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La fachada: La mugre también viste de etiqueta

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Un safari en mi pasillo.
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Enrique Monasterio

De los detalles de fachada personal
A punto ya de volver a casa, Jorge (pongamos que se llama así) llamó a la puerta de mi despacho. Estábamos en junio, esa atribulada etapa de exámenes en la que el capellán se dedica, sobre todo, a las obras de misericordia propias de su oficio: consolar al afligido, animar al cateado, aplacar al furioso y escuchar…, sobre todo escuchar.

Jorge caminaba arrastrando unas chanclas sin calcetines, como las que yo mismo uso para ir a la ducha. Un pantalón de camuflaje, lleno de bolsillos, arrugas y churretes, le cubría media pantorrilla. La camisa era beige, amplia, cuatro o cinco tallas más grande de lo necesario y con botones que no parecían haberse abrochado jamás. La barba de tres días resplandecía grasienta e impregnada de esos sudores fríos previos a los exámenes, que se mezclan con los cálidos sudores del verano. El pelo, prieto y frondoso, no había visto un peine en los últimos meses.

Estuvimos charlando un rato. A pesar de la apariencia, se percibía cierto aroma a lavanda cara. Sin embargo, como el chaval estaba nervioso, se rascaba una y otra vez el tórax y sus arrabales abrazándose con ambas manos.

Al final salimos juntos a la calle.

—¿Te acerco a algún sitio? –le pregunté–.

—No, gracias. Tengo coche.

Y se subió a un reluciente BMW nuevo y metalizado. El motor sonaba como una orquesta sinfónica.

Camino de casa recordé la historia que Pemán contaba hace muchos años:

En un pueblo andaluz alguien llama a la puerta de su vecino:

—Perdone que le moleste: ¿sería usted tan amable de decirme de qué color prefiere que pinte la fachada de mi casa?

El vecino le mira con asombro.

—¿Por qué me lo pregunta a mí? La casa es suya.

—En efecto. Pero será usted el que la vea todas las mañanas.


El aspecto y la moda
Sirva este breve espacio en blanco para tomar aliento. Uno no quisiera polemizar por tonterías. Hay asuntos más graves que la roña epidérmica del personal. Sin embargo, como estamos en verano y es tiempo de tertulia, quizá valga la pena dedicar un par de artículos o tres a reflexionar sobre el tema.

No pretendo redactar un manual de buenas maneras. Lo mío no es la estética sino la ética. Pero ya escribí hace años en esta misma página que la mugre puede ser el espejo del alma: toda la mugre: la de la pellejo, la del vestido, la del lenguaje, la de los gestos…

Es cierto que la moda es despótica y no parece fácil oponerse a sus dictados. Pero ¿es sólo una moda llevar los pantalones cortos y arrugados, enseñar las espinillas lanudas, despeinarse frenéticamente al amanecer o lucir unos tejanos andrajosos, que son "lo más de lo más" y valen una pasta? Por otra parte, ¿hay algo más allá de la moda?, ¿es indiferente desde el punto de vista moral ese aparente descrédito de la belleza en el que ahora nos encontramos? ¿Significa también un cierto desprecio hacia el que contempla nuestro aspecto?

Si aquella mañana de junio hubiese preguntado a Jorge por su atuendo, probablemente me habría respondido:

—Es cómodo.

¿Cómo un gruñón? Y si hubiera insistido un poco, seguramente habría reconocido que sus pantalones le gustaban más que nada porque se llevan y porque son caros; y la camisa también; y que las chancletas las ha comprado no sé donde.

Me temo que no habríamos pasado de ahí. El feísmo se lleva. Y tengo la sospecha de que se trata de un mal síntoma. A muchos les avergüenza hablar de belleza. Y, por supuesto, resulta anacrónico, a estas alturas del siglo, predicar que el respeto, el señorío, el amor al prójimo y hasta la propia dignidad quizá tienen algo que ver con la fachada que uno presente a su vecino.

Me dice Luis que hablo como un viejo gruñón.

—No te quemes con este asunto –insiste–.

Quizá tenga razón, pero me propongo seguir cavilando sobre el tema. Hoy hace fresco en la Sierra de Segovia. Está amaneciendo en Riaza un día luminoso y magnífico que me trae a la memoria el comienzo de aquel poema de Juan Ramón Jiménez: "Dios está azul".

A Dios sí le parece importante renovar cada mañana su fachada.



Ayer y hoy
Los diez o doce lectores que aún me quedan quizá recuerden que el mes pasado comencé a escribir una moderada defensa de la "buena pinta", es decir, de la fachada con que nos presentamos ante los demás. Todo vino a propósito de un chaval a quien cambié de nombre pero no de atuendo, que se presentó en mi despacho de la capellanía vestido de mendigo o de prisionero en Auschwitz, y salió camino de su casa a bordo de un imponente automóvil azul metalizado.

Ya me temía yo que estaba metiéndome en un peligroso jardín, sobre todo cuando hablé de "feísmo" y descalifiqué la moda del pantalón corto y las chancletas.

— Ni feísmo ni "guapismo" –me increpó Luis–. Lo que a usted le parece feo a mí me mola. Y sobre gustos no hay nada escrito.

— Te equivocas, amigo. Sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Y no todo es subjetivo si hablamos de belleza o fealdad.

Lo que pasa, en mi opinión, es que la sociedad se nos ha vuelto del revés, y, en cuestiones de fachada, es decir, de indumentaria, de lenguaje, de trato social etc., los valores de la elegancia y la pulcritud han dejado su puesto a otros más mezquinos.

A ver si soy capaz de explicarme recurriendo a la historia.

Hace cincuenta años el nivel económico del personal se notaba al primer golpe de vista, de nariz y de oído: los pobres vestían de pobre, olían a pobre y hablaban como pobres. Los ricos, por el contrario, vestían de rico, es decir, con ropa de confección, zapatos importados y corbatas de seda. También olían a rico, y su lenguaje almidonado estaba en consonancia con la blancura de sus puñetas y el brillo de sus gemelos de oro.

Todo eso, gracias a Dios, desapareció hace varias décadas. El desarrollo económico y el "Corte Inglés" hicieron su benéfica tarea homogeneizadora, y el buen gusto dejó de ser patrimonio de los más privilegiados. Ya no era preciso tener una cuenta corriente poco corriente para vestir razonablemente bien.

Pero el vestido, más que para abrigarse, sirve para distinguirse, y como en cuestiones de estética las clases sociales se habían equiparado, los fabricantes de ropa y sus cómplices los clientes, dejaron a un lado la belleza y todas esas monsergas y cambiaron de estrategia. La elegancia ya no dependería del buen gusto del atuendo, sino del precio. Y el precio se reflejaría en una etiqueta, que no se ocultaba, sino todo lo contrario: aparecía bien visible, con logotipo incluido, como un anuncio gratuito de la marca en cuestión y un modo de prestigiar al comprador, con tal de que éste se lo creyera.

No cretinos sino algo peor
Qué éxito, chico. "Vestir de etiqueta" ya no significaba disfrazarse de pingüino, sino llevar el dibujo más prestigioso en el bolsillo trasero del pantalón. Equivalía, para entendernos, a enseñar la factura. Y eso que el famoso cocodrilo de Lacoste se vendía en el Metro de Madrid y te lo cosían en la prenda que eligieras sin aumento de precio.

El siguiente paso fue precisamente el culto de lo feo, de lo cutre, incluso de lo sucio. Eso sí, con etiqueta. Unos buenos tejanos descoloridos y desgarrados, unos zapatos de doscientos euros sin calcetines ni betún, una camisa sudadita y una barba de tres días visten cantidad a bordo de un Ferrari.

La pregunta es: Todo esto, ¿tiene algún significado, o nos hemos vuelto cretinos?

No. La fachada que presentamos nunca es casual. En el fondo, toda fachada es un lenguaje, un modo de comunicar a los demás lo que uno piensa de sí mismo y del vecino que tiene enfrente.

— Ya. O sea que el hortera adinerado que exhibe su roña…

— El hortera en cuestión, probablemente no sea consciente de lo que hace, pero, en el fondo, está diciendo a su vecino que no le merece el menor respeto, que, para él, es irrelevante la sensibilidad ajena.

— Soy rico, muchacho –nos comunica–. Mi dignidad está en mi cartera. Valgo lo que tengo y ni un euro más… Soy sólo un tipo mugriento vestido de etiqueta.