamente por este carácter litúrgico aparece con nitidez
en la teología de san Efrén la verdad divina. En su búsqueda de Dios, al
hacer teología, sigue el camino de la paradoja y del símbolo. Privilegia
sobre todo las imágenes contrapuestas, pues le sirven para subrayar el
misterio de Dios.
Ahora no puedo referir muchas cosas de él, en parte porque la poesía es
difícil de traducir; pero, para dar al menos una idea de su teología
poética, quisiera citar partes de dos himnos. Ante todo, también con vistas
al Adviento, ya próximo, os propongo unas espléndidas imágenes tomadas de
los himnos "Sobre el nacimiento de Cristo". Ante la Virgen, con gran
inspiración, san Efrén manifiesta su admiración:
«El Señor vino a ella
para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella
para callar en su seno.
El rayo vino a ella
para no hacer ruido.
El pastor vino a ella,
y nació el Cordero,
que llora dulcemente.
El seno de María
ha trastocado los papeles:
El que creó todas las cosas
las posee, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a ella (María),
pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella,
pero con vestido de humildad.
El que lo da todo
experimentó el hambre.
El que da de beber a todos
sufrió la sed.
El que todo lo reviste (de belleza)
salió desnudo de ella»
(Himno De Nativitate 11, 6-8).
Para expresar el misterio de Cristo, san Efrén utiliza una gran variedad de
temas, de expresiones, de imágenes. En uno de sus himnos, de forma eficaz,
relaciona a Adán (en el paraíso) con Cristo (en la Eucaristía).
«Con la espada del querubín
se cerró el camino
del árbol de la vida.
Pero para los pueblos,
el Señor de este árbol
se ha entregado
él mismo como alimento,
como oblación (eucarística).
Los árboles del Edén
fueron dados
al primer Adán
para su alimento.
Por nosotros el jardinero
del Jardín, en persona,
se hizo alimento
para nuestras almas.
De hecho, todos salimos
del Paraíso junto con Adán,
que lo dejó a sus espaldas.
Ahora que abajo (en la cruz)
ha sido retirada la espada,
por la lanza podemos regresar»
(Himno 49, 9-11).
Para hablar de la Eucaristía, san Efrén utiliza dos imágenes: las brasas o
el carbón ardiente, y la perla. El tema de las brasas está tomado del
profeta Isaías (cf. Is 6, 6). Es la imagen del serafín, que toma las brasas
con las tenazas y roza simplemente los labios del profeta para purificarlos;
el cristiano, por el contrario, toca y consume las Brasas, es decir, a
Cristo mismo:
«En tu pan se esconde el Espíritu,
que no puede ser consumido;
en tu vino está el fuego,
que no se puede beber.
El Espíritu en tu pan,
el fuego en tu vino:
he aquí la maravilla
que acogen nuestros labios.
El serafín no podía
acercar sus dedos a las brasas,
que sólo pudieron rozar
los labios de Isaías;
ni los dedos las tocaron,
ni los labios las ingirieron;
pero a nosotros
el Señor nos ha concedido
ambas cosas.
El fuego descendió
con ira para destruir a los pecadores,
pero el fuego de la gracia desciende
sobre el pan y en él permanece.
En vez del fuego
que destruyó al hombre,
hemos comido el fuego en el pan
y hemos sido salvados»
(Himno De Fide 10, 8-10).
He aquí un último ejemplo de los himnos de san Efrén, donde habla de la
perla como símbolo de la riqueza y de la belleza de la fe:
«La puse (la perla),
hermanos míos,
en la palma de mi mano
a fin de contemplarla.
La observé por todos los lados:
tenía el mismo aspecto
por todas partes.
Así es la búsqueda
del Hijo, inescrutable,
pues toda ella es luz.
En su limpidez vi al Límpido,
al que no se opaca;
en su pureza,
vi un gran símbolo:
el cuerpo de nuestro Señor,
inmaculado.
En su indivisibilidad vi la Verdad,
que es indivisible»
(Himno Sobre la Perla 1, 2-3).
La figura de san Efrén sigue siendo plenamente actual para la vida de las
diversas Iglesias cristianas. Lo descubrimos en primer lugar como teólogo,
que, a partir de la sagrada Escritura, reflexiona poéticamente en el
misterio de la redención del hombre realizada por Cristo, Verbo de Dios
encarnado. Hace una reflexión teológica expresada con imágenes y símbolos
tomados de la naturaleza, de la vida cotidiana y de la Biblia. San Efrén
confiere a la poesía y a los himnos para la Liturgia un carácter didáctico y
catequético; se trata de himnos teológicos y, al mismo tiempo, aptos para
ser recitados o para el canto litúrgico. San Efrén se sirve de estos himnos
para difundir la doctrina de la Iglesia con ocasión de las fiestas
litúrgicas. Con el paso del tiempo se han convertido en un instrumento
catequético sumamente eficaz para la comunidad cristiana.
Es importante la reflexión de san Efrén sobre el tema de Dios creador: en la
creación no hay nada aislado, y el mundo, al igual que la sagrada Escritura,
es una Biblia de Dios. Al utilizar de modo erróneo su libertad, el hombre
trastoca el orden del cosmos. Para san Efrén es importante el papel de la
mujer. Siempre habla de ella con sensibilidad y respeto: la habitación de
Jesús en el seno de María elevó al máximo la dignidad de la mujer. Para san
Efrén, como no hay Redención sin Jesús, tampoco hay Encarnación sin María.
Las dimensiones divina y humana del misterio de nuestra redención se
encuentran en los escritos de san Efrén; de manera poética y con imágenes
tomadas fundamentalmente de las Escrituras, anticipa el fondo teológico y en
cierto sentido el mismo lenguaje de las grandes definiciones cristológicas
de los Concilios del siglo V.
San Efrén, honrado por la tradición cristiana con el título de "cítara del
Espíritu Santo", fue diácono de su Iglesia durante toda la vida. Fue una
opción decisiva y emblemática: fue diácono, es decir, servidor, tanto en el
ministerio litúrgico, como, de modo más radical, en el amor a Cristo,
cantado por él de manera inigualable, y, por último, en la caridad con los
hermanos, a quienes introdujo con maestría excepcional en el conocimiento de
la Revelación divina.