CARTA DEL PAPA A LOS SACERDOTES CON MOTIVO DEL AÑO SACERDOTAL
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 18 junio 2009 .- Carta que ha enviado
Benedicto XVI a los sacerdotes al comenzar el Año Sacerdotal, que ha proclamado
con motivo del 150° aniversario de la muerte (el dies natalis) de san Juan María
Vianney, conocido como el cura de Ars.
* * *
Queridos hermanos en el Sacerdocio:
He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150
aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos
los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad
del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por
la santificación del clero-.1 Este año desea contribuir a promover el compromiso
de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio
evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la
misma solemnidad de 2010.
"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo
Cura de Ars.2 Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción
y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia,
sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que
con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles
cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y
sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos
apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a
nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar
de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de
Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé
mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin
reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el
viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he
conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas
naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio
sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida
abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así,
pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos
sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus
múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos
de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad,
obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el
supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la
Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos
casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas
situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar
escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el
reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas
figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas,
directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza
y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia
significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como
sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el
Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una
parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina".3 Hablaba
del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del
don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, qué grande es el
sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos
palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una
pequeña hostia...".4 Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos
decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién
lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma
apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su
peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios,
lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el
sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la
resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de
Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo".5
Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden
parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía
el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la
responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre
la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte
y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra
de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si
no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los
tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen
Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin
sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí
mismo, sino para vosotros".6
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre
la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia;
usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo
dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la
conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi
vida". Con esta oración comenzó su misión.7 El Santo Cura de Ars se dedicó a la
conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo
en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender
también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar,
su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión
tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo
filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa
sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el
sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la
eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro,
tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la
confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del
ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de
armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado,
"viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó,
consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y
no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él,
allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía.8
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista
que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio
de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias;
organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba
dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la
dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence"
(un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de
los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se
debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un
único pueblo sacerdotal9 y entre los cuales, en virtud del sacerdocio
ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: 'amándose
mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)".10 En
este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio
Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad
de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia...
Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus
deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la
actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los
tiempos".11
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de
su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al
sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía.12 "No hay necesidad de hablar
mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está
allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia.
Ésta es la mejor oración".13 Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos,
venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...".14 "Es verdad
que no sois dignos, pero lo necesitáis".15 Dicha educación de los fieles en la
presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo
veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no
se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la
hostia con amor".16 Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables
al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es
obra de Dios".17 Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un
sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que
descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese
haciendo algo ordinario!".18 Siempre que celebraba, tenía la costumbre de
ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote
ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!".19
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una
sola moción interior- del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían
resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la
indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del
Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en
nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo
la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y
con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y
la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia
de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su
prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles
comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían
también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una
muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo
retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había
convertido en "el gran hospital de las almas".20 Su primer biógrafo afirma: "La
gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante
que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua".21 En este mismo
sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para
pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a
Él".22 "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas
partes".23
Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros
aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que
anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi
misericordia es infinita".24 Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de
Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos
impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino
también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura
de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a
su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios,
encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina
misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por
su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le
revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El
buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que
pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro
Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de
perdonarnos!".25 A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente,
le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo
"abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis",26 decía. "Si el
Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse
de esta manera ante un Padre tan bueno".27 Provocaba el arrepentimiento en el
corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de
Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los
confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más
profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la
inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los
ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!".28 Y
les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo
sea capaz".29
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas
personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor.
Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad
del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de
su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba
interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas
veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que
se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar,
permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la
salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión
con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos
-deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al
peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que
viven muchas de sus ovejas.30 Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para
evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba
voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse
a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le
explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia
pequeña y el resto lo hago yo por ellos".31 Más allá de las penitencias
concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en
cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el
sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el
"alto precio" de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que
los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio
evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo
escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha
a los que enseñan, es porque dan testimonio".32 Para que no nos quedemos
existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro
ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados
por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que
lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente?
¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que
realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?".33 Así
como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo
después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están
llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que
los Apóstoles hicieron suyo.34
La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la
dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta
encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer
centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía
ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos,
considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar
esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical,
la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los
discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación
cristiana".35 El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a
su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un
monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya
que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era
consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas
de la "Providence",36 sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a
los otros y era muy pobre para sí mismo".37 Y explicaba: "Mi secreto es simple:
dar todo y no conservar nada".38 Cuando se encontraba con las manos vacías,
decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno
de vosotros".39 Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No
tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera".40 También su
castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir
que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos
la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo
entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en
su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario
con los ojos de un enamorado.41 También la obediencia de san Juan María Vianney
quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de
su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el
ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en
soledad".42 Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo
para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos
maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser
servido".43 Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer
sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios".44
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos
evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año
dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando
en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas
Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus
dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares
inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra
multiformidad y os quiere para el único Cuerpo".45 A este propósito vale la
indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver
si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe
los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos,
reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño".46 Dichos dones, que llevan a
muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles
laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros
ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el
anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en
todos los rincones del mundo".47 Quisiera añadir además, en línea con la
Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el
ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser
desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.48 Es necesario que
esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el
sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca
en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.49
Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán
capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los
prodigios de la primera predicación del Evangelio.
El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia
el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo
sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de
Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2
Co 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no
vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15). ¿Qué
mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino
de la perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan
María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas
concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959,
el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars
terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había
aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle
un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es
bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya
memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes
verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía
una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él,
que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que
con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854".50 El
Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio
todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que
tenía, es decir de su Santa Madre".51
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite
en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total
donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del
Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús
crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a
Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de
unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como
siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad
las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis
luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el
Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos
sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos
conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de
esperanza, reconciliación y paz.
Con mi bendición.
Vaticano, 16 de junio de 2009.
BENEDICTUS PP.XVI