En la Escuela de San Ammonas: Carta XII - La soledad
¡A los amadísimos en el Señor, un alegre saludo!
Mis hermanos muy queridos, ustedes saben, también ustedes, que después de la
trasgresión de un mandamiento el alma no puede conocer a Dios, si no se aleja de
los hombres y de toda distracción. Porque entonces ella podrá ver el ataque de
los enemigos que combaten contra ella; pero cuando vea al enemigo que lucha
contra ella y triunfe de sus ataques, que le sobrevienen de tiempo en tiempo, el
Espíritu de Dios entonces permanecerá en ella y toda su pena será cambiada en
alegría y exultación. Si de nuevo es vencida en el combate, entonces le vienen
tristezas, disgustos y muchas otras aflicciones varias.
Por eso los santos Padres vivieron como solitarios en lugares desiertos: Elías
el Tesbita, Juan Bautista y los otros Padres. No crean que fue cuando se
hallaban en medio de los hombres que los justos progresaron, junto a ellos, en
la virtud, sino que antes habitaron en una gran soledad, para conseguir que la
fuerza de Dios habitar en ellos. Después Dios los envió en medio de los hombres,
cuando ya poseían las virtudes, para servir a la edificación de los hombres y
curar sus enfermedades, pues ellos fueron los médicos de las almas y pudieron
curar sus enfermedades. Por esto, pues, arrancados de la soledad, fueron
enviados a los hombres; pero no fueron enviados sino cuando todas sus propias
enfermedades estuvieron curadas. Es imposible, en efecto, que Dios los mande
para servir a la edificación de los hombres si todavía están enfermos. Pero los
que salen antes de ser perfectos, salen por su propia voluntad y no por la
voluntad de Dios. Y Dios dice de esos tales: "Yo no los envié, pero ellos
corrieron" (Jr 23,21), etc. A causa de esto, no pueden ni custodiarse a sí
mismos, ni servir a la edificación de otra alma.
Por el contrario, los que son enviados por Dios no quieren abandonar la soledad,
pues saben que es gracias a ella que han adquirido la fuerza divina; pero para
no desobedecer a su Creador, salen para servir a la edificación de los otros,
imitando al Señor, porque el Padre envió del cielo a su verdadero Hijo para que
Él curase todas las debilidades y todas las enfermedades de los hombres. Está
escrito: Tomó nuestras debilidades y cargó nuestras enfermedades (Is 53,4). He
aquí por qué todos los santos que van a los hombres para curarlos, imitan al
Creador en todo, para llegar a ser dignos de convertirse en hijos adoptivos de
Dios y para vivir, también ellos, como el Padre y el Hijo, por los siglos de los
siglos.
He aquí, amadísimos, que les he mostrado la fuerza de la soledad, cómo ella cura
en todos los aspectos y cómo le es grata a Dios. Por eso les escribí que fueran
fuertes en lo que emprendieran. Sépanlo, es por la soledad que progresaron los
santos y la fuerza divina habitó en ellos, dándoles a conocer los misterios
celestiales, y fue así que expulsaron toda la vetustez de este mundo. Quien les
escribe también llegó a esa meta por el mismo camino.
Muchos son los monjes de nuestro tiempo que no han sido capaces de perseverar en
la soledad, porque no pudieron vencer su voluntad. Por eso viven siempre entre
los hombres, no siendo capaces de renunciar, de huir de la compañía de los
hombres y de emprender el combate. Abandonando la soledad, se conforman con
consolarse con sus prójimos por toda su vida. A causa de esto no alcanzan la
dulzura divina ni la fuerza divina habita en ellos. Porque cuando esa fuerza se
les presenta, los encuentra buscando su felicidad en el mundo presente y en las
pasiones del alma y del cuerpo. Y no puede descender sobre ellos. El amor del
dinero, la vanagloria, todas las otras enfermedades y distracciones del alma
impiden que la fuerza divina descienda sobre ellos.
La mayoría no han podido progresar en esto, porque han permanecido en medio de
los hombres y no han logrado, a causa de esto, vencer todas sus voluntades. No
han querido, en efecto, vencerse a sí mismos al extremo de huir de las
distracciones causadas por los hombres, sino que permanecen distraídos unos con
otros. Por eso no han conocido la dulzura de Dios y no han sido juzgados dignos
de que su fuerza habite en ellos, y les dé el carácter celestial. Así, la fuerza
de Dios no habita en ellos, pues están acaparados por las cosas de este mundo,
entregados a las pasiones del alma, a las glorias humanas y a las voluntades del
hombre viejo. Es de esta forma que Dios nos testimonia lo que debe suceder.
Fortifíquense, entonces, en lo que hacen. Porque quienes abandonan la soledad no
pueden vencer sus voluntades ni imponerse en el combate que se entabla contra su
adversario. A causa de esto no tienen más la fuerza de Dios que habita en ellos.
Ella no mora en los que sirven a sus pasiones. Pero ustedes vencieron las
pasiones y la fuerza de Dios vendrá por sí misma a ustedes.
Pórtense bien en el Espíritu Santo.