Carta vaticana para la Jornada de Oración por la Santificación de los Sacerdotes
Carta del Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m. y el arzobispo Mauro Piacenza,
presidente y secretario de la Congregación vaticana para el Clero con motivo
de la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes que
se celebra el 30 de mayo, fiesta del Corazón de Jesús.
* * *
Reverendos y queridos hermanos en el sacerdocio:
En la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, con una mirada incesante de
amor, fijamos los ojos de nuestra mente y de nuestro corazón en Cristo,
único Salvador de nuestra vida y del mundo. Remitirnos a Cristo significa
remitirnos a aquel Rostro que todo hombre, consciente o inconscientemente,
busca como única respuesta adecuada a su insuprimible sed de felicidad.
Nosotros ya encontramos este Rostro y, en aquel día, en aquel instante, su
amor hirió de tal manera nuestro corazón, que no pudimos menos de pedir
estar incesantemente en su presencia. «Por la mañana escucharás mi voz, por
la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando» (Salmo 5).
La sagrada liturgia nos lleva a contemplar una vez más el misterio de la
encarnación del Verbo, origen y realidad íntima de esta compañía que es la
Iglesia: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se revela en Jesucristo.
«Nadie habría podido ver su gloria si antes no hubiera sido curado por la
humildad de la carne. Quedaste cegado por el polvo, y con el polvo has sido
curado: la carne te había cegado, la carne te cura» (San Agustín, Comentario
al Evangelio de san Juan, Homilía 2, 16).
Sólo contemplando de nuevo la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo,
vivo y operante ahora, que se nos ha revelado y que sigue inclinándose sobre
cada uno con el amor de total predilección que le es propio, se puede dejar
que él ilumine y colme ese abismo de necesidad que es nuestra humanidad, con
la certeza de la esperanza encontrada, y con la seguridad de la Misericordia
que abarca nuestros límites, enseñándonos a perdonar lo que de nosotros
mismos ni siquiera lográbamos descubrir. «Una sima grita a otra sima con voz
de cascadas» (Salmo 41).
Con ocasión de la tradicional Jornada de oración por la santificación de los
sacerdotes, que se celebra en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús,
quiero recordar la prioridad de la oración con respecto a la acción, en
cuanto que de ella depende la eficacia del obrar. De la relación personal de
cada uno con el Señor Jesús depende en gran medida la misión de la Iglesia.
Por tanto, la misión debe alimentarse con la oración: «Ha llegado el momento
de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el
secularismo» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 37). No nos cansemos de
acudir a su Misericordia, de dejarle mirar y curar las llagas dolorosas de
nuestro pecado para asombrarnos ante el milagro renovado de nuestra
humanidad redimida.
Queridos hermanos en el sacerdocio, somos los expertos de la Misericordia de
Dios en nosotros y, sólo así, sus instrumentos al abrazar, de modo siempre
nuevo, la humanidad herida. «Cristo no nos salva de nuestra humanidad, sino
a través de ella; no nos salva del mundo, sino que ha venido al mundo para
que el mundo se salve por medio de él (cf. Jn 3, 17)» (Benedicto XVI,
Mensaje «urbi et orbi», 25 de diciembre de 2006: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 20). Somos, por
último, presbíteros por el sacramento del Orden, el acto más elevado de la
Misericordia de Dios y a la vez de su predilección.
En segundo lugar, en la insuprimible y profunda sed de él, la dimensión más
auténtica de nuestro sacerdocio es la mendicidad: la petición sencilla y
continua; se aprende en la oración silenciosa, que siempre ha caracterizado
la vida de los santos; hay que pedirla con insistencia. Esta conciencia de
la relación con él se ve sometida diariamente a la purificación de la
prueba. Cada día caemos de nuevo en la cuenta de que este drama también nos
afecta a nosotros, ministros que actuamos in persona Christi capitis. No
podemos vivir un solo instante en su presencia sin el dulce anhelo de
reconocerlo, conocerlo y adherirnos más a él. No cedamos a la tentación de
mirar nuestro ser sacerdotes como una carga inevitable e indelegable, ya
asumida, que se puede cumplir «mecánicamente», tal vez con un programa
pastoral articulado y coherente. El sacerdocio es la vocación, el camino, el
modo a través del cual Cristo nos salva, con el que nos ha llamado, y nos
sigue llamando ahora, a vivir con él.
La única medida adecuada, ante nuestra santa vocación, es la radicalidad.
Esta entrega total, con plena conciencia de nuestra infidelidad, sólo puede
llevarse a cabo como una decisión renovada y orante que luego Cristo realiza
día tras día. Incluso el don del celibato sacerdotal se ha de acoger y vivir
en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo.
Cualquier otra postura, con respecto a la realidad de la relación con él,
corre el peligro de ser ideológica.
Incluso la cantidad de trabajo, a veces enorme, que las actuales condiciones
del ministerio nos exigen llevar a cabo, lejos de desalentarnos, debe
impulsarnos a cuidar con mayor atención aún nuestra identidad sacerdotal, la
cual tiene una raíz ciertamente divina. En este sentido, con una lógica
opuesta a la del mundo, precisamente las condiciones peculiares del
ministerio nos deben impulsar a «elevar el tono» de nuestra vida espiritual,
testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva
al Señor.
Él, que nos ha amado primero, nos ha educado para la entrega total. «Salí al
encuentro de quien me buscaba. Dije: "Heme aquí" a quien invocaba mi
nombre». El lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía, pues «en
la Eucaristía Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y
derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente
originaria de este amor divino» (Sacramentum caritatis, 7).
Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima
Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de
la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad
personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida,
como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.
El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum
caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san
Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si
no la adoráramos» (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no
podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y
engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el «Stabat» de
María, «Mujer eucarística», bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más
significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del
Sacrificio divino.
Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de la
Iglesia, del mismo modo nuestra misión está ínsita en la identidad
sacerdotal, por lo cual la urgencia misionera es una cuestión de conciencia
de nosotros mismos. Nuestra identidad sacerdotal está edificada y se renueva
día a día en la «conversación» con nuestro Señor. La relación con él,
siempre alimentada en la oración continua, tiene como consecuencia inmediata
la necesidad de hacer partícipes de ella a quienes nos rodean. En efecto, la
santidad que pedimos a diario no se puede concebir según una estéril y
abstracta acepción individualista, sino que, necesariamente, es la santidad
de Cristo, la cual es contagiosa para todos: «Estar en comunión con
Jesucristo nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea
nuestro modo de ser» (Benedicto XVI, Spe salvi, 28).
Este «ser para todos» de Cristo se realiza, para nosotros, en los tria
munera de los que somos revestidos por la naturaleza misma del sacerdocio.
Esos tria munera, que constituyen la totalidad de nuestro ministerio, no son
el lugar de la alienación o, peor aún, de un mero reduccionismo
funcionalista de nuestra persona, sino la expresión más auténtica de nuestro
ser de Cristo; son el lugar de la relación con él. El pueblo que nos ha sido
encomendado para que lo eduquemos, santifiquemos y gobernemos, no es una
realidad que nos distrae de «nuestra vida», sino que es el rostro de Cristo
que contemplamos diariamente, como para el esposo es el rostro de su amada,
como para Cristo es la Iglesia, su esposa. El pueblo que nos ha sido
encomendado es el camino imprescindible para nuestra santidad, es decir, el
camino en el que Cristo manifiesta la gloria del Padre a través de nosotros.
«Si a quien escandaliza a uno solo y al más pequeño conviene que se le
cuelgue al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar (...), ¿qué
deberán sufrir y recibir como castigo los que mandan a la perdición (...) a
un pueblo entero?» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio VI, 1.498). Ante la
conciencia de una tarea tan grave y una responsabilidad tan grande para
nuestra vida y salvación, en la que la fidelidad a Cristo coincide con la
«obediencia» a las exigencias dictadas por la redención de aquellas almas,
no queda espacio ni siquiera para dudar de la gracia recibida. Sólo podemos
pedir que se nos conceda ceder lo más posible a su amor, para que él actúe a
través de nosotros, pues o dejamos que Cristo salve el mundo, actuando en
nosotros, o corremos el riesgo de traicionar la naturaleza misma de nuestra
vocación. La medida de la entrega, queridos hermanos en el sacerdocio, sigue
siendo la totalidad. «Cinco panes y dos peces» no son mucho; sí, pero son
todo. La gracia de Dios convierte nuestra poquedad en la Comunión que sacia
al pueblo. De esta «entrega total» participan de modo especial los
sacerdotes ancianos o enfermos, los cuales, diariamente, desempeñan el
ministerio divino uniéndose a la pasión de Cristo y ofreciendo su existencia
presbiteral por el verdadero bien de la Iglesia y la salvación de las almas.
Por último, el fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal sigue
siendo la santa Madre de Dios. La relación con ella no puede reducirse a una
piadosa práctica de devoción, sino que debe alimentarse con un continuo
abandono de toda nuestra vida, de todo nuestro ministerio, en los brazos de
la siempre Virgen. También a nosotros María santísima nos lleva de nuevo,
como hizo con san Juan bajo la cruz de su Hijo y Señor nuestro, a contemplar
con ella el Amor infinito de Dios: «Ha bajado hasta aquí nuestra Vida, la
verdadera Vida; ha cargado con nuestra muerte para matarla con la
sobreabundancia de su Vida» (San Agustín, Confesiones IV, 12).
Dios Padre escogió como condición para nuestra redención, para el
cumplimiento de nuestra humanidad, para el acontecimiento de la encarnación
del Hijo, la espera del «fiat» de una Virgen ante el anuncio del ángel.
Cristo decidió confiar, por decirlo así, su vida a la libertad amorosa de su
Madre: «Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al
Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de
manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe,
su esperanza y su amor ardiente, para restablecer la vida sobrenatural de
los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia»
(Lumen gentium, 61).
El Papa san Pío X afirmó: «Toda vocación sacerdotal viene del corazón de
Dios, pero pasa por el corazón de una madre». Eso es verdad con respecto a
la evidente maternidad biológica, pero también con respecto al
«alumbramiento» de toda fidelidad a la vocación de Cristo. No podemos
prescindir de una maternidad espiritual para nuestra vida sacerdotal:
encomendémonos con confianza a la oración de toda la santa madre Iglesia, a
la maternidad del pueblo, del que somos pastores, pero al que está
encomendada también nuestra custodia y santidad; pidamos este apoyo
fundamental.
Se plantea, queridos hermanos en el sacerdocio, la urgencia de «un
movimiento de oración, que ponga en el centro la adoración eucarística
continuada, durante las veinticuatro horas, de modo tal que, de cada rincón
de la tierra, se eleve a Dios incesantemente una oración de adoración,
agradecimiento, alabanza, petición y reparación, con el objetivo principal
de suscitar un número suficiente de santas vocaciones al estado sacerdotal
y, al mismo tiempo, acompañar espiritualmente -al nivel de Cuerpo místico-
con una especie de maternidad espiritual, a quienes ya han sido llamados al
sacerdocio ministerial y están ontológicamente conformados con el único sumo
y eterno Sacerdote, para que le sirvan cada vez mejor a él y a los hermanos,
como los que, a la vez, están "en" la Iglesia pero también, "ante" la
Iglesia (cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 16), haciendo las veces de
Cristo y, representándolo, como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia»
(Carta de la Congregación para el clero, 8 de diciembre de 2007).
Se delinea, últimamente, una nueva forma de maternidad espiritual, que en la
historia de la Iglesia siempre ha acompañado silenciosamente el elegido
linaje sacerdotal: se trata de la consagración de nuestro ministerio a un
rostro determinado, a un alma consagrada, que esté llamada por Cristo y, por
tanto, que elija ofrecerse a sí misma, sus sufrimientos necesarios y sus
inevitables pruebas de la vida, para interceder en favor de nuestra
existencia sacerdotal, viviendo de este modo en la dulce presencia de
Cristo.
Esta maternidad, en la que se encarna el rostro amoroso de María, es preciso
pedirla en la oración, pues sólo Dios puede suscitarla y sostenerla. No
faltan ejemplos admirables en este sentido. Basta pensar en las benéficas
lágrimas de santa Mónica por su hijo Agustín, por el cual lloró «más de lo
que lloran las madres por la muerte física de sus hijos» (San Agustín,
Confesiones III, 11). Otro ejemplo fascinante es el de Eliza Vaughan, la
cual dio a luz y encomendó al Señor trece hijos; seis de sus ocho hijos
varones se hicieron sacerdotes; y cuatro de sus cinco hijas fueron
religiosas. Dado que no es posible ser verdaderamente mendicantes ante
Cristo, admirablemente oculto en el misterio eucarístico, sin saber pedir
concretamente la ayuda efectiva y la oración de quien él nos pone al lado,
no tengamos miedo de encomendarnos a las maternidades que, ciertamente,
suscita para nosotros el Espíritu.
Santa Teresa del Niño Jesús, consciente de la necesidad extrema de oración
por todos los sacerdotes, sobre todo por los tibios, escribe en una carta
dirigida a su hermana Celina: «Vivamos por las almas, seamos apóstoles,
salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes (...). Oremos, suframos por
ellos, y, en el último día, Jesús nos lo agradecerá» (Carta 94).
Encomendémonos a la intercesión de la Virgen Santísima, Reina de los
Apóstoles, Madre dulcísima. Contemplemos, con ella, a Cristo en la continua
tensión a ser total y radicalmente suyos. Esta es nuestra identidad.
Recordemos las palabras del santo cura de Ars, patrono de los párrocos: «Si
yo tuviera ya un pie en el cielo y me vinieran a decir que volviera a la
tierra para trabajar por la conversión de los pecadores, volvería de buen
grado. Y si para ello fuera necesario que permaneciera en la tierra hasta el
fin del mundo, levantándome siempre a medianoche, y sufriera como sufro, lo
haría de todo corazón» (Frère Athanase, Procès de l'Ordinaire, p. 883).
El Señor guíe y proteja a todos y cada uno, de modo especial a los enfermos
y a los que sufren, en el constante ofrecimiento de nuestra vida por amor.
Cardenal Cláudio Hummes, o.f.m.
Prefecto
Mons. Mauro Piacenza
Arzobispo tit. de Vittoriana
Secretario
Oración de los sacerdotes
Oración del sacerdote
Señor, Tu me has llamado al ministerio sacerdotal
en un momento concreto de la historia en el que,
como en los primeros tiempos apostólicos,
quieres que todos los cristianos,
y en modo especial los sacerdotes,
seamos testigos de las maravillas de Dios
y de la fuerza de tu Espíritu.
Haz que también yo sea testigo de la dignidad de la vida humana,
de la grandeza del amor
y del poder del ministerio recibido:
Todo ello con mi peculiar estilo de vida entregada a Ti
por amor, sólo por amor y por un amor más grande.
Haz que mi vida celibataria
sea la afirmación de un sí, gozoso y alegre,
que nace de la entrega a Ti
y de la dedicación total a los demás
al servicio de tu Iglesia.
Dame fuerza en mis flaquezas
y también agradecer mis victorias.
Madre, que dijiste el sí más grande y maravilloso
de todos los tiempos,
que yo sepa convertir mi vida de cada día
en fuente de generosidad y entrega,
y junto a Ti,
a los pies de las grandes cruces del mundo,
me asocie al dolor redentor de la muerte de tu Hijo
para gozar con El del triunfo de la resurrección
para la vida eterna. Amen
Oración que los sacerdotes pueden rezar cada día
Dios omnipotente, que Tu gracia nos ayude para que nosotros, que hemos
recibido el ministerio sacerdotal, podamos servirte de modo digno y devoto,
con toda pureza y buena conciencia. Y si no logramos vivir la vida con mucha
inocencia, concédenos en todo caso de llorar dignamente el mal que hemos
cometido, y de servirte fervorosamente en todo con espíritu de humildad y
con el propósito de buena voluntad. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.
Invocación
¡Oh buen Jesús!, haz que yo sea sacerdote según Tu corazón.
Oración a Jesucristo
Jesús justísimo, tú que con singular benevolencia me has llamado, entre
millares de hombres, a tu secuela y a la excelente dignidad sacerdotal,
concédeme, te pido, tu fuerza divina para que pueda cumplir en el modo justo
mi ministerio. Te suplico, Señor Jesús de hacer revivir en mí, hoy y
siempre, tu gracia, que me ha sido dada por la imposición de las manos del
obispo. Oh médico potentísimo de las almas, cúrame de manera tal que no
caiga nuevamente en los vicios y escape de cada pecado y pueda complacerte
hasta mi muerte. Amén.
Oración para suplicar la gracia de custodiar la castidad
Señor Jesucristo, esposo de mi alma, delicia de mi corazón, más
bien corazón mío y alma mía, frente a ti me postro de rodillas, rogándote y
suplicándote con todo mi fervor de concederme preservar la fe que me has
dado de manera solemne. Por ello, Jesús dulcísimo, que yo rechace cada
impiedad, que sea siempre extraño a los deseos carnales y a las
concupiscencias terrenas, que combaten contra el alma y que, con tu ayuda,
conserve íntegra la castidad.
¡Oh santísima e inmaculada Virgen María!, Virgen de las vírgenes y Madre
nuestra amantísima, purifica cada día mi corazón y mi alma, pide por mí el
temor del Señor y una particular desconfianza en mis propias fuerzas.
San José, custodio de la virginidad de María, custodia mi alma de cada
pecado.
Todas ustedes Vírgenes santas, que siguen por doquier al Cordero divino,
sean siempre premurosas con respecto a mí pecador para que no peque en
pensamientos, palabras u obras y nunca me aleje del castísimo corazón de
Jesús. Amén
Oración por los sacerdotes
Señor Jesús, presente en el Santísimo Sacramento,
que quisiste perpetuarte entre nosotros
por medio de tus Sacerdotes,
haz que sus palabras sean sólo las tuyas,
que sus gestos sean los tuyos,
que su vida sea fiel reflejo de la tuya.
Que ellos sean los hombres que hablen a Dios de los hombres
y hablen a los hombres de Dios.
Que non tengan miedo al servicio,
sirviendo a la Iglesia como Ella quiere ser servida.
Que sean hombres, testigos del eterno en nuestro tiempo,
caminando por las sendas de la historia con tu mismo paso
y haciendo el bien a todos.
Que sean fieles a sus compromisos,
celosos de su vocación y de su entrega,
claros espejos de la propia identidad
y que vivan con la alegría del don recibido.
Te lo pido por tu Madre Santa María:
Ella que estuvo presente en tu vida
estará siempre presente en la vida de tus sacerdotes. Amen