Constitución
"GAUDIUM ET SPES"
(Pastoral sobre la Igesia en el mundo actual)
PROEMIO
Unión íntima de la Iglesia con la familia humana
universal
1. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y
de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y
angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano
que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está
integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el
Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido
la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por
ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su
historia.
Destinatarios de la palabra conciliar
2. Por ello, el Concilio Vaticano Ii, tras haber
profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los
hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos
los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia
y la acción de la Iglesia en el mundo actual.
Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la
entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre
las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus
afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado
y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre
del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el
poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito
divino y llegue a su consumación.
Al servicio del hombre
3. En nuestros días, el género humano, admirado de
sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con
frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo,
sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido
de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de
las cosas y de la humanidad.
El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el
Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de
solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar
con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del
Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que
la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador.
Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la
que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre
todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y
voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a
seguir.
Al proclamar el concilio la altísima vocación del
hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género
humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad
universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición
terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del
Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar
testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no
para ser servido.
EXPOSICION PRELIMINAR: SITUACION DEL HOMBRE EN EL
MUNDO DE HOY
Esperanza y temores
4. Para cumplir esta misión es deber permanente de la
Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la
luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda
la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre
el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua
relación de ambas.
Es necesario por ello conocer y comprender el mundo
en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático
que con frecuencia le caracteriza. He aquí algunos rasgos fundamentales
del mundo moderno.
El género humano se halla en un período nuevo de su
historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que
progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre
con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el
hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus
modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los
hombres con quienes convive. Tan esto es así, que se puede ya hablar de
una verdadera metamórfosis social y cultural, que redunda también en la
vida religiosa.
Como ocurre en toda crisis de crecimiento, esta
transformación trae consigo no leves dificultades. Así mientras el
hombre amplía extraordinariamente su poder, no siempre consigue
someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su
intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca
de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda
sobre la orientación que a ésta se debe dar.
Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas
riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo,
una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre
los que no saben leer ni escribir.
Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su
libertad, y entretanto surgen nuevas formas de esclavitud social y
psicológica. Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad
y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin
embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas
contrapuestas.
Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones
políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera
falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo. Se
aumenta la comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras
definidoras de los conceptos más fundamentales revisten sentidos harto
diversos en las distintas ideologías. Por último, se busca con
insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance paralelamente
el mejoramiento de los espíritus.
Afectados por tan compleja situación, muchos de
nuestros contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores
permanentes y a compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los
nuevos descubrimientos.
La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre
angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo. El curso de
la historia presente en un desafío al hombre que le obliga a responder.
Cambios profundos
5. La turbación actual de los espíritus y la
transformación de las condiciones de vida están vinculadas a una
revolución global más amplia, que da creciente importancia, en la
formación del pensamiento, a las ciencias matemáticas y naturales y a
las que tratan del propio hombre; y, en el orden práctico, a la técnica
y a las ciencias de ella derivadas.
El espíritu científico modifica profundamente el
ambiente cultural y las maneras de pensar. La técnica con sus avances
está transformando la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los
espacios interplanetarios.
También sobre el tiempo aumenta su imperio la
inteligencia humana, ya en cuanto al pasado, por el conocimiento de la
historia; ya en cuanto al futuro, por la técnica prospectiva y la
planificación. Los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y
sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir
directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos
técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad presta cada vez mayor atención a
la previsión y ordenación de la expansión demográfica.
Cambios en el orden social
6. Por todo ello, son cada día más profundos los
cambios que experimentan las comunidades locales tradicionales, como la
familia patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros diferentes
grupos, y las mismas relaciones de la convivencia social.
El tipo de sociedad industrial se extiende
paulatinamente, llevando a algunos paises a una economía de opulencia y
transformando profundamente concepciones y condiciones milenarias de la
vida social. La civilización urbana tiende a un predominio análogo por
el aumento de las ciudades y de su población y por la tendencia a la
urbanización, que se extiende a las zonas rurales.
Nuevos y mejores medios de comunicación social
contribuyen al conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y
expansión máximas los modos de pensar y de sentir, provocando con ello
muchas repercusiones simultáneas.
Y no debe subestimarse el que tantos hombres,
obligados a emigrar por varios motivos, cambien su manera de vida.
De esta manera, las relaciones humanas se multiplican
sin cesar y el mismo tiempo la propia socialización crea nuevas
relaciones, sin que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado
proceso de maduración de la persona y las relaciones auténticamente
personales (personalización).
Esta evolución se manifiesta sobre todo en las
naciones que se benefician ya de los progresos económicos y técnicos;
pero también actúa en los pueblos en vías de desarrollo, que aspiran a
obtener para sí las ventajas de la industrialización y de la
urbanización. Estos últimos, sobre todo los que poseen tradiciones más
antiguas, sienten también la tendencia a un ejercicio más perfecto y
personal de la libertad.
Cambios psicológicos, morales y religiosos
7. El cambio de mentalidad y de estructuras somete
con frecuencia a discusión las ideas recibidas. Esto se nota
particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e incluso a veces
angustia, les lleva a rebelarse.
Conscientes de su propia función en la vida social,
desean participar rápidamente en ella. Por lo cual no rara vez los
padres y los educadores experimentan dificultades cada día mayores en el
cumplimiento de sus tareas.
Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y
de sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado
actual de cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y
aun en las mismas normas reguladoras de éste.
Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre
la vida religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la
purifica de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y
exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la
fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino.
Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas
se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o de la
religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e
individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia
del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo.
En muchas regiones esa negación se encuentra
expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente
la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de
la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la
perturbación de muchos.
Los desequilibrios del mundo moderno
8. Una tan rápida mutación, realizada con frecuencia
bajo el signo del desorden, y la misma conciencia agudizada de las
antinomias existentes hoy en el mundo, engendran o aumentan
contradicciones y desequilibrios.
Surgen muchas veces en el propio hombre el
desequilibrio entre la inteligencia práctica moderna y una forma de
conocimiento teórico que no llega a dominar y ordenar la suma de sus
conocimientos en síntesis satisfactoria.
Brota también el desequilibrio entre el afán por la
eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas
veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las exigencias de
un pensamiento personal y de la misma contemplación. Surge, finalmente,
el desequilibrio entre la especialización profesional y la visión
general de las cosas.
Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al
peso de las condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los
conflictos que surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a
las nuevas relaciones sociales entre los dos sexos.
Nacen también grandes discrepancias raciales y
sociales de todo género. Discrepancias entre los paises ricos, los menos
ricos y los pobres. Discrepancias, por último, entre las instituciones
internacionales, nacidas de la aspiración de los pueblos a la paz, y las
ambiciones puestas al servicio de la expansión de la propia ideología o
los egoísmos colectivos existentes en las naciones y en otras entidades
sociales.
Todo ello alimenta la mutua desconfianza y la
hostilidad, los conflictos y las desgracias, de los que el hombre es, a
la vez, causa y víctima.
Aspiraciones más universales de la humanidad
9. Entre tanto, se afianza la convicción de que el
género humano puede y debe no sólo perfeccionar su dominio sobre las
cosas creadas, sino que le corresponde además establecer un orden
político, económico y social que esté más al servicio del hombre y
permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad.
De aquí las instantes reivindicaciones económicas de
muchísimos, que tienen viva conciencia de que la carencia de bienes que
sufren se debe a la injusticia o a una no equitativa distribución. Las
naciones en vía de desarrollo, como son las independizadas
recientemente, desean participar en los bienes de la civilización
moderna, no sólo en el plano político, sino también en el orden
económico, y desempeñar libremente su función en el mundo.
Sin embargo, está aumentando a diario la distancia
que las separa de las naciones más ricas y la dependencia incluso
económica que respecto de éstas padecen. Los pueblos hambrientos
interpelan a los pueblos opulentos.
La mujer, allí donde todavía no lo ha logrado,
reclama la igualdad de derecho y de hecho con el hombre. Los
trabajadores y los agricultores no sólo quieren ganarse lo necesario
para la vida, sino que quieren también desarrollar por medio del trabajo
sus dotes personales y participar activamente en la ordenación de la
vida económica, social, política y cultural. Por primera vez en la
historia, todos los pueblos están convencidos de que los beneficios de
la cultura pueden y deben extenderse realmente a todas las naciones.
Pero bajo todas estas reivindicaciones se oculta una
aspiración más profunda y más universal: las personas y los grupos
sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna
del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les
ofrece el mundo actual. Las naciones, por otra parte, se esfuerzan cada
vez más por formar una comunidad universal.
De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez
poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el
camino para optar entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o
el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien
que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha
desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por ello se interroga
a sí mismo.
Los interrogantes más profundos del hombre
10. En realidad de verdad, los desequilibrios que
fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio
fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los
elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de
criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin
embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído
por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar.
Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo
que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello
siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias
provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por
el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción
de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen
tiempo para ponerse a considerarlo.
Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y
plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el
futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y
no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida
un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la
existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle
un sentido puramente subjetivo.
Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son
cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva
penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a
pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor
tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar
el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué
hay después de esta vida temporal?.
Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por
todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de
que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el
cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse.
Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de
toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la
Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas
permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe
ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios
invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos
para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de
soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época.
PRIMERA PARTE: LA IGLESIA Y LA VOCACION DEL HOMBRE
Hay que responder a las mociones del Espíritu
11. El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le
impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena
el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y
deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los
signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo
ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera
vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones
plenamente humanas.
El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta
luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos
de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la
inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad
extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano,
sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación.
Por ello necesitan purificación.
¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué
criterios fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de
la sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en
el universo? He aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver
con claridad que el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma
parte, se prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la
Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.
CAPITULO I
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
El hombre, imagen de Dios
12. Creyentes y no creyentes están generalmente de
acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en
función del hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las
opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e
incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o
hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en
consecuencia.
La Iglesia siente profundamente estas dificultades,
y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que
perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus
enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad
y la vocación propias del hombre.
La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a
imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que
por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para
gobernarla y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para
que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te
cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de
gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue
puesto por tí debajo de sus pies (Ps 8, 5-7).
Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el
principio los hizo hombre y mujer (gen l,27). Esta sociedad de hombre y
mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El
hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no
puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.
Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto
había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).
El pecado
13. Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin
embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la
historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo
alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le
glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y
prefirieron servir a la criatura, no al Creador.
Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la
experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba
su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no
pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a
reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida
subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo
que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con
el resto de la creación.
Es esto lo que explica la división íntima del hombre.
Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como
lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y
las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con
eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse
como aherrojado entre cadenas.
Pero el Señor vino en persona para liberar y
vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe
de este mundo (cf. 10 12,31), que le retenía en la esclavitud del
pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia
plenitud.
A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la
miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su
última explicación.
Constitución del hombre
14. En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su
misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual
alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la
libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida
corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su
propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último
día.
Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la
rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que
glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las
inclinaciones depravadas de su corazón.
No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad
sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la
naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su
interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda
interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le
aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la
mirada de Dios, decide su propio destino.
Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad
y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo
ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales
exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de
la realidad.
Dignidad de la inteligencia, verdad y sabiduría
15. Tiene razón el hombre, participante de la luz de
la inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia
es superior al universo material. Con el ejercicio infatigable de su
ingenio a lo largo de los siglos, la humanidad ha realizado grandes
avances en las ciencias positivas, en el campo de la técnica y en la
esfera de las artes liberales.
Pero en nuestra época ha obtenido éxitos
extraordinarios en la investigación y en el dominio del mundo material.
Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más
profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene
capacidad para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza,
aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y
debilitada.
Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona
humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría,
la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor
de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio
de lo visible hacia lo invisible.
Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad
de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la
humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no forman
hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este
respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta
sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.
Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la
fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino.
Dignidad de la conciencia moral
16. En lo más profundo de su conciencia descubre el
hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la
cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los
oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y
que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene
una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la
dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente.
La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario
del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena
en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo
admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de
Dios y del prójimo.
La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos
con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los
numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la
sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto
mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del
ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad.
No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la
conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de
su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa
de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente
entenebreciendo por el hábito del pecado.
Grandeza de la libertad
17. La orientación del hombre hacia el bien sólo se
logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros
contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con
frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera
pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea
mala.
La verdadera libertad es signo eminente de la imagen
divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su
propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y,
adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada
perfección.
La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre
actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido
por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso
interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad
cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a
su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para
ello con eficacia y esfuerzo crecientes.
La libertad humana, herida por el pecado, para dar la
máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente
en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta de su vida ante el
tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.
El misterio de la muerte
18. El máximo enigma de la vida humana es la muerte.
El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo.
Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga
con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la
ruina total y del adiós definitivo.
La semilla de eternidad que en sí lleva, por se
irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los
esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden
calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy
proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que
surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la
Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha
sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las
fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte
corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será
vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al
hombre en la salvación perdida por el pecado.
Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El
con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la
incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado
esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia
muerte.
Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en
sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante
angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece
la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos
arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en
Dios la vida verdadera.
Formas y raíces del ateísmo
19. La razón más alta de la dignidad humana consiste
en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo
nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y
simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que
lo conserva.
Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la
verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su
Creador. Muchos son, sin embargo, los que hoy día se desentienden del
todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma
explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro
tiempo. Y debe ser examinado con toda atención.
La palabra "ateísmo" designa realidades muy diversas.
Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse
acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis
metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la
cuestión.
Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre
esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin
excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que
dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que
parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios.
Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que
nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se
plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no
sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de
preocuparse por el hecho religiosos.
Además, el ateísmo nace a veces como violenta
protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación
indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son
considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma
civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego
a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a
Dios.
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su
corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen
de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también
los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el
ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno
originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se
debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y,
ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión
cristiana.
Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener
parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido
de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la
doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y
social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de
la religión.
El ateísmo sistemático
20. Con frecuencia, el ateísmo moderno reviste
también la forma sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva
el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre
respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia
de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único
artífice y creador de su propia historia.
Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el
reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal
afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder que
el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina.
Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse
la que pone la liberación del hombre principalmente en su liberación
económica y social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia
naturaleza, es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el
espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del
esfuerzo por levantar la ciudad temporal.
Por eso, cuando los defensores de esta doctrina
logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan violentamente a
la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en materia educativa,
con el uso de todos los medios de presión que tiene a su alcance el
poder público.
Actitud de la Iglesia ante el ateísmo
21. La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no
puede dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza, como hasta ahora ha
reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son contrarias a
la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de su
innata grandeza.
Quiere, sin embargo, conocer las causas de la
negación de Dios que se esconden en la mente del hombre ateo. Consciente
de la gravedad de los problemas planteados por el ateísmo y movida por
el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos
del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.
La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se
opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en
el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que
constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo,
el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la
participación de su felicidad.
Enseña además la Iglesia que la esperanza
escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que
más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando,
por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la
vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy
con frecuencia sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la
culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al
hombre a la desesperación.
Todo hombre resulta para sí mismo un problema no
resuelto, percibido con cierta obscuridad. Nadie en ciertos momentos,
sobre todo en los acontecimientos más importantes de la vida, puede huir
del todo el interrogante referido. A este problema sólo Dios da
respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a
pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad.
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la
exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la
Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como
visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y
purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo.
Esto se logra principalmente con el testimonio de una
fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las
dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro
testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo
toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la
justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado.
Mucho contribuye, finalmente, a esta afirmación de la
presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu
unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de
unidad.
La Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el
ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no
creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que
viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo.
Lamenta, pues, la Iglesia la discriminación entre
creyentes y no creyentes que algunas autoridades políticas, negando los
derechos fundamentales de la persona humana, establecen injustamente.
Pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este
mundo también un templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a que
consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo.
La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de
acuerdo con los deseos más profundos del corazón humano cuando
reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la
esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su mensaje,
lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el
progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón del hombre es
aquello que "nos hiciste, Señor, para tí, y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en tí".
Cristo, el Hombre nuevo
22. En realidad, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer
hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro
Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y
le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas
las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su
corona.
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es
también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza
humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a
dignidad sin igual.
El Hijo de DIos con su encarnación se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de
hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los
nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su
sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con
nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo
que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios
me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).
Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir
sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la
muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del
Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias
del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley
nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia
(Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la
redención del cuerpo (Rom 8,23).
Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre
los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre
los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de
su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11).
Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar,
con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la
muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de
Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino
también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra
la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este
misterio pascual.
Este es el gran misterio del hombre que la Revelación
cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el
enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en
absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y
nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu:
Abba!, ¡Padre!.
CAPITULO II
LA COMUNIDAD HUMANA
Propósito del Concilio
23. Entre los principales aspectos del mundo actual
hay que señalar la multiplicación de las relaciones mutuas entre los
hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo el moderno progreso
técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en ese
progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se
establece, la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad
espiritual.
La Revelación cristiana presta gran ayuda para
fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a una
más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida social, y que
el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.
Como el Magisterio de la Iglesia en recientes
documentos ha expuesto ampliamente la doctrina cristiana sobre la
sociedad humana, el Concilio se limita a recordar tan sólo algunas
verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la
Revelación. A continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas
fluyen, y que tienen extraordinaria importancia en nuestros días.
Indole comunitaria de la vocación humana según el
plan de Dios
24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud,
ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten
entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y
semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar
toda la haz de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e
idéntico fin, esto es, Dios mismo.
Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el
primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el
amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: cualquier otro
precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a tí
mismo. El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. I 10
4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos
hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la
unificación asimismo creciente del mundo.
Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos
sean uno, como nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo
perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza
entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios
en la verdad y en la caridad.
Esta semejanza demuestra que el hombre, única
criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede
encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo
a los demás.
Interdependencia entre la persona humana y la
sociedad
25. La índole social del hombre demuestra que el
desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad
están mutuamente condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin
de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la
cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida
social.
La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga
accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la
reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social
engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para
responder a su vocación.
De los vínculos sociales que son necesarios para el
cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política,
responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden
más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se
multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de
aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho
público como de derecho privado.
Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización,
aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas
para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para
garantizar sus derechos.
Mas si la persona humana, en lo tocante al
cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta
vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias
sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con
frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal.
Es cierto que las perturbaciones que tan
frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las
tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales.
Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que
trastornan también el ambiente social.
Y cuando la realidad social se ve viciada por las
consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su
nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo
pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.
La promoción del bien común
26. La interdependencia, cada vez más estrecha, y su
progresiva universalización hacen que el bien común -esto es, el
conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las
asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil
de la propia perfección- se universalice cada vez más, e implique por
ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano.
Todo grupo social debe tener en cuanta las
necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún,
debe tener muy en cuanta el bien común de toda la familia humana.
Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa
dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de
sus derechos y deberes universales e inviolables.
Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo
que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el
alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de
estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena
fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la
norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la
justa libertad también en materia religiosa.
El orden social, pues, y su progresivo desarrollo
deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el
orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El
propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para
el hombre, y no el hombre para el sábado.
El orden social hay que desarrollarlo a diario,
fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el
amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día más
humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una
renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad.
El Espíritu de Dios, que con admirable providencia
guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno
a esta evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado
y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la
dignidad.
El respeto a la persona humana
27. Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima
urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma de cada
uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo,
cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para
vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó
por completo del pobre Lázaro.
En nuestra época principalmente urge la obligación de
acercarnos a todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya
se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador
extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo
ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de
ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra
del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos
menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).
No sólo esto. Cuanto atenta contra la vida
-homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo
suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona humana,
como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los
conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la
dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones
laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero
instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad
de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí
mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus
autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido
al Creador.
Respeto y amor a los adversarios
28. Quienes sientes u obran de modo distinto al
nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser
también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa
sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la
facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben
convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia
caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable.
Pero es necesario distinguir entre el error, que
siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la
dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o
insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador
del corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna
de los demás.
La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las
injurias. El precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el
mandamiento de la Nueva Ley: Habéis oído que se dijo : Amarás a tu
prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo : Amad a vuestros
enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por lo que os
persiguen y calumnian (Mt 5,43-44).
La igualdad esencial entre los hombres y la justicia
social
29. La igualdad fundamental entre todos los hombres
exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de
alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y
el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma
vocación y de idéntico destino.
Es evidente que no todos los hombres son iguales en
lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y
morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos
fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de
sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida
y eliminada por ser contraria al plan divino.
En verdad, es lamentable que los derechos
fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma
debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el
derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que
prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura
iguales a las que se conceden al hombres.
Más aún, aunque existen desigualdades justas entre
los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se
llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta
escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y
sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma
familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la
dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional.
Las instituciones humanas, privadas o públicas,
esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre.
Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política y
respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales
del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez
más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas,
aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final
deseado.
Hay que superar la ética individualista
30. La profunda y rápida transformación de la vida
exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación
frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética
meramente individualista.
El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más
contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la
necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así
públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida
del hombre.
Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones,
pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de
las necesidades sociales. No sólo esto; en varios paises son muchos los
que menosprecian las leyes y las normas sociales.
No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no
tienen reparo en soslayar los impuestos justos u otros deberes para con
la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida social; por
ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin
preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida
del prójimo.
La aceptación de las relaciones sociales y su
observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales
deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo,
tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos
particulares y se extiende poco a poco al universo entero.
Ello es imposible si los individuos y los grupos
sociales no cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes
morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres
nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de
la divina gracia.
Responsabilidad y participación
31. Para que cada uno pueda cultivar con mayor
cuidado el sentido de su responsabilidad tanto respecto a sí mismo como
de los varios grupos sociales de los que es miembro, hay que procurar
con suma diligencia una más amplia cultura
espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el
género humano dispone hoy día.
Particularmente la educación de los jóvenes, sea el
que sea el origen social de éstos, debe orientarse de tal modo, que
forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también
de generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de
nuestra época.
Pero no puede llegarse a este sentido de la
responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le
permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su
vocación, entregándose a DIos ya los demás.
La libertad humana con frecuencia se debilita cuando
el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece
cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra
como en una dorada soledad.
Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el
hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre
sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al
servicio de la comunidad en que vive.
Es necesario por ello estimular en todos la voluntad
de participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de
aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa
con verdadera libertad en la vida pública.
Debe tenerse en cuanta, sin embargo, la situación
real de cada país y el necesario vigor de la autoridad pública. Para que
todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de
los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es necesario que
encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a
ponerse al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el
porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las
generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.
El Verbo encarnado y la solidaridad humana
32. Dios creó al hombre no para vivir aisladamente,
sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios "ha querido
santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna
de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en
verdad y le sirviera santamente".
Desde el comienzo de la historia de la salvación,
Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino
también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que eligió
Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex 3,7-12), con el
que además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma
en la obra de Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de
la vida social humana.
Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de
Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la
excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la
vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida
diaria corriente.
Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su
patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia,
fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su
tiempo y de su tierra.
En su predicación mandó claramente a los hijos de
Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus
discípulos fuesen uno.
Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos,
como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la
vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a
todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera
familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.
Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el
don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con
fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en
su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los
otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les
hayan conferido.
Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel
día en que llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la
gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios
gloria perfecta.
CAPITULO III
LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
Planteamiento del problema
33. Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo
y con su ingenio en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias
a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo
de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el
aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las
naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una única
comunidad en el mundo.
De lo que resulta que gran número de bienes que antes
el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy
los obtiene por sí mismo.
Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el
género humano, surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué
sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que
hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos
de individuos y colectividades?.
La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de
Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin
que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir
la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino
recientemente emprendido por la humanidad.
Valor de la actividad humana
34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la
actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de
esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr
mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la
voluntad de Dios.
Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato
de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y
cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el
universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que
con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre
de Dios en el mundo.
Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres
más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el
sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte
provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con
su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus
hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios
de Dios en la historia.
Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas
logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura
racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario,
persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de
DIos y consecuencia de su inefable designio.
Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más
amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue
que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del
mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al
contrario, les impone como deber el hacerlo.
Ordenación de la actividad humana
35. La actividad humana, así como procede del hombre,
así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo
transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo.
Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se
trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que
las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo
que es que por lo que tiene.
Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para
lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en
los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos
progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la
promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.
Por tanto, está es la norma de la actividad humana:
que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al
auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y
como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena
vocación.
La justa autonomía de la realidad terrena
36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer
que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad
humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la
sociedad o de la ciencia.
Si por autonomía de la realidad se quiere decir que
las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores,
que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es
absolutamente legítima esta exigencia de autonomía.
No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres
de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador.
Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están
dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden
regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la
metodología particular de cada ciencia o arte.
Por ello, la investigación metódica en todos los
campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente
científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen
su origen en un mismo Dios.
Más aún, quien con perseverancia y humildad se
esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun
sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las
cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar
ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima
autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios
cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a
muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la
realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla
sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte
la falsedad envuelta en tales palabras.
La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás,
cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la
manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún,
por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.
Deformación de la actividad humana por el pecado
37. La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo
la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso
altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran
tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la
jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que
a lo suyo, olvidando lo ajeno.
Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una
auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está
amenazando con destruir al propio género humano.
A través de toda la historia humana existe una dura
batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes
del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final.
Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar
continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos,
con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en
sí mismo, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la
verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del
Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2);
es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que
transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al
servicio de Dios y de los hombres.
A la hora de saber cómo es posible superar tan
deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la
cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección
todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el
egoísmo, corren diario peligro.
El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el
Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por
Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos
de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y
gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de
veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo:
Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor
3,22-23).
Perfección de la actividad humana en el misterio
pascual
38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas
las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como
hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola
en sí mismo.
El es quien nos revela que Dios es amor (I 10 4,8), a
la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es
el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad
divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos
del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son
cosas inútiles.
Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que
buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo,
en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros,
pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el
mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia.
Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que
le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la
virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el
anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo
también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la
familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la
tierra a este fin.
Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a
unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada
celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama
para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así
preparen la materia del reino de los cielos.
Pero a todos les libera, para que, con la abnegación
propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se
proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se
convertirán en oblación acepta a dios.
El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y
alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los
elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en
el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la
degustación del banquete celestial.
Tierra nueva y cielo nuevo
39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación
de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se
transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado,
pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva
tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de
saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón
humano.
Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios
resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la
debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y,
permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre
de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.
Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar
todo el mundo si se pierde a sí mismo.
No obstante, la espera de una tierra nueva no debe
amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta
tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede
de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo.
Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente
progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el
primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana,
interesa en gran medida al reino de Dios.
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión
fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de
la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por
la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato,
volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y
trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y
universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino
de justicia, de amor y de paz".
El reino está ya misteriosamente presente en nuestra
tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.
CAPITULO IV
MISION DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORANEO
Relación mutua entre la Iglesia y el mundo
40. Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de
la persona, sobre la comunidad humana, sobre el sentido profundo de la
actividad del hombre, constituye el fundamento de la relación entre la
Iglesia y el mundo, y también la base para el mutuo diálogo.
Por tanto, en este capítulo, presupuesto todo lo que
ya ha dicho el Concilio sobre el misterio de la Iglesia, va a ser objeto
de consideración la misma Iglesia en cuanto que existe en este mundo y
vive y actúa con él.
Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el
tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia
tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el mundo
futuro podrá alcanzar plenamente.
Está presente ya aquí en la tierra, formada por
hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la
vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de
los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del
Señor.
Unida ciertamente por razones de los bienes eternos y
enriquecida por ellos, esta familia ha sido "constituida y organizada
por Cristo como sociedad en este mundo" y está dotada de "los medios
adecuados propios de una unión visible y social".
De esta forma, la Iglesia, "entidad social visible y
comunidad espiritual", avanza juntamente con toda la humanidad,
experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar
como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y
transformarse en familia de Dios.
Esta compenetración de la ciudad terrena y de la
ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio
permanente de la historia humana que se ve perturbado por el pecado
hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios.
Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no
sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el
universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando
y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la
sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y
de una significación mucho más profundos.
Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus
hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para
dar un sentido más humano al hombre a su historia.
La Iglesia católica de buen grado estima mucho todo
lo que en este orden han hecho y hacen las demás Iglesias cristianas o
comunidades eclesiásticas con su obra de colaboración.
Tienen asimismo la firme persuasión de que el mundo,
a través de las personas individuales y de toda la sociedad humana, con
sus cualidades y actividades, puede ayudarla mucho y de múltiples
maneras en la preparación del Evangelio.
Expónense a continuación algunos principios generales
para promover acertadamente este mutuo intercambio y esta mutua ayuda en
todo aquello que en cierta manera es común a la Iglesia y al mundo.
Ayuda que la Iglesia procura prestar a cada hombre
41. El hombre contemporáneo camina hoy hacia el
desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y
afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado
la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre,
la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia
existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano.
Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella
sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el
cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos. Sabe
también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca
jamás será del todo indiferente ante el problema religioso, como los
prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino también
múltiples testimonios de nuestra época.
Siempre deseará el hombre saber, al menos
confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte. La
presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas;
pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del
pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por
medio de la Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a
Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia
dignidad de hombre.
Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la
dignidad humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo,
deprimen excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano.
No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad
personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el
Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y
proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las
esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta
santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte
sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y
bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de
todos.
Esto corresponde a la ley fundamental de la economía
cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e
igualmente, también Señor de la historia humana y de la historia de la
salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa
autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que
más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.
La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le
ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en
mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas
partes tales derechos.
Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede
imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier
apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar
que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud
cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la
dignidad humano no se salva; por el contrario, perece.
Ayuda que la Iglesia procura dar a la sociedad humana
42. La unión de la familia humana cobra sumo vigor y
se completa con la unidad, fundada en Cristo, de la familia constituida
por los hijos de Dios.
La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es
de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden
religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan
funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y
consolidar la comunidad humana según la ley divina.
Más aún, donde sea necesario, según las
circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede
crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos,
particularmente de los necesitados, como son, por ejemplo, las obras de
misericordia u otras semejantes.
La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla
en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad,
el proceso de una sana socialización civil y económica.
La promoción de la unidad concuerda con la misión
íntima de la Iglesia, ya que ella es "en Cristo como sacramento, o sea
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo
el género humano".
Enseña así al mundo que la genuina unión social
exterior procede de la unión de los espíritus y de los corazones, esto
es, de la fe y de la caridad, que constituyen el fundamento indisoluble
de su unidad en el Espíritu Santo.
Ls energías que la Iglesia puede comunicar a la
actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad aplicadas a la
vida práctica. No radican en el mero dominio exterior ejercido con
medios puramente humanos.
Como, por otra parte, en virtud de su misión y
naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización
humana ni a sistema alguno político, económico y social, la Iglesia, por
esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre
las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan
confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para
cumplir tal misión.
Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también
a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios
superen todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza
interna a las justas asociaciones humanas.
El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de
verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas
instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en la
humanidad.
Declara, además, que la Iglesia quiere ayudar y
fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y puede
conciliarse con su misión propia.
Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en
servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los
derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos
del bien común.
Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos, procura
prestar al dinamismo humano
43. El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos
de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus
deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se
equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad
permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las
tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que
les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación
personal de cada uno.
Pero no es menos grave el error de quienes, por el
contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida
religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de
culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales.
El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos
debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra
época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con
vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo,
Jesucristo personalmente conminaba graves penas contra él.
No se creen, por consiguiente, oposiciones
artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una
parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus
obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta,
sobre todo, a sus obligaciones para con dios y pone en peligro su eterna
salvación.
Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el
artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus
actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano,
familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos,
bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios.
Compete a los laicos propiamente, aunque no
exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan,
individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente
deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben
esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos.
Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados
con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas
iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del
seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena.
De los sacerdotes, los laicos pueden esperar
orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que sus pastores
están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución
concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su
misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la
sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del
Magisterio.
Muchas veces sucederá que la propia concepción
cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una
determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y
con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad,
juzguen del mismo asunto de distinta manera.
En estos casos de soluciones divergentes aun al
margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a
vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en
tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor
de su parecer la autoridad de la Iglesia.
Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un
diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial
pro el bien común.
Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la
vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el
mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo
en todo momento en medio de la sociedad humana.
Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a
la Iglesia de DIos, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje
de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles
quede como inundada por la luz del Evangelio.
Recuerden todos los pastores, además, que son ellos
los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el
rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la
verdadera eficacia del mensaje cristiano.
Con su vida y con sus palabras, ayudados por los
religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su sola
presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las
virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con
insistente afán para participar en el diálogo que hay que entablar con
el mundo y con los hombres de cualquier opinión.
Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del
Concilio: "Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil,
económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus
esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice,
eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a
la unidad de la familia de Dios".
Aunque la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo,
se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser
signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no
siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus
miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios.
Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la
distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad
humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a
un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin
embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para
que no dañen a la difusión del Evangelio.
De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda
aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe
mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como
madre, no cesa de "exhortar a sus hijos a la purificación y a la
renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el
rostro de la Iglesia".
Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno
44. Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como
realidad social y fermento de la historia. De igual manera, la Iglesia
reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica
del género humano.
La experiencia del pasado, el progreso científico,
los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a
fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y
aprovechan también a la Iglesia.
Esta, desde el comienzo de su historia, aprendió a
expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada
pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así
a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las
exigencias de los sabios en cuanto era posible.
Esta aceptación de la predicación de la palabra
revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así
en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de
modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo
intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas.
Para aumentar este trato sobre todo en tiempos como
los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían
los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda
de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a
fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad
la razón íntima de todas ellas.
Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero
principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e
interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de
nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que
la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y
expresada en forma más adecuada.
La Iglesia, por disponer de una estructura social
visible, señal de su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se
enriquece también, con la evolución de la vida social, no porque le
falte en la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para
conocer con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla
de forma más perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros
tiempos.
La Iglesia reconoce agradecida que tanto en el
conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda
variada de parte de los hombres de toda clase o condición. Porque todo
el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la
cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así nacional
como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino,
también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las
realidades externas.
Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho
provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la
persecución de sus contrarios.
Cristo, alfa y omega
45. La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al
recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el
advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad.
Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la
familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del
hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que
manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al
hombre.
El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se
encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas
las cosas.
El Señor es el fin de la historia humana, punto de
convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la
civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud
total de sus aspiraciones.
EL es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y
colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos.
Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como
peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide
plenamente con su amoroso designio: Restaurar en Cristo todo lo que hay
en el cielo y en la tierra (Eph 1,10).
He aquí que dice el Señor: Vengo presto, y conmigo mi
recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la
omega, el primero y el último, el principio y el fin (Apoc 22,12-13).
SEGUNDA PARTE: ALGUNOS PROBLEMAS MAS URGENTES
Introducción
46. Después de haber expuesto la gran dignidad de la
persona humana y la misión, tanto individual como social, a la que ha
sido llamada en el mundo entero, el Concilio, a la luz del Evangelio y
de la experiencia humana, llama ahora la atención de todos sobre algunos
problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género
humano.
Entre las numerosas cuestiones que preocupan a todos,
haya que mencionar principalmente las que siguen: el matrimonio y la
familia, la cultura humana, la vida económico-social y política, la
solidaridad de la familia de los pueblos y la paz.
Sobre cada una de ellas debe resplandecer la luz de
los principios que brota de Cristo, para guiar a los cristianos e
iluminar a todos los hombres en la búsqueda de solución a tantos y tan
complejos problemas.
CAPITULO I
DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
El matrimonio y la familia en el mundo actual
47. El bienestar de la persona y de la sociedad
humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la
comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con todos
lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente
de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el
fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan
a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión; de ellos
esperan, además, los mejores resultados y se afanan por promoverlos.
Sin embargo, la dignidad de esta institución no
brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está
oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor
libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda
frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos
ilícitos contra la generación.
Por otra parte, la actual situación económico,
social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la
familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan
con preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico.
Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y,
sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la
institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la
sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han dado
origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la
verdadera naturaleza de tal institución.
Por tanto el Concilio, con la exposición más clara de
algunos puntos capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar
y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por
garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su
valor eximio.
El carácter sagrado del matrimonio y de la familia
48. Fundada por el Creador y en posesión de sus
propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece
sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento
personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se
dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución
confirmada por la ley divina.
Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de
los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión
humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado
con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la
continuación del género humano, para el provecho personal de cada
miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad,
paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana.
Por su índole natural, la institución del matrimonio
y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la
educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia.
De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no
son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus
personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren
conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente.
Esta íntima unión, como mutua entrega de dos
personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad
conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor
multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado
a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios
antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y
de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la
Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del
sacramento del matrimonio.
Además, permanece con ellos para que los esposos, con
su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la
Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el
amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la
acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges
a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad
y la maternidad.
Por ello los esposos cristianos, para cumplir
dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados
por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión
conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su
vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia
perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a
la glorificación de Dios.
Gracias precisamente a los padres, que precederán con
el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven
en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido
humano, de la salvación y de la santidad.
En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad
y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber
de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo,
compete.
Los hijos, como miembros vivos de la familia,
contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres. Pues con el
agradecimiento, la piedad filial y la confianza corresponderán a los
beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las
dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de
ánimo, será honrada por todos. La familia hará partícipes a otras
familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la
familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y
participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la
auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa
fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación
amorosa de todos sus miembros.
Del amor conyugal
49. Muchas veces a los novios y a los casados les
invita la palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un
casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos
nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer,
manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los
pueblos y las épocas.
Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de
persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda
la persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad
especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas
como elementos y señales específicas de la amistad conyugal.
El Señor se ha dignado sanar este amor,
perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad.
Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los
esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos
y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma
generosa actividad crece y se perfecciona.
Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente
erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y
lamentablemente.
Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con
la acción propia del matrimonio. Por ello los actos con los que los
esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y,
ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el
don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa
gratitud.
Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre
todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y
mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda
excluído de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio
de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y
pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio
confirmada por el Señor.
Para hacer frente con constancia a las obligaciones
de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los
esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán
la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de
sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.
Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal
y se formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos
cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el
mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan
en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del
matrimonio y de la familia.
Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y
convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor
conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así,
educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad
conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio.
Fecundidad del matrimonio
50. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados
por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los
hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen
sobremanera al bien de los propios padres.
El mismo Dios, que dijo: No es bueno que el hombre
esté solo (Gen 2,18), y que desde el principio ... hizo al hombre varón
y mujer (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en
su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: Creced
y multiplicaos (Gen 1,28).
De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y
toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de
lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos
para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del
Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su
propia familia.
En el deber de transmitir la vida humana y de
educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges
saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus
intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán
su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de
común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo
tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o
todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del
estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente,
teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad
temporal y de la propia Iglesia.
Este juicio, en último término, deben formarlo ante
Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos
cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino
que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a
la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta
auténticamente esta ley a la luz del Evangelio.
Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor
conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del
mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia
cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a
la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana
responsabilidad cumplen su misión procreadora.
Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión
que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de
común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más
numerosa para educarla dignamente.
Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente
para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo
indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que
también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y
vaya madurando ordenadamente.
Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas
veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total
de la vida y conserva su valor e indisolubilidad.
El amor conyugal debe compaginarse con el respeto a
la vida humana
51. El Concilio sabe que los esposos, al ordenar
armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos
por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en
situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo,
no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de
vida tienen sus dificultades para mantenerse.
Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no
raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de
la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza
necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.
Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a
estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la
Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción
verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la
vida y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los
hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de
llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su
concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el
infanticidio son crímenes abominables.
La índole sexual del hombre y la facultad generativa
humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados
inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida
conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser
respetados con gran reverencia.
Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal
con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la
conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de
los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados
de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen
íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación,
entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar
sinceramente la virtud de la castidad conyugal.
No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en
estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley
divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.
Tengan todos entendido que la vida de los hombres y
la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser
conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el
destino eterno de los hombres.
El progreso del matrimonio y de la familia, obra de
todos
52. La familia es escuela del más rico humanismo.
Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un
clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges
y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos.
La activa presencia del padre contribuye sobremanera a la formación de
los hijos; pero también debe asegurarse el cuidado de la madre en el
hogar, que necesitan principalmente los niños menores, sin dejar por eso
a un lado la legítima promoción social de la mujer.
La educación de los hijos ha de ser tal, que al
llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de la responsabilidad,
seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de vida; y si éste
es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en condiciones
morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de los padres o de
los tutores guiar a los jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben
oír con gusto, al tratar de fundar una familia, evitando, sin embargo,
toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse o a elegir
determinada persona.
Así, la familia, en la que distintas generaciones
coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a
armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la
vida social, constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los
que influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir
eficazmente al progreso del matrimonio y de la familia.
El poder civil ha de considerar obligación suya
sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la
familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y
favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de
los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos.
Se debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y
ayudar de forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del
bien de una familia propia.
Los cristianos, rescatando el tiempo presente y
distinguiendo lo eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los
bienes del matrimonio y de la familia así con el testimonio de la propia
vida como con la acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de
esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de
la familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos.
Para obtener este fin ayudarán mucho el sentido
cristiano de los fieles, la recta conciencia moral de los hombres y la
sabiduría y competencia de las personas versadas en las ciencias
sagradas.
Los científicos, principalmente los biólogos, los
médicos, los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al
bien del matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias si se
esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las
diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la
procreación humana.
Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en
el tema de la familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida
conyugal y familiar con distintos medios pastorales, con la predicación
de la palabra de DIos, con el culto litúrgico y otras ayudas
espirituales; fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y
confortarlos en la caridad para que formen familias realmente
espléndidas.
Las diversas obras, especialmente las asociaciones
familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a
los cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina
y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y
apostólica.
Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de
Dios vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan
unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad,
para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y
sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de
aquel misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló
al mundo.
CAPITULO II
EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL
Introducción
53. Es propio de la persona humana el no llegar a un
nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es
decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que
se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallen unidas
estrechísimamente.
Con la palabra cultura se indica, en sentido general,
todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables
cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe
terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social,
tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso
de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo
expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias
espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e
incluso a todo el género humano.
De aquí se sigue que la cultura humana presenta
necesariamente un aspecto histórico y social y que la palabra cultura
asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este
sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común
diversos y escala de valor diferentes encuentran su origen en la
distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de
practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e
instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de
cultivar la belleza.
Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio
propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un
medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada
nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la
civilización humana.
SECCION I.- La situación de la cultura en el mundo
actual
Nuevos estilos de vida
54. Las circunstancia de vida del hombre moderno en
el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se
puede hablar con razón de una nueva época de la historia humana. Por
ello, nuevos caminos se han abierto para perfeccionar la cultura y darle
una mayor expansión.
Caminos que han sido preparados por el ingente
progreso de las ciencias naturales y de las humanas, incluidas las
sociales; por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en
el uso y recta organización de los medios que ponen al hombre en
comunicación con los demás.
De aquí provienen ciertas notas características de la
cultura actual: Las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio
crítico; los más recientes estudios de la psicología explican con mayor
profundidad la actividad humana; las ciencias históricas contribuyen
mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto de su mutabilidad y
evolución; los hábitos de vid ay las costumbres tienden a uniformarse
más y más; la industrialización, la urbanización y los demás agentes que
promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura (cultura de
masas), de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar y descansar; al
mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas naciones y
grupos sociales descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud los
tesoros de las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va
gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y
expresa la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las
particularidades de las diversas culturas.
El hombre, autor de la cultura
55. Cada día es mayor el número de los hombres y
mujeres, de todo grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos
los autores y promotores de la cultura de su comunidad.
En todo el mundo crece más y más el sentido de la
autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad, lo cual tiene enorme
importancia para la madurez espiritual y moral del género humano. Esto
se ve más claro si fijamos la mirada en la unificación del mundo y en la
tarea que se nos impone de edificar un mundo mejor en la verdad y en la
justicia.
De esta manera somos testigos de que está naciendo un
nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por
la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.
Dificultades y tareas actuales en este campo
56. En esta situación no hay que extrañarse de que el
hombre, que siente su responsabilidad en orden al progreso de la
cultura, alimente una más profunda esperanza, pero al mismo tiempo note
con ansiedad las múltiples antinomias existentes, que él mismo debe
resolver:
¿Qué debe hacerse para que la intensificación
de las relaciones entre las culturas, que debería llevar a un verdadero
y fructuoso diálogo entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe
la vida de las comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los
antepasados ni ponga en peligro el genio propio de los pueblos?
¿De qué forma hay que favorecer el dinamismo y
la expansión de la nueva cultura sin que perezca la fidelidad viva a la
herencia de las tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la
cultura, nacida del enorme progreso de la ciencia y de la técnica se ha
de compaginar con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según
diversas tradiciones, de los estudios clásicos.
¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de
las disciplinas científicas puede armonizarse con la necesidad de formar
su síntesis y de conservar en los hombres la facultades de la
contemplación y de la admiración, que llevan a la sabiduría?
¿Qué hay que hacer para que todos los hombres
participen de los bienes culturales en el mundo, si al mismo tiempo la
cultura de los especialistas se hace cada vez más inaccesible y
compleja?
¿De qué manera, finalmente, hay que reconocer
como legítima la autonomía que reclama para sí la cultura, sin llegar a
un humanismo meramente terrestre o incluso contrario a la misma
religión?
En medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy
la cultura humana, de tal manera que cultive equilibradamente a la
persona humana íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo
cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están llamados,
unidos fraternalmente en una sola familia humana.
SECCION 2.- Algunos principios para la sana promoción
de la cultura
La fe y la cultura
57. Los cristianos, en marcha hacia la ciudad
celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada
disminuye, antes por el contrario, aumenta, la importancia de la misión
que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de
un mundo más humano.
En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a
los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más
intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de
esa actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le
corresponde en la entera vocación del hombre.
El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus
manos o con ayuda de los recursos técnicos cultiva la tierra para que
produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda la familia humana y
cuando conscientemente asume su parte en la vida de los grupos sociales,
cumple personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la humanidad
al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la
creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece
al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.
Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes
disciplinas de la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias
naturales y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la
familia humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien
y la belleza y al juicio del valor universal, y así sea iluminada mejor
por la maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba con Dios
disponiendo todas las cosas con El, jugando en el orbe de la tierra y
encontrando sus delicias en estar entre los hijos de los hombres.
Con todo lo cual es espíritu humano, más libre de la
esclavitud de las cosas, puede ser elevado con mayor facilidad al culto
mismo y a la contemplación del Creador. Más todavía, con el impulso de
la gracia se dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes de hacerse
carne para salvarlo todo y recapitular todo en El, estaba en el mundo
como luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).
Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de
la técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las
íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y
agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas
disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar
toda la verdad.
Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con
exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de
buscar ya cosas más altas.
Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son
efectos necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en
la tentación de no reconocer los valores positivos de ésta.
Entre tales valores se cuentan: el estudio de las
ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones
científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos,
el sentido de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez más
intensa de la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la
protección de los hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más
aceptables para todos, singularmente para los que padecen privación de
responsabilidad o indigencia cultural.
Todo lo cual puede aportar alguna preparación para
recibir el mensaje del Evangelio, la cual puede ser informada con la
caridad divina por Aquel que vino a salvar el mundo.
Múltiples conexiones entre la buena nueva de Cristo y
la cultura
58. Múltiples son los vínculos que existen entre el
mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse
a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo
encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada época.
De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el
transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los
hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje
de Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y
comprenderlo con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la
celebración litúrgica y en la vida de la multiforme comunidad de los
fieles.
Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los
pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera
exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema
particular de vida, a costumbre alguna antigua o reciente.
Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de
la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas
formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia
Iglesia y las diferentes culturas.
La buena nueva de Cristo renueva constantemente la
vida y la cultura del hombre, caído, combate y elimina los errores y
males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y
eleva incesantemente la moral de los pueblos.
Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus
entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y
de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la
Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la
cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica,
educa al hombre en la libertad interior.
Hay que armonizar diferentes valores en el seno de
las culturas
59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a
todos que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral de
la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana
entera.
Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal
manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de
contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder
cultivar el sentido religioso, moral y social.
Porque la cultura, pro dimanar inmediatamente de la
naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una
justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el
obrar según sus propios principios.
Tiene, por tanto, derecho al respeto y goza de una
cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los derechos de la
persona y de la sociedad, particular o mundial, dentro de los límites
del bien común.
El sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el
Concilio Vaticano I, declara que "existen dos órdenes de conocimiento"
distintos, el de la fe y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que
"las artes y las disciplinas humanas gocen de sus propios principios y
de su propio método..., cada una en su propio campo", por lo cual,
"reconociendo esta justa libertad", la Iglesia afirma la autonomía
legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias.
Todo esto pide también que el hombre, salvados el
orden moral y la común utilidad, pueda investigar libremente la verdad y
manifestar y propagar su opinión, lo mismo que practicar cualquier
ocupación, y, por último, que se le informe verazmente acerca de los
sucesos públicos.
A la autoridad pública compete no el determinar el
carácter propio de cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los
medios para promover la vida cultural entre todos aun dentro de las
minorías de alguna nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que
la cultura, apartada de su propio fin, no sea forzada a servir al poder
político o económico.
SECCION 3.- Algunas obligaciones más urgentes de los
cristianos respecto a la cultura
El reconocimiento y ejercicio efectivo del derecho
personal a la cultura
60. Hoy día es posible liberar a muchísimos hombres
de la miseria de la ignorancia. Por ello, uno de los deberes más propios
de nuestra época, sobre todo de los cristianos, es el de trabajar con
ahinco para que tanto en la economía como en la política, así en el
campo nacional como en el internacional, se den las normas fundamentales
para que se reconozca en todas partes y se haga efectivo el derecho a
todos a la cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin
distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social.
Es preciso, por lo mismo, procurar a todos una
cantidad suficiente de bienes culturales, principalmente de los que
constituyen la llamada cultura "básica", a fin de evitar que un gran
número de hombres se vea impedido, por su ignorancia y por su falta de
iniciativa, de prestar su cooperación auténticamente humana al bien
común.
Se debe tender a que quienes están bien dotados
intelectualmente tengan la posibilidad de llegar a los estudios
superiores; y ello de tal forma que, en la medida de lo posible, puedan
desempeñar en la sociedad las funciones, tareas y servicios que
correspondan a su aptitud natural y a la competencia adquirida.
Así podrán todos los hombres y todos los grupos
sociales de cada pueblo alcanzar el pleno desarrollo de su vida cultural
de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.
Es preciso, además, hacer todo lo posible para que
cada cual adquiera conciencia del derecho que tiene a la cultura y del
deber que sobre él pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los
demás. Hay a veces situaciones en la vida laboral que impiden el
esfuerzo de superación cultural del hombre y destruyen en éste el afán
por la cultura.
Esto se aplica de modo especial a los agricultores y
a los obreros, a los cuales es preciso procurar tales condiciones de
trabajo, que, lejos de impedir su cultura humana, la fomenten. Las
mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es
conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia
naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y promueva la
propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural.
La educación para la cultura íntegra del hombre
61. Hoy día es más difícil que antes sintetizar las
varias disciplinas y ramas del saber. Porque, al crecer el acervo y la
diversidad de elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo
tiempo la capacidad de cada hombre para captarlos y armonizarlos
orgánicamente, de forma que cada vez se va desdibujando más la imagen
del hombre universal.
Sin embargo, queda en pie para cada hombre el deber
de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan
los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad;
todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido sanados y elevados
maravillosamente en Cristo.
La madre nutricia de esta educación es ante todo la
familia: en ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con
mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se
imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes formas
probadas de cultura a medida que van creciendo.
Para esta misma educación las sociedades
contemporáneas disponen de recursos que pueden favorecer la cultura
universal, sobre todo dada la creciente difusión del libro y los nuevos
medios de comunicación cultural y social.
Pues con la disminución ya generalizada del tiempo de
trabajo aumentan para muchos hombres las posibilidades. Empléense los
descansos oportunamente para distracción del ánimo y para consolidar la
salud del espíritu y del cuerpo, ya sea entregándose a actividades o a
estudios libres, ya a viajes por otras regiones (turismo), con los que
se afina el espíritu y los hombres se enriquecen con el mutuo
conocimiento; ya con ejercicios y manifestaciones deportivas, que ayudan
a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a
establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases,
naciones y razas.
Cooperen los cristianos también para que las
manifestaciones y actividades culturales colectivas, propias de nuestro
tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.
Todas estas posibilidades no pueden llevar la
educación del hombre al pleno desarrollo cultural de sí mismo, si al
mismo tiempo se descuida el preguntarse a fondo por el sentido de la
cultura y de la ciencia para la persona humana.
Acuerdo entre la cultura humana y la educación
cristiana
62. Aunque la Iglesia ha contribuído mucho al
progreso de la cultura, consta, sin embargo, por experiencia que por
causas contingentes no siempre se ve libre de dificultades al compaginar
la cultura con la educación cristiana.
Estas dificultades no dañan necesariamente a la vida
de fe; por el contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y
profunda inteligencia de aquélla. Puesto que los más recientes estudios
y los nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía
suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e
incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas.
Por otra parte, los teólogos, guardando los métodos y
las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar
siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de
su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus
verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conservando el mismo
sentido y el mismo significado.
Hay que reconocer y emplear suficientemente en el
trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los
descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en
sociología, llevando así a los fieles y una más pura y madura vida de
fe.
También la literatura y el arte son, a su modo, de
gran importancia para la vida de la Iglesia. EN efecto, se proponen
expresar la naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus
experiencias en el intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de
superarse; se esfuerzan por descubrir la situación del hombre en la
historia y en el universo, por presentar claramente las miserias y las
alegrías de los hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar
un mejor porvenir a la humanidad.
Así tienen el poder de elevar la vida humana en las
múltiples formas que ésta reviste según los tiempos y las regiones.
Por tanto, hay que esforzarse para los artistas se
sientan comprendidos por la Iglesia en sus actividades y, gozando de una
ordenada libertad, establezcan contactos más fáciles con la comunidad
cristiana.
También las nuevas formas artísticas, que convienen a
nuestros contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean
reconocidas por la Iglesia. Recíbanse en el santuario, cuando elevan la
mente a Dios, con expresiones acomodadas y conforme a las exigencias de
la liturgia.
De esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta
mejor y la predicación del Evangelio resulta más transparente a la
inteligencia humana y aparece como embebida en las condiciones de su
vida.
Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás
hombres de su tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y
de sentir, cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de
las nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos
con la moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para
que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu de las ciencias y de
los diarios progresos de la técnica; así se capacitarán para examinar e
interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano.
Los que se dedican a las ciencias teológicas en los
seminarios y universidades, empéñense en colaborar con los hombres
versados en las otras materias, poniendo en común sus energías y puntos
de vista. la investigación teológica siga profundizando en la verdad
revelada sin perder contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los
hombres cultos en los diversos ramos del saber un más pleno conocimiento
de la fe. Esta colaboración será muy provechosa para la formación de los
ministros sagrados, quienes podrán presentar a nuestros contemporáneos
la doctrina de la Iglesia acerca de Dios, del hombre y del mundo, de
forma más adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más gustosamente
aceptable por parte de ellos.
Más aún, es de desear que numerosos laicos reciban
una buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se
dediquen ex profeso a estos estudios y profundicen en ellos.
Pero para que puedan llevar a buen término su tarea
debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de
investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente
su manera de ver en los campos que son de su competencia.
CAPITULO III
LA VIDA ECONOMICO - SOCIAL
Algunos aspectos de la vida económica
63. También en la vida económico-social deben
respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera
vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el
centro y el fin de toda la vida económico- social.
La economía moderna, como los restantes sectores de
la vida social, se caracteriza por una creciente dominación del hombre
sobre la naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las
relaciones sociales y por la interdependencia entre ciudadanos,
asociaciones y pueblos, así como también por la cada vez más frecuente
intervención del poder público.
Por otra parte, el progreso en las técnicas de la
producción y en la organización del comercio y de los servicios han
convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las
nuevas necesidades acrecentada de la familia humana.
Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos
hombres, sobre todo en regiones económicamente desarrolladas, parecen
garza por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y
social está como teñida de cierto espíritu economista tanto en las
naciones de economía colectivizada como en las otras.
En un momento en que el desarrollo de la vida
económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y
humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada
frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un
retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio
de los pobres.
Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo
estrictamente necesario, algunos, aun en los paises menos desarrollados,
viven en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula
junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo
de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y de toda
responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de
trabajo indignas de la persona humana.
Tales desequilibrios económicos y sociales se
producen tanto entre los sectores de la agricultura, la industria y los
servicios, por un parte, como entre las diversas regiones dentro de un
mismo país. Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones
económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en
peligro la misma paz mundial.
Los hombres de nuestro tiempo son cada día más
sensibles a estas disparidades, porque están plenamente convencidos de
que la amplitud de las posibilidades técnicas y económicas que tiene en
sus manos el mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado
de cosas.
Por ello son necesarias muchas reformas en la vida
económico-social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A
este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del
Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos
por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social como en
orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en
estos últimos tiempos.
El Concilio quiere robustecer estos principios de
acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones,
referentes sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.
SECCION I.- El desarrollo económico
Ley fundamental del desarrollo: el servicio del
hombre
64. Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento
de población y responder a las aspiraciones más amplias del género
humano, se tiende con razón a un aumento en la producción agrícola e
industrial y en la prestación de los servicios.
Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el
espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la
adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos
participan en la producción; en una palabra, todo cuanto puede
contribuir a dicho progreso.
La finalidad fundamental de esta producción no es el
mero incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el
servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuanta sus
necesidades materiales y sus exigencias intelectuales, morales,
espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de todo grupo de
hombres, sin distinción de raza o continente.
De esta forma, la actividad económica debe ejercerse
siguiendo sus métodos y leyes propias, dentro del ámbito del orden
moral, para que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre.
El desarrollo económico, bajo el control humano
65. El desarrollo debe permanecer bajo el control del
hombre. No debe quedar en manos de unos pocos o de grupos económicamente
poderosos en exceso, ni tampoco en manos de una sola comunidad política
o de ciertas naciones más poderosas.
Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el
mayor número posible de hombres, y en el plano internacional el conjunto
de las naciones, puedan tomar parte activa en la dirección del
desarrollo.
Asimismo es necesario que las iniciativas espontáneas
de los individuos y de sus asociaciones libres colaboren con los
esfuerzos de las autoridades públicas y se coordinen con éstos de forma
eficaz y coherente.
No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso
casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola
decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de
falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables
en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos
fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización
colectiva de la producción.
Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el
deber y el derecho que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de
contribuir, según sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad.
En los paises menos desarrollados, donde se impone el
empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien
común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que -salvado
el derecho personal de emigración- privan a su comunidad de los medios
materiales y espirituales que ésta necesita.
Han de eliminarse las enormes desigualdades
económico-sociales
66. Para satisfacer las exigencias de la justicia y
de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que,
dentro del respeto a los derechos de las personas y a las
características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible
las enormes diferencias económicas que existen hoy, y frecuentemente
aumentan, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales.
De igual manera, en muchas regiones, teniendo en
cuanta las peculiares dificultades de la agricultura tanto en la
producción como en la venta de sus bienes, hay que ayudar a los
labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial,
introduzcan los necesarios cambios e innovaciones, consigan una justa
ganancia y no queden reducidos, como sucede con frecuencia, a la
situación de ciudadanos de inferior categoría.
Los propios agricultores, especialmente los jóvenes,
aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no
puede darse el desarrollo de la agricultura.
La justicia y la equidad exigen también que la
movilidad, la cual es necesaria en una economía progresiva, se ordene de
manera que se eviten la inseguridad y la estrechez de vida del individuo
y de su familia.
Con respecto a los trabajadores que, procedentes de
otros paises o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico
de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda
discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo.
Además, la sociedad entera, en particular los poderes
públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros
instrumentos de producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí
a sus familiares, se procuren un alojamiento decente, y a favorecer su
incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge.
Sin embargo, en cuanto sea posible, deben crearse fuentes de trabajo en
las propias regiones.
En las economías en período de transición, como
sucede en las formas nuevas de la sociedad industrial, en las que,
v.gr., se desarrolla la autonomía, en necesario asegurar a cada uno
empleo suficiente y adecuado: y al mismo tiempo la posibilidad de una
formación técnica y profesional congruente. Débense garantizar la
subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por razón de
enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades.
SECCION 2.- Algunos principios reguladores del
conjunto de la vida económico-social
Trabajo, condiciones de trabajo, descanso
67. El trabajo humano que se ejerce en la producción
y en el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes
elementos de la vida económico, pues estos últimos no tienen otro papel
que el de instrumentos.
Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede
inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia
sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y
para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se
une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera
caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina.
No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su
trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de
Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando
con sus propias manos en Nazaret.
De aquí se deriva para todo hombre el deber de
trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber
de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias,
a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo
suficiente.
Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal
que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano
material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de
trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la
empresa y el bien común.
La actividad económica es de ordinario fruto del
trabajo asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano
organizarlo y regularlo con daño de algunos trabajadores. Es, sin
embargo, demasiado frecuente también hoy día que los trabajadores
resulten en cierto sentido esclavos de su propio trabajo.
Lo cual de ningún modo está justificado por las
llamadas leyes económicas. El conjunto del proceso de la producción
debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de
vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente por
lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en cuanta el sexo
y la edad.
Ofrézcase, además, a los trabajadores la posibilidad
de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del
trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su
tiempo y sus fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso
suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural, social y
religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar libremente las
energías y las cualidades que tal vez en su trabajo profesional apenas
pueden cultivar.
Participación en la empresa y en la organización
general de la economía. Conflictos laborales
68. En las empresas económicas son personas las que
se asocian, es decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de
DIos. Por ello, teniendo en cuanta las funciones de cada uno,
propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a
salvo la unidad necesaria en la dirección, se ha de promover la activa
participación de todos en la gestión de la empresa, según formas que
habrá que determinar con acierto.
Con todo, como en muchos casos no es a nivel de
empresa, sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las
decisiones económicas y sociales de las que depende el porvenir de los
trabajadores y de sus hijos, deben los trabajadores participar también
en semejantes decisiones por sí mismos o por medio de representantes
libremente elegidos.
Entre los derechos fundamentales de la persona humana
debe contarse el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones
que representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la
recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho de
participar libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo
de represalias.
Por medio de esta ordenada participación, que está
unida al progreso en la formación económica y social, crecerá más y más
entre todos el sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará
a sentirse colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la
tarea total del desarrollo económico y social y del logro del bien común
universal.
En caso de conflictos económico-sociales, hay que
esforzarse por encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de
recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin
embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio
necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de
las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto
antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio.
Los bienes de la tierra están destinados a todos los
hombres
69. Dios ha destinado la tierra y cuanto ella
contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los
bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de
la justicia y con la compañía de la caridad.
Sean las que sean las formas de la propiedad,
adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las
circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este
destino universal de los bienes.
Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las
cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino
también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él
solamente, sino también a los demás.
Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes
suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos
corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los doctores de la
Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a
los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos.
Quien se halla en situación de necesidad extrema
tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo
como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el
sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que,
acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de
hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias
posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en
primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan
ayudarse y desarrollarse por sí mismos.
En sociedades económicamente menos desarrolladas, el
destino común de los bienes está a veces en parte logrado por un
conjunto de costumbres y tradiciones comunitarias que aseguran a cada
miembro los bienes absolutamente necesarios.
Sin embargo, elimínese el criterio de considerar como
en absoluto inmutables ciertas costumbres si no responden ya a las
nuevas exigencias de la época presente; pero, por otra parte, conviene
no atentar imprudentemente contra costumbres honestas que, adaptadas a
las circunstancias actuales, pueden resultar muy útiles.
De igual manera, en las naciones de economía muy
desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas a la previsión y
a la seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común
de los bienes. Es necesario también continuar el desarrollo de los
servicios familiares y sociales, principalmente de los que tienen por
fin la cultura y la educación.
Al organizar todas estas instituciones debe cuidarse
de que los ciudadanos no vayan cayendo en una actitud de pasividad con
respecto a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo.
Inversiones y política monetaria
70. Las inversiones deben orientarse a asegurar
posibilidades de trabajo y beneficios suficientes a la población
presente y futura. Los responsables de las inversiones y de la
organización de la vida económica, tanto los particulares como los
grupos o las autoridades públicas, deben tener muy presentes estos fines
y reconocer su grave obligación de vigilar, por una parte, a fin de que
se provea de lo necesario para una vida decente tanto a los individuos
como a toda la comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y
establecer un justo equilibrio entre las necesidades actuales del
consumo individual y colectivo y las exigencias de inversión para la
generación futura.
Ténganse, además, siempre presentes las urgentes
necesidades de las naciones o de las regiones menos desarrolladas
económicamente. En materia de política monetaria cuídese no dañar al
bien de la propia nación o de las ajenas. Tómense precauciones para que
los económicamente débiles no queden afectados injustamente por los
cambios de valor de la moneda.
Acceso a la propiedad y dominio de los bienes
Problema de los latifundios
71. La propiedad, como las demás formas de dominio
privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la
persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la
sociedad y en la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso
de todos, individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes
externos.
La propiedad privada o un cierto dominio sobre los
bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria
para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como
ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio
de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones
de las libertades civiles.
Las formas de este dominio o propiedad son hoy
diversas y se diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo,
continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aun contando con
los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad.
Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también
de los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.
El derecho de propiedad privada no es incompatible
con las diversas formas de propiedad pública existentes. La afectación
de bienes a la propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad
competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los
límites de este último, supuesta la compensación adecuada. A la
autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad
privada en contra del bien común.
La misma propiedad privada tiene también, por su
misma naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el
destino común de los bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la
propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves
desórdenes, hasta el punto de que se da pretexto a sus impugnadores para
negar el derecho mismo.
En muchas regiones económicamente menos desarrolladas
existen posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente
cultivadas o reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras
la mayor parte de la población carece de tierras o posee sólo parcelas
irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres
de urgencia.
No raras veces los braceros o los arrendatarios de
alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno
del hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los
intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal situación de
inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y
responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la
vida social y política.
Son, pues, necesarias las reformas que tengan por
fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de
las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el
estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de
las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean
capaces de hacerlas valer.
En este caso deben asegurárseles los elementos y
servicios indispensables, en particular los medios de educación y las
posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo.
Siempre que el bien común exija una expropiación, debe valorarse la
indemnización según equidad, teniendo en cuanta todo el conjunto de las
circunstancias.
La actividad económico-social y el reino de Cristo
72. Los cristianos que toman parte activa en el
movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y
caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la
humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo
en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia que
son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa
jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de
que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con
el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu
de la pobreza.
Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el
reino de DIos, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para
ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo
la inspiración de la caridad.
CAPITULO IV
LA VIDA EN LA COMUNIDAD POLITICA
La vida pública en nuestros días
73. En nuestra época se advierten profundas
transformaciones también en las estructuras y en las instituciones de
los pueblos como consecuencia de la evolución cultural, económica y
social de estos últimos.
Estas transformaciones ejercen gran influjo en la
vida de la comunidad política principalmente en lo que se refiere a los
derechos y deberes de todos en el ejercicio de la libertad política y en
el logro del bien común y en lo que toca a las relaciones de los
ciudadanos entre sí y con la autoridad pública.
La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho
que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un
orden político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los
derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre
asociación, de expresar las propias opiniones y de profesar privada y
públicamente la religión.
Porque la garantía de los derechos de la persona es
condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como
miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en
el gobierno de la cosa pública.
Con el desarrollo cultural, económico y social se
consolida en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la
ordenación de la comunidad política.
En la conciencia de muchos se intensifica el afán por
respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de
éstas para con la comunidad política; además crece por días el respeto
hacia los hombres que profesan opinión o religión distintas; al mismo
tiempos e establece una mayor colaboración a fin de que todos los
ciudadanos, y no solamente algunos privilegiados, puedan hacer uso
efectivo de los derechos personales.
Se reprueban también todas las formas políticas,
vigentes en ciertas regiones, que obstaculizan la libertad civil o
religiosa, multiplican las víctimas de las pasiones y de los crímenes
políticos y desvían el ejercicio de la autoridad en la prosecución del
bien común, para ponerla al servicio de un grupo o de los propios
gobernantes.
La mejor manera de llagar a una política
auténticamente humana es fomentar el sentido interior de la justicia, de
la benevolencia y del servicio al bien común y robustecer las
convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de
la comunidad política y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes
públicos.
Naturaleza y fin de la comunidad política
74. Los hombres, las familias y los diversos grupos
que constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia
insuficiencia para lograr una vida plenamente humana y perciben la
necesidad de una comunidad más amplia, en la cual todos conjuguen a
diario sus energías en orden a una mejor procuración del bien común.
Por ello forman comunidad política según tipos
institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para buscar el
bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido y
del que deriva su legitimidad primigenia y propia.
El bien común abarca el conjunto de aquellas
condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y
las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia
perfección.
Pero son muchos y diferentes los hombres que se
encuentran en una comunidad política, y pueden con todo derecho
inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la pluralidad
de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una
autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común no mecánica
o despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral, que
se basa en la libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno.
Es, pues, evidente que la comunidad política y la
autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo,
pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del
régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre
designación de los ciudadanos.
Síguese también que el ejercicio de la autoridad
política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones
representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden
moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el
orden jurídico legítimamente establecido o por establecer.
Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en
conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la
dignidad y la importancia de los gobernantes.
Pero cuando la autoridad pública, rebasando su
competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las
exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo,
defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal
autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.
Las modalidades concretas por las que la comunidad
política organiza su estructura fundamental y el equilibrio de los
poderes públicos pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y
la marcha de su historia. Pero deben tender siempre a formar un tipo de
hombre culto, pacífico y benévolo respecto de los demás para provecho de
toda la familia humana.
Colaboración de todos en la vida pública
75. Es perfectamente conforme con la naturaleza
humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a
todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección
creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en
la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el
gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción
y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los
gobernantes.
Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho
y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para
promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes,
al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y
aceptan las cargas de este oficio.
Para que la cooperación ciudadana responsable pueda
lograr resultados felices en el curso diario de la vida pública, es
necesario un orden jurídico positivo que establezca la adecuada división
de las funciones institucionales de la autoridad política, así como
también la protección eficaz e independiente de los derechos.
Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos
de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su
ejercicio, no menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos
últimos es necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el
concurso material y personal requerido por el bien común.
Cuiden los gobernantes de no entorpecer las
asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las
instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y
constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de
manera ordenada.
Los ciudadanos por su parte, individual o
colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política todo poder
excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o favores
excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas,
de las familias y de las agrupaciones sociales.
A consecuencia de la complejidad de nuestra época,
los poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en
materia social, económica y cultural para crear condiciones más
favorables, que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los
grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre.
Según las diversas regiones y la evolución de los
pueblos, pueden entenderse de diverso modo las relaciones entre la
socialización y la autonomía y el desarrollo de la persona.
Esto no obstante, allí donde por razones de bien
común se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos,
restablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las
circunstancias. De todos modos, es inhumano que la autoridad política
caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los
derechos de la persona o de los grupos sociales.
Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el
amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren
siempre al mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por
toda clase de vínculos entre las razas, pueblos y naciones.
Los cristianos todos deben tener conciencia de la
vocación particular y propia que tienen en la comunidad política; en
virtud de esta vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de
responsabilidad y de servicio al bien común, así demostrarán también con
los hechos cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la
iniciativa personal y la necesaria solidaridad del cuerpo social, las
ventajas de la unidad combinada con la provechosa diversidad.
El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de
opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que,
aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver. Los partidos
políticos deben promover todo lo que a su juicio exige el bien común;
nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien
común.
Hay que prestar gran atención a la educación cívica y
política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y,
sobre todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan
cumplir su misión en la vida de la comunidad política.
Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer
este arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para
ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda
ganancia venal.
Luchen con integridad moral y con prudencia contra la
injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un
solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y
rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de
todos.
La comunidad política y la Iglesia
76. Es de suma importancia, sobre todo allí donde
existe una sociedad pluralística, tener un recto concepto de las
relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y distinguir
netamente entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente,
llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su
conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia,
en comunión con sus pastores.
La Iglesia, que por razón de su misión y de su
competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni
está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia
del carácter trascendente de la persona humana.
La comunidad política y la Iglesia son independientes
y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque
por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social
del hombre.
Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia,
para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre
ellas, habida cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre,
en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de
la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna.
La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del
Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y
de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando
la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana
con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y
promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del
ciudadano.
Cuando los apóstoles y sus sucesores y los
cooperadores de éstos son enviados para anunciar a los hombres a Cristo,
Salvador del mundo, en el ejercicio de su apostolado se apoyan sobre el
poder de DIos, el cual muchas veces manifiesta la fuerza del Evangelio
en la debilidad de sus testigos.
Es preciso que cuantos se consagran al ministerio de
la palabra de Dios utilicen los caminos y medios propios del Evangelio,
los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad
terrena utiliza.
Ciertamente, las realidades temporales y las
realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la
misma Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión
lo exige.
No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios
dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos
derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso
puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de
vida exijan otra disposición.
Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y
en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su
doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y
dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden
político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la
salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que
sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de
tiempos y de situaciones.
Con su fiel adhesión al Evangelio y el ejercicio de
su misión en el mundo, la Iglesia, cuya misión es fomentar y elevar todo
cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana,
consolida la paz en la humanidad para gloria de Dios.
CAPITULO V
EL FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCION DE LA COMUNIDAD
DE LOS PUEBLOS
Introducción
77. En estos últimos años, en los que aún perduran
entre los hombres la aflicción y las angustias nacidas de la realidad o
de la amenaza de una guerra, la universal familia humana ha llegado en
su proceso de madurez a un momento de suprema crisis.
Unificada paulatinamente y ya más consciente en todo
lugar de su unidad, no puede llevar a cabo la tarea que tiene ante sí,
es decir, construir un mundo más humano para todos los hombres en toda
la extensión de la tierra, sin que todos se conviertan con espíritu
renovado a la verdad de la paz.
De aquí proviene que el mensaje evangélico,
coincidente con los más profundos anhelos y deseos del género humano,
luzca en nuestros días con nuevo resplandor al proclamar bienaventurados
a los constructores de la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt
5,9).
Por esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y
auténtica noción de la paz, después de condenar la crueldad de la
guerra, pretende hacer un ardiente llamamiento a los cristianos para que
con el auxilio de Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los
hombres a cimentar la paz en la justicia y el amor y a aportar los
medios de la paz.
Naturaleza de la paz
78. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se
reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una
hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama
obra de la justicia (Is 32, 7).
Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana
por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más
perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano
se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias
concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos
cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un
perpetuo quehacer.
Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por
el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio
de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.
Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no
se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la
comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden
intelectual y espiritual.
Es absolutamente necesario el firme propósito de
respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el
apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así,
la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la
justicia puede realizar.
La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo,
es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En
efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado
con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en
un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado
muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su
resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los
hombres.
Por lo cual, se llama insistentemente la atención de
todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad
(Eph 4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y
establecer la paz.
Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de
alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus
derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están
al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin
lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.
En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y
amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la
medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado,
pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la
realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus
lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra
otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).
SECCION I.- Obligación de evitar la guerra
Hay que frenar la crueldad de las guerras
79. A pesar de que las guerras recientes han traído a
nuestro mundo daños gravísimos materiales y morales, todavía a diario en
algunas zonas del mundo la guerra continúa sus devastaciones.
Es más, al emplear en la guerra armas científicas de
todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a
tal barbarie, que supere, enormemente la de los tiempos pasados. La
complejidad de la situación actual y el laberinto de las relaciones
internaciones permiten prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos
insidiosos y subversivos. En muchos casos se admite como nuevo sistema
de guerra el uso de los métodos del terrorismo.
Teniendo presente esta postración de la humanidad el
Concilio pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho
natural de gentes y de sus principios universales. La misma conciencia
del género humano proclama con firmeza, cada vez más, estos principios.
Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a
tales principios y las órdenes que mandan tales actos, son criminales y
la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan. Entre estos
actos hay que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se
extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con
energía tales actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en
cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente
a los que ordenan semejantes cosas.
Existen sobre la guerra y sus problemas varios
tratados internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las
operaciones militares y sus consecuencias sean menos inhumanas; tales
son los que tratan del destino de los combatientes heridos o prisioneros
y otros por el estilo.
Hay que cumplir estos tratados; es más, están
obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos
en estas materias, a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para
que así se consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las
guerras.
También parece razonable que las leyes tengan en
cuanta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las
armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la
comunidad humana de otra forma.
Desde luego, la guerra no ha sido desarraigada de la
humanidad. Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad
internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados
todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el
derecho de legítima defensa a los gobiernos.
A los jefes de Estado y a cuantos participan en los
cargos de gobierno les incumbe el deber de proteger la seguridad de los
pueblos a ellos confiados, actuando con suma responsabilidad en asunto
tan grave.
Pero una cosa es utilizar la fuerza militar para
defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras
naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o
político de ella. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por
eso todo es lícito entre los beligerantes.
Los que, al servicio de la patria, se hallan en el
ejercicio, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los
pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a
estabilizar la paz.
La guerra total
80. El horror y la maldad de la guerra se acrecientan
inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con tales
armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e
indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los
límites de la legítima defensa.
Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya
se encuentran en los depósitos de armas de las grandes naciones,
sobrevendría la matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a
parte enemiga, sin tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían
en el mundo y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.
Todo esto nos obliga a examinar la guerra con
mentalidad totalmente nueva. Sepan los hombres de hoy que habrán de dar
muy seria cuanta de sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones
presentes dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.
Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo
suyas las condenaciones de la guerra mundial expresadas por los últimos
Sumos Pontífices, declara:
Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a
la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus
habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar
con firmeza y sin vacilaciones.
El riesgo característico de la guerra contemporánea
está en que da ocasión a los que poseen las recientes armas científicas
para cometer tales delitos y con cierta inexorable conexión puede
empujar las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente
horribles.
Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos
de toda la tierra reunidos aquí piden con insistencia a todos,
principalmente a los jefes de Estado y a los altos jefes del ejército,
que consideren incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante
toda la humanidad.
La carrera de armamentos
81. Las armas científicas no se acumulan
exclusivamente para el tiempo de guerra. Puesto que la seguridad de la
defensa se juzga que depende de la capacidad fulminante de rechazar al
adversario, esta acumulación de armas, que se agrava por años, sirve de
manera insólita para aterrar a posibles adversarios. Muchos la
consideran como el más eficaz de todos los medios para asentar
firmemente la paz entre las naciones.
Sea lo que fuere de este sistema de disuasión,
convénzanse los hombres de que la carrera de armamentos, a la que acuden
tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente la paz, y
que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y
auténtica.
De ahí que no sólo no se eliminan las causas de
conflicto, sino que más bien se corre el riesgo de agravarlas poco a
poco. Al gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto nuevas
armas, no se pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo
entero.
En vez de restañar verdadera y radicalmente las
disensiones entre las naciones, otras zonas del mundo quedan afectadas
por ellas. Hay que elegir nuevas rutas que partan de una renovación de
la mentalidad para eliminar este escándalo y poder restablecer la
verdadera paz, quedando el mundo liberado de la ansiedad que le oprime.
Por tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de
armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los
pobres de manera intolerable. Hay que temer seriamente que, si perdura,
engendre todos los estragos funestos cuyos medios ya prepara.
Advertidos de las calamidades que el género humano ha
hecho posibles, empleemos la pausa de que gozamos, concedida de lo Alto,
para, con mayor conciencia de la propia responsabilidad, encontrar
caminos que solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del
hombre.
La Providencia divina nos pide insistentemente que
nos liberemos de la antigua esclavitud de la guerra. Si renunciáramos a
este intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal camino por el que
hemos entrado.
Prohibición absoluta de la guerra.
La acción internacional para evitar la guerra
82. Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar
con todas nuestras fuerzas preparar un época en que, por acuerdo de las
naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra.
Esto requiere el establecimiento de una autoridad
pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar
la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los
derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada autoridad es
necesario que las actuales asociaciones internacionales supremas se
dediquen de lleno a estudiar los medios más aptos para la seguridad
común.
La paz ha de nacer de la mutua confianza de los
pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de las
armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de armamentos
cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de
armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con
auténticas y eficaces garantías.
No hay que despreciar, entretanto, los intentos ya
realizados y que aún se llevan a cabo para alejar el peligro de la
guerra. Más bien hay que ayudar la buena voluntad de muchísimos que, aun
agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos cargos, movidos
por el gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por eliminar la
guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de la complejidad
inevitable de las cosas.
Hay que pedir con insistencia a Dios que les dé
fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta
tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la
paz. Lo cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente
más allá de las fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo
nacional ya a la ambición de dominar a otras naciones, alimenten un
profundo respeto por toda la humanidad, que corre ya, aunque tan
laboriosamente, hacia su mayor unidad.
Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los
sondeos y conversaciones diligente e ininterrumpidamente celebrados y
los congresos internacionales que han tratado de este asunto deben ser
considerados como los primeros pasos para solventar temas tan espinosos
y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el futuro para
obtener resultados prácticos.
Sin embargo, hay que evitar el confiarse sólo en los
conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en la propia
mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del
bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de
todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los
sentimientos de las multitudes.
Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la
paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menos precio y de
desconfianza, los odios raciales y las ideologías obstinadas, dividen a
los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma urgencia proceder a una
renovación en la educación de la mentalidad y a una nueva orientación en
la opinión pública.
Los que se entregan a la tarea de la educación,
principalmente de la juventud, o forman la opinión pública, tengan como
gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos en
nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros
corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos
que toso juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación
mejore.
Que no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se
establecen en el futuro tratados firmes y honestos sobre la paz
universal una vez depuestos los odios y las enemistades, la humanidad,
que ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá
sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz
que la paz horrenda de la muerte.
Pero, mientras dice todo esto, la Iglesia de Cristo,
colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar firmemente.
A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente, quiere
proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para que
cambien los corazones, este es el día de la salvación.
SECCION 2.- Edificar la comunidad internacional
Causas y remedios de las discordias
83. Para edificar la paz se requiere ante todo que se
desarraigen las causas de discordia entre los hombres, que son las que
alimentan las guerras. Entre esas causas deben desaparecer
principalmente las injusticias. No pocas de éstas provienen de las
excesivas desigualdades económicas y de la lentitud en la aplicación de
las soluciones necesarias.
Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por
las personas, y, si ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la
envidia, de la desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas.
Como el hombre no puede soportar tantas deficiencias en el orden, éstas
hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar de
luchas y violencias entre los hombres.
Como, además, existen los mismos males en las
relaciones internacionales, es totalmente necesario que, para vencer y
prevenir semejantes males y para reprimir las violencias desenfrenadas,
las instituciones internacionales cooperen y se coordinen mejor y más
firmemente y se estimule sin descanso la creación de organismos que
promuevan la paz.
La comunidad de las naciones y las instituciones
internacionales
84. Dados los lazos tan estrechos y recientes de
mutua dependencia que hoy se dan entre todos los ciudadanos y entre
todos los pueblos de la tierra, la búsqueda certera y la realización
eficaz del bien común universal exigen que la comunidad de las naciones
se dé a sí misma un ordenamiento que responda a sus obligaciones
actuales, teniendo particularmente en cuanta las numerosas regiones que
se encuentran aún hoy en estado de miseria intolerable.
Para lograr estos fines, las instituciones de la
comunidad internacional deben, cada una por su parte, proveer a las
diversas necesidades de los hombres tanto en el campo de la vida social,
alimentación, higiene, educación, trabajo, como en múltiples
circunstancias particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la
necesidad general que las naciones en vías de desarrollo sienten de
fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la triste situación
de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.
Las instituciones internacionales, mundiales o
regionales ya existentes son beneméritas del género humano. SOn los
primeros conatos de echar los cimientos internaciones de toda la
comunidad humana para solucionar los gravísimos problemas de hoy,
señaladamente para promover el progreso en todas partes y evitar la
guerra en cualquiera de sus formar.
En todos estos campos, la Iglesia se goza del
espíritu de auténtica fraternidad que actualmente florece entre los
cristianos y los no cristianos, y que se esfuerza por intensificar
continuamente los intentos de prestar ayuda para suprimir ingentes
calamidades.
La cooperación internacional en el orden económico
85. La actual unión del género humano exige que se
establezca también una mayor cooperación internacional en el orden
económico. Pues la realidad es que, aunque casi todos los pueblos han
alcanzado la independencia, distan mucho de verse libres de excesivas
desigualdades y de toda suerte de inadmisibles dependencias, así como de
alejar de sí el peligro de las dificultades internas.
El progreso de un país depende de los medios humanos
y financieros de que dispone. Los ciudadanos deben prepararse, pro medio
de la educación y de la formación profesional, al ejercicio de las
diversas funciones de la vida económica y social.
Para esto se requiere la colaboración de expertos
extranjeros que en su actuación se comporten no como dominadores, sino
como auxiliares y cooperadores. La ayuda material a los paises en vías
de desarrollo no podrá prestarse si no se operan profundos cambios en
las estructuras actuales del comercio mundial.
Los paises desarrollados deberán prestar otros tipos
de ayuda, en forma de donativos, préstamos o inversión de capitales;
todo lo cual ha de hacerse con generosidad y sin ambición por parte del
que ayuda y con absoluta honradez por parte del que recibe tal ayuda.
Para establecer un auténtico orden económico
universal hay que acabar con las pretensiones de lucro excesivo, las
ambiciones nacionalistas, el afán de dominación política, los cálculos
de carácter militarista y las maquinaciones para difundir e imponer las
ideologías.
Son muchos los sistemas económicos y sociales que hoy
se proponen; es de desear que los expertos sepan encontrar en ellos los
principios básicos comunes de un sano comercio mundial. Ello será fácil
si todos y cada uno deponen sus prejuicios y se muestran dispuestos a un
diálogo sincero.
Algunas normas oportunas
86. Para esta cooperación parecen oportunas las
normas siguientes:
a) Los pueblos que están en vías de desarrollo
entiendan bien que han de buscar expresa y firmemente, como fin propio
del progreso, la plena perfección humana de sus ciudadanos. Tengan
presente que el progreso surge y se acrecienta principalmente por medio
del trabajo y la preparación de los propios pueblos, progreso que debe
ser impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante todo con el
desenvolvimiento de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y
tradiciones propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen
mayor influjo sobre sus conciudadanos.
b) Por su parte, los pueblos ya desarrollados tienen
la obligación gravísima de ayudar a los paises en vías de desarrollo a
cumplir tales cometidos. Por lo cual han de someterse a las reformas
psicológicas y materiales que se requieren para crear esta cooperación
internacional.
Busquen así, con sumo cuidado en las relaciones
comerciales con los paises más débiles y pobres, el bien de estos
últimos, porque tales pueblos necesitan para su propia sustentación los
beneficios que logran con la venta de sus mercancías.
c) Es deber de la comunidad internacional regular y
estimular el desarrollo de forma que los bienes a este fin destinados
sean invertidos con la mayor eficacia y equidad. Pertenece también a
dicha comunidad, salvado el principio de la acción subsidiaria, ordenar
las relaciones económicas en todo el mundo para que se ajusten a la
justicia.
Fúndense instituciones capaces de promover y de
ordenar el comercio internacional, en particular con las naciones menos
desarrolladas, y de compensar los desequilibrios que proceden de la
excesiva desigualdad de poder entre las naciones.
Esta ordenación, unida a otras ayudas de tipo
técnico, cultural o monetario, debe ofrecer los recursos necesarios a
los paises que caminan hacia el progreso, de forma que puedan lograr
convenientemente el desarrollo de su propia economía.
d) En muchas ocasiones urge la necesidad de revisar
las estructuras económicas y sociales; pero hay que prevenirse frente a
soluciones técnicas poco ponderadas y sobre todo aquellas que ofrecen al
hombre ventajas materiales, pero se oponen a la naturaleza y al
perfeccionamiento espiritual del hombre.
Pues no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4). Cualquier parcela de la
familia humana, tanto en sí misma como en sus mejores tradiciones, lleva
consigo algo del tesoro espiritual confiado por Dios a la humanidad,
aunque muchos desconocen su origen.
Cooperación internacional en lo tocante al
crecimiento demográfico
87. Es sobremanera necesaria la cooperación
internacional en favor de aquellos pueblos que actualmente con harta
frecuencia, aparte de otras muchas dificultades, se ven agobiados por la
que proviene del rápido aumento de su población. Urge la necesidad de
que, por medio de una plena e intensa cooperación de todos los paises,
pero especialmente de los más ricos, se halle el modo de disponer y de
facilitar a toda la comunidad humana aquellos bienes que son necesarios
para el sustento y para la conveniente educación del hombre.
Son varios los paises que podrían mejorar mucho sus
condiciones de vida si pasaran, dotados de la conveniente enseñanza, de
métodos agrícolas arcaicos al empleo de las nuevas técnicas,
aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones particulares una
vez que se haya establecido un mejor orden social y se haya distribuido
más equitativamente la propiedad de las tierras.
Los gobiernos respectivos tienen derechos y
obligaciones, en lo que toca a los problemas de su propia población,
dentro de los límites de su específica competencia. Tales son, por
ejemplo, la legislación social y la familiar, la emigración del campo a
la ciudad, la información sobre la situación y necesidades del país.
Como hoy la agitación que en torno a este problema
sucede a los espíritus es tan intensa, es de desear que los católicos
expertos en todas estas materias, particularmente en las universidades,
continúen con intensidad los estudios comenzados y los desarrollen cada
vez más.
Dado que muchos afirman que el crecimiento de la
población mundial, o al menos el de algunos paises, debe frenarse por
todos los medios y con cualquier tipo de intervención de la autoridad
pública, el Concilio exhorta a todos a que se prevenga frente a las
soluciones, propuestas en privado o en público y a veces impuestas, que
contradicen a la moral.
Porque, conforme al inalienable derecho del hombre al
matrimonio y a la procreación, la decisión sobre el número de hijos
depende del recto juicio de los padres, y de ningún modo puede someterse
al criterio de la autoridad pública.
Y como el juicio de los padres requiere como
presupuesto una conciencia rectamente formada, es de gran importancia
que todos puedan cultivar una recta y auténticamente humana
responsabilidad que tenga en cuanta la ley divina, consideradas las
circunstancias de la realidad y de la época.
Pero esto exige que se mejoren en todas partes las
condiciones pedagógicas y sociales y sobre todo que se dé una formación
religiosa o, al menos, una íntegra educación moral. Dése al hombre
también conocimiento sabiamente cierto de los progresos científicos con
el estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges en la
determinación del número de hijos, métodos cuya seguridad haya sido bien
comprobada y cuya concordancia con el orden moral esté demostrada.
Misión de los cristianos en la cooperación
internacional
88. Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos
en la edificación del orden internacional con la observancia auténtica
de las legítimas libertades y la amistosa fraternidad con todos, tanto
más cuanto que la mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes
necesidades, que con razón puede decirse que es el propio Cristo quien
en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus
discípulos.
Que no sirva de escándalo a la humanidad el que
algunos paises, generalmente los que tienen una población cristiana
sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se
ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el
hambre, las enfermedades y toda clase de miserias.
Es espíritu de pobreza y de caridad son gloria y
testimonio de la Iglesia de Cristo.
Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos,
en especial jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los
demás hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los
primeros los Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la
medida de sus fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como
era ante costumbre en la Iglesia, no sólo con los bienes superfluos,
sino también con los necesarios.
El modo concreto de las colectas y de los repartos,
sin que tenga que ser regulado de manera rígida y uniforme, ha de
establecerse, sin embargo, de modo conveniente en los niveles diocesano,
nacional y mundial, unida, siempre que parezca oportuno, la acción de
los católicos con la de los demás hermanos cristianos.
Porque el espíritu de caridad en modo alguno prohíbe
el ejercicio fecundo y organizado de la acción social caritativa, sino
que lo impone obligatoriamente. Por eso es necesario que quienes quieren
consagrarse al servicio de los pueblos en vías de desarrollo se formen
en instituciones adecuadas.
Presencia eficaz de la Iglesia en la comunidad
internacional
89. La Iglesia, cuando predica, basada en su misión
divina, el Evangelio a todos los hombres y ofrece los tesoros de la
gracia, contribuye a la consolidación de la paz en todas partes y al
establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna entre los
hombres y los pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y
natural.
Es éste el motivo de la absolutamente necesaria
presencia de la Iglesia en la comunidad de los pueblos para fomentar e
incrementar la cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones
públicas como por la plena y sincera colaboración de los cristianos,
inspirada pura y exclusivamente por el deseo de servir a todos.
Este objetivo podrá alcanzarse con mayor eficacia si
los fieles, conscientes de su responsabilidad humana y cristiana, se
esfuerzan por despertar en su ámbito personal de vida la pronta voluntad
de cooperar con la comunidad internacional. En esta materia préstese
especial cuidado a la formación de la juventud tanto en la educación
religiosa como en la civil.
Participación del cristiano en las instituciones
internacionales
90. Forma excelente de la actividad internacional de
los cristianos es, sin duda, la colaboración que individual o
colectivamente prestan en las instituciones fundadas o por fundar para
fomentar la cooperación entre las naciones.
A la creación pacífica y fraterna de la comunidad de
los pueblos pueden servir también de múltiples maneras las varias
asociaciones católicas internacionales, que hay que consolidar
aumentando el número de sus miembros bien formados, los medios que
necesitan y la adecuada coordinación de energías.
La eficacia en la acción y la necesidad del diálogo
piden en nuestra época iniciativas de equipo. Estas asociaciones
contribuyen además no poco al desarrollo del sentido universal, sin duda
muy apropiado para el católico, y a la formación de una conciencia de la
genuina solidaridad y responsabilidad universales.
Es de desear, finalmente, que los católicos, para
ejercer como es debido su función en la comunidad internacional,
procuren cooperar activa y positivamente con los hermanos separados que
juntamente con ellos practican la caridad evangélica, y también con
todos los hombres que tienen sed de auténtica paz.
El Concilio, considerando las inmensas calamidades
que oprimen todavía a la mayoría de la humanidad, para fomentar en todas
partes la obra de la justicia y el amor de Cristo a los pobres juzga muy
oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como
función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo a
los paises pobres y la justicia social internacional.
CONCLUSION
Tarea de cada fiel y de las Iglesias particulares
91. Todo lo que, extraído del tesoro doctrinal de la
Iglesia, ha propuesto el Concilio, pretende ayudar a todos los hombres
de nuestros días, a los que creen en Dios y a los que no creen en El de
forma explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su entera
vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre,
tiendan a una fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo
el impulso del amor, con esfuerzo generoso y unido, respondan a las
urgentes exigencias de nuestra edad.
Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas
culturales que existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría
de sus partes, presenta deliberadamente una forma genérica; más aún,
aunque reitera la doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez
trata de materias sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada
y aplicada en el futuro.
Confiamos, sin embargo, que muchas de las cosas que
hemos dicho, apoyados en la palabra de Dios y en el espíritu del
Evangelio, podrán prestar a todos valiosa ayuda, sobre todo una vez que
la adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad haya sido llevada a cabo
por los cristianos bajo la dirección de los pastores.
El diálogo entre todos los hombres
92. La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de
iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo
Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se
convierte en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo
sincero.
Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en
el seno de la Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo
todas las legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre
creciente, el diálogo entre todos los que integran el único Pueblo de
Dios, tanto los pastores como los demás fieles.
Los lazos de unión de los fieles son mucho más
fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo
necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.
Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los
hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en la plenitud de
comunión y abraza también a sus comunidades. Con todos ellos nos
sentimos unidos por la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo y por el vínculo de la caridad, conscientes de que la unidad de
los cristianos es objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso por
muchos que no creen en Cristo.
Los avances que esta unidad realice en la verdad y en
la caridad bajo la poderosa virtud y la paz para el universo mundo. Por
ello, con unión de energías y en formas cada vez más adecuadas para
lograr hoy con eficacia este importante propósito, procuremos que,
ajustándonos cada vez más al Evangelio, cooperemos fraternalmente para
servir a la familia humana, que está llamada en Cristo Jesús a ser la
familia de los hijos de Dios.
Nos dirigimos también por la misma razón a todos los
que creen en Dios y conservan en el legado de sus tradiciones preciados
elementos religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos
mueva a todos a recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a
ejecutarlos con ánimo álacre.
El deseo de este coloquio, que se siente movido hacia
la verdad por impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la
necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a
los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no
reconocen todavía al Autor de todos ellos.
Ni tampoco excluye a aquellos que se oponen a la
Iglesia y la persiguen de varias maneras. Dios Padre es el principio y
el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos. En
consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y debemos
cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la
edificación del mundo.
Edificación del mundo y orientación de éste a Dios
93. Los cristianos recordando la palabra del Señor:
En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en el amor mutuo que os
tengáis (Io 13,35), no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir
con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy.
Por consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y
con el uso de las energías propias de éste, unidos a todos los que aman
y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que han
de cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que
juzgará a todos en el último día.
No todos los que dicen: "¡Señor, Señor!",
entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad
del Padre y ponen manos a la obra.
Quiere el Padre que reconozcamos y amemos
efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la
palabra y con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que
comuniquemos con los demás el misterio del amor del Padre celestial.
Por esta vía, en todo el mundo los hombres se
sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del Espíritu
Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y en
la suma bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del
Señor.
Al que es poderoso para hacer que copiosamente
abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que
actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús,
en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén. (Eph
3,20-21).
Todas y cada una de las cosas que en esta
Constitución pastoral se incluyen han obtenido el beneplácito de los
Padres del sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad
apostólica a Nos confiada por Cristo, todo ello, juntamente con los
venerables Padres, lo aprobamos en el Espíritu Santo, decretamos y
establecemos, y ordenamos que se promulgue, para gloria de Dios, todo
los aprobado conciliarmente.
Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica
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