En la Escuela de San Ammonas: Carta III La humildad
¡A los hermanos muy honrados en el Señor, un alegre saludo!
Les escribo esta carta como a grandes amigos de Dios, que lo buscan de todo
corazón. Es a ellos, en efecto, a quienes Dios escucha cuando oran, los bendice
en todo y les concede todas las peticiones de su alma cuando lo invocan. Pero a
quienes se aproximan a Él, no de todo corazón, sino dudando y haciendo sus obras
para ser glorificados por los hombres (Mt 6,2), a éstos Dios no les escucha sus
peticiones, sino que, antes bien, se irrita contra sus obras, porque está
escrito: Dios dispersar los huesos de los que buscan agradar a los hombres (Sal
52,6).
Ustedes ven cómo se irrita Dios contra las obras de ellos, y no les concede
ninguna de sus peticiones; al contrario, les resiste, pues no hacen sus obras
con fe sino según el hombre. A causa de esto la fuerza divina no habita en
ellos, están enfermos en todas las obras que realizan. A causa de esto no
conocen la fuerza de la gracia, ni su facilidad ni su alegría, sino que su alma
está entorpecida en todas sus obras como por un fardo. Así son la mayoría de los
monjes, no han recibido la fuerza de la gracia que anima el alma, la dispone a
la alegría y le da cada día el gozo que hace arder su corazón en Dios. Porque lo
que hacen, lo hacen según el hombre; de modo que la gracia no ha venido sobre
ellos. En efecto, la fuerza de Dios aborrece a aquel que obra para agradar a los
hombres.
Por tanto, amadísimos, que ama mi alma y cuyos frutos son tenidos en cuenta por
Dios, combatan en todas sus obras el espíritu de vanagloria para vencerlo en
todo. De modo que todo su cuerpo sea agradable y permanezca viviente junto al
Creador, y que ustedes reciban la fuerza de la gracia, que sobrepasa todas estas
cosas. Estoy convencido, hermanos, que hacen todo lo que pueden por esto,
resistiendo al espíritu de vanagloria y luchando siempre contra él. A causa de
ello su cuerpo tiene vida. Pues ese espíritu malvado se presenta ante el hombre
en toda obra de justicia que el hombre comienza, quiere corromper su fruto y
hacerlo inútil, a fin de no permitir que los hombres hagan la obra de justicia
según Dios. En efecto, este espíritu malo combate a quienes quieren ser fieles.
Si algunos son alabados por los hombres como fieles o como humildes o como
misericordiosos, inmediatamente este espíritu malvado entabla una batalla contra
ellos; y ciertamente resulta vencedor, disuelve y destruye sus cuerpos, porque
los incita a realizar sus acciones virtuosas con la preocupación de agradar a
los hombres y así pierde sus cuerpos. Mientras que los hombres crean que tienen
algo, delante de Dios no tienen nada. Por causa de esto Dios no les otorga la
fuerza, sino que los deja vacíos, puesto que no ha hallado sus cuerpos
dispuestos para ser llenados, y los priva de la muy grande dulzura de la gracia.
Pero ustedes, queridísimos, luchen contra el espíritu de vanagloria y oren
siempre, para vencerlo en todo; de forma que la gracia de Dios esté siempre con
ustedes. Yo pediré a Dios que, en su bondad, les dé esta fuerza y esta gracia en
todo tiempo, pues nada es más excelente que esto. Si ven que el fervor divino se
aleja y los abandona, pídanlo de nuevo y volver a ustedes. Pues ese fervor es
como un fuego que cambia lo frío en su propia naturaleza. Si ven su corazón
repentinamente adormecido en ciertos momentos, pongan su alma ante ustedes,
sométanla al examen de un piadoso cuestionamiento y así, necesariamente, ella
tendrá nuevamente calor y se inflamar en Dios. Porque también el profeta David,
cuando vio su alma agobiada por el dolor habló de la siguiente manera: Derramé
mi alma sobre mí mismo (Sal 41,6), me acordé de los días antiguos, medité sobre
todas tus obras, extendí hacia ti mis manos. Mi alma, como tierra reseca,
suspiró por ti (Sal 142,5-6). Así obró David cuando experimentó su corazón
abrumado y frío, hasta que le devolvió el calor y recibió la dulzura de la
gracia divina.
Noche y día velaba y suplicaba. Hagan también ustedes esto, amadísimos, y
crecerán y Dios les revelar sus grandes misterios.
Que el Señor los conserve irreprochables y sanos de alma, espíritu y cuerpo,
hasta que los lleve a su propia morada con sus padres que han luchado bien y han
concluido su carrera en Cristo, a quien sea la gloria por los siglos de los
siglos.