Chiara Lubich: Un ideal por el cual gastar la vida
«Con los ojos de la fe es posible esperar, a pesar de
tragedias como las que vive la humanidad en estos momentos». Ésta es una de
las conclusiones a las que llega el último libro escrito por Chiara Lubich,
la fundadora del Movimiento de los Focolares.
Ante la actual crisis internacional y la guerra, Lubich
explica: «Hay dos modos de verla: uno humano: miles de muertos, una justicia
necesaria pero estando atentos a que no provoque otra violencia... Luego
está el otro modo. Un chico de Nueva York me ha escrito para decirme: "desde
aquel día aquí los muros de la indiferencia están cayendo, en esta ciudad ha
renacido la solidaridad". San Pablo nos dice que todo contribuye al bien
para quien ama a Dios. Todo, todo... Jefes de Estado que antes no eran
capaces ni siquiera de mirarse, ahora colaboran. Quién sabe si mañana no
miren al mundo como una fraternidad».
«Si no se hubiera producido la segunda guerra mundial,
cuando todo se derrumbaba, no habríamos comprendido que todo es vanidad. Y
ha nacido esta revolución cristiana. La guerra fue un signo de la
Providencia».
Precisamente en los escombros de los bombardeos, en el
Trento de 1943, Chiara con sus primeras compañeras redescubrió el Evangelio.
Comenzaron a vivirlo cotidianamente, comenzando por los barrios más pobres
de la ciudad. Aquel grupo pronto se convirtió en un Movimiento que alienta
la espiritualidad de más de cuatro millones y medio de personas, de las
cuales 2 millones son adherentes y simpatizantes, en 182 Países.
Fue aprobado por la Santa Sede desde 1962 y, con los
sucesivos desarrollos, en 1990. Ha recibido reconocimientos oficiales de las
Iglesias Ortodoxa, Anglicana y Luterana; de las distintas religiones y de
organismos culturales e internacionales.
Chiara recuerda los inicios: «Dios llama a personas
débiles para que triunfe su potencia. Pero las prepara. Yo era muy pequeña
cuando las monjas me llevaban a la adoración eucarística. A aquella Hostia
pedía: dame tu luz. A los 18 años, tenía un hambre tremenda de conocer a
Dios. Quería ir a la Universidad católica. No pude. Luego providencialmente
sentí una voz: seré tu maestro».
¿Por qué no se hizo religiosa? es la pregunta del
periodista que la acompañó en la presentación, Sergio Zavoli. «No tenía la
vocación», responde con sencillez.
En los inicios de los años '40, Chiara Lubich, con poco
más de 20 años, daba clases en los salones de primaria de Trento, su ciudad
natal, y se había inscrito en la Facultad de Filosofía de la Universidad de
Venecia, empujada por la búsqueda de la verdad. En medio del clima de odio y
violencia de la Segunda Guerra Mundial, ante tanta destrucción, descubre a
Dios como el único ideal que permanece. Dios iluminará y transformará su
existencia y la de muchos otros, mostrándole como finalidad de su vida:
contribuir a la actuación de las palabras del testamento de Jesús "Que todos
sean uno".
Con el tiempo se entenderá que estas palabras encierran
el proyecto original de Dios: componer la unidad de la familia humana. En
esos años se inicia una historia en la que están contenidas las primicias
del desarrollo futuro. En poco más de 50 años, a partir de la experiencia
del Evangelio vivido cotidianamente, inicia una corriente de espiritualidad,
la espiritualidad de la unidad, que suscita un movimiento de renovación
espiritual y social con dimensiones mundiales: el Movimiento de los
Focolares.
Un ideal por el cual gastar la vida
Tenía 23 años y mis amigas tenían la misma edad o
incluso eran más jóvenes. Estábamos en Trento, nuestra ciudad natal, y la
guerra arreciaba destruyendo todo. Cada una de nosotras tenía sus sueños.
Una quería formar una familia y esperaba que el novio regresara del frente.
Otra deseaba una casa. Yo veía mí realización en el estudio de la
Filosofía... Todas teníamos objetivos e ideales por delante.
Pero el novio no regresó más; la casa fue destruida; el
estudio de Filosofía no lo pude continuar por los obstáculos de la guerra.
¿Qué hacer? ¿Existirá un ideal que ninguna bomba pueda destruir, por el cual
valga la pena gastar la vida? Y enseguida una luz. Sí, existe. Es Dios, que,
precisamente en esos momentos de guerra y de odio, se nos revela como lo que
realmente él es: Amor. Dios Amor, Dios que ama a cada una de nosotras. Fue
un instante. Decidimos hacer de Dios la razón de nuestra vida, el Ideal de
nuestra vida.
¿Cómo? Quisimos entonces hacer como hizo Jesús, hacer
la voluntad del Padre y no la nuestra. Es más, nos propusimos ser otros
pequeños Él. Sabíamos que cada cristiano es ya otro Jesús, por el Bautismo y
por la fe. Pero sólo en modo incipiente, podríamos decir. Para serlo
plenamente era necesario hacer toda nuestra parte. Nos lo propusimos.
Una promesa que se mantiene siempre
La guerra era despiadada, no daba tregua. Teníamos que
ir más de una vez al día y también de noche, a los refugios hechos en la
roca. Cuando sonaban las alarmas había que correr y no podíamos llevar nada
con nosotros, más que un pequeño libro: el Evangelio. Allí encontraríamos
cómo hacer la voluntad de Dios, cómo ser otros Jesús. Lo abríamos y lo
leíamos. Y esas palabras, leídas tantas veces, nos parecían totalmente
nuevas, como si una luz las iluminara una por una y un impulso interior nos
empujara a vivirlas plenamente. "Cualquier cosa que hayas hecho al más
pequeño de mis hermanos a Mí me la hiciste". Y, he aquí que, saliendo del
refugio buscábamos, durante toda la jornada, a los "más pequeños" para poder
amar en ellos a Jesús: eran los pobres, enfermos, heridos, niños...
Los buscábamos por las calles, tomábamos nota de cada
uno para poderlo ayudar. Los invitábamos a nuestra mesa reservándoles el
mejor lugar. Preparábamos comida para todos. Y, aun no teniendo medios, no
nos faltaba nada, porque el Evangelio dice: "Dad y se os dará". Nosotras
dábamos y volvían sacos de harina, manzanas, los paquetes llenaban cada día
el pasillo de nuestra casa. El Evangelio nos decía: "Pedid y se os dará".
Pedíamos "necesito un par de zapatos número 42 para Ti (en el pobre)", le
decíamos a Jesús ante el sagrario y saliendo de la Iglesia una señora nos
entregaba un par de zapatos número 42.
El Evangelio exhortaba: "Buscad el Reino de Dios... y
lo demás se os dará por añadidura". Tratábamos de que Jesús reinara en
nosotros y llegaba todo lo que necesitamos. No hacía falta preocuparse por
nada; así muchas veces, así siempre.
Eramos felices. Todas las promesas del Evangelio se
verificaban, nos parecía vivir en un continuo milagro. Sabíamos que el
Evangelio es verdadero, pero aquí lo constatábamos.
Un nuevo estilo de vida
Todas las palabras del Evangelio nos atraían, sobre
todo las que se referían al amor. Tratábamos de hacerlas nuestras. Pero
quien ama está en la luz. "A quien me ama -dijo Jesús-, me manifestaré".
Entendimos que Dios no pide sólo que amemos a los "más pequeños", sino a
todos los que encontramos en la vida. Mientras tanto, otras jóvenes y luego
muchachos se unían a nosotras para vivir la misma experiencia.
Los peligros de la guerra continuaban. Las bombas caían
incluso sobre nuestro refugio. Aunque éramos jóvenes podíamos morir. Surgió
un deseo en nuestro corazón: hubiéramos querido saber, de entre todas las
palabras de Jesús, cuál era la que más le gustaba. Querríamos vivirla
profundamente en los que podrían haber sido los últimos instantes de nuestra
vida.
La encontramos. Es ese mandamiento que Jesús llama
"nuevo" y "suyo": os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros
como Yo os he amado". Reunidas en círculo, unas junto a otras, nos miramos a
la cara y cada una le declaró a la otra: "Yo estoy dispuesta a morir por ti.
Yo por ti". Todas por cada una.
Se hacía todo cuanto era nuestro deber (trabajo,
estudio, oración, descanso), pero sobre esta base. El amor recíproco era
nuestro nuevo estilo de vida, nunca debía faltar y, si faltaba, volvíamos a
establecerlo entre nosotros. Ciertamente no era siempre fácil, no era fácil
enseguida; se necesitaba una gimnasia espiritual durante años para lograrlo
siempre.
No obstante, pronto conocimos el secreto para
mantenerlo, cómo vivir aquél "como Yo les he amado", según la medida de
Jesús. En una circunstancia supimos que Jesús sufrió mucho más cuando, en la
cruz, tuvo la terrible impresión de ser abandonado por su Padre y gritó:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". En un ímpetu de
generosidad, en el cual no estaba ausente ciertamente una particular ayuda
de lo alto, decidimos seguir a Jesús así, amarlo así. Y fue justamente en
ese grito suyo, cumbre de su pasión, donde encontramos la clave para
mantenernos siempre en plena comunión entre nosotros y con todos. Jesús ha
experimentado la más tremenda división, la más terrible separación, pero no
ha dudado y se ha vuelto a confiar plenamente al Padre: "En tus manos
encomiendo mi espíritu".
Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda, no habría habido
divisiones en el mundo que pudiesen detenernos. Nuestro amor recíproco
podría ser siempre una maravillosa realidad.
Nosotras habíamos nacido para aquellas palabras
Un día, para protegernos de la guerra, nos encontramos
en un refugio y a la luz de una vela abrimos el Evangelio. Era la solemne
página de la oración de Jesús antes de morir: "Padre, que todos sean uno".
Tuvimos la impresión de comprenderla, aunque es difícil, pero sobre todo nos
quedó la neta sensación de que nosotras habíamos nacido para aquellas
palabras, para la unidad, para contribuir a realizarla en el mundo.
El mandamiento nuevo, que nos esforzábamos en mantener
siempre vivo entre nosotras, realizaba precisamente la unidad. Y la unidad
es portadora de una realidad extraordinaria, excepcional, divina, del mismo
Jesús: "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre (es decir, en su amor),
yo estoy en medio de ellos". Donde está la unidad está Jesús. Alegría, luz,
paz. Y porque estaba Jesús, porque vivía entre nosotras y en nosotras, no se
podía dejar de advertir su presencia. Se advertía una alegría que no se
había probado nunca, se experimentaba una paz nueva, un nuevo ardor; una luz
iluminaba y guiaba el alma... Y, porque estábamos unidos y Jesús estaba
entre nosotros, el mundo a nuestro alrededor se convertía. "Que sean uno
para que el mundo crea", había dicho Jesús. He aquí que muchas personas
volvían a Dios, muchos otros descubrían a Dios por primera vez.
Y porque Jesús estaba entre nosotros, llamaba.
Florecían así distintas vocaciones: había quien quería consagrarse a Dios en
la virginidad para realizar la unidad por doquier, y nacían los focolares;
quien, inclusive casándose, se ponía totalmente a disposición de Dios; quien
entraba en el convento..., quien se hacía sacerdote...
Se conocía también el odio del mundo prometido por
Jesús, pero se experimentaba que Él , en medio nuestro, es más fuerte: no
dejaba a nuestro alrededor las cosas como estaban , sino que iluminaba
también la economía, la política, el trabajo, las estructuras sociales.
Cristificaba la sociedad que nos circundaba, la hacía nueva. Y dado que
Jesús es vida, crecíamos continuamente en número. Al cabo de dos meses de
nuestro inicio, éramos quinientos, de diferentes edades, categorías
sociales, de ambos sexos, de toda vocación. Nos parecía que no éramos otra
cosa que cristianos, nada más que cristianos, que se esfuerzan en poner en
práctica el Evangelio.
No obstante, advertíamos la exigencia de expresarle
nuestra experiencia al Obispo. Su juicio para con nosotros habría sido el de
Jesús, de Jesús que, hablándole a sus apóstoles, había dicho: "Quien a
vosotros escucha, a mí me escucha". Y el Obispo aprobó: "Aquí está el dedo
de Dios" -dijo-. Y seguimos adelante.
El primer grupo se convierte en Movimiento
Aquel primer grupo creció, se convirtió en Movimiento
y, año tras año, se difundió como una explosión, primero en Italia, luego en
toda Europa y ahora, después de un camino de más de 50 años, está presente,
se puede decir, en todas las naciones del mundo.
Nosotros atribuimos esta rápida expansión al hecho de
haber conservado siempre, con la ayuda de Dios, una fuerte unidad entre
nosotros, que hace que Jesús esté presente, y al haber estado siempre
profundamente unidos, como sarmientos a la vid, al Papa y a los Obispos, en
los cuales Jesús está también presente.
El Espíritu diseñó a lo largo de los años, las líneas
que esta Obra debía asumir paso a paso. La luz fue muy abundante, más de lo
que podemos expresar. Las pruebas nunca han faltado porque al árbol que da
frutos se le poda. Y los frutos fueron innumerables. Así se puede ver,
también a través de este Movimiento, lo que puede hacer Jesús si nosotros
los cristianos, no obstante nuestra pequeñez y nuestra miseria, nos
esforzamos en dejar que él viva, en nosotros y en medio de nosotros.
Llevar el amor de Jesús por doquier. Querríamos que el
amor se propagase en cada rincón de la tierra. Llevar la unidad
incrementándola al campo religioso y humano, entre las personas, entre los
grupos y entre los pueblos. Esto se hace al lado y en colaboración con todas
las realidades de la Iglesia surgidas a lo largo de los siglos, con las
nuevas asociaciones -Movimientos, grupos- que caracterizan estos tiempos,
con decenas de miles de cristianos de otras Iglesias. Incluso fieles de
otras religiones y personas de buena voluntad se sienten atraídas por la
viva fraternidad que allí encuentran.
¿Dónde está el secreto?
El secreto está en haber arriesgado al inicio la vida
por un gran Ideal, el más grande: Dios. En haber creído en su amor y, por lo
tanto, habernos abandonado momento tras momento a su voluntad. Si hubiésemos
hecho la nuestra, si hubiésemos seguido nuestros proyectos, ahora no habría
nada. Pero -aun con nuestros límites- nos hemos lanzado en esta divina
aventura.
Tomado de http://www.focolare.org/es
Cortesía de www.interrogantes.net