Vida consagrada, «quedar transformados por el esplendor»
Benedicto XVI
Discurso a los superiores y superioras generales
de los institutos de vida consagrada
y sociedades de vida apostólica
Señor cardenal,
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterato,
queridos hermanos y hermanas:
Para mí es una gran alegría participar en este encuentro con vosotros,
superiores y superioras generales, representantes y responsables de la vida
consagrada. Os dirijo a todos mi cordial saludo. Con afecto fraterno, saludo en
particular al señor cardenal Franc Rodè, y le doy las gracias por haber
manifestado vuestros sentimientos, junto a otros representantes vuestros. Saludo
al secretario y a los colaboradores de la Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, dando las gracias por el
servicio que ofrece este dicasterio a la Iglesia en un campo tan importante como
es el de la vida consagrada.
Mi pensamiento, se dirige en este momento, con profunda gratitud, a todos los
religiosos y religiosas, los consagrados y consagradas, y los miembros de las
sociedades de vida apostólica que difunden en la Iglesia y en el mundo la «buena
fragancia de Cristo» (Cf. 2 Corintios 2, 15). A vosotros, superiores y
superioras mayores, os pido que dirijáis una palabra de especial atención a
cuantos están en dificultad, a los ancianos y enfermos, a quienes están pasando
momentos de crisis y de soledad, a quien sufre y se siente perdido y, junto a
los jóvenes, a quienes también hoy tocan a la puerta de vuestras casas pidiendo
poder entregarse a Jesucristo, en la radicalidad del Evangelio.
Deseo que este momento de encuentro y de comunión profunda con el Papa pueda ser
para cada uno de vosotros un motivo de aliento y de consuelo en el cumplimiento
de un compromiso siempre exigente, que en ocasiones experimenta oposición. El
servicio a la autoridad exige una presencia constante, capaz de animar y de
proponer, de recordar la razón de ser de la vida consagrada, de ayudar a las
personas que se os han confiado a corresponder con una fidelidad siempre nueva a
la llamada del Espíritu. Esta tarea vuestra con frecuencia va acompañada por la
Cruz y a veces también por una soledad que exige un sentido profundo de
responsabilidad, una generosidad que no conoce desfallecimiento y un constante
olvido de vosotros mismos. Estáis llamados a apoyar y guiar a vuestros hermanos
y a vuestras hermanas en una época que no es fácil, caracterizada por muchas
insidias.
Los consagrados y las consagradas tienen hoy la tarea de ser testigos de la
transfigurante presencia de Dios en un mundo cada vez más desorientado y
confundido, un mundo en el que los matices han sustituido a los colores
sumamente claros y destacados. Mirar a nuestro tiempo con los ojos de la fe
significa ser capaz de mirar al hombre, al mundo y a la historia a la luz de
Cristo crucificado y resucitado, única estrella capaz de orientar «al hombre que
avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las
estrecheces de una lógica tecnocrática» («Fides et ratio», 15).
La vida consagrada en los últimos años ha vuelto a ser comprendida con un
espíritu más evangélico, más eclesial y más apostólico; pero no podemos ignorar
que algunas opciones concretas no han ofrecido al mundo el rostro auténtico y
vivificante de Cristo. De hecho, la cultura secularizada ha penetrado en la
mente y en el corazón de no pocos consagrados, que ven en ella una forma de
acceso a la modernidad y de acercamiento al mundo contemporáneo. La consecuencia
es que junto con un indudable impulso generoso, capaz de testimonio y de entrega
total, la vida consagrada experimenta hoy la insidia de la mediocridad, del
aburguesamiento y de la mentalidad consumista. En el Evangelio, Jesús nos dice
que sólo hay dos caminos: uno es el angosto que conduce a la Vida, el otro es el
espacioso que lleva a la perdición (Cf. Mateo 7, 13-14). La verdadera
alternativa es y será siempre la aceptación del Dios vivo, por medio del
servicio de obediencia por la fe, o el rechazo del mismo Dios. Una condición
previa del seguimiento de Cristo es la renuncia y el desapego de todo lo que no
es de Él. El Señor quiere hombres y mujeres libres, que no estén condicionados,
capaces de abandonarlo todo para encontrar sólo en Él su todo. Se necesitan
opciones valientes, a nivel personal y comunitario, que impriman una nueva
disciplina a la vida de las personas consagradas y las lleven a redescubrir la
dimensión integral del seguimiento de Cristo.
Pertenecer totalmente a Cristo quiere decir arder con su amor incandescente,
quedar transformados por el esplendor de su belleza: nuestra pequeñez se le
ofrece como sacrificio de suave fragancia para que se convierta en testimonio de
la grandeza de su presencia para nuestro tiempo, que tanta necesidad tiene de
quedar ebrio por la riqueza de su gracia. Pertenecer al Señor: esta es la misión
de los hombres y mujeres que han optado por seguir a Cristo casto, pobre y
obediente, para que el mundo crea y se salve. Ser totalmente de Cristo siendo
una permanente confesión de fe, una inequívoca proclamación de la verdad que
libera de la seducción de los falsos ídolos que deslumbran al mundo. Ser de
Cristo significa mantener siempre ardiente en el corazón una llama viva de amor,
alimentada continuamente por la riqueza de la fe, no sólo cuando lleva consigo
la alegría interior, sino también cuando va unida a las dificultades, a la
aridez, al sufrimiento. El alimento de la vida interior es la oración, íntimo
coloquio del alma consagrada con el Esposo divino. Un alimento más rico todavía
es la cotidiana participación en el misterio inefable de la divina Eucaristía,
en la que se hace presente constantemente Cristo resucitado en la realidad de su
carne.
Para pertenecer totalmente al Señor las personas consagradas abrazan un estilo
de vida casto. La virginidad consagrada no se puede enmarcar en la lógica de
este mundo; es la paradoja cristiana más «irrazonable» y no todos pueden
comprenderla y vivirla (Cf. Mateo 19,11-12). Vivir una vida casta quiere decir
también renunciar a la necesidad de aparecer, asumir un estilo de vida sobrio y
humilde. Los religiosos y las religiosas están llamados a demostrarlo también en
la elección del hábito, un hábito sencillo que sea signo de la pobreza vivida en
unión con Aquel que siendo rico se hizo pobre para hacernos ricos con su pobreza
(Cf. 2 Corintios 8, 9). De este modo, y sólo de este modo, se puede seguir sin
reservas a Cristo crucificado y pobre, sumergiéndose en su misterio y asumiendo
las opciones de humildad, pobreza y mansedumbre.
La última reunión plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica tuvo por tema «El servicio de
autoridad». Queridos superiores y superioras generales, es una ocasión para
profundizar en la reflexión sobre un ejercicio de la autoridad y de la
obediencia que esté cada vez más inspirado por el Evangelio. El yugo de quien
está llamado a desempeñar la delicada tarea de superior y de superiora a todos
los niveles será suave en la medida en que los consagrados sepan redescubrir el
valor de la obediencia profesada, que tiene como modelo la de Abraham, nuestro
padre en la fe, y más aún la de Cristo. Es necesario dejar a un lado el
voluntarismo y la improvisación para abrazar la lógica de la Cruz.
Concluyendo: los consagrados y las consagradas están llamados a ser en el mundo
signos creíbles y luminosos del Evangelio y de sus paradojas, sin conformarse
con la mentalidad de este siglo, sino transformándose y renovando continuamente
el propio compromiso, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno,
lo que le agrada y es perfecto (Cf. Romanos 12, 2). Este es precisamente mi
auspicio, queridos hermanos y hermanas, para el que invoco la materna
intercesión de la Virgen María, modelo insuperable de toda vida consagrada. Con
estos sentimientos imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo con
gusto a cuantos forman parte de vuestras múltiples familias espirituales.