Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia
PONTIFICIO CONSEJO « JUSTICIA Y PAZ »
COMPENDIO
DE LA DOCTRINA SOCIAL
DE LA IGLESIA
A JUAN PABLO II
MAESTRO DE DOCTRINA SOCIAL
TESTIGO EVANGÉLICO
DE JUSTICIA Y DE PAZ
Bajar a su disco duro en formato pdf:
Documento
Completo
Resumen
ÍNDICE GENERAL
Siglas
Abreviaturas bíblicas
Carta del Card. Angelo Sodano
Presentación
INTRODUCCIÓN
UN HUMANISMO INTEGRAL Y SOLIDARIO
a) Al alba del tercer milenio
b) El significado del documento
c) Al servicio de la verdad plena del hombre
d) Bajo el signo de la solidaridad, del respeto y del amor
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
EL DESIGNIO DE AMOR DE DIOS PARA LA HUMANIDAD
I. LA ACCIÓN LIBERADORA DE DIOS EN LA HISTORIA DE ISRAEL
a) La cercanía gratuita de Dios
b) Principio de la creación y acción gratuita de Dios
II. JESUCRISTO CUMPLIMIENTO DEL DESIGNIO DE AMOR DEL PADRE
a) En Jesucristo se cumple el acontecimiento decisivo de la historia de Dios con
los hombres
b) La revelación del Amor trinitario
III. LA PERSONA HUMANA EN EL DESIGNIO DE AMOR DE DIOS
a) El Amor trinitario, origen y meta de la persona humana
b) La salvación cristiana: para todos los hombres y de todo el hombre
c) El discípulo de Cristo como nueva criatura
d) Trascendencia de la salvación y autonomía de las realidades terrenas
IV. DESIGNIO DE DIOS Y MISIÓN DE LA IGLESIA
a) La Iglesia, signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana
b) Iglesia, Reino de Dios y renovación de las relaciones sociales
c) Cielos nuevos y tierra nueva
d) María y su « fiat » al designio de amor de Dios
CAPÍTULO SEGUNDO
MISIÓN DE LA IGLESIA Y DOCTRINA SOCIAL
I. EVANGELIZACIÓN Y DOCTRINA SOCIAL
a) La Iglesia, morada de Dios con los hombres
b) Fecundar y fermentar la sociedad con el Evangelio
c) Doctrina social, evangelización y promoción humana
d) Derecho y deber de la Iglesia
II. LA NATURALEZA DE LA DOCTRINA SOCIAL
a) Un conocimiento iluminado por la fe
b) En diálogo cordial con todos los saberes
c) Expresión del ministerio de enseñanza de la Iglesia
d) Hacia una sociedad reconciliada en la justicia y en el amor
e) Un mensaje para los hijos de la Iglesia y para la humanidad
f) Bajo el signo de la continuidad y de la renovación
III. LA DOCTRINA SOCIAL EN NUESTRO TIEMPO: APUNTES HISTÓRICOS
a) El comienzo de un nuevo camino
b) De la « Rerum novarum » hasta nuestros días
c) A la luz y bajo el impulso del Evangelio
CAPÍTULO TERCERO
LA PERSONA HUMANA Y SUS DERECHOS
I. DOCTRINA SOCIAL Y PRINCIPIO PERSONALISTA
II. LA PERSONA HUMANA « IMAGO DEI »
a) Criatura a imagen de Dios
b) El drama del pecado
c) Universalidad del pecado y universalidad de la salvación
III. LA PERSONA HUMANA Y SUS MÚLTIPLES DIMENSIONES
A. La unidad de la persona
B. Apertura a la trascendencia y unicidad de la persona
a) Abierta a la trascendencia
b) Única e irrepetible
c) El respeto de la dignidad humana
C. La libertad de la persona
a) Valor y límites de la libertad
b) El vínculo de la libertad con la verdad y la ley natural
D. La igual dignidad de todas las personas
E. La sociabilidad humana
IV. LOS DERECHOS HUMANOS
a) El valor de los derechos humanos
b) La especificación de los derechos
c) Derechos y deberes
d) Derechos de los pueblos y de las Naciones
e) Colmar la distancia entre la letra y el espíritu
CAPÍTULO CUARTO
LOS PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
I. SIGNIFICADO Y UNIDAD
II. EL PRINCIPIO DEL BIEN COMÚN
a) Significado y aplicaciones principales
b) La responsabilidad de todos por el bien común
c) Las tareas de la comunidad política
III. EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
a) Origen y significado
b) Destino universal de los bienes y propiedad privada
c) Destino universal de los bienes y opción preferencial por los pobres
IV. EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
a) Origen y significado
b) Indicaciones concretas
V. LA PARTICIPACIÓN
a) Significado y valor
b) Participación y democracia
VI. EL PRINCIPIO DE SOLIDARIDAD
a) Significado y valor
b) La solidaridad como principio social y como virtud moral
c) Solidaridad y crecimiento común de los hombres
d) La solidaridad en la vida y en el mensaje de Jesucristo
VII. LOS VALORES FUNDAMENTALES DE LA VIDA SOCIAL
a) Relación entre principios y valores
b) La verdad
c) La libertad
d) La justicia
VIII. LA VÍA DE LA CARIDAD
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO QUINTO
LA FAMILIA CÉLULA VITAL DE LA SOCIEDAD
I. LA FAMILIA, PRIMERA SOCIEDAD NATURAL
a) La importancia de la familia para la persona
b) La importancia de la familia para la sociedad
II. EL MATRIMONIO, FUNDAMENTO DE LA FAMILIA
a) El valor del matrimonio
b) El sacramento del matrimonio
III. LA SUBJETIVIDAD SOCIAL DE LA FAMILIA
a) El amor y la formación de la comunidad de personas
b) La familia es el santuario de la vida
c) La tarea educativa
d) Dignidad y derechos de los niños
IV. LA FAMILIA PROTAGONISTA DE LA VIDA SOCIAL
a) Solidaridad familiar
b) Familia, vida económica y trabajo
V. LA SOCIEDAD AL SERVICIO DE LA FAMILIA
CAPÍTULO SEXTO
EL TRABAJO HUMANO
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) La tarea de cultivar y custodiar la tierra
b) Jesús hombre del trabajo
c) El deber de trabajar
II. EL VALOR PROFÉTICO DE LA « RERUM NOVARUM »
III. LA DIGNIDAD DEL TRABAJO
a) La dimensión subjetiva y objetiva del trabajo
b) Las relaciones entre trabajo y capital
c) El trabajo, título de participación
d) Relación entre trabajo y propiedad privada
e) El descanso festivo
IV. EL DERECHO AL TRABAJO
a) El trabajo es necesario
b) La función del Estado y de la sociedad civil en la promoción del derecho al
trabajo
c) La familia y el derecho al trabajo
d) Las mujeres y el derecho al trabajo
e) El trabajo infantil
f) La emigración y el trabajo
g) El mundo agrícola y el derecho al trabajo
V. DERECHOS DE LOS TRABAJADORES
a) Dignidad de los trabajadores y respeto de sus derechos
b) El derecho a la justa remuneración y distribución de la renta
c) El derecho de huelga
VI. SOLIDARIDAD ENTRE LOS TRABAJADORES
a) La importancia de los sindicatos
b) Nuevas formas de solidaridad
VII. LAS « RES NOVAE » DEL MUNDO DEL TRABAJO
a) Una fase de transición epocal
b) Doctrina social y « res novae »
CAPÍTULO SÉPTIMO
LA VIDA ECONÓMICA
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) El hombre, pobreza y riqueza
b) La riqueza existe para ser compartida
II. MORAL Y ECONOMÍA
III. INICIATIVA PRIVADA Y EMPRESA
a) La empresa y sus fines
b) El papel del empresario y del dirigente de empresa
IV. INSTITUCIONES ECONÓMICAS AL SERVICIO DEL HOMBRE
a) El papel del libre mercado
b) La acción del Estado
c) La función de los cuerpos intermedios
d) Ahorro y consumo
V. LAS « RES NOVAE » EN ECONOMÍA
a) La globalización: oportunidades y riesgos
b) El sistema financiero internacional
c) La función de la comunidad internacional en la época de la economía global
d) Un desarrollo integral y solidario
e) La necesidad de una gran obra educativa y cultural
CAPÍTULO OCTAVO
LA COMUNIDAD POLÍTICA
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) El señorío de Dios
b) Jesús y la autoridad política
c) Las primeras comunidades cristianas
II. EL FUNDAMENTO Y EL FIN DE LA COMUNIDAD POLÍTICA
a) Comunidad política, persona humana y pueblo
b) Tutelar y promover los derechos humanos
c) La convivencia basada en la amistad civil
III. LA AUTORIDAD POLÍTICA
a) El fundamento de la autoridad política
b) La autoridad como fuerza moral
c) El derecho a la objeción de conciencia
d) El derecho de resistencia
e) Infligir las penas
IV. EL SISTEMA DE LA DEMOCRACIA
a) Los valores y la democracia
b) Instituciones y democracia
c) La componente moral de la representación política
d) Instrumentos de participación política
e) Información y democracia
V. LA COMUNIDAD POLÍTICA AL SERVICIO DE LA SOCIEDAD CIVIL
a) El valor de la sociedad civil
b) El primado de la sociedad civil
c) La aplicación del principio de subsidiaridad
VI. EL ESTADO Y LAS COMUNIDADES RELIGIOSAS
A. La libertad religiosa, un derecho humano fundamental
B. Iglesia Católica y comunidad política
a) Autonomía e independencia
b) Colaboración
CAPÍTULO NOVENO
LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) La unidad de la familia humana
b) Jesucristo prototipo y fundamento de la nueva humanidad
c) La vocación universal del cristianismo
II. LAS REGLAS FUNDAMENTALES DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
a) Comunidad Internacional y valores
b) Relaciones fundadas sobre la armonía entre el orden jurídico y el orden moral
III. LA ORGANIZACIÓN DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
a) El valor de las Organizaciones Internacionales
b) La personalidad jurídica de la Santa Sede
IV. LA COOPERACIÓN INTERNACIONAL PARA EL DESARROLLO
a) Colaboración para garantizar el derecho al desarrollo
b) Lucha contra la pobreza
c) La deuda externa
CAPÍTULO DÉCIMO
SALVAGUARDAR EL MEDIO AMBIENTE
I. ASPECTOS BÍBLICOS
II. EL HOMBRE Y EL UNIVERSO DE LAS COSAS
III. LA CRISIS EN LA RELACIÓN ENTRE EL HOMBRE
Y EL MEDIO AMBIENTE
IV. UNA RESPONSABILIDAD COMÚN
a) El ambiente, un bien colectivo
b) El uso de las biotecnologías
c) Medio ambiente y distribución de los bienes
d) Nuevos estilos de vida
CAPÍTULO UNDÉCIMO
LA PROMOCIÓN DE LA PAZ
I. ASPECTOS BÍBLICOS
II. LA PAZ: FRUTO DE LA JUSTICIA Y DE LA CARIDAD
III. EL FRACASO DE LA PAZ: LA GUERRA
a) La legítima defensa
b) Defender la paz
c) El deber de proteger a los inocentes
d) Medidas contra quien amenaza la paz
e) El desarme
f) La condena del terrorismo
IV. LA APORTACIÓN DE LA IGLESIA A LA PAZ
TERCERA PARTE
CAPÍTULO DUODÉCIMO
DOCTRINA SOCIAL Y ACCIÓN ECLESIAL
I. LA ACCIÓN PASTORAL EN EL ÁMBITO SOCIAL
a) Doctrina social e inculturación de la fe
b) Doctrina social y pastoral social
c) Doctrina social y formación
d) Promover el diálogo
e) Los sujetos de la pastoral social
II. DOCTRINA SOCIAL Y COMPROMISO DE LOS FIELES LAICOS
a) El fiel laico
b) La espiritualidad del fiel laico
c) Actuar con prudencia
d) Doctrina social y experiencia asociativa
e) El servicio en los diversos ámbitos de la vida social
1. El servicio a la persona humana
2. El servicio a la cultura
3. El servicio a la economía
4. El servicio a la política
CONCLUSIÓN
HACIA UNA CIVILIZACIÓN DEL AMOR
a) La ayuda de la Iglesia al hombre contemporáneo
b) Recomenzar desde la fe en Cristo
c) Una esperanza sólida
d) Construir la « civilización del amor »
Índice de las referencias
Índice analítico
SIGLAS
a. in articulo
AAS Acta Apostolicae Sedis
ad 1um in responsione ad 1 argumentum
ad 2um in responsione ad 2 argumentum et ita porro
c. capítulo o in corpore articuli
cap. capítulo
CIC Codex Iuris Canonici (Código de Derecho Canónico)
Cf. Confereratur (Compárese)
Const. dogm. Constitución dogmática
Const. past. Constitución pastoral
d. distinctio
Decr. Decreto
Decl. Declaración
DS H. Denzinger - A. Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum definitionum et
declarationum de rebus fidei et morum
Ed. Leon. Sancti Thomae Aquinatis Doctoris Angelici Opera omnia iussu impensaque
Leonis XIII P.M. edita
Exh. ap. Exhortación apostólica
Ibid. Ibidem
Id. Idem
Instr. Instrucción
Carta ap. Carta apostólica
Carta enc. Carta encíclica
p. página
PG Patrologia graeca (J. P. Migné)
PL Patrologia latina (J. P. Migné)
q. quaestio
QQ. DD. Quaestiones disputatae
v. volumen
I Prima Pars Summae Theologiae
I-II Prima Secundae Partis Summae Theologiae
II-II Secunda Secundae Partis Summae Theologiae
III Tertia Pars Summae Theologiae
ABREVIATURAS BÍBLICAS
Ab Abdías
Ag Ageo
Am Amós
Ap Apocalipsis
Ba Baruc
1 Co 1 Corintios
2 Co 2 Corintios
Col Colosenses
1 Cro 1 Crónicas
2 Cro 2 Crónicas
Ct Cantar
Dn Daniel
Dt Deuteronomio
Ef Efesios
Esd Esdras
Est Ester
Ex Exodo
Ez Ezequiel
Flm Filemón
Flp Filipenses
Ga Gálatas
Gn Génesis
Ha Habacuc
Hb Hebreos
Hch Hechos
Is Isaías
Jb Job
Jc Jueces
Jdt Judit
Jl Joel
Jn Evang. de Juan
1 Jn 1 Juan
2 Jn 2 Juan
3 Jn 3 Juan
Jon Jonás
Jos Josué
Jr Jeremías
Judas Judas
Lc Evang. de Lucas
Lm Lamentaciones
Lv Levítico
1 M 1 Macabeos
2 M 2 Macabeos
Mc Evang. de Marcos
Mi Miqueas
Ml Malaquías
Mt Evang. de Mateo
Na Nahúm
Ne Nehemías
Nm Números
Os Oseas
1 P 1 Pedro
2 P 2 Pedro
Pr Proverbios
Qo Eclesiastés (Qohélet)
1 R 1 Reyes
2 R 2 Reyes
Rm Romanos
Rt Rut
1 S 1 Samuel
2 S 2 Samuel
Sal Salmos
Sb Sabiduría
Si Eclesiástico (Sirácida)
So Sofonías
St Santiago
Tb Tobías
1 Tm 1 Timoteo
2 Tm 2 Timoteo
1 Ts 1 Tesalonicenses
2 Ts 2 Tesalonicenses
Tt Tito
Za Zacarías
SECRETARÍA DE ESTADO
del vaticano, 29 de Junio de 2004
N. 559.332
A Su Eminencia Reverendísima
el Sr. Card. RENATO RAFFAELE MARTINO
Presidente del Pontificio Consejo « Justicia y Paz »
CIUDAD DEL VATICANO
Señor Cardenal:
En el transcurso de su historia, y en particular en los últimos cien años, la
Iglesia nunca ha renunciado —según la expresión del Papa León XIII— a decir la «
palabra que le corresponde » acerca de las cuestiones de la vida social.
Continuando con la elaboración y la actualización de la rica herencia de la
Doctrina Social Católica, el Papa Juan Pablo II, por su parte, ha publicado tres
grandes encíclicas —Laborem exercens, Sollicitudo rei socialis y Centesimus
annus—, que constituyen etapas fundamentales del pensamiento católico sobre el
argumento. Por su parte, numerosos Obispos, en todas las partes del mundo, han
contribuido en estos últimos años a profundizar la doctrina social de la
Iglesia. Lo mismo han hecho muchos estudiosos, en todos los Continentes.
1. Era de esperarse, por tanto, que se proveyera a la redacción de un compendio
de toda la materia, presentando en modo sistemático los puntos esenciales de la
doctrina social católica. El Pontificio Consejo «Justicia y Paz», laudablemente
se hizo cargo de ello, dedicando a la iniciativa un intenso trabajo a lo largo
de los últimos años.
Me complazco, por ello, de la publicación del volumen Compendio de la Doctrina
social de la Iglesia, compartiendo con Usted la alegría de ofrecerlo a los
creyentes y a todos los hombres de buena voluntad, como alimento para el
crecimiento humano y espiritual, personal y comunitario.
2. La obra muestra cómo la doctrina social católica tiene también el valor de
instrumento de evangelización (cf. Centesimus annus, 54), porque pone en
relación la persona humana y la sociedad con la luz del Evangelio. Los
principios de la doctrina social de la Iglesia, que se apoyan en la ley natural,
resultan después confirmados y valorizados, en la fe de la Iglesia, por el
Evangelio de Jesucristo.
Con esta luz, se invita al hombre, ante todo, a descubrirse como ser
trascendente, en todas las dimensiones de su vida, incluida la que se refiere a
los ámbitos sociales, económicos y políticos. La fe lleva a su plenitud el
significado de la familia que, fundada en el matrimonio entre un hombre y una
mujer, constituye la célula primera y vital de la sociedad; la fe ilumina además
la dignidad del trabajo que, en cuanto actividad del hombre destinada a su
realización, tiene la prioridad sobre el capital y constituye un título de
participación en los frutos que produce.
3. El presente texto resalta además la importancia de los valores morales,
fundados en la ley natural escrita en la conciencia de cada ser humano, que por
ello está obligado a reconocerla y respetarla. La humanidad reclama actualmente
una mayor justicia al afrontar el vasto fenómeno de la globalización; siente
viva la preocupación por la ecología y por una correcta gestión de las funciones
públicas; advierte la necesidad de salvaguardar la identidad nacional, sin
perder de vista el camino del derecho y la conciencia de la unidad de la familia
humana. El mundo del trabajo, profundamente modificado por las modernas
conquistas tecnológicas, ha alcanzado niveles extraordinarios de calidad, pero
desafortunadamente registra también formas inéditas de precariedad, de
explotación e incluso de esclavitud, en las mismas sociedades "opulentas". En
diversas áreas del planeta, el nivel de bienestar sigue creciendo, pero también
aumenta peligrosamente el número de los nuevos pobres y se amplía, por diversas
razones, la distancia entre los países menos desarrollados y los países ricos.
El libre mercado, que es un proceso económico con aspectos positivos, manifiesta
sin embargo sus limitaciones. Por otra parte, el amor preferencial por los
pobres representa una opción fundamental de la Iglesia, y Ella la propone a
todos los hombres de buena voluntad.
Se advierte así que la Iglesia debe hacer oír su voz sobre las res novae,
típicas de la época moderna, porque le corresponde invitar a todos a prodigarse
para que se consolide cada vez con mayor firmeza una auténtica civilización,
orientada hacia la búsqueda de un desarrollo humano integral y solidario.
4. Las actuales cuestiones culturales y sociales atañen sobre todo a los fieles
laicos, llamados, como recuerda el Concilio Ecuménico Vaticano II, a ocuparse de
las realidades temporales ordenándolas según Dios (cf. Lumen gentium, 31). Se
comprende así, la importancia fundamental de la formación de los laicos, para
que con la santidad de su vida y con la fuerza de su testimonio, contribuyan al
progreso de la humanidad. Este documento quiere ayudarles en su misión
cotidiana.
Además, es interesante hacer notar cómo muchos de los elementos aquí recogidos,
son compartidos por las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, así como por
otras Religiones. El texto ha sido elaborado en modo que pueda ser aprovechado
no sólo ad intra, es decir por los católicos, sino también ad extra. En efecto,
los hermanos con quienes estamos unidos por el mismo Bautismo, los seguidores de
otras Religiones y todos los hombres de buena voluntad, pueden encontrar aquí
inspiraciones para una reflexión fecunda y un impulso común para el desarrollo
integral de todos los hombres y de todo el hombre.
5. El Santo Padre confía que el presente documento ayude a la humanidad en la
búsqueda diligente del bien común, e invoca las bendiciones de Dios sobre
cuantos se detendrán a reflexionar en las enseñanzas de esta publicación. Al
expresarle también mi personal deseo por el éxito de esta obra, me congratulo
con Vuestra Eminencia y con los Colaboradores del Pontificio Consejo « Justicia
y Paz » por el importante trabajo realizado, mientras que con sentimientos de
especial estima me es grato confirmarme
Devotísimo suyo en el Señor
Angelo Card. Sodano
Secretario de Estado
PRESENTACIÓN
Tengo el agrado de presentar el documento Compendio de la doctrina social de la
Iglesia, elaborado, según el encargo recibido del Santo Padre Juan Pablo II,
para exponer de manera sintética, pero exhaustiva, la enseñanza social de la
Iglesia.
Transformar la realidad social con la fuerza del Evangelio, testimoniada por
mujeres y hombres fieles a Jesucristo, ha sido siempre un desafío y lo es aún,
al inicio del tercer milenio de la era cristiana. El anuncio de Jesucristo, «
buena nueva » de salvación, de amor, de justicia y de paz, no encuentra fácil
acogida en el mundo de hoy, todavía devastado por guerras, miseria e
injusticias; es precisamente por esto que el hombre de nuestro tiempo tiene más
que nunca necesidad del Evangelio: de la fe que salva, de la esperanza que
ilumina, de la caridad que ama.
La Iglesia, experta en humanidad, en una espera confiada y al mismo tiempo
laboriosa, continúa mirando hacia los « nuevos cielos » y la « nueva tierra » (2
P 3,13), e indicándoselos a cada hombre, para ayudarle a vivir su vida en la
dimensión del sentido auténtico. « Gloria Dei vivens homo »: el hombre que vive
en plenitud su dignidad da gloria a Dios, que se la ha donado.
La lectura de estas páginas se propone ante todo para sostener y animar la
acción de los cristianos en campo social, especialmente de los fieles laicos, de
los cuales este ámbito es propio; toda su vida debe calificarse como una obra
fecunda de evangelización. Cada creyente debe aprender ante todo a obedecer al
Señor con la fortaleza de la fe, a ejemplo de San Pedro: « Maestro hemos estado
bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las
redes » (Lc 5,5). Todo lector de « buena voluntad » podrá conocer los motivos
que impulsan a la Iglesia a intervenir con una doctrina en campo social, a
primera vista fuera de su competencia, y las razones para un encuentro, un
diálogo, una colaboración al servicio del bien común.
Mi predecesor, el llorado y venerado Cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân,
guió sabiamente, con constancia y clarividencia, la compleja fase preparatoria
de este documento; la enfermedad le impidió concluirla con la publicación. Esta
obra a mí confiada, y ahora ofrecida a los lectores, lleva por tanto el sello de
un gran testigo de la Cruz, fuerte en la fe durante los años oscuros y terribles
del Viêt Nam. Él sabrá acoger nuestra gratitud por todo su precioso trabajo,
realizado con amor y dedicación, y bendecir a todos aquellos que se detendrán a
reflexionar sobre estas páginas.
Invoco la intercesión de San José, Custodio del Redentor y Esposo de la Siempre
Virgen María, Patrono de la Iglesia Universal y del trabajo, para que este texto
pueda dar frutos abundantes en la vida social como instrumento de anuncio
evangélico, de justicia y de paz.
Ciudad del Vaticano, 2 de abril de 2004, Memoria de San Francisco de Paula.
Renato Raffaele Card. Martino
Presidente
Giampaolo Crepaldi
Secretario
COMPENDIO
DE LA DOCTRINA SOCIAL
DE LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN
UN HUMANISMO INTEGRAL Y SOLIDARIO
a) Al alba del tercer milenio
1 La Iglesia, pueblo peregrino, se adentra en el tercer milenio de la era
cristiana guiada por Cristo, el « gran Pastor » (Hb 13,20): Él es la Puerta
Santa (cf. Jn 10,9) que hemos cruzado durante el Gran Jubileo del año 2000.1
Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6): contemplando el
Rostro del Señor, confirmamos nuestra fe y nuestra esperanza en Él, único
Salvador y fin de la historia.
La Iglesia sigue interpelando a todos los pueblos y a todas las Naciones, porque
sólo en el nombre de Cristo se da al hombre la salvación. La salvación que nos
ha ganado el Señor Jesús, y por la que ha pagado un alto precio (cf. 1 Co 6,20;
1 P 1,18-19), se realiza en la vida nueva que los justos alcanzarán después de
la muerte, pero atañe también a este mundo, en los ámbitos de la economía y del
trabajo, de la técnica y de la comunicación, de la sociedad y de la política, de
la comunidad internacional y de las relaciones entre las culturas y los pueblos:
« Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a
todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación
divina ».2
2 En esta alba del tercer milenio, la Iglesia no se cansa de anunciar el
Evangelio que dona salvación y libertad auténtica también en las cosas
temporales, recordando la solemne recomendación dirigida por San Pablo a su
discípulo Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo,
reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un
tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados
por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de
oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú,
en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la
función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio » (2 Tm
4,2-5).
3 A los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sus compañeros de viaje, la Iglesia
ofrece también su doctrina social. En efecto, cuando la Iglesia « cumple su
misión de anunciar el Evangelio, enseña al hombre, en nombre de Cristo, su
dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las
exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina ».3 Esta
doctrina tiene una profunda unidad, que brota de la Fe en una salvación
integral, de la Esperanza en una justicia plena, de la Caridad que hace
verdaderamente hermanos a todos los hombres en Cristo: es una expresión del amor
de Dios por el mundo, que Él ha amado tanto « que dio a su Hijo único » (Jn
3,16). La ley nueva del amor abarca la humanidad entera y no conoce fronteras,
porque el anuncio de la salvación en Cristo se extiende «hasta los confines de
la tierra» (Hch 1,8).
4 Descubriéndose amado por Dios, el hombre comprende la propia dignidad
trascendente, aprende a no contentarse consigo mismo y a salir al encuentro del
otro en una red de relaciones cada vez más auténticamente humanas. Los hombres
renovados por el amor de Dios son capaces de cambiar las reglas, la calidad de
las relaciones y las estructuras sociales: son personas capaces de llevar paz
donde hay conflictos, de construir y cultivar relaciones fraternas donde hay
odio, de buscar la justicia donde domina la explotación del hombre por el
hombre. Sólo el amor es capaz de transformar de modo radical las relaciones que
los seres humanos tienen entre sí. Desde esta perspectiva, todo hombre de buena
voluntad puede entrever los vastos horizontes de la justicia y del desarrollo
humano en la verdad y en el bien.
5 El amor tiene por delante un vasto trabajo al que la Iglesia quiere contribuir
también con su doctrina social, que concierne a todo el hombre y se dirige a
todos los hombres. Existen muchos hermanos necesitados que esperan ayuda, muchos
oprimidos que esperan justicia, muchos desocupados que esperan trabajo, muchos
pueblos que esperan respeto: « ¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya
todavía quien se muere de hambre; quién está condenado al analfabetismo; quién
carece de la asistencia médica más elemental; quién no tiene techo donde
cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las
antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos
no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin
sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la
enfermedad, a la marginación o a la discriminación social... ¿Podemos quedar al
margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace
inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los
problemas de la paz, amenazada a menudo con
la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos
humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños?».4
6 El amor cristiano impulsa a la denuncia, a la propuesta y al compromiso con
proyección cultural y social, a una laboriosidad eficaz, que apremia a cuantos
sienten en su corazón una sincera preocupación por la suerte del hombre a
ofrecer su propia contribución. La humanidad comprende cada vez con mayor
claridad que se halla ligada por un destino único que exige asumir la
responsabilidad en común, inspirada por un humanismo integral y solidario: ve
que esta unidad de destino con frecuencia está condicionada e incluso impuesta
por la técnica o por la economía y percibe la necesidad de una mayor conciencia
moral que oriente el camino común. Estupefactos ante las múltiples innovaciones
tecnológicas, los hombres de nuestro tiempo desean ardientemente que el progreso
esté orientado al verdadero bien de la humanidad de hoy y del mañana.
b) El significado del documento
7 El cristiano sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia los
principios de reflexión, los criterios de juicio y las directrices de acción
como base para promover un humanismo integral y solidario. Difundir esta
doctrina constituye, por tanto, una verdadera prioridad pastoral, para que las
personas, iluminadas por ella, sean capaces de interpretar la realidad de hoy y
de buscar caminos apropiados para la acción: « La enseñanza y la difusión de
esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia ».5
En esta perspectiva, se consideró muy útil la publicación de un documento que
ilustrase las líneas fundamentales de la doctrina social de la Iglesia y la
relación existente entre esta doctrina y la nueva evangelización.6 El Pontificio
Consejo « Justicia y Paz », que lo ha elaborado y del cual asume plenamente la
responsabilidad, se ha servido para esta obra de una amplia consulta, implicando
a sus Miembros y Consultores, algunos Dicasterios de la Curia Romana, las
Conferencias Episcopales de varios países, Obispos y expertos en las cuestiones
tratadas.
8 Este documento pretende presentar, de manera completa y sistemática, aunque
sintética, la enseñanza social, que es fruto de la sabia reflexión magisterial y
expresión del constante compromiso de la Iglesia, fiel a la Gracia de la
salvación de Cristo y a la amorosa solicitud por la suerte de la humanidad. Los
aspectos teológicos, filosóficos, morales, culturales y pastorales más
relevantes de esta enseñanza se presentan aquí orgánicamente en relación a las
cuestiones sociales. De este modo se atestigua la fecundidad del encuentro entre
el Evangelio y los problemas que el hombre afronta en su camino histórico.
En el estudio del Compendio convendrá tener presente que las citas de los textos
del Magisterio pertenecen a documentos de diversa autoridad. Junto a los
documentos conciliares y a las encíclicas, figuran también discursos de los
Pontífices o documentos elaborados por los Dicasterios de la Santa Sede. Como es
sabido, pero parece oportuno subrayarlo, el lector debe ser consciente que se
trata de diferentes grados de enseñanza. El documento, que se limita a ofrecer
una exposición de las líneas fundamentales de la doctrina social, deja a las
Conferencias Episcopales la responsabilidad de hacer las oportunas aplicaciones
requeridas por las diversas situaciones locales.7
9 El documento presenta un cuadro de conjunto de las líneas fundamentales del «
corpus » doctrinal de la enseñanza social católica. Este cuadro permite afrontar
adecuadamente las cuestiones sociales de nuestro tiempo, que exigen ser tomadas
en consideración con una visión de conjunto, porque son cuestiones que están
caracterizadas por una interconexión cada vez mayor, que se condicionan
mutuamente y que conciernen cada vez más a toda la familia humana. La exposición
de los principios de la doctrina social pretende sugerir un método orgánico en
la búsqueda de soluciones a los problemas, para que el discernimiento, el juicio
y las opciones respondan a la realidad y para que la solidaridad y la esperanza
puedan incidir eficazmente también en las complejas situaciones actuales. Los
principios se exigen y se iluminan mutuamente, ya que son una expresión de la
antropología cristiana,8 fruto de la Revelación del amor que Dios tiene por la
persona humana. Considérese debidamente, sin embargo, que el transcurso del
tiempo y el cambio de los contextos sociales requerirán una reflexión constante
y actualizada sobre los diversos temas aquí expuestos, para interpretar los
nuevos signos de los tiempos.
10 El documento se propone como un instrumento para el discernimiento moral y
pastoral de los complejos acontecimientos que caracterizan nuestro tiempo; como
una guía para inspirar, en el ámbito individual y colectivo, los comportamientos
y opciones que permitan mirar al futuro con confianza y esperanza; como un
subsidio para los fieles sobre la enseñanza de la moral social. De él podrá
surgir un compromiso nuevo, capaz de responder a las exigencias de nuestro
tiempo, adaptado a las necesidades y los recursos del hombre; pero sobre todo,
el anhelo de valorar, en una nueva perspectiva, la vocación propia de los
diversos carismas eclesiales con vistas a la evangelización de lo social, porque
« todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular ».9 El
texto se propone, por último, como ocasión de diálogo con todos aquellos que
desean sinceramente el bien del hombre.
11 Los primeros destinatarios de este documento son los Obispos, que deben
encontrar las formas más apropiadas para su difusión y su correcta
interpretación. Pertenece, en efecto, a su « munus docendi » enseñar que « según
el designio de Dios Creador, las mismas cosas terrenas y las instituciones
humanas se ordenan también a la salvación de los hombres, y, por ende, pueden
contribuir no poco a la edificación del Cuerpo de Cristo ».10 Los sacerdotes,
los religiosos y las religiosas y, en general, los formadores encontrarán en él
una guía para su enseñanza y un instrumento de servicio pastoral. Los fieles
laicos, que buscan el Reino de los Cielos « gestionando los asuntos temporales y
ordenándolos según Dios »,11 encontrarán luces para su compromiso específico.
Las comunidades cristianas podrán utilizar este documento para analizar
objetivamente las situaciones, clarificarlas a la luz de las palabras inmutables
del Evangelio, recabar principios de reflexión, criterios de juicio y
orientaciones para la acción.12
12 Este Documento se propone también a los hermanos de otras Iglesias y
Comunidades Eclesiales, a los seguidores de otras religiones, así como a
cuantos, hombres y mujeres de buena voluntad, están comprometidos en el servicio
al bien común: quieran recibirlo como el fruto de una experiencia humana
universal, colmada de innumerables signos de la presencia del Espíritu de Dios.
Es un tesoro de cosas nuevas y antiguas (cf. Mt 13,52), que la Iglesia quiere
compartir, para agradecer a Dios, de quien « desciende toda dádiva buena y todo
don perfecto » (St 1,17). Constituye un signo de esperanza el hecho que hoy las
religiones y las culturas manifiesten disponibilidad al diálogo y adviertan la
urgencia de unir los propios esfuerzos para favorecer la justicia, la
fraternidad, la paz y el crecimiento de la persona humana.
La Iglesia Católica une en particular el propio compromiso al que ya llevan a
cabo en el campo social las demás Iglesias y Comunidades Eclesiales, tanto en el
ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico. Con ellas, la
Iglesia Católica está convencida que de la herencia común de las enseñanzas
sociales custodiadas por la tradición viva del pueblo de Dios derivan estímulos
y orientaciones para una colaboración cada vez más estrecha en la promoción de
la justicia y de la paz.13
c) Al servicio de la verdad plena del hombre
13 Este documento es un acto de servicio de la Iglesia a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo, a quienes ofrece el patrimonio de su doctrina social, según
el estilo de diálogo con que Dios mismo, en su Hijo unigénito hecho hombre, «
habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,11; Jn 15, 14-15), y trata con ellos
(cf. Bar 3,38) ».14 Inspirándose en la Constitución pastoral « Gaudium et spes
», también este documento coloca como eje de toda la exposición al hombre « todo
entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad ».15 En
esta tarea, « no impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una
cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino
al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para
servir y no para ser servido ».16
14 Con el presente documento, la Iglesia quiere ofrecer una contribución de
verdad a la cuestión del lugar que ocupa el hombre en la naturaleza y en la
sociedad, escrutada por las civilizaciones y culturas en las que se expresa la
sabiduría de la humanidad. Hundiendo sus raíces en un pasado con frecuencia
milenario, éstas se manifiestan en la religión, la filosofía y el genio poético
de todo tiempo y de todo Pueblo, ofreciendo interpretaciones del universo y de
la convivencia humana, tratando de dar un sentido a la existencia y al misterio
que la envuelve. ¿Quién soy yo? ¿Por qué la presencia del dolor, del mal, de la
muerte, a pesar de tanto progreso? ¿De qué valen tantas conquistas si su precio
es, no raras veces, insoportable? ¿Qué hay después de esta vida? Estas preguntas
de fondo caracterizan el recorrido de la existencia humana.17 A este propósito,
se puede recordar la exhortación « Conócete a ti mismo » esculpida sobre el
arquitrabe del templo de Delfos, como testimonio de la verdad fundamental según
la cual el hombre, llamado a distinguirse entre todos los seres creados, se
califica como hombre precisamente en cuanto constitutivamente orientado a
conocerse a sí mismo.
15 La orientación que se imprime a la existencia, a la convivencia social y a la
historia, depende, en gran parte, de las respuestas dadas a los interrogantes
sobre el lugar del hombre en la naturaleza y en la sociedad, cuestiones a las
que el presente documento trata de ofrecer su contribución. El significado
profundo de la existencia humana, en efecto, se revela en la libre búsqueda de
la verdad, capaz de ofrecer dirección y plenitud a la vida, búsqueda a la que
estos interrogantes instan incesantemente la inteligencia y la voluntad del
hombre. Éstos expresan la naturaleza humana en su nivel más alto, porque
involucran a la persona en una respuesta que mide la profundidad de su empeño
con la propia existencia. Se trata, además, de interrogantes esencialmente
religiosos: « Cuando se indaga “el porqué de las cosas” con totalidad en la
búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca
su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la
expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza
racional. Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está a la
base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino ».18
16 Los interrogantes radicales que acompañan desde el inicio el camino de los
hombres, adquieren, en nuestro tiempo, importancia aún mayor por la amplitud de
los desafíos, la novedad de los escenarios y las opciones decisivas que las
generaciones actuales están llamadas a realizar.
El primero de los grandes desafíos, que la humanidad enfrenta hoy, es el de la
verdad misma del ser-hombre. El límite y la relación entre naturaleza, técnica y
moral son cuestiones que interpelan fuertemente la responsabilidad personal y
colectiva en relación a los comportamientos que se deben adoptar respecto a lo
que el hombre es, a lo que puede hacer y a lo que debe ser. Un segundo desafío
es el que presenta la comprensión y la gestión del pluralismo y de las
diferencias en todos los ámbitos: de pensamiento, de opción moral, de cultura,
de adhesión religiosa, de filosofía del desarrollo humano y social. El tercer
desafío es la globalización, que tiene un significado más amplio y más profundo
que el simplemente económico, porque en la historia se ha abierto una nueva
época, que atañe al destino de la humanidad.
17 Los discípulos de Jesucristo se saben interrogados por estas cuestiones, las
llevan también dentro de su corazón y quieren comprometerse, junto con todos los
hombres, en la búsqueda de la verdad y del sentido de la existencia personal y
social. Contribuyen a esta búsqueda con su testimonio generoso del don que la
humanidad ha recibido: Dios le ha dirigido su Palabra a lo largo de la historia,
más aún, Él mismo ha entrado en ella para dialogar con la humanidad y para
revelarle su plan de salvación, de justicia y de fraternidad. En su Hijo,
Jesucristo, hecho hombre, Dios nos ha liberado del pecado y nos ha indicado el
camino que debemos recorrer y la meta hacia la cual dirigirse.
d) Bajo el signo de la solidaridad, del respeto y del amor
18 La Iglesia camina junto a toda la humanidad por los senderos de la historia.
Vive en el mundo y, sin ser del mundo (cf. Jn 17,14-16), está llamada a servirlo
siguiendo su propia e íntima vocación. Esta actitud —que se puede hallar también
en el presente documento— está sostenida por la convicción profunda de que para
el mundo es importante reconocer a la Iglesia como realidad y fermento de la
historia, así como para la Iglesia lo es no ignorar lo mucho que ha recibido de
la historia y de la evolución del género humano.19 El Concilio Vaticano II ha
querido dar una elocuente demostración de la solidaridad, del respeto y del amor
por la familia humana, instaurando con ella un diálogo « acerca de todos estos
problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género
humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha
recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la
sociedad humana la que hay que renovar ».20
19 La Iglesia, signo en la historia del amor de Dios por los hombres y de la
vocación de todo el género humano a la unidad en la filiación del único Padre,21
con este documento sobre su doctrina social busca también proponer a todos los
hombres un humanismo a la altura del designio de amor de Dios sobre la historia,
un humanismo integral y solidario, que pueda animar un nuevo orden social,
económico y político, fundado sobre la dignidad y la libertad de toda persona
humana, que se actúa en la paz, la justicia y la solidaridad. Este humanismo
podrá ser realizado si cada hombre y mujer y sus comunidades saben cultivar en
sí mismos las virtudes morales y sociales y difundirlas en la sociedad, «de
forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una
nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia».22
PRIMERA PARTE
« La dimensión teológica se hace necesaria
para interpretar y resolver
los actuales problemas de la convivencia humana ».
(Centesimus annus, 55)
CAPÍTULO PRIMERO
EL DESIGNIO DE AMOR DE DIOS
PARA LA HUMANIDAD
I. LA ACCIÓN LIBERADORA DE DIOS
EN LA HISTORIA DE ISRAEL
a) La cercanía gratuita de Dios
20 Cualquier experiencia religiosa auténtica, en todas las tradiciones
culturales, comporta una intuición del Misterio que, no pocas veces, logra
captar algún rasgo del rostro de Dios. Dios aparece, por una parte, como origen
de lo que es, como presencia que garantiza a los hombres, socialmente
organizados, las condiciones fundamentales de vida, poniendo a su disposición
los bienes necesarios; por otra parte aparece también como medida de lo que debe
ser, como presencia que interpela la acción humana —tanto en el plano personal
como en el plano social—, acerca del uso de esos mismos bienes en la relación
con los demás hombres. En toda experiencia religiosa, por tanto, se revelan como
elementos importantes, tanto la dimensión del don y de la gratuidad, captada
como algo que subyace a la experiencia que la persona humana hace de su existir
junto con los demás en el mundo, como las repercusiones de esta dimensión sobre
la conciencia del hombre, que se siente interpelado a administrar convivial y
responsablemente el don recibido. Testimonio de esto es el reconocimiento
universal de la regla de oro, con la que se expresa, en el plano de las
relaciones humanas, la interpelación que llega al hombre del Misterio: « Todo
cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos » (Mt
7,12).23
21 Sobre el fondo de la experiencia religiosa universal, compartido de formas
diversas, se destaca la Revelación que Dios hace progresivamente de Sí mismo al
pueblo de Israel. Esta Revelación responde de un modo inesperado y sorprendente
a la búsqueda humana de lo divino, gracias a las acciones históricas, puntuales
e incisivas, en las que se manifiesta el amor de Dios por el hombre. Según el
libro del Éxodo, el Señor dirige a Moisés estas palabras: « Bien vista tengo la
aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus
opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano
de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a
una tierra que mana leche y miel » (Ex 3,7-8). La cercanía gratuita de Dios —a
la que alude su mismo Nombre, que Él revela a Moisés, « Yo soy el que soy » (Ex
3,14)—, se manifiesta en la liberación de la esclavitud y en la promesa, que se
convierte en acción histórica, de la que se origina el proceso de identificación
colectiva del pueblo del Señor, a través de la conquista de la libertad y de la
tierra que Dios le dona.
22 A la gratuidad del actuar divino, históricamente eficaz, le acompaña
constantemente el compromiso de la Alianza, propuesto por Dios y asumido por
Israel. En el monte Sinaí, la iniciativa de Dios se plasma en la Alianza con su
pueblo, al que da el Decálogo de los mandamientos revelados por el Señor (cf. Ex
19-24). Las « diez palabras » (Ex 34,28; cf. Dt 4,13; 10,4) « expresan las
implicaciones de la pertenencia a Dios instituida por la Alianza. La existencia
moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento,
homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio que
Dios se propone en la historia ».24
Los diez mandamientos, que constituyen un extraordinario camino de vida e
indican las condiciones más seguras para una existencia liberada de la
esclavitud del pecado, contienen una expresión privilegiada de la ley natural. «
Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve
los deberes esenciales y, por tanto indirectamente, los derechos fundamentales
inherentes a la naturaleza de la persona humana ».25 Connotan la moral humana
universal. Recordados por Jesús al joven rico del Evangelio (cf. Mt 19,18), los
diez mandamientos « constituyen las reglas primordiales de toda vida social ».26
23 Del Decálogo deriva un compromiso que implica no sólo lo que se refiere a la
fidelidad al único Dios verdadero, sino también las relaciones sociales dentro
del pueblo de la Alianza. Estas últimas están reguladas especialmente por lo que
ha sido llamado el derecho del pobre: « Si hay junto a ti algún pobre de entre
tus hermanos... no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano
pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar
su indigencia » (Dt 15,7-8). Todo esto vale también con respecto al forastero: «
Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no le molestéis. Al
forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo
y lo amarás como a ti mismo; pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de
Egipto. Yo, Yahveh, vuestro Dios » (Lv 19,33-34). El don de la liberación y de
la tierra prometida, la Alianza del Sinaí y el Decálogo, están, por tanto,
íntimamente unidos por una praxis que debe regular el desarrollo de la sociedad
israelita en la justicia y en la solidaridad.
24 Entre las múltiples disposiciones que tienden a concretar el estilo de
gratuidad y de participación en la justicia que Dios inspira, la ley del año
sabático (celebrado cada siete años) y del año jubilar (cada cincuenta años) 27
se distinguen como una importante orientación —si bien nunca plenamente
realizada— para la vida social y económica del pueblo de Israel. Es una ley que
prescribe, además del reposo de los campos, la condonación de las deudas y una
liberación general de las personas y de los bienes: cada uno puede regresar a su
familia de origen y recuperar su patrimonio.
Esta legislación indica que el acontecimiento salvífico del éxodo y la fidelidad
a la Alianza representan no sólo el principio que sirve de fundamento a la vida
social, política y económica de Israel, sino también el principio regulador de
las cuestiones relativas a la pobreza económica y a la injusticia social. Se
trata de un principio invocado para transformar continuamente y desde dentro la
vida del pueblo de la Alianza, para hacerla conforme al designio de Dios. Para
eliminar las discriminaciones y las desigualdades provocadas por la evolución
socioeconómica, cada siete años la memoria del éxodo y de la Alianza se traduce
en términos sociales y jurídicos, de modo que las cuestiones de la propiedad, de
las deudas, de los servicios y de los bienes, adquieran su significado más
profundo.
25 Los preceptos del año sabático y del año jubilar constituyen una doctrina
social « in nuce ».28 Muestran cómo los principios de la justicia y de la
solidaridad social están inspirados por la gratuidad del evento de salvación
realizado por Dios y no tienen sólo el valor de correctivo de una praxis
dominada por intereses y objetivos egoístas, sino que han de ser más bien, en
cuanto prophetia futuri, la referencia normativa a la que todas las generaciones
en Israel deben conformarse si quieren ser fieles a su Dios.
Estos principios se convierten en el fulcro de la predicación profética, que
busca interiorizarlos. El Espíritu de Dios, infundido en el corazón del hombre
—anuncian los Profetas— hará arraigar en él los mismos sentimientos de justicia
y de misericordia que moran en el corazón del Señor (cf. Jr 31,33 y Ez
36,26-27). De este modo, la voluntad de Dios, expresada en el Decálogo del
Sinaí, podrá enraizarse de manera creativa en el interior del hombre. Este
proceso de interiorización conlleva una mayor profundidad y un mayor realismo en
la acción social, y hace posible la progresiva universalización de la actitud de
justicia y solidaridad, que el pueblo de la Alianza está llamado a realizar con
todos los hombres, de todo pueblo y Nación.
b) Principio de la creación y acción gratuita de Dios
26 La reflexión profética y sapiencial alcanza la primera manifestación y la
fuente misma del proyecto de Dios sobre toda la humanidad, cuando llega a
formular el principio de la creación de todas las cosas por Dios. En el Credo de
Israel, afirmar que Dios es Creador no significa solamente expresar una
convicción teorética, sino también captar el horizonte original del actuar
gratuito y misericordioso del Señor en favor del hombre. Él, en efecto,
libremente da el ser y la vida a todo lo que existe. El hombre y la mujer,
creados a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26-27), están por eso mismo llamados a
ser el signo visible y el instrumento eficaz de la gratuidad divina en el jardín
en que Dios los ha puesto como cultivadores y guardianes de los bienes de la
creación.
27 En el actuar gratuito de Dios Creador se expresa el sentido mismo de la
creación, aunque esté oscurecido y distorsionado por la experiencia del pecado.
La narración del pecado de los orígenes (cf. Gn 3,1-24), en efecto, describe la
tentación permanente y, al mismo tiempo, la situación de desorden en que la
humanidad se encuentra tras la caída de nuestros primeros padres. Desobedecer a
Dios significa apartarse de su mirada de amor y querer administrar por cuenta
propia la existencia y el actuar en el mundo. La ruptura de la relación de
comunión con Dios provoca la ruptura de la unidad interior de la persona humana,
de la relación de comunión entre el hombre y la mujer y de la relación armoniosa
entre los hombres y las demás criaturas.29 En esta ruptura originaria debe
buscarse la raíz más profunda de todos los males que acechan a las relaciones
sociales entre las personas humanas, de todas las situaciones que en la vida
económica y política atentan contra la dignidad de la persona, contra la
justicia y contra la solidaridad.
II. JESUCRISTO
CUMPLIMIENTO DEL DESIGNIO DE AMOR DEL PADRE
a) En Jesucristo se cumple el acontecimiento decisivo de la historia de Dios con
los hombres
28 La benevolencia y la misericordia, que inspiran el actuar de Dios y ofrecen
su clave de interpretación, se vuelven tan cercanas al hombre que asumen los
rasgos del hombre Jesús, el Verbo hecho carne. En la narración de Lucas, Jesús
describe su ministerio mesiánico con las palabras de Isaías que reclaman el
significado profético del jubileo: « El Espíritu del Señor sobre mí, porque me
ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar
la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor » (4,18-19; cf. Is 61,1-2).
Jesús se sitúa, pues, en la línea del cumplimiento, no sólo porque lleva a cabo
lo que había sido prometido y era esperado por Israel, sino también, en un
sentido más profundo, porque en Él se cumple el evento decisivo de la historia
de Dios con los hombres. Jesús, en efecto, proclama: « El que me ha visto a mí,
ha visto al Padre » (Jn 14,9). Expresado con otras palabras, Jesús manifiesta
tangiblemente y de modo definitivo quién es Dios y cómo se comporta con los
hombres.
29 El amor que anima el ministerio de Jesús entre los hombres es el que el Hijo
experimenta en la unión íntima con el Padre. El Nuevo Testamento nos permite
penetrar en la experiencia que Jesús mismo vive y comunica del amor de Dios su
Padre —Abbá— y, por tanto, en el corazón mismo de la vida divina. Jesús anuncia
la misericordia liberadora de Dios en relación con aquellos que encuentra en su
camino, comenzando por los pobres, los marginados, los pecadores, e invita a
seguirlo porque Él es el primero que, de modo totalmente único, obedece al
designio de amor de Dios como su enviado en el mundo.
La conciencia que Jesús tiene de ser el Hijo expresa precisamente esta
experiencia originaria. El Hijo ha recibido todo, y gratuitamente, del Padre: «
Todo lo que tiene el Padre es mío » (Jn 16,15); Él, a su vez, tiene la misión de
hacer partícipes de este don y de esta relación filial a todos los hombres: « No
os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os
he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer
» (Jn 15,15).
Reconocer el amor del Padre significa para Jesús inspirar su acción en la misma
gratuidad y misericordia de Dios, generadoras de vida nueva, y convertirse así,
con su misma existencia, en ejemplo y modelo para sus discípulos. Estos están
llamados a vivir como Él y, después de su Pascua de muerte y resurrección, a
vivir en Él y de Él, gracias al don sobreabundante del Espíritu Santo, el
Consolador que interioriza en los corazones el estilo de vida de Cristo mismo.
b) La revelación del Amor trinitario
30 El testimonio del Nuevo Testamento, con el asombro siempre nuevo de quien ha
quedado deslumbrado por el inefable amor de Dios (cf. Rm 8,26), capta en la luz
de la revelación plena del Amor trinitario ofrecida por la Pascua de Jesucristo,
el significado último de la Encarnación del Hijo y de su misión entre los
hombres. San Pablo escribe: « Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?
El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? » (Rm 8,31-32). Un
lenguaje semejante usa también San Juan: « En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como
propiciación por nuestros pecados » (1 Jn 4,10).
31 El Rostro de Dios, revelado progresivamente en la historia de la salvación,
resplandece plenamente en el Rostro de Jesucristo Crucificado y Resucitado. Dios
es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, realmente distintos y realmente uno,
porque son comunión infinita de amor. El amor gratuito de Dios por la humanidad
se revela, ante todo, como amor fontal del Padre, de quien todo proviene; como
comunicación gratuita que el Hijo hace de este amor, volviéndose a entregar al
Padre y entregándose a los hombres; como fecundidad siempre nueva del amor
divino que el Espíritu Santo infunde en el corazón de los hombres (cf. Rm 5,5).
Con las palabras y con las obras y, de forma plena y definitiva, con su muerte y
resurrección,30 Jesucristo revela a la humanidad que Dios es Padre y que todos
estamos llamados por gracia a hacernos hijos suyos en el Espíritu (cf. Rm 8,15;
Ga 4,6), y por tanto hermanos y hermanas entre nosotros. Por esta razón la
Iglesia cree firmemente « que la clave, el centro y el fin de toda la historia
humana se halla en su Señor y Maestro ».31
32 Contemplando la gratuidad y la sobreabundancia del don divino del Hijo por
parte del Padre, que Jesús ha enseñado y atestiguado ofreciendo su vida por
nosotros, el Apóstol Juan capta el sentido profundo y la consecuencia más lógica
de esta ofrenda: « Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros
debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos
a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su
plenitud » (1 Jn 4,11-12). La reciprocidad del amor es exigida por el
mandamiento que Jesús define nuevo y suyo: « como yo os he amado, así amaos
también vosotros los unos a los otros » (Jn 13,34). El mandamiento del amor
recíproco traza el camino para vivir en Cristo la vida trinitaria en la Iglesia,
Cuerpo de Cristo, y transformar con Él la historia hasta su plenitud en la
Jerusalén celeste.
33 El mandamiento del amor recíproco, que constituye la ley de vida del pueblo
de Dios,32 debe inspirar, purificar y elevar todas las relaciones humanas en la
vida social y política: « Humanidad significa llamada a la comunión
interpersonal »,33 porque la imagen y semejanza del Dios trino son la raíz de «
todo el “ethos” humano... cuyo vértice es el mandamiento del amor ».34 El
moderno fenómeno cultural, social, económico y político de la interdependencia,
que intensifica y hace particularmente evidentes los vínculos que unen a la
familia humana, pone de relieve una vez más, a la luz de la Revelación, « un
nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última
instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida
íntima de Dios, Uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la
palabra “comunión” ».35
III. LA PERSONA HUMANA
EN EL DESIGNIO DE AMOR DE DIOS
a) El Amor trinitario, origen y meta de la persona humana
34 La revelación en Cristo del misterio de Dios como Amor trinitario está unida
a la revelación de la vocación de la persona humana al amor. Esta revelación
ilumina la dignidad y la libertad personal del hombre y de la mujer y la
intrínseca sociabilidad humana en toda su profundidad: « Ser persona a imagen y
semejanza de Dios comporta... existir en relación al otro “yo” »,36 porque Dios
mismo, uno y trino, es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En la comunión de amor que es Dios, en la que las tres Personas divinas se aman
recíprocamente y son el Único Dios, la persona humana está llamada a descubrir
el origen y la meta de su existencia y de la historia. Los Padres Conciliares,
en la Constitución pastoral «Gaudium et spes», enseñan que « el Señor, cuando
ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17,
21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios
en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única
criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su
propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (cf. Lc
17,33) ».37
35 La revelación cristiana proyecta una luz nueva sobre la identidad, la
vocación y el destino último de la persona y del género humano. La persona
humana ha sido creada por Dios, amada y salvada en Jesucristo, y se realiza
entretejiendo múltiples relaciones de amor, de justicia y de solidaridad con las
demás personas, mientras va desarrollando su multiforme actividad en el mundo.
El actuar humano, cuando tiende a promover la dignidad y la vocación integral de
la persona, la calidad de sus condiciones de existencia, el encuentro y la
solidaridad de los pueblos y de las Naciones, es conforme al designio de Dios,
que no deja nunca de mostrar su Amor y su Providencia para con sus hijos.
36 Las páginas del primer libro de la Sagrada Escritura, que describen la
creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1.26-27),
encierran una enseñanza fundamental acerca de la identidad y la vocación de la
persona humana. Nos dicen que la creación del hombre y de la mujer es un acto
libre y gratuito de Dios; que el hombre y la mujer constituyen, por su libertad
e inteligencia, el tú creado de Dios y que solamente en la relación con Él
pueden descubrir y realizar el significado auténtico y pleno de su vida personal
y social; que ellos, precisamente en su complementariedad y reciprocidad, son
imagen del Amor trinitario en el universo creado; que a ellos, como cima de la
creación, el Creador les confía la tarea de ordenar la naturaleza creada según
su designio (cf. Gn 1,28).
37 El libro del Génesis nos propone algunos fundamentos de la antropología
cristiana: la inalienable dignidad de la persona humana, que tiene su raíz y su
garantía en el designio creador de Dios; la sociabilidad constitutiva del ser
humano, que tiene su prototipo en la relación originaria entre el hombre y la
mujer, cuya unión « es la expresión primera de la comunión de personas humanas
»; 38 el significado del actuar humano en el mundo, que está ligado al
descubrimiento y al respeto de las leyes de la naturaleza que Dios ha impreso en
el universo creado, para que la humanidad lo habite y lo custodie según su
proyecto. Esta visión de la persona humana, de la sociedad y de la historia
hunde sus raíces en Dios y está iluminada por la realización de su designio de
salvación.
b) La salvación cristiana: para todos los hombres y de todo el hombre
38 La salvación que, por iniciativa de Dios Padre, se ofrece en Jesucristo y se
actualiza y difunde por obra del Espíritu Santo, es salvación para todos los
hombres y de todo el hombre: es salvación universal e integral. Concierne a la
persona humana en todas sus dimensiones: personal y social, espiritual y
corpórea, histórica y trascendente. Comienza a realizarse ya en la historia,
porque lo creado es bueno y querido por Dios y porque el Hijo de Dios se ha
hecho uno de nosotros.39 Pero su cumplimiento tendrá lugar en el futuro que Dios
nos reserva, cuando junto con toda la creación (cf. Rm 8), seremos llamados a
participar en la resurrección de Cristo y en la comunión eterna de vida con el
Padre, en el gozo del Espíritu Santo. Esta perspectiva indica precisamente el
error y el engaño de las visiones puramente inmanentistas del sentido de la
historia y de las pretensiones de autosalvación del hombre.
39 La salvación que Dios ofrece a sus hijos requiere su libre respuesta y
adhesión. En eso consiste la fe, por la cual « el hombre se entrega entera y
libremente a Dios »,40 respondiendo al Amor precedente y sobreabundante de Dios
(cf. 1 Jn 4,10) con el amor concreto a los hermanos y con firme esperanza, «
pues fiel es el autor de la Promesa » (Hb 10,23). El plan divino de salvación no
coloca a la criatura humana en un estado de mera pasividad o de minoría de edad
respecto a su Creador, porque la relación con Dios, que Jesucristo nos
manifiesta y en la cual nos introduce gratuitamente por obra del Espíritu Santo,
es una relación de filiación: la misma que Jesús vive con respecto al Padre (cf.
Jn 15-17; Ga 4,6-7).
40 La universalidad e integridad de la salvación ofrecida en Jesucristo, hacen
inseparable el nexo entre la relación que la persona está llamada a tener con
Dios y la responsabilidad frente al prójimo, en cada situación histórica
concreta. Es algo que la universal búsqueda humana de verdad y de sentido ha
intuido, si bien de manera confusa y no sin errores; y que constituye la
estructura fundante de la Alianza de Dios con Israel, como lo atestiguan las
tablas de la Ley y la predicación profética.
Este nexo se expresa con claridad y en una síntesis perfecta en la enseñanza de
Jesucristo y ha sido confirmado definitivamente por el testimonio supremo del
don de su vida, en obediencia a la voluntad del Padre y por amor a los hermanos.
Al escriba que le pregunta: « ¿cuál es el primero de todos los mandamientos? » (Mc
12,28), Jesús responde: « El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro
Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos » (Mc
12,29-31).
En el corazón de la persona humana se entrelazan indisolublemente la relación
con Dios, reconocido como Creador y Padre, fuente y cumplimiento de la vida y de
la salvación, y la apertura al amor concreto hacia el hombre, que debe ser
tratado como otro yo, aun cuando sea un enemigo (cf. Mt 5,43- 44). En la
dimensión interior del hombre radica, en definitiva, el compromiso por la
justicia y la solidaridad, para la edificación de una vida social, económica y
política conforme al designio de Dios.
c) El discípulo de Cristo como nueva criatura
41 La vida personal y social, así como el actuar humano en el mundo están
siempre asechados por el pecado, pero Jesucristo, « padeciendo por nosotros, nos
dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino, con cuyo
seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido ».41 El
discípulo de Cristo se adhiere, en la fe y mediante los sacramentos, al misterio
pascual de Jesús, de modo que su hombre viejo, con sus malas inclinaciones, está
crucificado con Cristo. En cuanto nueva criatura, es capaz mediante la gracia de
caminar según « una vida nueva » (Rm 6,4). Es un caminar que « vale no solamente
para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en
cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la
vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad
de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual
».42
42 La transformación interior de la persona humana, en su progresiva
conformación con Cristo, es el presupuesto esencial de una renovación real de
sus relaciones con las demás personas: « Es preciso entonces apelar a las
capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de
su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su
servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo
alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las
instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras
convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y
favorezcan el bien en lugar de oponerse a él ».43
43 No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud,
sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos
y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos.44 Según
la enseñanza conciliar, « quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en
materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de
nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión
íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos
el diálogo ».45 En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre
para ayudarlo a superar sus fracasos, para arrancarlo de la espiral de la
mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con
renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus
semejantes.46
44 También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el
hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la
soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y
perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo. « El hombre, redimido
por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las
cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como
objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y
usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra
de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es
vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (1 Co 3,22-23) ».47
d) Trascendencia de la salvación y autonomía de las realidades terrenas
45 Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual el
mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la
infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo,
que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto
más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él,
tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es
propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la
Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el
efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres
humanos, en todas sus expresiones.
Esta perspectiva orienta hacia una visión correcta de las realidades terrenas y
de su autonomía, como bien señaló la enseñanza del Concilio Vaticano II: « Si
por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la
sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir,
emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de
autonomía... y responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia
naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad
y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con
el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte ».48
46 No existe conflictividad entre Dios y el hombre, sino una relación de amor en
la que el mundo y los frutos de la acción del hombre en el mundo son objeto de
un don recíproco entre el Padre y los hijos, y de los hijos entre sí, en Cristo
Jesús: en Él, y gracias a Él, el mundo y el hombre alcanzan su significado
auténtico y originario. En una visión universal del amor de Dios que alcanza
todo cuanto existe, Dios mismo se nos ha revelado en Cristo como Padre y dador
de vida, y el hombre como aquel que, en Cristo, lo recibe todo de Dios como don,
con humildad y libertad, y todo verdaderamente lo posee como suyo, cuando sabe y
vive todas las cosas como venidas de Dios, por Dios creadas y a Dios destinadas.
A este propósito, el Concilio Vaticano II enseña: « Pero si autonomía de lo
temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los
hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien
se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador
desaparece ».49
47 La persona humana, en sí misma y en su vocación, trasciende el horizonte del
universo creado, de la sociedad y de la historia: su fin último es Dios mismo,50
que se ha revelado a los hombres para invitarlos y admitirlos a la comunión con
Él: 51 « El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad,
a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a otra
persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el
único que puede acoger plenamente su donación ».52 Por ello « se aliena el
hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la
autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su
destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de
organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de
esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana ».53
48 La persona humana no puede y no debe ser instrumentalizada por las
estructuras sociales, económicas y políticas, porque todo hombre posee la
libertad de orientarse hacia su fin último. Por otra parte, toda realización
cultural, social, económica y política, en la que se actúa históricamente la
sociabilidad de la persona y su actividad transformadora del universo, debe
considerarse siempre en su aspecto de realidad relativa y provisional, porque «
la apariencia de este mundo pasa » (1 Co 7,31). Se trata de una relatividad
escatológica, en el sentido de que el hombre y el mundo se dirigen hacia una
meta, que es el cumplimiento de su destino en Dios; y de una relatividad
teológica, en cuanto el don de Dios, a través del cual se cumplirá el destino
definitivo de la humanidad y de la creación, supera infinitamente las
posibilidades y las aspiraciones del hombre. Cualquier visión totalitaria de la
sociedad y del Estado y cualquier ideología puramente intramundana del progreso
son contrarias a la verdad integral de la persona humana y al designio de Dios
sobre la historia.
IV. DESIGNIO DE DIOS Y MISIÓN DE LA IGLESIA
a) La Iglesia, signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana
49 La Iglesia, comunidad de los que son convocados por Jesucristo Resucitado y
lo siguen, es « signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona
humana ».54 La Iglesia « es en Cristo como un sacramento, o sea signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano
».55 Su misión es anunciar y comunicar la salvación realizada en Jesucristo, que
Él llama « Reino de Dios » (Mc 1,15), es decir la comunión con Dios y entre los
hombres. El fin de la salvación, el Reino de Dios, incluye a todos los hombres y
se realizará plenamente más allá de la historia, en Dios. La Iglesia ha recibido
« la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los
pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino ».56
50 La Iglesia se pone concretamente al servicio del Reino de Dios, ante todo
anunciando y comunicando el Evangelio de la salvación y constituyendo nuevas
comunidades cristianas. Además, « sirve al Reino difundiendo en el mundo los
“valores evangélicos”, que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a
escoger el designio de Dios. Es verdad, pues, que la realidad incipiente del
Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la
humanidad entera, siempre que ésta viva los “valores evangélicos” y esté abierta
a la acción del Espíritu, que sopla donde y como quiere (cf. Jn 3,8); pero
además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es incompleta si no
está en coordinación con el Reino de Cristo, presente en la Iglesia y en tensión
hacia la plenitud escatológica ».57 De ahí deriva, en concreto, que la Iglesia
no se confunda con la comunidad política y no esté ligada a ningún sistema
político.58 Efectivamente, la comunidad política y la Iglesia, en su propio
campo, son independientes y autónomas, aunque ambas estén, a título diverso, «
al servicio de la vocación personal y social del hombre ».59 Más aún, se puede
afirmar que la distinción entre religión y política y el principio de la
libertad religiosa —que gozan de una gran importancia en el plano histórico y
cultural— constituyen una conquista específica del cristianismo.
51 A la identidad y misión de la Iglesia en el mundo, según el proyecto de Dios
realizado en Cristo, corresponde « una finalidad escatológica y de salvación,
que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente ».60 Precisamente por
esto, la Iglesia ofrece una contribución original e insustituible con la
solicitud que la impulsa a hacer más humana la familia de los hombres y su
historia y a ponerse como baluarte contra toda tentación totalitaria, mostrando
al hombre su vocación integral y definitiva.61
Con la predicación del Evangelio, la gracia de los sacramentos y la experiencia
de la comunión fraterna, la Iglesia « cura y eleva la dignidad de la persona,
consolida la firmeza de la sociedad y concede a la actividad diaria de la
humanidad un sentido y una significación mucho más profundos ».62 En el plano de
las dinámicas históricas concretas, la llegada del Reino de Dios no se puede
captar desde la perspectiva de una organización social, económica y política
definida y definitiva. El Reino se manifiesta, más bien, en el desarrollo de una
sociabilidad humana que sea para los hombres levadura de realización integral,
de justicia y de solidaridad, abierta al Trascendente como término de referencia
para el propio y definitivo cumplimiento personal.
b) Iglesia, Reino de Dios y renovación de las relaciones sociales
52 Dios, en Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las
relaciones sociales entre los hombres. Como enseña el apóstol Pablo, la vida en
Cristo hace brotar de forma plena y nueva la identidad y la sociabilidad de la
persona humana, con sus consecuencias concretas en el plano histórico: « Pues
todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los
bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego;
ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús » (Ga 3,26-28). Desde esta perspectiva, las comunidades eclesiales,
convocadas por el mensaje de Jesucristo y reunidas en el Espíritu Santo en torno
a Él, resucitado (cf. Mt 18,20; 28, 19-20; Lc 24,46-49), se proponen como
lugares de comunión, de testimonio y de misión y como fermento de redención y de
transformación de las relaciones sociales. La predicación del Evangelio de Jesús
induce a los discípulos a anticipar el futuro renovando las relaciones
recíprocas.
53 La transformación de las relaciones sociales, según las exigencias del Reino
de Dios, no está establecida de una vez por todas, en sus determinaciones
concretas. Se trata, más bien, de una tarea confiada a la comunidad cristiana,
que la debe elaborar y realizar a través de la reflexión y la praxis inspiradas
en el Evangelio. Es el mismo Espíritu del Señor, que conduce al pueblo de Dios y
a la vez llena el universo,63 el que inspira, en cada momento, soluciones nuevas
y actuales a la creatividad responsable de los hombres,64 a la comunidad de los
cristianos inserta en el mundo y en la historia y por ello abierta al diálogo
con todas las personas de buena voluntad, en la búsqueda común de los gérmenes
de verdad y de libertad diseminados en el vasto campo de la humanidad.65 La
dinámica de esta renovación debe anclarse en los principios inmutables de la ley
natural, impresa por Dios Creador en todas y cada una de sus criaturas (cf. Rm
2,14-15) e iluminada escatológicamente por Jesucristo.
54 Jesucristo revela que « Dios es amor » (1 Jn 4,8) y nos enseña que « la ley
fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del
mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la
caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos
del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas
inútiles ».66 Esta ley está llamada a convertirse en medida y regla última de
todas las dinámicas conforme a las que se desarrollan las relaciones humanas. En
síntesis, es el mismo misterio de Dios, el Amor trinitario, que funda el
significado y el valor de la persona, de la sociabilidad y del actuar del hombre
en el mundo, en cuanto que ha sido revelado y participado a la humanidad, por
medio de Jesucristo, en su Espíritu.
55 La transformación del mundo se presenta también como una instancia
fundamental de nuestro tiempo. A esta exigencia, la doctrina social de la
Iglesia quiere ofrecer las respuestas que los signos de los tiempos reclaman,
indicando ante todo en el amor recíproco entre los hombres, bajo la mirada de
Dios, el instrumento más potente de cambio, a nivel personal y social. El amor
recíproco, en efecto, en la participación del amor infinito de Dios, es el
auténtico fin, histórico y trascendente, de la humanidad. Por tanto, « aunque
hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de
Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la
sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios ».67
c) Cielos nuevos y tierra nueva
56 La promesa de Dios y la resurrección de Jesucristo suscitan en los cristianos
la esperanza fundada que para todas las personas humanas está preparada una
morada nueva y eterna, una tierra en la que habita la justicia (cf. 2 Co 5,1-2;
2 P 3,13). « Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en
Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción,
se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se
verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó
pensando en el hombre ».68 Esta esperanza, en vez de debilitar, debe más bien
estimular la solicitud en el trabajo relativo a la realidad presente.
57 Los bienes, como la dignidad del hombre, la fraternidad y la libertad, todos
los frutos buenos de la naturaleza y de nuestra laboriosidad, difundidos por la
tierra en el Espíritu del Señor y según su precepto, purificados de toda mancha,
iluminados y transfigurados, pertenecen al Reino de verdad y de vida, de
santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz que Cristo entregará al
Padre y donde nosotros los volveremos a encontrar. Entonces resonarán para
todos, con toda su solemne verdad, las palabras de Cristo: « Venid, benditos de
mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me
disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me
vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme ... en
verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños,
a mí me lo hicisteis » (Mt 25,34-36.40).
58 La realización plena de la persona humana, actuada en Cristo gracias al don
del Espíritu, madura ya en la historia y está mediada por las relaciones de la
persona con las otras personas, relaciones que, a su vez, alcanzan su perfección
gracias al esfuerzo encaminado a mejorar el mundo, en la justicia y en la paz.
El actuar humano en la historia es de por sí significativo y eficaz para la
instauración definitiva del Reino, aunque éste no deja de ser don de Dios,
plenamente trascendente. Este actuar, cuando respeta el orden objetivo de la
realidad temporal y está iluminado por la verdad y por la caridad, se convierte
en instrumento para una realización cada vez más plena e íntegra de la justicia
y de la paz y anticipa en el presente el Reino prometido.
Al conformarse con Cristo Redentor, el hombre se percibe como criatura querida
por Dios y eternamente elegida por Él, llamada a la gracia y a la gloria, en
toda la plenitud del misterio del que se ha vuelto partícipe en Jesucristo.69 La
configuración con Cristo y la contemplación de su rostro 70 infunden en el
cristiano un insuprimible anhelo por anticipar en este mundo, en el ámbito de
las relaciones humanas, lo que será realidad en el definitivo, ocupándose en dar
de comer, de beber, de vestir, una casa, el cuidado, la acogida y la compañía al
Señor que llama a la puerta
(cf. Mt 25, 35-37).
d) María y su « fiat » al designio de amor de Dios
59 Heredera de la esperanza de los justos de Israel y primera entre los
discípulos de Jesucristo, es María, su Madre. Ella, con su « fiat » al designio
de amor de Dios (cf. Lc 1,38), en nombre de toda la humanidad, acoge en la
historia al enviado del Padre, al Salvador de los hombres: en el canto del «
Magnificat » proclama el advenimiento del Misterio de la Salvación, la venida
del « Mesías de los pobres » (cf. Is 11,4; 61,1). El Dios de la Alianza, cantado
en el júbilo de su espíritu por la Virgen de Nazaret, es Aquel que derriba a los
poderosos de sus tronos y exalta a los humildes, colma de bienes a los
hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías, dispersa a los soberbios
y muestra su misericordia con aquellos que le temen (cf. Lc 1,50-53).
Acogiendo estos sentimientos del corazón de María, de la profundidad de su fe,
expresada en las palabras del « Magnificat », los discípulos de Cristo están
llamados a renovar en sí mismos, cada vez mejor, « la conciencia de que no se
puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo
don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes,
que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y
obras de Jesús ».71 María, totalmente dependiente de Dios y toda orientada hacia
Él con el impulso de su fe, « es la imagen más perfecta de la libertad y de la
liberación de la humanidad y del cosmos ».72
CAPÍTULO SEGUNDO
MISIÓN DE LA IGLESIA Y DOCTRINA SOCIAL
I. EVANGELIZACIÓN Y DOCTRINA SOCIAL
a) La Iglesia, morada de Dios con los hombres
60 La Iglesia, partícipe de los gozos y de las esperanzas, de las angustias y de
las tristezas de los hombres, es solidaria con cada hombre y cada mujer, de
cualquier lugar y tiempo, y les lleva la alegre noticia del Reino de Dios, que
con Jesucristo ha venido y viene en medio de ellos.73 En la humanidad y en el
mundo, la Iglesia es el sacramento del amor de Dios y, por ello, de la esperanza
más grande, que activa y sostiene todo proyecto y empeño de auténtica liberación
y promoción humana. La Iglesia es entre los hombres la tienda del encuentro con
Dios —« la morada de Dios con los hombres » (Ap 21,3)—, de modo que el hombre no
está solo, perdido o temeroso en su esfuerzo por humanizar el mundo, sino que
encuentra apoyo en el amor redentor de Cristo. La Iglesia es servidora de la
salvación no en abstracto o en sentido meramente espiritual, sino en el contexto
de la historia y del mundo en que el hombre vive,74 donde lo encuentra el amor
de Dios y la vocación de corresponder al proyecto divino.
61 Único e irrepetible en su individualidad, todo hombre es un ser abierto a la
relación con los demás en la sociedad. El con-vivir en la red de nexos que aúna
entre sí individuos, familias y grupos intermedios, en relaciones de encuentro,
de comunicación y de intercambio, asegura una mejor calidad de vida. El bien
común, que los hombres buscan y consiguen formando la comunidad social, es
garantía del bien personal, familiar y asociativo.75 Por estas razones se
origina y se configura la sociedad, con sus ordenaciones estructurales, es
decir, políticas, económicas, jurídicas y culturales. Al hombre « insertado en
la compleja trama de relaciones de la sociedad moderna »,76 la Iglesia se dirige
con su doctrina social. « Con la experiencia que tiene de la humanidad »,77 la
Iglesia puede comprenderlo en su vocación y en sus aspiraciones, en sus limites
y en sus dificultades, en sus derechos y en sus tareas, y tiene para él una
palabra de vida que resuena en las vicisitudes históricas y sociales de la
existencia humana.
b) Fecundar y fermentar la sociedad con el Evangelio
62 Con su enseñanza social, la Iglesia quiere anunciar y actualizar el Evangelio
en la compleja red de las relaciones sociales. No se trata simplemente de
alcanzar al hombre en la sociedad —el hombre como destinatario del anuncio
evangélico—, sino de fecundar y fermentar la sociedad misma con el Evangelio.78
Cuidar del hombre significa, por tanto, para la Iglesia, velar también por la
sociedad en su solicitud misionera y salvífica. La convivencia social a menudo
determina la calidad de vida y por ello las condiciones en las que cada hombre y
cada mujer se comprenden a sí mismos y deciden acerca de sí mismos y de su
propia vocación. Por esta razón, la Iglesia no es indiferente a todo lo que en
la sociedad se decide, se produce y se vive, a la calidad moral, es decir,
auténticamente humana y humanizadora, de la vida social. La sociedad y con ella
la política, la economía, el trabajo, el derecho, la cultura no constituyen un
ámbito meramente secular y mundano, y por ello marginal y extraño al mensaje y a
la economía de la salvación. La sociedad, en efecto, con todo lo que en ella se
realiza, atañe al hombre. Es esa la sociedad de los hombres, que son « el camino
primero y fundamental de la Iglesia ».79
63 Con su doctrina social, la Iglesia se hace cargo del anuncio que el Señor le
ha confiado. Actualiza en los acontecimientos históricos el mensaje de
liberación y redención de Cristo, el Evangelio del Reino. La Iglesia, anunciando
el Evangelio, « enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su
vocación a la comunión de las personas; y le descubre las exigencias de la
justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina ».80
En cuanto Evangelio que resuena mediante la Iglesia en el hoy del hombre,81 la
doctrina social es palabra que libera. Esto significa que posee la eficacia de
verdad y de gracia del Espíritu de Dios, que penetra los corazones,
disponiéndolos a cultivar pensamientos y proyectos de amor, de justicia, de
libertad y de paz. Evangelizar el ámbito social significa infundir en el corazón
de los hombres la carga de significado y de liberación del Evangelio, para
promover así una sociedad a medida del hombre en cuanto que es a medida de
Cristo: es construir una ciudad del hombre más humana porque es más conforme al
Reino de Dios.
64 La Iglesia, con su doctrina social, no sólo no se aleja de la propia misión,
sino que es estrictamente fiel a ella. La redención realizada por Cristo y
confiada a la misión salvífica de la Iglesia es ciertamente de orden
sobrenatural. Esta dimensión no es expresión limitativa, sino integral de la
salvación.82 Lo sobrenatural no debe ser concebido como una entidad o un espacio
que comienza donde termina lo natural, sino como la elevación de éste, de tal
manera que nada del orden de la creación y de lo humano es extraño o queda
excluido del orden sobrenatural y teologal de la fe y de la gracia, sino más
bien es en él reconocido, asumido y elevado. « En Jesucristo, el mundo visible,
creado por Dios para el hombre (cf. Gn 1,26-30) —el mundo que, entrando el
pecado, está sujeto a la vanidad (Rm 8,20; cf. ibíd., 8,19-22)—, adquiere
nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del
Amor. En efecto, “tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo (Jn
3,16)”. Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el
Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo (cf. Rm 5,12-21) ».83
65 La Redención comienza con la Encarnación, con la que el Hijo de Dios asume
todo lo humano, excepto el pecado, según la solidaridad instituida por la divina
Sabiduría creadora, y todo lo alcanza en su don de Amor redentor. El hombre
recibe este Amor en la totalidad de su ser: corporal y espiritual, en relación
solidaria con los demás. Todo el hombre —no un alma separada o un ser cerrado en
su individualidad, sino la persona y la sociedad de las personas— está implicado
en la economía salvífica del Evangelio. Portadora del mensaje de Encarnación y
de Redención del Evangelio, la Iglesia no puede recorrer otra vía: con su
doctrina social y con la acción eficaz que de ella deriva, no sólo no diluye su
rostro y su misión, sino que es fiel a Cristo y se revela a los hombres como «
sacramento universal de salvación ».84 Lo cual es particularmente cierto en una
época como la nuestra, caracterizada por una creciente interdependencia y por
una mundialización de las cuestiones sociales.
c) Doctrina social, evangelización y promoción humana
66 La doctrina social es parte integrante del ministerio de evangelización de la
Iglesia. Todo lo que atañe a la comunidad de los hombres —situaciones y
problemas relacionados con la justicia, la liberación, el desarrollo, las
relaciones entre los pueblos, la paz—, no es ajeno a la evangelización; ésta no
sería completa si no tuviese en cuenta la mutua conexión que se presenta
constantemente entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del
hombre.85 Entre evangelización y promoción humana existen vínculos profundos: «
Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es
un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos.
Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del
plan de la redención, que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a
la que hay que combatir, y de justicia, que hay que restaurar. Vínculos de orden
eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el
mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el
auténtico crecimiento del hombre? ».86
67 La doctrina social « tiene de por sí el valor de un instrumento de
evangelización » 87 y se desarrolla en el encuentro siempre renovado entre el
mensaje evangélico y la historia humana. Por eso, esta doctrina es un camino
peculiar para el ejercicio del ministerio de la Palabra y de la función
profética de la Iglesia.88 « En efecto, para la Iglesia enseñar y difundir la
doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del
mensaje cristiano, ya que esta doctrina expone sus consecuencias directas en la
vida de la sociedad y encuadra incluso el trabajo cotidiano y las luchas por la
justicia en el testimonio a Cristo Salvador ».89 No estamos en presencia de un
interés o de una acción marginal, que se añade a la misión de la Iglesia, sino
en el corazón mismo de su ministerialidad: con la doctrina social, la Iglesia «
anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la
misma razón, revela al hombre a sí mismo ».90 Es éste un ministerio que procede,
no sólo del anuncio, sino también del testimonio.
68 La Iglesia no se hace cargo de la vida en sociedad bajo todos sus aspectos,
sino con su competencia propia, que es la del anuncio de Cristo Redentor: 91 «
La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político,
económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero
precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías
que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley
divina ».92 Esto quiere decir que la Iglesia, con su doctrina social, no entra
en cuestiones técnicas y no instituye ni propone sistemas o modelos de
organización social: 93 ello no corresponde a la misión que Cristo le ha
confiado. La Iglesia tiene la competencia que le viene del Evangelio: del
mensaje de liberación del hombre anunciado y testimoniado por el Hijo de Dios
hecho hombre.
d) Derecho y deber de la Iglesia
69 Con su doctrina social la Iglesia « se propone ayudar al hombre en el camino
de la salvación »: 94 se trata de su fin primordial y único. No existen otras
finalidades que intenten arrogarse o invadir competencias ajenas, descuidando
las propias, o perseguir objetivos extraños a su misión. Esta misión configura
el derecho y el deber de la Iglesia a elaborar una doctrina social propia y a
renovar con ella la sociedad y sus estructuras, mediante las responsabilidades y
las tareas que esta doctrina suscita.
70 La Iglesia tiene el derecho de ser para el hombre maestra de la verdad de fe;
no sólo de la verdad del dogma, sino también de la verdad moral que brota de la
misma naturaleza humana y del Evangelio.95 El anuncio del Evangelio, en efecto,
no es sólo para escucharlo, sino también para ponerlo en práctica (cf. Mt 7,24;
Lc 6,46-47; Jn 14,21.23-24; St 1,22): la coherencia del comportamiento
manifiesta la adhesión del creyente y no se circunscribe al ámbito estrictamente
eclesial y espiritual, puesto que abarca al hombre en toda su vida y según todas
sus responsabilidades. Aunque sean seculares, éstas tienen como sujeto al
hombre, es decir, a aquel que Dios llama, mediante la Iglesia, a participar de
su don salvífico.
Al don de la salvación, el hombre debe corresponder no sólo con una adhesión
parcial, abstracta o de palabra, sino con toda su vida, según todas las
relaciones que la connotan, en modo de no abandonar nada a un ámbito profano y
mundano, irrelevante o extraño a la salvación. Por esto la doctrina social no es
para la Iglesia un privilegio, una digresión, una ventaja o una injerencia: es
su derecho a evangelizar el ámbito social, es decir, a hacer resonar la palabra
liberadora del Evangelio en el complejo mundo de la producción, del trabajo, de
la empresa, de la finanza, del comercio, de la política, de la jurisprudencia,
de la cultura, de las comunicaciones sociales, en el que el hombre vive.
71 Este derecho es al mismo tiempo un deber, porque la Iglesia no puede
renunciar a él sin negarse a sí misma y su fidelidad a Cristo: « ¡Ay de mí si no
predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16). La amonestación que San Pablo se dirige a
sí mismo resuena en la conciencia de la Iglesia como un llamado a recorrer todas
las vías de la evangelización; no sólo aquellas que atañen a las conciencias
individuales, sino también aquellas que se refieren a las instituciones
públicas: por un lado no se debe « reducir erróneamente el hecho religioso a la
esfera meramente privada »,96 por otro lado no se puede orientar el mensaje
cristiano hacia una salvación puramente ultraterrena, incapaz de iluminar su
presencia en la tierra.97
Por la relevancia pública del Evangelio y de la fe y por los efectos perversos
de la injusticia, es decir del pecado, la Iglesia no puede permanecer
indiferente ante las vicisitudes sociales: 98 « es tarea de la Iglesia anunciar
siempre y en todas partes los principios morales acerca del orden social, así
como pronunciar un juicio sobre cualquier realidad humana, en cuanto lo exijan
los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas ».99
II. LA NATURALEZA DE LA DOCTRINA SOCIAL
a) Un conocimiento iluminado por la fe
72 La doctrina social de la Iglesia no ha sido pensada desde el principio como
un sistema orgánico, sino que se ha formado en el curso del tiempo, a través de
las numerosas intervenciones del Magisterio sobre temas sociales. Esta génesis
explica el hecho de que hayan podido darse algunas oscilaciones acerca de la
naturaleza, el método y la estructura epistemológica de la doctrina social de la
Iglesia. Una clarificación decisiva en este sentido la encontramos, precedida
por una significativa indicación en la « Laborem exercens »,100 en la encíclica
«Sollicitudo rei socialis»: la doctrina social de la Iglesia « no pertenece al
ámbito de la ideología, sino al de la teología y especialmente de la teología
moral ».101 No se puede definir según parámetros socioeconómicos. No es un
sistema ideológico o pragmático, que tiende a definir y componer las relaciones
económicas, políticas y sociales, sino una categoría propia: es « la cuidadosa
formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades
de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de
la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas
realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio
enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para
orientar en consecuencia la conducta cristiana ».102
73 La doctrina social, por tanto, es de naturaleza teológica, y específicamente
teológico-moral, ya que « se trata de una doctrina que debe orientar la conducta
de las personas ».103 « Se sitúa en el cruce de la vida y de la conciencia
cristiana con las situaciones del mundo y se manifiesta en los esfuerzos que
realizan los individuos, las familias, operadores culturales y sociales,
políticos y hombres de Estado, para darles forma y aplicación en la historia
».104 La doctrina social refleja, de hecho, los tres niveles de la enseñanza
teológico-moral: el nivel fundante de las motivaciones; el nivel directivo de
las normas de la vida social; el nivel deliberativo de la conciencia, llamada a
mediar las normas objetivas y generales en las situaciones sociales concretas y
particulares. Estos tres niveles definen implícitamente también el método propio
y la estructura epistemológica específica de la doctrina social de la Iglesia.
74 La doctrina social halla su fundamento esencial en la Revelación bíblica y en
la Tradición de la Iglesia. De esta fuente, que viene de lo alto, obtiene la
inspiración y la luz para comprender, juzgar y orientar la experiencia humana y
la historia. En primer lugar y por encima de todo está el proyecto de Dios sobre
la creación y, en particular, sobre la vida y el destino del hombre, llamado a
la comunión trinitaria.
La fe, que acoge la palabra divina y la pone en práctica, interacciona
eficazmente con la razón. La inteligencia de la fe, en particular de la fe
orientada a la praxis, es estructurada por la razón y se sirve de todas las
aportaciones que ésta le ofrece. También la doctrina social, en cuanto saber
aplicado a la contingencia y a la historicidad de la praxis, conjuga a la vez «
fides et ratio » 105 y es expresión elocuente de su fecunda relación.
75 La fe y la razón constituyen las dos vías cognoscitivas de la doctrina
social, siendo dos las fuentes de las que se nutre: la Revelación y la
naturaleza humana. El conocimiento de fe comprende y dirige la vida del hombre a
la luz del misterio histórico-salvífico, del revelarse y donarse de Dios en
Cristo por nosotros los hombres. La inteligencia de la fe incluye la razón,
mediante la cual ésta, dentro de sus límites, explica y comprende la verdad
revelada y la integra con la verdad de la naturaleza humana, según el proyecto
divino expresado por la creación,106 es decir,
la verdad integral de la persona en cuanto ser espiritual y corpóreo, en
relación con Dios, con los demás seres humanos y con las demás criaturas.107
La centralidad del misterio de Cristo, por tanto, no debilita ni excluye el
papel de la razón y por lo mismo no priva a la doctrina social de la Iglesia de
plausibilidad racional y, por tanto, de su destinación universal. Ya que el
misterio de Cristo ilumina el misterio del hombre, la razón da plenitud de
sentido a la comprensión de la dignidad humana y de las exigencias morales que
la tutelan. La doctrina social es un conocimiento iluminado por la fe, que
—precisamente porque es tal— expresa una mayor capacidad de entendimiento. Da
razón a todos de las verdades que afirma y de los deberes que comporta: puede
hallar acogida y ser compartida por todos.
b) En diálogo cordial con todos los saberes
76 La doctrina social de la Iglesia se sirve de todas las aportaciones
cognoscitivas, provenientes de cualquier saber, y tiene una importante dimensión
interdisciplinar: « Para encarnar cada vez mejor, en contextos sociales
económicos y políticos distintos, y continuamente cambiantes, la única verdad
sobre el hombre, esta doctrina entra en diálogo con las diversas disciplinas que
se ocupan del hombre, [e] incorpora sus aportaciones ».108 La doctrina social se
vale de las contribuciones de significado de la filosofía e igualmente de las
aportaciones descriptivas de las ciencias humanas.
77 Es esencial, ante todo, el aporte de la filosofía, señalado ya al indicar la
naturaleza humana come fuente y la razón como vía cognoscitiva de la misma fe.
Mediante la razón, la doctrina social asume la filosofía en su misma lógica
interna, es decir, en la argumentación que le es propia.
Afirmar que la doctrina social debe encuadrarse en la teología más que en la
filosofía, no significa ignorar o subestimar la función y el aporte filosófico.
La filosofía, en efecto, es un instrumento idóneo e indispensable para una
correcta comprensión de los conceptos básicos de la doctrina social —como la
persona, la sociedad, la libertad, la conciencia, la ética, el derecho, la
justicia, el bien común, la solidaridad, la subsidiaridad, el Estado—, una
comprensión tal que inspire una convivencia social armónica. Además, la
filosofía hace resaltar la plausibilidad racional de la luz que el Evangelio
proyecta sobre la sociedad y solicita la apertura y el asentimiento a la verdad
de toda inteligencia y conciencia.
78 Una contribución significativa a la doctrina social de la Iglesia procede
también de las ciencias humanas y sociales: 109 ningún saber resulta excluido,
por la parte de verdad de la que es portador. La Iglesia reconoce y acoge todo
aquello que contribuye a la comprensión del hombre en la red de las relaciones
sociales, cada vez más extensa, cambiante y compleja. La Iglesia es consciente
de que un conocimiento profundo del hombre no se alcanza sólo con la teología,
sin las aportaciones de otros muchos saberes, a los cuales la teología misma
hace referencia.
La apertura atenta y constante a las ciencias proporciona a la doctrina social
de la Iglesia competencia, concreción y actualidad. Gracias a éstas, la Iglesia
puede comprender de forma más precisa al hombre en la sociedad, hablar a los
hombres de su tiempo de modo más convincente y cumplir más eficazmente su tarea
de encarnar, en la conciencia y en la sensibilidad social de nuestro tiempo, la
Palabra de Dios y la fe, de la cual la doctrina social « arranca ».110
Este diálogo interdisciplinar solicita también a las ciencias a acoger las
perspectivas de significado, de valor y de empeño que la doctrina social
manifiesta y « a abrirse a horizontes más amplios al servicio de cada persona,
conocida y amada en la plenitud de su vocación ».111
c) Expresión del ministerio de enseñanza de la Iglesia
79 La doctrina social es de la Iglesia porque la Iglesia es el sujeto que la
elabora, la difunde y la enseña. No es prerrogativa de un componente del cuerpo
eclesial, sino de la comunidad entera: es expresión del modo en que la Iglesia
comprende la sociedad y se confronta con sus estructuras y sus variaciones. Toda
la comunidad eclesial —sacerdotes, religiosos y laicos— participa en la
elaboración de la doctrina social, según la diversidad de tareas, carismas y
ministerios.
Las aportaciones múltiples y multiformes —que son también expresión del «
sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo » 112 — son asumidas,
interpretadas y unificadas por el Magisterio, que promulga la enseñanza social
como doctrina de la Iglesia. El Magisterio compete, en la Iglesia, a quienes
están investidos del « munus docendi », es decir, del ministerio de enseñar en
el campo de la fe y de la moral con la autoridad recibida de Cristo. La doctrina
social no es sólo fruto del pensamiento y de la obra de personas cualificadas,
sino que es el pensamiento de la Iglesia, en cuanto obra del Magisterio, que
enseña con la autoridad que Cristo ha conferido a los Apóstoles y a sus
sucesores: el Papa y los Obispos en comunión con él.113
80 En la doctrina social de la Iglesia se pone en acto el Magisterio en todos
sus componentes y expresiones. Se encuentra, en primer lugar, el Magisterio
universal del Papa y del Concilio: es este Magisterio el que determina la
dirección y señala el desarrollo de la doctrina social. Éste, a su vez, está
integrado por el Magisterio episcopal, que específica, traduce y actualiza la
enseñanza en los aspectos concretos y peculiares de las múltiples y diversas
situaciones locales.114 La enseñanza social de los Obispos ofrece contribuciones
válidas y estímulos al magisterio del Romano Pontífice. De este modo se actúa
una circularidad, que expresa de hecho la colegialidad de los Pastores unidos al
Papa en la enseñanza social de la Iglesia. El conjunto doctrinal resultante
abarca e integra la enseñanza universal de los Papas y la particular de los
Obispos.
En cuanto parte de la enseñanza moral de la Iglesia, la doctrina social reviste
la misma dignidad y tiene la misma autoridad de tal enseñanza. Es Magisterio
auténtico, que exige la aceptación y adhesión de los fieles.115 El peso
doctrinal de las diversas enseñanzas y el asenso que requieren depende de su
naturaleza, de su grado de independencia respecto a elementos contingentes y
variables, y de la frecuencia con la cual son invocados.116
d) Hacia una sociedad reconciliada en la justicia y en el amor
81 El objeto de la doctrina social es esencialmente el mismo que constituye su
razón de ser: el hombre llamado a la salvación y, como tal, confiado por Cristo
al cuidado y a la responsabilidad de la Iglesia.117 Con su doctrina social, la
Iglesia se preocupa de la vida humana en la sociedad, con la conciencia que de
la calidad de la vida social, es decir, de las relaciones de justicia y de amor
que la forman, depende en modo decisivo la tutela y la promoción de las personas
que constituyen cada una de las comunidades. En la sociedad, en efecto, están en
juego la dignidad y los derechos de la persona y la paz en las relaciones entre
las personas y entre las comunidades. Estos bienes deben ser logrados y
garantizados por la comunidad social.
En esta perspectiva, la doctrina social realiza una tarea de anuncio y de
denuncia.
Ante todo, el anuncio de lo que la Iglesia posee como propio: « una visión
global del hombre y de la humanidad »,118 no sólo en el nivel teórico, sino
práctico. La doctrina social, en efecto, no ofrece solamente significados,
valores y criterios de juicio, sino también las normas y las directrices de
acción que de ellos derivan.119 Con esta doctrina, la Iglesia no persigue fines
de estructuración y organización de la sociedad, sino de exigencia, dirección y
formación de las conciencias.
La doctrina social comporta también una tarea de denuncia, en presencia del
pecado: es el pecado de injusticia y de violencia que de diversos modos afecta
la sociedad y en ella toma cuerpo.120 Esta denuncia se hace juicio y defensa de
los derechos ignorados y violados, especialmente de los derechos de los pobres,
de los pequeños, de los débiles.121 Esta denuncia es tanto más necesaria cuanto
más se extiendan las injusticias y las violencias, que abarcan categorías
enteras de personas y amplias áreas geográficas del mundo, y dan lugar a
cuestiones sociales, es decir, a abusos y desequilibrios que agitan las
sociedades. Gran parte de la enseñanza social de la Iglesia, es requerida y
determinada por las grandes cuestiones sociales, para las que quiere ser una
respuesta de justicia social.
82 La finalidad de la doctrina social es de orden religioso y moral.122
Religioso, porque la misión evangelizadora y salvífica de la Iglesia alcanza al
hombre « en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de
su ser comunitario y social ».123 Moral, porque la Iglesia mira hacia un «
humanismo pleno »,124 es decir, a la « liberación de todo lo que oprime al
hombre » 125 y al « desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres
».126 La doctrina social traza los caminos que hay que recorrer para edificar
una sociedad reconciliada y armonizada en la justicia y en el amor, que anticipa
en la historia, de modo incipiente y prefigurado, los « nuevos cielos y nueva
tierra, en los que habite la justicia » (2 P 3,13).
e) Un mensaje para los hijos de la Iglesia y para la humanidad
83 La primera destinataria de la doctrina social es la comunidad eclesial en
todos sus miembros, porque todos tienen responsabilidades sociales que asumir.
La enseñanza social interpela la conciencia en orden a reconocer y cumplir los
deberes de justicia y de caridad en la vida social. Esta enseñanza es luz de
verdad moral, que suscita respuestas apropiadas según la vocación y el
ministerio de cada cristiano. En las tareas de evangelización, es decir, de
enseñanza, de catequesis, de formación, que la doctrina social de la Iglesia
promueve, ésta se destina a todo cristiano, según las competencias, los
carismas, los oficios y la misión de anuncio propios de cada uno.127
La doctrina social implica también responsabilidades relativas a la
construcción, la organización y el funcionamiento de la sociedad: obligaciones
políticas, económicas, administrativas, es decir, de naturaleza secular, que
pertenecen a los fieles laicos, no a los sacerdotes ni a los religiosos.128
Estas responsabilidades competen a los laicos de modo peculiar, en razón de la
condición secular de su estado de vida y de la índole secular de su vocación:
129 mediante estas responsabilidades, los laicos ponen en práctica la enseñanza
social y cumplen la misión secular de la Iglesia.130
84 Además de la destinación primaria y específica a los hijos de la Iglesia, la
doctrina social tiene una destinación universal. La luz del Evangelio, que la
doctrina social reverbera en la sociedad, ilumina a todos los hombres, y todas
las conciencias e inteligencias están en condiciones de acoger la profundidad
humana de los significados y de los valores por ella expresados y la carga de
humanidad y de humanización de sus normas de acción. Así pues, todos, en nombre
del hombre, de su dignidad una y única, y de su tutela y promoción en la
sociedad, todos, en nombre del único Dios, Creador y fin último del hombre, son
destinatarios de la doctrina social de la Iglesia.131 La doctrina social de la
Iglesia es una enseñanza expresamente dirigida a todos los hombres de buena
voluntad 132 y, efectivamente, es escuchada por los miembros de otras Iglesias y
Comunidades Eclesiales, por los seguidores de otras tradiciones religiosas y por
personas que no pertenecen a ningún grupo religioso.
f) Bajo el signo de la continuidad y de la renovación
85 Orientada por la luz perenne del Evangelio y constantemente atenta a la
evolución de la sociedad, la doctrina social de la Iglesia se caracteriza por la
continuidad y por la renovación.133
Esta doctrina manifiesta ante todo la continuidad de una enseñanza que se
fundamenta en los valores universales que derivan de la Revelación y de la
naturaleza humana. Por tal motivo, la doctrina social no depende de las diversas
culturas, de las diferentes ideologías, de las distintas opiniones: es una
enseñanza constante, que « se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, en
sus “principios de reflexión”, en sus fundamentales “directrices de acción”,
sobre todo, en su unión vital con el Evangelio del Señor ».134 En este núcleo
portante y permanente, la doctrina social de la Iglesia recorre la historia sin
sufrir sus condicionamientos, ni correr el riesgo de la disolución.
Por otra parte, en su constante atención a la historia, dejándose interpelar por
los eventos que en ella se producen, la doctrina social de la Iglesia manifiesta
una capacidad de renovación continua. La firmeza en los principios no la
convierte en un sistema rígido de enseñanzas, es, más bien, un Magisterio en
condiciones de abrirse a las cosas nuevas, sin diluirse en ellas: 135 una
enseñanza « sometida a las necesarias y oportunas adaptaciones sugeridas por la
variación de las condiciones históricas así como por el constante flujo de los
acontecimientos en que se mueve la vida de los hombres y de las sociedades ».136
86 La doctrina social de la Iglesia se presenta como un « taller » siempre
abierto, en el que la verdad perenne penetra y permea la novedad contingente,
trazando caminos de justicia y de paz. La fe no pretende aprisionar en un
esquema cerrado la cambiante realidad socio-política.137 Más bien es verdad lo
contrario: la fe es fermento de novedad y creatividad. La enseñanza que de ella
continuamente surge « se desarrolla por medio de la reflexión madurada al
contacto con situaciones cambiantes de este mundo, bajo el impulso del Evangelio
como fuente de renovación ».138
Madre y Maestra, la Iglesia no se encierra ni se retrae en sí misma, sino que
continuamente se manifiesta, tiende y se dirige hacia el hombre, cuyo destino de
salvación es su razón de ser. La Iglesia es entre los hombres el icono viviente
del Buen Pastor, que busca y encuentra al hombre allí donde está, en la
condición existencial e histórica de su vida. Es ahí donde la Iglesia lo
encuentra con el Evangelio, mensaje de liberación y de reconciliación, de
justicia y de paz.
III. LA DOCTRINA SOCIAL EN NUESTRO TIEMPO:
APUNTES HISTÓRICOS
a) El comienzo de un nuevo camino
87 La locución doctrina social se remonta a Pío XI 139 y designa el « corpus »
doctrinal relativo a temas de relevancia social que, a partir de la encíclica «
Rerum novarum » 140 de León XIII, se ha desarrollado en la Iglesia a través del
Magisterio de los Romanos Pontífices y de los Obispos en comunión con ellos.141
La solicitud social no ha tenido ciertamente inicio con ese documento, porque la
Iglesia no se ha desinteresado jamás de la sociedad; sin embargo, la encíclica «
Rerum novarum » da inicio a un nuevo camino: injertándose en una tradición
plurisecular, marca un nuevo inicio y un desarrollo sustancial de la enseñanza
en campo social.142
En su continua atención por el hombre en la sociedad, la Iglesia ha acumulado
así un rico patrimonio doctrinal. Éste tiene sus raíces en la Sagrada Escritura,
especialmente en el Evangelio y en los escritos apostólicos, y ha tomado forma y
cuerpo a partir de los Padres de la Iglesia y de los grandes Doctores del
Medioevo, constituyendo una doctrina en la cual, aun sin intervenciones
explícitas y directas a nivel magisterial, la Iglesia se ha ido reconociendo
progresivamente.
88 Los eventos de naturaleza económica que se produjeron en el siglo XIX
tuvieron consecuencias sociales, políticas y culturales devastadoras. Los
acontecimientos vinculados a la revolución industrial trastornaron estructuras
sociales seculares, ocasionando graves problemas de justicia y dando lugar a la
primera gran cuestión social, la cuestión obrera, causada por el conflicto entre
capital y trabajo. Ante un cuadro semejante la Iglesia advirtió la necesidad de
intervenir en modo nuevo: las « res novae », constituidas por aquellos eventos,
representaban un desafío para su enseñanza y motivaban una especial solicitud
pastoral hacia ingentes masas de hombres y mujeres. Era necesario un renovado
discernimiento de la situación, capaz de delinear soluciones apropiadas a
problemas inusitados e inexplorados.
b) De la « Rerum novarum » hasta nuestros días
89 Como respuesta a la primera gran cuestión social, León XIII promulga la
primera encíclica social, la « Rerum novarum ».143 Esta examina la condición de
los trabajadores asalariados, especialmente penosa para los obreros de la
industria, afligidos por una indigna miseria. La cuestión obrera es tratada de
acuerdo con su amplitud real: es estudiada en todas sus articulaciones sociales
y políticas, para ser evaluada adecuadamente a la luz de los principios
doctrinales fundados en la Revelación, en la ley y en la moral naturales.
La « Rerum novarum » enumera los errores que provocan el mal social, excluye el
socialismo como remedio y expone, precisándola y actualizándola, « la doctrina
social sobre el trabajo, sobre el derecho de propiedad, sobre el principio de
colaboración contrapuesto a la lucha de clases como medio fundamental para el
cambio social, sobre el derecho de los débiles, sobre la dignidad de los pobres
y sobre las obligaciones de los ricos, sobre el perfeccionamiento de la justicia
por la caridad, sobre el derecho a tener asociaciones profesionales ».144
La « Rerum novarum » se ha convertido en el documento inspirador y de referencia
de la actividad cristiana en el campo social.145 El tema central de la encíclica
es la instauración de un orden social justo, en vista del cual se deben
identificar los criterios de juicio que ayuden a valorar los ordenamientos
socio-políticos existentes y a proyectar líneas de acción para su oportuna
transformación.
90 La « Rerum novarum » afrontó la cuestión obrera con un método que se
convertirá en un « paradigma permanente » 146 para el desarrollo sucesivo de la
doctrina social. Los principios afirmados por León XIII serán retomados y
profundizados por las encíclicas sociales sucesivas. Toda la doctrina social se
podría entender como una actualización, una profundización y una expansión del
núcleo originario de los principios expuestos en la « Rerum novarum ». Con este
texto, valiente y clarividente, el Papa León XIII confirió « a la Iglesia una
especie de “carta de ciudadanía” respecto a las realidades cambiantes de la vida
pública » 147 y « escribió unas palabras decisivas »,148 que se convirtieron en
« un elemento permanente de la doctrina social de la Iglesia »,149 afirmando que
los graves problemas sociales « podían ser resueltos solamente mediante la
colaboración entre todas las fuerzas » 150 y añadiendo también que « por lo que
se refiere a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto ella regateará su esfuerzo
».151
91 A comienzos de los años Treinta, a breve distancia de la grave crisis
económica de 1929, Pío XI publica la encíclica « Quadragesimo anno »,152 para
conmemorar los cuarenta años de la « Rerum novarum ». El Papa relee el pasado a
la luz de una situación económico-social en la que a la industrialización se
había unido la expansión del poder de los grupos financieros, en ámbito nacional
e internacional. Era el período posbélico, en el que estaban afirmándose en
Europa los regímenes totalitarios, mientras se exasperaba la lucha de clases. La
Encíclica advierte la falta de respeto a la libertad de asociación y confirma
los principios de solidaridad y de colaboración para superar las antinomias
sociales. Las relaciones entre capital y trabajo deben estar bajo el signo de la
cooperación.153
La « Quadragesimo anno » confirma el principio que el salario debe ser
proporcionado no sólo a las necesidades del trabajador, sino también a las de su
familia. El Estado, en las relaciones con el sector privado, debe aplicar el
principio de subsidiaridad, principio que se convertirá en un elemento
permanente de la doctrina social. La Encíclica rechaza el liberalismo entendido
como ilimitada competencia entre las fuerzas económicas, a la vez que reafirma
el valor de la propiedad privada, insistiendo en su función social. En una
sociedad que debía reconstruirse desde su base económica, convertida toda ella
en la « cuestión » que se debía afrontar, « Pío XI sintió el deber y la
responsabilidad de promover un mayor conocimiento, una más exacta interpretación
y una urgente aplicación de la ley moral reguladora de las relaciones
humanas..., con el fin de superar el conflicto de clases y llegar a un nuevo
orden social basado en la justicia y en la caridad ».154
92 Pío XI no dejó de hacer oír su voz contra los regímenes totalitarios que se
afianzaron en Europa durante su Pontificado. Ya el 29 de junio de 1931 había
protestado contra los atropellos del régimen fascista en Italia con la encíclica
« Non abbiamo bisogno ».155 En 1937 publicó la encíclica « Mit brennender Sorge
»,156 sobre la situación de la Iglesia católica en el Reich alemán. El texto de
la « Mit brennender Sorge » fue leído desde el púlpito de todas las iglesias
católicas en Alemania, tras haber sido difundido con la máxima reserva. La
encíclica llegaba después de años de abusos y violencias y había sido
expresamente solicitada a Pío XI por los Obispos alemanes, a causa de las
medidas cada vez más coercitivas y represivas adoptadas por el Reich en 1936, en
particular con respecto a los jóvenes, obligados a inscribirse en la « Juventud
hitleriana ». El Papa se dirige a los sacerdotes, a los religiosos y a los
fieles laicos, para animarlos y llamarlos a la resistencia, mientras no se
restablezca una verdadera paz entre la Iglesia y el Estado. En 1938, ante la
difusión del antisemitismo, Pío XI afirmó: « Somos espiritualmente semitas ».157
Con la encíclica « Divini Redemptoris »,158 sobre el comunismo ateo y sobre la
doctrina social cristiana, Pío XI criticó de modo sistemático el comunismo,
definido « intrínsecamente malo »,159 e indicó como medios principales para
poner remedio a los males producidos por éste, la renovación de la vida
cristiana, el ejercicio de la caridad evangélica, el cumplimiento de los deberes
de justicia a nivel interpersonal y social en orden al bien común, la
institucionalización de cuerpos profesionales e interprofesionales.
93 Los Radiomensajes navideños de Pío XII,160 junto a otras de sus importantes
intervenciones en materia social, profundizan la reflexión magisterial sobre un
nuevo orden social, gobernado por la moral y el derecho, y centrado en la
justicia y en la paz. Durante su Pontificado, Pío XII atravesó los años
terribles de la Segunda Guerra Mundial y los difíciles de la reconstrucción. No
publicó encíclicas sociales, sin embargo manifestó constantemente, en numerosos
contextos, su preocupación por el orden internacional trastornado: « En los años
de la guerra y de la posguerra el Magisterio social de Pío XII representó para
muchos pueblos de todos los continentes y para millones de creyentes y no
creyentes la voz de la conciencia universal, interpretada y proclamada en íntima
conexión con la Palabra de Dios. Con su autoridad moral y su prestigio, Pío XII
llevó la luz de la sabiduría cristiana a un número incontable de hombres de toda
categoría y nivel social ».161
Una de las características de las intervenciones de Pío XII es el relieve dado a
la relación entre moral y derecho. El Papa insiste en la noción de derecho
natural, como alma del ordenamiento que debe instaurarse en el plano nacional e
internacional. Otro aspecto importante de la enseñanza de Pío XII es su atención
a las agrupaciones profesionales y empresariales, llamadas a participar de modo
especial en la consecución del bien común: « Por su sensibilidad e inteligencia
para captar “los signos de los tiempos”, Pío XII puede ser considerado como el
precursor inmediato del Concilio Vaticano II y de la enseñanza social de los
Papas que le han sucedido ».162
94 Los años Sesenta abren horizontes prometedores: la recuperación después de
las devastaciones de la guerra, el inicio de la descolonización, las primeras
tímidas señales de un deshielo en las relaciones entre los dos bloques,
americano y soviético. En este clima, el beato Juan XXIII lee con profundidad
los « signos de los tiempos ».163 La cuestión social se está universalizando y
afecta a todos los países: junto a la cuestión obrera y la revolución
industrial, se delinean los problemas de la agricultura, de las áreas en vías de
desarrollo, del incremento demográfico y los relacionados con la necesidad de
una cooperación económica mundial. Las desigualdades, advertidas precedentemente
al interno de las Naciones, aparecen ahora en el plano internacional y
manifiestan cada vez con mayor claridad la situación dramática en que se
encuentra el Tercer Mundo.
Juan XXIII, en la encíclica « Mater et magistra »,164 « trata de actualizar los
documentos ya conocidos y dar un nuevo paso adelante en el proceso de compromiso
de toda la comunidad cristiana ».165 Las palabras clave de la encíclica son
comunidad y socialización: 166 la Iglesia está llamada a colaborar con todos los
hombres en la verdad, en la justicia y en el amor, para construir una auténtica
comunión. Por esta vía, el crecimiento económico no se limitará a satisfacer las
necesidades de los hombres, sino que podrá promover también su dignidad.
95 Con la encíclica « Pacem in terris »,167 Juan XXIII pone de relieve el tema
de la paz, en una época marcada por la proliferación nuclear. La « Pacem in
terris » contiene, además, la primera reflexión a fondo de la Iglesia sobre los
derechos humanos; es la encíclica de la paz y de la dignidad de las personas.
Continúa y completa el discurso de la « Mater et magistra » y, en la dirección
indicada por León XIII, subraya la importancia de la colaboración entre todos:
es la primera vez que un documento de la Iglesia se dirige también « a todos los
hombres de buena voluntad »,168 llamados a una tarea inmensa: « la de establecer
un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la
égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad ».169 La « Pacem in
terris » se detiene sobre los poderes públicos de la comunidad mundial, llamados
a « examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal
en el orden económico, social, político o cultural ».170 En el décimo
aniversario de la « Pacem in terris », el Cardenal Maurice Roy, Presidente de la
Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », envió a Pablo VI una carta, acompañada
de un documento con un serie de reflexiones sobre el valor de la enseñanza de la
encíclica del Papa Juan para iluminar los nuevos problemas vinculados con la
promoción de la paz.171
96 La Constitución pastoral « Gaudium et spes »172 del Concilio Vaticano II,
constituye una significativa respuesta de la Iglesia a las expectativas del
mundo contemporáneo. En esta Constitución, « en sintonía con la renovación
eclesiológica, se refleja una nueva concepción de ser comunidad de creyentes y
pueblo de Dios. Y suscitó entonces nuevo interés por la doctrina contenida en
los documentos anteriores respecto del testimonio y la vida de los cristianos,
como medios auténticos para hacer visible la presencia de Dios en el mundo ».173
La « Gaudium et spes » delinea el rostro de una Iglesia « íntima y realmente
solidaria del género humano y de su historia »,174 que camina con toda la
humanidad y está sujeta, juntamente con el mundo, a la misma suerte terrena,
pero que al mismo tiempo es « como fermento y como alma de la sociedad, que debe
renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios ».175
La « Gaudium et spes » estudia orgánicamente los temas de la cultura, de la vida
económico-social, del matrimonio y de la familia, de la comunidad política, de
la paz y de la comunidad de los pueblos, a la luz de la visión antropológica
cristiana y de la misión de la Iglesia. Todo ello lo hace a partir de la persona
y en dirección a la persona, « única criatura terrestre a la que Dios ha amado
por sí mismo ».176 La sociedad, sus estructuras y su desarrollo deben estar
finalizados a « consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana
».177 Por primera vez el Magisterio de la Iglesia, al más alto nivel, se expresa
en modo tan amplio sobre los diversos aspectos temporales de la vida cristiana.
« Se debe reconocer que la atención prestada en la Constitución a los cambios
sociales, psicológicos, políticos, económicos, morales y religiosos ha
despertado cada vez más... la preocupación pastoral de la Iglesia por los
problemas de los hombres y el diálogo con el mundo ».178
97 Otro documento del Concilio Vaticano II de gran relevancia en el « corpus »
de la doctrina social de la Iglesia es la declaración « Dignitatis humanae »,179
en el que se proclama el derecho a la libertad religiosa. El documento trata el
tema en dos capítulos. El primero, de carácter general, afirma que el derecho a
la libertad religiosa se fundamenta en la dignidad de la persona humana y que
debe ser reconocido como derecho civil en el ordenamiento jurídico de la
sociedad. El segundo capítulo estudia el tema a la luz de la Revelación y
clarifica sus implicaciones pastorales, recordando que se trata de un derecho
que no se refiere sólo a las personas individuales, sino también a las diversas
comunidades.
98 « El desarrollo es el nuevo nombre de la paz »,180 afirma Pablo VI en la
encíclica « Populorum Progressio »,181 que puede ser considerada una ampliación
del capítulo sobre la vida económico-social de la « Gaudium et spes », no
obstante introduzca algunas novedades significativas. En particular, el
documento indica las coordenadas de un desarrollo integral del hombre y de un
desarrollo solidario de la humanidad: « dos temas estos que han de considerarse
como los ejes en torno a los cuales se estructura todo el entramado de la
encíclica. Queriendo convencer a los destinatarios de la urgencia de una acción
solidaria, el Papa presenta el desarrollo como “el paso de condiciones de vida
menos humanas a condiciones de vida más humanas”, y señala sus características
».182 Este paso no está circunscrito a las dimensiones meramente económicas y
técnicas, sino que implica, para toda persona, la adquisición de la cultura, el
respeto de la dignidad de los demás, el reconocimiento « de los valores
supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin ».183 Procurar el
desarrollo de todos los hombres responde a una exigencia de justicia a escala
mundial, que pueda garantizar la paz planetaria y hacer posible la realización
de « un humanismo pleno »,184 gobernado por los valores espirituales.
99 En esta línea, Pablo VI instituye en 1967 la Pontificia Comisión « Iustitia
et Pax », cumpliendo un deseo de los Padres Conciliares, que consideraban « muy
oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como función
estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo de los países
pobres y la justicia social internacional ».185 Por iniciativa de Pablo VI, a
partir de 1968, la Iglesia celebra el primer día del año la Jornada Mundial de
la Paz. El mismo Pontífice dio inicio a la tradición de los Mensajes que abordan
el tema elegido para cada Jornada Mundial de la Paz, acrecentando así el «
corpus » de la doctrina social.
100 A comienzos de los años Setenta, en un clima turbulento de contestación
fuertemente ideológica, Pablo VI retoma la enseñanza social de León XIII y la
actualiza, con ocasión del octogésimo aniversario de la « Rerum novarum », en la
Carta apostólica « Octogesima adveniens ».186 El Papa reflexiona sobre la
sociedad post-industrial con todos sus complejos problemas, poniendo de relieve
la insuficiencia de las ideologías para responder a estos desafíos: la
urbanización, la condición juvenil, la situación de la mujer, la desocupación,
las discriminaciones, la emigración, el incremento demográfico, el influjo de
los medios de comunicación social, el medio ambiente.
101 Al cumplirse los noventa años de la « Rerum novarum », Juan Pablo II dedica
la encíclica « Laborem exercens » 187 al trabajo, como bien fundamental para la
persona, factor primario de la actividad económica y clave de toda la cuestión
social. La « Laborem exercens » delinea una espiritualidad y una ética del
trabajo, en el contexto de una profunda reflexión teológica y filosófica. El
trabajo debe ser entendido no sólo en sentido objetivo y material; es necesario
también tener en cuenta su dimensión subjetiva, en cuanto actividad que es
siempre expresión de la persona. Además de ser un paradigma decisivo de la vida
social, el trabajo tiene la dignidad propia de un ámbito en el que debe
realizarse la vocación natural y sobrenatural de la persona.
102 Con la encíclica « Sollicitudo rei socialis »,188 Juan Pablo II conmemora el
vigésimo aniversario de la « Populorum progressio » y trata nuevamente el tema
del desarrollo bajo un doble aspecto: « el primero, la situación dramática del
mundo contemporáneo, bajo el perfil del desarrollo fallido del Tercer Mundo, y
el segundo, el sentido, las condiciones y las exigencias de un desarrollo digno
del hombre ».189 La encíclica introduce la distinción entre progreso y
desarrollo, y afirma que « el verdadero desarrollo no puede limitarse a la
multiplicación de los bienes y servicios, esto es, a lo que se posee, sino que
debe contribuir a la plenitud del “ser” del hombre. De este modo, pretende
señalar con claridad el carácter moral del verdadero desarrollo ».190 Juan Pablo
II, evocando el lema del pontificado de Pío XII, « Opus iustitiae pax », la paz
como fruto de la justicia, comenta: « Hoy se podría decir, con la misma
exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32,17; St 3,18), Opus
solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad ».191
103 En el centenario de la « Rerum novarum », Juan Pablo II promulga su tercera
encíclica social, la « Centesimus annus »,192 que muestra la continuidad
doctrinal de cien años de Magisterio social de la Iglesia. Retomando uno de los
principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y
política, que había sido el tema central de la encíclica precedente, el Papa
escribe: « el principio que hoy llamamos de solidaridad ... León XIII lo enuncia
varias veces con el nombre de “amistad”...; por Pío XI es designado con la
expresión no menos significativa de “caridad social”, mientras que Pablo VI,
ampliando el concepto, en conformidad con las actuales y múltiples dimensiones
de la cuestión social, hablaba de “civilización del amor” ».193 Juan Pablo II
pone en evidencia cómo la enseñanza social de la Iglesia avanza sobre el eje de
la reciprocidad entre Dios y el hombre: reconocer a Dios en cada hombre y cada
hombre en Dios es la condición de un auténtico desarrollo humano. El articulado
y profundo análisis de las « res novae », y especialmente del gran cambio de
1989, con la caída del sistema soviético, manifiesta un aprecio por la
democracia y por la economía libre, en el marco de una indispensable
solidaridad.
c) A la luz y bajo el impulso del Evangelio
104 Los documentos aquí evocados constituyen los hitos principales del camino de
la doctrina social desde los tiempos de León XIII hasta nuestros días. Esta
sintética reseña se alargaría considerablemente si tuviese cuenta de todas las
intervenciones motivadas por un tema específico, que tienen su origen en « la
preocupación pastoral por proponer a la comunidad cristiana y a todos los
hombres de buena voluntad los principios fundamentales, los criterios
universales y las orientaciones capaces de sugerir las opciones de fondo y la
praxis coherente para cada situación concreta ».194
En la elaboración y la enseñanza de la doctrina social, la Iglesia ha perseguido
y persigue no unos fines teóricos, sino pastorales, cuando constata las
repercusiones de los cambios sociales en la dignidad de cada uno de los seres
humanos y de las multitudes de hombres y mujeres en contextos en los que « se
busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance
paralelamente el mejoramiento de los espíritus ».195 Por esta razón se ha
constituido y desarrollado la doctrina social: « un “corpus” doctrinal renovado,
que se va articulando a medida que la Iglesia en la plenitud de la Palabra
revelada por Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn
14,16.26; 16,13-15), lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la
historia ».196
CAPÍTULO TERCERO
LA PERSONA HUMANA Y SUS DERECHOS
I. DOCTRINA SOCIAL Y PRINCIPIO PERSONALISTA
105 La Iglesia ve en el hombre, en cada hombre, la imagen viva de Dios mismo;
imagen que encuentra, y está llamada a descubrir cada vez más profundamente, su
plena razón de ser en el misterio de Cristo, Imagen perfecta de Dios, Revelador
de Dios al hombre y del hombre a sí mismo. A este hombre, que ha recibido de
Dios mismo una incomparable e inalienable dignidad, es a quien la Iglesia se
dirige y le presta el servicio más alto y singular recordándole constantemente
su altísima vocación, para que sea cada vez más consciente y digno de ella.
Cristo, Hijo de Dios, « con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre »; 197 por ello, la Iglesia reconoce como su tarea principal hacer que
esta unión pueda actuarse y renovarse continuamente. En Cristo Señor, la Iglesia
señala y desea recorrer ella misma el camino del hombre,198 e invita a reconocer
en todos, cercanos o lejanos, conocidos o desconocidos, y sobre todo en el pobre
y en el que sufre, un hermano « por quien murió Cristo » (1 Co 8,11; Rm
14,15).199
106 Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la
persona humana. De esta conciencia, la Iglesia ha sabido hacerse intérprete
autorizada, en múltiples ocasiones y de diversas maneras, reconociendo y
afirmando la centralidad de la persona humana en todos los ámbitos y
manifestaciones de la sociabilidad: « La sociedad humana es, por tanto objeto de
la enseñanza social de la Iglesia desde el momento que ella no se encuentra ni
fuera ni sobre los hombres socialmente unidos, sino que existe exclusivamente
por ellos y, por consiguiente, para ellos ».200 Este importante reconocimiento
se expresa en la afirmación de que « lejos de ser un objeto y un elemento
puramente pasivo de la vida social », el hombre « es, por el contrario, y debe
ser y permanecer, su sujeto, su fundamento y su fin ».201 Del hombre, por tanto,
trae su origen la vida social que no puede renunciar a reconocerlo como sujeto
activo y responsable, y a él deben estar finalizadas todas las expresiones de la
sociedad.
107 El hombre, comprendido en su realidad histórica concreta, representa el
corazón y el alma de la enseñanza social católica.202 Toda la doctrina social se
desarrolla, en efecto, a partir del principio que afirma la inviolable dignidad
de la persona humana.203 Mediante las múltiples expresiones de esta conciencia,
la Iglesia ha buscado, ante todo, tutelar la dignidad humana frente a todo
intento de proponer imágenes reductivas y distorsionadas; y además, ha
denunciado repetidamente sus muchas violaciones. La historia demuestra que en la
trama de las relaciones sociales emergen algunas de las más amplias capacidades
de elevación del hombre, pero también allí se anidan los más execrables
atropellos de su dignidad.
II. LA PERSONA HUMANA « IMAGO DEI »
a) Criatura a imagen de Dios
108 El mensaje fundamental de la Sagrada Escritura anuncia que la persona humana
es criatura de Dios (cf. Sal 139,14-18) y especifica el elemento que la
caracteriza y la distingue en su ser a imagen de Dios: « Creó, pues, Dios al ser
humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó » (Gn
1,27). Dios coloca la criatura humana en el centro y en la cumbre de la
creación: al hombre (en hebreo « adam »), plasmado con la tierra (« adamah »),
Dios insufla en las narices el aliento de la vida (cf. Gn 2,7). De ahí que, «
por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de
persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse
y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por
la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de
amor que ningún otro ser puede dar en su lugar ».204
109 La semejanza con Dios revela que la esencia y la existencia del hombre están
constitutivamente relacionadas con Él del modo más profundo.205 Es una relación
que existe por sí misma y no llega, por tanto, en un segundo momento ni se añade
desde fuera. Toda la vida del hombre es una pregunta y una búsqueda de Dios.
Esta relación con Dios puede ser ignorada, olvidada o removida, pero jamás puede
ser eliminada. Entre todas las criaturas del mundo visible, en efecto, sólo el
hombre es « “capaz” de Dios » (« homo est Dei capax »).206 La persona humana es
un ser personal creado por Dios para la relación con Él, que sólo en esta
relación puede vivir y expresarse, y que tiende naturalmente hacia Él.207
110 La relación entre Dios y el hombre se refleja en la dimensión relacional y
social de la naturaleza humana. El hombre, en efecto, no es un ser solitario, ya
que « por su íntima naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desplegar
sus cualidades, sin relacionarse con los demás ».208 A este respecto resulta
significativo el hecho de que Dios haya creado al ser humano como hombre y mujer
209 (cf. Gn 1,27): « Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la
vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y
animal (cf. Gn 2,20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es
hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2,23), y en quien vive
igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo
interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o
mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona
».210
111 El hombre y la mujer tienen la misma dignidad y son de igual valor,211 no
sólo porque ambos, en su diversidad, son imagen de Dios, sino, más profundamente
aún, porque el dinamismo de reciprocidad que anima el « nosotros » de la pareja
humana es imagen de Dios.212 En la relación de comunión recíproca, el hombre y
la mujer se realizan profundamente a sí mismos reencontrándose como personas a
través del don sincero de sí mismos.213 Su pacto de unión es presentado en la
Sagrada Escritura como una imagen del Pacto de Dios con los hombres (cf. Os 1-3;
Is 54; Ef 5,21- 33) y, al mismo tiempo, como un servicio a la vida.214 La pareja
humana puede participar, en efecto, de la creatividad de Dios: « Y los bendijo
Dios y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra” » (Gn 1,28).
112 El hombre y la mujer están en relación con los demás ante todo como
custodios de sus vidas: 215 « a todos y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn
9,5), confirma Dios a Noé después del diluvio. Desde esta perspectiva, la
relación con Dios exige que se considere la vida del hombre sagrada e
inviolable.216 El quinto mandamiento: « No matarás » (Ex 20,13; Dt 5,17) tiene
valor porque sólo Dios es Señor de la vida y de la muerte.217 El respeto debido
a la inviolabilidad y a la integridad de la vida física tiene su culmen en el
mandamiento positivo: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lv 19,18), con el
cual Jesucristo obliga a hacerse cargo del prójimo (cf. Mt 22,37-40; Mc
12,29-31; Lc 10,27-28).
113 Con esta particular vocación a la vida, el hombre y la mujer se encuentran
también frente a todas las demás criaturas. Ellos pueden y deben someterlas a su
servicio y gozar de ellas, pero su dominio sobre el mundo requiere el ejercicio
de la responsabilidad, no es una libertad de explotación arbitraria y egoísta.
Toda la creación, en efecto, tiene el valor de « cosa buena » (cf. Gn
1,10.12.18.21.25) ante la mirada de Dios, que es su Autor. El hombre debe
descubrir y respetar este valor: es éste un desafío maravilloso para su
inteligencia, que lo debe elevar como un ala 218 hacia la contemplación de la
verdad de todas las criaturas, es decir, de lo que Dios ve de bueno en ellas. El
libro del Génesis enseña, en efecto, que el dominio del hombre sobre el mundo
consiste en dar un nombre a las cosas (cf. Gn 2,19-20): con la denominación, el
hombre debe reconocer las cosas por lo que son y establecer para con cada una de
ellas una relación de responsabilidad.219
114 El hombre está también en relación consigo mismo y puede reflexionar sobre
sí mismo. La Sagrada Escritura habla a este respecto del corazón del hombre. El
corazón designa precisamente la interioridad espiritual del hombre, es decir,
cuanto lo distingue de cualquier otra criatura: Dios « ha hecho todas las cosas
apropiadas a su tiempo; también ha puesto el afán en sus corazones, sin que el
hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin » (Qo
3,11). El corazón indica, en definitiva, las facultades espirituales propias del
hombre, sus prerrogativas en cuanto creado a imagen de su Creador: la razón, el
discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre.220 Cuando escucha la
aspiración profunda de su corazón, todo hombre no puede dejar de hacer propias
las palabras de verdad expresadas por San Agustín: « Tú lo estimulas para que
encuentre deleite en tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará
siempre inquieto mientras no descanse en ti ».221
b) El drama del pecado
115 La admirable visión de la creación del hombre por parte de Dios es
inseparable del dramático cuadro del pecado de los orígenes. Con una afirmación
lapidaria el apóstol Pablo sintetiza la narración de la caída del hombre
contenida en las primeras páginas de la Biblia: « por un solo hombre entró el
pecado en el mundo y por el pecado la muerte » (Rm 5,12). El hombre, contra la
prohibición de Dios, se deja seducir por la serpiente y extiende sus manos al
árbol de la vida, cayendo en poder de la muerte. Con este gesto el hombre
intenta forzar su límite de criatura, desafiando a Dios, su único Señor y fuente
de la vida. Es un pecado de desobediencia (cf. Rm 5,19) que separa al hombre de
Dios.222
Por la Revelación sabemos que Adán, el primer hombre, transgrediendo el
mandamiento de Dios, pierde la santidad y la justicia en que había sido
constituido, recibidas no sólo para sí, sino para toda la humanidad: « cediendo
al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la
naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído. Es un pecado que será
transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de
una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales ».223
116 En la raíz de las laceraciones personales y sociales, que ofenden en modo
diverso el valor y la dignidad de la persona humana, se halla una herida en lo
íntimo del hombre: « Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando
por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia
recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de
su propia libertad ».224 La consecuencia del pecado, en cuanto acto de
separación de Dios, es precisamente la alienación, es decir la división del
hombre no sólo de Dios, sino también de sí mismo, de los demás hombres y del
mundo circundante: « la ruptura con Dios desemboca dramáticamente en la división
entre los hermanos. En la descripción del “primer pecado”, la ruptura con Yahveh
rompe al mismo tiempo el hilo de la amistad que unía a la familia humana, de tal
manera que las páginas siguientes del Génesis nos muestran al hombre y a la
mujer como si apuntaran su dedo acusando el uno hacia el otro (cf. Gn 3,12;); y
más adelante el hermano que, hostil a su hermano, termina por arrebatarle la
vida (cf. Gn 4,2-16). Según la narración de los hechos de Babel, la consecuencia
del pecado es la desunión de la familia humana, ya iniciada con el primer
pecado, y que llega ahora al extremo en su forma social ».225 Reflexionando
sobre el misterio del pecado es necesario tener en cuenta esta trágica
concatenación de causa y efecto.
117 El misterio del pecado comporta una doble herida, la que el pecador abre en
su propio flanco y en su relación con el prójimo. Por ello se puede hablar de
pecado personal y social: todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro
aspecto, todo pecado es social, en cuanto tiene también consecuencias sociales.
El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona,
porque es un acto de libertad de un hombre en particular, y no propiamente de un
grupo o de una comunidad, pero a cada pecado se le puede atribuir
indiscutiblemente el carácter de pecado social, teniendo en cuenta que « en
virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y
concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás ».226 No
es, por tanto, legítima y aceptable una acepción del pecado social que, más o
menos conscientemente, lleve a difuminar y casi a cancelar el elemento personal,
para admitir sólo culpas y responsabilidades sociales. En el fondo de toda
situación de pecado se encuentra siempre la persona que peca.
118 Algunos pecados, además, constituyen, por su objeto mismo, una agresión
directa al prójimo. Estos pecados, en particular, se califican como pecados
sociales. Es social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones
entre persona y persona, entre la persona y la comunidad, y entre la comunidad y
la persona. Es social todo pecado contra los derechos de la persona humana,
comenzando por el derecho a la vida, incluido el del no-nacido, o contra la
integridad física de alguien; todo pecado contra la libertad de los demás,
especialmente contra la libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado
contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien
común y contra sus exigencias, en toda la amplia esfera de los derechos y
deberes de los ciudadanos. En fin, es social el pecado que « se refiere a las
relaciones entre las distintas comunidades humanas. Estas relaciones no están
siempre en sintonía con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia,
libertad y paz entre los individuos, los grupos y los pueblos ».227
119 Las consecuencias del pecado alimentan las estructuras de pecado. Estas
tienen su raíz en el pecado personal y, por tanto, están siempre relacionadas
con actos concretos de las personas, que las originan, las consolidan y las
hacen difíciles de eliminar. Es así como se fortalecen, se difunden, se
convierten en fuente de otros pecados y condicionan la conducta de los
hombres.228 Se trata de condicionamientos y obstáculos, que duran mucho más que
las acciones realizadas en el breve arco de la vida de un individuo y que
interfieren también en el proceso del desarrollo de los pueblos, cuyo retraso y
lentitud han de ser juzgados también bajo este aspecto.229 Las acciones y las
posturas opuestas a la voluntad de Dios y al bien del prójimo y las estructuras
que éstas generan, parecen ser hoy sobre todo dos: « el afán de ganancia
exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de
imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría
añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”
».230
c) Universalidad del pecado y universalidad de la salvación
120 La doctrina del pecado original, que enseña la universalidad del pecado,
tiene una importancia fundamental: « Si decimos: “No tenemos pecado”, nos
engañamos y la verdad no está en nosotros » (1 Jn 1,8). Esta doctrina induce al
hombre a no permanecer en la culpa y a no tomarla a la ligera, buscando
continuamente chivos expiatorios en los demás y justificaciones en el ambiente,
la herencia, las instituciones, las estructuras y las relaciones. Se trata de
una enseñanza que desenmascara tales engaños.
La doctrina de la universalidad del pecado, sin embargo, no se debe separar de
la conciencia de la universalidad de la salvación en Jesucristo. Si se aísla de
ésta, genera una falsa angustia por el pecado y una consideración pesimista del
mundo y de la vida, que induce a despreciar las realizaciones culturales y
civiles del hombre.
121 El realismo cristiano ve los abismos del pecado, pero lo hace a la luz de la
esperanza, más grande de todo mal, donada por la acción redentora de Jesucristo,
que ha destruido el pecado y la muerte (cf. Rm 5,18-21; 1 Co 15,56-57): « En Él,
Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo ».231 Cristo, imagen de Dios (cf. 2
Co 4,4; Col 1,15), es Aquel que ilumina plenamente y lleva a cumplimiento la
imagen y semejanza de Dios en el hombre. La Palabra que se hizo hombre en
Jesucristo es desde siempre la vida y la luz del hombre, luz que ilumina a todo
hombre (cf. Jn 1,4.9). Dios quiere en el único mediador, Jesucristo su Hijo, la
salvación de todos los hombres (cf. 1 Tm 2,4-5). Jesús es al mismo tiempo el
Hijo de Dios y el nuevo Adán, es decir, el hombre nuevo (cf. 1 Co 15, 47-49; Rm
5,14): « Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación ».232 En Él, Dios nos « predestinó a reproducir la
imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos » (Rm
8,29).
122 La realidad nueva que Jesucristo ofrece no se injerta en la naturaleza
humana, no se le añade desde fuera; por el contrario, es aquella realidad de
comunión con el Dios trinitario hacia la que los hombres están desde siempre
orientados en lo profundo de su ser, gracias a su semejanza creatural con Dios;
pero se trata también de una realidad que los hombres no pueden alcanzar con sus
solas fuerzas. Mediante el Espíritu de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, en el
cual esta realidad de comunión ha sido ya realizada de manera singular, los
hombres son acogidos como hijos de Dios (cf. Rm 8,14-17; Ga 4,4-7). Por medio de
Cristo, participamos de la naturaleza Dios, que nos dona infinitamente más « de
lo que podemos pedir o pensar » (Ef 3,20). Lo que los hombres ya han recibido no
es sino una prueba o una « prenda » (2 Co 1,22; Ef 1,14) de lo que obtendrán
completamente sólo en la presencia de Dios, visto « cara a cara » (1 Co 13,12),
es decir, una prenda de la vida eterna: « Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo » (Jn 17,3).
123 La universalidad de la esperanza cristiana incluye, además de los hombres y
mujeres de todos los pueblos, también el cielo y la tierra: « Destilad, cielos,
como rocío de lo alto, derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y produzca
salvación, y germine juntamente la justicia. Yo, Yahvéh, lo he creado » (Is
45,8). Según el Nuevo Testamento, en efecto, la creación entera, junto con toda
la humanidad, está también a la espera del Redentor: sometida a la caducidad,
entre los gemidos y dolores del parto, aguarda llena de esperanza ser liberada
de la corrupción (cf. Rm 8,18-22).
III. LA PERSONA HUMANA
Y SUS MÚLTIPLES DIMENSIONES
124 Iluminada por el admirable mensaje bíblico, la doctrina social de la Iglesia
se detiene, ante todo, en los aspectos principales e inseparables de la persona
humana para captar las facetas más importantes de su misterio y de su dignidad.
En efecto, no han faltado en el pasado, y aún se asoman dramáticamente a la
escena de la historia actual, múltiples concepciones reductivas, de carácter
ideológico o simplemente debidas a formas difusas de costumbres y pensamiento,
que se refieren al hombre, a su vida y su destino. Estas concepciones tienen en
común el hecho de ofuscar la imagen del hombre acentuando sólo alguna de sus
características, con perjuicio de todas las demás.233
125 La persona no debe ser considerada únicamente como individualidad absoluta,
edificada por sí misma y sobre sí misma, como si sus características propias no
dependieran más que de sí misma. Tampoco debe ser considerada como mera célula
de un organismo dispuesto a reconocerle, a lo sumo, un papel funcional dentro de
un sistema. Las concepciones que tergiversan la plena verdad del hombre han sido
objeto, en repetidas ocasiones, de la solicitud social de la Iglesia, que no ha
dejado de alzar su voz frente a estas y otras visiones, drásticamente
reductivas. En cambio, se ha preocupado por anunciar que los hombres « no se nos
muestran desligados entre sí, como granos de arena, sino más bien unidos entre
sí en un conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas según la
diversidad de los tiempos » 234 y que el hombre no puede ser comprendido como «
un simple elemento y una molécula del organismo social »,235 cuidando, a la vez,
que la afirmación del primado de la persona, no conllevase una visión
individualista o masificada.
126 La fe cristiana, que invita a buscar en todas partes cuanto haya de bueno y
digno del hombre (cf. 1 Ts 5,21), « es muy superior a estas ideologías y queda
situada a veces en posición totalmente contraria a ellas, en la medida en que
reconoce a Dios, trascendente y creador, que interpela, a través de todos los
niveles de lo creado, al hombre como libertad responsable ».236
La doctrina social se hace cargo de las diferentes dimensiones del misterio del
hombre, que exige ser considerado « en la plena verdad de su existencia, de su
ser personal y a la vez de su ser comunitario y social »,237 con una atención
específica, de modo que le pueda consentir la valoración más exacta.
A) LA UNIDAD DE LA PERSONA
127 El hombre ha sido creado por Dios como unidad de alma y cuerpo: 238 « El
alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello
por lo cual éste existe como un todo —“corpore et anima unus”— en cuanto
persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha
sido prometida la resurrección, participará de la gloria; recuerdan igualmente
el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas
y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí
misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios
actos morales ».239
128 Mediante su corporeidad, el hombre unifica en sí mismo los elementos del
mundo material, « el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza
la voz para la libre alabanza del Creador ».240 Esta dimensión le permite al
hombre su inserción en el mundo material, lugar de su realización y de su
libertad, no como en una prisión o en un exilio. No es lícito despreciar la vida
corporal; el hombre, al contrario, « debe tener por bueno y honrar a su propio
cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día ».241 La
dimensión corporal, sin embargo, a causa de la herida del pecado, hace
experimentar al hombre las rebeliones del cuerpo y las inclinaciones perversas
del corazón, sobre las que debe siempre vigilar para no dejarse esclavizar y
para no permanecer víctima de una visión puramente terrena de su vida.
Por su espiritualidad el hombre supera a la totalidad de las cosas y penetra en
la estructura más profunda de la realidad. Cuando se adentra en su corazón, es
decir, cuando reflexiona sobre su propio destino, el hombre se descubre superior
al mundo material, por su dignidad única de interlocutor de Dios, bajo cuya
mirada decide su vida. Él, en su vida interior, reconoce tener en « sí mismo la
espiritualidad y la inmortalidad de su alma » y no se percibe a sí mismo « como
partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana ».242
129 El hombre, por tanto, tiene dos características diversas: es un ser
material, vinculado a este mundo mediante su cuerpo, y un ser espiritual,
abierto a la trascendencia y al descubrimiento de « una verdad más profunda », a
causa de su inteligencia, que lo hace « participante de la luz de la
inteligencia divina ».243 La Iglesia afirma: « La unidad del alma y del cuerpo
es tan profunda que se debe considerar al alma como la “forma” del cuerpo, es
decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo
humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas
unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza ».244 Ni el
espiritualismo que desprecia la realidad del cuerpo, ni el materialismo que
considera el espíritu una mera manifestación de la materia, dan razón de la
complejidad, de la totalidad y de la unidad del ser humano.
B) APERTURA A LA TRASCENDENCIA Y UNICIDAD DE LA PERSONA
a) Abierta a la trascendencia
130 A la persona humana pertenece la apertura a la trascendencia: el hombre está
abierto al infinito y a todos los seres creados. Está abierto sobre todo al
infinito, es decir a Dios, porque con su inteligencia y su voluntad se eleva por
encima de todo lo creado y de sí mismo, se hace independiente de las criaturas,
es libre frente a todas las cosas creadas y se dirige hacia la verdad y el bien
absolutos. Está abierto también hacia el otro, a los demás hombres y al mundo,
porque sólo en cuanto se comprende en referencia a un tú puede decir yo. Sale de
sí, de la conservación egoísta de la propia vida, para entrar en una relación de
diálogo y de comunión con el otro.
La persona está abierta a la totalidad del ser, al horizonte ilimitado del ser.
Tiene en sí la capacidad de trascender los objetos particulares que conoce,
gracias a su apertura al ser sin fronteras. El alma humana es en un cierto
sentido, por su dimensión cognoscitiva, todas las cosas: « todas las cosas
inmateriales gozan de una cierta infinidad, en cuanto abrazan todo, o porque se
trata de la esencia de una realidad espiritual que funge de modelo y semejanza
de todo, como es en el caso de Dios, o bien porque posee la semejanza de toda
cosa o en acto como en los Ángeles o en potencia como en las almas ».245
b) Única e irrepetible
131 El hombre existe como ser único e irrepetible, existe como un « yo », capaz
de autocomprenderse, autoposeerse y autodeterminarse. La persona humana es un
ser inteligente y consciente, capaz de reflexionar sobre sí mismo y, por tanto,
de tener conciencia de sí y de sus propios actos. Sin embargo, no son la
inteligencia, la conciencia y la libertad las que definen a la persona, sino que
es la persona quien está en la base de los actos de inteligencia, de conciencia
y de libertad. Estos actos pueden faltar, sin que por ello el hombre deje de ser
persona.
La persona humana debe ser comprendida siempre en su irrepetible e insuprimible
singularidad. En efecto, el hombre existe ante todo como subjetividad, como
centro de conciencia y de libertad, cuya historia única y distinta de las demás
expresa su irreductibilidad ante cualquier intento de circunscribirlo a esquemas
de pensamiento o sistemas de poder, ideológicos o no. Esto impone, ante todo, no
sólo la exigencia del simple respeto por parte de todos, y especialmente de las
instituciones políticas y sociales y de sus responsables, en relación a cada
hombre de este mundo, sino que además, y en mayor medida, comporta que el primer
compromiso de cada uno hacia el otro, y sobre todo de estas mismas
instituciones, se debe situar en la promoción del desarrollo integral de la
persona.
c) El respeto de la dignidad humana
132 Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la
dignidad trascendente de la persona humana. Ésta representa el fin último de la
sociedad, que está a ella ordenada: « El orden social, pues, y su progresivo
desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el
orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario ».246 El respeto
de la dignidad humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al
principio de « considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de
su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente ».247 Es preciso que
todos los programas sociales, científicos y culturales, estén presididos por la
conciencia del primado de cada ser humano.248
133 En ningún caso la persona humana puede ser instrumentalizada para fines
ajenos a su mismo desarrollo, que puede realizar plena y definitivamente sólo en
Dios y en su proyecto salvífico: el hombre, en efecto, en su interioridad,
trasciende el universo y es la única criatura que Dios ha amado por sí misma.249
Por esta razón, ni su vida, ni el desarrollo de su pensamiento, ni sus bienes,
ni cuantos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser
sometidos a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su
libertad.
La persona no puede estar finalizada a proyectos de carácter económico, social o
político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto
progreso de la comunidad civil en su conjunto o de otras personas, en el
presente o en el futuro. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas
vigilen con atención para que una restricción de la libertad o cualquier otra
carga impuesta a la actuación de las personas no lesione jamás la dignidad
personal y garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos. Todo esto,
una vez más, se funda sobre la visión del hombre como persona, es decir, como
sujeto activo y responsable del propio proceso de crecimiento, junto con la
comunidad de la que forma parte.
134 Los auténticos cambios sociales son efectivos y duraderos solo si están
fundados sobre un cambio decidido de la conducta personal. No será posible jamás
una auténtica moralización de la vida social si no es a partir de las personas y
en referencia a ellas: en efecto, « el ejercicio de la vida moral proclama la
dignidad de la persona humana ».250 A las personas compete, evidentemente, el
desarrollo de las actitudes morales, fundamentales en toda convivencia
verdaderamente humana (justicia, honradez, veracidad, etc.), que de ninguna
manera se puede esperar de otros o delegar en las instituciones. A todos,
particularmente a quienes de diversas maneras están investidos de
responsabilidad política, jurídica o profesional frente a los demás, corresponde
ser conciencia vigilante de la sociedad y primeros testigos de una convivencia
civil y digna del hombre.
C) LA LIBERTAD DE LA PERSONA
a) Valor y límites de la libertad
135 El hombre puede dirigirse hacia el bien sólo en la libertad, que Dios le ha
dado como signo eminente de su imagen: 251 « Dios ha querido dejar al hombre en
manos de su propia decisión (cf. Si 15,14), para que así busque espontáneamente
a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y
bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre
actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por
convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o
de la mera coacción externa ».252
El hombre justamente aprecia la libertad y la busca con pasión: justamente
quiere —y debe—, formar y guiar por su libre iniciativa su vida personal y
social, asumiendo personalmente su responsabilidad.253 La libertad, en efecto,
no sólo permite al hombre cambiar convenientemente el estado de las cosas
exterior a él, sino que determina su crecimiento como persona, mediante opciones
conformes al bien verdadero: 254 de este modo, el hombre se genera a sí mismo,
es padre de su propio ser 255 y construye el orden social.256
136 La libertad no se opone a la dependencia creatural del hombre respecto a
Dios.257 La Revelación enseña que el poder de determinar el bien y el mal no
pertenece al hombre, sino sólo a Dios (cf. Gn 2,16-17). « El hombre es
ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los
mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer “de
cualquier árbol del jardín”. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe
detenerse ante el “árbol de la ciencia del bien y del mal”, por estar llamado a
aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre
encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación ».258
137 El recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas
condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que son, «
con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera
y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los
débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley
moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe
la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina ».259 La
liberación de las injusticias promueve la libertad y la dignidad humana: no
obstante, « ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y morales
de la persona y a la exigencia permanente de la conversión interior si se
quieren obtener cambios económicos y sociales que estén verdaderamente al
servicio del hombre ».260
b) El vínculo de la libertad con la verdad y la ley natural
138 En el ejercicio de la libertad, el hombre realiza actos moralmente buenos,
que edifican su persona y la sociedad, cuando obedece a la verdad, es decir,
cuando no pretende ser creador y dueño absoluto de ésta y de las normas
éticas.261 La libertad, en efecto, « no tiene su origen absoluto e
incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para
la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad
de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen
y hacer madurar con responsabilidad ».262 En caso contrario, muere como libertad
y destruye al hombre y a la sociedad.263
139 La verdad sobre el bien y el mal se reconoce en modo práctico y concreto en
el juicio de la conciencia, que lleva a asumir la responsabilidad del bien
cumplido o del mal cometido. « Así, en el juicio práctico de la conciencia, que
impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta
el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se
expresa con actos de “juicio”, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como
“decisiones” arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en
definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de
la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las
propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad
y con dejarse guiar por ella en el obrar ».264
140 El ejercicio de la libertad implica la referencia a una ley moral natural,
de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes.265 La
ley natural « no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en
nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se
debe evitar. Esta luz o esta ley Dios la ha donado a la creación » 266 y
consiste en la participación en su ley eterna, la cual se identifica con Dios
mismo.267 Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de
la naturaleza humana. Es universal, se extiende a todos los hombres en cuanto
establecida por la razón. En sus preceptos principales, la ley divina y natural
está expuesta en el Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que
regulan la vida moral.268 Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios,
fuente y juez de todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos
entre sí. La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus
derechos y de sus deberes fundamentales.269
141 En la diversidad de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí,
imponiendo principios comunes. Aunque su aplicación requiera adaptaciones a la
multiplicidad de las condiciones de vida, según los lugares, las épocas y las
circunstancias,270 la ley natural es inmutable, « subsiste bajo el flujo de
ideas y costumbres y sostiene su progreso... Incluso cuando se llega a renegar
de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre.
Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades ».271
Sus preceptos, sin embargo, no son percibidos por todos con claridad e
inmediatez. Las verdades religiosas y morales pueden ser conocidas « de todos y
sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error »,272 sólo con la
ayuda de la Gracia y de la Revelación. La ley natural ofrece un fundamento
preparado por Dios a la ley revelada y a la Gracia, en plena armonía con la obra
del Espíritu.273
142 La ley natural, que es ley de Dios, no puede ser cancelada por la maldad
humana.274 Esta Ley es el fundamento moral indispensable para edificar la
comunidad de los hombres y para elaborar la ley civil, que infiere las
consecuencias de carácter concreto y contingente a partir de los principios de
la ley natural.275 Si se oscurece la percepción de la universalidad de la ley
moral natural, no se puede edificar una comunión real y duradera con el otro,
porque cuando falta la convergencia hacia la verdad y el bien, « cuando nuestros
actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la
comunión de las personas, causando daño ».276 En efecto, sólo una libertad que
radica en la naturaleza común puede hacer a todos los hombres responsables y es
capaz de justificar la moral pública. Quien se autoproclama medida única de las
cosas y de la verdad no puede convivir pacíficamente ni colaborar con sus
semejantes.277
143 La libertad está misteriosamente inclinada a traicionar la apertura a la
verdad y al bien humano y con demasiada frecuencia prefiere el mal y la cerrazón
egoísta, elevándose a divinidad creadora del bien y del mal: « Creado por Dios
en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el
propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y
pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios (...). Al negarse con
frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida
subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que
toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de
la creación ».278 La libertad del hombre, por tanto, necesita ser liberada.
Cristo, con la fuerza de su misterio pascual, libera al hombre del amor
desordenado de sí mismo,279 que es fuente del desprecio al prójimo y de las
relaciones caracterizadas por el dominio sobre el otro; Él revela que la
libertad se realiza en el don de sí mismo.280 Con su sacrificio en la cruz,
Jesús reintegra el hombre a la comunión con Dios y con sus semejantes.
D) LA IGUAL DIGNIDAD DE TODAS LAS PERSONAS
144 « Dios no hace acepción de personas » (Hch 10,34; cf. Rm 2,11; Ga 2,6; Ef
6,9), porque todos los hombres tienen la misma dignidad de criaturas a su imagen
y semejanza.281 La Encarnación del Hijo de Dios manifiesta la igualdad de todas
las personas en cuanto a dignidad: « Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni
libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús » (Ga
3,28; cf. Rm 10,12; 1 Co 12,13; Col 3,11).
Puesto que en el rostro de cada hombre resplandece algo de la gloria de Dios, la
dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre
ante los demás hombres.282 Esto es, además, el fundamento último de la radical
igualdad y fraternidad entre los hombres, independientemente de su raza, Nación,
sexo, origen, cultura y clase.
145 Sólo el reconocimiento de la dignidad humana hace posible el crecimiento
común y personal de todos (cf. St 2,19). Para favorecer un crecimiento semejante
es necesario, en particular, apoyar a los últimos, asegurar efectivamente
condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer, garantizar
una igualdad objetiva entre las diversas clases sociales ante la ley.283
También en las relaciones entre pueblos y Estados, las condiciones de equidad y
paridad son el presupuesto para un progreso auténtico de la comunidad
internacional.284 No obstante los avances en esta dirección, es necesario no
olvidar que aún existen demasiadas desigualdades y formas de dependencia.285
A la igualdad en el reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada
pueblo, debe corresponder la conciencia de que la dignidad humana sólo podrá ser
custodiada y promovida de forma comunitaria, por parte de toda la humanidad.
Sólo con la acción concorde de los hombres y de los pueblos sinceramente
interesados en el bien de todos los demás, se puede alcanzar una auténtica
fraternidad universal; 286 por el contrario, la permanencia de condiciones de
gravísima disparidad y desigualdad empobrece a todos.
146 « Masculino » y « femenino » diferencian a dos individuos de igual dignidad,
que, sin embargo, no poseen una igualdad estática, porque lo específico femenino
es diverso de lo específico masculino. Esta diversidad en la igualdad es
enriquecedora e indispensable para una armoniosa convivencia humana: « La
condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la
sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos
antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la
identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de
recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los
papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también y más profundamente,
por lo que se refiere a su significado personal ».287
147 La mujer es el complemento del hombre, como el hombre lo es de la mujer:
mujer y hombre se completan mutuamente, no sólo desde el punto de vista físico y
psíquico, sino también ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo « masculino
» y lo « femenino » se realiza plenamente lo « humano ». Es la « unidad de los
dos »,288 es decir, una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno
experimentar la relación interpersonal y recíproca como un don que es, al mismo
tiempo, una misión: « A esta “unidad de los dos” Dios les confía no sólo la
opera de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de
la historia ».289 « La mujer es “ayuda” para el hombre, como el hombre es
“ayuda” para la mujer »: 290 en su encuentro se realiza una concepción unitaria
de la persona humana, basada no en la lógica del egocentrismo y de la
autoafirmación, sino en la del amor y la solidaridad.
148 Las personas minusválidas son sujetos plenamente humanos, titulares de
derechos y deberes: « A pesar de las limitaciones y los sufrimientos grabados en
sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del
hombre ».291 Puesto que la persona minusválida es un sujeto con todos sus
derechos, ha de ser ayudada a participar en la vida familiar y social en todas
las dimensiones y en todos los niveles accesibles a sus posibilidades.
Es necesario promover con medidas eficaces y apropiadas los derechos de la
persona minusválida. « Sería radicalmente indigno del hombre y negación de la
común humanidad admitir en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el
trabajo, únicamente a los miembros plenamente funcionales, porque obrando así se
caería en una grave forma de discriminación: la de los fuertes y sanos contra
los débiles y enfermos ».292 Se debe prestar gran atención no sólo a las
condiciones de trabajo físicas y psicológicas, a la justa remuneración, a la
posibilidad de promoción y a la eliminación de los diversos obstáculos, sino
también a las dimensiones afectivas y sexuales de la persona minusválida: «
También ella necesita amar y ser amada; necesita ternura, cercanía, intimidad
»,293 según sus propias posibilidades y en el respeto del orden moral que es el
mismo, tanto para los sanos, como para aquellos que tienen alguna discapacidad.
E) LA SOCIABILIDAD HUMANA
149 La persona es constitutivamente un ser social,294 porque así la ha querido
Dios que la ha creado.295 La naturaleza del hombre se manifiesta, en efecto,
como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base
de una subjetividad relacional, es decir, como un ser libre y responsable, que
reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y que es
capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor: « Una
sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio
de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y
espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el
porvenir ».296
Es necesario, por tanto, destacar que la vida comunitaria es una característica
natural que distingue al hombre del resto de las criaturas terrenas. La
actuación social comporta de suyo un signo particular del hombre y de la
humanidad, el de una persona que obra en una comunidad de personas: este signo
determina su calificación interior y constituye, en cierto sentido, su misma
naturaleza.297 Esta característica relacional adquiere, a la luz de la fe, un
sentido más profundo y estable. Creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn
1,26), y constituida en el universo visible para vivir en sociedad (cf. Gn
2,20.23) y dominar la tierra (cf. Gn 1,26.28-30), la persona humana está llamada
desde el comienzo a la vida social: « Dios no ha creado al hombre como un “ser
solitario”, sino que lo ha querido como “ser social”. La vida social no es, por
tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si no
es en relación con los otros ».298
150 La sociabilidad humana no comporta automáticamente la comunión de las
personas, el don de sí. A causa de la soberbia y del egoísmo, el hombre descubre
en sí mismo gérmenes de insociabilidad, de cerrazón individualista y de vejación
del otro.299 Toda sociedad digna de este nombre, puede considerarse en la verdad
cuando cada uno de sus miembros, gracias a la propia capacidad de conocer el
bien, lo busca para sí y para los demás. Es por amor al bien propio y al de los
demás que el hombre se une en grupos estables, que tienen como fin la
consecución de un bien común. También las diversas sociedades deben entrar en
relaciones de solidaridad, de comunicación y de colaboración, al servicio del
hombre y del bien común.300
151 La sociabilidad humana no es uniforme, sino que reviste múltiples
expresiones. El bien común depende, en efecto, de un sano pluralismo social. Las
diversas sociedades están llamadas a constituir un tejido unitario y armónico,
en cuyo seno sea posible a cada una conservar y desarrollar su propia fisonomía
y autonomía. Algunas sociedades, como la familia, la comunidad civil y la
comunidad religiosa, corresponden más inmediatamente a la íntima naturaleza del
hombre, otras proceden más bien de la libre voluntad: « Con el fin de favorecer
la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso
impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre
iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos,
deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las Naciones
como en el plano mundial”. Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia
natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar
objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de
la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda
a garantizar sus derechos ».301
IV. LOS DERECHOS HUMANOS
a) El valor de los derechos humanos
152 El movimiento hacia la identificación y la proclamación de los derechos del
hombre es uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las
exigencias imprescindibles de la dignidad humana.302 La Iglesia ve en estos
derechos la extraordinaria ocasión que nuestro tiempo ofrece para que, mediante
su consolidación, la dignidad humana sea reconocida más eficazmente y promovida
universalmente como característica impresa por Dios Creador en su criatura.303
El Magisterio de la Iglesia no ha dejado de evaluar positivamente la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por las Naciones Unidas el 10
de diciembre de 1948, que Juan Pablo II ha definido « una piedra miliar en el
camino del progreso moral de la humanidad ».304
153 La raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que
pertenece a todo ser humano.305 Esta dignidad, connatural a la vida humana e
igual en toda persona, se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El
fundamento natural de los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe,
se considera que la dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y
herida profundamente por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo
mediante su encarnación, muerte y resurrección.306
La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de
los seres humanos,307 en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino
en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son « universales e
inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto ».308 Universales,
porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de
tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto « inherentes a la persona
humana y a su dignidad » 309 y porque « sería vano proclamar los derechos, si al
mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su
respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea ».310
Inalienables, porque « nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno
sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia
naturaleza ».311
154 Los derechos del hombre exigen ser tutelados no sólo singularmente, sino en
su conjunto: una protección parcial de ellos equivaldría a una especie de falta
de reconocimiento. Estos derechos corresponden a las exigencias de la dignidad
humana y comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades
esenciales —materiales y espirituales— de la persona: « Tales derechos se
refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social,
económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la
promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad...
La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la
verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos ».312
Universalidad e indivisibilidad son las líneas distintivas de los derechos
humanos: « Son dos principios guía que exigen siempre la necesidad de arraigar
los derechos humanos en las diversas culturas, así como de profundizar en su
dimensión jurídica con el fin de asegurar su pleno respeto ».313
b) La especificación de los derechos
155 Las enseñanzas de Juan XXIII,314 del Concilio Vaticano II,315 de Pablo VI
316 han ofrecido amplias indicaciones acerca de la concepción de los derechos
humanos delineada por el Magisterio. Juan Pablo II ha trazado una lista de ellos
en la encíclica « Centesimus annus »: « El derecho a la vida, del que forma
parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre
después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un
ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a
madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el
conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar
los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres
queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los
hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de
estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como
derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad
trascendente de la propia persona ».317
El primer derecho enunciado en este elenco es el derecho a la vida, desde su
concepción hasta su conclusión natural,318 que condiciona el ejercicio de
cualquier otro derecho y comporta, en particular, la ilicitud de toda forma de
aborto provocado y de eutanasia.319 Se subraya el valor eminente del derecho a
la libertad religiosa: « Todos los hombres deben estar inmunes de coacción,
tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier
potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a
nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en
privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos
».320 El respeto de este derecho es un signo emblemático « del auténtico
progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente ».321
c) Derechos y deberes
156 Inseparablemente unido al tema de los derechos se encuentra el relativo a
los deberes del hombre, que halla en las intervenciones del Magisterio una
acentuación adecuada. Frecuentemente se recuerda la recíproca complementariedad
entre derechos y deberes, indisolublemente unidos, en primer lugar en la persona
humana que es su sujeto titular.322 Este vínculo presenta también una dimensión
social: « En la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada hombre
corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo ».323 El
Magisterio subraya la contradicción existente en una afirmación de los derechos
que no prevea una correlativa responsabilidad: « Por tanto, quienes, al
reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la
importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la
otra construyen ».324
d) Derechos de los pueblos y de las Naciones
157 El campo de los derechos del hombre se ha extendido a los derechos de los
pueblos y de las Naciones,325 pues « lo que es verdad para el hombre lo es
también para los pueblos ».326 El Magisterio recuerda que el derecho
internacional « se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los
Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre
cooperación en vista del bien común superior de la humanidad ».327 La paz se
funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de
los derechos de los pueblos, particularmente el derecho a la independencia.328
Los derechos de las Naciones no son sino « los “derechos humanos” considerados a
este específico nivel de la vida comunitaria ».329 La Nación tiene « un derecho
fundamental a la existencia »; a la « propia lengua y cultura, mediante las
cuales un pueblo expresa y promueve su “soberanía” espiritual »; a « modelar su
vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de
los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías
»; a « construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes
una educación adecuada ».330 El orden internacional exige un equilibrio entre
particularidad y universalidad, a cuya realización están llamadas todas las
Naciones, para las cuales el primer deber sigue siendo el de vivir en paz,
respeto y solidaridad con las demás Naciones.
e) Colmar la distancia entre la letra y el espíritu
158 La solemne proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una
dolorosa realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer
lugar los genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de
nuevas formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños
soldados, la explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la
prostitución: « También en los países donde están vigentes formas de gobierno
democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos ».331
Existe desgraciadamente una distancia entre la « letra » y el « espíritu » de
los derechos del hombre332 a los que se ha tributado frecuentemente un respeto
puramente formal. La doctrina social, considerando el privilegio que el
Evangelio concede a los pobres, no cesa de confirmar que « los más favorecidos
deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus
bienes al servicio de los demás » y que una afirmación excesiva de igualdad «
puede dar lugar a un individualismo donde cada uno reivindique sus derechos sin
querer hacerse responsable del bien común ».333
159 La Iglesia, consciente de que su misión, esencialmente religiosa, incluye la
defensa y la promoción de los derechos fundamentales del hombre,334 « estima en
mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes
tales derechos ».335 La Iglesia advierte profundamente la exigencia de respetar
en su interno mismo la justicia 336 y los derechos del hombre.337
El compromiso pastoral se desarrolla en una doble dirección: de anuncio del
fundamento cristiano de los derechos del hombre y de denuncia de las violaciones
de estos derechos.338 En todo caso, « el anuncio es siempre más importante que
la denuncia, y esta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera
consistencia y la fuerza de su motivación más alta ».339 Para ser más eficaz,
este esfuerzo debe abrirse a la colaboración ecuménica, al diálogo con las demás
religiones, a los contactos oportunos con los organismos, gubernativos y no
gubernativos, a nivel nacional e internacional. La Iglesia confía sobre todo en
la ayuda del Señor y de su Espíritu que, derramado en los corazones, es la
garantía más segura para el respeto de la justicia y de los derechos humanos y,
por tanto, para contribuir a la paz: « promover la justicia y la paz, hacer
penetrar la luz y el fermento evangélico en todos los campos de la vida social;
a ello se ha dedicado constantemente la Iglesia siguiendo el mandato de su Señor
».340
CAPÍTULO CUARTO
LOS PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA SOCIAL
DE LA IGLESIA
I. SIGNIFICADO Y UNIDAD
160 Los principios permanentes de la doctrina social de la Iglesia 341
constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social
católica: se trata del principio de la dignidad de la persona humana —ya tratado
en el capítulo precedente— en el que cualquier otro principio y contenido de la
doctrina social encuentra fundamento,342 del bien común, de la subsidiaridad y
de la solidaridad. Estos principios, expresión de la verdad íntegra sobre el
hombre conocida a través de la razón y de la fe, brotan « del encuentro del
mensaje evangélico y de sus exigencias —comprendidas en el Mandamiento supremo
del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia— con los problemas que surgen en
la vida de la sociedad ».343 La Iglesia, en el curso de la historia y a la luz
del Espíritu, reflexionando sabiamente sobre la propia tradición de fe, ha
podido dar a tales principios una fundación y configuración cada vez más
exactas, clarificándolos progresivamente, en el esfuerzo de responder con
coherencia a las exigencias de los tiempos y a los continuos desarrollos de la
vida social.
161 Estos principios tienen un carácter general y fundamental, ya que se
refieren a la realidad social en su conjunto: desde las relaciones
interpersonales caracterizadas por la proximidad y la inmediatez, hasta aquellas
mediadas por la política, por la economía y por el derecho; desde las relaciones
entre comunidades o grupos hasta las relaciones entre los pueblos y las
Naciones. Por su permanencia en el tiempo y universalidad de significado, la
Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para la
interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de
ellos se pueden deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción
social, en todos los ámbitos.
162 Los principios de la doctrina social deben ser apreciados en su unidad,
conexión y articulación. Esta exigencia radica en el significado, que la Iglesia
misma da a la propia doctrina social, de « corpus » doctrinal unitario que
interpreta las realidades sociales de modo orgánico.344 La atención a cada uno
de los principios en su especificidad no debe conducir a su utilización parcial
y errónea, como ocurriría si se invocase como un elemento desarticulado y
desconectado con respecto de todos los demás. La misma profundización teórica y
aplicación práctica de uno solo de los principios sociales, muestran con
claridad su mutua conexión, reciprocidad y complementariedad. Estos fundamentos
de la doctrina de la Iglesia representan un patrimonio permanente de reflexión,
que es parte esencial del mensaje cristiano; pero van mucho más allá, ya que
indican a todos las vías posibles para edificar una vida social buena,
auténticamente renovada.345
163 Los principios de la doctrina social, en su conjunto, constituyen la primera
articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la
invita a interactuar libremente con las demás, en plena corresponsabilidad con
todos y respecto de todos. En efecto, el hombre no puede evadir la cuestión de
la verdad y del sentido de la vida social, ya que la sociedad no es una realidad
extraña a su misma existencia.
Estos principios tienen un significado profundamente moral porque remiten a los
fundamentos últimos y ordenadores de la vida social. Para su plena comprensión,
es necesario actuar en la dirección que señalan, por la vía que indican para el
desarrollo de una vida digna del hombre. La exigencia moral ínsita en los
grandes principios sociales concierne tanto el actuar personal de los
individuos, como primeros e insustituibles sujetos responsables de la vida
social a cualquier nivel, cuanto de igual modo las instituciones, representadas
por leyes, normas de costumbre y estructuras civiles, a causa de su capacidad de
influir y condicionar las opciones de muchos y por mucho tiempo. Los principios
recuerdan, en efecto, que la sociedad históricamente existente surge del
entrelazarse de las libertades de todas las personas que en ella interactúan,
contribuyendo, mediante sus opciones, a edificarla o a empobrecerla.
II. EL PRINCIPIO DEL BIEN COMÚN
a) Significado y aplicaciones principales
164 De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer
lugar, el principio del bien común, al que debe referirse todo aspecto de la
vida social para encontrar plenitud de sentido. Según una primera y vasta
acepción, por bien común se entiende « el conjunto de condiciones de la vida
social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el
logro más pleno y más fácil de la propia perfección ».346
El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada
sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común,
porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y
custodiarlo, también en vistas al futuro. Como el actuar moral del individuo se
realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en
la realización del bien común. El bien común se puede considerar como la
dimensión social y comunitaria del bien moral.
165 Una sociedad que, en todos sus niveles, quiere positivamente estar al
servicio del ser humano es aquella que se propone como meta prioritaria el bien
común, en cuanto bien de todos los hombres y de todo el hombre.347 La persona no
puede encontrar realización sólo en sí misma, es decir, prescindir de su ser «
con » y « para » los demás. Esta verdad le impone no una simple convivencia en
los diversos niveles de la vida social y relacional, sino también la búsqueda
incesante, de manera práctica y no sólo ideal, del bien, es decir, del sentido y
de la verdad que se encuentran en las formas de vida social existentes. Ninguna
forma expresiva de la sociabilidad —desde la familia, pasando por el grupo
social intermedio, la asociación, la empresa de carácter económico, la ciudad,
la región, el Estado, hasta la misma comunidad de los pueblos y de las Naciones—
puede eludir la cuestión acerca del propio bien común, que es constitutivo de su
significado y auténtica razón de ser de su misma subsistencia.348
b) La responsabilidad de todos por el bien común
166 Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada
época y están estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción integral de
la persona y de sus derechos fundamentales.349 Tales exigencias atañen, ante
todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del
Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la
prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales
son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo,
educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las
informaciones y tutela de la libertad religiosa.350 Sin olvidar la contribución
que cada Nación tiene el deber de dar para establecer una verdadera cooperación
internacional, en vistas del bien común de la humanidad entera, teniendo en
mente también las futuras generaciones.351
167 El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está
exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y
desarrollo.352 El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones
reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno puede obtener, sino en base
a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa responsabilidad. El
bien común corresponde a las inclinaciones más elevadas del hombre,353 pero es
un bien arduo de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del
bien de los demás como si fuese el bien propio.
Todos tienen también derecho a gozar de las condiciones de vida social que
resultan de la búsqueda del bien común. Sigue siendo actual la enseñanza de Pío
XI: es « necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste
a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona
sensata ve cuan gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia
actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud
de los necesitados ».354
c) Las tareas de la comunidad política
168 La responsabilidad de edificar el bien común compete, además de las personas
particulares, también al Estado, porque el bien común es la razón de ser de la
autoridad política.355 El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y
organización a la sociedad civil de la que es expresión,356 de modo que se pueda
lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos. La persona
concreta, la familia, los cuerpos intermedios no están en condiciones de
alcanzar por sí mismos su pleno desarrollo; de ahí deriva la necesidad de las
instituciones políticas, cuya finalidad es hacer accesibles a las personas los
bienes necesarios —materiales, culturales, morales, espirituales— para gozar de
una vida auténticamente humana. El fin de la vida social es el bien común
históricamente realizable.357
169 Para asegurar el bien común, el gobierno de cada país tiene el deber
específico de armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales.358 La
correcta conciliación de los bienes particulares de grupos y de individuos es
una de las funciones más delicadas del poder público. En un Estado democrático,
en el que las decisiones se toman ordinariamente por mayoría entre los
representantes de la voluntad popular, aquellos a quienes compete la
responsabilidad de gobierno están obligados a fomentar el bien común del país,
no sólo según las orientaciones de la mayoría, sino en la perspectiva del bien
efectivo de todos los miembros de la comunidad civil, incluidas las minorías.
170 El bien común de la sociedad no es un fin autárquico; tiene valor sólo en
relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda la
creación. Dios es el fin último de sus criaturas y por ningún motivo puede
privarse al bien común de su dimensión trascendente, que excede y, al mismo
tiempo, da cumplimiento a la dimensión histórica.359 Esta perspectiva alcanza su
plenitud a la luz de la fe en la Pascua de Jesús, que ilumina en plenitud la
realización del verdadero bien común de la humanidad. Nuestra historia —el
esfuerzo personal y colectivo para elevar la condición humana— comienza y
culmina en Jesús: gracias a Él, por medio de Él y en vista de Él, toda realidad,
incluida la sociedad humana, puede ser conducida a su Bien supremo, a su
cumplimiento. Una visión puramente histórica y materialista terminaría por
transformar el bien común en un simple bienestar socioeconómico, carente de
finalidad trascendente, es decir, de su más profunda razón de ser.
III. EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES
a) Origen y significado
171 Entre las múltiples implicaciones del bien común, adquiere inmediato relieve
el principio del destino universal de los bienes: « Dios ha destinado la tierra
y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia,
los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la
justicia y con la compañía de la caridad ».360 Este principio se basa en el
hecho que « el origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de
Dios que ha creado al mundo y al hombre, y que ha dado a éste la tierra para que
la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1,28-29). Dios ha dado la
tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes,
sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del
destino universal de los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y
capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios
para el sustento de la vida humana ».361 La persona, en efecto, no puede
prescindir de los bienes materiales que responden a sus necesidades primarias y
constituyen las condiciones básicas para su existencia; estos bienes le son
absolutamente indispensables para alimentarse y crecer, para comunicarse, para
asociarse y para poder conseguir las más altas finalidades a que está
llamada.362
172 El principio del destino universal de los bienes de la tierra está en la
base del derecho universal al uso de los bienes. Todo hombre debe tener la
posibilidad de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo: el
principio del uso común de los bienes, es el « primer principio de todo el
ordenamiento ético-social » 363 y « principio peculiar de la doctrina social
cristiana ».364 Por esta razón la Iglesia considera un deber precisar su
naturaleza y sus características. Se trata ante todo de un derecho natural,
inscrito en la naturaleza del hombre, y no sólo de un derecho positivo, ligado a
la contingencia histórica; además este derecho es « originario ».365 Es
inherente a la persona concreta, a toda persona, y es prioritario respecto a
cualquier intervención humana sobre los bienes, a cualquier ordenamiento
jurídico de los mismos, a cualquier sistema y método socioeconómico: « Todos los
demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y
comercio libre, a ello [destino universal de los bienes] están subordinados: no
deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización, y es un deber
social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera ».366
173 La actuación concreta del principio del destino universal de los bienes,
según los diferentes contextos culturales y sociales, implica una precisa
definición de los modos, de los limites, de los objetos. Destino y uso universal
no significan que todo esté a disposición de cada uno o de todos, ni tampoco que
la misma cosa sirva o pertenezca a cada uno o a todos. Si bien es verdad que
todos los hombres nacen con el derecho al uso de los bienes, no lo es menos que,
para asegurar un ejercicio justo y ordenado, son necesarias intervenciones
normativas, fruto de acuerdos nacionales e internacionales, y un ordenamiento
jurídico que determine y especifique tal ejercicio.
174 El principio del destino universal de los bienes invita a cultivar una
visión de la economía inspirada en valores morales que permitan tener siempre
presente el origen y la finalidad de tales bienes, para así realizar un mundo
justo y solidario, en el que la creación de la riqueza pueda asumir una función
positiva. La riqueza, efectivamente, presenta esta valencia, en la multiplicidad
de las formas que pueden expresarla como resultado de un proceso productivo de
elaboración técnico-económica de los recursos disponibles, naturales y
derivados; es un proceso que debe estar guiado por la inventiva, por la
capacidad de proyección, por el trabajo de los hombres, y debe ser empleado como
medio útil para promover el bienestar de los hombres y de los pueblos y para
impedir su exclusión y explotación.
175 El destino universal de los bienes comporta un esfuerzo común dirigido a
obtener para cada persona y para todos los pueblos las condiciones necesarias de
un desarrollo integral, de manera que todos puedan contribuir a la promoción de
un mundo más humano, « donde cada uno pueda dar y recibir, y donde el progreso
de unos no sea obstáculo para el desarrollo de otros ni un pretexto para su
servidumbre ».367 Este principio corresponde al llamado que el Evangelio
incesantemente dirige a las personas y a las sociedades de todo tiempo, siempre
expuestas a las tentaciones del deseo de poseer, a las que el mismo Señor Jesús
quiso someterse (cf. Mc 1,12-13; Mt 4,1-11; Lc 4,1-13) para enseñarnos el modo
de superarlas con su gracia.
b) Destino universal de los bienes y propiedad privada
176 Mediante el trabajo, el hombre, usando su inteligencia, logra dominar la
tierra y hacerla su digna morada: « De este modo se apropia una parte de la
tierra, la que se ha conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la
propiedad individual ».368 La propiedad privada y las otras formas de dominio
privado de los bienes « aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria
para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación
de la libertad humana (...) al estimular el ejercicio de la tarea y de la
responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles
».369 La propiedad privada es un elemento esencial de una política económica
auténticamente social y democrática y es garantía de un recto orden social. La
doctrina social postula que la propiedad de los bienes sea accesible a todos por
igual,370 de manera que todos se conviertan, al menos en cierta medida, en
propietarios, y excluye el recurso a formas de « posesión indivisa para todos
».371
177 La tradición cristiana nunca ha aceptado el derecho a la propiedad privada
como absoluto e intocable: « Al contrario, siempre lo ha entendido en el
contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación
entera: el derecho a la propiedad privada como subordinada al derecho al uso
común, al destino universal de los bienes ».372 El principio del destino
universal de los bienes afirma, tanto el pleno y perenne señorío de Dios sobre
toda realidad, como la exigencia de que los bienes de la creación permanezcan
finalizados y destinados al desarrollo de todo el hombre y de la humanidad
entera.373 Este principio no se opone al derecho de propiedad,374 sino que
indica la necesidad de reglamentarlo. La propiedad privada, en efecto,
cualquiera que sean las formas concretas de los regímenes y de las normas
jurídicas a ella relativas, es, en
su esencia, sólo un instrumento para el respeto del principio del destino
universal de los bienes, y por tanto, en último análisis, un medio y no un
fin.375
178 La enseñanza social de la Iglesia exhorta a reconocer la función social de
cualquier forma de posesión privada,376 en clara referencia a las exigencias
imprescindibles del bien común.377 El hombre « no debe tener las cosas
exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como
comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a
los demás ».378 El destino universal de los bienes comporta vínculos sobre su
uso por parte de los legítimos propietarios. El individuo no puede obrar
prescindiendo de los efectos del uso de los propios recursos, sino que debe
actuar en modo que persiga, además de las ventajas personales y familiares,
también el bien común. De ahí deriva el deber por parte de los propietarios de
no tener inoperantes los bienes poseídos y de destinarlos a la actividad
productiva, confiándolos incluso a quien tiene el deseo y la capacidad de
hacerlos producir.
179 La actual fase histórica, poniendo a disposición de la sociedad bienes
nuevos, del todo desconocidos hasta tiempos recientes, impone una relectura del
principio del destino universal de los bienes de la tierra, haciéndose necesaria
una extensión que comprenda también los frutos del reciente progreso económico y
tecnológico. La propiedad de los nuevos bienes, fruto del conocimiento, de la
técnica y del saber, resulta cada vez más decisiva, porque en ella « mucho más
que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las Naciones
industrializadas ».379
Los nuevos conocimientos técnicos y científicos deben ponerse al servicio de las
necesidades primarias del hombre, para que pueda aumentarse gradualmente el
patrimonio común de la humanidad. La plena actuación del principio del destino
universal de los bienes requiere, por tanto, acciones a nivel internacional e
iniciativas programadas por parte de todos los países: « Hay que romper las
barreras y los monopolios que dejan a tantos pueblos al margen del desarrollo, y
asegurar a todos —individuos y Naciones— las condiciones básicas que permitan
participar en dicho desarrollo ».380
180 Si bien en el proceso de desarrollo económico y social adquieren notable
relieve formas de propiedad desconocidas en el pasado, no se pueden olvidar, sin
embargo, las tradicionales. La propiedad individual no es la única forma
legítima de posesión. Reviste particular importancia también la antigua forma de
propiedad comunitaria que, presente también en los países económicamente
avanzados, caracteriza de modo peculiar la estructura social de numerosos
pueblos indígenas. Es una forma de propiedad que incide muy profundamente en la
vida económica, cultural y política de aquellos pueblos, hasta el punto de
constituir un elemento fundamental para su supervivencia y bienestar. La defensa
y la valoración de la propiedad comunitaria no deben excluir, sin embargo, la
conciencia de que también este tipo de propiedad está destinado a evolucionar.
Si se actuase sólo para garantizar su conservación, se correría el riesgo de
anclarla al pasado y, de este modo, ponerla en peligro.381
Sigue siendo vital, especialmente en los países en vías de desarrollo o que han
salido de sistemas colectivistas o de colonización, la justa distribución de la
tierra. En las zonas rurales, la posibilidad de acceder a la tierra mediante las
oportunidades ofrecidas por los mercados de trabajo y de crédito, es condición
necesaria para el acceso a los demás bienes y servicios; además de constituir un
camino eficaz para la salvaguardia del ambiente, esta posibilidad representa un
sistema de seguridad social realizable también en los países que tienen una
estructura administrativa débil.382
181 De la propiedad deriva para el sujeto poseedor, sea éste un individuo o una
comunidad, una serie de ventajas objetivas: mejores condiciones de vida,
seguridad para el futuro, mayores oportunidades de elección. De la propiedad,
por otro lado, puede proceder también una serie de promesas ilusorias y
tentadoras. El hombre o la sociedad que llegan al punto de absolutizar el
derecho de propiedad, terminan por experimentar la esclavitud más radical.
Ninguna posesión, en efecto, puede ser considerada indiferente por el influjo
que ejerce, tanto sobre los individuos, como sobre las instituciones; el
poseedor que incautamente idolatra sus bienes (cf. Mt 6,24; 19,21-26; Lc 16,13)
resulta, más que nunca, poseído y subyugado por ellos.383 Sólo reconociéndoles
la dependencia de Dios creador y, consecuentemente, orientándolos al bien común,
es posible conferir a los bienes materiales la función de instrumentos útiles
para el crecimiento de los hombres y de los pueblos.
c) Destino universal de los bienes y opción preferencial por los pobres
182 El principio del destino universal de los bienes exige que se vele con
particular solicitud por los pobres, por aquellos que se encuentran en
situaciones de marginación y, en cualquier caso, por las personas cuyas
condiciones de vida les impiden un crecimiento adecuado. A este propósito se
debe reafirmar, con toda su fuerza, la opción preferencial por los pobres: 384 «
Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la
caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se
refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo,
pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y,
consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar
coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes. Pero hoy, vista la
dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial,
con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas
muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre
todo, sin esperanza de un futuro mejor ».385
183 La miseria humana es el signo evidente de la condición de debilidad del
hombre y de su necesidad de salvación.386 De ella se compadeció Cristo Salvador,
que se identificó con sus « hermanos más pequeños » (Mt 25,40.45). « Jesucristo
reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva
"anunciada a los pobres" (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de
Cristo ».387
Jesús dice: « Pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis
siempre » (Mt 26,11; cf. Mc 14,3-9; Jn 12,1-8) no para contraponer al servicio
de los pobres la atención dirigida a Él. El realismo cristiano, mientras por una
parte aprecia los esfuerzos laudables que se realizan para erradicar la pobreza,
por otra parte pone en guardia frente a posiciones ideológicas y mesianismos que
alimentan la ilusión de que se pueda eliminar totalmente de este mundo el
problema de la pobreza. Esto sucederá sólo a su regreso, cuando Él estará de
nuevo con nosotros para siempre. Mientras tanto, los pobres quedan confiados a
nosotros y en base a esta responsabilidad seremos juzgados al final (cf. Mt
25,31-46): « Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si
omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son
sus hermanos ».388
184 El amor de la Iglesia por los pobres se inspira en el Evangelio de las
bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús y en su atención por los pobres. Este
amor se refiere a la pobreza material y también a las numerosas formas de
pobreza cultural y religiosa.389 La Iglesia « desde los orígenes, y a pesar de
los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos,
defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de
beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables ».390
Inspirada en el precepto evangélico: « De gracia lo recibisteis; dadlo de gracia
» (Mt 10,8), la Iglesia enseña a socorrer al prójimo en sus múltiples
necesidades y prodiga en la comunidad humana innumerables obras de misericordia
corporales y espirituales: « Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es
uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una
práctica de justicia que agrada a Dios »,391 aun cuando la práctica de la
caridad no se reduce a la limosna, sino que implica la atención a la dimensión
social y política del problema de la pobreza. Sobre esta relación entre caridad
y justicia retorna constantemente la enseñanza de la Iglesia: « Cuando damos a
los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales,
sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo
que hacemos es cumplir un deber de justicia ».392 Los Padres Conciliares
recomiendan con fuerza que se cumpla este deber « para no dar como ayuda de
caridad lo que ya se debe por razón de justicia ».393 El amor por los pobres es
ciertamente « incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso
egoísta » 394 (cf. St 5,1-6).
IV. EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
a) Origen y significado
185 La subsidiaridad está entre las directrices más constantes y características
de la doctrina social de la Iglesia, presente desde la primera gran encíclica
social.395 Es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan la
familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en
definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social,
cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a las que las personas
dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social.396
Es éste el ámbito de la sociedad civil, entendida como el conjunto de las
relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en
forma originaria y gracias a la « subjetividad creativa del ciudadano ».397 La
red de estas relaciones forma el tejido social y constituye la base de una
verdadera comunidad de personas, haciendo posible el reconocimiento de formas
más elevadas de sociabilidad.398
186 La exigencia de tutelar y de promover las expresiones originarias de la
sociabilidad es subrayada por la Iglesia en la encíclica « Quadragesimo anno »,
en la que el principio de subsidiaridad se indica como principio importantísimo
de la « filosofía social »: « Como no se puede quitar a los individuos y darlo a
la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria,
así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto
orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y
proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de
la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los
miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos ».399
Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse
en una actitud de ayuda (« subsidium ») —por tanto de apoyo, promoción,
desarrollo— respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales
intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin
deber cederlas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de
las que terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en
definitiva, su dignidad propia y su espacio vital.
A la subsidiaridad entendida en sentido positivo, como ayuda económica,
institucional, legislativa, ofrecida a las entidades sociales más pequeñas,
corresponde una serie de implicaciones en negativo, que imponen al Estado
abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el espacio vital de las células
menores y esenciales de la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad,
no deben ser suplantadas.
b) Indicaciones concretas
187 El principio de subsidiaridad protege a las personas de los abusos de las
instancias sociales superiores e insta a estas últimas a ayudar a los
particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas. Este
principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo
de original que ofrecer a la comunidad. La experiencia constata que la negación
de la subsidiaridad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización
o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces también anula, el espíritu
de libertad y de iniciativa.
Con el principio de subsidiaridad contrastan las formas de centralización, de
burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del
Estado y del aparato público: « Al intervenir directamente y quitar
responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de
energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por
las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios,
con enorme crecimiento de los gastos ».400 La ausencia o el inadecuado
reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función
pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el
principio de subsidiaridad.
A la actuación del principio de subsidiaridad corresponden: el respeto y la
promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de
las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus opciones
fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por
otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin que cada organismo
social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio del bien común;
la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas
vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; la
descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera
pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la función social del
sector privado; una adecuada responsabilización del ciudadano para « ser parte »
activa de la realidad política y social del país.
188 Diversas circunstancias pueden aconsejar que el Estado ejercite una función
de suplencia.401 Piénsese, por ejemplo, en las situaciones donde es necesario
que el Estado mismo promueva la economía, a causa de la imposibilidad de que la
sociedad civil asuma autónomamente la iniciativa; piénsese también en las
realidades de grave desequilibrio e injusticia social, en las que sólo la
intervención pública puede crear condiciones de mayor igualdad, de justicia y de
paz. A la luz del principio de subsidiaridad, sin embargo, esta suplencia
institucional no debe prolongarse y extenderse más allá de lo estrictamente
necesario, dado que encuentra justificación sólo en lo excepcional de la
situación. En todo caso, el bien común correctamente entendido, cuyas exigencias
no deberán en modo alguno estar en contraste con la tutela y la promoción del
primado de la persona y de sus principales expresiones sociales, deberá
permanecer como el criterio de discernimiento acerca de la aplicación del
principio de subsidiaridad.
V. LA PARTICIPACIÓN
a) Significado y valor
189 Consecuencia característica de la subsidiaridad es la participación,402 que
se expresa, esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el
ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los
propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y
social de la comunidad civil a la que pertenece.403 La participación es un deber
que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al
bien común.404
La participación no puede ser delimitada o restringida a algún contenido
particular de la vida social, dada su importancia para el crecimiento, sobre
todo humano, en ámbitos como el mundo del trabajo y de las actividades
económicas en sus dinámicas internas,405 la información y la cultura y, muy
especialmente, la vida social y política hasta los niveles más altos, como son
aquellos de los que depende la colaboración de todos los pueblos en la
edificación de una comunidad internacional solidaria.406 Desde esta perspectiva,
se hace imprescindible la exigencia de favorecer la participación, sobre todo,
de los más débiles, así como la alternancia de los dirigentes políticos, con el
fin de evitar que se instauren privilegios ocultos; es necesario, además, un
fuerte empeño moral, para que la gestión de la vida pública sea el fruto de la
corresponsabilidad de cada uno con respecto al bien común.
b) Participación y democracia
190 La participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores
aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el
propio papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de
todos los ordenamientos democráticos,407 además de una de las mejores garantías
de permanencia de la democracia. El gobierno democrático, en efecto, se define a
partir de la atribución, por parte del pueblo, de poderes y funciones, que deben
ejercitarse en su nombre, por su cuenta y a su favor; es evidente, pues, que
toda democracia debe ser participativa.408 Lo cual comporta que los diversos
sujetos de la comunidad civil, en cualquiera de sus niveles, sean informados,
escuchados e implicados en el ejercicio de las funciones que ésta desarrolla.
191 La participación puede lograrse en todas las relaciones posibles entre el
ciudadano y las instituciones: para ello, se debe prestar particular atención a
los contextos históricos y sociales en los que la participación debería actuarse
verdaderamente. La superación de los obstáculos culturales, jurídicos y sociales
que con frecuencia se interponen, como verdaderas barreras, a la participación
solidaria de los ciudadanos en los destinos de la propia comunidad, requiere una
obra informativa y educativa.409 Una consideración cuidadosa merecen, en este
sentido, todas las posturas que llevan al ciudadano a formas de participación
insuficientes o incorrectas, y al difundido desinterés por todo lo que concierne
a la esfera de la vida social y política: piénsese, por ejemplo, en los intentos
de los ciudadanos de « contratar » con las instituciones las condiciones más
ventajosas para sí mismos, casi como si éstas estuviesen al servicio de las
necesidades egoístas; y en la praxis de limitarse a la expresión de la opción
electoral, llegando aun en muchos casos, a abstenerse.410
En el ámbito de la participación, una ulterior fuente de preocupación proviene
de aquellos países con un régimen totalitario o dictatorial, donde el derecho
fundamental a participar en la vida pública es negado de raíz, porque se
considera una amenaza para el Estado mismo; 411 de los países donde este derecho
es enunciado sólo formalmente, sin que se pueda ejercer concretamente; y también
de aquellos otros donde el crecimiento exagerado del aparato burocrático niega
de hecho al ciudadano la posibilidad de proponerse como un verdadero actor de la
vida social y política.412
VI. EL PRINCIPIO DE SOLIDARIDAD
a) Significado y valor
192 La solidaridad confiere particular relieve a la intrínseca sociabilidad de
la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino
común de los hombres y de los pueblos hacia una unidad cada vez más convencida.
Nunca como hoy ha existido una conciencia tan difundida del vínculo de
interdependencia entre los hombres y entre los pueblos, que se manifiesta a
todos los niveles.413 La vertiginosa multiplicación de las vías y de los medios
de comunicación « en tiempo real », como las telecomunicaciones, los
extraordinarios progresos de la informática, el aumento de los intercambios
comerciales y de las informaciones son testimonio de que por primera vez desde
el inicio de la historia de la humanidad ahora es posible, al menos
técnicamente, establecer relaciones aun entre personas lejanas o desconocidas.
Junto al fenómeno de la interdependencia y de su constante dilatación,
persisten, por otra parte, en todo el mundo, fortísimas desigualdades entre
países desarrollados y países en vías de desarrollo, alimentadas también por
diversas formas de explotación, de opresión y de corrupción, que influyen
negativamente en la vida interna e internacional de muchos Estados. El proceso
de aceleración de la interdependencia entre las personas y los pueblos debe
estar acompañado por un crecimiento en el plano ético- social igualmente
intenso, para así evitar las nefastas consecuencias de una situación de
injusticia de dimensiones planetarias, con repercusiones negativas incluso en
los mismos países actualmente más favorecidos.414
b) La solidaridad como principio social y como virtud moral
193 Las nuevas relaciones de interdependencia entre hombres y pueblos, que son,
de hecho, formas de solidaridad, deben transformarse en relaciones que tiendan
hacia una verdadera y propia solidaridad ético-social, que es la exigencia moral
ínsita en todas las relaciones humanas. La solidaridad se presenta, por tanto,
bajo dos aspectos complementarios: como principio social 415 y como virtud
moral.416
La solidaridad debe captarse, ante todo, en su valor de principio social
ordenador de las instituciones, según el cual las « estructuras de pecado »,417
que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben ser superadas
y transformadas en estructuras de solidaridad, mediante la creación o la
oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos.
La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no « un
sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al
contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien
común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos
verdaderamente responsables de todos ».418 La solidaridad se eleva al rango de
virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia,
virtud orientada por excelencia al bien común, y en « la entrega por el bien del
prójimo, que está dispuesto a "perderse", en sentido evangélico, por el otro en
lugar de explotarlo, y a "servirlo" en lugar de oprimirlo para el propio
provecho (cf. Mt 10,40-42; 20, 25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27) ».419
c) Solidaridad y crecimiento común de los hombres
194 El mensaje de la doctrina social acerca de la solidaridad pone en evidencia
el hecho de que existen vínculos estrechos entre solidaridad y bien común,
solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los
hombres y los pueblos, solidaridad y paz en el mundo.420 El término «
solidaridad », ampliamente empleado por el Magisterio,421 expresa en síntesis la
exigencia de reconocer en el conjunto de los vínculos que unen a los hombres y a
los grupos sociales entre sí, el espacio ofrecido a la libertad humana para
ocuparse del crecimiento común, compartido por todos. El compromiso en esta
dirección se traduce en la aportación positiva que nunca debe faltar a la causa
común, en la búsqueda de los puntos de posible entendimiento incluso allí donde
prevalece una lógica de separación y fragmentación, en la disposición para
gastarse por el bien del otro, superando cualquier forma de individualismo y
particularismo.422
195 El principio de solidaridad implica que los hombres de nuestro tiempo
cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual
están insertos: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia
humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la
cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e
inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido. Semejante
deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social, de
manera que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que permanezca
abierto para las generaciones presentes y futuras, llamadas unas y otras a
compartir, en la solidaridad, el mismo don.
d) La solidaridad en la vida y en el mensaje de Jesucristo
196 La cumbre insuperable de la perspectiva indicada es la vida de Jesús de
Nazaret, el Hombre nuevo, solidario con la humanidad hasta la « muerte de cruz »
(Flp 2,8): en Él es posible reconocer el signo viviente del amor inconmensurable
y trascendente del Dios con nosotros, que se hace cargo de las enfermedades de
su pueblo, camina con él, lo salva y lo constituye en la unidad.423 En Él, y
gracias a Él, también la vida social puede ser nuevamente descubierta, aun con
todas sus contradicciones y ambigüedades, como lugar de vida y de esperanza, en
cuanto signo de una Gracia que continuamente se ofrece a todos y que invita a
las formas más elevadas y comprometedoras de comunicación de bienes.
Jesús de Nazaret hace resplandecer ante los ojos de todos los hombres el nexo
entre solidaridad y caridad, iluminando todo su significado: 424 « A la luz de
la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las
dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y
reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus
derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen
viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la
acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea
enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar
dispuesto al sacrificio, incluso extremo: “dar la vida por los hermanos” (cf. Jn
15,13) ».425
VII. LOS VALORES FUNDAMENTALES
DE LA VIDA SOCIAL
a) Relación entre principios y valores
197 La doctrina social de la Iglesia, además de los principios que deben
presidir la edificación de una sociedad digna del hombre, indica también valores
fundamentales. La relación entre principios y valores es indudablemente de
reciprocidad, en cuanto que los valores sociales expresan el aprecio que se debe
atribuir a aquellos determinados aspectos del bien moral que los principios se
proponen conseguir, ofreciéndose como puntos de referencia para la
estructuración oportuna y la conducción ordenada de la vida social. Los valores
requieren, por consiguiente, tanto la práctica de los principios fundamentales
de la vida social, como el ejercicio personal de las virtudes y, por ende, las
actitudes morales correspondientes a los valores mismos.426
Todos los valores sociales son inherentes a la dignidad de la persona humana,
cuyo auténtico desarrollo favorecen; son esencialmente: la verdad, la libertad,
la justicia, el amor.427 Su práctica es el camino seguro y necesario para
alcanzar la perfección personal y una convivencia social más humana; constituyen
la referencia imprescindible para los responsables de la vida pública, llamados
a realizar « las reformas sustanciales de las estructuras económicas, políticas,
culturales y tecnológicas, y los cambios necesarios en las instituciones ».428
El respeto de la legítima autonomía de las realidades terrenas lleva a la
Iglesia a no asumir competencias específicas de orden técnico y temporal,429
pero no le impide intervenir para mostrar cómo, en las diferentes opciones del
hombre, estos valores son afirmados o, por el contrario, negados.430
b) La verdad
198 Los hombres tienen una especial obligación de tender continuamente hacia la
verdad, respetarla y atestiguarla responsablemente.431 Vivir en la verdad tiene
un importante significado en las relaciones sociales: la convivencia de los
seres humanos dentro de una comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda y
conforme a su dignidad de personas, cuando se funda en la verdad.432 Las
personas y los grupos sociales cuanto más se esfuerzan por resolver los
problemas sociales según la verdad, tanto más se alejan del arbitrio y se
adecúan a las exigencias objetivas de la moralidad.
Nuestro tiempo requiere una intensa actividad educativa 433 y un compromiso
correspondiente por parte de todos, para que la búsqueda de la verdad, que no se
puede reducir al conjunto de opiniones o a alguna de ellas, sea promovida en
todos los ámbitos y prevalezca por encima de cualquier intento de relativizar
sus exigencias o de ofenderla.434 Es una cuestión que afecta particularmente al
mundo de la comunicación pública y al de la economía. En ellos, el uso sin
escrúpulos del dinero plantea interrogantes cada vez más urgentes, que remiten
necesariamente a una exigencia de transparencia y de honestidad en la actuación
personal y social.
c) La libertad
199 La libertad es, en el hombre, signo eminente de la imagen divina y, como
consecuencia, signo de la sublime dignidad de cada persona humana: 435 « La
libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona
humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como
un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al
que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia
inseparable de la dignidad de la persona humana ».436 No se debe restringir el
significado de la libertad, considerándola desde una perspectiva puramente
individualista y reduciéndola a un ejercicio arbitrario e incontrolado de la
propia autonomía personal: « Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del
yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando
los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas
».437 La comprensión de la libertad se vuelve profunda y amplia cuando ésta es
tutelada, también a nivel social, en la totalidad de sus dimensiones.
200 El valor de la libertad, como expresión de la singularidad de cada persona
humana, es respetado cuando a cada miembro de la sociedad le es permitido
realizar su propia vocación personal; es decir, puede buscar la verdad y
profesar las propias ideas religiosas, culturales y políticas; expresar sus
propias opiniones; decidir su propio estado de vida y, dentro de lo posible, el
propio trabajo; asumir iniciativas de carácter económico, social y político.
Todo ello debe realizarse en el marco de un « sólido contexto jurídico »,438
dentro de los límites del bien común y del orden público y, en todos los casos,
bajo el signo de la responsabilidad.
La libertad, por otra parte, debe ejercerse también como capacidad de rechazar
lo que es moralmente negativo, cualquiera que sea la forma en que se
presente,439 como capacidad de desapego efectivo de todo lo que puede
obstaculizar el crecimiento personal, familiar y social. La plenitud de la
libertad consiste en la capacidad de disponer de sí mismo con vistas al
auténtico bien, en el horizonte del bien común universal.440
d) La justicia
201 La justicia es un valor que acompaña al ejercicio de la correspondiente
virtud moral cardinal.441 Según su formulación más clásica, « consiste en la
constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido ».442
Desde el punto de vista subjetivo, la justicia se traduce en la actitud
determinada por la voluntad de reconocer al otro como persona, mientras que
desde el punto de vista objetivo, constituye el criterio determinante de la
moralidad en el ámbito intersubjetivo y social.443
El Magisterio social invoca el respeto de las formas clásicas de la justicia: la
conmutativa, la distributiva y la legal.444 Un relieve cada vez mayor ha
adquirido en el Magisterio la justicia social,445 que representa un verdadero y
propio desarrollo de la justicia general, reguladora de las relaciones sociales
según el criterio de la observancia de la ley. La justicia social es una
exigencia vinculada con la cuestión social, que hoy se manifiesta con una
dimensión mundial; concierne a los aspectos sociales, políticos y económicos y,
sobre todo, a la dimensión estructural de los problemas y las soluciones
correspondientes.446
202 La justicia resulta particularmente importante en el contexto actual, en el
que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos, a pesar de las
proclamaciones de propósitos, está seriamente amenazado por la difundida
tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de la utilidad y del tener.
La justicia, conforme a estos criterios, es considerada de forma reducida,
mientras que adquiere un significado más pleno y auténtico en la antropología
cristiana. La justicia, en efecto, no es una simple convención humana, porque lo
que es « justo » no está determinado originariamente por la ley, sino por la
identidad profunda del ser humano.447
203 La plena verdad sobre el hombre permite superar la visión contractual de la
justicia, que es una visión limitada, y abrirla al horizonte de la solidaridad y
del amor: « Por sí sola, la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a
sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor ».448 En efecto,
junto al valor de la justicia, la doctrina social coloca el de la solidaridad,
en cuanto vía privilegiada de la paz. Si la paz es fruto de la justicia, « hoy
se podría decir, con la misma exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica
(cf. Is 32,17; St 32,17), Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la
solidaridad ».449 La meta de la paz, en efecto, « sólo se alcanzará con la
realización de la justicia social e internacional, y además con la práctica de
las virtudes que favorecen la convivencia y nos enseñan a vivir unidos, para
construir juntos, dando y recibiendo, una sociedad nueva y un mundo mejor ».450
VIII. LA VÍA DE LA CARIDAD
204 Entre las virtudes en su conjunto y, especialmente entre las virtudes, los
valores sociales y la caridad, existe un vínculo profundo que debe ser
reconocido cada vez más profundamente. La caridad, a menudo limitada al ámbito
de las relaciones de proximidad, o circunscrita únicamente a los aspectos
meramente subjetivos de la actuación en favor del otro, debe ser reconsiderada
en su auténtico valor de criterio supremo y universal de toda la ética social.
De todas las vías, incluidas las que se buscan y recorren para afrontar las
formas siempre nuevas de la actual cuestión social, la « más excelente » (1 Co
12,31) es la vía trazada por la caridad.
205 Los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad, nacen y se
desarrollan de la fuente interior de la caridad: la convivencia humana resulta
ordenada, fecunda en el bien y apropiada a la dignidad del hombre, cuando se
funda en la verdad; cuando se realiza según la justicia, es decir, en el
efectivo respeto de los derechos y en el leal cumplimiento de los respectivos
deberes; cuando es realizada en la libertad que corresponde a la dignidad de los
hombres, impulsados por su misma naturaleza racional a asumir la responsabilidad
de sus propias acciones; cuando es vivificada por el amor, que hace sentir como
propias las necesidades y las exigencias de los demás e intensifica cada vez más
la comunión en los valores espirituales y la solicitud por las necesidades
materiales.451 Estos valores constituyen los pilares que dan solidez y
consistencia al edificio del vivir y del actuar: son valores que determinan la
cualidad de toda acción e institución social.
206 La caridad presupone y trasciende la justicia: esta última « ha de
complementarse con la caridad ».452 Si la justicia es « de por sí apta para
servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes
objetivos según una medida adecuada, el amor en cambio, y solamente el amor
(también ese amor benigno que llamamos “misericordia”), es capaz de restituir el
hombre a sí mismo ».453
No se pueden regular las relaciones humanas únicamente con la medida de la
justicia: « La experiencia del pasado y nuestros tiempos demuestra que la
justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la
negación y al aniquilamiento de sí misma... Ha sido ni más ni menos la
experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular esta
aserción: summum ius, summa iniuria ».454 La justicia, en efecto, « en todas las
esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar, por decirlo así, una
notable “corrección” por parte del amor que —como proclama San Pablo— “es
paciente” y “benigno”, o dicho en otras palabras, lleva en sí los caracteres del
amor misericordioso, tan esenciales al evangelio y al cristianismo ».455
207 Ninguna legislación, ningún sistema de reglas o de estipulaciones lograrán
persuadir a hombres y pueblos a vivir en la unidad, en la fraternidad y en la
paz; ningún argumento podrá superar el apelo de la caridad. Sólo la caridad, en
su calidad de « forma virtutum »,456 puede animar y plasmar la actuación social
para edificar la paz, en el contexto de un mundo cada vez más complejo. Para que
todo esto suceda es necesario que se muestre la caridad no sólo como inspiradora
de la acción individual, sino también como fuerza capaz de suscitar vías nuevas
para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde
su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos.
En esta perspectiva la caridad se convierte en caridad social y política: la
caridad social nos hace amar el bien común 457 y nos lleva a buscar
efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo
individualmente, sino también en la dimensión social que las une.
208 La caridad social y política no se agota en las relaciones entre las
personas, sino que se despliega en la red en la que estas relaciones se
insertan, que es precisamente la comunidad social y política, e interviene sobre
ésta, procurando el bien posible para la comunidad en su conjunto. En muchos
aspectos, el prójimo que tenemos que amar se presenta « en sociedad », de modo
que amarlo realmente, socorrer su necesidad o su indigencia, puede significar
algo distinto del bien que se le puede desear en el plano puramente individual:
amarlo en el plano social significa, según las situaciones, servirse de las
mediaciones sociales para mejorar su vida, o bien eliminar los factores sociales
que causan su indigencia. La obra de misericordia con la que se responde aquí y
ahora a una necesidad real y urgente del prójimo es, indudablemente, un acto de
caridad; pero es un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo
dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga
que padecer la miseria, sobre todo cuando ésta se convierte en la situación en
que se debaten un inmenso número de personas y hasta de pueblos enteros,
situación que asume, hoy, las proporciones de una verdadera y propia cuestión
social mundial.
SEGUNDA PARTE
« ... la doctrina social tiene de por sí el valor
de un instrumento de evangelización: en cuanto tal,
anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo
a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo.
Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás:
de los derechos humanos de cada uno y, en particular,
del “proletariado”, la familia y la educación,
los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional
e internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz,
así como del respeto a la vida desde el momento
de la concepción hasta la muerte ».
(Centesimus annus, 54)
CAPÍTULO QUINTO
LA FAMILIA
CÉLULA VITAL DE LA SOCIEDAD
I. LA FAMILIA, PRIMERA SOCIEDAD NATURAL
209 La importancia y la centralidad de la familia, en orden a la persona y a la
sociedad, está repetidamente subrayada en la Sagrada Escritura: « No está bien
que el hombre esté solo » (Gn 2,18). A partir de los textos que narran la
creación del hombre (cf. Gn 1,26-28; 2,7-24) se nota cómo —según el designio de
Dios— la pareja constituye « la expresión primera de la comunión de personas
humanas ».458 Eva es creada semejante a Adán, como aquella que, en su alteridad,
lo completa (cf. Gn 2,18) para formar con él « una sola carne » (Gn 2,24; cf. Mt
19,5-6).459 Al mismo tiempo, ambos tienen una misión procreadora que los hace
colaboradores del Creador: « Sed fecundos y multiplicaos, henchid la tierra » (Gn
1,28). La familia es considerada, en el designio del Creador, como « el lugar
primario de la “humanización” de la persona y de la sociedad » y « cuna de la
vida y del amor ».460
210 En la familia se aprende a conocer el amor y la fidelidad del Señor, así
como la necesidad de corresponderle (cf. Ex 12,25-27; 13,8.14-15; Dt 6,20- 25;
13,7-11; 1 S 3,13); los hijos aprenden las primeras y más decisivas lecciones de
la sabiduría práctica a las que van unidas las virtudes (cf. Pr 1,8-9; 4,1-4;
6,20-21; Si 3,1-16; 7,27-28). Por todo ello, el Señor se hace garante del amor y
de la fidelidad conyugales (cf. Ml 2,14-15).
Jesús nació y vivió en una familia concreta aceptando todas sus características
propias 461 y dio así una excelsa dignidad a la institución matrimonial,
constituyéndola como sacramento de la nueva alianza (cf. Mt 19,3-9). En esta
perspectiva, la pareja encuentra su plena dignidad y la familia su solidez.
211 Iluminada por la luz del mensaje bíblico, la Iglesia considera la familia
como la primera sociedad natural, titular de derechos propios y originarios, y
la sitúa en el centro de la vida social: relegar la familia « a un papel
subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad,
significa causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social
».462 La familia, ciertamente, nacida de la íntima comunión de vida y de amor
conyugal fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer,463 posee una
específica y original dimensión social, en cuanto lugar primario de relaciones
interpersonales, célula primera y vital de la sociedad: 464 es una institución
divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización
social.
a) La importancia de la familia para la persona
212 La familia es importante y central en relación a la persona. En esta cuna de
la vida y del amor, el hombre nace y crece. Cuando nace un niño, la sociedad
recibe el regalo de una nueva persona, que está « llamada, desde lo más íntimo
de sí a la comunión con los demás y a la entrega a los demás ».465 En la
familia, por tanto, la entrega recíproca del hombre y de la mujer unidos en
matrimonio, crea un ambiente de vida en el cual el niño puede « desarrollar sus
potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su
destino único e irrepetible ».466
En el clima de afecto natural que une a los miembros de una comunidad familiar,
las personas son reconocidas y responsabilizadas en su integridad: « La primera
estructura fundamental a favor de la “ecología humana” es la familia, en cuyo
seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende
qué quiere decir amar y ser amado y, por consiguiente, qué quiere decir en
concreto ser una persona ».467 Las obligaciones de sus miembros no están
limitadas por los términos de un contrato, sino que derivan de la esencia misma
de la familia, fundada sobre un pacto conyugal irrevocable y estructurada por
las relaciones que derivan de la generación o adopción de los hijos.
b) La importancia de la familia para la sociedad
213 La familia, comunidad natural en donde se experimenta la sociabilidad
humana, contribuye en modo único e insustituible al bien de la sociedad. La
comunidad familiar nace de la comunión de las personas: « La “comunión” se
refiere a la relación personal entre el “yo” y el “tú”. La “comunidad”, en
cambio, supera este esquema apuntando hacia una “sociedad”, un “nosotros”. La
familia, comunidad de personas, es por consiguiente la primera “sociedad”
humana».468
Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia
de tipo individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el
centro de la atención en cuanto fin y nunca como medio. Es evidente que el bien
de las personas y el buen funcionamiento de la sociedad están estrechamente
relacionados con « la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar ».469 Sin
familias fuertes en la comunión y estables en el compromiso, los pueblos se
debilitan. En la familia se inculcan desde los primeros años de vida los valores
morales, se transmite el patrimonio espiritual de la comunidad religiosa y el
patrimonio cultural de la Nación. En ella se aprenden las responsabilidades
sociales y la solidaridad.470
214 Ha de afirmarse la prioridad de la familia respecto a la sociedad y al
Estado. La familia, al menos en su función procreativa, es la condición misma de
la existencia de aquéllos. En las demás funciones en pro de cada uno de sus
miembros, la familia precede, por su importancia y valor, a las funciones que la
sociedad y el Estado deben desempeñar.471 La familia, sujeto titular de derechos
inviolables, encuentra su legitimación en la naturaleza humana y no en el
reconocimiento del Estado. La familia no está, por lo tanto, en función de la
sociedad y del Estado, sino que la sociedad y el Estado están en función de la
familia.
Todo modelo social que busque el bien del hombre no puede prescindir de la
centralidad y de la responsabilidad social de la familia. La sociedad y el
Estado, en sus relaciones con la familia, tienen la obligación de atenerse al
principio de subsidiaridad. En virtud de este principio, las autoridades
públicas no deben sustraer a la familia las tareas que puede desempeñar sola o
libremente asociada con otras familias; por otra parte, las mismas autoridades
tienen el deber de auxiliar a la familia, asegurándole las ayudas que necesita
para asumir de forma adecuada todas sus responsabilidades.472
II. EL MATRIMONIO, FUNDAMENTO DE LA FAMILIA
a) El valor del matrimonio
215 La familia tiene su fundamento en la libre voluntad de los cónyuges de
unirse en matrimonio, respetando el significado y los valores propios de esta
institución, que no depende del hombre, sino de Dios mismo: « Este vínculo
sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole como de la
sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del
matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios ».473 La institución
matrimonial —« fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la
íntima comunidad conyugal de vida y amor » 474 — no es una creación debida a
convenciones humanas o imposiciones legislativas, sino que debe su estabilidad
al ordenamiento divino.475 Nace, también para la sociedad, « del acto humano por
el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente » 476 y se funda sobre la
misma naturaleza del amor conyugal que, en cuanto don total y exclusivo, de
persona a persona, comporta un compromiso definitivo expresado con el
consentimiento recíproco, irrevocable y público.477 Este compromiso pide que las
relaciones entre los miembros de la familia estén marcadas también por el
sentido de la justicia y el respeto de los recíprocos derechos y deberes.
216 Ningún poder puede abolir el derecho natural al matrimonio ni modificar sus
características ni su finalidad. El matrimonio tiene características propias,
originarias y permanentes. A pesar de los numerosos cambios que han tenido lugar
a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y
actitudes espirituales, en todas las culturas existe un cierto sentido de la
dignidad de la unión matrimonial, aunque no siempre se trasluzca con la misma
claridad.478 Esta dignidad ha de ser respetada en sus características
específicas, que exigen ser salvaguardadas frente a cualquier intento de
alteración de su naturaleza. La sociedad no puede disponer del vínculo
matrimonial, con el cual los dos esposos se prometen fidelidad, asistencia
recíproca y apertura a los hijos, aunque ciertamente le compete regular sus
efectos civiles.
217 El matrimonio tiene como rasgos característicos: la totalidad, en razón de
la cual los cónyuges se entregan recíprocamente en todos los aspectos de la
persona, físicos y espirituales; la unidad que los hace « una sola carne » (Gn
2,24); la indisolubilidad y la fidelidad que exige la donación recíproca y
definitiva; la fecundidad a la que naturalmente está abierto.479 El sabio
designio de Dios sobre el matrimonio —designio accesible a la razón humana, no
obstante las dificultades debidas a la dureza del corazón (cf. Mt 19,8; Mc
10,5)— no puede ser juzgado exclusivamente a la luz de los comportamientos de
hecho y de las situaciones concretas que se alejan de él. La poligamia es una
negación radical del designio original de Dios, « porque es contraria a la igual
dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un
amor total y por lo mismo único y exclusivo ».480
218 El matrimonio, en su verdad « objetiva », está ordenado a la procreación y
educación de los hijos.481 La unión matrimonial, en efecto, permite vivir en
plenitud el don sincero de sí mismo, cuyo fruto son los hijos, que, a su vez,
son un don para los padres, para la entera familia y para toda la sociedad.482
El matrimonio, sin embargo, no ha sido instituido únicamente en orden a la
procreación: 483 su carácter indisoluble y su valor de comunión permanecen
incluso cuando los hijos, aun siendo vivamente deseados, no lleguen a coronar la
vida conyugal. Los esposos, en este caso, « pueden manifestar su generosidad
adoptando niños abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del
prójimo ».484
b) El sacramento del matrimonio
219 Los bautizados, por institución de Cristo, viven la realidad humana y
original del matrimonio, en la forma sobrenatural del sacramento, signo e
instrumento de Gracia. La historia de la salvación está atravesada por el tema
de la alianza esponsal, expresión significativa de la comunión de amor entre
Dios y los hombres y clave simbólica para comprender las etapas de la alianza
entre Dios y su pueblo.485 El centro de la revelación del proyecto de amor
divino es el don que Dios hace a la humanidad de su Hijo Jesucristo, « el Esposo
que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo. El
revela la verdad original del matrimonio, la verdad del “principio” (cf. Gn
2,24; Mt 19,5) y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de
realizarla plenamente ».486 Del amor esponsal de Cristo por la Iglesia, cuya
plenitud se manifiesta en la entrega consumada en la Cruz, brota la
sacramentalidad del matrimonio, cuya Gracia conforma el amor de los esposos con
el Amor de Cristo por la Iglesia. El matrimonio, en cuanto sacramento, es una
alianza de un hombre y una mujer en el amor.487
220 El sacramento del matrimonio asume la realidad humana del amor conyugal con
todas las implicaciones y « capacita y compromete a los esposos y a los padres
cristianos a vivir su vocación de laicos, y, por consiguiente, a “buscar el
Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”
».488 Íntimamente unida a la Iglesia por el vínculo sacramental que la hace
Iglesia doméstica o pequeña Iglesia, la familia cristiana está llamada « a ser
signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su función profética,
dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual el mundo entero
está en camino ».489
La caridad conyugal, que brota de la caridad misma de Cristo, ofrecida por medio
del Sacramento, hace a los cónyuges cristianos testigos de una sociabilidad
nueva, inspirada por el Evangelio y por el Misterio pascual. La dimensión
natural de su amor es constantemente purificada, consolidada y elevada por la
gracia sacramental. De esta manera, los cónyuges cristianos, además de ayudarse
recíprocamente en el camino de la santificación, son en el mundo signo e
instrumento de la caridad de Cristo. Con su misma vida, están llamados a ser
testigos y anunciadores del sentido religioso del matrimonio, que la sociedad
actual reconoce cada vez con mayor dificultad, especialmente cuando acepta
visiones relativistas del mismo fundamento natural de la institución
matrimonial.
III. LA SUBJETIVIDAD SOCIAL DE LA FAMILIA
a) El amor y la formación de la comunidad de personas
221 La familia se presenta como espacio de comunión —tan necesaria en una
sociedad cada vez más individualista—, que debe desarrollarse como una auténtica
comunidad de personas 490 gracias al incesante dinamismo del amor, dimensión
fundamental de la experiencia humana, cuyo lugar privilegiado para manifestarse
es precisamente la familia: « El amor hace que el hombre se realice mediante la
entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede
comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente ».491
Gracias al amor, realidad esencial para definir el matrimonio y la familia, cada
persona, hombre y mujer, es reconocida, aceptada y respetada en su dignidad. Del
amor nacen relaciones vividas como entrega gratuita, que « respetando y
favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título de
valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad
desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda ».492 La existencia de
familias que viven con este espíritu pone al descubierto las carencias y
contradicciones de una sociedad que tiende a privilegiar relaciones basadas
principalmente, cuando no exclusivamente, en criterios de eficiencia y
funcionalidad. La familia que vive construyendo cada día una red de relaciones
interpersonales, internas y externas, se convierte en la « primera e
insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones
comunitarias más amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor ».493
222 El amor se expresa también mediante la atención esmerada de los ancianos que
viven en la familia: su presencia supone un gran valor. Son un ejemplo de
vinculación entre generaciones, un recurso para el bienestar de la familia y de
toda la sociedad: « No sólo pueden dar testimonio de que hay aspectos de la
vida, como los valores humanos y culturales, morales y sociales, que no se miden
en términos económicos o funcionales, sino ofrecer también una aportación eficaz
en el ámbito laboral y en el de la responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de
hacer algo por los ancianos, sino de aceptar también a estas personas como
colaboradores responsables, con modalidades que lo hagan realmente posible, como
agentes de proyectos compartidos, bien en fase de programación, de diálogo o de
actuación ».494 Como dice la Sagrada Escritura, las personas « todavía en la
vejez tienen fruto » (Sal 92,15). Los ancianos constituyen una importante
escuela de vida, capaz de transmitir valores y tradiciones y de favorecer el
crecimiento de los más jóvenes: estos aprenden así a buscar no sólo el propio
bien, sino también el de los demás. Si los ancianos se hallan en una situación
de sufrimiento y dependencia, no sólo necesitan cuidados médicos y asistencia
adecuada, sino, sobre todo, ser tratados con amor.
223 El ser humano ha sido creado para amar y no puede vivir sin amor. El amor,
cuando se manifiesta en el don total de dos personas en su complementariedad, no
puede limitarse a emociones o sentimientos, y mucho menos a la mera expresión
sexual. Una sociedad que tiende a relativizar y a banalizar cada vez más la
experiencia del amor y de la sexualidad, exalta los aspectos efímeros de la vida
y oscurece los valores fundamentales. Se hace más urgente que nunca anunciar y
testimoniar que la verdad del amor y de la sexualidad conyugal se encuentra allí
donde se realiza la entrega plena y total de las personas con las
características de la unidad y de la fidelidad.495 Esta verdad, fuente de
alegría, esperanza y vida, resulta impenetrable e inalcanzable mientras se
permanezca encerrados en el relativismo y en el escepticismo.
224 En relación a las teorías que consideran la identidad de género como un mero
producto cultural y social derivado de la interacción entre la comunidad y el
individuo, con independencia de la identidad sexual personal y del verdadero
significado de la sexualidad, la Iglesia no se cansará de ofrecer la propia
enseñanza: « Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su
identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y
espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la
vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte
de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la
necesidad y el apoyo mutuos ».496 Esta perspectiva lleva a considerar necesaria
la adecuación del derecho positivo a la ley natural, según la cual la identidad
sexual es indiscutible, porque es la condición objetiva para formar una pareja
en el matrimonio.
225 La naturaleza del amor conyugal exige la estabilidad de la relación
matrimonial y su indisolubilidad. La falta de estos requisitos perjudica la
relación de amor exclusiva y total, propia del vínculo matrimonial, trayendo
consigo graves sufrimientos para los hijos e incluso efectos negativos para el
tejido social.
La estabilidad y la indisolubilidad de la unión matrimonial no deben quedar
confiadas exclusivamente a la intención y al compromiso de los individuos: la
responsabilidad en el cuidado y la promoción de la familia, como institución
natural y fundamental, precisamente en consideración de sus aspectos vitales e
irrenunciables, compete principalmente a toda la sociedad. La necesidad de
conferir un carácter institucional al matrimonio, fundándolo sobre un acto
público, social y jurídicamente reconocido, deriva de exigencias básicas de
naturaleza social.
La introducción del divorcio en las legislaciones civiles ha alimentado una
visión relativista de la unión conyugal y se ha manifestado ampliamente como una
« verdadera plaga social ».497 Las parejas que conservan y afianzan los bienes
de la estabilidad y de la indisolubilidad « cumplen... de manera útil y
valiente, el cometido a ellas confiado de ser un “signo” en el mundo —un signo
pequeño y precioso, a veces expuesto a la tentación, pero siempre renovado— de
la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a
cada hombre ».498
226 La Iglesia no abandona a su suerte aquellos que, tras un divorcio, han
vuelto a contraer matrimonio. La Iglesia ora por ellos, los anima en las
dificultades de orden espiritual que se les presentan y los sostiene en la fe y
en la esperanza. Por su parte, estas personas, en cuanto bautizados, pueden y
deben participar en la vida de la Iglesia: se les exhorta a escuchar la Palabra
de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a
incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad a favor de la
justicia y de la paz, a educar a los hijos en la fe, a cultivar el espíritu y
las obras de penitencia para implorar así, día a día, la gracia de Dios.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia, —que abriría el camino al
sacramento eucarístico— puede concederse sólo a aquéllos que, arrepentidos,
están sinceramente dispuestos a una forma de vida que ya no esté en
contradicción con la indisolubilidad del matrimonio.499
Actuando así, la Iglesia profesa su propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al
mismo tiempo, se comporta con ánimo materno para con estos hijos suyos,
especialmente con aquellos que sin culpa suya, han sido abandonados por su
cónyuge legítimo. La Iglesia cree con firme convicción que incluso cuantos se
han apartado del mandamiento del Señor y persisten en ese estado, podrán obtener
de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la
oración, en la penitencia y en la caridad.500
227 Las uniones de hecho, cuyo número ha ido progresivamente aumentando, se
basan sobre un falso concepto de la libertad de elección de los individuos 501 y
sobre una concepción privada del matrimonio y de la familia. El matrimonio no es
un simple pacto de convivencia, sino una relación con una dimensión social única
respecto a las demás, ya que la familia, con el cuidado y la educación de los
hijos, se configura como el instrumento principal e insustituible para el
crecimiento integral de toda persona y para su positiva inserción en la vida
social.
La eventual equiparación legislativa entre la familia y las « uniones de hecho »
se traduciría en un descrédito del modelo de familia, que no se puede realizar
en una relación precaria entre personas,502 sino sólo en una unión permanente
originada en el matrimonio, es decir, en el pacto entre un hombre y una mujer,
fundado sobre una elección recíproca y libre que implica la plena comunión
conyugal orientada a la procreación.
228 Un problema particular, vinculado a las uniones de hecho, es el que se
refiere a la petición de reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales,
objeto, cada vez más, de debate público. Sólo una antropología que responda a la
plena verdad del hombre puede dar una respuesta adecuada al problema, que
presenta diversos aspectos tanto en el plano social como eclesial.503 A la luz
de esta antropología se evidencia « qué incongruente es la pretensión de
atribuir una realidad “conyugal” a la unión entre personas del mismo sexo. Se
opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el
matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por
Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la
ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por
el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente
psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos
personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de
ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psíco-física».504
La persona homosexual debe ser plenamente respetada en su dignidad,505 y animada
a seguir el plan de Dios con un esfuerzo especial en el ejercicio de la
castidad.506 Este respeto no significa la legitimación de comportamientos
contrarios a la ley moral ni, mucho menos, el reconocimiento de un derecho al
matrimonio entre personas del mismo sexo, con la consiguiente equiparación de
estas uniones con la familia: 507 « Si, desde el punto de vista legal, el
casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno
de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio
radical, con grave deterioro del bien común. Poniendo la unión homosexual en un
plano jurídico análogo al del matrimonio o al de la familia, el Estado actúa
arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes ».508
229 La solidez del núcleo familiar es un recurso determinante para la calidad de
la convivencia social. Por ello la comunidad civil no puede permanecer
indiferente ante las tendencias disgregadoras que minan en la base sus propios
fundamentos. Si una legislación puede en ocasiones tolerar comportamientos
moralmente inaceptables,509 no debe jamás debilitar el reconocimiento del
matrimonio monogámico indisoluble, como única forma auténtica de la familia. Es
necesario, por tanto, que las autoridades públicas « resistiendo a las
tendencias disgregadoras de la misma sociedad y nocivas para la dignidad,
seguridad y bienestar de los ciudadanos, procuren que la opinión pública no sea
llevada a menospreciar la importancia institucional del matrimonio y de la
familia ».510
Es tarea de la comunidad cristiana y de todos aquellos que se preocupan
sinceramente por el bien de la sociedad, reafirmar que « la familia constituye,
más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad de amor y de
solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores
culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el
desarrollo y bienestar de los propios miembros y de la sociedad ».511
b) La familia es el santuario de la vida
230 El amor conyugal está por su naturaleza abierto a la acogida de la vida.512
En la tarea procreadora se revela de forma eminente la dignidad del ser humano,
llamado a hacerse intérprete de la bondad y de la fecundidad que proviene de
Dios: « La paternidad y la maternidad humanas, aún siendo biológicamente
parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera
esencial y exclusiva, una “semejanza” con Dios, sobre la que se funda la
familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas
unidas en el amor (communio personarum) ».513
La procreación expresa la subjetividad social de la familia e inicia un
dinamismo de amor y de solidaridad entre las generaciones que constituye la base
de la sociedad. Es necesario redescubrir el valor social de partícula del bien
común insita en cada nuevo ser humano: cada niño « hace de sí mismo un don a los
hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don para
los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la presencia del
hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su bien común y al
de la comunidad familiar ».514
231 La familia fundada en el matrimonio es verdaderamente el santuario de la
vida, « el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de
manera adecuada contra los múltiples ataques a los que está expuesta, y puede
desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano ».515 La
función de la familia es determinante e insustituible en la promoción y
construcción de la cultura de la vida,516 contra la difusión de una «
“anticivilización” destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y
situaciones de hecho ».517
Las familias cristianas tienen, en virtud del sacramento recibido, la peculiar
misión de ser testigos y anunciadoras del Evangelio de la vida. Es un compromiso
que adquiere, en la sociedad, el valor de verdadera y valiente profecía. Por
este motivo, « servir el Evangelio de la vida supone que las familias,
participando especialmente en asociaciones familiares, trabajan para que las
leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida,
desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan
».518
232 La familia contribuye de modo eminente al bien social por medio de la
paternidad y la maternidad responsables, formas peculiares de la especial
participación de los cónyuges en la obra creadora de Dios.519 La carga que
conlleva esta responsabilidad, no se puede invocar para justificar posturas
egoístas, sino que debe guiar las opciones de los cónyuges hacia una generosa
acogida de la vida: « En relación con las condiciones físicas, económicas,
psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica, ya sea
con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea
con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de
evitar un nuevo nacimiento durante
algún tiempo o por tiempo indefinido ».520 Las motivaciones que deben guiar a
los esposos en el ejercicio responsable de la paternidad y de la maternidad,
derivan del pleno reconocimiento de los propios deberes hacia Dios, hacia sí
mismos, hacia la familia y hacia la sociedad, en una justa jerarquía de valores.
233 En cuanto a los « medios » para la procreación responsable, se han de
rechazar como moralmente ilícitos tanto la esterilización como el aborto.521
Este último, en particular, es un delito abominable y constituye siempre un
desorden moral particularmente grave; 522 lejos de ser un derecho, es más bien
un triste fenómeno que contribuye gravemente a la difusión de una mentalidad
contra la vida, amenazando peligrosamente la convivencia social justa y
democrática.523
Se ha de rechazar también el recurso a los medios contraceptivos en sus diversas
formas.524 Este rechazo deriva de una concepción correcta e íntegra de la
persona y de la sexualidad humana,525 y tiene el valor de una instancia moral en
defensa del verdadero desarrollo de los pueblos.526 Las mismas razones de orden
antropológico, justifican, en cambio, como lícito el recurso a la abstinencia en
los períodos de fertilidad femenina.527 Rechazar la contracepción y recurrir a
los métodos naturales de regulación de la natalidad comporta la decisión de
vivir las relaciones interpersonales entre los cónyuges con recíproco respeto y
total acogida; de ahí derivarán también consecuencias positivas para la
realización de un orden social más humano.
234 El juicio acerca del intervalo entre los nacimientos y el número de los
hijos corresponde solamente a los esposos. Este es uno de sus derechos
inalienables, que ejercen ante Dios, considerando los deberes para consigo
mismos, con los hijos ya nacidos, la familia y la sociedad.528 La intervención
del poder público, en el ámbito de su competencia, para la difusión de una
información apropiada y la adopción de oportunas medidas demográficas, debe
cumplirse respetando las personas y la libertad de las parejas: no puede jamás
sustituir sus decisiones; 529 tanto menos lo pueden hacer las diversas
organizaciones que trabajan en este campo.
Son moralmente condenables, como atentados a la dignidad de la persona y de la
familia, los programas de ayuda económica destinados a financiar campañas de
esterilización y anticoncepción o subordinados a la aceptación de dichas
campañas. La solución de las cuestiones relacionadas con el crecimiento
demográfico se debe buscar, más bien, respetando contemporáneamente la moral
sexual y la social, promoviendo una mayor justicia y una auténtica solidaridad
para dar en todas partes dignidad a la vida, comenzando por las condiciones
económicas, sociales y culturales.
235 El deseo de maternidad y paternidad no justifica ningún « derecho al hijo »,
en cambio, son evidentes los derechos de quien aún no ha nacido, al que se deben
garantizar las mejores condiciones de existencia, mediante la estabilidad de la
familia fundada sobre el matrimonio y la complementariedad de las dos figuras,
paterna y materna.530 El acelerado desarrollo de la investigación y de sus
aplicaciones técnicas en el campo de la reproducción, plantea nuevas y delicadas
cuestiones que exigen la intervención de la sociedad y la existencia de normas
que regulen este ámbito de la convivencia humana.
Es necesario reafirmar que no son moralmente aceptables todas aquellas técnicas
de reproducción —como la donación de esperma o de óvulos; la maternidad
sustitutiva; la fecundación artificial heteróloga— en las que se recurre al
útero o a los gametos de personas extrañas a los cónyuges. Estas prácticas dañan
el derecho del hijo a nacer de un padre y de una madre que lo sean tanto desde
el punto de vista biológico como jurídico. También son reprobables las prácticas
que separan el acto unitivo del procreativo mediante técnicas de laboratorio,
como la inseminación y la fecundación artificial homóloga, de forma que el hijo
aparece más como el resultado de un acto técnico, que como el fruto natural del
acto humano de donación plena y total de los esposos.531 Evitar el recurso a las
diversas formas de la llamada procreación asistida, la cual sustituye el acto
conyugal, significa respetar —tanto en los mismos padres como en los hijos que
pretenden generar— la dignidad integral de la persona humana.532 Son lícitos, en
cambio, los medios que se configuran como ayuda al acto conyugal o en orden a
lograr sus efectos.533
236 Una cuestión de particular importancia social y cultural, por las múltiples
y graves implicaciones morales que presenta, es la clonación humana, término
que, de por sí, en sentido general, significa reproducción de una entidad
biológica genéticamente idéntica a la originante. La clonación ha adquirido,
tanto en el pensamiento como en la praxis experimental, diversos significados
que suponen, a su vez, procedimientos diversos desde el punto de vista de las
modalidades técnicas de realización, así como finalidades diferentes. Puede
significar la simple replicación en laboratorio de células o de porciones de
ADN. Pero hoy específicamente se entiende por clonación la reproducción de
individuos, en estado embrional, con modalidades diversas de la fecundación
natural y en modo que sean genéticamente idénticos al individuo del que se
originan. Este tipo de clonación puede tener una finalidad reproductiva de
embriones humanos o una finalidad, llamada terapéutica, que tiende a utilizar
estos embriones para fines de investigación científica o, más específicamente,
para la producción de células estaminales.
Desde el punto de vista ético, la simple replicación de células normales o de
porciones del ADN no presenta problemas particulares. Muy diferente es el juicio
del Magisterio acerca de la clonación propiamente dicha. Ésta es contraria a la
dignidad de la procreación humana porque se realiza en ausencia total del acto
de amor personal entre los esposos, tratándose de una reproducción agámica y
asexual.534 En segundo lugar, este tipo de reproducción representa una forma de
dominio total sobre el individuo reproducido por parte de quien lo reproduce.535
El hecho que la clonación se realice para reproducir embriones de los cuales
extraer células que puedan usarse con fines terapéuticos no atenúa la gravedad
moral, porque además para extraer tales células el embrión primero debe ser
producido y después eliminado.536
237 Los padres, como ministros de la vida, nunca deben olvidar que la dimensión
espiritual de la procreación merece una consideración superior a la reservada a
cualquier otro aspecto: « La paternidad y la maternidad representan un cometido
de naturaleza no simplemente física, sino espiritual; en efecto, por ellas pasa
la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe
conducir a Él ».537 Acogiendo la vida humana en la unidad de sus dimensiones,
físicas y espirituales, las familias contribuyen a la « comunión de las
generaciones », y dan así una contribución esencial e insustituible al
desarrollo de la sociedad. Por esta razón, « la familia tiene derecho a la
asistencia de la sociedad en lo referente a sus deberes en la procreación y
educación de los hijos. Las parejas casadas con familia numerosa, tienen derecho
a una ayuda adecuada y no deben ser discriminadas ».538
c) La tarea educativa
238 Con la obra educativa, la familia forma al hombre en la plenitud de su
dignidad, según todas sus dimensiones, comprendida la social. La familia
constituye « una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la
enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales,
espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus
propios miembros y de la sociedad ».539 Cumpliendo con su misión educativa, la
familia contribuye al bien común y constituye la primera escuela de virtudes
sociales, de la que todas las sociedades tienen necesidad.540 La familia ayuda a
que las personas desarrollen su libertad y su responsabilidad, premisas
indispensables para asumir cualquier tarea en la sociedad. Además, con la
educación se comunican algunos valores fundamentales, que deben ser asimilados
por cada persona, necesarios para ser ciudadanos libres, honestos y
responsables.541
239 La familia tiene una función original e insustituible en la educación de los
hijos.542 El amor de los padres, que se pone al servicio de los hijos para
ayudarles a extraer de ellos («e-ducere») lo mejor de sí mismos, encuentra su
plena realización precisamente en la tarea educativa: « El amor de los padres se
transforma de fuente en alma y, por consiguiente, en norma que inspira y guía
toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura,
constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el
fruto más precioso del amor ».543
El derecho y el deber de los padres a la educación de la prole se debe
considerar « como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida
humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por
la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como
insustituible e inalienable, y... por consiguiente, no puede ser totalmente
delegado o usurpado por otros ».544 Los padres tiene el derecho y el deber de
impartir una educación religiosa y una formación moral a sus hijos: 545 derecho
que no puede ser cancelado por el Estado, antes bien, debe ser respetado y
promovido. Es un deber primario, que la familia no puede descuidar o delegar.
240 Los padres son los primeros, pero no los únicos, educadores de sus hijos.
Corresponde a ellos, por tanto, ejercer con sentido de responsabilidad, la labor
educativa en estrecha y vigilante colaboración con los organismos civiles y
eclesiales: « La misma dimensión comunitaria, civil y eclesial, del hombre exige
y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración
ordenada de las diversas fuerzas educativas. Éstas son necesarias, aunque cada
una puede y debe intervenir con su competencia y con su contribución propias
».546 Los padres tienen el derecho a elegir los instrumentos formativos
conformes a sus propias convicciones y a buscar los medios que puedan ayudarles
mejor en su misión educativa, incluso en el ámbito espiritual y religioso. Las
autoridades públicas tienen la obligación de garantizar este derecho y de
asegurar las condiciones concretas que permitan su ejercicio.547 En este
contexto, se sitúa el tema de la colaboración entre familia e institución
escolar.
241 Los padres tienen el derecho de fundar y sostener instituciones educativas.
Por su parte, las autoridades públicas deben cuidar que « las subvenciones
estatales se repartan de tal manera que los padres sean verdaderamente libres
para ejercer su derecho, sin tener que soportar cargas injustas. Los padres no
deben soportar, directa o indirectamente, aquellas cargas suplementarias que
impiden o limitan injustamente el ejercicio de esta libertad ».548 Ha de
considerarse una injusticia el rechazo de apoyo económico público a las escuelas
no estatales que tengan necesidad de él y ofrezcan un servicio a la sociedad
civil: « Cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus
derechos y conculca la justicia... El Estado no puede, sin cometer injusticia,
limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Éstas presentan un servicio
público y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas económicamente
».549
242 La familia tiene la responsabilidad de ofrecer una educación integral. En
efecto, la verdadera educación « se propone la formación de la persona humana en
orden a su fin último y al bien de las sociedades, de las que el hombre es
miembro y en cuyas responsabilidades participará cuando llegue a ser adulto
».550 Esta integridad queda asegurada cuando —con el testimonio de vida y con la
palabra— se educa a los hijos al diálogo, al encuentro, a la sociabilidad, a la
legalidad, a la solidaridad y a la paz, mediante el cultivo de las virtudes
fundamentales de la justicia y de la caridad.551
En la educación de los hijos, las funciones materna y paterna son igualmente
necesarias.552 Por lo tanto, los padres deben obrar siempre conjuntamente.
Ejercerán la autoridad con respeto y delicadeza, pero también con firmeza y
vigor: debe ser una autoridad creíble, coherente, sabia y siempre orientada al
bien integral de los hijos.
243 Los padres tienen una particular responsabilidad en la esfera de la
educación sexual. Es de fundamental importancia, para un crecimiento armónico,
que los hijos aprendan de modo ordenado y progresivo el significado de la
sexualidad y aprendan a apreciar los valores humanos y morales a ella asociados:
« Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y
sus valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar
las normas morales como garantía necesaria y preciosa para un crecimiento
personal y responsable en la sexualidad humana ».553 Los padres tienen la
obligación de verificar las modalidades en que se imparte la educación sexual en
las instituciones educativas, con el fin de controlar que un tema tan importante
y delicado sea tratado en forma apropiada.
d) Dignidad y derechos de los niños
244 La doctrina social de la Iglesia indica constantemente la exigencia de
respetar la dignidad de los niños. « En la familia, comunidad de personas, debe
reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima
por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus
derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular
cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es
minusválido ».554
Los derechos de los niños deben ser protegidos por los ordenamientos jurídicos.
Es necesario, sobre todo, el reconocimiento público en todos los países del
valor social de la infancia: « Ningún país del mundo, ningún sistema político,
puede pensar en el propio futuro de modo diverso si no es a través de la imagen
de estas nuevas generaciones, que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio
de los valores, de los deberes, de las aspiraciones de la Nación a la que
pertenecen, junto con el de toda la familia humana ».555 El primer derecho del
niño es « a nacer en una familia verdadera »,556 un derecho cuyo respeto ha sido
siempre problemático y que hoy conoce nuevas formas de violación debidas al
desarrollo de las técnicas genéticas.
245 La situación de gran parte de los niños en el mundo dista mucho de ser
satisfactoria, por la falta de condiciones que favorezcan su desarrollo
integral, a pesar de la existencia de un específico instrumento jurídico
internacional para tutelar los derechos del niño,557 ratificado por la casi
totalidad de los miembros de la comunidad internacional. Se trata de condiciones
vinculadas a la carencia de servicios de salud, de una alimentación adecuada, de
posibilidades de recibir un mínimo de formación escolar y de una casa. Siguen
sin resolverse además algunos problemas gravísimos: el tráfico de niños, el
trabajo infantil, el fenómeno de los « niños de la calle », el uso de niños en
conflictos armados, el matrimonio de las niñas, la utilización de niños para el
comercio de material pornográfico, incluso a través de los más modernos y
sofisticados instrumentos de comunicación social. Es indispensable combatir, a
nivel nacional e internacional, las violaciones de la dignidad de los niños y de
las niñas causadas por la explotación sexual, por las personas dedicadas a la
pedofilia y por las violencias de todo tipo infligidas a estas personas humanas,
las más indefensas.558 Se trata de actos delictivos que deben ser combatidos
eficazmente con adecuadas medidas preventivas y penales, mediante una acción
firme por parte de las diversas autoridades.
IV. LA FAMILIA,
PROTAGONISTA DE LA VIDA SOCIAL
a) Solidaridad familiar
246 La subjetividad social de las familias, tanto individualmente como
asociadas, se expresa también con manifestaciones de solidaridad y ayuda mutua,
no sólo entre las mismas familias, sino también mediante diversas formas de
participación en la vida social y política. Se trata de la consecuencia de la
realidad familiar fundada en el amor: naciendo del amor y creciendo en él, la
solidaridad pertenece a la familia como elemento constitutivo y estructural.
Es una solidaridad que puede asumir el rostro del servicio y de la atención a
cuantos viven en la pobreza y en la indigencia, a los huérfanos, a los
minusválidos, a los enfermos, a los ancianos, a quien está de luto, a cuantos
viven en la confusión, en la soledad o en el abandono; una solidaridad que se
abre a la acogida, a la tutela o a la adopción; que sabe hacerse voz ante las
instituciones de cualquier situación de carencia, para que intervengan según sus
finalidades específicas.
247 Las familias, lejos de ser sólo objeto de la acción política, pueden y deben
ser sujeto de esta actividad, movilizándose para « procurar que las leyes y las
instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan
positivamente los derechos y deberes de la familia. En este sentido, las
familias deben crecer en la conciencia de ser “protagonistas” de la llamada
“política familiar” y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad ».559
Con este fin, se ha de reforzar el asociacionismo familiar: « Las familias
tienen el derecho de formar asociaciones con otras familias e instituciones, con
el fin de cumplir la tarea familiar de manera apropiada y eficaz, así como
defender los derechos, fomentar el bien y representar los intereses de la
familia. En el orden económico, social, jurídico y cultural, las familias y las
asociaciones familiares deben ver reconocido su propio papel en la planificación
y el desarrollo de programas que afectan a la vida familiar ».560
b) Familia, vida económica y trabajo
248 La relación que se da entre la familia y la vida económica es
particularmente significativa. Por una parte, en efecto, la « eco-nomía » nació
del trabajo doméstico: la casa ha sido por mucho tiempo, y todavía —en muchos
lugares— lo sigue siendo, unidad de producción y centro de vida. El dinamismo de
la vida económica, por otra parte, se desarrolla a partir de la iniciativa de
las personas y se realiza, como círculos concéntricos, en redes cada vez más
amplias de producción e intercambio de bienes y servicios, que involucran de
forma creciente a las familias. La familia, por tanto, debe ser considerada
protagonista esencial de la vida económica, orientada no por la lógica del
mercado, sino según la lógica del compartir y de la solidaridad entre las
generaciones.
249 Una relación muy particular une a la familia con el trabajo: « La familia
constituye uno de los puntos de referencia más importantes, según los cuales
debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano ».561 Esta relación hunde
sus raíces en la conexión que existe entre la persona y su derecho a poseer el
fruto de su trabajo y atañe no sólo a la persona como individuo, sino también
como miembro de una familia, entendida como « sociedad doméstica ».562
El trabajo es esencial en cuanto representa la condición que hace posible la
fundación de una familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren mediante el
trabajo. El trabajo condiciona también el proceso de desarrollo de las personas,
porque una familia afectada por la desocupación, corre el peligro de no realizar
plenamente sus finalidades.563
La aportación que la familia puede ofrecer a la realidad del trabajo es
preciosa, y por muchas razones, insustituible. Se trata de una contribución que
se expresa tanto en términos económicos como a través de los vastos recursos de
solidaridad que la familia posee. Estos últimos constituyen un apoyo importante
para quien, en la familia, se encuentra sin trabajo o está buscando una
ocupación. Pero más radicalmente aún, es una contribución que se realiza con la
educación al sentido del trabajo y mediante el ofrecimiento de orientaciones y
apoyos ante las mismas decisiones profesionales.
250 Para tutelar esta relación entre familia y trabajo, un elemento importante
que se ha de apreciar y salvaguardar es el salario familiar, es decir, un
salario suficiente que permita mantener y vivir dignamente a la familia.564 Este
salario debe permitir un cierto ahorro que favorezca la adquisición de alguna
forma de propiedad, como garantía de libertad. El derecho a la propiedad se
encuentra estrechamente ligado a la existencia de la familia, que se protege de
las necesidades gracias también al ahorro y a la creación de una propiedad
familiar.565 Diversas pueden ser las formas de llevar a efecto el salario
familiar. Contribuyen a determinarlo algunas medidas sociales importantes, como
los subsidios familiares y otras prestaciones por las personas a cargo, así como
la remuneración del trabajo en el hogar de uno de los padres.566
251 En la relación entre la familia y el trabajo, una atención especial se
reserva al trabajo de la mujer en la familia, o labores de cuidado familiar, que
implica también las responsabilidades del hombre como marido y padre. Las
labores de cuidado familiar, comenzando por las de la madre, precisamente porque
están orientadas y dedicadas al servicio de la calidad de la vida, constituyen
un tipo de actividad laboral eminentemente personal y personalizante, que debe
ser socialmente reconocida y valorada,567 incluso mediante una retribución
económica al menos semejante a la de otras labores.568 Al mismo tiempo, es
necesario que se eliminen todos los obstáculos que impiden a los esposos ejercer
libremente su responsabilidad procreativa y, en especial, los que impiden a la
mujer desarrollar plenamente sus funciones maternas.569
V. LA SOCIEDAD AL SERVICIO DE LA FAMILIA
252 El punto de partida para una relación correcta y constructiva entre la
familia y la sociedad es el reconocimiento de la subjetividad y de la prioridad
social de la familia. Esta íntima relación entre las dos « impone también que la
sociedad no deje de cumplir su deber fundamental de respetar y promover la
familia misma ».570 La sociedad y, en especial, las instituciones estatales,
—respetando la prioridad y « preeminencia » de la familia— están llamadas a
garantizar y favorecer la genuina identidad de la vida familiar y a evitar y
combatir todo lo que la altera y daña. Esto exige que la acción política y
legislativa salvaguarde los valores de la familia, desde la promoción de la
intimidad y la convivencia familiar, hasta el respeto de la vida naciente y la
efectiva libertad de elección en la educación de los hijos. La sociedad y el
Estado no pueden, por tanto, ni absorber ni sustituir, ni reducir la dimensión
social de la familia; más bien deben honrarla, reconocerla, respetarla y
promoverla según el principio de subsidiaridad.571
253 El servicio de la sociedad a la familia se concreta en el reconocimiento, el
respeto y la promoción de los derechos de la familia.572 Todo esto requiere la
realización de auténticas y eficaces políticas familiares, con intervenciones
precisas, capaces de hacer frente a las necesidades que derivan de los derechos
de la familia como tal. En este sentido, es necesario como requisito previo,
esencial e irrenunciable, el reconocimiento —lo cual comporta la tutela, la
valoración y la promoción— de la identidad de la familia, sociedad natural
fundada sobre el matrimonio. Este reconocimiento establece una neta línea de
demarcación entre la familia, entendida correctamente, y las otras formas de
convivencia, que —por su naturaleza— no pueden merecer ni el nombre ni la
condición de familia.
254 El reconocimiento, por parte de las instituciones civiles y del Estado, de
la prioridad de la familia sobre cualquier otra comunidad y sobre la misma
realidad estatal, comporta superar las concepciones meramente individualistas y
asumir la dimensión familiar como perspectiva cultural y política, irrenunciable
en la consideración de las personas. Ello no se coloca como alternativa de los
derechos que las personas poseen individualmente, sino más bien como su apoyo y
tutela. Esta perspectiva hace posible elaborar criterios normativos para una
solución correcta de los diversos problemas sociales, porque las personas no
deben ser consideradas sólo singularmente, sino también en relación a sus
propios núcleos familiares, cuyos valores específicos y exigencias han de ser
tenidos en cuenta.
CAPÍTULO SEXTO
EL TRABAJO HUMANO
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) La tarea de cultivar y custodiar la tierra
255 El Antiguo Testamento presenta a Dios como Creador omnipotente (cf. Gn 2,2;
Jb 38-41; Sal 104; Sal 147), que plasma al hombre a su imagen y lo invita a
trabajar la tierra (cf. Gn 2,5-6), y a custodiar el jardín del Edén en donde lo
ha puesto (cf. Gn 2,15). Dios confía a la primera pareja humana la tarea de
someter la tierra y de dominar todo ser viviente (cf. Gn 1,28). El dominio del
hombre sobre los demás seres vivos, sin embargo, no debe ser despótico e
irracional; al contrario, él debe « cultivar y custodiar » (cf. Gn 2,15) los
bienes creados por Dios: bienes que el hombre no ha creado sino que ha recibido
como un don precioso, confiado a su responsabilidad por el Creador. Cultivar la
tierra significa no abandonarla a sí misma; dominarla es tener cuidado de ella,
así como un rey sabio cuida de su pueblo y un pastor de su grey.
En el designio del Creador, las realidades creadas, buenas en sí mismas, existen
en función del hombre. El asombro ante el misterio de la grandeza del hombre
hace exclamar al salmista: « ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el
hijo de Adán, para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios le hiciste,
coronándole de gloria y de esplendor; le hiciste señor de las obras de tus
manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies » (Sal 8,5-7).
256 El trabajo pertenece a la condición originaria del hombre y precede a su
caída; no es, por ello, ni un castigo ni una maldición. Se convierte en fatiga y
pena a causa del pecado de Adán y Eva, que rompen su relación confiada y
armoniosa con Dios (cf. Gn 3, 6-8). La prohibición de comer « del árbol de la
ciencia del bien y del mal » (Gn 2,17) recuerda al hombre que ha recibido todo
como don y que sigue siendo una criatura y no el Creador. El pecado de Adán y
Eva fue provocado precisamente por esta tentación: « seréis como dioses » (Gn
3,5). Quisieron tener el dominio absoluto sobre todas las cosas, sin someterse a
la voluntad del Creador. Desde entonces, el suelo se ha vuelto avaro, ingrato,
sordamente hostil (cf. Gn 4,12); sólo con el sudor de la frente será posible
obtener el alimento (cf. Gn 3,17.19). Sin embargo, a pesar del pecado de los
primeros padres, el designio del Creador, el sentido de sus criaturas y, entre
estas, del hombre, llamado a ser cultivador y custodio de la creación,
permanecen inalterados.
257 El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza o, al menos, de
condiciones para una vida decorosa, y, en general, instrumento eficaz contra la
pobreza (cf. Pr 10,4). Pero no se debe ceder a la tentación de idolatrarlo,
porque en él no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida. El
trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin
del hombre. El principio fundamental de la sabiduría es el temor del Señor; la
exigencia de justicia, que de él deriva, precede a la del beneficio: « Mejor es
poco con temor de Yahvéh, que gran tesoro con inquietud » (Pr 15,16); « Más vale
poco, con justicia, que mucha renta sin equidad » (Pr 16,8).
258 El culmen de la enseñanza bíblica sobre el trabajo es el mandamiento del
descanso sabático. El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del
trabajo, la perspectiva de una libertad más plena, la del Sábado eterno (cf. Hb
4,9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios,
desde la Creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya
(cf. Ef 2,10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a Él, que de ellas es
el Autor.
La memoria y la experiencia del sábado constituyen un baluarte contra el
sometimiento humano al trabajo, voluntario o impuesto, y contra cualquier forma
de explotación, oculta o manifiesta. El descanso sabático, en efecto, además de
permitir la participación en el culto a Dios, ha sido instituido en defensa del
pobre; su función es también liberadora de las degeneraciones antisociales del
trabajo humano. Este descanso, que puede durar incluso un año, comporta una
expropiación de los frutos de la tierra a favor de los pobres y la suspensión de
los derechos de propiedad de los dueños del suelo: « Seis años sembrarás tu
tierra y recogerás su producto; al séptimo la dejarás descansar y en barbecho,
para que coman los pobres de tu pueblo, y lo que quede lo comerán los animales
del campo. Harás lo mismo con tu viña y tu olivar » (Ex 23,10-11). Esta
costumbre responde a una profunda intuición: la acumulación de bienes en manos
de algunos se puede convertir en una privación de bienes para otros.
b) Jesús hombre del trabajo
259 En su predicación, Jesús enseña a apreciar el trabajo. Él mismo « se hizo
semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida
terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero »,573 en el taller de
José (cf. Mt 13,55; Mc 6,3), al cual estaba sometido (cf. Lc 2,51). Jesús
condena el comportamiento del siervo perezoso, que esconde bajo tierra el
talento (cf. Mt 25,14-30) y alaba al siervo fiel y prudente a quien el patrón
encuentra realizando las tareas que se le han confiado (cf. Mt 24,46). Él
describe su misma misión como un trabajar: « Mi Padre trabaja siempre, y yo
también trabajo » (Jn 5,17); y a sus discípulos como obreros en la mies del
Señor, que representa a la humanidad por evangelizar (cf. Mt 9,37-38). Para
estos obreros vale el principio general según el cual « el obrero tiene derecho
a su salario » (Lc 10,7); están autorizados a hospedarse en las casas donde los
reciban, a comer y beber lo que les ofrezcan (cf. ibídem).
260 En su predicación, Jesús enseña a los hombres a no dejarse dominar por el
trabajo. Deben, ante todo, preocuparse por su alma; ganar el mundo entero no es
el objetivo de su vida (cf. Mc 8,36). Los tesoros de la tierra se consumen,
mientras los del cielo son imperecederos: a estos debe apegar el hombre su
corazón (cf. Mt 6,19-21). El trabajo no debe afanar (cf. Mt 6,25.31.34): el
hombre preocupado y agitado por muchas cosas, corre el peligro de descuidar el
Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6,33), del que tiene verdadera necesidad;
todo lo demás, incluido el trabajo, encuentra su lugar, su sentido y su valor,
sólo si está orientado a la única cosa necesaria, que no se le arrebatará jamás
(cf. Lc 10,40-42).
261 Durante su ministerio terreno, Jesús trabaja incansablemente, realizando
obras poderosas para liberar al hombre de la enfermedad, del sufrimiento y de la
muerte. El sábado, que el Antiguo Testamento había puesto como día de liberación
y que, observado sólo formalmente, se había vaciado de su significado auténtico,
es reafirmado por Jesús en su valor originario: « ¡El sábado ha sido instituido
para el hombre y no el hombre para el sábado! » (Mc 2,27). Con las curaciones,
realizadas en este día de descanso (cf. Mt 12,9-14; Mc 3,1-6; Lc 6,6-11;
13,10-17; 14,1-6), Jesús quiere demostrar que es Señor del sábado, porque Él es
verdaderamente el Hijo de Dios, y que es el día en que el hombre debe dedicarse
a Dios y a los demás. Liberar del mal, practicar la fraternidad y compartir,
significa conferir al trabajo su significado más noble, es decir, lo que permite
a la humanidad encaminarse hacia el Sábado eterno, en el cual, el descanso se
transforma en la fiesta a la que el hombre aspira interiormente. Precisamente,
en la medida en que orienta la humanidad a la experiencia del sábado de Dios y
de su vida de comunión, el trabajo inaugura sobre la tierra la nueva creación.
262 La actividad humana de enriquecimiento y de transformación del universo
puede y debe manifestar las perfecciones escondidas en él, que tienen en el
Verbo increado su principio y su modelo. Los escritos paulinos y joánicos
destacan la dimensión trinitaria de la creación y, en particular, la unión entre
el Hijo-Verbo, el « Logos », y la creación (cf. Jn 1,3; 1 Co 8,6; Col 1,15-17).
Creado en Él y por medio de Él, redimido por Él, el universo no es una masa
casual, sino un « cosmos »,574 cuyo orden el hombre debe descubrir, secundar y
llevar a cumplimiento. « En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para
el hombre —el mundo que, entrando el pecado, está sujeto a la vanidad (Rm 8,20;
cf. ibíd., 8,19-22)— adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente
divina de la Sabiduría y del Amor ».575 De esta manera, es decir, esclareciendo
en progresión ascendente, « la inescrutable riqueza de Cristo » (Ef 3,8) en la
creación, el trabajo humano se transforma en un servicio a la grandeza de Dios.
263 El trabajo representa una dimensión fundamental de la existencia humana no
sólo como participación en la obra de la creación, sino también de la redención.
Quien soporta la penosa fatiga del trabajo en unión con Jesús coopera, en cierto
sentido, con el Hijo de Dios en su obra redentora y se muestra como discípulo de
Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a cumplir.
Desde esta perspectiva, el trabajo puede ser considerado como un medio de
santificación y una animación de las realidades terrenas en el Espíritu de
Cristo.576 El trabajo, así presentado, es expresión de la plena humanidad del
hombre, en su condición histórica y en su orientación escatológica: su acción
libre y responsable muestra su íntima relación con el Creador y su potencial
creativo, mientras combate día a día la deformación del pecado, también al
ganarse el pan con el sudor de su frente.
c) El deber de trabajar
264 La conciencia de la transitoriedad de la « escena de este mundo » (cf. 1 Co
7,31) no exime de ninguna tarea histórica, mucho menos del trabajo (cf. 2 Ts
3,7-15), que es parte integrante de la condición humana, sin ser la única razón
de la vida. Ningún cristiano, por el hecho de pertenecer a una comunidad
solidaria y fraterna, debe sentirse con derecho a no trabajar y vivir a expensas
de los demás (cf. 2 Ts 3,6-12). Al contrario, el apóstol Pablo exhorta a todos a
ambicionar « vivir en tranquilidad » con el trabajo de las propias manos, para
que « no necesitéis de nadie » (1 Ts 4,11-12), y a practicar una solidaridad,
incluso material, que comparta los frutos del trabajo con quien « se halle en
necesidad » (Ef 4,28). Santiago defiende los derechos conculcados de los
trabajadores: « Mirad; el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron
vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los
oídos del Señor de los ejércitos » (St 5,4). Los creyentes deben vivir el
trabajo al estilo de Cristo, convirtiéndolo en ocasión para dar un testimonio
cristiano « ante los de fuera » (1 Ts 4,12).
265 Los Padres de la Iglesia jamás consideran el trabajo como « opus servile »,
—como era considerado, en cambio, en la cultura de su tiempo—, sino siempre como
« opus humanum », y tratan de honrarlo en todas sus expresiones. Mediante el
trabajo, el hombre gobierna el mundo colaborando con Dios; junto a Él, es señor
y realiza obras buenas para sí mismo y para los demás. El ocio perjudica el ser
del hombre, mientras que la actividad es provechosa para su cuerpo y su
espíritu.577 El cristiano está obligado a trabajar no sólo para ganarse el pan,
sino también para atender al prójimo más pobre, a quien el Señor manda dar de
comer, de beber, vestirlo, acogerlo, cuidarlo y acompañarlo (cf. Mt
25,35-36).578 Cada trabajador, afirma San Ambrosio, es la mano de Cristo que
continúa creando y haciendo el bien.579
266 Con el trabajo y la laboriosidad, el hombre, partícipe del arte y de la
sabiduría divina, embellece la creación, el cosmos ya ordenado por el Padre; 580
suscita las energías sociales y comunitarias que alimentan el bien común,581 en
beneficio sobre todo de los más necesitados. El trabajo humano, orientado hacia
la caridad, se convierte en medio de contemplación, se transforma en oración
devota, en vigilante ascesis y en anhelante esperanza del día que no tiene
ocaso. « En esta visión superior, el trabajo, castigo y al mismo tiempo premio
de la actividad humana, comporta otra relación, esencialmente religiosa, que ha
expresado felizmente la fórmula benedictina: ¡Ora et labora! El hecho religioso
confiere al trabajo humano una espiritualidad animadora y redentora. Este
parentesco entre trabajo y religión refleja la alianza misteriosa, pero real,
que media entre el actuar humano y el providencial de Dios ».582
II. EL VALOR PROFÉTICO
DE LA « RERUM NOVARUM »
267 El curso de la historia está marcado por las profundas transformaciones y
las grandes conquistas del trabajo, pero también por la explotación de tantos
trabajadores y las ofensas a su dignidad. La revolución industrial planteó a la
Iglesia un gran desafío, al que el Magisterio social respondió con la fuerza
profética, afirmando principios de validez universal y de perenne actualidad,
para bien del hombre que trabaja y de sus derechos.
Durante siglos, el mensaje de la Iglesia se dirigía a una sociedad de tipo
agrícola, caracterizada por ritmos regulares y cíclicos; ahora había que
anunciar y vivir el Evangelio en un nuevo areópago, en el tumulto de los
acontecimientos de una sociedad más dinámica, teniendo en cuenta la complejidad
de los nuevos fenómenos y de las increíbles transformaciones que la técnica
había hecho posibles. Como punto focal de la solicitud pastoral de la Iglesia se
situaba cada vez más urgentemente la cuestión obrera, es decir el problema de la
explotación de los trabajadores, producto de la nueva organización industrial
del trabajo de matriz capitalista, y el problema, no menos grave, de la
instrumentalización ideológica, socialista y comunista, de las justas
reivindicaciones del mundo del trabajo. En este horizonte histórico se colocan
las reflexiones y las advertencias de la encíclica « Rerum novarum » de León
XIII.
268 La « Rerum novarum » es, ante todo, una apasionada defensa de la inalienable
dignidad de los trabajadores, a la cual se une la importancia del derecho de
propiedad, del principio de colaboración entre clases, de los derechos de los
débiles y de los pobres, de las obligaciones de los trabajadores y de los
patronos, del derecho de asociación.
Las orientaciones ideales expresadas en la encíclica reforzaron el compromiso de
animación cristiana de la vida social, que se manifestó en el nacimiento y la
consolidación de numerosas iniciativas de alto nivel civil: uniones y centros de
estudios sociales, asociaciones, sociedades obreras, sindicatos, cooperativas,
bancos rurales, aseguradoras, obras de asistencia. Todo esto dio un notable
impulso a la legislación laboral en orden a la protección de los obreros, sobre
todo de los niños y de las mujeres; a la instrucción y a la mejora de los
salarios y de la higiene.
269 A partir de la « Rerum novarum », la Iglesia no ha dejado de considerar los
problemas del trabajo como parte de una cuestión social que ha adquirido
progresivamente dimensiones mundiales.583 La encíclica « Laborem exercens »
enriquece la visión personalista del trabajo, característica de los precedentes
documentos sociales, indicando la necesidad de profundizar en los significados y
los compromisos que el trabajo comporta, poniendo de relieve el hecho que «
surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas
esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionados con esta
dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida del hombre está
hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad específica y en la que a la
vez, está contenida la medida incesante de la fatiga humana, del sufrimiento, y
también del daño y de la injusticia que invaden profundamente la vida social,
dentro de cada Nación y a escala internacional ».584 En efecto, el trabajo, «
clave esencial »585 de toda la cuestión social, condiciona el desarrollo no sólo
económico, sino también cultural y moral, de las personas, de la familia, de la
sociedad y de todo el género humano.
III. LA DIGNIDAD DEL TRABAJO
a) La dimensión subjetiva y objetiva del trabajo
270 El trabajo humano tiene una doble dimensión: objetiva y subjetiva. En
sentido objetivo, es el conjunto de actividades, recursos, instrumentos y
técnicas de las que el hombre se sirve para producir, para dominar la tierra,
según las palabras del libro del Génesis. El trabajo en sentido subjetivo, es el
actuar del hombre en cuanto ser dinámico, capaz de realizar diversas acciones
que pertenecen al proceso del trabajo y que corresponden a su vocación personal:
« El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque, como “imagen de
Dios”, es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera
programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a
sí mismo. Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo ».586
El trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad
humana, que varía incesantemente en sus modalidades con la mutación de las
condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas. El trabajo en sentido
subjetivo se configura, en cambio, como su dimensión estable, porque no depende
de lo que el hombre realiza concretamente, ni del tipo de actividad que
ejercita, sino sólo y exclusivamente de su dignidad de ser personal. Esta
distinción es decisiva, tanto para comprender cuál es el fundamento último del
valor y de la dignidad del trabajo, cuanto para implementar una organización de
los sistemas económicos y sociales, respetuosa de los derechos del hombre.
271 La subjetividad confiere al trabajo su peculiar dignidad, que impide
considerarlo como una simple mercancía o un elemento impersonal de la
organización productiva. El trabajo, independientemente de su mayor o menor
valor objetivo, es expresión esencial de la persona, es « actus personae ».
Cualquier forma de materialismo y de economicismo que intentase reducir el
trabajador a un mero instrumento de producción, a simple fuerza-trabajo, a valor
exclusivamente material, acabaría por desnaturalizar irremediablemente la
esencia del trabajo, privándolo de su finalidad más noble y profundamente
humana. La persona es la medida de la dignidad del trabajo: « En efecto, no hay
duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado
completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona
».587
La dimensión subjetiva del trabajo debe tener preeminencia sobre la objetiva,
porque es la del hombre mismo que realiza el trabajo, aquella que determina su
calidad y su más alto valor. Si falta esta conciencia o no se quiere reconocer
esta verdad, el trabajo pierde su significado más verdadero y profundo: en este
caso, por desgracia frecuente y difundido, la actividad laboral y las mismas
técnicas utilizadas se consideran más importantes que el hombre mismo y, de
aliadas, se convierten en enemigas de su dignidad.
272 El trabajo humano no solamente procede de la persona, sino que está también
esencialmente ordenado y finalizado a ella. Independientemente de su contenido
objetivo, el trabajo debe estar orientado hacia el sujeto que lo realiza, porque
la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo, es siempre el hombre. Aun cuando
no se puede ignorar la importancia del componente objetivo del trabajo desde el
punto de vista de su calidad, esta componente, sin embargo, está subordinada a
la realización del hombre, y por ello a la dimensión subjetiva, gracias a la
cual es posible afirmar que el trabajo es para el hombre y no el hombre para el
trabajo y que « la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el
hombre —aunque fuera el trabajo “más corriente”, más monótono en la escala del
modo común de valorar, e incluso el que más margina—, sigue siendo siempre el
hombre mismo ».588
273 El trabajo humano posee también una intrínseca dimensión social. El trabajo
de un hombre, en efecto, se vincula naturalmente con el de otros hombres: « Hoy,
principalmente, el trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es un
hacer algo para alguien ».589 También los frutos del trabajo son ocasión de
intercambio, de relaciones y de encuentro. El trabajo, por tanto, no se puede
valorar justamente si no se tiene en cuenta su naturaleza social, « ya que, si
no existe un verdadero cuerpo social y orgánico, si no hay un orden social y
jurídico que garantice el ejercicio del trabajo, si los diferentes oficios,
dependientes unos de otros, no colaboran y se completan entre sí y, lo que es
más todavía, no se asocian y se funden como en una unidad la inteligencia, el
capital y el trabajo, la eficiencia humana no será capaz de producir sus frutos.
Luego el trabajo no puede ser valorado justamente ni remunerado con equidad si
no se tiene en cuenta su carácter social e individual ».590
274 El trabajo es también « una obligación, es decir, un deber ».591 El hombre
debe trabajar, ya sea porque el Creador se lo ha ordenado, ya sea porque debe
responder a las exigencias de mantenimiento y desarrollo de su misma humanidad.
El trabajo se perfila como obligación moral con respecto al prójimo, que es en
primer lugar la propia familia, pero también la sociedad a la que pertenece; la
Nación de la cual se es hijo o hija; y toda la familia humana de la que se es
miembro: somos herederos del trabajo de generaciones y, a la vez, artífices del
futuro de todos los hombres que vivirán después de nosotros.
275 El trabajo confirma la profunda identidad del hombre creado a imagen y
semejanza de Dios: « Haciéndose —mediante su trabajo— cada vez más dueño de la
tierra y confirmando todavía —mediante el trabajo— su dominio sobre el mundo
visible, el hombre, en cada caso y en cada fase de este proceso, se coloca en la
línea del plan original del Creador; lo cual está necesaria e indisolublemente
unido al hecho de que el hombre ha sido creado, varón y hembra, “a imagen de
Dios” ».592 Esto califica la actividad del hombre en el universo: no es el
dueño, sino el depositario, llamado a reflejar en su propio obrar la impronta de
Aquel de quien es imagen.
b) Las relaciones entre trabajo y capital
276 El trabajo, por su carácter subjetivo o personal, es superior a cualquier
otro factor de producción. Este principio vale, en particular, con respeto al
capital. En la actualidad, el término « capital » tiene diversas acepciones: en
ciertas ocasiones indica los medios materiales de producción de una empresa; en
otras, los recursos financieros invertidos en una iniciativa productiva o
también, en operaciones de mercados bursátiles. Se habla también, de modo no
totalmente apropiado, de « capital humano », para significar los recursos
humanos, es decir las personas mismas, en cuanto son capaces de esfuerzo
laboral, de conocimiento, de creatividad, de intuición de las exigencias de sus
semejantes, de acuerdo recíproco en cuanto miembros de una organización. Se hace
referencia al « capital social » cuando se quiere indicar la capacidad de
colaboración de una colectividad, fruto de la inversión en vínculos de confianza
recíproca. Esta multiplicidad de significados ofrece motivos ulteriores para
reflexionar acerca de qué pueda significar, en la actualidad, la relación entre
trabajo y capital.
277 La doctrina social ha abordado las relaciones entre trabajo y capital
destacando la prioridad del primero sobre el segundo, así como su
complementariedad.
El trabajo tiene una prioridad intrínseca con respecto al capital: « Este
principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al
cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el “capital”,
siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la
causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda
la experiencia histórica del hombre ».593 Y « pertenece al patrimonio estable de
la doctrina de la Iglesia ».594
Entre trabajo y capital debe existir complementariedad. La misma lógica
intrínseca al proceso productivo demuestra la necesidad de su recíproca
compenetración y la urgencia de dar vida a sistemas económicos en los que la
antinomia entre trabajo y capital sea superada.595 En tiempos en los que, dentro
de un sistema económico menos complejo, el « capital » y el « trabajo asalariado
» identificaban con una cierta precisión no sólo dos factores productivos, sino
también y sobre todo, dos clases sociales concretas, la Iglesia afirmaba que
ambos eran en sí mismos legítimos.596 « Ni el capital puede subsistir sin el
trabajo, ni el trabajo sin el capital ».597 Se trata de una verdad que vale
también para el presente, porque « es absolutamente falso atribuir únicamente al
capital o únicamente al trabajo lo que es resultado de la efectividad unida de
los dos, y totalmente injusto que uno de ellos, negada la eficacia del otro,
trate de arrogarse para sí todo lo que hay en el efecto ».598
278 En la reflexión acerca de las relaciones entre trabajo y capital, sobre todo
ante las imponentes transformaciones de nuestro tiempo, se debe considerar que «
el recurso principal » y el « factor decisivo » 599 de que dispone el hombre es
el hombre mismo y que « el desarrollo integral de la persona humana en el
trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y
eficacia del trabajo mismo ».600 El mundo del trabajo, en efecto, está
descubriendo cada vez más que el valor del « capital humano » reside en los
conocimientos de los trabajadores, en su disponibilidad a establecer relaciones,
en la creatividad, en el carácter emprendedor de sí mismos, en la capacidad de
afrontar conscientemente lo nuevo, de trabajar juntos y de saber perseguir
objetivos comunes. Se trata de cualidades genuinamente personales, que
pertenecen al sujeto del trabajo más que a los aspectos objetivos, técnicos u
operativos del trabajo mismo. Todo esto conlleva un cambio de perspectiva en las
relaciones entre trabajo y capital: se puede afirmar que, a diferencia de cuanto
sucedía en la antigua organización del trabajo, donde el sujeto acababa por
equipararse al objeto, a la máquina, hoy, en cambio, la dimensión subjetiva del
trabajo tiende a ser más decisiva e importante que la objetiva.
279 La relación entre trabajo y capital presenta, a menudo, los rasgos del
conflicto, que adquiere caracteres nuevos con los cambios en el contexto social
y económico. Ayer, el conflicto entre capital y trabajo se originaba, sobre
todo, « por el hecho de que los trabajadores, ofreciendo sus fuerzas para el
trabajo, las ponían a disposición del grupo de los empresarios, y que éste,
guiado por el principio del máximo rendimiento, trataba de establecer el salario
más bajo posible para el trabajo realizado por los obreros ».601 Actualmente, el
conflicto presenta aspectos nuevos y, tal vez, más preocupantes: los progresos
científicos y tecnológicos y la mundialización de los mercados, de por sí fuente
de desarrollo y de progreso, exponen a los trabajadores al riesgo de ser
explotados por los engranajes de la economía y por la búsqueda desenfrenada de
productividad.602
280 No debe pensarse equivocadamente que el proceso de superación de la
dependencia del trabajo respecto a la materia sea capaz por sí misma de superar
la alienación en y del trabajo. Esto sucede no sólo en las numerosas zonas
existentes donde abunda el desempleo, el trabajo informal, el trabajo infantil,
el trabajo mal remunerado, o la explotación en el trabajo; también se presenta
con las nuevas formas, mucho más sutiles, de explotación en los nuevos trabajos:
el super-trabajo; el trabajo-carrera que a veces roba espacio a dimensiones
igualmente humanas y necesarias para la persona; la excesiva flexibilidad del
trabajo que hace precaria y a veces imposible la vida familiar; la segmentación
del trabajo, que corre el riesgo de tener graves consecuencias para la
percepción unitaria de la propia existencia y para la estabilidad de las
relaciones familiares. Si el hombre está alienado cuando invierte la relación
entre medios y fines, también en el nuevo contexto de trabajo inmaterial,
ligero, cualitativo más que cuantitativo, pueden darse elementos de alienación,
« según que aumente su participación [del hombre] en una auténtica comunidad
solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada
competencia y de recíproca exclusión ».603
c) El trabajo, título de participación
281 La relación entre trabajo y capital se realiza también mediante la
participación de los trabajadores en la propiedad, en su gestión y en sus
frutos. Esta es una exigencia frecuentemente olvidada, que es necesario, por
tanto, valorar mejor: debe procurarse que « toda persona, basándose en su propio
trabajo, tenga pleno título a considerarse, al mismo tiempo, “copropietario” de
esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos. Un
camino para conseguir esa meta podría ser la de asociar, en cuanto sea posible,
el trabajo a la propiedad del capital y dar vida a una rica gama de cuerpos
intermedios con finalidades económicas, sociales, culturales: cuerpos que gocen
de una autonomía efectiva respecto a los poderes públicos, que persigan sus
objetivos específicos manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua, con
subordinación a las exigencias del bien común, y que ofrezcan forma y naturaleza
de comunidades vivas, es decir, que los miembros respectivos sean considerados y
tratados como personas y sean estimulados a tomar parte activa en la vida de
dichas comunidades ».604 La nueva organización del trabajo, en la que el saber
cuenta más que la sola propiedad de los medios de producción, confirma de forma
concreta que el trabajo, por su carácter subjetivo, es título de participación:
es indispensable aceptar firmemente esta realidad para valorar la justa posición
del trabajo en el proceso productivo y para encontrar modalidades de
participación conformes a la subjetividad del trabajo en la peculiaridad de las
diversas situaciones concretas.605
d) Relación entre trabajo y propiedad privada
282 El Magisterio social de la Iglesia estructura la relación entre trabajo y
capital también respecto a la institución de la propiedad privada, al derecho y
al uso de ésta. El derecho a la propiedad privada está subordinado al principio
del destino universal de los bienes y no debe constituir motivo de impedimento
al trabajo y al desarrollo de otros. La propiedad, que se adquiere sobre todo
mediante el trabajo, debe servir al trabajo. Esto vale de modo particular para
la propiedad de los medios de producción; pero el principio concierne también a
los bienes propios del mundo financiero, técnico, intelectual y personal.
Los medios de producción « no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden
ser ni siquiera poseídos para poseer ».606 Su posesión se vuelve ilegítima «
cuando o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que
no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más
bien de su limitación, de la explotación ilícita, de la especulación y de la
ruptura de la solidaridad en el mundo laboral ».607
283 La propiedad privada y pública, así como los diversos mecanismos del sistema
económico, deben estar predispuestas para garantizar una economía al servicio
del hombre, de manera que contribuyan a poner en práctica el principio del
destino universal de los bienes. En esta perspectiva adquiere gran importancia
la cuestión relativa a la propiedad y al uso de las nuevas tecnologías y
conocimientos que constituyen, en nuestro tiempo, una forma particular de
propiedad, no menos importante que la propiedad de la tierra y del capital.608
Estos recursos, como todos los demás bienes, tienen un destino universal; por lo
tanto deben también insertarse en un contexto de normas jurídicas y de reglas
sociales que garanticen su uso inspirado en criterios de justicia, equidad y
respeto de los derechos del hombre. Los nuevos conocimientos y tecnologías,
gracias a sus enormes potencialidades, pueden contribuir en modo decisivo a la
promoción del progreso social, pero pueden convertirse en factor de desempleo y
ensanchamiento de la distancia entre zonas desarrolladas y subdesarrolladas, si
permanecen concentrados en los países más ricos o en manos de grupos reducidos
de poder.
e) El descanso festivo
284 El descanso festivo es un derecho.609 « El día séptimo cesó Dios de toda la
tarea que había hecho » (Gn 2,2): también los hombres, creados a su imagen,
deben gozar del descanso y tiempo libre para poder atender la vida familiar,
cultural, social y religiosa.610 A esto contribuye la institución del día del
Señor.611 Los creyentes, durante el domingo y en los demás días festivos de
precepto, deben abstenerse de « trabajos o actividades que impidan el culto
debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de las obras de
misericordia y el descanso necesario del espíritu y del cuerpo ».612 Necesidades
familiares o exigencias de utilidad social pueden legítimamente eximir del
descanso dominical, pero no deben crear costumbres perjudiciales para la
religión, la vida familiar y la salud.
285 El domingo es un día que se debe santificar mediante una caridad efectiva,
dedicando especial atención a la familia y a los parientes, así como también a
los enfermos y a los ancianos. Tampoco se debe olvidar a los « hermanos que
tienen las misma necesidades y los mismos derechos y no pueden descansar a causa
de la pobreza y la miseria ».613 Es además un tiempo propicio para la reflexión,
el silencio y el estudio, que favorecen el crecimiento de la vida interior y
cristiana. Los creyentes deberán distinguirse, también en este día, por su
moderación, evitando todos los excesos y las violencias que frecuentemente
caracterizan las diversiones masivas.614 El día del Señor debe vivirse siempre
como el día de la liberación, que lleva a participar en « la reunión solemne y
asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos » (Hb 12,22-23) y anticipa
la celebración de la Pascua definitiva en la gloria del cielo.615
286 Las autoridades públicas tienen el deber de vigilar para que los ciudadanos
no se vean privados, por motivos de productividad económica, de un tiempo
destinado al descanso y al culto divino. Los patronos tienen una obligación
análoga con respecto a sus empleados.616 Los cristianos deben esforzarse,
respetando la libertad religiosa y el bien común de todos, para que las leyes
reconozcan el domingo y las demás solemnidades litúrgicas como días festivos: «
Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y
defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de
la sociedad humana ».617 Todo cristiano deberá « evitar imponer sin necesidad a
otro lo que le impediría guardar el día del Señor ».618
IV. EL DERECHO AL TRABAJO
a) El trabajo es necesario
287 El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre: 619 un bien
útil, digno de él, porque es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad
humana. La Iglesia enseña el valor del trabajo no sólo porque es siempre
personal, sino también por el carácter de necesidad.620 El trabajo es necesario
para formar y mantener una familia,621 adquirir el derecho
a la propiedad 622 y contribuir al bien común de la familia humana.623 La
consideración de las implicaciones morales que la cuestión del trabajo comporta
en la vida social, lleva a la Iglesia a indicar la desocupación como una «
verdadera calamidad social »,624 sobre todo en relación con las jóvenes
generaciones.
288 El trabajo es un bien de todos, que debe estar disponible para todos
aquellos capaces de él. La « plena ocupación » es, por tanto, un objetivo
obligado para todo ordenamiento económico orientado a la justicia y al bien
común. Una sociedad donde el derecho al trabajo sea anulado o sistemáticamente
negado y donde las medidas de política económica no permitan a los trabajadores
alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, « no puede conseguir su
legitimación ética ni la justa paz social ».625 Una función importante y, por
ello, una responsabilidad específica y grave, tienen en este ámbito los «
empresarios indirectos »,626 es decir aquellos sujetos —personas o instituciones
de diverso tipo— que son capaces de orientar, a nivel nacional o internacional,
la política del
trabajo y de la economía.
289 La capacidad propulsora de una sociedad orientada hacia el bien común y
proyectada hacia el futuro se mide también, y sobre todo, a partir de las
perspectivas de trabajo que puede ofrecer. El alto índice de desempleo, la
presencia de sistemas de instrucción obsoletos y la persistencia de dificultades
para acceder a la formación y al mercado de trabajo constituyen para muchos,
sobre todo jóvenes, un grave obstáculo en el camino de la realización humana y
profesional. Quien está desempleado o subempleado padece, en efecto, las
consecuencias profundamente negativas que esta condición produce en la
personalidad y corre el riesgo de quedar al margen de la sociedad y de
convertirse en víctima de la exclusión social.627 Además de a los jóvenes, este
drama afecta, por lo general, a las mujeres, a los trabajadores menos
especializados, a los minusválidos, a los inmigrantes, a los ex-reclusos, a los
analfabetos, personas todas que encuentran mayores dificultades en la búsqueda
de una colocación en el mundo del trabajo.
290 La conservación del empleo depende cada vez más de las capacidades
profesionales.628 El sistema de instrucción y de educación no debe descuidar la
formación humana y técnica, necesaria para desarrollar con provecho las tareas
requeridas. La necesidad cada vez más difundida de cambiar varias veces de
empleo a lo largo de la vida, impone al sistema educativo favorecer la
disponibilidad de las personas a una actualización permanente y una reiterada
cualifica. Los jóvenes deben aprender a actuar autónomamente, a hacerse capaces
de asumir responsablemente la tarea de afrontar con la competencia adecuada los
riesgos vinculados a un contexto económico cambiante y frecuentemente
imprevisible en sus escenarios de evolución.629 Es igualmente indispensable
ofrecer ocasiones formativas oportunas a los adultos que buscan una nueva
cualificación, así como a los desempleados. En general, la vida laboral de las
personas debe encontrar nuevas y concretas formas de apoyo, comenzando
precisamente por el sistema formativo, de manera que sea menos difícil atravesar
etapas de cambio, de incertidumbre y de precariedad.
b) La función del Estado y de la sociedad civil en la promoción del derecho al
trabajo
291 Los problemas de la ocupación reclaman las responsabilidades del Estado, al
cual compete el deber de promover políticas que activen el empleo, es decir, que
favorezcan la creación de oportunidades de trabajo en el territorio nacional,
incentivando para ello el mundo productivo. El deber del Estado no consiste
tanto en asegurar directamente el derecho al trabajo de todos los ciudadanos,
constriñendo toda la vida económica y sofocando la libre iniciativa de las
personas, cuanto sobre todo en « secundar la actividad de las empresas, creando
condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea
insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis ».630
292 Teniendo en cuenta las dimensiones planetarias que han asumido
vertiginosamente las relaciones económico-financieras y el mercado de trabajo,
se debe promover una colaboración internacional eficaz entre los Estados,
mediante tratados, acuerdos y planes de acción comunes que salvaguarden el
derecho al trabajo, incluso en las fases más críticas del ciclo económico, a
nivel nacional e internacional. Hay que ser conscientes de que el trabajo humano
es un derecho del que depende directamente la promoción de la justicia social y
de la paz civil. Tareas importantes en esta dirección corresponden a las
Organizaciones Internacionales, así como a las sindicales: uniéndose en las
formas más oportunas, deben esforzarse, ante todo, en el establecimiento de «
una trama cada vez más compacta de disposiciones jurídicas que protejan el
trabajo de los hombres, de las mujeres, de los jóvenes, y les aseguren una
conveniente retribución ».631
293 Para la promoción del derecho al trabajo es importante, hoy como en tiempos
de la « Rerum novarum », que exista realmente un « libre proceso de
auto-organización de la sociedad ».632 Se pueden encontrar significativos
testimonios y ejemplos de auto-organización en las numerosas iniciativas,
privadas y sociales, caracterizadas por formas de participación, de cooperación
y de autogestión, que revelan la fusión de energías solidarias. Estas
iniciativas se ofrecen al mercado como un variado sector de actividades
laborales que se distinguen por una atención particular al aspecto relacional de
los bienes producidos y de los servicios prestados en diversos ámbitos:
educación, cuidado de la salud, servicios sociales básicos, cultura. Las
iniciativas del así llamado « tercer sector » constituyen una oportunidad cada
vez más relevante de desarrollo del trabajo y de la economía.
c) La familia y el derecho al trabajo
294 El trabajo es « el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la
cual es un derecho natural y una vocación del hombre ».633 El trabajo asegura
los medios de subsistencia y garantiza el proceso educativo de los hijos.634
Familia y trabajo, tan estrechamente interdependientes en la experiencia de la
gran mayoría de las personas, requieren una consideración más conforme a la
realidad, una atención que las abarque conjuntamente, sin las limitaciones de
una concepción privatista de la familia y economicista del trabajo. Es necesario
para ello que las empresas, las organizaciones profesionales, los sindicatos y
el Estado se hagan promotores de políticas laborales que no perjudiquen, sino
favorezcan el núcleo familiar desde el punto de vista ocupacional. La vida
familiar y el trabajo, en efecto, se condicionan recíprocamente de diversas
maneras. Los largos desplazamientos diarios al y del puesto de trabajo, el doble
trabajo, la fatiga física y psicológica limitan el tiempo dedicado a la vida
familiar; 635 las situaciones de desocupación tienen repercusiones materiales y
espirituales sobre las familias, así como las tensiones y las crisis familiares
influyen negativamente en las actitudes y el rendimiento en el campo laboral.
d) Las mujeres y el derecho al trabajo
295 El genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social;
por ello se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito
laboral. El primer e indispensable paso en esta dirección es la posibilidad
concreta de acceso a la formación profesional. El reconocimiento y la tutela de
los derechos de las mujeres en este ámbito dependen, en general, de la
organización del trabajo, que debe tener en cuenta la dignidad y la vocación de
la mujer, cuya « verdadera promoción... exige que el trabajo se estructure de
manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico
propio y en perjuicio de la familia, en la que como madre tiene un papel
insustituible ».636 Es una cuestión con la que se miden la cualidad de la
sociedad y la efectiva tutela del derecho al trabajo de las mujeres.
La persistencia de muchas formas de discriminación que ofenden la dignidad y
vocación de la mujer en la esfera del trabajo, se debe a una larga serie de
condicionamientos perniciosos para la mujer, que ha sido y es todavía « olvidada
en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud
».637 Estas dificultades, desafortunadamente, no han sido superadas, como lo
demuestran en todo el mundo las diversas situaciones que humillan a la mujer,
sometiéndola a formas de verdadera y propia explotación. La urgencia de un
efectivo reconocimiento de los derechos de la mujer en el trabajo se advierte
especialmente en los aspectos de la retribución, la seguridad y la previsión
social.638
e) El trabajo infantil
296 El trabajo infantil y de menores, en sus formas intolerables, constituye un
tipo de violencia menos visible, mas no por ello menos terrible.639 Una
violencia que, más allá de todas las implicaciones políticas, económicas y
jurídicas, sigue siendo esencialmente un problema moral. León XIII ya advertía:
« En cuanto a los niños, se ha de evitar cuidadosamente y sobre todo que entren
en talleres antes de que la edad haya dado el suficiente desarrollo a su cuerpo,
a su inteligencia y a su alma. Puesto que la actividad precoz agosta, como a las
hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la infancia, con lo que la
constitución de la niñez vendría a destruirse por completo ».640 La plaga del
trabajo infantil, a más de cien años de distancia, todavía no ha sido eliminada.
Es verdad que, al menos por el momento, en ciertos países, la contribución de
los niños con su trabajo al presupuesto familiar y a las economías nacionales es
irrenunciable y que, en algún modo, ciertas formas de trabajo a tiempo parcial
pueden ser provechosas para los mismos niños; con todo ello, la doctrina social
denuncia el aumento de la « explotación laboral de los menores en condiciones de
auténtica esclavitud ».641 Esta explotación constituye una grave violación de la
dignidad humana de la que todo individuo es portador, « prescindiendo de que sea
pequeño o aparentemente insignificante en términos utilitarios ».642
f) La emigración y el trabajo
297 La inmigración puede ser un recurso más que un obstáculo para el desarrollo.
En el mundo actual, en el que el desequilibrio entre países ricos y países
pobres se agrava y el desarrollo de las comunicaciones reduce rápidamente las
distancias, crece la emigración de personas en busca de mejores condiciones de
vida, procedentes de las zonas menos favorecidas de la tierra; su llegada a los
países desarrollados, a menudo es percibida como una amenaza para los elevados
niveles de bienestar, alcanzados gracias a decenios de crecimiento económico.
Los inmigrantes, sin embargo, en la mayoría de los casos, responden a un
requerimiento en la esfera del trabajo que de otra forma quedaría insatisfecho,
en sectores y territorios en los que la mano de obra local es insuficiente o no
está dispuesta a aportar su contribución laboral.
298 Las instituciones de los países que reciben inmigrantes deben vigilar
cuidadosamente para que no se difunda la tentación de explotar a los
trabajadores extranjeros, privándoles de los derechos garantizados a los
trabajadores nacionales, que deben ser asegurados a todos sin discriminaciones.
La regulación de los flujos migratorios según criterios de equidad y de
equilibrio 643 es una de las condiciones indispensables para conseguir que la
inserción se realice con las garantías que exige la dignidad de la persona
humana. Los inmigrantes deben ser recibidos en cuanto personas y ayudados, junto
con sus familias, a integrarse en la vida social.644 En este sentido, se ha de
respetar y promover el derecho a la reunión de sus familias.645 Al mismo tiempo,
en la medida de lo posible, han de favorecerse todas aquellas condiciones que
permiten mayores posibilidades de trabajo en sus lugares de origen.646
g) El mundo agrícola y el derecho al trabajo
299 El trabajo agrícola merece una especial atención, debido a la función
social, cultural y económica que desempeña en los sistemas económicos de muchos
países, a los numerosos problemas que debe afrontar en el contexto de una
economía cada vez más globalizada, y a su importancia creciente en la
salvaguardia del ambiente natural: « Por consiguiente, en muchas situaciones son
necesarios cambios radicales y urgentes para volver a dar a la agricultura —y a
los hombres del campo— el justo valor como base de una sana economía, en el
conjunto del desarrollo de la comunidad social ».647
Los cambios profundos y radicales que se presentan actualmente en el ámbito
social y cultural, y que afectan también a la agricultura y, más en general, a
todo el mundo rural, precisan con urgencia una profunda reflexión sobre el
significado del trabajo agrícola y sus múltiples dimensiones. Se trata de un
desafío de gran importancia, que debe afrontarse con políticas agrícolas y
ambientales capaces de superar una cierta concepción residual y asistencial, y
de elaborar nuevos procedimientos para lograr una agricultura moderna, que esté
en condiciones de desempeñar un papel significativo en la vida social y
económica.
300 En algunos países es indispensable una redistribución de la tierra, en el
marco de políticas eficaces de reforma agraria, con el fin de eliminar el
impedimento que supone el latifundio improductivo, condenado por la doctrina
social de la Iglesia,648 para alcanzar un auténtico desarrollo económico: « Los
países en vías de desarrollo pueden contrarrestar eficazmente el proceso actual
de concentración de la propiedad de la tierra si hacen frente a algunas
situaciones que se presentan como auténticos nudos estructurales. Estas son: las
carencias y los retrasos a nivel legislativo sobre el tema del reconocimiento
del título de propiedad de la tierra y sobre el mercado del crédito; la falta de
interés por la investigación y por la capacitación agrícola; la negligencia por
los servicios sociales y por la creación de infraestructuras en las áreas
rurales ».649 La reforma agraria es, por tanto, además de una necesidad
política, una obligación moral, ya que el no llevarla a cabo constituye, en
estos países, un obstáculo para los efectos benéficos que derivan de la apertura
de los mercados y, en general, de las ventajosas ocasiones de crecimiento que la
globalización actual puede ofrecer.650
V. DERECHOS
DE LOS TRABAJADORES
a) Dignidad de los trabajadores y respeto de sus derechos
301 Los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en
la naturaleza de la persona humana y en su dignidad trascendente. El Magisterio
social de la Iglesia ha considerado oportuno enunciar algunos de ellos,
indicando la conveniencia de su reconocimiento en los ordenamientos jurídicos:
el derecho a una justa remuneración; 651 el derecho al descanso; 652 el derecho
« a ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a
la salud física de los trabajadores y no dañen su integridad moral »; 653 el
derecho a que sea salvaguardada la propia personalidad en el lugar de trabajo,
sin que sean « conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la propia
dignidad »; 654 el derecho a subsidios adecuados e indispensables para la
subsistencia de los trabajadores desocupados y de sus familias; 655 el derecho a
la pensión, así como a la seguridad social para la vejez, la enfermedad y en
caso de accidentes relacionados con la prestación laboral; 656 el derecho a
previsiones sociales vinculadas a la maternidad; 657 el derecho a reunirse y a
asociarse.658 Estos derechos son frecuentemente desatendidos, como confirman los
tristes fenómenos del trabajo infraremunerado, sin garantías ni representación
adecuadas. Con frecuencia sucede que las condiciones de trabajo para hombres,
mujeres y niños, especialmente en los países en vías de desarrollo, son tan
inhumanas que ofenden su dignidad y dañan su salud.
b) El derecho a la justa remuneración y distribución de la renta
302 La remuneración es el instrumento más importante para practicar la justicia
en las relaciones laborales.659 El « salario justo es el fruto legítimo del
trabajo »; 660 comete una grave injusticia quien lo niega o no lo da a su debido
tiempo y en la justa proporción al trabajo realizado (cf. Lv 19,13; Dt 24,14-15;
St 5,4). El salario es el instrumento que permite al trabajador acceder a los
bienes de la tierra: « La remuneración del trabajo debe ser tal que permita al
hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y
espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada
uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común ».661 El simple
acuerdo entre el trabajador y el patrono acerca de la remuneración, no basta
para calificar de « justa » la remuneración acordada, porque ésta « no debe ser
en manera alguna insuficiente » 662 para el sustento del trabajador: la justicia
natural es anterior y superior a la libertad del contrato.
303 El bienestar económico de un país no se mide exclusivamente por la cantidad
de bienes producidos, sino también teniendo en cuenta el modo en que son
producidos y el grado de equidad en la distribución de la renta, que debería
permitir a todos disponer de lo necesario para el desarrollo y el
perfeccionamiento de la propia persona. Una justa distribución del rédito debe
establecerse no sólo en base a los criterios de justicia conmutativa, sino
también de justicia social, es decir, considerando, además del valor objetivo de
las prestaciones laborales, la dignidad humana de los sujetos que las realizan.
Un bienestar económico auténtico se alcanza también por medio de adecuadas
políticas sociales de redistribución de la renta que, teniendo en cuenta las
condiciones generales, consideren oportunamente los méritos y las necesidades de
todos los ciudadanos.
c) El derecho de huelga
304 La doctrina social reconoce la legitimidad de la huelga « cuando constituye
un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado
»,663 después de haber constatado la ineficacia de todas las demás modalidades
para superar los conflictos.664 La huelga, una de las conquistas más costosas
del movimiento sindical, se puede definir como el rechazo colectivo y
concertado, por parte de los trabajadores, a seguir desarrollando sus
actividades, con el fin de obtener, por medio de la presión así realizada sobre
los patrones, sobre el Estado y sobre la opinión pública, mejoras en sus
condiciones de trabajo y en su situación social. También la huelga, aun cuando
aparezca « como una especie de ultimátum »,665 debe ser siempre un método
pacífico de reivindicación y de lucha por los propios derechos; resulta «
moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se
lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las
condiciones del trabajo o contrarios al bien común ».666
VI. SOLIDARIDAD ENTRE LOS TRABAJADORES
a) La importancia de los sindicatos
305 El Magisterio reconoce la función fundamental desarrollada por los
sindicatos de trabajadores, cuya razón de ser consiste en el derecho de los
trabajadores a formar asociaciones o uniones para defender los intereses vitales
de los hombres empleados en las diversas profesiones. Los sindicatos « se han
desarrollado sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del
trabajo y, ante todo, de lo trabajadores industriales para la tutela de sus
justos derechos frente a los empresarios y a los propietarios de los medios de
producción ».667 Las organizaciones sindicales, buscando su fin específico al
servicio del bien común, son un factor constructivo de orden social y de
solidaridad y, por ello, un elemento indispensable de la vida social. El
reconocimiento de los derechos del trabajo ha sido desde siempre un problema de
difícil solución, porque se realiza en el marco de procesos históricos e
institucionales complejos, y todavía hoy no se puede decir cumplido. Lo que hace
más actual y necesario el ejercicio de una auténtica solidaridad entre los
trabajadores.
306 La doctrina social enseña que las relaciones en el mundo del trabajo se han
de caracterizar por la colaboración: el odio y la lucha por eliminar al otro,
constituyen métodos absolutamente inaceptables, porque en todo sistema social
son indispensables al proceso de producción tanto el trabajo como el capital. A
la luz de esta concepción, la doctrina social « no considera de ninguna manera
que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de la estructura “de
clase”, de la sociedad ni que sean el exponente de la lucha de clases que
gobierna inevitablemente la vida social ».668 Los sindicatos son propiamente los
promotores de la lucha por la justicia social, por los derechos de los hombres
del trabajo, en sus profesiones específicas: « Esta “lucha” debe ser vista como
una acción de defensa normal “en favor” del justo bien; [...] no es una lucha
“contra” los demás ».669 El sindicato, siendo ante todo un medio para la
solidaridad y la justicia, no puede abusar de los instrumentos de lucha; en
razón de su vocación, debe vencer las tentaciones del corporativismo, saberse
autorregular y ponderar las consecuencias de sus opciones en relación al bien
común.670
307 Al sindicato, además de la función de defensa y de reivindicación, le
competen las de representación, dirigida a « la recta ordenación de la vida
económica »,671 y de educación de la conciencia social de los trabajadores, de
manera que se sientan parte activa, según las capacidades y aptitudes de cada
uno, en toda la obra del desarrollo económico y social, y en la construcción del
bien común universal. El sindicato y las demás formas de asociación de los
trabajadores deben asumir una función de colaboración con el resto de los
sujetos sociales e interesarse en la gestión de la cosa pública. Las
organizaciones sindicales tienen el deber de influir en el poder público, en
orden a sensibilizarlo debidamente sobre los problemas laborales y a
comprometerlo a favorecer la realización de los derechos de los trabajadores.
Los sindicatos, sin embargo, no tienen carácter de « partidos políticos » que
luchan por el poder, y tampoco deben estar sometidos a las decisiones de los
partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos: « En tal
situación fácilmente se apartan de lo que es su cometido específico, que es el
de asegurar los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien
común de la sociedad entera, y se convierten, en cambio, en un instrumento de
presión para realizar otras finalidades ».672
b) Nuevas formas de solidaridad
308 El contexto socioeconómico actual, caracterizado por procesos de
globalización económico-financiera cada vez más rápidos, requiere la renovación
de los sindicatos. En la actualidad, los sindicatos están llamados a actuar en
formas nuevas,673 ampliando su radio de acción de solidaridad de modo que sean
tutelados, además de las categorías laborales tradicionales, los trabajadores
con contratos atípicos o a tiempo determinado; los trabajadores con un puesto de
trabajo en peligro a causa de las fusiones de empresas, cada vez más frecuentes,
incluso a nivel internacional; los desempleados, los inmigrantes, los
trabajadores temporales; aquellos que por falta de actualización profesional han
sido expulsados del mercado laboral y no pueden regresar a él por falta de
cursos adecuados para cualificarse de nuevo.
Ante los cambios introducidos en el mundo del trabajo, la solidaridad se podrá
recuperar, e incluso fundarse mejor que en el pasado, si se actúa para volver a
descubrir el valor subjetivo del trabajo: « Hay que seguir preguntándose sobre
el sujeto del trabajo y las condiciones en las que vive ». Por ello, « son
siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo
y de solidaridad con los hombres del trabajo ».674
309 En la búsqueda de « nuevas formas de solidaridad »,675 las asociaciones de
trabajadores deben orientarse hacia la asunción de mayores responsabilidades, no
solamente respecto a los tradicionales mecanismos de la redistribución, sino
también en relación a la producción de la riqueza y a la creación de condiciones
sociales, políticas y culturales que permitan a todos aquellos que pueden y
desean trabajar, ejercer su derecho al trabajo, en el respeto pleno de su
dignidad de trabajadores. La superación gradual del modelo organizativo basado
sobre el trabajo asalariado en la gran empresa, hace además oportuna —salvando
los derechos fundamentales del trabajo— una actualización de las normas y de los
sistemas de seguridad social mediante los cuales los trabajadores han sido hasta
hoy tutelados.
VII. LAS « RES NOVAE » DEL MUNDO DEL TRABAJO
a) Una fase de transición epocal
310 Uno de los estímulos más significativos para el actual cambio de la
organización del trabajo procede del fenómeno de la globalización, que permite
experimentar formas nuevas de producción, trasladando las plantas de producción
en áreas diferentes a aquellas en las que se toman las decisiones estratégicas y
lejanas de los mercados de consumo. Dos son los factores que impulsan este
fenómeno: la extraordinaria velocidad de comunicación sin límites de espacio y
tiempo, y la relativa facilidad para transportar mercancías y personas de una
parte a otra del planeta. Esto comporta una consecuencia fundamental sobre los
procesos productivos: la propiedad está cada vez más lejos, a menudo indiferente
a los efectos sociales de las opciones que realiza. Por otra parte, si es cierto
que la globalización, a priori, no es ni buena ni mala en sí misma, sino que
depende del uso que el hombre hace de ella,676 debe afirmarse que es necesaria
una globalización de la tutela, de los derechos mínimos esenciales y de la
equidad.
311 Una de las características más relevantes de la nueva organización del
trabajo es la fragmentación física del ciclo productivo, impulsada por el afán
de conseguir una mayor eficiencia y mayores beneficios. Desde este punto de
vista, las tradicionales coordenadas espacio-temporales, dentro de las que el
ciclo productivo se definía, sufren una transformación sin precedentes, que
determina un cambio en la estructura misma del trabajo. Todo ello tiene
importantes consecuencias en la vida de las personas y de las comunidades,
sometidas a cambios radicales tanto en el ámbito de las condiciones materiales,
cuanto en el de la cultura y de los valores. Este fenómeno afecta, a nivel
global y local, a millones de personas, independientemente de la profesión que
ejercen, de su condición social, o de su preparación cultural. La reorganización
del tiempo, su regularización y los cambios en curso en el uso del espacio
—comparables, por su entidad, a la primera revolución industrial, en cuanto que
implican a todos los sectores productivos, en todos los continentes,
independientemente de su grado de desarrollo— deben considerarse, por tanto, un
desafío decisivo, incluidos los aspectos ético y cultural, en el ámbito de la
definición de un sistema renovado de tutela del trabajo.
312 La globalización de la economía, con la liberación de los mercados, la
acentuación de la competencia, el crecimiento de empresas especializadas en el
abastecimiento de productos y servicios, requiere una mayor flexibilidad en el
mercado de trabajo y en la organización y gestión de los procesos productivos.
Al valorar esta delicada materia, parece oportuno conceder una mayor atención
moral, cultural y estratégica para orientar la acción social y política en la
temática vinculada a la identidad y los contenidos del nuevo trabajo, en un
mercado y una economía a su vez nuevos. Los cambios del mercado de trabajo son a
menudo un efecto del cambio del trabajo mismo, y no su causa.
313 El trabajo, sobre todo en los sistemas económicos de los países más
desarrollados, atraviesa una fase que marca el paso de una economía de tipo
industrial a una economía esencialmente centrada en los servicios y en la
innovación tecnológica. Los servicios y las actividades caracterizados por un
fuerte contenido informativo crecen de modo más rápido que los tradicionales
sectores primario y secundario, con consecuencias de gran alcance en la
organización de la producción y de los intercambios, en el contenido y la forma
de las prestaciones laborales y en los sistemas de protección social.
Gracias a las innovaciones tecnológicas, el mundo del trabajo se enriquece con
nuevas profesiones, mientras otras desaparecen. En la actual fase de transición
se asiste, en efecto, a un pasar continuo de empleados de la industria a los
servicios. Mientras pierde terreno el modelo económico y social vinculado a la
grande fábrica y al trabajo de una clase obrera homogénea, mejoran las
perspectivas ocupacionales en el sector terciario y aumentan, en particular, las
actividades laborales en el ámbito de los servicios a la persona, de las
prestaciones a tiempo parcial, interinas y « atípicas », es decir, las formas de
trabajo que no se pueden encuadrar ni como trabajo dependiente ni como trabajo
autónomo.
314 La transición en curso significa el paso de un trabajo dependiente a tiempo
indeterminado, entendido como puesto fijo, a un trabajo caracterizado por una
pluralidad de actividades laborales; de un mundo laboral compacto, definido y
reconocido, a un universo de trabajos, variado, fluido, rico de promesas, pero
también cargado de preguntas inquietantes, especialmente ante la creciente
incertidumbre de las perspectivas de empleo, a fenómenos persistentes de
desocupación estructural, a la inadecuación de los actuales sistemas de
seguridad social. Las exigencias de la competencia, de la innovación tecnológica
y de la complejidad de los flujos financieros deben armonizarse con la defensa
del trabajador y de sus derechos.
La inseguridad y la precariedad no afectan solamente a la condición laboral de
los hombres que viven en los países más desarrollados, sino también, y sobre
todo, a las realidades económicamente menos avanzadas del planeta, los países en
vías de desarrollo y los países con economías en transición. Estos últimos,
además de los complejos problemas vinculados al cambio de los modelos económicos
y productivos, deben afrontar cotidianamente las difíciles exigencias
procedentes de la globalización en curso. La situación resulta particularmente
dramática para el mundo del trabajo, afectado por vastos y radicales cambios
culturales y estructurales, en contextos frecuentemente privados de soportes
legislativos, formativos y de asistencia social.
315 La descentralización productiva, que asigna a empresas menores múltiples
tareas, anteriormente concentradas en las grandes unidades productivas,
robustece y da nuevo impulso a la pequeña y mediana empresa. Surgen así, junto a
la actividad artesanal tradicional, nuevas empresas caracterizadas por pequeñas
unidades productivas que trabajan en modernos sectores de producción o bien en
actividades descentralizadas de las empresas mayores. Muchas actividades que
ayer requerían trabajo dependiente, hoy son realizadas en formas nuevas, que
favorecen el trabajo independiente y se caracterizan por una mayor componente de
riesgo y de responsabilidad.
El trabajo en las pequeñas y medianas empresas, el trabajo artesanal y el
trabajo independiente, pueden constituir una ocasión para hacer más humana la
vivencia laboral, ya sea por la posibilidad de establecer relaciones
interpersonales positivas en comunidades de pequeñas dimensiones, ya sea por las
mejores oportunidades que se ofrecen a la iniciativa y al espíritu emprendedor;
sin embargo, no son pocos, en estos sectores, los casos de trato injusto, de
trabajo mal pagado y sobre todo inseguro.
316 En los países en vías de desarrollo se ha difundido, en estos últimos años,
el fenómeno de la expansión de actividades económicas « informales » o «
sumergidas », que representa una señal de crecimiento económico prometedor, pero
plantea problemas éticos y jurídicos. El significativo aumento de los puestos de
trabajo suscitado por tales actividades se debe, en realidad, a la falta de
especialización de gran parte de los trabajadores locales y al desarrollo
desordenado de los sectores económicos formales. Un elevado número de personas
se ven así obligadas a trabajar en condiciones de grave desazón y en un marco
carente de las reglas necesarias que protejan la dignidad del trabajador. Los
niveles de productividad, renta y tenor de vida, son extremamente bajos y con
frecuencia se revelan insuficientes para garantizar que los trabajadores y sus
familias alcancen un nivel de subsistencia.
b) Doctrina social y « res novae »
317 Ante las imponentes « res novae » del mundo del trabajo, la doctrina social
de la Iglesia recomienda, ante todo, evitar el error de considerar que los
cambios en curso suceden de modo determinista. El factor decisivo y « el árbitro
» de esta compleja fase de cambio es una vez más el hombre, que debe seguir
siendo el verdadero protagonista de su trabajo. El hombre puede y debe hacerse
cargo, creativa y responsablemente, de las actuales innovaciones y
reorganizaciones, de manera que contribuyan al crecimiento de la persona, de la
familia, de la sociedad y de toda la familia humana.677 Es importante para todos
recordar el significado de la dimensión subjetiva del trabajo, a la que la
doctrina social de la Iglesia enseña a dar la debida prioridad, porque el
trabajo humano « procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y
llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación
dominando la tierra ».678
318 Las interpretaciones de tipo mecanicista y economicista de la actividad
productiva, a pesar de su extensión y su influjo, han sido superadas por el
mismo análisis científico de los problemas relacionados con el trabajo. Estas
concepciones se revelan hoy, más que ayer, totalmente inadecuadas para
interpretar los hechos, que demuestran cada día más el valor del trabajo como
actividad libre y creativa del hombre. De esta realidad concreta debe derivar
también el impulso para superar sin demora los horizontes teóricos y los
criterios operativos estrechos e insuficientes respecto a las dinámicas
actuales, intrínsecamente incapaces de identificar las apremiantes y concretas
necesidades humanas en toda su extensión, que van más allá de las categorías
meramente económicas. La Iglesia sabe bien, y así lo ha enseñado siempre, que el
hombre, a diferencia de cualquier otro ser viviente, tiene necesidades que no se
limitan solamente al « tener »,679 porque su naturaleza y su vocación están en
relación inseparable con el Trascendente. La persona humana emprende la aventura
de la transformación de las cosas mediante su trabajo para satisfacer
necesidades y carencias ante todo materiales, pero lo hace siguiendo un impulso
que la empuja siempre más allá de los resultados logrados, a la búsqueda de lo
que pueda responder más profundamente a sus innegables exigencias interiores.
319 Cambian las formas históricas en las que se expresa el trabajo humano, pero
no deben cambiar sus exigencias permanentes, que se resumen en el respeto de los
derechos inalienables del hombre que trabaja. Ante el riesgo de ver negados
estos derechos, se deben proyectar y construir nuevas formas de solidaridad,
teniendo en cuenta la interdependencia que une entre sí a los hombres del
trabajo. Cuanto más profundos son los cambios, tanto más firme debe ser el
esfuerzo de la inteligencia y de la voluntad para tutelar la dignidad del
trabajo, reforzando, en los diversos niveles, las instituciones interesadas.
Esta perspectiva permite orientar mejor las actuales transformaciones en la
dirección, tan necesaria, de la complementariedad entre la dimensión económica
local y la global; entre economía « vieja » y « nueva »; entre la innovación
tecnológica y la exigencia de salvaguardar el trabajo humano; entre el
crecimiento económico y la compatibilidad ambiental del desarrollo.
320 La solución de las vastas y complejas problemáticas del trabajo, que en
algunas áreas adquieren dimensiones dramáticas, exige la contribución específica
de los científicos y los hombres de cultura, que resulta particularmente
importante para la elección de soluciones justas. Es una responsabilidad que les
debe llevar a señalar las ventajas y los riesgos que se perfilan en los cambios
y, sobre todo, a sugerir líneas de acción para orientar el cambio en el sentido
más favorable para el desarrollo de toda la familia humana. A ellos corresponde
la delicada tarea de leer e interpretar los fenómenos sociales con inteligencia
y amor a la verdad, sin preocupaciones dictadas por intereses de grupo o
personales. Su contribución, en efecto, precisamente por ser de naturaleza
teórica, se convierte en una referencia esencial para la actuación concreta de
las políticas económicas.680
321 Los escenarios actuales de profunda transformación del trabajo humano hacen
todavía más urgente un desarrollo auténticamente global y solidario, capaz de
alcanzar todas las regiones del mundo, incluyendo las menos favorecidas. Para
estas últimas, la puesta en marcha de un proceso de desarrollo solidario de
vasto alcance, no sólo aparece como una posibilidad concreta de creación de
nuevos puestos de trabajo, sino que también representa una verdadera condición
para la supervivencia de pueblos enteros: « Es preciso globalizar la solidaridad
».681
Los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo del trabajo se
han de afrontar restableciendo la justa jerarquía de valores y colocando en
primer lugar la dignidad de la persona que trabaja: « Las nuevas realidades, que
se manifiestan con fuerza en el proceso productivo, como la globalización de las
finanzas, de la economía, del comercio y del trabajo, jamás deben violar la
dignidad y la centralidad de la persona humana, ni la libertad y la democracia
de los pueblos. La solidaridad, la participación y la posibilidad de gestionar
estos cambios radicales constituyen, sino la solución, ciertamente la necesaria
garantía ética para que las personas y los pueblos no se conviertan en
instrumentos, sino en protagonistas de su futuro. Todo esto puede realizarse y,
dado que es posible, constituye un deber ».682
322 Se hace cada vez más necesaria una consideración atenta de la nueva
situación del trabajo en el actual contexto de la globalización, desde una
perspectiva que valore la propensión natural de los hombres a establecer
relaciones. A este propósito, se debe afirmar que la universalidad es una
dimensión del hombre, no de las cosas. La técnica podrá ser la causa
instrumental de la globalización, pero la universalidad de la familia humana es
su causa última. El trabajo, por tanto, también tiene una dimensión universal,
en cuanto se funda en el carácter relacional del hombre. Las técnicas,
especialmente electrónicas, han permitido ampliar este aspecto relacional del
trabajo a todo el planeta, imprimiendo a la globalización un ritmo
particularmente acelerado. El fundamento último de este dinamismo es el hombre
que trabaja, es siempre el elemento subjetivo y no el objetivo. También el
trabajo globalizado tiene su origen, por tanto, en el fundamento antropológico
de la intrínseca dimensión relacional del trabajo. Los aspectos negativos de la
globalización del trabajo no deben dañar las posibilidades que se han abierto
para todos de dar expresión a un humanismo del trabajo a nivel planetario, a una
solidaridad del mundo del trabajo a este nivel, para que trabajando en un
contexto semejante, dilatado e interconexo, el hombre comprenda cada vez más su
vocación unitaria y solidaria.
CAPÍTULO SÉPTIMO
LA VIDA ECONÓMICA
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) El hombre, pobreza y riqueza
323 En el Antiguo Testamento se encuentra una doble postura frente a los bienes
económicos y la riqueza. Por un lado, de aprecio a la disponibilidad de bienes
materiales considerados necesarios para la vida: en ocasiones, la abundancia
—pero no la riqueza o el lujo— es vista como una bendición de Dios. En la
literatura sapiencial, la pobreza se describe como una consecuencia negativa del
ocio y de la falta de laboriosidad (cf. Pr 10,4), pero también como un hecho
natural (cf. Pr 22,2). Por otro lado, los bienes económicos y la riqueza no son
condenados en sí mismos, sino por su mal uso. La tradición profética estigmatiza
las estafas, la usura, la explotación, las injusticias evidentes, especialmente
con respecto a los más pobres (cf. Is 58,3-11; Jr 7,4-7; Os 4,1-2; Am 2,6-7; Mi
2,1-2). Esta tradición, si bien considera un mal la pobreza de los oprimidos, de
los débiles, de los indigentes, ve también en ella un símbolo de la situación
del hombre delante de Dios; de Él proviene todo bien como un don que hay que
administrar y compartir.
324 Quien reconoce su pobreza ante Dios, en cualquier situación que viva, es
objeto de una atención particular por parte de Dios: cuando el pobre busca, el
Señor responde; cuando grita, Él lo escucha. A los pobres se dirigen las
promesas divinas: ellos serán los herederos de la alianza entre Dios y su
pueblo. La intervención salvífica de Dios se actuará mediante un nuevo David
(cf. Ez 34,22-31), el cual, como y más que el rey David, será defensor de los
pobres y promotor de la justicia; Él establecerá una nueva alianza y escribirá
una nueva ley en el corazón de los creyentes (cf. Jr 31,31-34).
La pobreza, cuando es aceptada o buscada con espíritu religioso, predispone al
reconocimiento y a la aceptación del orden creatural; en esta perspectiva, el «
rico » es aquel que pone su confianza en las cosas que posee más que en Dios, el
hombre que se hace fuerte mediante las obras de sus manos y que confía sólo en
esta fuerza. La pobreza se eleva a valor moral cuando se manifiesta como humilde
disposición y apertura a Dios, confianza en Él. Estas actitudes hacen al hombre
capaz de reconocer lo relativo de los bienes económicos y de tratarlos como
dones divinos que hay que administrar y compartir, porque la propiedad
originaria de todos los bienes pertenece a Dios.
325 Jesús asume toda la tradición del Antiguo Testamento, también sobre los
bienes económicos, sobre la riqueza y la pobreza, confiriéndole una definitiva
claridad y plenitud (cf. Mt 6,24 y 13,22; Lc 6,20-24 y 12,15-21; Rm 14,6-8 y 1
Tm 4,4). Él, infundiendo su Espíritu y cambiando los corazones, instaura el «
Reino de Dios », que hace posible una nueva convivencia en la justicia, en la
fraternidad, en la solidaridad y en el compartir. El Reino inaugurado por Cristo
perfecciona la bondad originaria de la creación y de la actividad humana, herida
por el pecado. Liberado del mal y reincorporado en la comunión con Dios, todo
hombre puede continuar la obra de Jesús con la ayuda de su Espíritu: hacer
justicia a los pobres, liberar a los oprimidos, consolar a los afligidos, buscar
activamente un nuevo orden social, en el que se ofrezcan soluciones adecuadas a
la pobreza material y se contrarresten más eficazmente las fuerzas que
obstaculizan los intentos de los más débiles para liberarse de una condición de
miseria y de esclavitud. Cuando esto sucede, el Reino de Dios se hace ya
presente sobre esta tierra, aun no perteneciendo a ella. En él encontrarán
finalmente cumplimiento las promesas de los Profetas.
326 A la luz de la Revelación, la actividad económica ha de considerarse y
ejercerse como una respuesta agradecida a la vocación que Dios reserva a cada
hombre. Éste ha sido colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo,
usándolo según unos limites bien precisos (cf. Gn 2,16-17), con el compromiso de
perfeccionarlo (cf. Gn 1,26-30; 2,15-16; Sb 9,2-3). Al hacerse testigo de la
grandeza y de la bondad del Creador, el hombre camina hacia la plenitud de la
libertad a la que Dios lo llama. Una buena administración de los dones
recibidos, incluidos los dones materiales, es una obra de justicia hacia sí
mismo y hacia los demás hombres: lo que se recibe ha de ser bien usado,
conservado, multiplicado, como enseña la parábola de los talentos (cf. Mt
25,14-31; Lc 19,12-27).
La actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del
hombre y de la sociedad: dedicándose a ellos con la fe, la esperanza y la
caridad de los discípulos de Cristo, la economía y el progreso pueden
transformarse en lugares de salvación y de santificación. También en estos
ámbitos es posible expresar un amor y una solidaridad más que humanos y
contribuir al crecimiento de una humanidad nueva, que prefigure el mundo de los
últimos tiempos.683 Jesús sintetiza toda la Revelación pidiendo al creyente
enriquecerse delante de Dios (cf. Lc 12,21): y la economía es útil a este fin,
cuando no traiciona su función de instrumento para el crecimiento integral del
hombre y de las sociedades, de la calidad humana de la vida.
327 La fe en Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social,
en el contexto de un humanismo integral y solidario. Para ello resulta muy útil
la contribución de la reflexión teológica ofrecida por el Magisterio social: «
La fe en Cristo redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del
desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la carta de san Pablo a
los Colosenses leemos que Cristo es “el primogénito de toda la creación” y que
“todo fue creado por él y para él” (1,15-16). En efecto, “todo tiene en él su
consistencia” porque “Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y
reconciliar por él y para él todas la cosas” (ibíd., 1,20). En este plan divino,
que comienza desde la eternidad en Cristo, “Imagen” perfecta del Padre, y
culmina en él, “Primogénito de entre los muertos” (ibíd., 1,15.18), se inserta
nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por elevar
la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro camino,
disponiéndonos así a participar en la plenitud que “reside en el Señor” y que él
comunica “a su cuerpo, la Iglesia” (ibíd., 1,18; cf. Ef 1,22-23), mientras el
pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras realizaciones humanas, es
vencido y rescatado por la “reconciliación” obrada por Cristo (cf. Col 1,20)
».684
b) La riqueza existe para ser compartida
328 Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un
destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se
halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó
a todos los bienes. La salvación cristiana es una liberación integral del
hombre, liberación de la necesidad, pero también de la posesión misma: « Porque
la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar
de él, se extraviaron en la fe » (1 Tm 6,10). Los Padres de la Iglesia insisten
en la necesidad de la conversión y de la transformación de las conciencias de
los creyentes, más que en la exigencia de cambiar las estructuras sociales y
políticas de su tiempo, instando a quien desarrolla una actividad económica y
posee bienes a considerarse administrador de cuanto Dios le ha confiado.
329 Las riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas
a producir beneficios para los demás y para la sociedad: 685 « ¿Cómo podríamos
hacer el bien al prójimo —se pregunta Clemente de Alejandría— si nadie poseyese
nada? ».686 En la visión de San Juan Crisóstomo, las riquezas pertenecen a
algunos para que estos puedan ganar méritos compartiéndolas con los demás.687
Las riquezas son un bien que viene de Dios: quien lo posee lo debe usar y hacer
circular, de manera que también los necesitados puedan gozar de él; el mal se
encuentra en el apego desordenado a las riquezas, en el deseo de acapararlas.
San Basilio el Grande invita a los ricos a abrir las puertas de sus almacenes y
exclama: « Un gran río se vierte, en mil canales, sobre el terreno fértil: así,
por mil caminos, tú haces llegar la riqueza a las casas de los pobres ».688 La
riqueza, explica San Basilio, es como el agua que brota cada vez más pura de la
fuente si se bebe de ella con frecuencia, mientras que se pudre si la fuente
permanece inutilizada.689 El rico, dirá más tarde San Gregorio Magno, no es sino
un administrador de lo que posee; dar lo necesario a quien carece de ello es una
obra que hay que cumplir con humildad, porque los bienes no pertenecen a quien
los distribuye. Quien tiene las riquezas sólo para sí no es inocente; darlas a
quien tiene necesidad significa pagar una deuda.690
II. MORAL Y ECONOMÍA
330 La doctrina social de la Iglesia insiste en la connotación moral de la
economía. Pío XI, en un texto de la encíclica Quadragesimo anno, recuerda la
relación entre la economía y la moral: « Aun cuando la economía y la disciplina
moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es
erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre
sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes llamadas
económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del cuerpo
y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y
cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden
económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza de las
cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente
que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios
Creador. Una y la misma es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar,
así como directamente en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y
último, así también en cada uno de los órdenes particulares esos fines que
entendemos que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha
fijado a cada orden de cosas factibles, y someterlos subordinadamente a aquél
».691
331 La relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca: actividad
económica y comportamiento moral se compenetran íntimamente. La necesaria
distinción entre moral y economía no comporta una separación entre los dos
ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad importante. Así como en el ámbito
moral se deben tener en cuenta las razones y las exigencias de la economía, la
actuación en el campo económico debe estar abierta a las instancias morales: «
También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de
la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el
hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social ».692
Dar el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa
rechazar como irracional toda consideración de orden metaeconómico, precisamente
porque el fin de la economía no está en la economía misma, sino en su
destinación humana y social.693 A la economía, en efecto, tanto en el ámbito
científico, como en el nivel práctico, no se le confía el fin de la realización
del hombre y de la buena convivencia humana, sino una tarea parcial: la
producción, la distribución y el consumo de bienes materiales y de servicios.
332 La dimensión moral de la economía hace entender que la eficiencia económica
y la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad son finalidades
estrechamente vinculadas, más que separadas o alternativas. La moral,
constitutiva de la vida económica, no es ni contraria ni neutral: cuando se
inspira en la justicia y la solidaridad, constituye un factor de eficiencia
social para la misma economía. Es un deber desarrollar de manera eficiente la
actividad de producción de los bienes, de otro modo se desperdician recursos;
pero no es aceptable un crecimiento económico obtenido con menoscabo de los
seres humanos, de grupos sociales y pueblos enteros, condenados a la indigencia
y a la exclusión. La expansión de la riqueza, visible en la disponibilidad de
bienes y servicios, y la exigencia moral de una justa difusión de estos últimos
deben estimular al hombre y a la sociedad en su conjunto a practicar la virtud
esencial de la solidaridad,694 para combatir con espíritu de justicia y de
caridad, dondequiera que existan, las « estructuras de pecado » 695 que generan
y mantienen la pobreza, el subdesarrollo y la degradación. Estas estructuras
están edificadas y consolidadas por muchos actos concretos de egoísmo humano.
333 Para asumir un perfil moral, la actividad económica debe tener como sujetos
a todos los hombres y a todos los pueblos. Todos tienen el derecho de participar
en la vida económica y el deber de contribuir, según sus capacidades, al
progreso del propio país y de la entera familia humana.696 Si, en alguna medida,
todos son responsables de todos, cada uno tiene el deber de comprometerse en el
desarrollo económico de todos: 697 es un deber de solidaridad y de justicia,
pero también es la vía mejor para hacer progresar a toda la humanidad. Cuando se
vive con sentido moral, la economía se realiza como prestación de un servicio
recíproco, mediante la producción de bienes y servicios útiles al crecimiento de
cada uno, y se convierte para cada hombre en una oportunidad de vivir la
solidaridad y la vocación a la « comunión con los demás hombres, para lo cual
fue creado por Dios ».698 El esfuerzo de concebir y realizar proyectos
económico-sociales capaces de favorecer una sociedad más justa y un mundo más
humano representa un desafío difícil, pero también un deber estimulante, para
todos los agentes económicos y para quienes se dedican a las ciencias
económicas.699
334 Objeto de la economía es la formación de la riqueza y su incremento
progresivo, en términos no sólo cuantitativos, sino cualitativos: todo lo cual
es moralmente correcto si está orientado al desarrollo global y solidario del
hombre y de la sociedad en la que vive y trabaja. El desarrollo, en efecto, no
puede reducirse a un mero proceso de acumulación de bienes y servicios. Al
contrario, la pura acumulación, aun cuando fuese en pro del bien común, no es
una condición suficiente para la realización de la auténtica felicidad humana.
En este sentido, el Magisterio social pone en guardia contra la insidia que
esconde un tipo de desarrollo sólo cuantitativo, ya que la « excesiva
disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías
sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la “posesión” y del goce
inmediato... Es la llamada civilización del “consumo” o consumismo... ».700
335 En la perspectiva del desarrollo integral y solidario, se puede apreciar
justamente la valoración moral que la doctrina social hace sobre la economía de
mercado, o simplemente economía libre: « Si por “capitalismo” se entiende un
sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa,
del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para
con los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la
economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado
hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente de
“economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la
libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto
jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere
como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso,
entonces la respuesta es absolutamente negativa ».701 De este modo queda
definida la perspectiva cristiana acerca de las condiciones sociales y políticas
de la actividad económica: no sólo sus reglas, sino también su calidad moral y
su significado.
III. INICIATIVA PRIVADA Y EMPRESA
336 La doctrina social de la Iglesia considera la libertad de la persona en
campo económico un valor fundamental y un derecho inalienable que hay que
promover y tutelar: « Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá
usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa
para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos ».702 Esta
enseñanza pone en guardia contra las consecuencias negativas que se derivarían
de la restricción o de la negación del derecho de iniciativa económica: « La
experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en
nombre de una pretendida “igualdad” de todos en la sociedad reduce o, sin más,
destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa
del ciudadano ».703 En este sentido, la libre y responsable iniciativa en campo
económico puede definirse también como un acto que revela la humanidad del
hombre en cuanto sujeto creativo y relacional. La iniciativa económica debe
gozar, por tanto, de un espacio amplio. El Estado tiene la obligación moral de
imponer vínculos restrictivos sólo en orden a las incompatibilidades entre la
persecución del bien común y el tipo de actividad económica puesta en marcha, o
sus modalidades de desarrollo.704
337 La dimensión creativa es un elemento esencial de la acción humana, también
en el campo empresarial, y se manifiesta especialmente en la aptitud para
elaborar proyectos e innovar: « Organizar ese esfuerzo productivo, programar su
duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva a las
necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es
también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más
evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y
el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte
esencial del mismo trabajo ».705 Como fundamento de esta enseñanza hay que
señalar la convicción de que « el principal recurso del hombre es, junto con la
tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades
productivas de la tierra y las múltiples modalidades con que se pueden
satisfacer las necesidades humanas ».706
a) La empresa y sus fines
338 La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de
la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. En esta
producción de bienes y servicios con una lógica de eficiencia y de satisfacción
de los intereses de los diversos sujetos implicados, la empresa crea riqueza
para toda la sociedad: no sólo para los propietarios, sino también para los
demás sujetos interesados en su actividad. Además de esta función típicamente
económica, la empresa desempeña también una función social, creando
oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de
las personas implicadas. En la empresa, por tanto, la dimensión económica es
condición para el logro de objetivos no sólo económicos, sino también sociales y
morales, que deben perseguirse conjuntamente.
El objetivo de la empresa se debe llevar a cabo en términos y con criterios
económicos, pero sin descuidar los valores auténticos que permiten el desarrollo
concreto de la persona y de la sociedad. En esta visión personalista y
comunitaria, « la empresa no puede considerarse únicamente como una “sociedad de
capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a
formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que
aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su
trabajo ».707
339 Los componentes de la empresa deben ser conscientes de que la comunidad en
la que trabajan representa un bien para todos y no una estructura que permite
satisfacer exclusivamente los intereses personales de alguno. Sólo esta
conciencia permite llegar a construir una economía verdaderamente al servicio
del hombre y elaborar un proyecto de cooperación real entre las partes sociales.
Un ejemplo muy importante y significativo en la dirección indicada procede de la
actividad de las empresas cooperativas, de la pequeña y mediana empresa, de las
empresas artesanales y de las agrícolas de dimensiones familiares. La doctrina
social ha subrayado la contribución que estas empresas ofrecen a la valoración
del trabajo, al crecimiento del sentido de responsabilidad personal y social, a
la vida democrática, a los valores humanos útiles para el progreso del mercado y
de la sociedad.708
340 La doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer
indicador del buen funcionamiento de la empresa: « Cuando una empresa da
beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados
adecuadamente ».709 Esto no puede hacer olvidar el hecho que no siempre el
beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad.710
Es posible, por ejemplo, « que los balances económicos sean correctos y que al
mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la
empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad ».711 Esto sucede cuando la
empresa opera en sistemas socioculturales caracterizados por la explotación de
las personas, propensos a rehuir las obligaciones de justicia social y a violar
los derechos de los trabajadores.
Es indispensable que, dentro de la empresa, la legítima búsqueda del beneficio
se armonice con la irrenunciable tutela de la dignidad de las personas que a
título diverso trabajan en la misma. Estas dos exigencias no se oponen en
absoluto, ya que, por una parte, no sería realista pensar que el futuro de la
empresa esté asegurado sin la producción de bienes y servicios y sin conseguir
beneficios que sean el fruto de la actividad económica desarrollada; por otra
parte, permitiendo el crecimiento de la persona que trabaja, se favorece una
mayor productividad y eficacia del trabajo mismo. La empresa debe ser una
comunidad solidaria712 no encerrada en los intereses corporativos, tender a una
« ecología social » 713 del trabajo, y contribuir al bien común, incluida la
salvaguardia del ambiente natural.
341 Si en la actividad económica y financiera la búsqueda de un justo beneficio
es aceptable, el recurso a la usura está moralmente condenado: « Los traficantes
cuyas prácticas usurarias y mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus
hermanos los hombres, cometen indirectamente un homicidio. Este les es imputable
».714 Esta condena se extiende también a las relaciones económicas
internacionales, especialmente en lo que se refiere a la situación de los países
menos desarrollados, a los que no se pueden aplicar « sistemas financieros
abusivos, si no usurarios ».715 El Magisterio reciente ha usado palabras fuertes
y claras a propósito de esta práctica todavía dramáticamente difundida: « La
usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de
estrangular la vida de muchas personas ».716
342 La empresa se mueve hoy en el marco de escenarios económicos de dimensiones
cada vez más amplias, donde los Estados nacionales tienen una capacidad limitada
de gobernar los rápidos procesos de cambio que afectan a las relaciones
económico-financieras internacionales; esta situación induce a las empresas a
asumir responsabilidades nuevas y mayores con respecto al pasado. Su papel, hoy
más que nunca, resulta determinante para un desarrollo auténticamente solidario
e integral de la humanidad e igualmente decisivo, en este sentido, su aceptación
del hecho que « el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las
partes del mundo o sufre un proceso de retroceso aun en las zonas marcadas por
un constante progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza
del auténtico desarrollo: o participan de él todas las Naciones del mundo, o no
será tal, ciertamente ».717
b) El papel del empresario y del dirigente de empresa
343 La iniciativa económica es expresión de la inteligencia humana y de la
exigencia de responder a las necesidades del hombre con creatividad y en
colaboración. En la creatividad y en la cooperación se halla inscrita la
auténtica noción de la competencia empresarial: un cum-petere, es decir, un
buscar juntos las soluciones más adecuadas para responder del modo más idóneo a
las necesidades que van surgiendo progresivamente. El sentido de responsabilidad
que brota de la libre iniciativa económica se configura no sólo como virtud
individual indispensable para el crecimiento humano del individuo, sino también
como virtud social necesaria para el desarrollo de una comunidad solidaria: « En
este proceso están implicadas importantes virtudes, como son la diligencia, la
laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la
lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la
ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo
común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna
».718
344 El papel del empresario y del dirigente revisten una importancia central
desde el punto de vista social, porque se sitúan en el corazón de la red de
vínculos técnicos, comerciales, financieros y culturales, que caracterizan la
moderna realidad de la empresa. Puesto que las decisiones empresariales
producen, en razón de la complejidad creciente de la actividad empresarial,
múltiples efectos conjuntos de gran relevancia no sólo económica, sino también
social, el ejercicio de las responsabilidades empresariales y directivas exige,
además de un esfuerzo continuo de actualización específica, una constante
reflexión sobre los valores morales que deben guiar las opciones personales de
quien está investido de tales funciones.
Los empresarios y los dirigentes no pueden tener en cuenta exclusivamente el
objetivo económico de la empresa, los criterios de la eficiencia económica, las
exigencias del cuidado del « capital » como conjunto de medios de producción: el
respeto concreto de la dignidad humana de los trabajadores que laboran en la
empresa, es también su deber preciso.719 Las personas constituyen « el
patrimonio más valioso de la empresa »,720 el factor decisivo de la
producción.721 En las grandes decisiones estratégicas y financieras, de
adquisición o de venta, de reajuste o cierre de instalaciones, en la política de
fusiones, los criterios no pueden ser exclusivamente de naturaleza financiera o
comercial.
345 La doctrina social insiste en la necesidad de que el empresario y el
dirigente se comprometan a estructurar la actividad laboral en sus empresas de
modo que favorezcan la familia, especialmente a las madres de familia en el
ejercicio de sus tareas; 722 que secunden, a la luz de una visión integral del
hombre y del desarrollo, la demanda de calidad « de la mercancía que se produce
y se consume; calidad de los servicios públicos que se disfrutan; calidad del
ambiente y de la vida en general »; 723 que inviertan, en caso de que se den las
condiciones económicas y de estabilidad política para ello, en aquellos lugares
y sectores productivos que ofrecen a los individuos y a los pueblos « la ocasión
de dar valor al propio trabajo ».724
IV. INSTITUCIONES ECONÓMICAS
AL SERVICIO DEL HOMBRE
346 Una de las cuestiones prioritarias en economía es el empleo de los
recursos,725 es decir, de todos aquellos bienes y servicios a los que los
sujetos económicos, productores y consumidores, privados y públicos, atribuyen
un valor debido a su inherente utilidad en el campo de la producción y del
consumo. Los recursos son cuantitativamente escasos en la naturaleza, lo que
implica, necesariamente, que el sujeto económico particular, así como la
sociedad, tengan que inventar alguna estrategia para emplearlos del modo más
racional posible, siguiendo una lógica dictada por el principio de economicidad.
De esto dependen tanto la efectiva solución del problema económico más general,
y fundamental, de la limitación de los medios con respecto a las necesidades
individuales y sociales, privadas y públicas, cuanto la eficiencia global,
estructural y funcional, del entero sistema económico. Tal eficiencia apela
directamente a la responsabilidad y la capacidad de diversos sujetos, como el
mercado, el Estado y los cuerpos sociales intermedios.
a) El papel del libre mercado
347 El libre mercado es una institución socialmente importante por su capacidad
de garantizar resultados eficientes en la producción de bienes y servicios.
Históricamente, el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a largo
plazo, el desarrollo económico. Existen buenas razones para retener que, en
muchas circunstancias, « el libre mercado sea el instrumento más eficaz para
colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades ».726 La doctrina
social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrecen los mecanismos del
libre mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para agilizar el
intercambio de productos: estos mecanismos, « sobre todo, dan la primacía a la
voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan
con las de otras personas ».727
Un mercado verdaderamente competitivo es un instrumento eficaz para conseguir
importantes objetivos de justicia: moderar los excesos de ganancia de las
empresas; responder a las exigencias de los consumidores; realizar una mejor
utilización y ahorro de los recursos; premiar los esfuerzos empresariales y la
habilidad de innovación; hacer circular la información, de modo que realmente se
puedan comparar y adquirir los productos en un contexto de sana competencia.
348 El libre mercado no puede juzgarse prescindiendo de los fines que persigue y
de los valores que transmite a nivel social. El mercado, en efecto, no puede
encontrar en sí mismo el principio de la propia legitimación. Pertenece a la
conciencia individual y a la responsabilidad pública establecer una justa
relación entre medios y fines.728 La utilidad individual del agente económico,
aunque legítima, no debe jamás convertirse en el único objetivo. Al lado de
ésta, existe otra, igualmente fundamental y superior, la utilidad social, que
debe procurarse no en contraste, sino en coherencia con la lógica de mercado.
Cuando realiza las importantes funciones antes recordadas, el libre mercado se
orienta al bien común y al desarrollo integral del hombre, mientras que la
inversión de la relación entre medios y fines puede hacerlo degenerar en una
institución inhumana y alienante, con repercusiones incontrolables.
349 La doctrina social de la Iglesia, aun reconociendo al mercado la función de
instrumento insustituible de regulación dentro del sistema económico, pone en
evidencia la necesidad de sujetarlo a finalidades morales que aseguren y, al
mismo tiempo, circunscriban adecuadamente el espacio de su autonomía.729 La idea
que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de
bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la
persona y de la sociedad.730 Ante el riesgo concreto de una « idolatría » del
mercado, la doctrina social de la Iglesia subraya sus límites, fácilmente
perceptibles en su comprobada incapacidad de satisfacer importantes exigencias
humanas, que requieren bienes que, « por su naturaleza, no son ni pueden ser
simples mercancías »,731 bienes no negociables según la regla del « intercambio
de equivalentes » y la lógica del contrato, típicas del mercado.
350 El mercado asume una función social relevante en las sociedades
contemporáneas, por lo cual es importante identificar sus mejores
potencialidades y crear condiciones que permitan su concreto desarrollo. Los
agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre las
diversas opciones. Sin embargo la libertad, en ámbito económico, debe estar
regulada por un apropiado marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la
libertad humana integral: « La libertad económica es solamente un elemento de la
libertad humana. Cuando aquélla se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre
es considerado más como un productor o un consumidor de bienes que como un
sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde su necesaria relación
con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla ».732
b) La acción del Estado
351 La acción del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al
principio de subsidiaridad y crear situaciones favorables al libre ejercicio de
la actividad económica; debe también inspirarse en el principio de solidaridad y
establecer los límites a la autonomía de las partes para defender a la más
débil.733 La solidaridad sin subsidiaridad puede degenerar fácilmente en
asistencialismo, mientras que la subsidiaridad sin solidaridad corre el peligro
de alimentar formas de localismo egoísta. Para respetar estos dos principios
fundamentales, la intervención del Estado en ámbito económico no debe ser ni
ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las exigencias reales de la
sociedad: « El Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas,
creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde
sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis. El Estado tiene, además,
el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen
rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de
armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de
suplencia en situaciones excepcionales ».734
352 La tarea fundamental del Estado en ámbito económico es definir un marco
jurídico apto para regular las relaciones económicas, con el fin de «
salvaguardar... las condiciones fundamentales de una economía libre, que
presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere
talmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud
».735 La actividad económica, sobre todo en un contexto de libre mercado, no
puede desarrollarse en un vacío institucional, jurídico y político: « Por el
contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la
propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos
eficientes ».736 Para llevar a cabo su tarea, el Estado debe elaborar una
oportuna legislación, pero también dirigir con circunspección las políticas
económicas y sociales, sin ocasionar un menoscabo en las diversas actividades de
mercado, cuyo desarrollo debe permanecer libre de superestructuras y
constricciones autoritarias o, peor aún, totalitarias.
353 Es necesario que mercado y Estado actúen concertadamente y sean
complementarios. El libre mercado puede proporcionar efectos benéficos a la
colectividad solamente en presencia de una organización del Estado que defina y
oriente la dirección del desarrollo económico, que haga respetar reglas justas y
transparentes, que intervenga también directamente, durante el tiempo
estrictamente necesario,737 en los casos en que el mercado no alcanza a obtener
los resultados de eficiencia deseados y cuando se trata de poner por obra el
principio redistributivo. En efecto, en algunos ámbitos, el mercado no es capaz,
apoyándose en sus propios mecanismos, de garantizar una distribución equitativa
de algunos bienes y servicios esenciales para el desarrollo humano de los
ciudadanos: en este caso, la complementariedad entre Estado y mercado es más
necesaria que nunca.
354 El Estado puede instar a los ciudadanos y a las empresas para que promuevan
el bien común, disponiendo y practicando una política económica que favorezca la
participación de todos sus ciudadanos en las actividades productivas. El respeto
del principio de subsidiaridad debe impulsar a las autoridades públicas a buscar
las condiciones favorables al desarrollo de las capacidades de iniciativa
individuales, de la autonomía y de la responsabilidad personales de los
ciudadanos, absteniéndose de cualquier intervención que pueda constituir un
condicionamiento indebido de las fuerzas empresariales.
En orden al bien común, proponerse con una constante determinación el objetivo
del justo equilibrio entre la libertad privada y la acción pública, entendida
como intervención directa en la economía o como actividad de apoyo al desarrollo
económico. En cualquier caso, la intervención pública deberá atenerse a
criterios de equidad, racionalidad y eficiencia, sin sustituir la acción de los
particulares, contrariando su derecho a la libertad de iniciativa económica. El
Estado, en este caso, resulta nocivo para la sociedad: una intervención directa
demasiado amplia termina por anular la responsabilidad de los ciudadanos y
produce un aumento excesivo de los aparatos públicos, guiados más por lógicas
burocráticas que por el objetivo de satisfacer las necesidades de las
personas.738
355 Los ingresos fiscales y el gasto público asumen una importancia económica
crucial para la comunidad civil y política: el objetivo hacia el cual se debe
tender es lograr una finanza pública capaz de ser instrumento de desarrollo y de
solidaridad. Una Hacienda pública justa, eficiente y eficaz, produce efectos
virtuosos en la economía, porque logra favorecer el crecimiento de la ocupación,
sostener las actividades empresariales y las iniciativas sin fines de lucro, y
contribuye a acrecentar la credibilidad del Estado como garante de los sistemas
de previsión y de protección social, destinados en modo particular a proteger a
los más débiles.
La finanza pública se orienta al bien común cuando se atiene a algunos
principios fundamentales: el pago de impuestos 739 como especificación del deber
de solidaridad; racionalidad y equidad en la imposición de los tributos; 740
rigor e integridad en la administración y en el destino de los recursos
públicos.741 En la redistribución de los recursos, las finanza pública debe
seguir los principios de la solidaridad, de la igualdad, de la valoración de los
talentos, y prestar gran atención al sostenimiento de las familias, destinando a
tal fin una adecuada cantidad de recursos.742
c) La función de los cuerpos intermedios
356 El sistema económico-social debe caracterizarse por la presencia conjunta de
la acción pública y privada, incluida la acción privada sin fines de lucro. Se
configura así una pluralidad de centros de decisión y de lógicas de acción.
Existen algunas categorías de bienes, colectivos y de uso común, cuya
utilización no puede depender de los mecanismos del mercado 743 y que tampoco es
de competencia exclusiva del Estado. La tarea del Estado, en relación a estos
bienes, es más bien la de valorizar todas las iniciativas sociales y económicas,
promovidas por las formaciones intermedias que tienen efectos públicos. La
sociedad civil, organizada en sus cuerpos intermedios, es capaz de contribuir al
logro del bien común poniéndose en una relación de colaboración y de eficaz
complementariedad respecto al Estado y al mercado, favoreciendo así el
desarrollo de una oportuna democracia económica. En un contexto semejante, la
intervención del Estado debe estructurarse en orden al ejercicio de una
verdadera solidaridad, que como tal nunca debe estar separada de la
subsidiaridad.
357 Las organizaciones privadas sin fines de lucro tienen su espacio específico
en el ámbito económico. Estas organizaciones se caracterizan por el valeroso
intento de conjugar armónicamente eficiencia productiva y solidaridad.
Normalmente, se constituyen en base a un pacto asociativo y son expresión de la
tensión hacia un ideal común de los sujetos que libremente deciden su adhesión.
El Estado debe respetar la naturaleza de estas organizaciones y valorar sus
características, aplicando concretamente el principio de subsidiaridad, que
postula precisamente el respeto y la promoción de la dignidad y de la autónoma
responsabilidad del sujeto « subsidiado ».
d) Ahorro y consumo
358 Los consumidores, que en muchos casos disponen de amplios márgenes de poder
adquisitivo, muy superiores al umbral de subsistencia, pueden influir
notablemente en la realidad económica con su libre elección entre consumo y
ahorro. En efecto, la posibilidad de influir sobre las opciones del sistema
económico está en manos de quien debe decidir sobre el destino de los propios
recursos financieros. Hoy, más que en el pasado, es posible evaluar las
alternativas disponibles, no sólo en base al rendimiento previsto o a su grado
de riesgo, sino también expresando un juicio de valor sobre los proyectos de
inversión que los recursos financiarán, conscientes de que « la opción de
invertir en un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de en otro, es
siempre una opción moral y cultural ».744
359 La utilización del propio poder adquisitivo debe ejercitarse en el contexto
de las exigencias morales de la justicia y de la solidaridad, y de
responsabilidades sociales precisas: no se debe olvidar « el deber de la
caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio “superfluo” y, a veces,
incluso con lo propio “necesario”, para dar al pobre lo indispensable para vivir
».745 Esta responsabilidad confiere a los consumidores la posibilidad de
orientar, gracias a la mayor circulación de las informaciones, el comportamiento
de los productores, mediante la decisión —individual o colectiva— de preferir
los productos de unas empresas en vez de otras, teniendo en cuenta no sólo los
precios y la calidad de los productos, sino también la existencia de condiciones
correctas de trabajo en las empresas, el empeño por tutelar el ambiente natural
que las circunda, etc.
360 El fenómeno del consumismo produce una orientación persistente hacia el «
tener » en vez de hacia el « ser ». El consumismo impide « distinguir
correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas
necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad
madura ».746 Para contrastar este fenómeno es necesario esforzarse por construir
« estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza
y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común
sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de
las inversiones ».747 Es innegable que las influencias del contexto social sobre
los estilos de vida son notables: por ello el desafío cultural, que hoy presenta
el consumismo, debe ser afrontado en forma más incisiva, sobre todo si se piensa
en las generaciones futuras, que corren el riesgo de tener que vivir en un
ambiente natural esquilmado a causa de un consumo excesivo y desordenado.748
V. LAS « RES NOVAE » EN ECONOMÍA
a) La globalización: oportunidades y riesgos
361 Nuestro tiempo está marcado por el complejo fenómeno de la globalización
económico-financiera, esto es, por un proceso de creciente integración de las
economías nacionales, en el plano del comercio de bienes y servicios y de las
transacciones financieras, en el que un número cada vez mayor de operadores
asume un horizonte global para las decisiones que debe realizar en función de
las oportunidades de crecimiento y de beneficio. El nuevo horizonte de la
sociedad global no se da tanto por la presencia simplemente de vínculos
económicos y financieros entre agentes nacionales que operan en países diversos
—que, por otra parte, siempre han existido—, sino más bien por la expansión y
naturaleza absolutamente inéditas del sistema de relaciones que se está
desarrollando. Resulta cada vez más decisivo y central el papel de los mercados
financieros, cuyas dimensiones, a consecuencia de la liberalización del comercio
y de la circulación de los capitales, se han acrecentado enormemente con una
velocidad impresionante, al punto de consentir a los operadores desplazar « en
tiempo real », de una parte a la otra del planeta, grandes cantidades de
capital. Se trata de una realidad multiforme y no fácil de descifrar, ya que se
desarrolla en varios niveles y evoluciona continuamente, según trayectorias
difícilmente previsibles.
362 La globalización alimenta nuevas esperanzas, pero origina también grandes
interrogantes.749
Puede producir efectos potencialmente beneficiosos para toda la humanidad:
entrelazándose con el impetuoso desarrollo de las telecomunicaciones, el
crecimiento de las relaciones económicas y financieras ha permitido
simultáneamente una notable reducción en los costos de las comunicaciones y de
las nuevas tecnologías, y una aceleración en el proceso de extensión a escala
planetaria de los intercambios comerciales y de las transacciones financieras.
En otras palabras, ha sucedido que ambos fenómenos, globalización
económico-financiera y progreso tecnológico, se han reforzado mutuamente,
haciendo extremamente rápida toda la dinámica de la actual fase económica.
Analizando el contexto actual, además de identificar las oportunidades que se
abren en la era de la economía global, se descubren también los riesgos ligados
a las nuevas dimensiones de las relaciones comerciales y financieras. No faltan,
en efecto, indicios reveladores de una tendencia al aumento de las
desigualdades, ya sea entre países avanzados y países en vías de desarrollo, ya
sea al interno de los países industrializados. La creciente riqueza económica,
hecha posible por los procesos descritos, va acompañada de un crecimiento de la
pobreza relativa.
363 El crecimiento del bien común exige aprovechar las nuevas ocasiones de
redistribución de la riqueza entre las diversas áreas del planeta, a favor de
las más necesitados, hasta ahora excluidas o marginadas del progreso social y
económico: 750 « En definitiva, el desafío consiste en asegurar una
globalización en la solidaridad, una globalización sin dejar a nadie al margen
».751 El mismo progreso tecnológico corre el riesgo de repartir injustamente
entre los países los propios efectos positivos. Las innovaciones, en efecto,
pueden penetrar y difundirse en una colectividad determinada, si sus potenciales
beneficiarios alcanzan un grado mínimo de saber y de recursos financieros: es
evidente que, en presencia de fuertes disparidades entre los países en el acceso
a los conocimientos técnico-científicos y a los más recientes productos
tecnológicos, el proceso de globalización termina por dilatar, más que reducir,
las desigualdades entre los países en términos de desarrollo económico y social.
Dada la naturaleza de las dinámicas en curso, la libre circulación de capitales
no basta por sí sola para favorecer el acercamiento de los países en vías de
desarrollo a los países más avanzados.
364 El comercio representa un componente fundamental de las relaciones
económicas internacionales, contribuyendo de manera determinante a la
especialización productiva y al crecimiento económico de los diversos países.
Hoy, más que nunca, el comercio internacional, si se orienta oportunamente,
promueve el desarrollo y es capaz de crear nuevas fuentes de trabajo y
suministrar recursos útiles. La doctrina social muchas veces ha denunciado las
distorsiones del sistema de comercio internacional 752 que, a menudo, a causa de
las políticas proteccionistas, discrimina los productos procedentes de los
países pobres y obstaculiza el crecimiento de actividades industriales y la
transferencia de tecnología hacia estos países.753 El continuo deterioro en los
términos de intercambio de las materias primas y la agudización de las
diferencias entre países ricos y países pobres, ha impulsado al Magisterio a
reclamar la importancia de los criterios éticos que deberían orientar las
relaciones económicas internacionales: la persecución del bien común y el
destino universal de los bienes; la equidad en las relaciones comerciales; la
atención a los derechos y a las necesidades de los más pobres en las políticas
comerciales y de cooperación internacional. De no ser así, « los pueblos pobres
permanecen siempre pobres, y los ricos se hacen cada vez más ricos ».754
365 Una solidaridad adecuada a la era de la globalización exige la defensa de
los derechos humanos. A este respecto, el Magisterio señala que la presencia «
de una autoridad pública internacional al servicio de los derechos humanos, de
la libertad y de la paz, no sólo no se ha logrado aún completamente, sino que se
debe constatar, por desgracia, la frecuente indecisión de la comunidad
internacional sobre el deber de respetar y aplicar los derechos humanos. Este
deber atañe a todos los derechos fundamentales y no permite decisiones
arbitrarias que acabarían en formas de discriminación e injusticia. Al mismo
tiempo, somos testigos del incremento de una preocupante divergencia entre una
serie de nuevos “derechos” promovidos en las sociedades tecnológicamente
avanzadas y derechos humanos elementales que todavía no son respetados en
situaciones de subdesarrollo: pienso, por ejemplo, en el derecho a la
alimentación, al agua potable, a la vivienda, a la autodeterminación y a la
independencia ».755
366 La extensión de la globalización debe estar acompañada de una toma de
conciencia más madura, por parte de las organizaciones de la sociedad civil, de
las nuevas tareas a las que están llamadas a nivel mundial. Gracias también a
una acción decidida por parte de estas organizaciones, será posible colocar el
actual proceso de crecimiento de la economía y de las finanzas a escala
planetaria en un horizonte que garantice un efectivo respeto de los derechos del
hombre y de los pueblos, además de una justa distribución de los recursos,
dentro de cada país y entre los diversos países: « El libre intercambio sólo es
equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social ».756
Especial atención debe concederse a las especificidades locales y a las
diversidades culturales, que corren el riesgo de ser comprometidas por los
procesos económico-financieros en acto: « La globalización no debe ser un nuevo
tipo de colonialismo. Debe respetar la diversidad de las culturas que, en el
ámbito de la armonía universal de los pueblos, constituyen las claves de
interpretación de la vida. En particular, no tiene que despojar a los pobres de
lo que es más valioso para ellos, incluidas sus creencias y prácticas
religiosas, puesto que las convicciones religiosas auténticas son la
manifestación más clara de la libertad humana ».757
367 En la época de la globalización, se debe subrayar con fuerza la solidaridad
entre las generaciones: « Antes, la solidaridad entre las generaciones era en
numerosos países una actitud natural por parte de la familia; ahora se ha
convertido también en un deber de la comunidad ».758 Es lógico que esta
solidaridad se siga promoviendo en las comunidades políticas nacionales, pero
hoy el problema se plantea también en la comunidad política global, a fin de que
la mundialización no se lleve a cabo a expensas de los más débiles y
necesitados. La solidaridad entre las generaciones exige que en la planificación
global se actúe según el principio del destino universal de los bienes, que hace
moralmente ilícito y económicamente contraproducente descargar los costos
actuales sobre las futuras generaciones: moralmente ilícito, porque significa no
asumir las debidas responsabilidades, económicamente contraproducente porque la
corrección de los daños es más costosa que la prevención. Este principio se ha
de aplicar, sobre todo, —aunque no sólo— en el campo de los recursos de la
tierra y de la salvaguardia de la creación, que resulta particularmente delicado
por la globalización, la cual interesa a todo el planeta entendido como único
ecosistema.759
b) El sistema financiero internacional
368 Los mercados financieros no son ciertamente una novedad de nuestra época:
desde hace ya mucho tiempo, de diversas formas, se ocuparon de responder a la
exigencia de financiar actividades productivas. La experiencia histórica enseña
que en ausencia de sistemas financieros adecuados no habría sido posible el
crecimiento económico. Las inversiones a gran escala, típicas de las modernas
economías de mercado, no se habrían realizado sin el papel fundamental de
intermediario llevado a cabo por los mercados financieros, que ha permitido,
entre otras cosas, apreciar las funciones positivas del ahorro para el
desarrollo del sistema económico y social. Si la creación de lo que ha sido
definido « el mercado global de capitales » ha producido efectos benéficos,
gracias a que la mayor movilidad de los capitales ha facilitado la
disponibilidad de recursos a las actividades productivas, el acrecentamiento de
la movilidad, por otra parte, ha aumentado también el riesgo de crisis
financieras. El desarrollo de las finanzas, cuyas transacciones han superado
considerablemente en volumen, a las reales, corre el riesgo de seguir una lógica
cada vez más autoreferencial, sin conexión con la base real de la economía.
369 Una economía financiera con fin en sí misma está destinada a contradecir sus
finalidades, ya que se priva de sus raíces y de su razón constitutiva, es decir,
de su papel originario y esencial de servicio a la economía real y, en
definitiva, de desarrollo de las personas y de las comunidades humanas. El
cuadro global resulta aún más preocupante a la luz de la configuración
fuertemente asimétrica que caracteriza al sistema financiero internacional: los
procesos de innovación y desregulación de los mercados financieros tienden
efectivamente a consolidarse sólo en algunas partes del planeta. Lo cual es
fuente de graves preocupaciones de naturaleza ética, porque los países excluidos
de los procesos descritos, aun no gozando de los beneficios de estos productos,
no están sin embargo protegidos contra eventuales consecuencias negativas de
inestabilidad financiera en sus sistemas económicos reales, sobre todo si son
frágiles y poco desarrollados.760
La imprevista aceleración de los procesos, como el enorme incremento en el valor
de las carteras administrativas de las instituciones financieras y la rápida
proliferación de nuevos y sofisticados instrumentos financieros hace
extremadamente urgente la identificación de soluciones institucionales capaces
de favorecer eficazmente la estabilidad del sistema, sin restarle
potencialidades y eficiencia. Resulta indispensable introducir un marco
normativo que permita tutelar tal estabilidad en todas sus complejas
articulaciones, promover la competencia entre los intermediarios y asegurar la
máxima transparencia en favor de los inversionistas.
c) La función de la comunidad internacional en la época de la economía global
370 La pérdida de centralidad por parte de los actores estatales debe coincidir
con un mayor compromiso de la comunidad internacional en el ejercicio de una
decidida función de dirección económica y financiera. Una importante
consecuencia del proceso de globalización, en efecto, consiste en la gradual
pérdida de eficacia del Estado Nación en la guía de las dinámicas
económico-financieras nacionales. Los gobiernos de cada uno de los países ven la
propia acción en campo económico y social condicionada cada vez con mayor fuerza
por las expectativas de los mercados internacionales de capital y por la
insistente demanda de credibilidad provenientes del mundo financiero. A causa de
los nuevos vínculos entre los operadores globales, las tradicionales medidas
defensivas de los Estados aparecen condenadas al fracaso y, frente a las nuevas
áreas de atribuciones, la noción misma de mercado nacional pasa a un segundo
plano.
371 Cuanto mayores niveles de complejidad organizativa y funcional alcanza el
sistema económico-financiero mundial, tanto más prioritaria se presenta la tarea
de regular dichos procesos, orientándolos a la consecución del bien común de la
familia humana. Surge concretamente la exigencia de que, más allá de los Estados
nacionales, sea la misma comunidad internacional quien asuma esta delicada
función, con instrumentos políticos y jurídicos adecuados y eficaces.
Es, por tanto, indispensable que las instituciones económicas y financieras
internacionales sepan hallar las soluciones institucionales más apropiadas y
elaboren las estrategias de acción más oportunas con el fin de orientar un
cambio que, de aceptarse pasivamente y abandonado a sí mismo, provocaría
resultados dramáticos sobre todo en perjuicio de los estratos más débiles e
indefensos de la población mundial.
En los Organismos Internacionales deben estar igualmente representados los
intereses de la gran familia humana; es necesario que estas instituciones, « a
la hora de valorar las consecuencias de sus decisiones, tomen siempre en
consideración a los pueblos y países que tienen escaso peso en el mercado
internacional y que, por otra parte, cargan con toda una serie de necesidades
reales y acuciantes que requieren un mayor apoyo para un adecuado desarrollo
».761
372 También la política, al igual que la economía, debe saber extender su radio
de acción más allá de los confines nacionales, adquiriendo rápidamente una
dimensión operativa mundial que le permita dirigir los procesos en curso a la
luz de parámetros no sólo económicos, sino también morales. El objetivo de fondo
será guiar estos procesos asegurando el respeto de la dignidad del hombre y el
desarrollo completo de su personalidad, en el horizonte del bien común.762
Asumir semejante tarea, conlleva la responsabilidad de acelerar la consolidación
de las instituciones existentes, así como la creación de nuevos organismos a los
cuales confiar esta responsabilidad.763 El desarrollo económico, en efecto,
puede ser duradero si se realiza en un marco claro y definido de normas y en un
amplio proyecto de crecimiento moral, civil y cultural de toda la familia
humana.
d) Un desarrollo integral y solidario
373 Una de las tareas fundamentales de los agentes de la economía internacional
es la consecución de un desarrollo integral y solidario para la humanidad, es
decir, « promover a todos los hombres y a todo el hombre ».764 Esta tarea
requiere una concepción de la economía que garantice, a nivel internacional, la
distribución equitativa de los recursos y responda a la conciencia de la
interdependencia —económica, política y cultural— que ya une definitivamente a
los pueblos entre sí y les hace sentirse vinculados a un único destino.765 Los
problemas sociales adquieren, cada vez más, una dimensión planetaria. Ningún
Estado puede por sí solo afrontarlos y resolverlos. Las actuales generaciones
experimentan directamente la necesidad de la solidaridad y advierten
concretamente la importancia de superar la cultura individualista.766 Se
registra cada vez con mayor amplitud la exigencia de modelos de desarrollo que
no prevean sólo « de elevar a todos los pueblos al nivel del que gozan hoy los
países más ricos, sino de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna,
hacer crecer efectivamente la dignidad y la creatividad de toda persona, su
capacidad de responder a la propia vocación y, por tanto, a la llamada de Dios
».767
374 Un desarrollo más humano y solidario ayudará también a los mismos países
ricos. Estos países « advierten a menudo una especie de extravío existencial,
una incapacidad de vivir y de gozar rectamente el sentido de la vida, aun en
medio de la abundancia de bienes materiales, una alienación y pérdida de la
propia humanidad en muchas personas, que se sienten reducidas al papel de
engranajes en el mecanismo de la producción y del consumo y no encuentran el
modo de afirmar la propia dignidad de hombres, creados a imagen y semejanza de
Dios ».768 Los países ricos han demostrado tener la capacidad de crear bienestar
material, pero a menudo lo han hecho a costa del hombre y de las clases sociales
más débiles: « No se puede ignorar que las fronteras de la riqueza y de la
pobreza atraviesan en su interior las mismas sociedades tanto desarrolladas como
en vías de desarrollo. Pues, al igual que existen desigualdades sociales hasta
llegar a los niveles de miseria en los países ricos, también, de forma paralela,
en los países menos desarrollados se ven a menudo manifestaciones de egoísmo y
ostentación desconcertantes y escandalosas ».769
e) La necesidad de una gran obra educativa y cultural
375 Para la doctrina social, la economía « es sólo un aspecto y una dimensión de
la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción y el consumo
de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único
valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no
sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el
sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha
debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios ».770
La vida del hombre, al igual que la vida social de la colectividad, no puede
reducirse a una dimensión materialista, aun cuando los bienes materiales sean
muy necesarios tanto para los fines de la supervivencia, cuanto para mejora del
tenor de vida: « Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo
constituye la base de todo desarrollo completo de la sociedad humana ».771
376 Ante el rápido desarrollo del progreso técnico-económico y la mutación,
igualmente rápida, de los procesos de producción y de consumo, el Magisterio
advierte la exigencia de proponer una gran obra educativa y cultural: « La
demanda de una existencia cualitativamente más satisfactoria y más rica es algo
en sí legítimo; sin embargo hay que poner de relieve las nuevas
responsabilidades y peligros anejos a esta fase histórica... Al descubrir nuevas
necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse
guiar por una imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones de
su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y
espirituales... Es, pues, necesaria y urgente una gran obra educativa y
cultural, que comprenda la educación de los consumidores para un uso responsable
de su capacidad de elección, la formación de un profundo sentido de
responsabilidad en los productores y sobre todo en los profesionales de los
medios de comunicación social, además de la necesaria intervención de las
autoridades públicas ».772
CAPÍTULO OCTAVO
LA COMUNIDAD POLÍTICA
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) El señorío de Dios
377 El pueblo de Israel, en la fase inicial de su historia, no tiene rey, como
los otros pueblos, porque reconoce solamente el señorío de Yahvéh. Dios
interviene en la historia a través de hombres carismáticos, como atestigua el
Libro de los Jueces. Al último de estos hombres, Samuel, juez y profeta, el
pueblo le pedirá un rey (cf. 1 S 8,5; 10,18-19). Samuel advierte a los
israelitas las consecuencias de un ejercicio despótico de la realeza (cf. 1 S
8,11-18). El poder real, sin embargo, también se puede experimentar como un don
de Yahvéh que viene en auxilio de su pueblo (cf. 1 S 9,16). Al final, Saúl
recibirá la unción real (cf. 1 S 10,1-2). El acontecimiento subraya las
tensiones que llevaron a Israel a una concepción de la realeza diferente de la
de los pueblos vecinos: el rey, elegido por Yahvéh (cf. Dt 17,15; 1 S 9,16) y
por él consagrado (cf. 1 S 16,12-13), será visto como su hijo (cf. Sal 2,7) y
deberá hacer visible su señorío y su diseño de salvación (cf. Sal 72). Deberá,
por tanto, hacerse defensor de los débiles y asegurar al pueblo la justicia: las
denuncias de los profetas se dirigirán precisamente a los extravíos de los reyes
(cf. 1R 21; Is 10, 1-4; Am 2,6-8; 8,4-8; Mi 3,1-4).
378 El prototipo de rey elegido por Yahvéh es David, cuya condición humilde es
subrayada con satisfacción por la narración bíblica (cf. 1 S 16,1- 13). David es
el depositario de la promesa (cf. 2 S 7,13-16; Sal 89,2-38; 132,11-18), que lo
hace iniciador de una especial tradición real, la tradición « mesiánica ». Ésta,
a pesar de todos los pecados y las infidelidades del mismo David y de sus
sucesores, culmina en Jesucristo, el « ungido de Yahvéh » (es decir, «
consagrado del Señor »: cf. 1 S 2,35; 24,7.11; 26,9.16; ver también Ex 30,22-32)
por excelencia, hijo de David (cf. la genealogía en: Mt 1,1-17 y Lc 3,23-38; ver
también Rm 1,3).
El fracaso de la realeza en el plano histórico no llevará a la desaparición del
ideal de un rey que, fiel a Yahvéh, gobierne con sabiduría y realice la
justicia. Esta esperanza reaparece con frecuencia en los Salmos (cf. Sal 2; 18;
20; 21; 72). En los oráculos mesiánicos se espera para el tiempo escatológico la
figura de un rey en quien inhabita el Espíritu del Señor, lleno de sabiduría y
capaz de hacer justicia a los pobres (cf. Is 11,2-5; Jr 23,5-6). Verdadero
pastor del pueblo de Israel (cf. Ez 34,23-24; 37,24), él traerá la paz a los
pueblos (cf. Za 9,9-10). En la literatura sapiencial, el rey es presentado como
aquel que pronuncia juicios justos y aborrece la iniquidad (cf. Pr 16,12), juzga
a los pobres con justicia (cf. Pr 29,14) y es amigo del hombre de corazón puro
(cf. Pr 22,11). Poco a poco se va haciendo más explícito el anuncio de cuanto
los Evangelios y los demás textos del Nuevo Testamento ven realizado en Jesús de
Nazaret, encarnación definitiva de la figura del rey descrita en el Antiguo
Testamento.
b) Jesús y la autoridad política
379 Jesús rechaza el poder opresivo y despótico de los jefes sobre las Naciones
(cf. Mc 10,42) y su pretensión de hacerse llamar benefactores (cf. Lc 22,25),
pero jamás rechaza directamente las autoridades de su tiempo. En la diatriba
sobre el pago del tributo al César (cf. Mc 12,13-17; Mt 22,15-22; Lc 20,20-26),
afirma que es necesario dar a Dios lo que es de Dios, condenando implícitamente
cualquier intento de divinizar y de absolutizar el poder temporal: sólo Dios
puede exigir todo del hombre. Al mismo tiempo, el poder temporal tiene derecho a
aquello que le es debido: Jesús no considera injusto el tributo al César.
Jesús, el Mesías prometido, ha combatido y derrotado la tentación de un
mesianismo político, caracterizado por el dominio sobre las Naciones (cf. Mt
4,8-11; Lc 4,5-8). Él es el Hijo del hombre que ha venido « a servir y a dar su
vida » (Mc 10,45; cf. Mt 20,24-28; Lc 22,24-27). A los discípulos que discuten
sobre quién es el más grande, el Señor les enseña a hacerse los últimos y a
servir a todos (cf. Mc 9,33-35), señalando a los hijos de Zebedeo, Santiago y
Juan, que ambicionan sentarse a su derecha, el camino de la cruz (cf. Mc
10,35-40; Mt 20,20-23).
c) Las primeras comunidades cristianas
380 La sumisión, no pasiva, sino por razones de conciencia (cf. Rm 13,5), al
poder constituido responde al orden establecido por Dios. San Pablo define las
relaciones y los deberes de los cristianos hacia las autoridades (cf. Rm
13,1-7). Insiste en el deber cívico de pagar los tributos: « Dad a cada cual lo
que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien
respeto, respeto; a quien honor, honor » (Rm 13,7). El Apóstol no intenta
ciertamente legitimar todo poder, sino más bien ayudar a los cristianos a «
procurar el bien ante todos los hombres » (Rm 12,17), incluidas las relaciones
con la autoridad, en cuanto está al servicio de Dios para el bien de la persona
(cf. Rm 13,4; 1 Tm 2,1-2; Tt 3,1) y « para hacer justicia y castigar al que obra
el mal » (Rm 13,4).
San Pedro exhorta a los cristianos a permanecer sometidos « a causa del Señor, a
toda institución humana » (1 P 2,13). El rey y sus gobernantes están para el «
castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien » (1 P
2,14). Su autoridad debe ser « honrada » (cf. 1 P 2,17), es decir reconocida,
porque Dios exige un comportamiento recto, que cierre « la boca a los ignorantes
insensatos » (1 P 2,15). La libertad no puede ser usada para cubrir la propia
maldad, sino para servir a Dios (cf. 1 P 2,16). Se trata entonces de una
obediencia libre y responsable a una autoridad que hace respetar la justicia,
asegurando el bien común.
381 La oración por los gobernantes, recomendada por San Pablo durante las
persecuciones, señala explícitamente lo que debe garantizar la autoridad
política: una vida pacífica y tranquila, que transcurra con toda piedad y
dignidad (1Tm 2,1-2). Los cristianos deben estar « prontos para toda obra buena
» (Tt 3,1), « mostrando una perfecta mansedumbre con todos los hombres » (Tt
3,2), conscientes de haber sido salvados no por sus obras, sino por la
misericordia de Dios. Sin el « baño de regeneración y de renovación del Espíritu
Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo
nuestro Salvador » (Tt 3,5-6), todos los hombres son « insensatos,
desobedientes, descarriados, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres,
viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros » (Tt
3,3). No se debe olvidar la miseria de la condición humana, marcada por el
pecado y rescatada por el amor de Dios.
382 Cuando el poder humano se extralimita del orden querido por Dios, se
auto-diviniza y reclama absoluta sumisión: se convierte entonces en la Bestia
del Apocalipsis, imagen del poder imperial perseguidor, ebrio de « la sangre de
los santos y la sangre de los mártires de Jesús » (Ap 17,6). La Bestia tiene a
su servicio al « falso profeta » (Ap 19,20), que mueve a los hombres a adorarla
con portentos que seducen. Esta visión señala proféticamente todas las insidias
usadas por Satanás para gobernar a los hombres, insinuándose en su espíritu con
la mentira. Pero Cristo es el Cordero Vencedor de todo poder que en el curso de
la historia humana se absolutiza. Frente a este poder, San Juan recomienda la
resistencia de los mártires: de este modo los creyentes dan testimonio de que el
poder corrupto y satánico ha sido vencido, porque no tiene ninguna influencia
sobre ellos.
383 La Iglesia anuncia que Cristo, vencedor de la muerte, reina sobre el
universo que Él mismo ha rescatado. Su Reino incluye también el tiempo presente
y terminará sólo cuando todo será consignado al Padre y la historia humana se
concluirá con el juicio final (cf. 1 Co 15,20-28). Cristo revela a la autoridad
humana, siempre tentada por el dominio, que su significado auténtico y pleno es
de servicio. Dios es Padre único y Cristo único maestro para todos los hombres,
que son hermanos. La soberanía pertenece a Dios. El Señor, sin embargo, « no ha
querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada
criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su
naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El
comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a
la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las
comunidades humanas. Estos deben comportarse como ministros de la providencia
divina ».773
El mensaje bíblico inspira incesantemente el pensamiento cristiano sobre el
poder político, recordando que éste procede de Dios y es parte integrante del
orden creado por Él. Este orden es percibido por las conciencias y se realiza,
en la vida social, mediante la verdad, la justicia, la libertad y la solidaridad
que procuran la paz.774
II. EL FUNDAMENTO
Y EL FIN DE LA COMUNIDAD POLÍTICA
a) Comunidad política, persona humana y pueblo
384 La persona humana es el fundamento y el fin de la convivencia política.775
Dotado de racionalidad, el hombre es responsable de sus propias decisiones y
capaz de perseguir proyectos que dan sentido a su vida, en el plano individual y
social. La apertura a la Trascendencia y a los demás es el rasgo que la
caracteriza y la distingue: sólo en relación con la Trascendencia y con los
demás, la persona humana alcanza su plena y completa realización. Esto significa
que por ser una criatura social y política por naturaleza, « la vida social no
es, pues, para el hombre sobrecarga accidental »,776 sino una dimensión esencial
e ineludible.
La comunidad política deriva de la naturaleza de las personas, cuya conciencia «
descubre y manda observar estrictamente » 777 el orden inscrito por Dios en
todas sus criaturas: se trata de « una ley moral basada en la religión, la cual
posee capacidad muy superior a la de cualquier otra fuerza o utilidad material
para resolver los problemas de la vida individual y social, así en el interior
de las Naciones como en el seno de la sociedad internacional ».778 Este orden
debe ser gradualmente descubierto y desarrollado por la humanidad. La comunidad
política, realidad connatural a los hombres, existe para obtener un fin de otra
manera inalcanzable: el crecimiento más pleno de cada uno de sus miembros,
llamados a colaborar establemente para realizar el bien común,779 bajo el
impulso de su natural inclinación hacia la verdad y el bien.
385 La comunidad política encuentra en la referencia al pueblo su auténtica
dimensión: ella « es, y debe ser en realidad, la unidad orgánica y organizadora
de un verdadero pueblo ».780 El pueblo no es una multitud amorfa, una masa
inerte para manipular e instrumentalizar, sino un conjunto de personas, cada una
de las cuales —« en su propio puesto y según su manera propia » 781 — tiene la
posibilidad de formar su opinión acerca de la cosa pública y la libertad de
expresar su sensibilidad política y hacerla valer de manera conveniente al bien
común. El pueblo « vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen,
cada uno de los cuales... es una persona consciente de su propia responsabilidad
y de sus propias convicciones ».782 Quienes pertenecen a una comunidad política,
aun estando unidos orgánicamente entre sí como pueblo, conservan, sin embargo,
una insuprimible autonomía en su existencia personal y en los fines que
persiguen.
386 Lo que caracteriza en primer lugar a un pueblo es el hecho de compartir la
vida y los valores, fuente de comunión espiritual y moral: « La sociedad
humana... tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden
principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad,
a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y
cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del
justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados
continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con
afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos
valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura,
de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del
ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la
expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo ».783
387 A cada pueblo corresponde normalmente una Nación, pero, por diversas
razones, no siempre los confines nacionales coinciden con los étnicos.784 Surge
así la cuestión de las minorías, que históricamente han dado lugar a no pocos
conflictos. El Magisterio afirma que las minorías constituyen grupos con
específicos derechos y deberes. En primer lugar, un grupo minoritario tiene
derecho a la propia existencia: « Este derecho puede no ser tenido en cuenta de
modos diversos, pudiendo llegar hasta el extremo de ser negado mediante formas
evidentes o indirectas de genocidio ».785 Además, las minorías tienen derecho a
mantener su cultura, incluida la lengua, así como sus convicciones religiosas,
incluida la celebración del culto. En la legítima reivindicación de sus
derechos, las minorías pueden verse empujadas a buscar una mayor autonomía o
incluso la independencia: en estas delicadas circunstancias, el diálogo y la
negociación son el camino para alcanzar la paz. En todo caso, el recurso al
terrorismo es injustificable y dañaría la causa que se pretende defender. Las
minorías tienen también deberes que cumplir, entre los cuales se encuentra,
sobre todo, la cooperación al bien común del Estado en que se hallan insertos.
En particular, « el grupo minoritario tiene el deber de promover la libertad y
la dignidad de cada uno de sus miembros y de respetar las decisiones de cada
individuo, incluso cuando uno de ellos decidiera pasar a la cultura mayoritaria
».786
b) Tutelar y promover los derechos humanos
388 Considerar a la persona humana como fundamento y fin de la comunidad
política significa trabajar, ante todo, por el reconocimiento y el respeto de su
dignidad mediante la tutela y la promoción de los derechos fundamentales e
inalienables del hombre: « En la época actual se considera que el bien común
consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona
humana ».787 En los derechos humanos están condensadas las principales
exigencias morales y jurídicas que deben presidir la construcción de la
comunidad política. Estos constituyen una norma objetiva que es el fundamento
del derecho positivo y que no puede ser ignorada por la comunidad política,
porque la persona es, desde el punto de vista ontológico y como finalidad,
anterior a aquélla: el derecho positivo debe garantizar la satisfacción de las
exigencias humanas fundamentales.
389 La comunidad política tiende al bien común cuando actúa a favor de la
creación de un ambiente humano en el que se ofrezca a los ciudadanos la
posibilidad del ejercicio real de los derechos humanos y del cumplimiento pleno
de los respectivos deberes: « De hecho, la experiencia enseña que, cuando falta
una acción apropiada de los poderes públicos en lo económico, lo político o lo
cultural, se produce entre los ciudadanos, sobre todo en nuestra época, un mayor
número de desigualdades en sectores cada vez más amplios, resultando así que los
derechos y deberes de la persona humana carecen de toda eficacia práctica ».788
La plena realización del bien común requiere que la comunidad política
desarrolle, en el ámbito de los derechos humanos, una doble y complementaria
acción, de defensa y de promoción: debe « evitar, por un lado, que la
preferencia dada a los derechos de algunos particulares o de determinados grupos
venga a ser origen de una posición de privilegio en la Nación, y para soslayar,
por otro, el peligro de que, por defender los derechos de todos, incurran en la
absurda posición de impedir el pleno desarrollo de los derechos de cada uno
».789
c) La convivencia basada en la amistad civil
390 El significado profundo de la convivencia civil y política no surge
inmediatamente del elenco de los derechos y deberes de la persona. Esta
convivencia adquiere todo su significado si está basada en la amistad civil y en
la fraternidad.790 El campo del derecho, en efecto, es el de la tutela del
interés y el respeto exterior, el de la protección de los bienes materiales y su
distribución según reglas establecidas. El campo de la amistad, por el
contrario, es el del desinterés, el desapego de los bienes materiales, la
donación, la disponibilidad interior a las exigencias del otro.791 La amistad
civil,792 así entendida, es la actuación más auténtica del principio de
fraternidad, que es inseparable de los de libertad y de igualdad.793 Se trata de
un principio que se ha quedado en gran parte sin practicar en las sociedades
políticas modernas y contemporáneas, sobre todo a causa del influjo ejercido por
las ideologías individualistas y colectivistas.
391 Una comunidad está sólidamente fundada cuando tiende a la promoción integral
de la persona y del bien común. En este caso, el derecho se define, se respeta y
se vive también según las modalidades de la solidaridad y la dedicación al
prójimo. La justicia requiere que cada uno pueda gozar de sus propios bienes, de
sus propios derechos, y puede ser considerada como la medida mínima del amor.794
La convivencia es tanto más humana cuanto más está caracterizada por el esfuerzo
hacia una conciencia más madura del ideal al que ella debe tender, que es la «
civilización del amor ».795
El hombre es una persona, no sólo un individuo.796 Con el término « persona » se
indica « una naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío »: 797 es por
tanto una realidad muy superior a la de un sujeto que se expresa en las
necesidades producidas por la sola dimensión material. La persona humana, en
efecto, aun cuando participa activamente en la tarea de satisfacer las
necesidades en el seno de la sociedad familiar, civil y política, no encuentra
su plena realización mientras no supera la lógica de la necesidad para
proyectarse en la de la gratuidad y del don, que responde con mayor plenitud a
su esencia y vocación comunitarias.
392 El precepto evangélico de la caridad ilumina a los cristianos sobre el
significado más profundo de la convivencia política. La mejor manera de hacerla
verdaderamente humana « es fomentar el sentido interior de la justicia, de la
benevolencia y del servicio al bien común y robustecer las convicciones
fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política
y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos ».798 El objetivo
que los creyentes deben proponerse es la realización de relaciones comunitarias
entre las personas. La visión cristiana de la sociedad política otorga la máxima
importancia al valor de la comunidad, ya sea como modelo organizativo de la
convivencia, ya sea como estilo de vida cotidiana.
III. LA AUTORIDAD POLÍTICA
a) El fundamento de la autoridad política
393 La Iglesia se ha confrontado con diversas concepciones de la autoridad,
teniendo siempre cuidado de defender y proponer un modelo fundado en la
naturaleza social de las personas: « En efecto, como Dios ha creado a los
hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe
supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado
al bien común, resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la
dirija; una autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la
naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor ».799 La autoridad
política es por tanto necesaria,800 en razón de las tareas que se le asignan y
debe ser un componente positivo e insustituible de la convivencia civil.801
394 La autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la
comunidad, sin suplantar la libre actividad de los personas y de los grupos,
sino disciplinándola y orientándola hacia la realización del bien común,
respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales.
La autoridad política es el instrumento de coordinación y de dirección mediante
el cual los particulares y los cuerpos intermedios se deben orientar hacia un
orden cuyas relaciones, instituciones y procedimientos estén al servicio del
crecimiento humano integral. El ejercicio de la autoridad política, en efecto, «
así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas,
debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el
bien común —concebido dinámicamente— según el orden jurídico legítimamente
establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados
en conciencia a obedecer ».802
395 El sujeto de la autoridad política es el pueblo, considerado en su totalidad
como titular de la soberanía. El pueblo transfiere de diversos modos el
ejercicio de su soberanía a aquellos que elige libremente como sus
representantes, pero conserva la facultad de ejercitarla en el control de las
acciones de los gobernantes y también en su sustitución, en caso de que no
cumplan satisfactoriamente sus funciones. Si bien esto es un derecho válido en
todo Estado y en cualquier régimen político, el sistema de la democracia,
gracias a sus procedimientos de control, permite y garantiza su mejor
actuación.803 El solo consenso popular, sin embargo, no es suficiente para
considerar justas las modalidades del ejercicio de la autoridad política.
b) La autoridad como fuerza moral
396 La autoridad debe dejarse guiar por la ley moral: toda su dignidad deriva de
ejercitarla en el ámbito del orden moral,804 « que tiene a Dios como primer
principio y último fin ».805 En razón de la necesaria referencia a este orden,
que la precede y la funda, de sus finalidades y destinatarios, la autoridad no
puede ser entendida como una fuerza determinada por criterios de carácter
puramente sociológico e histórico: « Hay, en efecto, quienes osan negar la
existencia de una ley moral objetiva, superior a la realidad externa y al hombre
mismo, absolutamente necesaria y universal y, por último, igual para todos. Por
esto, al no reconocer los hombres una única ley de justicia con valor universal,
no pueden llegar en nada a un acuerdo pleno y seguro ».806 En este orden, « si
se niega la idea de Dios, esos preceptos necesariamente se desintegran por
completo ».807 Precisamente de este orden proceden la fuerza que la autoridad
tiene para obligar 808 y su legitimidad moral; 809 no del arbitrio o de la
voluntad de poder,810 y tiene el deber de traducir este orden en acciones
concretas para alcanzar el bien común.811
397 La autoridad debe reconocer, respetar y promover los valores humanos y
morales esenciales. Estos son innatos, « derivan de la verdad misma del ser
humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto,
que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear,
modificar o destruir ».812 Estos valores no se fundan en « mayorías » de
opinión, provisionales y mudables, sino que deben ser simplemente reconocidos,
respetados y promovidos como elementos de una ley moral objetiva, ley natural
inscrita en el corazón del hombre (cf. Rm 2,15), y punto de referencia normativo
de la misma ley civil.813 Si, a causa de un trágico oscurecimiento de la
conciencia colectiva, el escepticismo lograse poner en duda los principios
fundamentales de la ley moral,814 el mismo ordenamiento estatal quedaría
desprovisto de sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación
pragmática de los diversos y contrapuestos intereses.815
398 La autoridad debe emitir leyes justas, es decir, conformes a la dignidad de
la persona humana y a los dictámenes de la recta razón: « En tanto la ley humana
es tal en cuanto es conforme a la recta razón y por tanto deriva de la ley
eterna. Cuando por el contrario una ley está en contraste con la razón, se le
denomina ley inicua; en tal caso cesa de ser ley y se convierte más bien en un
acto de violencia ».816 La autoridad que gobierna según la razón pone al
ciudadano en relación no tanto de sometimiento con respecto a otro hombre,
cuanto más bien de obediencia al orden moral y, por tanto, a Dios mismo que es
su fuente última.817 Quien rechaza obedecer a la autoridad que actúa según el
orden moral « se rebela contra el orden divino » (Rm 13,2).818 Análogamente la
autoridad pública, que tiene su fundamento en la naturaleza humana y pertenece
al orden preestablecido por Dios,819 si no actúa en orden al bien común,
desatiende su fin propio y por ello mismo se hace ilegítima.
c) El derecho a la objeción de conciencia
399 El ciudadano no está obligado en conciencia a seguir las prescripciones de
las autoridades civiles si éstas son contrarias a las exigencias del orden
moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del
Evangelio.820 Las leyes injustas colocan a la persona moralmente recta ante
dramáticos problemas de conciencia: cuando son llamados a colaborar en acciones
moralmente ilícitas, tienen la obligación de negarse.821 Además de ser un deber
moral, este rechazo es también un derecho humano elemental que, precisamente por
ser tal, la misma ley civil debe reconocer y proteger: « Quien recurre a la
objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino
también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y
profesional ».822
Es un grave deber de conciencia no prestar colaboración, ni siquiera formal, a
aquellas prácticas que, aun siendo admitidas por la legislación civil, están en
contraste con la ley de Dios. Tal cooperación, en efecto, no puede ser jamás
justificada, ni invocando el respeto de la libertad de otros, ni apoyándose en
el hecho de que es prevista y requerida por la ley civil. Nadie puede sustraerse
jamás a la responsabilidad moral de los actos realizados y sobre esta
responsabilidad cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2,6; 14,12).
d) El derecho de resistencia
400 Reconocer que el derecho natural funda y limita el derecho positivo
significa admitir que es legítimo resistir a la autoridad en caso de que ésta
viole grave y repetidamente los principios del derecho natural. Santo Tomás de
Aquino escribe que « se está obligado a obedecer ... por cuanto lo exige el
orden de la justicia ».823 El fundamento del derecho de resistencia es, pues, el
derecho de naturaleza.
Las expresiones concretas que la realización de este derecho puede adoptar son
diversas. También pueden ser diversos los fines perseguidos. La resistencia a la
autoridad se propone confirmar la validez de una visión diferente de las cosas,
ya sea cuando se busca obtener un cambio parcial, por ejemplo, modificando
algunas leyes, ya sea cuando se lucha por un cambio radical de la situación.
401 La doctrina social indica los criterios para el ejercicio del derecho de
resistencia: « La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá
recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones
siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los
derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3)
sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es
imposible prever razonablemente soluciones mejores ».824 La lucha armada debe
considerarse un remedio extremo para poner fin a una « tiranía evidente y
prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y
dañase peligrosamente el bien común del país ».825 La gravedad de los peligros
que el recurso a la violencia comporta hoy evidencia que es siempre preferible
el camino de la resistencia pasiva, « más conforme con los principios morales y
no menos prometedor del éxito ».826
e) Infligir las penas
402 Para tutelar el bien común, la autoridad pública legítima tiene el derecho y
el deber de conminar penas proporcionadas a la gravedad de los delitos.827 El
Estado tiene la doble tarea de reprimir los comportamientos lesivos de los
derechos del hombre y de las reglas fundamentales de la convivencia civil, y
remediar, mediante el sistema de las penas, el desorden causado por la acción
delictiva. En el Estado de Derecho, el poder de infligir penas queda justamente
confiado a la Magistratura: « Las Constituciones de los Estados modernos, al
definir las relaciones que deben existir entre los poderes legislativo,
ejecutivo y judicial, garantizan a este último la independencia necesaria en el
ámbito de la ley ».828
403 La pena no sirve únicamente para defender el orden público y garantizar la
seguridad de las personas; ésta se convierte, además, en instrumento de
corrección del culpable, una corrección que asume también el valor moral de
expiación cuando el culpable acepta voluntariamente su pena.829 La finalidad a
la que tiende es doble: por una parte, favorecer la reinserción de las personas
condenadas; por otra parte, promover una justicia reconciliadora, capaz de
restaurar las relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal.
En este campo, es importante la actividad que los capellanes de las cárceles
están llamados a desempeñar, no sólo desde el punto de vista específicamente
religioso, sino también en defensa de la dignidad de las personas detenidas.
Lamentablemente, las condiciones en que éstas cumplen su pena no favorecen
siempre el respeto de su dignidad. Con frecuencia las prisiones se convierten
incluso en escenario de nuevos crímenes. El ambiente de los Institutos
Penitenciarios ofrece, sin embargo, un terreno privilegiado para dar testimonio,
una vez más, de la solicitud cristiana en el campo social: « Estaba... en la
cárcel y vinisteis a verme » (Mt 25,35-36).
404 La actividad de los entes encargados de la averiguación de la
responsabilidad penal, que es siempre de carácter personal, ha de tender a la
rigurosa búsqueda de la verdad y se ha de ejercer con respeto pleno de la
dignidad y de los derechos de la persona humana: se trata de garantizar los
derechos tanto del culpable como del inocente. Se debe tener siempre presente el
principio jurídico general en base al cual no se puede aplicar una pena si antes
no se ha probado el delito.
En la realización de las averiguaciones se debe observar escrupulosamente la
regla que prohíbe la práctica de la tortura, aun en el caso de los crímenes más
graves: « El discípulo de Cristo rechaza todo recurso a tales medios, que nada
es capaz de justificar y que envilecen la dignidad del hombre, tanto en quien es
la víctima como en quien es su verdugo ».830 Los instrumentos jurídicos
internacionales que velan por los derechos del hombre indican justamente la
prohibición de la tortura como un principio que no puede ser derogado en ninguna
circunstancia.
Queda excluido además « el recurso a una detención motivada sólo por el intento
de obtener noticias significativas para el proceso ».831 También, se ha de
asegurar « la rapidez de los procesos: una duración excesiva de los mismos
resulta intolerable para los ciudadanos y termina por convertirse en una
verdadera injusticia ».832
Los magistrados están obligados a la necesaria reserva en el desarrollo de sus
investigaciones para no violar el derecho a la intimidad de los indagados y para
no debilitar el principio de la presunción de inocencia. Puesto que también un
juez puede equivocarse, es oportuno que la legislación establezca una justa
indemnización para las víctimas de los errores judiciales.
405 La Iglesia ve como un signo de esperanza « la aversión cada vez más
difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de
“legítima defensa” social, al considerar las posibilidades con las que cuenta
una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que,
neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la
posibilidad de redimirse ».833 Aun cuando la enseñanza tradicional de la Iglesia
no excluya —supuesta la plena comprobación de la identidad y de la
responsabilidad del culpable— la pena de muerte « si esta fuera el único camino
posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas »,834
los métodos incruentos de represión y castigo son preferibles, ya que «
corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más
conformes con la dignidad de la persona humana ».835 El número creciente de
países que adoptan disposiciones para abolir la pena de muerte o para suspender
su aplicación es también una prueba de que los casos en los cuales es
absolutamente necesario eliminar al reo « son ya muy raros, por no decir
prácticamente inexistentes ».836 La creciente aversión de la opinión pública a
la pena de muerte y las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la
suspensión de su aplicación, constituyen manifestaciones visibles de una mayor
sensibilidad moral.
IV. EL SISTEMA DE LA DEMOCRACIA
406 Un juicio explícito y articulado sobre la democracia está contenido en la
encíclica « Centesimus annus »: « La Iglesia aprecia el sistema de la
democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en
las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y
controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de
manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos
dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos
ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible
solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la
persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción
de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los
verdaderos ideales, así como de la “subjetividad” de la sociedad mediante la
creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad ».837
a) Los valores y la democracia
407 Una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las
reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que
inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el
respeto de los derechos del hombre, la asunción del « bien común » como fin y
criterio regulador de la vida política. Si no existe un consenso general sobre
estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su
estabilidad.
La doctrina social individúa uno de los mayores riesgos para las democracias
actuales en el relativismo ético, que induce a considerar inexistente un
criterio objetivo y universal para establecer el fundamento y la correcta
jerarquía de valores: « Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el
relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes
a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer
la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de
vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o
que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay
que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la
acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se
convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra
la historia ».838 La democracia es fundamentalmente « un “ordenamiento” y, como
tal, un instrumento y no un fin. Su carácter “moral” no es automático, sino que
depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro
comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los
fines que persigue y de los medios de que se sirve ».839
b) Instituciones y democracia
408 El Magisterio reconoce la validez del principio de la división de poderes en
un Estado: « Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y
otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el
principio del “Estado de derecho”, en el cual es soberana la ley y no la
voluntad arbitraria de los hombres ».840
En el sistema democrático, la autoridad política es responsable ante el pueblo.
Los organismos representativos deben estar sometidos a un efectivo control por
parte del cuerpo social. Este control es posible ante todo mediante elecciones
libres, que permiten la elección y también la sustitución de los representantes.
La obligación por parte de los electos de rendir cuentas de su proceder,
garantizado por el respeto de los plazos electorales, es un elemento
constitutivo de la representación democrática.
409 En su campo específico (elaboración de leyes, actividad de gobierno y
control sobre ella), los electos deben empeñarse en la búsqueda y en la
actuación de lo que pueda ayudar al buen funcionamiento de la convivencia civil
en su conjunto.841 La obligación de los gobernantes de responder a los
gobernados no implica en absoluto que los representantes sean simples agentes
pasivos de los electores. El control ejercido por los ciudadanos, en efecto, no
excluye la necesaria libertad que tienen los electos, en el ejercicio de su
mandato, con relación a los objetivos que se deben proponer: estos no dependen
exclusivamente de intereses de parte, sino en medida mucho mayor de la función
de síntesis y de mediación en vistas al bien común, que constituye una de las
finalidades esenciales e irrenunciables de la autoridad política.
c) La componente moral de la representación política
410 Quienes tienen responsabilidades políticas no deben olvidar o subestimar la
dimensión moral de la representación, que consiste en el compromiso de compartir
el destino del pueblo y en buscar soluciones a los problemas sociales. En esta
perspectiva, una autoridad responsable significa también una autoridad ejercida
mediante el recurso a las virtudes que favorecen la práctica del poder con
espíritu de servicio 842 (paciencia, modestia, moderación, caridad,
generosidad); una autoridad ejercida por personas capaces de asumir
auténticamente como finalidad de su actuación el bien común y no el prestigio o
el logro de ventajas personales.
411 Entre las deformaciones del sistema democrático, la corrupción política es
una de las más graves 843 porque traiciona al mismo tiempo los principios de la
moral y las normas de la justicia social; compromete el correcto funcionamiento
del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y
gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones
públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y
sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones. La
corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas,
porque las usa como terreno de intercambio político entre peticiones
clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De este modo, las opciones
políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los medios para
influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los ciudadanos.
412 La administración pública, a cualquier nivel —nacional, regional,
municipal—, como instrumento del Estado, tiene como finalidad servir a los
ciudadanos: « El Estado, al servicio de los ciudadanos, es el gestor de los
bienes del pueblo, que debe administrar en vista del bien común ».844 Esta
perspectiva se opone a la burocratización excesiva, que se verifica cuando « las
instituciones, volviéndose complejas en su organización y pretendiendo gestionar
toda área a disposición, terminan por ser abatidas por el funcionalismo
impersonal, por la exagerada burocracia, por los injustos intereses privados,
por el fácil y generalizado encogerse de hombros ».845 El papel de quien trabaja
en la administración pública no ha de concebirse como algo impersonal y
burocrático, sino como una ayuda solícita al ciudadano, ejercitada con espíritu
de servicio.
d) Instrumentos de participación política
413 Los partidos políticos tienen la tarea de favorecer una amplia participación
y el acceso de todos a las responsabilidades públicas. Los partidos están
llamados a interpretar las aspiraciones de la sociedad civil orientándolas al
bien común,846 ofreciendo a los ciudadanos la posibilidad efectiva de concurrir
a la formación de las opciones políticas. Los partidos deben ser democráticos en
su estructura interna, capaces de síntesis política y con visión de futuro.
El referéndum es también un instrumento de participación política, con él se
realiza una forma directa de elaborar las decisiones políticas. La
representación política no excluye, en efecto, que los ciudadanos puedan ser
interpelados directamente en las decisiones de mayor importancia para la vida
social.
e) Información y democracia
414 La información se encuentra entre los principales instrumentos de
participación democrática. Es impensable la participación sin el conocimiento de
los problemas de la comunidad política, de los datos de hecho y de las varias
propuestas de solución. Es necesario asegurar un pluralismo real en este
delicado ámbito de la vida social, garantizando una multiplicidad de formas e
instrumentos en el campo de la información y de la comunicación, y facilitando
condiciones de igualdad en la posesión y uso de estos instrumentos mediante
leyes apropiadas. Entre los obstáculos que se interponen a la plena realización
del derecho a la objetividad en la información,847 merece particular atención el
fenómeno de las concentraciones editoriales y televisivas, con peligrosos
efectos sobre todo el sistema democrático cuando a este fenómeno corresponden
vínculos cada vez más estrechos entre la actividad gubernativa, los poderes
financieros y la información.
415 Los medios de comunicación social se deben utilizar para edificar y sostener
la comunidad humana, en los diversos sectores, económico, político, cultural,
educativo, religioso: 848 « La información de estos medios es un servicio del
bien común. La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la
libertad, la justicia y la solidaridad ».849
La cuestión esencial en este ámbito es si el actual sistema informativo
contribuye a hacer a la persona humana realmente mejor, es decir, más madura
espiritualmente, más consciente de su dignidad humana, más responsable, más
abierta a los demás, en particular a los más necesitados y a los más débiles.
Otro aspecto de gran importancia es la necesidad de que las nuevas tecnologías
respeten las legítimas diferencias culturales.
416 En el mundo de los medios de comunicación social las dificultades
intrínsecas de la comunicación frecuentemente se agigantan a causa de la
ideología, del deseo de ganancia y de control político, de las rivalidades y
conflictos entre grupos, y otros males sociales. Los valores y principios
morales valen también para el sector de las comunicaciones sociales: « La
dimensión ética no sólo atañe al contenido de la comunicación (el mensaje) y al
proceso de comunicación (cómo se realiza la comunicación), sino también a
cuestiones fundamentales, estructurales y sistemáticas, que a menudo incluyen
múltiples asuntos de política acerca de la distribución de tecnología y
productos de alta calidad (¿quién será rico y quién pobre en información?) ».850
En estas tres áreas —el mensaje, el proceso, las cuestiones estructurales— se
debe aplicar un principio moral fundamental: la persona y la comunidad humana
son el fin y la medida del uso de los medios de comunicación social. Un segundo
principio es complementario del primero: el bien de las personas no se puede
realizar independientemente del bien común de las comunidades a las que
pertenecen.851 Es necesaria una participación en el proceso de la toma de
decisiones acerca de la política de las comunicaciones. Esta participación, de
forma pública, debe ser auténticamente representativa y no dirigida a favorecer
grupos particulares, cuando los medios de comunicación social persiguen fines de
lucro.852
V. LA COMUNIDAD POLÍTICA
AL SERVICIO DE LA SOCIEDAD CIVIL
a) El valor de la sociedad civil
417 La comunidad política se constituye para servir a la sociedad civil, de la
cual deriva. La Iglesia ha contribuido a establecer la distinción entre
comunidad política y sociedad civil, sobre todo con su visión del hombre,
entendido como ser autónomo, relacional, abierto a la Trascendencia: esta visión
contrasta tanto con las ideologías políticas de carácter individualista, cuanto
con las totalitarias que tienden a absorber la sociedad civil en la esfera del
Estado. El empeño de la Iglesia en favor del pluralismo social se propone
conseguir una realización más adecuada del bien común y de la misma democracia,
según los principios de la solidaridad, la subsidiaridad y la justicia.
La sociedad civil es un conjunto de relaciones y de recursos, culturales y
asociativos, relativamente autónomos del ámbito político y del económico: « El
fin establecido para la sociedad civil alcanza a todos, en cuanto persigue el
bien común, del cual es justo que participen todos y cada uno según la
proporción debida ».853 Se caracteriza por su capacidad de iniciativa, orientada
a favorecer una convivencia social más libre y justa, en la que los diversos
grupos de ciudadanos se asocian y se movilizan para elaborar y expresar sus
orientaciones, para hacer frente a sus necesidades fundamentales y para defender
sus legítimos intereses.
b) El primado de la sociedad civil
418 La comunidad política y la sociedad civil, aun cuando estén recíprocamente
vinculadas y sean interdependientes, no son iguales en la jerarquía de los
fines. La comunidad política está esencialmente al servicio de la sociedad civil
y, en último análisis, de las personas y de los grupos que la componen.854 La
sociedad civil, por tanto, no puede considerarse un mero apéndice o una variable
de la comunidad política: al contrario, ella tiene la preeminencia, ya que es
precisamente la sociedad civil la que justifica la existencia de la comunidad
política.
El Estado debe aportar un marco jurídico adecuado para el libre ejercicio de la
actividades de los sujetos sociales y estar preparado a intervenir, cuando sea
necesario y respetando el principio de subsidiaridad, para orientar al bien
común la dialéctica entre las libres asociaciones activas en la vida
democrática. La sociedad civil es heterogénea y fragmentaria, no carente de
ambigüedades y contradicciones: es también lugar de enfrentamiento entre
intereses diversos, con el riesgo de que el más fuerte prevalezca sobre el más
indefenso.
c) La aplicación del principio de subsidiaridad
419 La comunidad política debe regular sus relaciones con la sociedad civil
según el principio de subsidiaridad: 855 es esencial que el crecimiento de la
vida democrática comience en el tejido social. Las actividades de la sociedad
civil —sobre todo de voluntariado y cooperación en el ámbito privado-social,
sintéticamente definido « tercer sector » para distinguirlo de los ámbitos del
Estado y del mercado— constituyen las modalidades más adecuadas para desarrollar
la dimensión social de la persona, que en tales actividades puede encontrar
espacio para su plena manifestación. La progresiva expansión de las iniciativas
sociales fuera de la esfera estatal crea nuevos espacios para la presencia
activa y para la acción directa de los ciudadanos, integrando las funciones
desarrolladas por el Estado. Este importante fenómeno con frecuencia se ha
realizado por caminos y con instrumentos informales, dando vida a modalidades
nuevas y positivas de ejercicio de los derechos de la persona que enriquecen
cualitativamente la vida democrática.
420 La cooperación, incluso en sus formas menos estructuradas, se delinea como
una de las respuestas más fuertes a la lógica del conflicto y de la competencia
sin límites, que hoy aparece como predominante. Las relaciones que se instauran
en un clima de cooperación y solidaridad superan las divisiones ideológicas,
impulsando a la búsqueda de lo que une más allá de lo que divide.
Muchas experiencias de voluntariado constituyen un ulterior ejemplo de gran
valor, que lleva a considerar la sociedad civil como el lugar donde siempre es
posible recomponer una ética pública centrada en la solidaridad, la colaboración
concreta y el diálogo fraterno. Todos deben mirar con confianza estas
potencialidades y colaborar con su acción personal para el bien de la comunidad
en general y en particular de los más débiles y necesitados. Es también así como
se refuerza el principio de la « subjetividad de la sociedad ».856
VI. EL ESTADO Y LAS COMUNIDADES RELIGIOSAS
A) LA LIBERTAD RELIGIOSA, UN DERECHO HUMANO FUNDAMENTAL
421 El Concilio Vaticano II ha comprometido a la Iglesia Católica en la
promoción de la libertad religiosa. La Declaración « Dignitatis humanae »
precisa en el subtítulo que pretende proclamar « el derecho de la persona y de
las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa ». Para que
esta libertad, querida por Dios e inscrita en la naturaleza humana, pueda
ejercerse, no debe ser obstaculizada, dado que « la verdad no se impone de otra
manera que por la fuerza de la misma verdad ».857 La dignidad de la persona y la
naturaleza misma de la búsqueda de Dios, exigen para todos los hombres la
inmunidad frente a cualquier coacción en el campo religioso.858 La sociedad y el
Estado no deben constreñir a una persona a actuar contra su conciencia, ni
impedirle actuar conforme a ella.859 La libertad religiosa no supone una
licencia moral para adherir al error, ni un implícito derecho al error.860
422 La libertad de conciencia y de religión « corresponde al hombre individual y
socialmente considerado ».861 El derecho a la libertad religiosa debe ser
reconocido en el ordenamiento jurídico y sancionado como derecho civil.862 Sin
embargo, no es de por sí un derecho ilimitado. Los justos límites al ejercicio
de la libertad religiosa deben ser determinados para cada situación social
mediante la prudencia política, según las exigencias del bien común, y
ratificados por la autoridad civil mediante normas jurídicas conformes al orden
moral objetivo. Son normas exigidas « por la tutela eficaz, en favor de todos
los ciudadanos, de estos derechos, y por la pacífica composición de tales
derechos; por la adecuada promoción de esa honesta paz pública, que es la
ordenada convivencia en la verdadera justicia; y por la debida custodia de la
moralidad pública ».863
423 En razón de sus vínculos históricos y culturales con una Nación, una
comunidad religiosa puede recibir un especial reconocimiento por parte del
Estado: este reconocimiento no debe, en modo alguno, generar una discriminación
de orden civil o social respecto a otros grupos religiosos.864 La visión de las
relaciones entre los Estados y las organizaciones religiosas, promovida por el
Concilio Vaticano II, corresponde a las exigencias del Estado de derecho y a las
normas del derecho internacional.865 La Iglesia es perfectamente consciente de
que no todos comparten esta visión: por desgracia, « numerosos Estados violan
este derecho [a la libertad religiosa], hasta tal punto que dar, hacer dar la
catequesis o recibirla llega a ser un delito susceptible de sanción ».866
B) IGLESIA CATÓLICA Y COMUNIDAD POLÍTICA
a) Autonomía e independencia
424 La Iglesia y la comunidad política, si bien se expresan ambas con
estructuras organizativas visibles, son de naturaleza diferente, tanto por su
configuración como por las finalidades que persiguen. El Concilio Vaticano II ha
reafirmado solemnemente que « la comunidad política y la Iglesia son
independientes y autónomas, cada una en su propio terreno ».867 La Iglesia se
organiza con formas adecuadas para satisfacer las exigencias espirituales de sus
fieles, mientras que las diversas comunidades políticas generan relaciones e
instituciones al servicio de todo lo que pertenece al bien común temporal. La
autonomía e independencia de las dos realidades se muestran claramente sobre
todo en el orden de los fines.
El deber de respetar la libertad religiosa impone a la comunidad política que
garantice a la Iglesia el necesario espacio de acción. Por su parte, la Iglesia
no tiene un campo de competencia específica en lo que se refiere a la estructura
de la comunidad política: « La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden
democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u
otra solución institucional o constitucional »,868 ni tiene tampoco la tarea de
valorar los programas políticos, si no es por sus implicaciones religiosas y
morales.
b) Colaboración
425 La recíproca autonomía de la Iglesia y la comunidad política no comporta una
separación tal que excluya la colaboración: ambas, aunque a título diverso,
están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. La
Iglesia y la comunidad política, en efecto, se expresan mediante formas
organizativas que no constituyen un fin en sí mismas, sino que están al servicio
del hombre, para permitirle el pleno ejercicio de sus derechos, inherentes a su
identidad de ciudadano y de cristiano, y un correcto cumplimiento de los
correspondientes deberes. La Iglesia y la comunidad política pueden desarrollar
su servicio « con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto mejor
cultiven ambas entre sí una sana cooperación, habida cuenta de las
circunstancias de lugar y tiempo ».869
426 La Iglesia tiene derecho al reconocimiento jurídico de su propia identidad.
Precisamente porque su misión abarca toda la realidad humana, la Iglesia,
sintiéndose « íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia
»,870 reivindica la libertad de expresar su juicio moral sobre estas realidades,
cuantas veces lo exija la defensa de los derechos fundamentales de la persona o
la salvación de las almas.871
La Iglesia por tanto pide: libertad de expresión, de enseñanza, de
evangelización; libertad de ejercer el culto públicamente; libertad de
organizarse y tener sus reglamentos internos; libertad de elección, de
educación, de nombramiento y de traslado de sus ministros; libertad de construir
edificios religiosos; libertad de adquirir y poseer bienes adecuados para su
actividad; libertad de asociarse para fines no sólo religiosos, sino también
educativos, culturales, de salud y caritativos.872
427 Con el fin de prevenir y atenuar posibles conflictos entre la Iglesia y la
comunidad política, la experiencia jurídica de la Iglesia y del Estado ha
delineado diversas formas estables de relación e instrumentos aptos para
garantizar relaciones armónicas. Esta experiencia es un punto de referencia
esencial para los casos en que el Estado pretende invadir el campo de acción de
la Iglesia, obstaculizando su libre actividad, incluso hasta perseguirla
abiertamente o, viceversa, en los casos en que las organizaciones eclesiales no
actúen correctamente con respecto al Estado.
CAPÍTULO NOVENO
LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
I. ASPECTOS BÍBLICOS
a) La unidad de la familia humana
428 Las narraciones bíblicas sobre los orígenes muestran la unidad del género
humano y enseñan que el Dios de Israel es el Señor de la historia y del cosmos:
su acción abarca todo el mundo y la entera familia humana, a la cual está
destinada la obra de la creación. La decisión de Dios de hacer al hombre a su
imagen y semejanza (cf. Gn 1,26-27) confiere a la criatura humana una dignidad
única, que se extiende a todas las generaciones (cf. Gn 5) y sobre toda la
tierra (cf. Gn 10). El libro del Génesis muestra, además, que el ser humano no
ha sido creado aislado, sino dentro de un contexto del cual son parte integrante
el espacio vital, que le asegura la libertad (el jardín), la disponibilidad de
alimentos (los árboles del jardín), el trabajo (el mandato de cultivar) y sobre
todo la comunidad (el don de la ayuda de alguien semejante a él) (cf. Gn
2,8-24). Las condiciones que aseguran plenitud a la vida humana son, en todo el
Antiguo Testamento, objeto de la bendición divina. Dios quiere garantizar al
hombre los bienes necesarios para su crecimiento, la posibilidad de expresarse
libremente, el resultado positivo del trabajo, la riqueza de relaciones entre
seres semejantes.
429 La alianza de Dios con Noé (cf. Gn 9,1-17), y en él con toda la humanidad,
después de la destrucción causada por el diluvio, manifiesta que Dios quiere
mantener para la comunidad humana la bendición de la fecundidad, la tarea de
dominar la creación y la absoluta dignidad e intangibilidad de la vida humana
que habían caracterizado la primera creación, no obstante que en ella se haya
introducido, con el pecado, la degeneración de la violencia y de la injusticia,
castigada con el diluvio. El libro del Génesis presenta con admiración la
variedad de los pueblos, obra de la acción creadora de Dios (cf. Gn 10,1-32) y,
al mismo tiempo, estigmatiza el rechazo por parte del hombre de su condición de
criatura, en el episodio de la torre de Babel (cf. Gn 11,1-9). Todos los
pueblos, en el plan divino, tenían « un mismo lenguaje e idénticas palabras » (Gn
11,1), pero los hombres se dividen, dando la espalda al Creador (cf. Gn 11,4).
430 La alianza establecida por Dios con Abraham, elegido como « padre de una
muchedumbre de pueblos » (Gn 17,4), abre el camino para la reunificación de la
familia humana con su Creador. La historia de salvación induce al pueblo de
Israel a pensar que la acción divina esté limitada a su tierra. Sin embargo,
poco a poco, se va consolidando la convicción que Dios actúa también entre las
otras Naciones (cf. Is 19,18-25). Los Profetas anunciarán para el tiempo
escatológico la peregrinación de los pueblos al templo del Señor y una era de
paz entre las Naciones (cf. Is 2,2-5; 66,18-23). Israel, disperso en el exilio,
tomará definitivamente conciencia de su papel de testigo del único Dios (cf. Is
44,6-8), Señor del mundo y de la historia de los pueblos (cf. Is 44,24-28).
b) Jesucristo prototipo y fundamento de la nueva humanidad
431 El Señor Jesús es el prototipo y el fundamento de la nueva humanidad. En Él,
verdadera « imagen de Dios » (2 Co 4,4), encuentra su plenitud el hombre creado
por Dios a su imagen. En el testimonio definitivo de amor que Dios ha
manifestado en la Cruz de Cristo, todas las barreras de enemistad han sido
derribadas (cf. Ef 2,12-18) y para cuantos viven la vida nueva en Cristo, las
diferencias raciales y culturales no son ya motivo de división (cf. Rm 10,12; Ga
3,26-28; Col 3,11).
Gracias al Espíritu, la Iglesia conoce el designio divino que alcanza a todo el
género humano (cf. Hch 17,26) y que está destinado a reunir, en el misterio de
una salvación realizada bajo el señorío de Cristo (cf. Ef 1,8-10), toda la
realidad creatural fragmentada y dispersa. Desde el día de Pentecostés, cuando
la Resurrección es anunciada a los diversos pueblos y comprendida por cada uno
en su propia lengua (cf. Hch 2,6), la Iglesia cumple la misión de restaurar y
testimoniar la unidad perdida en Babel: gracias a este ministerio eclesial, la
familia humana está llamada a redescubrir su unidad y a reconocer la riqueza de
sus diferencias, para alcanzar en Cristo « la unidad completa ».873
c) La vocación universal del cristianismo
432 El mensaje cristiano ofrece una visión universal de la vida de los hombres y
de los pueblos sobre la tierra,874 que hace comprender la unidad de la familia
humana.875 Esta unidad no se construye con la fuerza de las armas, del terror o
de la prepotencia; es más bien el resultado de aquel « supremo modelo de unidad,
reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres personas... que los cristianos
expresamos con la palabra “comunión” »,876 y una conquista de la fuerza moral y
cultural de la libertad.877 El mensaje cristiano ha sido decisivo para hacer
entender a la humanidad que los pueblos tienden a unirse no sólo en razón de
formas de organización, de vicisitudes políticas, de proyectos económicos o en
nombre de un internacionalismo abstracto e ideológico, sino porque libremente se
orientan hacia la cooperación, conscientes de « pertenecer como miembros vivos a
la gran comunidad mundial ».878 La comunidad mundial debe proponerse cada vez
más y mejor como figura concreta de la unidad querida por el Creador: « Ninguna
época podrá borrar la unidad social de los hombres, puesto que consta de
individuos que poseen con igual derecho una misma dignidad natural. Por esta
causa, será siempre necesario, por imperativos de la misma naturaleza, atender
debidamente al bien universal, es decir, al que afecta a toda la familia humana
».879
II. LAS REGLAS FUNDAMENTALES
DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
a) Comunidad Internacional y valores
433 La centralidad de la persona humana y la natural tendencia de las personas y
de los pueblos a estrechar relaciones entre sí, son los elementos fundamentales
para construir una verdadera Comunidad Internacional, cuya organización debe
orientarse al efectivo bien común universal.880 A pesar de que esté ampliamente
difundida la aspiración hacia una auténtica comunidad internacional, la unidad
de la familia humana no encuentra todavía realización, puesto que se ve
obstaculizada por ideologías materialistas y nacionalistas que niegan los
valores propios de la persona considerada integralmente, en todas sus
dimensiones, material y espiritual, individual y comunitaria. En particular, es
moralmente inaceptable cualquier teoría o comportamiento inspirados en el
racismo y en la discriminación racial.881
La convivencia entre las Naciones se funda en los mismos valores que deben
orientar la de los seres humanos entre sí: la verdad, la justicia, la
solidaridad y la libertad882. La enseñanza de la Iglesia en el ámbito de los
principios constitutivos de la Comunidad Internacional, exhorta a las relaciones
entre los pueblos y las comunidades políticas encuentren su justa regulación en
la razón, la equidad, el derecho, la negociación, al tiempo que excluye el
recurso a la violencia y a la guerra, a formas de discriminación, de
intimidación y de engaño.883
434 El derecho se presenta como instrumento de garantía del orden
internacional,884 es decir, de la convivencia entre comunidades políticas que
individualmente buscan el bien común de sus ciudadanos y que colectivamente
deben tender al de todos los pueblos,885 con la convicción de que el bien común
de una Nación es inseparable del bien de toda la familia humana.886
La Comunidad Internacional es una comunidad jurídica fundada en la soberanía de
cada uno de los Estados miembros, sin vínculos de subordinación que nieguen o
limiten su independencia887. Concebir de este modo la comunidad internacional no
significa en absoluto relativizar o eliminar las diferencias y características
peculiares de cada pueblo, sino favorecer sus expresiones.888 La valoración de
las diferentes identidades ayuda a superar las diversas formas de división que
tienden a separar los pueblos y hacerlos portadores de un egoísmo de efectos
desestabilizadores.
435 El Magisterio reconoce la importancia de la soberanía nacional, concebida
ante todo como expresión de la libertad que debe regular las relaciones entre
los Estados.889 La soberanía representa la subjetividad 890 de una Nación en su
perfil político, económico, social y cultural. La dimensión cultural adquiere un
valor decisivo como punto de apoyo para resistir los actos de agresión o las
formas de dominio que condicionan la libertad de un país: la cultura constituye
la garantía para conservar la identidad de un pueblo, expresa y promueve su
soberanía espiritual.891
La soberanía nacional no es, sin embargo, un absoluto. Las Naciones pueden
renunciar libremente al ejercicio de algunos de sus derechos, en orden a lograr
un objetivo común, con la conciencia de formar una « familia »,892 donde deben
reinar la confianza recíproca, el apoyo y respeto mutuos. En esta perspectiva,
merece una atenta consideración la ausencia de un acuerdo internacional que vele
adecuadamente por « los derechos de las Naciones »,893 cuya preparación podría
resolver de manera oportuna las cuestiones relacionadas con la justicia y la
libertad en el mundo contemporáneo.
b) Relaciones fundadas sobre la armonía entre el orden jurídico y el orden moral
436 Para realizar y consolidar un orden internacional que garantice eficazmente
la pacífica convivencia entre los pueblos, la misma ley moral que rige la vida
de los hombres debe regular también las relaciones entre los Estados: « Ley
moral, cuya observancia debe ser inculcada y promovida por la opinión pública de
todas las Naciones y de todos los Estados con tal unanimidad de voz y de fuerza,
que ninguno pueda osar ponerla en duda o atenuar su vínculo obligante ».894 Es
necesario que la ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, sea
considerada efectiva e inderogable cual viva expresión de la conciencia que la
humanidad tiene en común, una « gramática » 895 capaz de orientar el diálogo
sobre el futuro del mundo.
437 El respeto universal de los principios que inspiran una « ordenación
jurídica del Estado, la cual responde a las normas de la moral » 896 es
condición necesaria para la estabilidad de la vida internacional. La búsqueda de
tal estabilidad ha propiciado la gradual elaboración de un derecho de gentes 897
« ius gentium », que puede considerarse como el « antepasado del derecho
internacional ».898 La reflexión jurídica y teológica, vinculada al derecho
natural, ha formulado « principios universales que son anteriores y superiores
al derecho interno de los Estados »,899 como son la unidad del género humano, la
igual dignidad de todos los pueblos, el rechazo de la guerra para superar las
controversias, la obligación de cooperar al bien común, la exigencia de mantener
los acuerdos suscritos (« pacta sunt servanda »). Este último principio se debe
subrayar especialmente a fin de evitar « la tentación de apelar al derecho de la
fuerza más que a la fuerza del derecho ».900
438 Para resolver los conflictos que surgen entre las diversas comunidades
políticas y que comprometen la estabilidad de las Naciones y la seguridad
internacional, es indispensable pactar reglas comunes derivadas del diálogo,
renunciando definitivamente a la idea de buscar la justicia mediante el recurso
a la guerra: 901 « La guerra puede terminar, sin vencedores ni vencidos, en un
suicidio de la humanidad; por lo cual hay que repudiar la lógica que conduce a
ella, la idea de que la lucha por la destrucción del adversario, la
contradicción y la guerra misma sean factores de progreso y de avance de la
historia ».902
La Carta de las Naciones Unidas repudia no sólo el recurso a la fuerza, sino
también la misma amenaza de emplearla: 903 esta disposición nació de la trágica
experiencia de la Segunda Guerra Mundial. El Magisterio no había dejado de
señalar, durante aquel conflicto, algunos factores indispensables para edificar
un nuevo orden internacional: la libertad y la integridad territorial de cada
Nación; la tutela de los derechos de las minorías; un reparto equitativo de los
bienes de la tierra; el rechazo de la guerra y la puesta en práctica del
desarme; la observancia de los pactos acordados; el cese de la persecución
religiosa.904
439 Para consolidar el primado del derecho, es importante ante todo consolidar
el principio de la confianza recíproca.905 En esta perspectiva, es necesario
remozar los instrumentos normativos para la solución pacífica de las
controversias de modo que se refuercen su alcance y su obligatoriedad. Las
instituciones de la negociación, la mediación, la conciliación y el arbitraje,
que son expresión de la legalidad internacional, deben apoyarse en la creación
de « una autoridad judicial totalmente efectiva en un mundo en paz ».906 Un
progreso en esta dirección permitirá a la Comunidad Internacional presentarse no
ya como un simple momento de agrupación de la vida de los Estados, sino como una
estructura en la que los conflictos pueden resolverse pacíficamente: « Así como
dentro de cada Estado (...) el sistema de la venganza privada y de la represalia
ha sido sustituido por el imperio de la ley, así también es urgente ahora que
semejante progreso tenga lugar en la Comunidad internacional ».907 En
definitiva, el derecho internacional « debe evitar que prevalezca la ley del más
fuerte ».908
III. LA ORGANIZACIÓN
DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
a) El valor de las Organizaciones Internacionales
440 La Iglesia favorece el camino hacia una auténtica « comunidad »
internacional, que ha asumido una dirección precisa mediante la institución de
la Organización de las Naciones Unidas en 1945. Esta organización « ha
contribuido a promover notablemente el respeto de la dignidad humana, la
libertad de los pueblos y la exigencia del desarrollo, preparando el terreno
cultural e institucional sobre el cual construir la paz ».909 La doctrina
social, en general, considera positivo el papel de las Organizaciones
intergubernamentales, en particular de las que actúan en sectores
específicos,910 si bien ha expresado reservas cuando afrontan los problemas de
forma incorrecta.911 El Magisterio recomienda que la acción de los Organismos
internacionales responda a las necesidades humanas en la vida social y en los
ambientes relevantes para la convivencia pacífica y ordenada de las Naciones y
de los pueblos.912
441 La solicitud por lograr una ordenada y pacífica convivencia de la familia
humana impulsa al Magisterio a destacar la exigencia de instituir « una
autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para
garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los
derechos ».913 En el curso de la historia, no obstante los cambios de
perspectiva de las diversas épocas, se ha advertido constantemente la necesidad
de una autoridad semejante para responder a los problemas de dimensión mundial
que presenta la búsqueda del bien común: es esencial que esta autoridad sea el
fruto de un acuerdo y no de una imposición, y no se entienda como un « super-estado
global ».914
Una autoridad política ejercida en el marco de la Comunidad Internacional debe
estar regulada por el derecho, ordenada al bien común y ser respetuosa del
principio de subsidiaridad: « No corresponde a esta autoridad mundial limitar la
esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada
Estado. Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el
mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada
Nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor
seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos
».915
442 Una política internacional que tienda al objetivo de la paz y del desarrollo
mediante la adopción de medidas coordinadas,916 es más que nunca necesaria a
causa de la globalización de los problemas. El Magisterio subraya que la
interdependencia entre los hombres y entre las Naciones adquiere una dimensión
moral y determina las relaciones del mundo actual en el ámbito económico,
cultural, político y religioso. En este contexto es de desear una revisión de
las Organizaciones internacionales; es éste un proceso que « supone la
superación de las rivalidades políticas y la renuncia a la voluntad de
instrumentalizar dichas organizaciones, cuya razón única debe ser el bien común
»,917 con el objetivo de conseguir « un grado superior de ordenamiento
internacional ».918
En particular, las estructuras intergubernamentales deben ejercitar eficazmente
sus funciones de control y guía en el campo de la economía, ya que el logro del
bien común es hoy en día una meta inalcanzable para cada uno de los Estados, aun
cuando posean un gran dominio en términos de poder, riqueza, fuerza política.919
Los Organismos internacionales deben, además, garantizar la igualdad, que es el
fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso de pleno
desarrollo, respetando las legítimas diversidades.920
443 El Magisterio valora positivamente el papel de las agrupaciones que se han
ido creando en la sociedad civil para desarrollar una importante función de
formación y sensibilización de la opinión pública en los diversos aspectos de la
vida internacional, con una especial atención por el respeto de los derechos del
hombre, como lo demuestra « el número de asociaciones privadas, algunas de
alcance mundial, de reciente creación, y casi todas comprometidas en seguir con
extremo cuidado y loable objetividad los acontecimientos internacionales en un
campo tan delicado ».921
Los Gobiernos deberían sentirse animados a la vista de este esfuerzo, que busca
poner en práctica los ideales que inspiran la comunidad internacional, «
especialmente a través de los gestos concretos de solidaridad y de paz de tantas
personas que trabajan en las Organizaciones No Gubernativas y en los Movimientos
en favor de los derechos humanos ».922
b) La personalidad jurídica de la Santa Sede
444 La Santa Sede —o Sede Apostólica— 923 goza de plena subjetividad
internacional, en cuanto autoridad soberana que realiza actos jurídicamente
propios. Ejerce una soberanía externa, reconocida en el marco de la Comunidad
Internacional, que refleja la ejercida dentro de la Iglesia y que se caracteriza
por la unidad organizativa y la independencia. La Iglesia se sirve de las
modalidades jurídicas que son necesarias o útiles para el desempeño de su
misión.
La actividad internacional de la Santa Sede se manifiesta objetivamente según
diversos aspectos, entre los que se hallan: el derecho de legación activo y
pasivo; el ejercicio del « ius contrahendi », con la estipulación de tratados;
la participación en organizaciones intergubernamentales, como por ejemplo, las
que pertenecen al sistema de las Naciones Unidas; las iniciativas de mediación
en caso de conflicto. Esta actividad pretende ofrecer un servicio desinteresado
a la Comunidad Internacional, ya que no busca beneficios de parte, sino el bien
común de toda la familia humana. En este contexto, la Santa Sede se sirve
especialmente del propio personal diplomático.
445 El servicio diplomático de la Santa Sede, fruto de una praxis antigua y
consolidada, es un instrumento que actúa no sólo para la « libertas Ecclesiae »,
sino también para la defensa y la promoción de la dignidad humana, así como para
establecer un orden social basado en los valores de la justicia, la verdad, la
libertad y el amor: « Por un nativo derecho inherente a nuestra misma misión
espiritual, favorecido por un secular desarrollo de acontecimientos históricos,
también Nos enviamos nuestros legados a las supremas autoridades de los Estados
en los que está radicada o presente de alguna manera la Iglesia Católica. Es
cierto que las finalidades de la Iglesia y del Estado son de orden diferente, y
que ambas son sociedades perfectas, dotadas, por tanto, de medios propios, y son
independientes en la propia esfera de acción; pero es también cierto que una y
otra actúan en beneficio de un sujeto común, el hombre, llamado por Dios a la
salvación eterna y colocado en la tierra para permitirle, con la ayuda de la
gracia, obtenerla mediante una vida de trabajo, que le proporcione bienestar en
una convivencia pacífica ».924 El bien de las personas y de las comunidades
humanas resulta favorecido cuando existe un diálogo constructivo y articulado
entre la Iglesia y las autoridades civiles, que se expresa también mediante la
estipulación de acuerdos recíprocos. Este diálogo tiende a establecer o reforzar
relaciones de recíproca comprensión y colaboración, así como a prevenir o a
sanar eventuales tensiones, con el fin de contribuir al progreso de cada pueblo
y de toda la humanidad en la justicia y en la paz.
IV. LA COOPERACIÓN INTERNACIONAL
PARA EL DESARROLLO
a) Colaboración para garantizar el derecho al desarrollo
446 La solución al problema del desarrollo requiere la cooperación entre las
comunidades políticas particulares: « Las Naciones, al hallarse necesitadas las
unas de ayudas complementarias y las otras de ulteriores perfeccionamientos,
sólo podrán atender a su propia utilidad mirando simultáneamente al provecho de
los demás. Por lo cual es de todo punto preciso que los Estados se entiendan
bien y se presten ayuda mutua ».925 El subdesarrollo parece una situación
imposible de eliminar, casi una condena fatal, si se considera que éste no es
sólo fruto de decisiones humanas equivocadas, sino también resultado de «
mecanismos económicos, financieros y sociales » 926 y de « estructuras de pecado
» 927 que impiden el pleno desarrollo de los hombres y de los pueblos.
Estas dificultades, sin embargo, deben ser afrontadas con determinación firme y
perseverante, porque el desarrollo no es sólo una aspiración, sino un derecho
928 que, como todo derecho, implica una obligación: « La cooperación al
desarrollo de todo el hombre y de cada hombre es un deber de todos para con
todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las cuatro partes del mundo: Este y
Oeste, Norte y Sur ».929 En la visión del Magisterio, el derecho al desarrollo
se funda en los siguientes principios: unidad de origen y destino común de la
familia humana; igualdad entre todas las personas y entre todas las comunidades,
basada en la dignidad humana; destino universal de los bienes de la tierra;
integridad de la noción de desarrollo; centralidad de la persona humana;
solidaridad.
447 La doctrina social induce a formas de cooperación capaces de incentivar el
acceso al mercado internacional de los países marcados por la pobreza y el
subdesarrollo: « En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los
países más pobres dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de su
confianza exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de
manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un
estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países
que han logrado introducirse en la interrelación general de las actividades
económicas a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor problema está en
conseguir un acceso equitativo al mercado internacional, fundado no sobre el
principio unilateral de la explotación de los recursos naturales, sino sobre la
valoración de los recursos humanos ».930 Entre las causas que en mayor medida
concurren a determinar el subdesarrollo y la pobreza, además de la imposibilidad
de acceder al mercado internacional,931 se encuentran el analfabetismo, las
dificultades alimenticias, la ausencia de estructuras y servicios, la carencia
de medidas que garanticen la asistencia básica en el campo de la salud, la falta
de agua potable, la corrupción, la precariedad de las instituciones y de la
misma vida política. Existe, en muchos países, una conexión entre la pobreza y
la falta de libertad, de posibilidades de iniciativa económica, de
administración estatal capaz de predisponer un adecuado sistema de educación e
información.
448 El espíritu de cooperación internacional requiere que, por encima de la
estrecha lógica del mercado, se desarrolle la conciencia del deber de
solidaridad, de justicia social y de caridad universal,932 porque existe « algo
que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad
».933 La cooperación es la vía en la que la Comunidad Internacional en su
conjunto debe comprometerse y recorrer « según una concepción adecuada del bien
común con referencia a toda la familia humana ».934 De ella derivarán efectos
muy positivos, por ejemplo, un aumento de confianza en las potencialidades de
las personas pobres y, por tanto, de los países pobres y una equitativa
distribución de los bienes.
b) Lucha contra la pobreza
449 Al comienzo del nuevo milenio, la pobreza de miles de millones de hombres y
mujeres es « la cuestión que, más que cualquier otra, interpela nuestra
conciencia humana y cristiana ».935 La pobreza manifiesta un dramático problema
de justicia: la pobreza, en sus diversas formas y consecuencias, se caracteriza
por un crecimiento desigual y no reconoce a cada pueblo el « igual derecho a
“sentarse a la mesa del banquete común” ».936 Esta pobreza hace imposible la
realización de aquel humanismo pleno que la Iglesia auspicia y propone, a fin de
que las personas y los pueblos puedan « ser más » 937 y vivir en « condiciones
más humanas ».938
La lucha contra la pobreza encuentra una fuerte motivación en la opción o amor
preferencial de la Iglesia por los pobres.939 En toda su enseñanza social, la
Iglesia no se cansa de confirmar también otros principios fundamentales: primero
entre todos, el destino universal de los bienes.940 Con la constante
reafirmación del principio de la solidaridad, la doctrina social insta a pasar a
la acción para promover « el bien de todos y cada uno, para que todos seamos
verdaderamente responsables de todos ».941 El principio de solidaridad, también
en la lucha contra la pobreza, debe ir siempre acompañado oportunamente por el
de subsidiaridad, gracias al cual es posible estimular el espíritu de
iniciativa, base fundamental de todo desarrollo socioeconómico, en los mismos
países pobres: 942 a los pobres se les debe mirar « no como un problema, sino
como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y
más humano para todo el mundo ».943
c) La deuda externa
450 El derecho al desarrollo debe tenerse en cuenta en las cuestiones vinculadas
a la crisis deudora de muchos países pobres.944 Esta crisis tiene en su origen
causas complejas de naturaleza diversa, tanto de carácter internacional
—fluctuación de los cambios, especulación financiera, neocolonialismo económico—
como internas a los países endeudados —corrupción, mala gestión del dinero
público, utilización distorsionada de los préstamos recibidos—. Los mayores
sufrimientos, atribuibles a cuestiones estructurales pero también a
comportamientos personales, recaen sobre la población de los países endeudados y
pobres, que no tiene culpa alguna. La comunidad internacional no puede
desentenderse de semejante situación: incluso reafirmando el principio de que la
deuda adquirida debe ser saldada, es necesario encontrar los caminos para no
comprometer el « derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al
progreso ».945
CAPÍTULO DÉCIMO
SALVAGUARDAR EL MEDIO AMBIENTE
I. ASPECTOS BÍBLICOS
451 La experiencia viva de la presencia divina en la historia es el fundamento
de la fe del pueblo de Dios: « Éramos esclavos de Faraón de Egipto, y Yahvéh nos
sacó de Egipto con mano fuerte » (Dt 6,21). La reflexión sobre la historia
permite reasumir el pasado y descubrir la obra de Dios desde sus raíces: « Mi
Padre era un arameo errante » (Dt 26,5). Un Dios que puede decir a su pueblo: «
Yo tomé a vuestro padre Abrahán del otro lado del Río » (Jos 24,3). Es una
reflexión que permite mirar confiadamente al futuro, gracias a la promesa y a la
alianza que Dios renueva continuamente.
La fe de Israel vive en el tiempo y en el espacio de este mundo, que se percibe
no como un ambiente hostil o un mal del cual liberarse, sino como el don mismo
de Dios, el lugar y el proyecto que Él confía a la guía responsable y al trabajo
del hombre. La naturaleza, obra de la acción creadora de Dios, no es una
peligrosa adversaria. Dios, que ha hecho todas las cosas, de cada una de ellas «
vio que estaba bien » (Gn 1,4.10.12.18.21.25). En la cumbre de su creación, el
Creador colocó al hombre como algo que « estaba muy bien » (Gn 1,31). Sólo el
hombre y la mujer, entre todas las criaturas, han sido queridos por Dios « a
imagen suya » (Gn 1,27): a ellos el Señor confía la responsabilidad de toda la
creación, la tarea de tutelar su armonía y desarrollo (cf. Gn 1,26-30). El
vínculo especial con Dios explica la posición privilegiada de la pareja humana
en el orden de la creación.
452 La relación del hombre con el mundo es un elemento constitutivo de la
identidad humana. Se trata de una relación que nace como fruto de la unión,
todavía más profunda, del hombre con Dios. El Señor ha querido a la persona
humana como su interlocutor: sólo en el diálogo con Dios la criatura humana
encuentra la propia verdad, en la que halla inspiración y normas para proyectar
el futuro del mundo, un jardín que Dios le ha dado para que sea cultivado y
custodiado (cf. Gn 2,15). Ni siquiera el pecado suprime esta misión, aun cuando
haya marcado con el dolor y el sufrimiento la nobleza del trabajo (cf. Gn
3,17-19).
La creación es constante objeto de alabanza en la oración de Israel: « ¡Cuán
numerosas tus obras, oh Yahvéh! Todas las has hecho con sabiduría » (Sal
104,24). La salvación de Dios se concibe como una nueva creación, que restablece
la armonía y la potencialidad de desarrollo que el pecado ha puesto en peligro:
« Yo creo cielos nuevos y tierra nueva » (Is 65,17) —dice el Señor—, « se hará
la estepa un vergel ... y la justicia morará en el vergel ... Y habitará mi
pueblo en albergue de paz » (Is 32,15-18).
453 La salvación definitiva que Dios ofrece a toda la humanidad por medio de su
propio Hijo, no se realiza fuera de este mundo. Aun herido por el pecado, el
mundo está destinado a conocer una purificación radical (cf. 2 P 3,10) de la que
saldrá renovado (cf. Is 65,17; 66,22; Ap 21,1), convirtiéndose por fin en el
lugar donde establemente « habite la justicia » (2 P 3,13).
En su ministerio público, Jesús valora los elementos naturales. De la
naturaleza, Él es, no sólo su intérprete sabio en las imágenes y en las
parábolas que ama ofrecer, sino también su dominador (cf. el episodio de la
tempestad calmada en Mt 14,22-33; Mc 6,45-52; Lc 8,22-25; Jn 6,16-21): el Señor
pone la naturaleza al servicio de su designio redentor. A sus discípulos les
pide mirar las cosas, las estaciones y los hombres con la confianza de los hijos
que saben no serán abandonados por el Padre providente (cf. Lc 11,11-13). En
cambio de hacerse esclavo de las cosas, el discípulo de Cristo debe saber
servirse de ellas para compartir y crear fraternidad (cf. Lc 16,9-13).
454 El ingreso de Jesucristo en la historia del mundo tiene su culmen en la
Pascua, donde la naturaleza misma participa del drama del Hijo de Dios rechazado
y de la victoria de la Resurrección (cf. Mt 27,45.51; 28,2). Atravesando la
muerte e injertando en ella la resplandeciente novedad de la Resurrección, Jesús
inaugura un mundo nuevo en el que todo está sometido a Él (cf. 1 Co 15,20-28) y
restablece las relaciones de orden y armonía que el pecado había destruido. La
conciencia de los desequilibrios entre el hombre y la naturaleza debe ir
acompañada de la convicción que en Jesús se ha realizado la reconciliación del
hombre y del mundo con Dios, de tal forma que el ser humano, consciente del amor
divino, puede reencontrar la paz perdida: « Por tanto, el que está en Cristo, es
una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo » (2 Co 5,17). La naturaleza,
que en el Verbo había sido creada, por medio del mismo Verbo hecho carne, ha
sido reconciliada con Dios y pacificada (cf. Col 1,15-20).
455 No sólo la interioridad del hombre ha sido sanada, también su corporeidad ha
sido elevada por la fuerza redentora de Cristo; toda la creación toma parte en
la renovación que brota de la Pascua del Señor, aun gimiendo con dolores de
parto (cf. Rm 8,19-23), en espera de dar a luz « un nuevo cielo y una tierra
nueva » (Ap 21,1) que son el don del fin de los tiempos, de la salvación
cumplida. Mientras tanto, nada es extraño a esta salvación: en cualquier
condición de vida, el cristiano está llamado a servir a Cristo, a vivir según su
Espíritu, dejándose guiar por el amor, principio de una vida nueva, que reporta
el mundo y el hombre al proyecto de sus orígenes: « El mundo, la vida, la
muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y vosotros, de Cristo y Cristo,
de Dios » (1 Co 3,22-23).
II. EL HOMBRE Y EL UNIVERSO DE LAS COSAS
456 La visión bíblica inspira las actitudes de los cristianos con respecto al
uso de la tierra, y al desarrollo de la ciencia y de la técnica. El Concilio
Vaticano II declara que « tiene razón el hombre, participante de la luz de la
inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior
al universo material ».946 Los Padres Conciliares reconocen los progresos
realizados gracias a la aplicación incesante del ingenio humano a lo largo de
los siglos, en las ciencias empíricas, en la técnica y en las disciplinas
liberales.947 El hombre « en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica,
ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la
naturaleza ».948
Puesto que el hombre, « creado a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar
el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se
contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero,
reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de
todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo », el
Concilio enseña que « la actividad humana, individual y colectiva o el conjunto
ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para
lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la
voluntad de Dios ».949
457 Los resultados de la ciencia y de la técnica son, en sí mismos, positivos:
los cristianos « lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se
oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el
Creador, están, por el contrario persuadidos de que las victorias del hombre son
signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio ».950 Los
Padres Conciliares subrayan también el hecho de que « cuanto más se acrecienta
el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva
»,951 y que toda la actividad humana debe encaminarse, según el designio de Dios
y su voluntad, al bien de la humanidad.952 En esta perspectiva, el Magisterio ha
subrayado frecuentemente que la Iglesia católica no se opone en modo alguno al
progreso,953 al contrario, considera « la ciencia y la tecnología... un
maravilloso producto de la creatividad humana donada por Dios, ellas nos han
proporcionado estupendas posibilidades y nos hemos beneficiado de ellas
agradecidamente ».954 Por eso, « como creyentes en Dios, que ha juzgado “buena”
la naturaleza creada por Él, nosotros gozamos de los progresos técnicos y
económicos que el hombre con su inteligencia logra realizar ».955
458 Las consideraciones del Magisterio sobre la ciencia y la tecnología en
general, se extienden también en sus aplicaciones al medio ambiente y a la
agricultura. La Iglesia aprecia « las ventajas que resultan —y que aún pueden
resultar— del estudio y de las aplicaciones de la biología molecular, completada
con otras disciplinas, como la genética, y su aplicación tecnológica en la
agricultura y en la industria ».956 En efecto, « la técnica podría constituirse,
si se aplicara rectamente, en un valioso instrumento para resolver graves
problemas, comenzando por el del hambre y la enfermedad, mediante la producción
de variedades de plantas más avanzadas y resistentes y de muy útiles
medicamentos ».957 Es importante, sin embargo, reafirmar el concepto de « recta
aplicación », porque « sabemos que este potencial no es neutral: puede ser usado
tanto para el progreso del hombre como para su degradación ».958 Por esta razón,
« es necesario mantener un actitud de prudencia y analizar con ojo atento la
naturaleza, la finalidad y los modos de las diversas formas de tecnología
aplicada ».959 Los científicos, pues, deben « utilizar verdaderamente su
investigación y su capacidad técnica para el servicio de la humanidad »,960
sabiendo subordinarlas « a los principios morales que respetan y realizan en su
plenitud la dignidad del hombre ».961
459 Punto central de referencia para toda aplicación científica y técnica es el
respeto del hombre, que debe ir acompañado por una necesaria actitud de respeto
hacia las demás criaturas vivientes. Incluso cuando se plantea una alteración de
éstas, « conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión
en un sistema ordenado ».962 En este sentido, las formidables posibilidades de
la investigación biológica suscitan profunda inquietud, ya que « no se ha
llegado aún a calcular las alteraciones provocadas en la naturaleza por una
indiscriminada manipulación genética y por el desarrollo irreflexivo de nuevas
especies de plantas y formas de vida animal, por no hablar de inaceptables
intervenciones sobre los orígenes de la misma vida humana ».963 De hecho, « se
ha constatado que la aplicación de algunos descubrimientos en el campo
industrial y agrícola produce, a largo plazo, efectos negativos. Todo esto ha
demostrado crudamente cómo toda intervención en una área del ecosistema debe
considerar sus consecuencias en otras áreas y, en general, en el bienestar de
las generaciones futuras ».964
460 El hombre, pues, no debe olvidar que « su capacidad de transformar y, en
cierto sentido, de “crear” el mundo con el propio trabajo... se desarrolla
siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte
de Dios ».965 No debe « disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin
reservas a su voluntad, como si ella no tuviese una fisonomía propia y un
destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente,
pero que no debe traicionar ».966 Cuando se comporta de este modo, « en vez de
desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre
suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien
tiranizada que gobernada por él ».967
Si el hombre interviene sobre la naturaleza sin abusar de ella ni dañarla, se
puede decir que « interviene no para modificar la naturaleza, sino para ayudarla
a desarrollarse en su línea, la de la creación, la querida por Dios. Trabajando
en este campo, sin duda delicado, el investigador se adhiere al designio de
Dios. Dios ha querido que el hombre sea el rey de la creación ».968 En el fondo,
es Dios mismo quien ofrece al hombre el honor de cooperar con todas las fuerzas
de su inteligencia en la obra de la creación.
III. LA CRISIS EN LA RELACIÓN
ENTRE EL HOMBRE Y EL MEDIO AMBIENTE
461 El mensaje bíblico y el Magisterio de la Iglesia constituyen los puntos de
referencia esenciales para valorar los problemas que se plantean en las
relaciones entre el hombre y el medio ambiente.969 En el origen de estos
problemas se puede percibir la pretensión de ejercer un dominio absoluto sobre
las cosas por parte del hombre, un hombre indiferente a las consideraciones de
orden moral que deben caracterizar toda actividad humana.
La tendencia a la explotación « inconsiderada » 970 de los recursos de la
creación es el resultado de un largo proceso histórico y cultural: « La época
moderna ha experimentado la creciente capacidad de intervención transformadora
del hombre. El aspecto de conquista y de explotación de los recursos ha llegado
a predominar y a extenderse, y amenaza hoy la misma capacidad de acogida del
medio ambiente: el ambiente como “recurso” pone en peligro el ambiente como
“casa”. A causa de los poderosos medios de transformación que brinda la
civilización tecnológica, a veces parece que el equilibrio hombre—ambiente ha
alcanzado un punto crítico ».971
462 La naturaleza aparece como un instrumento en las manos del hombre, una
realidad que él debe manipular constantemente, especialmente mediante la
tecnología. A partir del presupuesto, que se ha revelado errado, de que existe
una cantidad ilimitada de energía y de recursos utilizables, que su regeneración
inmediata es posible y que los efectos negativos de las manipulaciones de la
naturaleza pueden ser fácilmente absorbidos, se ha difundido y prevalece una
concepción reductiva que entiende el mundo natural en clave mecanicista y el
desarrollo en clave consumista. El primado atribuido al hacer y al tener más que
al ser, es causa de graves formas de alienación humana.972
Una actitud semejante no deriva de la investigación científica y tecnológica,
sino de una ideología cientificista y tecnócrata que tiende a condicionarla. La
ciencia y la técnica, con su progreso, no eliminan la necesidad de trascendencia
y no son de por sí causa de la secularización exasperada que conduce al
nihilismo; mientras avanzan en su camino, plantean cuestiones acerca de su
sentido y hacen crecer la necesidad de respetar la dimensión trascendente de la
persona humana y de la misma creación.
463 Una correcta concepción del medio ambiente, si por una parte no puede
reducir utilitariamente la naturaleza a un mero objeto de manipulación y
explotación, por otra parte, tampoco debe absolutizarla y colocarla, en
dignidad, por encima de la misma persona humana. En este último caso, se llega a
divinizar la naturaleza o la tierra, como puede fácilmente verse en algunos
movimientos ecologistas que piden se otorgue un reconocimiento institucional
internacionalmente garantizado a sus ideas.973
El Magisterio ha motivado su contrariedad a una noción del medio ambiente
inspirada en el ecocentrismo y el biocentrismo, porque ésta « se propone
eliminar la diferencia ontológica y axiológica entre el hombre y los demás seres
vivos, considerando la biosfera como una unidad biótica de valor indiferenciado.
Así se elimina la responsabilidad superior del hombre en favor de una
consideración igualitaria de la “dignidad” de todos los seres vivos ».974
464 Una visión del hombre y de las cosas desligada de toda referencia a la
trascendencia ha llevado a rechazar el concepto de creación y a atribuir al
hombre y a la naturaleza una existencia completamente autónoma. El vínculo que
une el mundo con Dios ha sido así roto: esta ruptura ha acabado desvinculando
también al hombre de la tierra y, más radicalmente, ha empobrecido su misma
identidad. El ser humano ha llegado a considerarse extraño al contexto ambiental
en el que vive. La consecuencia que deriva de todo ello es muy clara: « La
relación que el hombre tiene con Dios determina la relación del hombre con sus
semejantes y con su ambiente. Por eso la cultura cristiana ha reconocido siempre
en las criaturas que rodean al hombre otros tantos dones de Dios que se han de
cultivar y custodiar con sentido de gratitud hacia el Creador. En particular, la
espiritualidad benedictina y la franciscana han testimoniado esta especie de
parentesco del hombre con el medio ambiente, alimentando en él una actitud de
respeto a toda realidad del mundo que lo rodea ».975 Debe darse un mayor relieve
a la profunda conexión que existe entre ecología ambiental y « ecología humana
».976
465 El Magisterio subraya la responsabilidad humana de preservar un ambiente
íntegro y sano para todos: 977 « La humanidad de hoy, si logra conjugar las
nuevas capacidades científicas con una fuerte dimensión ética, ciertamente será
capaz de promover el ambiente como casa y como recurso, en favor del hombre y de
todos los hombres; de eliminar los factores de contaminación; y de asegurar
condiciones de adecuada higiene y salud tanto para pequeños grupos como para
grandes asentamientos humanos. La tecnología que contamina, también puede
descontaminar; la producción que acumula, también puede distribuir
equitativamente, a condición de que prevalezca la ética del respeto a la vida, a
la dignidad del hombre y a los derechos de las generaciones humanas presentes y
futuras ».978
IV. UNA RESPONSABILIDAD COMÚN
a) El ambiente, un bien colectivo
466 La tutela del medio ambiente constituye un desafío para la entera humanidad:
se trata del deber, común y universal, de respetar un bien colectivo,979
destinado a todos, impidiendo que se puedan « utilizar impunemente las diversas
categorías de seres, vivos o inanimados —animales, plantas, elementos
naturales—, como mejor apetezca, según las propias exigencias ».980 Es una
responsabilidad que debe crecer, teniendo en cuenta la globalidad de la actual
crisis ecológica y la consiguiente necesidad de afrontarla globalmente, ya que
todos los seres dependen unos de otros en el orden universal establecido por el
Creador: « Conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua
conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos ».981
Esta perspectiva adquiere una importancia particular cuando se considera, en el
contexto de los estrechos vínculos que unen entre sí a los diversos ecosistemas,
el valor ambiental de la biodiversidad, que se ha de tratar con sentido de
responsabilidad y proteger adecuadamente, porque constituye una riqueza
extraordinaria para toda la humanidad. Al respecto, cada uno puede advertir con
facilidad, por ejemplo, la importancia de la región de amazónica, « uno de los
espacios naturales más apreciados en el mundo por su diversidad biológica,
siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta ».982 Los bosques
contribuyen a mantener los esenciales equilibrios naturales, indispensables para
la vida.983 Su destrucción, incluida la causada por los irrazonables incendios
dolosos, acelera los procesos de desertificación con peligrosas consecuencias
para las reservas de agua y pone en peligro la vida de muchos pueblos indígenas
y el bienestar de las futuras generaciones. Todos, personas y sujetos
institucionales, deben sentirse comprometidos en la protección del patrimonio
forestal y, donde sea necesario, promover programas adecuados de reforestación.
467 La responsabilidad de salvaguardar el medio ambiente, patrimonio común del
género humano, se extiende no sólo a las exigencias del presente, sino también a
las del futuro: « Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del
trabajo de nuestros contemporáneos, estamos obligados para con todos y no
podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de
la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para
todos, es también un deber ».984 Se trata de una responsabilidad que las
generaciones presentes tienen respecto a las futuras,985 una responsabilidad que
incumbe también a cada Estado y a la Comunidad Internacional.
468 La responsabilidad respecto al medio ambiente debe encontrar una traducción
adecuada en ámbito jurídico. Es importante que la Comunidad Internacional
elabore reglas uniformes, de manera que esta reglamentación permita a los
Estados controlar más eficazmente las diversas actividades que determinan
efectos negativos sobre el ambiente y preservar los ecosistemas, previniendo
posibles incidentes: « Corresponde a cada Estado, en el ámbito del propio
territorio, la función de prevenir el deterioro de la atmósfera y de la
biosfera, controlando atentamente, entre otras cosas, los efectos de los nuevos
descubrimientos tecnológicos o científicos, y ofreciendo a los propios
ciudadanos la garantía de no verse expuestos a agentes contaminantes o a
residuos tóxicos ».986
El contenido jurídico del « derecho a un ambiente natural seguro y saludable »
987 será el fruto de una gradual elaboración, solicitada por la opinión pública,
preocupada por disciplinar el uso de los bienes de la creación según las
exigencias del bien común y con una voluntad común de instituir sanciones para
quienes contaminan. Las normas jurídicas, sin embargo, no bastan por sí solas;
988 junto a ellas deben madurar un firme sentido de responsabilidad y un cambio
efectivo en la mentalidad y en los estilos de vida.
469 Las autoridades llamadas a tomar decisiones para hacer frente a los riesgos
contra la salud y el medio ambiente, a menudo se encuentran ante situaciones en
las que los datos científicos disponibles son contradictorios o
cuantitativamente escasos: puede ser oportuno entonces hacer una valoración
según el « principio de precaución », que no comporta la aplicación de una
regla, sino una orientación para gestionar situaciones de incertidumbre. Este
principio evidencia la necesidad de tomar una decisión provisional, que podrá
ser modificada en base a nuevos conocimientos que eventualmente se logren. La
decisión debe ser proporcionada a las medidas ya en acto para otros riesgos. Las
políticas preventivas, basadas sobre el principio de precaución, exigen que las
decisiones se basen en una comparación entre los riesgos y los beneficios
hipotéticos que comporta cada decisión alternativa posible, incluida la decisión
de no intervenir. A este planteamiento precaucional está vinculada la exigencia
de promover seriamente la adquisición de conocimientos más profundos, aun
sabiendo que la ciencia puede no llegar rápidamente a la conclusión de una
ausencia de riesgos. Las circunstancias de incertidumbre y provisionalidad hacen
especialmente importante la transparencia en el proceso de toma de decisiones.
470 La programación del desarrollo económico debe considerar atentamente « la
necesidad de respetar la integridad y los ritmos de la naturaleza »,989 porque
los recursos naturales son limitados y algunos no son renovables. El actual
ritmo de explotación amenaza seriamente la disponibilidad de algunos recursos
naturales para el presente y el futuro.990 La solución del problema ecológico
exige que la actividad económica respete mejor el medio ambiente, conciliando
las exigencias del desarrollo económico con las de la protección ambiental.
Cualquier actividad económica que se sirva de los recursos naturales debe
preocuparse también de la salvaguardia del medio ambiente y prever sus costos,
que se han de considerar como « un elemento esencial del coste actual de la
actividad económica ».991 En este contexto se deben considerar las relaciones
entre la actividad humana y los cambios climáticos que, debido a su extrema
complejidad, deben ser oportuna y constantemente vigilados a nivel científico,
político y jurídico, nacional e internacional. El clima es un bien que debe ser
protegido y requiere que los consumidores y los agentes de las actividades
industriales desarrollen un mayor sentido de responsabilidad en sus
comportamientos.992
Una economía que respete el medio ambiente no buscará únicamente el objetivo del
máximo beneficio, porque la protección ambiental no puede asegurarse sólo en
base al cálculo financiero de costos y beneficios. El ambiente es uno de esos
bienes que los mecanismos del mercado no son capaces de defender o de promover
adecuadamente.993 Todos los países, en particular los desarrollados, deben
advertir la urgente obligación de reconsiderar las modalidades de uso de los
bienes naturales. La investigación en el campo de las innovaciones que pueden
reducir el impacto sobre el medio ambiente provocado por la producción y el
consumo, deberá incentivarse eficazmente.
Una particular atención deberá atribuirse a la compleja problemática de los
recursos energéticos.994 Los recursos no renovables, a los que recurren los
países altamente industrializados y los de reciente industrialización, deben ser
puestos al servicio de toda la humanidad. En una perspectiva moral caracterizada
por la equidad y la solidaridad intergeneracional, también se deberá continuar,
con la contribución de la comunidad científica, a identificar nuevas fuentes
energéticas, a desarrollar las alternativas y a elevar los niveles de seguridad
de la energía nuclear.995 El uso de la energía, por su vinculación con las
cuestiones del desarrollo y el ambiente, exige la responsabilidad política de
los Estados, de la Comunidad Internacional y de los agentes económicos; estas
responsabilidades deberán ser iluminadas y guiadas por la búsqueda continua del
bien común universal.
471 La relación que los pueblos indígenas tienen con su tierra y sus recursos
merece una consideración especial: se trata de una expresión fundamental de su
identidad.996 Muchos pueblos han perdido o corren el riesgo de perder las
tierras en que viven,997 a las que está vinculado el sentido de su existencia, a
causa de poderosos intereses agrícolas e industriales, o condicionados por
procesos de asimilación y de urbanización.998 Los derechos de los pueblos
indígenas deben ser tutelados oportunamente.999 Estos pueblos ofrecen un ejemplo
de vida en armonía con el medio ambiente, que han aprendido a conocer y a
preservar: 1000 su extraordinaria experiencia, que es una riqueza insustituible
para toda la humanidad, corre el peligro de perderse junto con el medio ambiente
en que surgió.
b) El uso de las biotecnologías
472 En los últimos años se ha impuesto con fuerza la cuestión del uso de las
nuevas biotecnologías con finalidades ligadas a la agricultura, la zootecnia, la
medicina y la protección del medio ambiente. Las nuevas posibilidades que
ofrecen las actuales técnicas biológicas y biogenéticas suscitan, por una parte,
esperanzas y entusiasmos y, por otra, alarma y hostilidad. Las aplicaciones de
las biotecnologías, su licitud desde el punto de vista moral, sus consecuencias
para la salud del hombre, su impacto sobre el medio ambiente y la economía, son
objeto de profundo estudio y de animado debate. Se trata de cuestiones
controvertidas que afectan a científicos e investigadores, políticos y
legisladores, economistas y ambientalistas, productores y consumidores. Los
cristianos no son indiferentes a estos problemas, conscientes de la importancia
de los valores que están en juego.1001
473 La visión cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la
licitud de las intervenciones del hombre en la naturaleza, sin excluir los demás
seres vivos, y, al mismo tiempo, comporta una enérgica llamada al sentido de la
responsabilidad.1002 La naturaleza, en efecto, no es una realidad sagrada o
divina, vedada a la acción humana. Es, más bien, un don entregado por el Creador
a la comunidad humana, confiado a la inteligencia y a la responsabilidad moral
del hombre. Por ello, el hombre no comete un acto ilícito cuando, respetando el
orden, la belleza y la utilidad de cada ser vivo y de su función en el
ecosistema, interviene modificando algunas de las características y propiedades
de estos. Si bien, las intervenciones del hombre que dañan los seres vivos o el
medio ambiente son deplorables, son en cambio encomiables las que se traducen en
una mejora de aquéllos. La licitud del uso de las técnicas biológicas y
biogenéticas no agota toda la problemática ética: como en cualquier
comportamiento humano, es necesario valorar cuidadosamente su utilidad real y
sus posibles consecuencias, también en términos de riesgo. En el ámbito de las
intervenciones técnico-científicas que poseen una amplia y profunda repercusión
sobre los organismos vivos, con la posibilidad de consecuencias notables a largo
plazo, no es lícito actuar con irresponsabilidad ni a la ligera.
474 Las modernas biotecnologías tienen un fuerte impacto social, económico y
político, en el plano local, nacional e internacional: se han de valorar según
los criterios éticos que deben orientar siempre las actividades y las relaciones
humanas en el ámbito socioeconómico y político.1003 Es necesario tener
presentes, sobre todo, los criterios de justicia y solidaridad, a los que deben
sujetarse, en primer lugar, los individuos y grupos que trabajan en la
investigación y la comercialización en el campo de las biotecnologías. En
cualquier caso, no se debe caer en el error de creer que la sola difusión de los
beneficios vinculados a las nuevas biotecnologías pueda resolver todos los
apremiantes problemas de pobreza y subdesarrollo que subyugan aún a tantos
países del mundo.
475 Con espíritu de solidaridad internacional, se pueden poner en práctica
diversas medidas relacionadas con el uso de las nuevas biotecnologías. Se ha de
facilitar, en primer lugar, el intercambio comercial equitativo, libre de
vínculos injustos. Sin embargo, la promoción del desarrollo de los pueblos más
necesitados no será auténtica y eficaz si se reduce al mero intercambio de
productos. Es indispensable favorecer también la maduración de una necesaria
autonomía científica y tecnológica por parte de esos mismos pueblos, promoviendo
el intercambio de conocimientos científicos y tecnológicos y la transferencia de
tecnologías hacia los países en vías de desarrollo.
476 La solidaridad implica también una llamada a la responsabilidad que tienen
los países en vías de desarrollo y, particularmente sus autoridades políticas,
en la promoción de una política comercial favorable a sus pueblos y del
intercambio de tecnologías que puedan mejorar sus condiciones de alimentación y
salud. En estos países debe crecer la inversión en investigación, con especial
atención a las características y a las necesidades particulares del propio
territorio y de la propia población, sobre todo teniendo en cuenta que algunas
investigaciones en el campo de las biotecnologías, potencialmente beneficiosas,
requieren inversiones relativamente modestas. Con tal fin, sería útil crear
Organismos nacionales dedicados a la protección del bien común mediante una
gestión inteligente de los riesgos.
477 Los científicos y los técnicos que operan en el sector de las biotecnologías
deben trabajar con inteligencia y perseverancia en la búsqueda de las mejores
soluciones para los graves y urgentes problemas de la alimentación y de la
salud. No han de olvidar que sus actividades atañen a materiales, vivos o
inanimados, que son parte del patrimonio de la humanidad, destinado también a
las generaciones futuras; para los creyentes, se trata de un don recibido del
Creador, confiado a la inteligencia y la libertad humanas, que son también éstas
un don del Altísimo. Los científicos han de saber empeñar sus energías y
capacidades en una investigación apasionada, guiada por una conciencia limpia y
honesta.1004
478 Los empresarios y los responsables de los entes públicos que se ocupan de la
investigación, la producción y el comercio de los productos derivados de las
nuevas biotecnologías deben tener en cuenta no sólo el legítimo beneficio, sino
también el bien común. Este principio, que vale para toda actividad económica,
resulta particularmente importante cuando se trata de actividades relacionadas
con la alimentación, la medicina, la protección del medio ambiente y el cuidado
de la salud. Los empresarios y los responsables de los entes públicos
interesados pueden orientar, con sus decisiones, el sector de las biotecnologías
hacia metas con un importante impacto en lo que se refiere a la lucha contra el
hambre, especialmente en los países más pobres, la lucha contra las enfermedades
y la lucha por salvaguardar el ecosistema, patrimonio de todos.
479 Los políticos, los legisladores y los administradores públicos tienen la
responsabilidad de valorar las potencialidades, las ventajas y los eventuales
riesgos vinculados al uso de las biotecnologías. Es inaceptable que sus
decisiones, a nivel nacional o internacional, estén dictadas por presiones
procedentes de intereses particulares. Las autoridades públicas deben favorecer
también una correcta información de la opinión pública y saber tomar las
decisiones más convenientes para el bien común.
480 Los responsables de la información tienen también una tarea importante en
este ámbito, que han de ejercer con prudencia y objetividad. La sociedad espera
de ellos una información completa y objetiva, que ayude a los ciudadanos a
formarse una opinión correcta sobre los productos biotecnológicos, porque se
trata de algo que les concierne en primera persona, en cuanto posibles
consumidores. Se debe evitar, por tanto, caer en la tentación de una información
superficial, alimentada por fáciles entusiasmos o por alarmismos injustificados.
c) Medio ambiente y distribución de los bienes
481 También en el campo de la ecología la doctrina social invita a tener
presente que los bienes de la tierra han sido creados por Dios para ser
sabiamente usados por todos: estos bienes deben ser equitativamente compartidos,
según la justicia y la caridad. Se trata fundamentalmente de impedir la
injusticia de un acaparamiento de los recursos: la avidez, ya sea individual o
colectiva, es contraria al orden de la creación.1005 Los actuales problemas
ecológicos, de carácter planetario, pueden ser afrontados eficazmente sólo
gracias a una cooperación internacional capaz de garantizar una mayor
coordinación en el uso de los recursos de la tierra
482 El principio del destino universal de los bienes ofrece una orientación
fundamental, moral y cultural, para deshacer el complejo y dramático nexo que
une la crisis ambiental con la pobreza. La actual crisis ambiental afecta
particularmente a los más pobres, bien porque viven en tierras sujetas a la
erosión y a la desertización, están implicados en conflictos armados o son
obligados a migraciones forzadas, bien porque no disponen de los medios
económicos y tecnológicos para protegerse de las calamidades.
Multitudes de estos pobres viven en los suburbios contaminados de las ciudades,
en alojamientos fortuitos o en conglomerados de casas degradadas y peligrosas (slums,
bidonvilles, barrios, favelas). En el caso que se deba proceder a su traslado, y
para no añadir más sufrimiento al que ya padecen, es necesario proporcionar una
información adecuada y previa, ofrecer alternativas de alojamientos dignos e
implicar directamente a los interesados.
Téngase presente, además, la situación de los países penalizados por las reglas
de un comercio internacional injusto, en los que la persistente escasez de
capitales se agrava, con frecuencia, por el peso de la deuda externa: en estos
casos, el hambre y la pobreza hacen casi inevitable una explotación intensiva y
excesiva del medio ambiente.
483 El estrecho vínculo que existe entre el desarrollo de los países más pobres,
los cambios demográficos y un uso sostenible del ambiente, no debe utilizarse
como pretexto para decisiones políticas y económicas poco conformes a la
dignidad de la persona humana. En el Norte del planeta se asiste a una « caída
de la tasa de natalidad, con repercusiones en el envejecimiento de la población,
incapaz incluso de renovarse biológicamente »,1006 mientras que en el Sur la
situación es diversa. Si bien es cierto que la desigual distribución de la
población y de los recursos disponibles crean obstáculos al desarrollo y al uso
sostenible del ambiente, debe reconocerse que el crecimiento demográfico es
plenamente compatible con un desarrollo integral y solidario: 1007 « Todos están
de acuerdo en que la política demográfica representa sólo una parte de una
estrategia global de desarrollo. Así pues, es importante que cualquier discusión
sobre políticas demográficas tenga en cuenta el desarrollo actual y futuro de
las Naciones y las zonas. Al mismo tiempo, es imposible no considerar la
verdadera naturaleza de lo que significa el término "desarrollo". Todo
desarrollo digno de este nombre ha de ser integral, es decir, ha de buscar el
verdadero bien de toda persona y de toda la persona ».1008
484 El principio del destino universal de los bienes, naturalmente, se aplica
también al agua, considerada en la Sagrada Escritura símbolo de purificación
(cf. Sal 51,4; Jn 13,8) y de vida (cf. Jn 3,5; Ga 3,27): « Como don de Dios, el
agua es instrumento vital, imprescindible para la supervivencia y, por tanto, un
derecho de todos ».1009 La utilización del agua y de los servicios a ella
vinculados debe estar orientada a satisfacer las necesidades de todos y sobre
todo de las personas que viven en la pobreza. El acceso limitado al agua potable
repercute sobre el bienestar de un número enorme de personas y es con frecuencia
causa de enfermedades, sufrimientos, conflictos, pobreza e incluso de muerte:
para resolver adecuadamente esta cuestión, « se debe enfocar de forma que se
establezcan criterios morales basados precisamente en el valor de la vida y en
el respeto de los derechos humanos y de la dignidad de todos los seres humanos
».1010
485 El agua, por su misma naturaleza, no puede ser tratada como una simple
mercancía más entre las otras, y su uso debe ser racional y solidario. Su
distribución forma parte, tradicionalmente, de las responsabilidades de los
entes públicos, porque el agua ha sido considerada siempre como un bien público,
una característica que debe mantenerse, aun cuando la gestión fuese confiada al
sector privado. El derecho al agua,1011 como todos los derechos del hombre, se
basa en la dignidad humana y no en valoraciones de tipo meramente cuantitativo,
que consideran el agua sólo como un bien económico. Sin agua, la vida está
amenazada. Por tanto, el derecho al agua es un derecho universal e inalienable.
d) Nuevos estilos de vida
486 Los graves problemas ecológicos requieren un efectivo cambio de mentalidad
que lleve a adoptar nuevos estilos de vida,1012 « a tenor de los cuales la
búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los
demás hombres para un desarrollo común, sean los elementos que determinen las
opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones ».1013 Tales estilos
de vida deben estar presididos por la sobriedad, la templanza, la
autodisciplina, tanto a nivel personal como social. Es necesario abandonar la
lógica del mero consumo y promover formas de producción agrícola e industrial
que respeten el orden de la creación y satisfagan las necesidades primarias de
todos. Una actitud semejante, favorecida por la renovada conciencia de la
interdependencia que une entre sí a todos los habitantes de la tierra,
contribuye a eliminar diversas causas de desastres ecológicos y garantiza una
capacidad de pronta respuesta cuando estos percances afectan a pueblos y
territorios.1014 La cuestión ecológica no debe ser afrontada únicamente en razón
de las terribles perspectivas que presagia la degradación ambiental: tal
cuestión debe ser, principalmente, una vigorosa motivación para promover una
auténtica solidaridad de dimensión mundial.
487 La actitud que debe caracterizar al hombre ante la creación es esencialmente
la de la gratitud y el reconocimiento: el mundo, en efecto, orienta hacia el
misterio de Dios, que lo ha creado y lo sostiene. Si se coloca entre paréntesis
la relación con Dios, la naturaleza pierde su significado profundo, se la
empobrece. En cambio, si se contempla la naturaleza en su dimensión de criatura,
se puede establecer con ella una relación comunicativa, captar su significado
evocativo y simbólico y penetrar así en el horizonte del misterio, que abre al
hombre el paso hacia Dios, Creador de los cielos y de la tierra. El mundo se
presenta a la mirada del hombre como huella de Dios, lugar donde se revela su
potencia creadora, providente y redentora.
CAPÍTULO UNDÉCIMO
LA PROMOCIÓN DE LA PAZ
I. ASPECTOS BÍBLICOS
488 Antes que un don de Dios al hombre y un proyecto humano conforme al designio
divino, la paz es, ante todo, un atributo esencial de Dios: « Yahveh- Paz » (Jc
6,24). La creación, que es un reflejo de la gloria divina, aspira a la paz. Dios
crea todas las cosas y todo lo creado forma un conjunto armónico, bueno en todas
sus partes (cf. Gn 1,4.10.12.18. 21.25.31).
La paz se funda en la relación primaria entre todo ser creado y Dios mismo, una
relación marcada por la rectitud (cf. Gn 17,1). Como consecuencia del acto
voluntario con el cual el hombre altera el orden divino, el mundo conoce el
derramamiento de sangre y la división: la violencia se manifiesta en las
relaciones interpersonales (cf. Gn 4,1-16) y en las sociales (cf. Gn 11,1-9). La
paz y la violencia no pueden habitar juntas, donde hay violencia no puede estar
Dios (cf. 1 Cro 22,8-9).
489 En la Revelación bíblica, la paz es mucho más que la simple ausencia de
guerra: representa la plenitud de la vida (cf. Ml 2,5); más que una construcción
humana, es un sumo don divino ofrecido a todos los hombres, que comporta la
obediencia al plan de Dios. La paz es el efecto de la bendición de Dios sobre su
pueblo: « Yahveh te muestre su rostro y te conceda la paz » (Nm 6,26). Esta paz
genera fecundidad (cf. Is 48,19), bienestar (cf. Is 48,18), prosperidad (cf. Is
54,13), ausencia de temor (cf. Lv 26,6) y alegría profunda (cf. Pr 12,20).
490 La paz es la meta de la convivencia social, como aparece de forma
extraordinaria en la visión mesiánica de la paz: cuando todos los pueblos
acudirán a la casa del Señor y Él les mostrará sus caminos, ellos podrán caminar
por las sendas de la paz (cf. Is 2,2-5). Un mundo nuevo de paz, que alcanza toda
la naturaleza, ha sido prometido para la era mesiánica (cf. Is 11,6-9) y al
mismo Mesías se le llama « Príncipe de Paz » (Is 9,5). Allí donde reina su paz,
allí donde es anticipada, aunque sea parcialmente, nadie podrá turbar al pueblo
de Dios (cf. Sof 3,13). La paz será entonces duradera, porque cuando el rey
gobierna según la justicia de Dios, la rectitud brota y la paz abunda « hasta
que no haya luna » (Sal 72,7). Dios anhela dar la paz a su pueblo: « Sí, Yahveh
habla de paz para su pueblo y para sus amigos, con tal que a su torpeza no
retornen » (Sal 85,9). El salmista, escuchando lo que Dios dice a su pueblo
sobre la paz, oye estas palabras: « Amor y Verdad se han dado cita, Justicia y
Paz se abrazan » (Sal 85,11).
491 La promesa de paz, que recorre todo el Antiguo Testamento, halla su
cumplimiento en la Persona de Jesús. La paz es el bien mesiánico por excelencia,
que engloba todos los demás bienes salvíficos. La palabra hebrea « shalom », en
el sentido etimológico de « entereza », expresa el concepto de « paz » en la
plenitud de su significado (cf. Is 9,5s.; Mi 5,1-4). El reino del Mesías es
precisamente el reino de la paz (cf. Jb 25,2; Sal 29,11; 37,11; 72,3.7; 85,9.11;
119,165; 125,5; 128,6; 147,14; Ct 8,10; Is 26,3.12; 32,17s; 52,7; 54,10; 57,19;
60,17; 66,12; Ag 2,9; Zc 9,10 et alibi). Jesús « es nuestra paz » (Ef 2,14), Él
ha derribado el muro de la enemistad entre los hombres, reconciliándoles con
Dios (cf. Ef 2,14-16). De este modo, San Pablo, con eficaz sencillez, indica la
razón fundamental que impulsa a los cristianos hacia una vida y una misión de
paz.
La vigilia de su muerte, Jesús habla de su relación de amor con el Padre y de la
fuerza unificadora que este amor irradia sobre sus discípulos; es un discurso de
despedida que muestra el sentido profundo de su vida y que puede considerarse
una síntesis de toda su enseñanza. El don de la paz sella su testamento
espiritual: « Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo »
(Jn 14,27). Las palabras del Resucitado no suenan diferentes; cada vez que se
encuentra con sus discípulos, estos reciben de Él su saludo y el don de la paz:
« La paz con vosotros » (Lc 24,36; Jn 20,19.21.26).
492 La paz de Cristo es, ante todo, la reconciliación con el Padre, que se
realiza mediante la misión apostólica confiada por Jesús a sus discípulos y que
comienza con un anuncio de paz: « En la casa en que entréis, decid primero: “Paz
a esta casa” » (Lc 10,5-6; cf. Rm 1,7). La paz es además reconciliación con los
hermanos, porque Jesús, en la oración que nos enseñó, el « Padre nuestro »,
asocia el perdón pedido a Dios con el que damos a los hermanos: « Perdónanos
nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores » (Mt
6,12). Con esta doble reconciliación, el cristiano puede convertirse en artífice
de paz y, por tanto, partícipe del Reino de Dios, según lo que Jesús mismo
proclama: « Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios » (Mt 5,9).
493 La acción por la paz nunca está separada del anuncio del Evangelio, que es
ciertamente « la Buena Nueva de la paz » (Hch 10,36; cf. Ef 6,15) dirigida a
todos los hombres. En el centro del « Evangelio de paz » (Ef 6,15) se encuentra
el misterio de la Cruz, porque la paz es inseparable del sacrificio de Cristo
(cf. Is 53,5: « El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales
hemos sido curados »): Jesús crucificado ha anulado la división, instaurando la
paz y la reconciliación precisamente « por medio de la cruz, dando en sí mismo
muerte a la Enemistad » (Ef 2,16) y donando a los hombres la salvación de la
Resurrección.
II. LA PAZ:
FRUTO DE LA JUSTICIA Y DE LA CARIDAD
494 La paz es un valor 1015 y un deber universal; 1016 halla su fundamento en el
orden racional y moral de la sociedad que tiene sus raíces en Dios mismo, «
fuente primaria del ser, verdad esencial y bien supremo ».1017 La paz no es
simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio estable entre fuerzas
adversarias,1018 sino que se funda sobre una correcta concepción de la persona
humana 1019 y requiere la edificación de un orden según la justicia y la
caridad.
La paz es fruto de la justicia (cf. Is 32,17),1020 entendida en sentido amplio,
como el respeto del equilibrio de todas las dimensiones de la persona humana. La
paz peligra cuando al hombre no se le reconoce aquello que le es debido en
cuanto hombre, cuando no se respeta su dignidad y cuando la convivencia no está
orientada hacia el bien común. Para construir una sociedad pacífica y lograr el
desarrollo integral de los individuos, pueblos y Naciones, resulta esencial la
defensa y la promoción de los derechos humanos.1021
La paz también es fruto del amor: « La verdadera paz tiene más de caridad que de
justicia, porque a la justicia corresponde sólo quitar los impedimentos de la
paz: la ofensa y el daño; pero la paz misma es un acto propio y específico de
caridad ».1022
495 La paz se construye día a día en la búsqueda del orden querido por Dios 1023
y sólo puede florecer cuando cada uno reconoce la propia responsabilidad para
promoverla.1024 Para prevenir conflictos y violencias, es absolutamente
necesario que la paz comience a vivirse como un valor en el interior de cada
persona: así podrá extenderse a las familias y a las diversas formas de
agregación social, hasta alcanzar a toda la comunidad política.1025 En un
dilatado clima de concordia y respeto de la justicia, puede madurar una
auténtica cultura de paz,1026 capaz de extenderse también a la Comunidad
Internacional. La paz es, por tanto, « el fruto del orden plantado en la
sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de
una justicia más perfecta, han de llevar a cabo ».1027 Este ideal de paz « no se
puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación
espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual
».1028
496 La violencia no constituye jamás una respuesta justa. La Iglesia proclama,
con la convicción de su fe en Cristo y con la conciencia de su misión, « que la
violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los
problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira,
porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La
violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad
del ser humano ».1029
El mundo actual necesita también el testimonio de profetas no armados,
desafortunadamente ridiculizados en cada época: 1030 « Los que renuncian a la
acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del
hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de
caridad evangélica, siempre que esto se haga sin lesionar los derechos y
obligaciones de los otros hombres y de las sociedades. Atestiguan legítimamente
la gravedad de los riesgos físicos y morales del recurso a la violencia con sus
ruinas y sus muertes ».1031
III. EL FRACASO DE LA PAZ: LA GUERRA
497 El Magisterio condena « la crueldad de la guerra » 1032 y pide que sea
considerada con una perspectiva completamente nueva: 1033 « En nuestra época,
que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la
guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado ».1034 La guerra es un
« flagelo » 1035 y no representa jamás un medio idóneo para resolver los
problemas que surgen entre las Naciones: « No lo ha sido nunca y no lo será
jamás »,1036 porque genera nuevos y más complejos conflictos.1037 Cuando
estalla, la guerra se convierte en « una matanza inútil »,1038 « aventura sin
retorno »,1039 que amenaza el presente y pone en peligro el futuro de la
humanidad: « Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra ».1040
Los daños causados por un conflicto armado no son solamente materiales, sino
también morales.1041 La guerra es, en definitiva, « el fracaso de todo auténtico
humanismo »,1042 « siempre es una derrota de la humanidad »: 1043 « nunca más
los unos contra los otros, ¡nunca más! ... ¡nunca más la guerra, nunca más la
guerra! ».1044
498 La búsqueda de soluciones alternativas a la guerra para resolver los
conflictos internacionales ha adquirido hoy un carácter de dramática urgencia,
ya que « el ingente poder de los medios de destrucción, accesibles incluso a las
medias y pequeñas potencias, y la conexión cada vez más estrecha entre los
pueblos de toda la tierra, hacen muy arduo o prácticamente imposible limitar las
consecuencias de un conflicto ».1045 Es, pues, esencial la búsqueda de las
causas que originan un conflicto bélico, ante todo las relacionadas con
situaciones estructurales de injusticia, de miseria y de explotación, sobre las
que hay que intervenir con el objeto de eliminarlas: « Por eso, el otro nombre
de la paz es el desarrollo. Igual que existe la responsabilidad colectiva de
evitar la guerra, también existe la responsabilidad colectiva de promover el
desarrollo ».1046
499 Los Estados no siempre disponen de los instrumentos adecuados para proveer
eficazmente a su defensa: de ahí la necesidad y la importancia de las
Organizaciones internacionales y regionales, que deben ser capaces de colaborar
para hacer frente a los conflictos y fomentar la paz, instaurando relaciones de
confianza recíproca, que hagan impensable el recurso a la guerra.1047 « Cabe
esperar que los pueblos, por medio de relaciones y contactos
institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales con que la
naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad creciente que
entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay que colocar el
de que las relaciones individuales e internacionales obedezcan al amor y no al
temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a una sincera y
múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos bienes pueden
derivarse para ellos ».1048
a) La legítima defensa
500 Una guerra de agresión es intrínsecamente inmoral. En el trágico caso que
estalle la guerra, los responsables del Estado agredido tienen el derecho y el
deber de organizar la defensa, incluso usando la fuerza de las armas.1049 Para
que sea lícito el uso de la fuerza, se deben cumplir simultáneamente unas
condiciones rigurosas: « —que el daño causado por el agresor a la Nación o a la
comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; —que todos los demás
medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces;
—que se reúnan las condiciones serias de éxito; —que el empleo de las armas no
entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El
poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la
apreciación de esta condición. Estos son los elementos tradicionales enumerados
en la doctrina llamada de la “guerra justa”. La apreciación de estas condiciones
de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del
bien común ».1050
Esta responsabilidad justifica la posesión de medios suficientes para ejercer el
derecho a la defensa; sin embargo, los Estados siguen teniendo la obligación de
hacer todo lo posible para « garantizar las condiciones de la paz, no sólo en su
propio territorio, sino en todo el mundo ».1051 No se puede olvidar que « una
cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy
distinta querer someter a otras Naciones. La potencia bélica no legitima
cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada la guerra
lamentablemente, no por eso todo es lícito entre los beligerantes ».1052
501 La Carta de las Naciones Unidas, surgida de la tragedia de la Segunda Guerra
Mundial, y dirigida a preservar las generaciones futuras del flagelo de la
guerra, se basa en la prohibición generalizada del recurso a la fuerza para
resolver los conflictos entre los Estados, con excepción de dos casos: la
legítima defensa y las medidas tomadas por el Consejo de Seguridad, en el ámbito
de sus responsabilidades, para mantener la paz. En cualquier caso, el ejercicio
del derecho a defenderse debe respetar « los tradicionales límites de la
necesidad y de la proporcionalidad ».1053
Una acción bélica preventiva, emprendida sin pruebas evidentes de que una
agresión está por desencadenarse, no deja de plantear graves interrogantes de
tipo moral y jurídico. Por tanto, sólo una decisión de los organismos
competentes, basada en averiguaciones exhaustivas y con fundados motivos, puede
otorgar legitimación internacional al uso de la fuerza armada, autorizando una
injerencia en la esfera de la soberanía propia de un Estado, en cuanto
identifica determinadas situaciones como una amenaza para la paz.
b) Defender la paz
502 Las exigencias de la legítima defensa justifican la existencia de las
fuerzas armadas en los Estados, cuya acción debe estar al servicio de la paz:
quienes custodian con ese espíritu la seguridad y la libertad de un país, dan
una auténtica contribución a la paz.1054 Las personas que prestan su servicio en
las fuerzas armadas, tienen el deber específico de defender el bien, la verdad y
la justicia en el mundo; no son pocos los que en este contexto han sacrificado
la propia vida por estos valores y por defender vidas inocentes. El número
creciente de militares que trabajan en fuerzas multinacionales, en el ámbito de
las « misiones humanitarias y de paz », promovidas por las Naciones Unidas, es
un hecho significativo.1055
503 Los miembros de las fuerzas armadas están moralmente obligados a oponerse a
las órdenes que prescriben cumplir crímenes contra el derecho de gentes y sus
principios universales.1056 Los militares son plenamente responsables de los
actos que realizan violando los derechos de las personas y de los pueblos o las
normas del derecho internacional humanitario. Estos actos no se pueden
justificar con el motivo de la obediencia a órdenes superiores.
Los objetores de conciencia, que rechazan por principio la prestación del
servicio militar en los casos en que sea obligatorio, porque su conciencia les
lleva a rechazar cualquier uso de la fuerza, o bien la participación en un
determinado conflicto, deben estar disponibles a prestar otras formas de
servicio: « Parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano,
el caso de los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y
aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de otra forma ».1057
c) El deber de proteger a los inocentes
504 El derecho al uso de la fuerza en legítima defensa está asociado al deber de
proteger y ayudar a las víctimas inocentes que no pueden defenderse de la
agresión. En los conflictos de la era moderna, frecuentemente al interno de un
mismo Estado, también deben ser plenamente respetadas las disposiciones del
derecho internacional humanitario. Con mucha frecuencia la población civil es
atacada, a veces incluso como objetivo bélico. En algunos casos es brutalmente
asesinada o erradicada de sus casas y de la propia tierra con emigraciones
forzadas, bajo el pretexto de una « limpieza étnica » 1058 inaceptable. En estas
trágicas circunstancias, es necesario que las ayudas humanitarias lleguen a la
población civil y que nunca sean utilizadas para condicionar a los
beneficiarios: el bien de la persona humana debe tener la precedencia sobre los
intereses de las partes en conflicto.
505 El principio de humanidad, inscrito en la conciencia de cada persona y
pueblo, conlleva la obligación de proteger a la población civil de los efectos
de la guerra: « Esa mínima protección de la dignidad de todo ser humano,
garantizada por el derecho internacional humanitario, muy a menudo es violada en
nombre de exigencias militares o políticas, que jamás deberían prevalecer sobre
el valor de la persona humana. Es necesario hoy lograr un nuevo consenso sobre
los principios humanitarios y reforzar sus fundamentos, para impedir que se
repitan atrocidades y abusos ».1059
Una categoría especial de víctimas de la guerra son los refugiados, que a causa
de los combates se ven obligados a huir de los lugares donde viven
habitualmente, hasta encontrar protección en países diferentes de donde
nacieron. La Iglesia muestra por ellos un especial cuidado, no sólo con la
presencia pastoral y el socorro material, sino también con el compromiso de
defender su dignidad humana: « La solicitud por los refugiados nos debe
estimular a reafirmar y subrayar los derechos humanos, universalmente
reconocidos, y a pedir que también para ellos sean efectivamente aplicados
».1060
506 Los conatos de eliminar enteros grupos nacionales, étnicos, religiosos o
lingüísticos son delitos contra Dios y contra la misma humanidad, y los autores
de estos crímenes deben responder ante la justicia.1061 El siglo XX se ha
caracterizado trágicamente por diversos genocidios: el de los armenios, los
ucranios, los camboyanos, los acaecidos en África y en los Balcanes. Entre ellos
sobresale el holocausto del pueblo hebreo, la Shoah: « Los días de la shoah han
marcado una verdadera noche en la historia, registrando crímenes inauditos
contra Dios y contra el hombre ».1062
La Comunidad Internacional en su conjunto tiene la obligación moral de
intervenir a favor de aquellos grupos cuya misma supervivencia está amenazada o
cuyos derechos humanos fundamentales son gravemente violados. Los Estados, en
cuanto parte de una Comunidad Internacional, no pueden permanecer indiferentes;
al contrario, si todos los demás medios a disposición se revelaran ineficaces, «
es legítimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para desarmar
al agresor ».1063 El principio de la soberanía nacional no se puede aducir como
pretexto para impedir la intervención en defensa de las víctimas.1064 Las
medidas adoptadas deben aplicarse respetando plenamente el derecho internacional
y el principio fundamental de la igualdad entre los Estados.
La Comunidad Internacional se ha dotado de un Tribunal Penal Internacional para
castigar a los responsables de actos particularmente graves: crímenes de
genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra, crimen de agresión.
El Magisterio no ha dejado de animar repetidamente esta iniciativa.1065
d) Medidas contra quien amenaza la paz
507 Las sanciones, en las formas previstas por el ordenamiento internacional
contemporáneo, buscan corregir el comportamiento del gobierno de un país que
viola las reglas de la pacífica y ordenada convivencia internacional o que
practica graves formas de opresión contra la población. Las finalidades de las
sanciones deben ser precisadas de manera inequívoca y las medidas adoptadas
deben ser periódicamente verificadas por los organismos competentes de la
Comunidad Internacional, con el fin de lograr una estimación objetiva de su
eficacia y de su impacto real en la población civil. La verdadera finalidad de
estas medidas es abrir paso a la negociación y al diálogo. Las sanciones no
deben constituir jamás un instrumento de castigo directo contra toda la
población: no es lícito que a causa de estas sanciones tengan que sufrir
poblaciones enteras, especialmente sus miembros más vulnerables. Las sanciones
económicas, en particular, son un instrumento que ha de usarse con gran
ponderación y someterse a estrictos criterios jurídicos y éticos.1066 El embargo
económico debe ser limitado en el tiempo y no puede ser justificado cuando los
efectos que produce se revelan indiscriminados.
e) El desarme
508 La doctrina social propone la meta de un « desarme general, equilibrado y
controlado ».1067 El enorme aumento de las armas representa una amenaza grave
para la estabilidad y la paz. El principio de suficiencia, en virtud del cual un
Estado puede poseer únicamente los medios necesarios para su legítima defensa,
debe ser aplicado tanto por los Estados que compran armas, como por aquellos que
las producen y venden.1068 Cualquier acumulación excesiva de armas, o su
comercio generalizado, no pueden ser justificados moralmente; estos fenómenos
deben también juzgarse a la luz de la normativa internacional en materia de
no-proliferación, producción, comercio y uso de los diferentes tipos de
armamento. Las armas nunca deben ser consideradas según los mismos criterios de
otros bienes económicos a nivel mundial o en los mercados internos.1069
El Magisterio, también ha formulado una valoración moral del fenómeno de la
disuasión: « La acumulación de armas es para muchos como una manera paradójica
de apartar de la guerra a posibles adversarios. Ven en ella el más eficaz de los
medios, para asegurar la paz entre las Naciones. Este procedimiento de disuasión
merece severas reservas morales. La carrera de armamentos no asegura la paz. En
lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas ».1070 Las
políticas de disuasión nuclear, típicas del período de la llamada Guerra Fría,
deben ser sustituidas por medidas concretas de desarme, basadas en el diálogo y
la negociación multilateral.
509 Las armas de destrucción masiva —biológicas, químicas y nucleares—
representan una amenaza particularmente grave; quienes las poseen tienen una
enorme responsabilidad delante de Dios y de la humanidad entera.1071 El
principio de la no-proliferación de armas nucleares, junto con las medidas para
el desarme nuclear, así como la prohibición de pruebas nucleares, constituyen
objetivos estrechamente unidos entre sí, que deben alcanzarse en el menor tiempo
posible por medio de controles eficaces a nivel internacional.1072 La
prohibición de desarrollar, producir, acumular y emplear armas químicas y
biológicas, así como las medidas que exigen su destrucción, completan el cuadro
normativo internacional para proscribir estas armas nefastas,1073 cuyo uso ha
sido explícitamente reprobado por el Magisterio: « Toda acción bélica que tiende
indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones
junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que
condenar con firmeza y sin vacilaciones ».1074
510 El desarme debe extenderse a la interdicción de armas que infligen efectos
traumáticos excesivos o que golpean indiscriminadamente, así como las minas
antipersona, un tipo de pequeños artefactos, inhumanamente insidiosos, porque
siguen dañando durante mucho tiempo después del fin de las hostilidades: los
Estados que las producen, comercializan o las usan todavía, deben cargar con la
responsabilidad de retrasar gravemente la total eliminación de estos
instrumentos mortíferos.1075 La Comunidad Internacional debe continuar
empeñándose en la limpieza de campos minados, promoviendo una eficaz
cooperación, incluida la formación técnica, con los países que no disponen de
medios propios aptos para efectuar esta urgente labor de sanear sus territorios
y que no están en condiciones de proporcionar una asistencia adecuada a las
víctimas de las minas.
511 Es necesario que se adopten las medidas apropiadas para el control de la
producción, la venta, la importación y la exportación de armas ligeras e
individuales, que favorecen muchas manifestaciones de violencia. La venta y el
tráfico de estas armas constituyen una seria amenaza para la paz: son las que
matan un mayor número de personas y las más usadas en los conflictos no
internacionales; su disponibilidad aumenta el riesgo de nuevos conflictos y la
intensidad de aquellos en curso. La actitud de los Estados que aplican rígidos
controles al tráfico internacional de armas pesadas, mientras que no prevén
nunca, o sólo en raras ocasiones, restricciones al comercio de armas ligeras e
individuales, es una contradicción inaceptable. Es indispensable y urgente que
los Gobiernos adopten medidas apropiadas para controlar la producción,
acumulación, venta y tráfico de estas armas,1076 con el fin de contrarrestar su
creciente difusión, en gran parte entre grupos de combatientes que no pertenecen
a las fuerzas armadas de un Estado.
512 Debe denunciarse la utilización de niños y adolescentes como soldados en
conflictos armados, a pesar de que su corta edad debería impedir su
reclutamiento. Éstos se ven obligados a combatir a la fuerza, o bien lo eligen
por propia iniciativa sin ser plenamente conscientes de las consecuencias. Se
trata de niños privados no sólo de la instrucción que deberían recibir y de una
infancia normal, sino además adiestrados para matar: todo esto constituye un
crimen intolerable. Su empleo en las
fuerzas combatientes de cualquier tipo debe suprimirse; al mismo tiempo, es
necesario proporcionar toda la ayuda posible para el cuidado, la educación y la
rehabilitación de aquellos que han participado en combates.1077
f) La condena del terrorismo
513 El terrorismo es una de las formas más brutales de violencia que actualmente
perturba a la Comunidad Internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de
venganza y de represalia.1078 De estrategia subversiva, típica sólo de algunas
organizaciones extremistas, dirigida a la destrucción de las cosas y al
asesinato de las personas, el terrorismo se ha transformado en una red oscura de
complicidades políticas, que utiliza también sofisticados medios técnicos, se
vale frecuentemente de ingentes cantidades de recursos financieros y elabora
estrategias a gran escala, atacando personas totalmente inocentes, víctimas
casuales de las acciones terroristas.1079 Los objetivos de los ataques
terroristas son, en general, los lugares de la vida cotidiana y no objetivos
militares en el contexto de una guerra declarada. El terrorismo actúa y golpea a
ciegas, fuera de las reglas con las que los hombres han tratado de regular sus
conflictos, por ejemplo mediante el derecho internacional humanitario: « En
muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos del
terrorismo ».1080 No se deben desatender las causas que originan esta
inaceptable forma de reivindicación. La lucha contra el terrorismo presupone el
deber moral de contribuir a crear las condiciones para que no nazca ni se
desarrolle.
514 El terrorismo se debe condenar de la manera más absoluta. Manifiesta un
desprecio total de la vida humana, y ninguna motivación puede justificarlo, en
cuanto el hombre es siempre fin, y nunca medio. Los actos de terrorismo hieren
profundamente la dignidad humana y constituyen una ofensa a la humanidad entera:
« Existe por tanto, un derecho a defenderse del terrorismo ».1081 Este derecho
no puede, sin embargo, ejercerse sin reglas morales y jurídicas, porque la lucha
contra los terroristas debe conducirse respetando los derechos del hombre y los
principios de un Estado de derecho.1082 La identificación de los culpables debe
estar debidamente probada, ya que la responsabilidad penal es siempre personal
y, por tanto, no se puede extender a las religiones, las Naciones o las razas a
las que pertenecen los terroristas. La colaboración internacional contra la
actividad terrorista « no puede reducirse sólo a operaciones represivas y
punitivas. Es esencial que incluso el recurso necesario a la fuerza vaya
acompañado por un análisis lúcido y decidido de los motivos subyacentes a los
ataques terroristas ».1083 Es necesario también un compromiso decidido en el
plano « político y pedagógico » 1084 para resolver, con valentía y
determinación, los problemas que en algunas dramáticas situaciones pueden
alimentar el terrorismo: « El reclutamiento de los terroristas resulta más fácil
en los contextos sociales donde los derechos son conculcados y las injusticias
se toleran durante demasiado tiempo ».1085
515 Es una profanación y una blasfemia proclamarse terroristas en nombre de
Dios: 1086 de ese modo se instrumentaliza, no sólo al hombre, sino también a
Dios, al creer que se posee totalmente su verdad, en vez de querer ser poseídos
por ella. Definir « mártires » a quienes mueren cumpliendo actos terroristas es
subvertir el concepto de martirio, ya que éste es un testimonio de quien se deja
matar por no renunciar a Dios y a su amor, no de quien asesina en nombre de
Dios.
Ninguna religión puede tolerar el terrorismo ni, menos aún, predicarlo.1087 Las
religiones están más bien comprometidas en colaborar para eliminar las causas
del terrorismo y promover la amistad entre los pueblos.1088
IV. LA APORTACIÓN DE LA IGLESIA A LA PAZ
516 La promoción de la paz en el mundo es parte integrante de la misión con la
que la Iglesia prosigue la obra redentora de Cristo sobre la tierra. La Iglesia,
en efecto, es, en Cristo « “sacramento”, es decir signo e instrumento de paz en
el mundo y para el mundo ».1089 La promoción de la verdadera paz es una
expresión de la fe cristiana en el amor que Dios nutre por cada ser humano. De
la fe liberadora en el amor de Dios se desprenden una nueva visión del mundo y
un nuevo modo de acercarse a los demás, tanto a una sola persona como a un
pueblo entero: es una fe que cambia y renueva la vida, inspirada por la paz que
Cristo ha dejado a sus discípulos (cf. Jn 14,27). Movida únicamente por esta fe,
la Iglesia promueve la unidad de los cristianos y una fecunda colaboración con
los creyentes de otras religiones. Las diferencias religiosas no pueden y no
deben constituir causa de conflicto: la búsqueda común de la paz por parte de
todos los creyentes es un decisivo factor de unidad entre los pueblos.1090 La
Iglesia exhorta a personas, pueblos, Estados y Naciones a hacerse partícipes de
su preocupación por el restablecimiento y la consolidación de la paz destacando,
en particular, la importante función del derecho internacional.1091
517 La Iglesia enseña que una verdadera paz es posible sólo mediante el perdón y
la reconciliación.1092 No es fácil perdonar a la vista de las consecuencias de
la guerra y de los conflictos, porque la violencia, especialmente cuando llega «
hasta los límites de lo inhumano y de la aflicción »,1093 deja siempre como
herencia una pesada carga de dolor, que sólo puede aliviarse mediante una
reflexión profunda, leal, valiente y común entre los contendientes, capaz de
afrontar las dificultades del presente con una actitud purificada por el
arrepentimiento. El peso del pasado, que no se puede olvidar, puede ser aceptado
sólo en presencia de un perdón recíprocamente ofrecido y recibido: se trata de
un recorrido largo y difícil, pero no imposible.1094
518 El perdón recíproco no debe anular las exigencias de la justicia, ni mucho
menos impedir el camino que conduce a la verdad: justicia y verdad representan,
en cambio, los requisitos concretos de la reconciliación. Resultan oportunas las
iniciativas que tienden a instituir Organismos judiciales internacionales.
Semejantes Organismos, valiéndose del principio de jurisdicción universal y
apoyados en procedimientos adecuados, respetuosos de los derechos de los
imputados y de las víctimas, pueden encontrar la verdad sobre los crímenes
perpetrados durante los conflictos armados.1095 Es necesario, sin embargo, ir
más allá de la determinación de los comportamientos delictivos, ya sean de
acción o de omisión, y de las decisiones sobre los procedimientos de reparación,
para llegar al restablecimiento de relaciones de recíproco entendimiento entre
los pueblos divididos, en nombre de la reconciliación.1096 Es necesario, además,
promover el respeto del derecho a la paz: este derecho « favorece la
construcción de una sociedad en cuyo seno las relaciones de fuerza se sustituyen
por relaciones de colaboración con vistas al bien común ».1097
519 La Iglesia lucha por la paz con la oración. La oración abre el corazón, no
sólo a una profunda relación con Dios, sino también al encuentro con el prójimo
inspirado por sentimientos de respeto, confianza, comprensión, estima y
amor.1098 La oración infunde valor y sostiene a « los verdaderos amigos de la
paz »,1099 a los que tratan de promoverla en las diversas circunstancias en que
viven. La oración litúrgica es « la cumbre a la cual tiende la actividad de la
Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza »; 1100 en
particular la celebración eucarística, « fuente y cumbre de toda la vida
cristiana »,1101 es el manantial inagotable de todo auténtico compromiso
cristiano por la paz.1102
520 Las Jornadas Mundiales de la Paz son celebraciones de especial intensidad
para orar invocando la paz y para comprometerse a construir un mundo de paz. El
Papa Pablo VI las instituyó con el fin de « dedicar a los pensamientos y a los
propósitos de la Paz, una celebración particular en el día primero del año civil
».1103 Los Mensajes Pontificios para esta ocasión anual constituyen una rica
fuente de actualización y desarrollo de la doctrina social, e indican la
constante acción pastoral de la Iglesia en favor de la paz: « La Paz se afianza
solamente con la paz; la paz no separada de los deberes de justicia, sino
alimentada por el propio sacrificio, por la clemencia, por la misericordia, por
la caridad ».1104
TERCERA PARTE
« Para la Iglesia, el mensaje social del Evangelio
no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo,
un fundamento y un estímulo para la acción ».
(Centesimus annus, 57)
CAPÍTULO DUODÉCIMO
DOCTRINA SOCIAL Y ACCIÓN ECLESIAL
I. LA ACCIÓN PASTORAL EN EL ÁMBITO SOCIAL
a) Doctrina social e inculturación de la fe
521 Consciente de la fuerza renovadora del cristianismo también en sus
relaciones con la cultura y la realidad social,1105 la Iglesia ofrece la
contribución de su enseñanza para la construcción de la comunidad de los
hombres, mostrando el significado social del Evangelio.1106 A finales del siglo
XIX, el Magisterio de la Iglesia afrontó orgánicamente las graves cuestiones
sociales de la época, estableciendo « un paradigma permanente para la Iglesia.
Ésta, en efecto, hace oír su voz ante determinadas situaciones humanas,
individuales y comunitarias, nacionales e internacionales, para las cuales
formula una verdadera doctrina, un corpus, que le permite analizar las
realidades sociales, pronunciarse sobre ellas y dar orientaciones para la justa
solución de los problemas derivados de las mismas ».1107 La intervención de León
XIII en la realidad socio-política de su tiempo con la encíclica « Rerum novarum
» « confiere a la Iglesia una especie de “carta de ciudadanía” respecto a las
realidades cambiantes de la vida pública, y esto se corroboraría aún más
posteriormente ».1108
522 La Iglesia, con su doctrina social, ofrece sobre todo una visión integral y
una plena comprensión del hombre, en su dimensión personal y social. La
antropología cristiana, manifestando la dignidad inviolable de la persona,
introduce las realidades del trabajo, de la economía y de la política en una
perspectiva original, que ilumina los auténticos valores humanos e inspira y
sostiene el compromiso del testimonio cristiano en los múltiples ámbitos de la
vida personal, cultural y social. Gracias a las « primicias del Espíritu » (Rm
8,23), el cristiano es capaz de « cumplir la ley nueva del amor (cf. Rm 8,1-11).
Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef 1,14), se restaura
internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rm 8,23)
».1109 En este sentido, la doctrina social subraya cómo el fundamento de la
moralidad de toda actuación social consiste en el desarrollo humano de la
persona e individúa la norma de la acción social en su correspondencia con el
verdadero bien de la humanidad y en el compromiso tendiente a crear condiciones
que permitan a cada hombre realizar su vocación integral.
523 La antropología cristiana anima y sostiene la obra pastoral de la
inculturación de la fe, dirigida a renovar desde dentro, con la fuerza del
Evangelio, los criterios de juicio, los valores determinantes, las líneas de
pensamiento y los modelos de vida del hombre contemporáneo: « Con la
inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es, e
instrumento más apto para su misión ».1110 El mundo contemporáneo está marcado
por una fractura entre Evangelio y cultura. Una visión secularizada de la
salvación tiende a reducir también el cristianismo a « una sabiduría meramente
humana, casi como una ciencia del vivir bien ».1111 La Iglesia es consciente de
que debe dar « un gran paso adelante en su evangelización; debe entrar en una
nueva etapa histórica de su dinamismo misionero ».1112 En esta perspectiva
pastoral se sitúa la enseñanza social: « La “nueva evangelización”, de la que el
mundo moderno tiene urgente necesidad... debe incluir entre sus elementos
esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia ».1113
b) Doctrina social y pastoral social
524 La referencia esencial a la doctrina social determina la naturaleza, el
planteamiento, la estructura y el desarrollo de la pastoral social. Ésta es
expresión del ministerio de evangelización social, dirigido a iluminar,
estimular y asistir la promoción integral del hombre mediante la praxis de la
liberación cristiana, en su perspectiva terrena y trascendente. La Iglesia vive
y obra en la historia, interactuando con la sociedad y la cultura de su tiempo,
para cumplir su misión de comunicar a todos los hombres la novedad del anuncio
cristiano, en la realidad concreta de sus dificultades, luchas y desafíos; de
esta manera la fe ayuda las personas a comprender las cosas en la verdad que «
abrirse al amor de Dios es la verdadera liberación ».1114 La pastoral social es
la expresión viva y concreta de una Iglesia plenamente consciente de su misión
de evangelizar las realidades sociales, económicas, culturales y políticas del
mundo.
525 El mensaje social del Evangelio debe orientar la Iglesia a desarrollar una
doble tarea pastoral: ayudar a los hombres a descubrir la verdad y elegir el
camino a seguir; y animar el compromiso de los cristianos de testimoniar, con
solícito servicio, el Evangelio en campo social: « Hoy más que nunca, la Palabra
de Dios no podrá ser proclamada ni escuchada si no va acompañada del testimonio
de la potencia del Espíritu Santo, operante en la acción de los cristianos al
servicio de sus hermanos, en los puntos donde se juegan éstos su existencia y su
porvenir ».1115 La necesidad de una nueva evangelización hace comprender a la
Iglesia « que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras,
antes que por su coherencia y lógica interna ».1116
526 La doctrina social dicta los criterios fundamentales de la acción pastoral
en campo social: anunciar el Evangelio; confrontar el mensaje evangélico con las
realidades sociales; proyectar acciones cuya finalidad sea la renovación de
tales realidades, conformándolas a las exigencias de la moral cristiana. Una
nueva evangelización de la vida social requiere ante todo el anuncio del
Evangelio: Dios en Jesucristo salva a todos los hombres y a todo el hombre. Este
anuncio revela el hombre a sí mismo y debe ser el principio de interpretación de
las realidades sociales. En el anuncio del Evangelio, la dimensión social es
esencial e ineludible, aun no siendo la única. Ésta debe mostrar la inagotable
fecundidad de la salvación cristiana, si bien una conformación perfecta y
definitiva de las realidades sociales con el Evangelio no podrá realizarse en la
historia: ningún resultado, ni aun el más perfecto, puede eludir las
limitaciones de la libertad humana y la tensión escatológica de toda realidad
creada.1117
527 La acción pastoral de la Iglesia en el ámbito social debe testimoniar ante
todo la verdad sobre el hombre. La antropología cristiana permite un
discernimiento de los problemas sociales, para los que no se puede hallar una
solución correcta si no se tutela el carácter trascendente de la persona humana,
plenamente revelado en la fe.1118 La acción social de los cristianos debe
inspirarse en el principio fundamental de la centralidad del hombre.1119 De la
exigencia de promover la identidad integral del hombre brota la propuesta de los
grandes valores que presiden una convivencia ordenada y fecunda: verdad,
justicia, amor, libertad.1120 La pastoral social se esfuerza para que la
renovación de la vida pública esté ligada a un efectivo respeto de estos
valores. De ese modo, la Iglesia, mediante su multiforme testimonio evangélico,
promueve la conciencia de que el bien de todos y de cada uno es el recurso
inagotable para desarrollar toda la vida social.
c) Doctrina social y formación
528 La doctrina social es un punto de referencia indispensable para una
formación cristiana completa. La insistencia del Magisterio al proponer esta
doctrina como fuente inspiradora del apostolado y de la acción social nace de la
persuasión de que ésta constituye un extraordinario recurso formativo: « Es
absolutamente indispensable —sobre todo para los fieles laicos comprometidos de
diversos modos en el campo social y político— un conocimiento más exacto de la
doctrina social de la Iglesia ».1121 Este patrimonio doctrinal no se enseña ni
se conoce adecuadamente: esta es una de las razones por las que no se traduce
pertinentemente en un comportamiento concreto.
529 El valor formativo de la doctrina social debe estar más presente en la
actividad catequética.1122 La catequesis es la enseñanza orgánica y sistemática
de la doctrina cristiana, impartida con el fin de iniciar a los creyentes en la
plenitud de la vida evangélica.1123 El fin último de la catequesis « es poner a
uno no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo »,1124
para que así pueda reconocer la acción del Espíritu Santo, del cual proviene el
don de la vida nueva en Cristo.1125 Con esta perspectiva de fondo, en su
servicio de educación en la fe, la catequesis no debe omitir, « sino iluminar
como es debido... realidades como la acción del hombre por su liberación
integral, la búsqueda de una sociedad más solidaria y fraterna, las luchas por
la justicia y la construcción de la paz ».1126 Para este fin, es necesario
procurar una presentación integral del Magisterio social, en su historia, en sus
contenidos y en sus metodologías. Una lectura directa de las encíclicas
sociales, realizada en el contexto eclesial, enriquece su recepción y su
aplicación, gracias a la aportación de las diversas competencias y conocimientos
profesionales presentes en la comunidad.
530 Es importante, sobre todo en el contexto de la catequesis, que la enseñanza
de la doctrina social se oriente a motivar la acción para evangelizar y
humanizar las realidades temporales. De hecho, con esta doctrina la Iglesia
enseña un saber teórico-práctico que sostiene el compromiso de transformación de
la vida social, para hacerla cada vez más conforme al diseño divino. La
catequesis social apunta a la formación de hombres que, respetuosos del orden
moral, sean amantes de la genuina libertad, hombres que « juzguen las cosas con
criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido
de responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo justo
asociando de buena gana su acción a la de los demás ».1127 Un valor formativo
extraordinario se encuentra en el testimonio del cristianismo fielmente vivido:
« Es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios
frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que
constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir
inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios,
el valor de la fidelidad incondicionada a todas las exigencias de la ley del
Señor, incluso en las circunstancias más difíciles ».1128
531 La doctrina social ha de estar a la base de una intensa y constante obra de
formación, sobre todo de aquella dirigida a los cristianos laicos. Esta
formación debe tener en cuenta su compromiso en la vida civil: « A los seglares
les corresponde, con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y
directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las
leyes y las estructuras de la comunidad en que viven ».1129 El primer nivel de
la obra formativa dirigida a los cristianos laicos debe capacitarlos para a
encauzar eficazmente las tareas cotidianas en los ámbitos culturales, sociales,
económicos y políticos, desarrollando en ellos el sentido del deber practicado
al servicio del bien común.1130 Un segundo nivel se refiere a la formación de la
conciencia política para preparar a los cristianos laicos al ejercicio del poder
político: « Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer ese arte tan
difícil y tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren
ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal ».1131
532 Las instituciones educativas católicas pueden y deben prestar un precioso
servicio formativo, aplicándose con especial solicitud en la inculturación del
mensaje cristiano, es decir, el encuentro fecundo entre el Evangelio y los
distintos saberes. La doctrina social es un instrumento necesario para una
eficaz educación cristiana al amor, la justicia, la paz, así como para madurar
la conciencia de los deberes morales y sociales en el ámbito de las diversas
competencias culturales y profesionales.
Las « Semanas Sociales » de los católicos representan un importante ejemplo de
institución formativa que el Magisterio siempre ha animado. Éstas constituyen un
lugar cualificado de expresión y crecimiento de los fieles laicos, capaz de
promover, a alto nivel, su contribución específica a la renovación del orden
temporal. La iniciativa, experimentada desde hace muchos años en diversos
países, es un verdadero taller cultural en el que se comunican y se confrontan
reflexiones y experiencias, se estudian los problemas emergentes y se individúan
nuevas orientaciones operativas.
533 No menos relevante debe ser el compromiso de emplear la doctrina social en
la formación de los presbíteros y de los candidatos al sacerdocio, los cuales,
en el horizonte de su preparación ministerial, deben madurar un conocimiento
cualificado de la enseñanza y de la acción pastoral de la Iglesia en el ámbito
social y un vivo interés por las cuestiones sociales de su tiempo. El documento
de la Congregación para la Educación Católica, « Orientaciones para el estudio y
la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los
sacerdotes »,1132 ofrece indicaciones y disposiciones precisas para una correcta
y adecuada organización de los
estudios.
d) Promover el diálogo
534 La doctrina social es un instrumento eficaz de diálogo entre las comunidades
cristianas y la comunidad civil y política, un instrumento idóneo para promover
e inspirar actitudes de correcta y fecunda colaboración, según las modalidades
adecuadas a las circunstancias. El compromiso de las autoridades civiles y
políticas, llamadas a servir a la vocación personal y social del hombre, según
su propia competencia y con sus propios medios, puede encontrar en la doctrina
social de la Iglesia un importante apoyo y una rica fuente de inspiración.
535 La doctrina social es un terreno fecundo para cultivar el diálogo y la
colaboración en campo ecuménico, que hoy día se realizan en diversos ámbitos a
gran escala: en la defensa de la dignidad de las personas humanas; en la
promoción de la paz; en la lucha concreta y eficaz contra las miserias de
nuestro tiempo, como el hambre y la indigencia, el analfabetismo, la injusta
distribución de los bienes y la falta de vivienda. Esta multiforme cooperación
aumenta la conciencia de la fraternidad en Cristo y facilita el camino
ecuménico.
536 En la común tradición del Antiguo Testamento, la Iglesia católica sabe que
puede dialogar con sus hermanos Hebreos, también mediante su doctrina social,
para construir juntos un futuro de justicia y de paz para todos los hombres,
hijos del único Dios. El común patrimonio espiritual favorece el conocimiento
mutuo y la estima recíproca,1133 sobre cuya base puede crecer el entendimiento
para superar cualquier discriminación y defender la dignidad humana.
537 La doctrina social se caracteriza también por una llamada constante al
diálogo entre todos los creyentes de las religiones del mundo, a fin de que
sepan compartir la búsqueda de las formas más oportunas de colaboración: las
religiones tienen un papel importante en la consecución de la paz, que depende
del compromiso común por el desarrollo integral del hombre.1134 Con el espíritu
de los Encuentros de oración que se realizaron en Asís,1135 la Iglesia sigue
invitando a los creyentes de otras religiones al diálogo y a favorecer, en todo
lugar, un testimonio eficaz de los valores comunes
a toda la familia humana.
e) Los sujetos de la pastoral social
538 La Iglesia, en el ejercicio de su misión, compromete a todo el Pueblo de
Dios. En sus diversas articulaciones y en cada uno de sus miembros, según los
dones y las formas de ejercicio propias de cada vocación, el Pueblo de Dios debe
corresponder al deber de anunciar y dar testimonio del Evangelio (cf. 1 Co
9,16), con la conciencia de que « la misión atañe a todos los cristianos ».1136
También la acción pastoral en el ámbito social está destinada a todos los
cristianos, llamados a ser sujetos activos en el testimonio de la doctrina
social y a injertarse plenamente en la tradición consolidada de « la actividad
fecunda de millones y millones de hombres, quienes a impulsos del magisterio
social se han esforzado por inspirarse en él con miras al propio compromiso con
el mundo ».1137 Los cristianos de hoy, actuando individualmente o bien
coordinados en grupos, asociaciones y movimientos, deben saberse presentar como
« un gran movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela de su
dignidad ».1138
539 En la Iglesia particular, el primer responsable del compromiso pastoral de
evangelización de lo social es el Obispo, ayudado por los sacerdotes, los
religiosos y las religiosas, y los fieles laicos. Con especial referencia a la
realidad local, el Obispo tiene la responsabilidad de promover la enseñanza y
difusión de la doctrina social, a la que provee mediante instituciones
apropiadas.
La acción pastoral del Obispo se actúa a través del ministerio de los
presbíteros que participan en su misión de enseñar, santificar y guiar a la
comunidad cristiana. Con la programación de oportunos itinerarios formativos, el
presbítero debe dar a conocer la doctrina social y promover en los miembros de
su comunidad la conciencia del derecho y el deber de ser sujetos activos de esta
doctrina. Mediante las celebraciones sacramentales, en particular de la
Eucaristía y la Reconciliación, el sacerdote ayuda a vivir el compromiso social
como fruto del Misterio salvífico. Debe animar la acción pastoral en el ámbito
social, cuidando con particular solicitud la formación y el acompañamiento
espiritual de los fieles comprometidos en la vida social y política. El
presbítero que ejerce su servicio pastoral en las diversas asociaciones
eclesiales, especialmente en las de apostolado social, tiene la misión de
favorecer su crecimiento con la necesaria enseñanza de la doctrina social.
540 La acción pastoral en el campo social se sirve también de la obra de las
personas consagradas, de acuerdo con su carisma; su testimonio luminoso,
particularmente en las situaciones de mayor pobreza, constituye para todos una
llamada a vivir los valores de la santidad y del servicio generoso al prójimo.
El don total de sí de los religiosos se ofrece a la reflexión común también como
un signo emblemático y profético de la doctrina social: poniéndose totalmente al
servicio del misterio de la caridad de Cristo por el hombre y por el mundo, los
religiosos anticipan y muestran en su vida algunos rasgos de la humanidad nueva
que la doctrina social quiere propiciar. Las personas consagradas en la
castidad, la pobreza y la obediencia se ponen al servicio de la caridad
pastoral, sobre todo con la oración, gracias a la cual contemplan el proyecto de
Dios sobre el mundo, suplican al Señor a fin de que abra el corazón de cada
hombre para que acoja dentro de sí el don de la humanidad nueva, precio del
sacrificio de Cristo.
II. DOCTRINA SOCIAL
Y COMPROMISO DE LOS FIELES LAICOS
a) El fiel laico
541 La connotación esencial de los fieles laicos que trabajan en la viña del
Señor (cf. Mt 20,1-16), es la índole secular de su seguimiento de Cristo, que se
realiza precisamente en el mundo: « A los laicos corresponde, por propia
vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales
y ordenándolos según Dios ».1139 Mediante el Bautismo, los laicos son injertados
en Cristo y hechos partícipes de su vida y de su misión, según su peculiar
identidad: « Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles
cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado
religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto
incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos
partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo,
ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la
parte que a ellos corresponde ».1140
542 La identidad del fiel laico nace y se alimenta de los sacramentos: del
Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. El Bautismo configura con Cristo,
Hijo del Padre, primogénito de toda criatura, enviado como Maestro y Redentor a
todos los hombres. La Confirmación configura con Cristo, enviado para vivificar
la creación y cada ser con la efusión de su Espíritu. La Eucaristía hace al
creyente partícipe del único y perfecto sacrificio que Cristo ha ofrecido al
Padre, en su carne, para la salvación del mundo.
El fiel laico es discípulo de Cristo a partir de los sacramentos y en virtud de
ellos, es decir, en virtud de todo lo que Dios ha obrado en él imprimiéndole la
imagen misma de su Hijo, Jesucristo. De este don divino de gracia, y no de
concesiones humanas, nace el triple « munus » (don y tarea), que cualifica al
laico como profeta, sacerdote y rey, según su índole secular.
543 Es tarea propia del fiel laico anunciar el Evangelio con el testimonio de
una vida ejemplar, enraizada en Cristo y vivida en las realidades temporales: la
familia; el compromiso profesional en el ámbito del trabajo, de la cultura, de
la ciencia y de la investigación; el ejercicio de las responsabilidades
sociales, económicas, políticas. Todas las realidades humanas seculares,
personales y sociales, ambientes y situaciones históricas, estructuras e
instituciones, son el lugar propio del vivir y actuar de los cristianos laicos.
Estas realidades son destinatarias del amor de Dios; el compromiso de los fieles
laicos debe corresponder a esta visión y cualificarse como expresión de la
caridad evangélica: « El ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos
no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y
específicamente, una realidad teológica y eclesial ».1141
544 El testimonio del fiel laico nace de un don de gracia, reconocido, cultivado
y llevado a su madurez.1142 Ésta es la motivación que hace significativo su
compromiso en el mundo y lo sitúa en las antípodas de la mística de la acción,
propia del humanismo ateo, carente de fundamento último y circunscrita a una
perspectiva puramente temporal. El horizonte escatológico es la clave que
permite comprender correctamente las realidades humanas: desde la perspectiva de
los bienes definitivos, el fiel laico es capaz de orientar con autenticidad su
actividad terrena. El nivel de vida y la mayor productividad económica, no son
los únicos indicadores válidos para medir la realización plena del hombre en
esta vida, y valen aún menos si se refieren a la futura: « El hombre, en efecto,
no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana,
mantiene íntegramente su vocación eterna ».1143
b) La espiritualidad del fiel laico
545 Los fieles laicos están llamados a cultivar una auténtica espiritualidad
laical, que los regenere como hombres y mujeres nuevos, inmersos en el misterio
de Dios e incorporados en la sociedad, santos y santificadores. Esta
espiritualidad edifica el mundo según el Espíritu de Jesús: hace capaces de
mirar más allá de la historia, sin alejarse de ella; de cultivar un amor
apasionado por Dios, sin apartar la mirada de los hermanos, a quienes más bien
se logra mirar como los ve el Señor y amar como Él los ama. Es una
espiritualidad que rehuye tanto el espiritualismo intimista como el activismo
social y sabe expresarse en una síntesis vital que confiere unidad, significado
y esperanza a la existencia, por tantas y diversas razones contradictoria y
fragmentada. Animados por esta espiritualidad, los fieles laicos pueden
contribuir, « desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu
evangélico... a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de
fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente
mediante el testimonio de su vida ».1144
546 Los fieles laicos deben fortalecer su vida espiritual y moral, madurando las
capacidades requeridas para el cumplimiento de sus deberes sociales. La
profundización de las motivaciones interiores y la adquisición de un estilo
adecuado al compromiso en campo social y político, son fruto de un empeño
dinámico y permanente de formación, orientado sobre todo a armonizar la vida, en
su totalidad, y la fe. En la experiencia del creyente, en efecto, « no puede
haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”, con
sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”, es decir, la
vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso
político y de la cultura ».1145
La síntesis entre fe y vida requiere un camino regulado sabiamente por los
elementos que caracterizan el itinerario cristiano: la adhesión a la Palabra de
Dios; la celebración litúrgica del misterio cristiano; la oración personal; la
experiencia eclesial auténtica, enriquecida por el particular servicio formativo
de prudentes guías espirituales; el ejercicio de las virtudes sociales y el
perseverante compromiso de formación cultural y profesional.
c) Actuar con prudencia
547 El fiel laico debe actuar según las exigencias dictadas por la prudencia: es
ésta la virtud que dispone para discernir en cada circunstancia el verdadero
bien y elegir los medios adecuados para llevarlo a cabo. Gracias a ella se
aplican correctamente los principios morales a los casos particulares. La
prudencia se articula en tres momentos: clarifica la situación y la valora;
inspira la decisión y da impulso a la acción. El primer momento se caracteriza
por la reflexión y la consulta para estudiar la cuestión, pidiendo el consejo
necesario; el segundo momento es el momento valorativo del análisis y del juicio
de la realidad a la luz del proyecto de Dios; el tercer momento, el de la
decisión, se basa en las fases precedentes, que hacen posible el discernimiento
entre las acciones que se deben llevar a cabo.
548 La prudencia capacita para tomar decisiones coherentes, con realismo y
sentido de responsabilidad respecto a las consecuencias de las propias acciones.
La visión, muy difundida, que identifica la prudencia con la astucia, el calculo
utilitarista, la desconfianza, o incluso con la timidez y la indecisión, está
muy lejos de la recta concepción de esta virtud, propia de la razón práctica,
que ayuda a decidir con sensatez y valentía las acciones a realizar,
convirtiéndose en medida de las demás virtudes. La prudencia ratifica el bien
como deber y muestra el modo en el que la persona se determina a cumplirlo.1146
Es, en definitiva, una virtud que exige el ejercicio maduro del pensamiento y de
la responsabilidad, con un conocimiento objetivo de la situación y una recta
voluntad que guía la decisión.1147
d) Doctrina social y experiencia asociativa
549 La doctrina social de la Iglesia debe entrar, como parte integrante, en el
camino formativo del fiel laico. La experiencia demuestra que el trabajo de
formación es posible, normalmente, en los grupos eclesiales de laicos, que
responden a criterios precisos de eclesialidad: 1148 « También los grupos, las
asociaciones y los movimientos tienen su lugar en la formación de los fieles
laicos. Tienen, en efecto, la posibilidad, cada uno con sus propios métodos, de
ofrecer una formación profundamente injertada en la misma experiencia de vida
apostólica, como también la oportunidad de completar, concretar y especificar la
formación que sus miembros reciben
de otras personas y comunidades ».1149 La doctrina social de la Iglesia sostiene
e ilumina el papel de las asociaciones, de los movimientos y de los grupos
laicales comprometidos en vivificar cristianamente los diversos sectores del
orden temporal: 1150 « La comunión eclesial, ya presente y operante en la acción
personal de cada uno, encuentra una manifestación específica en el actuar
asociado de los fieles laicos: es decir, en la acción solidaria que ellos llevan
a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la Iglesia ».1151
550 La doctrina social de la Iglesia es de suma importancia para los grupos
eclesiales que tienen como objetivo de su compromiso la acción pastoral en
ámbito social. Estos constituyen un punto de referencia privilegiado, ya que
operan en la vida social conforme a su fisonomía eclesial y demuestran, de este
modo, lo relevante que es el valor de la oración, de la reflexión y del diálogo
para comprender las realidades sociales y mejorarlas. En todo caso vale la
distinción « entre la acción que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan
a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia
cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con
sus pastores ».1152
También las asociaciones profesionales, que agrupan a sus miembros en nombre de
la vocación y de la misión cristianas en un determinado ambiente profesional o
cultural, pueden desarrollar un valioso trabajo de maduración cristiana. Así
—por ejemplo— una asociación católica de médicos forma a sus afiliados a través
del ejercicio del discernimiento ante los múltiples problemas que la ciencia
médica, la biología y otras ciencias presentan a la competencia profesional del
médico, pero también a su conciencia y a su fe. Otro tanto se podrá decir de
asociaciones de maestros católicos, de juristas, de empresarios, de
trabajadores, sin olvidar tampoco las de deportistas, ecologistas... En este
contexto la doctrina social muestra su eficacia formativa respecto a la
conciencia de cada persona y a la cultura de un país.
e) El servicio en los diversos ámbitos de la vida social
551 La presencia del fiel laico en campo social se caracteriza por el servicio,
signo y expresión de la caridad, que se manifiesta en la vida familiar,
cultural, laboral, económica, política, según perfiles específicos: obedeciendo
a las diversas exigencias de su ámbito particular de compromiso, los fieles
laicos expresan la verdad de su fe y, al mismo tiempo, la verdad de la doctrina
social de la Iglesia, que encuentra su plena realización cuando se vive
concretamente para solucionar los problemas sociales. La credibilidad misma de
la doctrina social reside, en efecto, en el testimonio de las obras, antes que
en su coherencia y lógica interna.1153
Adentrados en el tercer milenio de la era cristiana, los fieles laicos se
orientarán con su testimonio a todos los hombres con los que colaborarán para
resolver las cuestiones más urgentes de nuestro tiempo: « Todo lo que, extraído
del tesoro doctrinal de la Iglesia, ha propuesto el Concilio, pretende ayudar a
todos los hombres de nuestros días, a los que creen en Dios y a los que no creen
en Él de forma explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su entera
vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre, tiendan a
una fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo el impulso del
amor, con esfuerzo generoso y unido, respondan a las urgentes exigencias de
nuestra edad ».1154
1. El servicio a la persona humana
552 Entre los ámbitos del compromiso social de los fieles laicos emerge, ante
todo, el servicio a la persona humana: la promoción de la dignidad de la
persona, el bien más precioso que el hombre posee, es « una tarea esencial; es
más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la
Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia
humana ».1155
La primera forma de llevar a cabo esta tarea consiste en el compromiso y en el
esfuerzo por la propia renovación interior, porque la historia de la humanidad
no está dirigida por un determinismo impersonal, sino por una constelación de
sujetos, de cuyos actos libres depende el orden social. Las instituciones
sociales no garantizan por sí mismas, casi mecánicamente, el bien de todos: « La
renovación interior del espíritu cristiano » 1156 debe preceder el compromiso de
mejorar la sociedad « según el espíritu de la Iglesia, afianzando la justicia y
la caridad sociales ».1157
De la conversión del corazón brota la solicitud por el hombre amado como un
hermano. Esta solicitud lleva a comprender como una obligación el compromiso de
sanar las instituciones, las estructuras y las condiciones de vida contrarias a
la dignidad humana. Los fieles laicos deben, por tanto, trabajar a la vez por la
conversión de los corazones y por el mejoramiento de las estructuras, teniendo
en cuenta la situación histórica y usando medios lícitos, con el fin de obtener
instituciones en las que la dignidad de todos los hombres sea verdaderamente
respetada y promovida.
553 La promoción de la dignidad humana implica, ante todo, la afirmación del
inviolable derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, el
primero entre todos y condición para todos los demás derechos de la persona.1158
El respeto de la dignidad personal exige, además, el reconocimiento de la
dimensión religiosa del hombre, que no es « una exigencia simplemente
“confesional”, sino más bien una exigencia que encuentra su raíz inextirpable en
la realidad misma del hombre ».1159 El reconocimiento efectivo del derecho a la
libertad de conciencia y a la libertad religiosa es uno de los bienes más
elevados y de los deberes más graves de todo pueblo que quiera verdaderamente
asegurar el bien de la persona y de la sociedad.1160 En el actual contexto
cultural, adquiere especial urgencia el compromiso de defender el matrimonio y
la familia, que puede cumplirse adecuadamente sólo con la convicción del valor
único e insustituible de estas realidades en orden al auténtico desarrollo de la
convivencia humana.1161
2. El servicio a la cultura
554 La cultura debe constituir un campo privilegiado de presencia y de
compromiso para la Iglesia y para cada uno de los cristianos. La separación
entre la fe cristiana y la vida cotidiana es juzgada por el Concilio Vaticano II
como uno de los errores más graves de nuestro tiempo.1162 El extravío del
horizonte metafísico; la pérdida de la nostalgia de Dios en el narcisismo
egoísta y en la sobreabundancia de medios propia de un estilo de vida
consumista; el primado atribuido a la tecnología y a la investigación científica
como fin en sí misma; la exaltación de la apariencia, de la búsqueda de la
imagen, de las técnicas de la comunicación: todos estos fenómenos deben ser
comprendidos en sus aspectos culturales y relacionados con el tema central de la
persona humana, de su crecimiento integral, de su capacidad de comunicación y de
relación con los demás hombres, de su continuo interrogarse acerca de las
grandes cuestiones que connotan la existencia. Téngase presente que « la cultura
es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre,
“es” más, accede más al “ser” ».1163
555 Un campo particular de compromiso de los fieles laicos debe ser la promoción
de una cultura social y política inspirada en el Evangelio. La historia reciente
ha mostrado la debilidad y el fracaso radical de algunas perspectivas culturales
ampliamente compartidas y dominantes durante largo tiempo, en especial a nivel
político y social. En este ámbito, especialmente en los decenios posteriores a
la Segunda Guerra Mundial, los católicos, en diversos países, han sabido
desarrollar un elevado compromiso, que da testimonio, hoy con evidencia cada vez
mayor, de la consistencia de su inspiración y de su patrimonio de valores. El
compromiso social y político de los católicos, en efecto, nunca se ha limitado a
la mera transformación de las estructuras, porque está impulsado en su base por
una cultura que acoge y da razón de las instancias que derivan de la fe y de la
moral, colocándolas como fundamento y objetivo de proyectos concretos. Cuando
esta conciencia falta, los mismos católicos se condenan a la dispersión
cultural, empobreciendo y limitando sus propuestas. Presentar en términos
culturales actualizados el patrimonio de la Tradición católica, sus valores, sus
contenidos, toda la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo, es
también hoy la urgencia prioritaria. La fe en Jesucristo, que se definió a sí
mismo « el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14,6), impulsa a los cristianos a
cimentarse con empeño siempre renovado en la construcción de una cultura social
y política inspirada en el Evangelio.1164
556 La perfección integral de la persona y el bien de toda la sociedad son los
fines esenciales de la cultura: 1165 la dimensión ética de la cultura es, por
tanto, una prioridad en la acción social y política de los fieles laicos. El
descuido de esta dimensión transforma fácilmente la cultura en un instrumento de
empobrecimiento de la humanidad. Una cultura puede volverse estéril y
encaminarse a la decadencia, cuando « se encierra en sí misma y trata de
perpetuar formas de vida anticuadas, rechazando cualquier cambio y confrontación
sobre la verdad del hombre ».1166 La formación de una cultura capaz de
enriquecer al hombre requiere por el contrario un empeño pleno de la persona,
que despliega en ella toda su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del
mundo y de los hombres, y ahí emplea, además, su capacidad de autodominio, de
sacrificio personal, de solidaridad y de disponibilidad para promover el bien
común.1167
557 El compromiso social y político del fiel laico en ámbito cultural comporta
actualmente algunas direcciones precisas. La primera es la que busca asegurar a
todos y cada uno el derecho a una cultura humana y civil, « exigido por la
dignidad de la persona, sin distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o
condición social ».1168 Este derecho implica el derecho de las familias y de las
personas a una escuela libre y abierta; la libertad de acceso a los medios de
comunicación social, para lo cual se debe evitar cualquier forma de monopolio y
de control ideológico; la libertad de investigación, de divulgación del
pensamiento, de debate y de confrontación. En la raíz de la pobreza de tantos
pueblos se hallan también formas diversas de indigencia cultural y de derechos
culturales no reconocidos. El compromiso por la educación y la formación de la
persona constituye, en todo momento, la primera solicitud de la acción social de
los cristianos.
558 El segundo desafío para el compromiso del cristiano laico se refiere al
contenido de la cultura, es decir, a la verdad. La cuestión de la verdad es
esencial para la cultura, porque todos los hombres tienen « el deber de
conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los
valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad ».1169 Una
correcta antropología es el criterio que ilumina y verifica las diversas formas
culturales históricas. El compromiso del cristiano en ámbito cultural se opone a
todas las visiones reductivas e ideológicas del hombre y de la vida. El
dinamismo de apertura a la verdad está garantizado ante todo por el hecho que «
las culturas de las diversas Naciones son, en el fondo, otras tantas maneras
diversas de plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia personal
».1170
559 Los cristianos deben trabajar generosamente para dar su pleno valor a la
dimensión religiosa de la cultura: esta tarea, es sumamente importante y urgente
para lograr la calidad de la vida humana, en el plano social e individual. La
pregunta que proviene del misterio de la vida y remite al misterio más grande,
el de Dios, está, en efecto, en el centro de toda cultura; cancelar este ámbito
comporta la corrupción de la cultura y de la vida moral de las Naciones.1171 La
auténtica dimensión religiosa es constitutiva del hombre y le permite captar en
sus diversas actividades el horizonte en el que ellas encuentran significado y
dirección. La religiosidad o espiritualidad del hombre se manifiesta en las
formas de la cultura, a las que da vitalidad e inspiración. De ello dan
testimonio innumerables obras de arte de todos los tiempos. Cuando se niega la
dimensión religiosa de una persona o de un pueblo, la misma cultura se
deteriora; llegando, en ocasiones, hasta el punto de hacerla desaparecer.
560 En la promoción de una auténtica cultura, los fieles laicos darán gran
relieve a los medios de comunicación social, considerando sobre todo los
contenidos de las innumerables decisiones realizadas por las personas: todas
estas decisiones, si bien varían de un grupo a otro y de persona a persona,
tienen un peso moral, y deben ser evaluadas bajo este perfil. Para elegir
correctamente, es necesario conocer las normas de orden moral y aplicarlas
fielmente.1172 La Iglesia ofrece una extensa tradición de sabiduría,
radicada en la Revelación divina y en la reflexión humana,1173 cuya orientación
teológica es un correctivo importante « tanto para la “solución “atea”, que
priva al hombre de una parte esencial, la espiritual, como para las soluciones
permisivas o consumísticas, las cuales con diversos pretextos tratan de
convencerlo de su independencia de toda ley y de Dios mismo ».1174 Más que
juzgar los medios de comunicación social, esta tradición se pone a su servicio:
« La cultura de la sabiduría, propia de la Iglesia puede evitar que la cultura
de la información, propia de los medios de comunicación, se convierta en una
acumulación de hechos sin sentido ».1175
561 Los fieles laicos considerarán los medios de comunicación como posibles y
potentes instrumentos de solidaridad: « La solidaridad aparece como una
consecuencia de una información verdadera y justa, y de la libre circulación de
las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo ».1176 Esto no
sucede si los medios de comunicación social se usan para edificar y sostener
sistemas económicos al servicio de la avidez y de la ambición. La decisión de
ignorar completamente algunos aspectos del sufrimiento humano ocasionado por
graves injusticias supone una elección indefendible.1177 Las estructuras y las
políticas de comunicación y distribución de la tecnología son factores que
contribuyen a que algunas personas sean « ricas » de información y otras «
pobres » de información, en una época en que la prosperidad y hasta la
supervivencia dependen de la información. De este modo los medios de
comunicación social contribuyen a las injusticias y desequilibrios que causan
ese mismo dolor que después reportan como información. Las tecnologías de la
comunicación y de la información, junto a la formación en su uso, deben apuntar
a eliminar estas injusticias y desequilibrios.
562 Los profesionales de estos medios no son los únicos que tienen deberes
éticos. También los usuarios tienen obligaciones. Los operadores que intentan
asumir sus responsabilidades merecen un público consciente de las propias. El
primer deber de los usuarios de las comunicaciones sociales consiste en el
discernimiento y la selección. Los padres, las familias y la Iglesia tienen
responsabilidades precisas e irrenunciables. Cuantos se relacionan en formas
diversas con el campo de las comunicaciones sociales, deben tener en cuenta la
amonestación fuerte y clara de San Pablo: « Por tanto, desechando la mentira,
hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los
otros... No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente
para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen » (Ef
4,25.29). Las exigencias éticas esenciales de los medios de comunicación social
son, el servicio a la persona mediante la edificación de una comunidad humana
basada en la solidaridad, en la justicia y en el amor y la difusión de la verdad
sobre la vida humana y su realización final en Dios.1178 A la luz de la fe, la
comunicación humana se debe considerar un recorrido de Babel a Pentecostés, es
decir, el compromiso, personal y social, de superar el colapso de la
comunicación (cf. Gn 11,4-8) abriéndose al don de lenguas (cf. Hch 2,5-11), a la
comunicación restablecida con la fuerza del Espíritu, enviado por el Hijo.
3. El servicio a la economía
563 Ante la complejidad del contexto económico contemporáneo, el fiel laico se
deberá orientar su acción por los principios del Magisterio social. Es necesario
que estos principios sean conocidos y acogidos en la actividad económica misma:
cuando se descuidan estos principios, empezando por la centralidad de la persona
humana, se pone en peligro la calidad de la actividad económica.1179
El compromiso del cristiano se traducirá también en un esfuerzo de reflexión
cultural orientado sobre todo a un discernimiento sobre los modelos actuales de
desarrollo económico-social. La reducción de la cuestión del desarrollo a un
problema exclusivamente técnico llevaría a vaciarlo de su verdadero contenido
que es, en cambio, « la dignidad del hombre y de los pueblos ».1180
564 Los estudiosos de la ciencia económica, los trabajadores del sector y los
responsables políticos deben advertir la urgencia de replantear la economía,
considerando, por una parte, la dramática pobreza material de miles de millones
de personas y, por la otra, el hecho de que « a las actuales estructuras
económicas, sociales y culturales les cuesta hacerse cargo de las exigencias de
un auténtico desarrollo ».1181 Las legítimas exigencias de la eficiencia
económica deben armonizarse mejor con las de la participación política y de la
justicia social. Esto significa, en concreto, impregnar de solidaridad las redes
de la interdependencia económica, política y social, que los procesos de
globalización en curso tienden a acrecentar.1182 En este esfuerzo de
replanteamiento, que se perfila articulado y está destinado a incidir en las
concepciones de la realidad económica, resultan de gran valor las asociaciones
de inspiración cristiana que se mueven en el ámbito económico: asociaciones de
trabajadores, de empresarios, de economistas.
4. El servicio a la política
565 Para los fieles laicos, el compromiso político es una expresión cualificada
y exigente del empeño cristiano al servicio de los demás.1183 La búsqueda del
bien común con espíritu de servicio; el desarrollo de la justicia con atención
particular a las situaciones de pobreza y sufrimiento; el respeto de la
autonomía de las realidades terrenas; el principio de subsidiaridad; la
promoción del diálogo y de la paz en el horizonte de la solidaridad: éstas son
las orientaciones que deben inspirar la acción política de los cristianos
laicos. Todos los creyentes, en cuanto titulares de derechos y deberes cívicos,
están obligados a respetar estas orientaciones; quienes desempeñan tareas
directas e institucionales en la gestión de las complejas problemáticas de los
asuntos públicos, ya sea en las administraciones locales o en las instituciones
nacionales e internacionales, deberán tenerlas especialmente en cuenta.
566 Los cargos de responsabilidad en las instituciones sociales y políticas
exigen un compromiso riguroso y articulado, que sepa evidenciar, con las
aportaciones de la reflexión en el debate político, con la elaboración de
proyectos y con las decisiones operativas, la absoluta necesidad de la
componente moral en la vida social y política. Una atención inadecuada a la
dimensión moral conduce a la deshumanización de la vida asociada y de las
instituciones sociales y políticas, consolidando las « estructuras de pecado »:
1184 « Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no
es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de
confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a
través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente
con la dignidad de la persona humana ».1185
567 En el contexto del compromiso político del fiel laico, requiere un cuidado
particular, la preparación para el ejercicio del poder, que los creyentes deben
asumir, especialmente cuando sus conciudadanos les confían este encargo, según
las reglas democráticas. Los cristianos aprecian el sistema democrático, « en la
medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones
políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a
sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera
pacífica »,1186 y rechazan los grupos ocultos de poder que buscan condicionar o
subvertir el funcionamiento de las instituciones legítimas. El ejercicio de la
autoridad debe asumir el carácter de servicio, se ha de desarrollar siempre en
el ámbito de la ley moral para lograr el bien común: 1187 quien ejerce la
autoridad política debe hacer converger las energías de todos los ciudadanos
hacia este objetivo, no de forma autoritaria, sino valiéndose de la fuerza moral
alimentada por la libertad.
568 El fiel laico está llamado a identificar, en las situaciones políticas
concretas, las acciones realmente posibles para poner en práctica los principios
y los valores morales propios de la vida social. Ello exige un método de
discernimiento,1188 personal y comunitario, articulado en torno a algunos puntos
claves: el conocimiento de las situaciones, analizadas con la ayuda de las
ciencias sociales y de instrumentos adecuados; la reflexión sistemática sobre la
realidad, a la luz del mensaje inmutable del Evangelio y de la enseñanza social
de la Iglesia; la individuación de las opciones orientadas a hacer evolucionar
en sentido positivo la situación presente. De la profundidad de la escucha y de
la interpretación de la realidad derivan las opciones operativas concretas y
eficaces; a las que, sin embargo, no se les debe atribuir nunca un valor
absoluto, porque ningún problema puede ser resuelto de modo definitivo: « La fe
nunca ha pretendido encerrar los contenidos socio-políticos en un esquema
rígido, consciente de que la dimensión histórica en la que el hombre vive,
impone verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudo rápidamente
mutables ».1189
569 Una situación emblemática para el ejercicio del discernimiento se presenta
en el funcionamiento del sistema democrático, que hoy muchos consideran en una
perspectiva agnóstica y relativista, que lleva a ver la verdad como un producto
determinado por la mayoría y condicionado por los equilibrios políticos.1190 En
un contexto semejante, el discernimiento es especialmente grave y delicado
cuando se ejercita en ámbitos como la objetividad y rectitud de la información,
la investigación científica o las opciones económicas que repercuten en la vida
de los más pobres o en realidades que remiten a las exigencias morales
fundamentales e irrenunciables, como el carácter sagrado de la vida, la
indisolubilidad del matrimonio, la promoción de la familia fundada sobre el
matrimonio entre un hombre y una mujer.
En esta situación resultan útiles algunos criterios fundamentales: la distinción
y a la vez la conexión entre el orden legal y el orden moral; la fidelidad a la
propia identidad y, al mismo tiempo, la disponibilidad al diálogo con todos; la
necesidad de que el juicio y el compromiso social del cristiano hagan referencia
a la triple e inseparable fidelidad a los valores naturales, respetando la
legítima autonomía de las realidades temporales, a los valores morales,
promoviendo la conciencia de la intrínseca dimensión ética de los problemas
sociales y políticos, y a los valores sobrenaturales, realizando su misión con
el espíritu del Evangelio de Jesucristo.
570 Cuando en ámbitos y realidades que remiten a exigencias éticas fundamentales
se proponen o se toman decisiones legislativas y políticas contrarias a los
principios y valores cristianos, el Magisterio enseña que « la conciencia
cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la
realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que
contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de
la fe y la moral ».1191
En el caso que no haya sido posible evitar la puesta en práctica de tales
programas políticos, o impedir o abrogar tales leyes, el Magisterio enseña que
un parlamentario, cuya oposición personal a las mismas sea absoluta, clara, y de
todos conocida, podría lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a
limitar los daños de dichas leyes y programas, y a disminuir sus efectos
negativos en el campo de la cultura y de la moralidad pública. Es emblemático al
respecto, el caso de una ley abortista.1192 Su voto, en todo caso, no puede ser
interpretado como adhesión a una ley inicua, sino sólo como una contribución
para reducir las consecuencias negativas de una resolución legislativa, cuya
total responsabilidad recae sobre quien la ha procurado.
Téngase presente que, en las múltiples situaciones en las que están en juego
exigencias morales fundamentales e irrenunciables, el testimonio cristiano debe
ser considerado como un deber fundamental que puede llegar incluso al sacrificio
de la vida, al martirio, en nombre de la caridad y de la dignidad humana.1193 La
historia de veinte siglos, incluida la del último, está valiosamente poblada de
mártires de la verdad cristiana, testigos de fe, de esperanza y de caridad
evangélicas. El martirio es el testimonio de la propia conformación personal con
Cristo Crucificado, cuya expresión llega hasta la forma suprema del
derramamiento de la propia sangre, según la enseñanza evangélica: « Si el grano
de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto
» (Jn 12,24).
571 El compromiso político de los católicos con frecuencia se pone en relación
con la « laicidad », es decir, la distinción entre la esfera política y la
esfera religiosa.1194 Esta distinción « es un valor adquirido y reconocido por
la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado ».1195 La
doctrina moral católica, sin embargo, excluye netamente la perspectiva de una
laicidad entendida como autonomía respecto a la ley moral: « En efecto, la
“laicidad” indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que
emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque
tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues
la verdad es una ».1196 Buscar sinceramente la verdad, promover y defender con
medios lícitos las verdades morales que se refieren a la vida social —la
justicia, la libertad, el respeto de la vida y de los demás derechos de la
persona— es un derecho y un deber de todos los miembros de una comunidad social
y política.
Cuando el Magisterio de la Iglesia interviene en cuestiones inherentes a la vida
social y política, no atenta contra las exigencias de una correcta
interpretación de la laicidad, porque « no quiere ejercer un poder político ni
eliminar la libertad de opinión de los católicos sobre cuestiones contingentes.
Busca, en cambio —en cumplimiento de su deber— instruir e iluminar la conciencia
de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política,
para que su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la
persona y del bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una
intromisión en el gobierno de los diferentes países. Plantea ciertamente, en la
conciencia única y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia
».1197
572 El principio de laicidad conlleva el respeto de cualquier confesión
religiosa por parte del Estado, « que asegura el libre ejercicio de las
actividades del culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades
de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de
comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la Nación ».1198 Por
desgracia todavía permanecen, también en las sociedades democráticas,
expresiones de un laicismo intolerante, que obstaculizan todo tipo de relevancia
política y cultural de la fe, buscando descalificar el compromiso social y
político de los cristianos sólo porque estos se reconocen en las verdades que la
Iglesia enseña y obedecen al deber moral de ser coherentes con la propia
conciencia; se llega incluso a la negación más radical de la misma ética
natural. Esta negación, que deja prever una condición de anarquía moral, cuya
consecuencia obvia es la opresión del más fuerte sobre el débil, no puede ser
acogida por ninguna forma de pluralismo legítimo, porque mina las bases mismas
de la convivencia humana. A la luz de este estado de cosas, « la marginalización
del Cristianismo... no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de
sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro
los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización ».1199
573 Un ámbito especial de discernimiento para los fieles laicos concierne a la
elección de los instrumentos políticos, o la adhesión a un partido y a las demás
expresiones de la participación política. Es necesario efectuar una opción
coherente con los valores, teniendo en cuenta las circunstancias reales. En
cualquier caso, toda elección debe siempre enraizarse en la caridad y tender a
la búsqueda del bien común.1200 Las instancias de la fe cristiana difícilmente
se pueden encontrar en una única posición política: pretender que un partido o
una formación política correspondan completamente a las exigencias de la fe y de
la vida cristiana genera equívocos peligrosos. El cristiano no puede encontrar
un partido político que responda plenamente a las exigencias éticas que nacen de
la fe y de la pertenencia a la Iglesia: su adhesión a una formación política no
será nunca ideológica, sino siempre crítica, a fin de que el partido y su
proyecto político resulten estimulados a realizar formas cada vez más atentas a
lograr el bien común, incluido el fin espiritual del hombre.1201
574 La distinción, por un lado, entre instancias de la fe y opciones socio-
políticas y, por el otro, entre las opciones particulares de los cristianos y
las realizadas por la comunidad cristiana en cuanto tal, comporta que la
adhesión a un partido o formación política sea considerada una decisión a título
personal, legítima al menos en los límites de partidos y posiciones no
incompatibles con la fe y los valores cristianos.1202 La elección del partido,
de la formación política, de las personas a las cuales confiar la vida pública,
aun cuando compromete la conciencia de cada uno, no podrá ser una elección
exclusivamente individual: « Incumbe a las comunidades cristianas analizar con
objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la
palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de
juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia
».1203 En cualquier caso, « a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a
favor de su parecer la autoridad de la Iglesia »: 1204 los creyentes deben
procurar más bien « hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la
mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común ».1205
CONCLUSIÓN
HACIA UNA CIVILIZACIÓN DEL AMOR
a) La ayuda de la Iglesia al hombre contemporáneo
575 La sociedad contemporánea advierte y vive profusamente una nueva necesidad
de sentido: « Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido
de su vida, de su acción y de su muerte ».1206 Resultan arduos los intentos de
satisfacer las exigencias de proyectar el futuro en el nuevo contexto de las
relaciones internacionales, cada vez más complejas e interdependientes, y al
mismo tiempo menos ordenadas y pacíficas. La vida y la muerte de las personas
parecen estar confiadas únicamente al progreso científico y tecnológico, que
avanza mucho más rápidamente que la capacidad humana de establecer sus fines y
evaluar sus costos. Muchos fenómenos indican, por el contrario, que « en las
Naciones más ricas, los hombres, insatisfechos cada vez más por la posesión de
los bienes materiales, abandonan la utopía de un paraíso perdurable aquí en la
tierra. Al mismo tiempo, la humanidad entera no solamente está adquiriendo una
conciencia cada día más clara de los derechos inviolables y universales de la
persona humana, sino que además se esfuerza con toda clase de recursos por
establecer entre los hombres relaciones mutuas más justas y adecuadas a su
propia dignidad ».1207
576 A las preguntas de fondo sobre el sentido y el fin de la aventura humana, la
Iglesia responde con el anuncio del Evangelio de Cristo, que rescata la dignidad
de la persona humana del vaivén de las opiniones, asegurando la libertad del
hombre como ninguna ley humana puede hacerlo. El Concilio Vaticano II indica que
la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo consiste en ayudar a cada ser
humano a descubrir en Dios el significado último de su existencia: la Iglesia
sabe bien que « sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más
profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los
alimentos terrenos ».1208 Sólo Dios, que ha creado el hombre a su imagen y lo ha
redimido del pecado, puede ofrecer a los interrogantes humanos más radicales una
respuesta plenamente adecuada por medio de la Revelación realizada en su Hijo
hecho hombre: el Evangelio, en efecto, « anuncia y proclama la libertad de los
hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan en última instancia,
del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión;
advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y
bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos
».1209
b) Recomenzar desde la fe en Cristo
577 La fe en Dios y en Jesucristo ilumina los principios morales que son « el
único e insustituible fundamento de estable tranquilidad en que se apoya el
orden interno y externo de la vida privada y pública, que es el único que puede
engendrar y salvaguardar la prosperidad de los Estados ».1210 La vida social se
debe ajustar al designio divino: « La dimensión teológica se hace necesaria para
interpretar y resolver los actuales problemas de la convivencia humana ».1211
Ante las graves formas de explotación y de injusticia social « se difunde y
agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social
capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia. Ciertamente
es largo y fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y grandes son los
esfuerzos por realizar para que pueda darse semejante renovación, incluso por
las causas múltiples y graves que generan y favorecen las situaciones de
injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como enseñan la experiencia y la
historia de cada uno, no es difícil encontrar, al origen de estas situaciones,
causas propiamente “culturales”, relacionadas con una determinada visión del
hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad, en el centro de la cuestión
cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el
sentido religioso ».1212 También en lo que respecta a la « cuestión social » se
debe evitar « la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los
grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve,
pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!
No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el
de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en
definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir
en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la Jerusalén celeste ».1213
c) Una esperanza sólida
578 La Iglesia enseña al hombre que Dios le ofrece la posibilidad real de
superar el mal y de alcanzar el bien. El Señor ha redimido al hombre, lo ha
rescatado a caro precio (cf. 1 Co 6,20). El sentido y el fundamento del
compromiso cristiano en el mundo derivan de esta certeza, capaz de encender la
esperanza, a pesar del pecado que marca profundamente la historia humana: la
promesa divina garantiza que el mundo no permanece encerrado en sí mismo, sino
abierto al Reino de Dios. La Iglesia conoce los efectos del « misterio de la
impiedad » (2 Ts 2,7), pero sabe también que « hay en la persona humana
suficientes cualidades y energías, y hay una “bondad” fundamental (cf. Gn 1,31),
porque es imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo,
“cercano a todo hombre”, y porque la acción eficaz del Espíritu Santo “llena la
tierra” (Sb 1,7) ».1214
579 La esperanza cristiana confiere una fuerte determinación al compromiso en
campo social, infundiendo confianza en la posibilidad de construir un mundo
mejor, sabiendo bien que no puede existir un « paraíso perdurable aquí en la
tierra ».1215 Los cristianos, especialmente los fieles laicos, deben comportarse
de tal modo que « la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y
social. Se manifiestan como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en
la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo presente (cf. Ef 5,16; Col 4,5) y
esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rm 8,25). Pero no escondan esta
esperanza en el interior de su alma, antes bien manifiéstenla, incluso a través
de las estructuras de la vida secular, en una constante renovación y en un
forcejeo con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus
malignos (Ef 6,12) ».1216 Las motivaciones religiosas de este compromiso pueden
no ser compartidas, pero las convicciones morales que se derivan de ellas
constituyen un punto de encuentro entre los cristianos y todos los hombres de
buena voluntad.
d) Construir la « civilización del amor »
580 La finalidad inmediata de la doctrina social es la de proponer los
principios y valores que pueden afianzar una sociedad digna del hombre. Entre
estos principios, el de la solidaridad en cierta medida comprende todos los
demás: éste constituye « uno de los principios básicos de la concepción
cristiana de la organización social y política ».1217
Este principio está iluminado por el primado de la caridad « que es signo
distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35) ».1218 Jesús « nos enseña
que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la
transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor » 1219 (cf. Mt 22,40;
Jn 15,12; Col 3,14; St 2,8). El comportamiento de la persona es plenamente
humano cuando nace del amor, manifiesta el amor y está ordenado al amor. Esta
verdad vale también en el ámbito social: es necesario que los cristianos sean
testigos profundamente convencidos y sepan mostrar, con sus vidas, que el amor
es la única fuerza (cf. 1 Co 12,31-14,1) que puede conducir a la perfección
personal y social y mover la historia hacia el bien.
581 El amor debe estar presente y penetrar todas las relaciones sociales: 1220
especialmente aquellos que tienen el deber de proveer al bien de los pueblos «
se afanen por conservar en sí mismos e inculcar en los demás, desde los más
altos hasta los más humildes, la caridad, señora y reina de todas las virtudes.
Ya que la ansiada solución se ha de esperar principalmente de la caridad, de la
caridad cristiana entendemos, que compendia en sí toda la ley del Evangelio, y
que, dispuesta en todo momento a entregarse por el bien de los demás, es el
antídoto más seguro contra la insolvencia y el egoísmo del mundo ».1221 Este
amor puede ser llamado « caridad social » 1222 o « caridad política » 1223 y se
debe extender a todo el género humano.1224 El « amor social » 1225 se sitúa en
las antípodas del egoísmo y del individualismo: sin absolutizar la vida social,
como sucede en las visiones horizontalistas que se quedan en una lectura
exclusivamente sociológica, no se puede olvidar que el desarrollo integral de la
persona y el crecimiento social se condicionan mutuamente. El egoísmo, por
tanto, es el enemigo más deletéreo de una sociedad ordenada: la historia muestra
la devastación que se produce en los corazones cuando el hombre no es capaz de
reconocer otro valor y otra realidad efectiva que de los bienes materiales, cuya
búsqueda obsesiva sofoca e impide su capacidad de entrega.
582 Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario
revalorizar el amor en la vida social —a nivel político, económico, cultural—,
haciéndolo la norma constante y suprema de la acción. Si la justicia « es de por
sí apta para servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición
de los bienes objetivos según una medida adecuada, el amor en cambio, y
solamente el amor (también ese amor benigno que llamamos “misericordia”), es
capaz de restituir el hombre a sí mismo ».1226 No se pueden regular las
relaciones humanas únicamente con la medida de la justicia: « El cristiano sabe
que el amor es el motivo por el cual Dios entra en relación con el hombre. Es
también el amor lo que Él espera como respuesta del hombre. Por eso el amor es
la forma más alta y más noble de relación de los seres humanos entre sí. El amor
debe animar, pues, todos los ámbitos de la vida humana, extendiéndose igualmente
al orden internacional. Sólo una humanidad en la que reine la “civilización del
amor” podrá gozar de una paz auténtica y duradera ».1227 En este sentido, el
Magisterio recomienda encarecidamente la solidaridad porque está en condiciones
de garantizar el bien común, en cuanto favorece el desarrollo integral de las
personas: la caridad « te hace ver en el prójimo a ti mismo ».1228
583 Sólo la caridad puede cambiar completamente al hombre.1229 Semejante cambio
no significa anular la dimensión terrena en una espiritualidad desencarnada.1230
Quien piensa conformarse a la virtud sobrenatural del amor sin tener en cuenta
su correspondiente fundamento natural, que incluye los deberes de la justicia,
se engaña a sí mismo: « La caridad representa el mayor mandamiento social.
Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única
que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: “Quien
intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará” (Lc 17,33)
».1231 Pero la caridad tampoco se puede agotar en la dimensión terrena de las
relaciones humanas y sociales, porque toda su eficacia deriva de la referencia a
Dios: « En la tarde de esta vida, compareceré delante ti con las manos vacías,
pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias
tienen manchas a tus ojos. Por eso, yo quiero revestirme de tu propia Justicia y
recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo... ».1232
Notas
1Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 1: AAS 93 (2001) 266.
2Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 11: AAS 83 (1991) 260.
3Catecismo de la Iglesia Católica, 2419.
4Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 50-51: AAS 93 (2001) 303-304.
5Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 571-572.
6Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Ecclesia in America, 54: AAS 91 (1999) 790.
7Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Ecclesia in America, 54: AAS 91 (1999) 790;
Catecismo de la Iglesia Católica, 24.
8Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 55: AAS 83 (1991) 860.
9Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 15: AAS 81 (1989) 414.
10Concilio Vaticano II, Decr. Christus Dominus, 12: AAS 58 (1966) 678.
11Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen Gentium, 31: AAS 57 (1965) 37.
12Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 4: AAS 63 (1971) 403.
13Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 92: AAS 58 (1966)
1113-1114.
14Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, 2: AAS 58 (1966) 818.
15Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 3: AAS 58 (1966) 1026.
16Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 3: AAS 58 (1966) 1027.
17Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 10: AAS 58 (1966)
1032.
18Juan Pablo II, Audiencia general (19 de octubre de 1983), 2: L'Osservatore
Romano, edición española, 23 de octubre de 1983, p. 3.
19Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 44: AAS 58 (1966)
1064.
20Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 3: AAS 58 (1966) 1026.
21Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
22Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 30: AAS 58 (1966) 1050.
23Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1789; 1970; 2510.
24Catecismo de la Iglesia Católica, 2062.
25Catecismo de la Iglesia Católica, 2070.
26Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 97: AAS 85 (1993) 1209.
27La ley se encuentra en Ex 23; Dt 15; Lv 25.
28Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente, 13: AAS 87 (1995)
14.
29Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 13: AAS 58 (1966)
1035.
30Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, 4: AAS 58 (1966) 819.
31Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 10: AAS 58 (1966) 1033.
32Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 9: AAS 57 (1965)
12-14.
33Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 7: AAS 80 (1988) 1666.
34Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 7: AAS 80 (1988) 1665-1666.
35Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40: AAS 80 (1988) 569.
36Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 7: AAS 80 (1988) 1664.
37Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24: AAS 58 (1966) 1045.
38Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034.
39Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966)
1043.
40Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, 5: AAS 58 (1966) 819.
41Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1043.
42Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1043
43Catecismo de la Iglesia Católica, 1888.
44Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: AAS 80 (1988)
565-566.
45Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 28: AAS 58 (1966) 1048.
46Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1889.
47Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 37: AAS 58 (1966) 1055.
48Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 36: AAS 58 (1966) 1054;
cf. Id., Decr. Apostolicam actuositatem, 7: AAS 58 (1966) 843-844.
49Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 36: AAS 58 (1966) 1054.
50Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2244.
51Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, 2: AAS 58 (1966) 818.
52Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991) 844.
53Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991) 844-845.
54Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966) 1099.
55Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
56Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965) 8.
57Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 20: AAS 83 (1991) 267.
58Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966)1099;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2245.
59Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966)1099.
60Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 40: AAS 58 (1966) 1058.
61Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2244.
62Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 40: AAS 58 (1966) 1058.
63Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 11: AAS 58 (1966)
1033.
64Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 37: AAS 63 (1971) 426-427.
65Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 11: AAS 71 (1979) 276: «
Justamente los Padres de la Iglesia veían en las distintas religiones como otros
tantos reflejos de una única verdad “como gérmenes del Verbo”, los cuales
testimonian que, aunque por diversos caminos, está dirigida sin embargo en una
única dirección la más profunda aspiración del espíritu humano ».
66Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 38: AAS 58 (1966) 1055-
1056.
67Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057.
68Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057.
69Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 13: AAS 71 (1979) 283-284.
70Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 16-28: AAS 93 (2001)
276-285.
71Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater, 37: AAS 79 (1987) 410.
72Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 97: AAS
79 (1987) 597.
73Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 1: AAS 58 (1966) 1025-
1026.
74Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 40: AAS 58 (1966)
1057-1059; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 53-54: AAS 83 (1991)
859-860; Id., Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 1: AAS 80 (1988) 513-514.
75Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 32: AAS 58 (1966)
1051.
76Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54; AAS 83 (1991) 859.
77Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13; AAS 59 (1967) 263.
78Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 40: AAS 58 (1966)
1057-1059.
79Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 14: AAS 71 (1979) 284.
80Catecismo de la Iglesia Católica, 2419.
81Cf. Juan Pablo II, Homilía en la misa de Pentecostés en el 1er. Centenario de
la « Rerum novarum » (19 de mayo de 1991): AAS 84 (1992) 282.
82Cf. Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 9. 30: AAS 68 (1976) 10-11. 25-26;
Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Puebla (28 de enero de 1979), III/4-7: AAS 71 (1979) 199-204;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 63-64.
80: AAS 79 (1987) 581-582. 590-591.
83Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 8: AAS 71 (1979) 270.
84Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 48: AAS 57 (1966) 53.
85Cf. Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 29: AAS 68 (1976) 25.
86Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 31: AAS 68 (1976) 26.
87Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54; AAS 83 (1991) 860.
88Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988)
570-572.
89Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 799.
90Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 860.
91Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2420.
92Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 42: AAS 58 (1966) 1060.
93Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988)
570-572.
94Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 860.
95Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 14: AAS 58 (1966) 940;
Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 27. 64. 110: AAS 85 (1993)
1154-1155. 1183-1184. 1219-1220.
96Juan Pablo II, Mensaje al Secretario General de las Naciones Unidas con
ocasión del XXX Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
(2 de diciembre de 1978): L'Osservatore Romano, edición española, 24 de
diciembre de 1978, p. 13.
97Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 799.
98Cf. Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 34: AAS 68 (1976) 28.
99CIC. canon 747, § 2.
100Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 3: AAS 73 (1981) 583-584.
101Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 571.
102Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 571.
103Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 572.
104Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 59: AAS 83 (1991) 864-865.
105Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio: AAS 91 (1999) 5-88.
106Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 14: AAS 58 (1966) 940.
107Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 13. 50. 79: AAS 85 (1993)
1143-1144. 1173-1174. 1197.
108Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 59: AAS 83 (1991) 864.
109Resulta significativa, al respecto, la institución de la Pontificia Academia
de las Ciencias Sociales. En el Motu proprio de erección se lee: « Las
investigaciones de las ciencias sociales pueden contribuir de forma eficaz a la
mejora de las relaciones humanas, como demuestran los progresos realizados en
los diversos sectores de la convivencia, sobre todo a lo largo del siglo que
está por terminar. Por este motivo, la Iglesia, siempre solícita por el
verdadero bien del hombre, ha prestado constantemente gran interés a este campo
de investigación científica, para sacar indicaciones concretas que le ayuden a
desempeñar su misión de Magisterio ». Juan Pablo II, Motu proprio Socialium
Scientiarum (1º de enero de 1994): AAS 86 (1994) 209.
110Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 860.
111Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 59: AAS 83 (1991) 864.
112Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 12: AAS 57 (1965) 16.
113Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2034.
114Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 3-5: AAS 63 (1971) 402-405.
115Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2037.
116Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, 16-17.
23: AAS 82 (1990) 1557-1558. 1559-1560.
117Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 53: AAS 83 (1991) 859.
118Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: AAS 59 (1967) 264.
119Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 4: AAS 63 (1971) 403-404; Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 570-572;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2423; Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Libertatis conscientia, 72: AAS 79 (1987) 586.
120Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966)
1045-1046.
121Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966)
1099-1110; Pío XII, Radiomensaje en el 50º aniversario de la « Rerum novarum »:
AAS 33 (1941) 196-197.
122Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 190; Pío XII,
Radiomensaje en el 50º aniversario de la « Rerum novarum »: AAS 33 (1941)
196-197; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 42: AAS 58 (1966)
1079; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988)
570-572; Id., Carta enc. Centesimus annus, 53: AAS 83 (1991) 859; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 72: AAS 79 (1987)
585-586.
123Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 14: AAS 71 (1979) 284; cf. Id.,
Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla (28
de enero de 1979), III/2: AAS 71 (1979) 199.
124Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 42: AAS 59 (1967) 278.
125Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 9: AAS 68 (1976) 10.
126Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 42: AAS 59 (1967) 278.
127Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2039.
128Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2442.
129Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 15: AAS 81 (1989) 413;
Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37.
130Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 43: AAS 58 (1966)
1061-1064; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 81: AAS 59 (1967) 296-297.
131Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 453.
132A partir de la encíclica « Pacem in terris » de Juan XXIII esta destinación
es indicada en el saludo inicial de cada documento social.
133Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: AAS 80 (1988) 515;
Pío XII, Discurso a los participantes en el Convenio de la Acción Católica (29
de abril de 1945): Discorsi e Radiomessaggi di Pío XII, VII, 37-38; Juan Pablo
II, Discurso al Simposio internacional “De la Rerum novarum a la Laborem
exercens: hacia el año 2000” (3 de abril de 1982): L'Osservatore Romano, edición
española, 2 de mayo de 1982, pp. 17-18.
134Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: AAS 80 (1988) 515.
135Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia,
72: AAS 79 (1987) 585-586.
136Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: AAS 80 (1988) 515.
137Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46: AAS 83 (1991) 850-851.
138Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 42: AAS 63 (1971) 431.
139Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 179; Pío XII, en el
Radiomensaje por el 50º aniversario de la « Rerum novarum »: AAS 33 (1941) 197,
habla de « doctrina social católica » y en la Exh. ap. Menti nostrae, del 23 de
septiembre de 1950: AAS 42 (1950) 657, de « doctrina social de la Iglesia ».
Juan XXIII conserva las expresiones « doctrina social de la Iglesia » (Carta enc.
Mater et magistra: AAS 53 [1961] 453; Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 [1963]
300-301) « doctrina social cristiana » (Carta enc. Mater et magistra: AAS 53
[1961] 453), o « doctrina social católica » (Carta enc. Mater et magistra: AAS
53 [1961] 454).
140Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 97-144.
141Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 3: AAS 73 (1981) 583-584; Id.,
Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 1: AAS 80 (1988) 513-514.
142Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2421.
143Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 97-144.
144Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
20, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 24.
145Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS (1931) 189; Pío XII,
Radiomensaje en el 50 Aniversario de la « Rerum novarum »: AAS 33 (1941) 198.
146Juan Pablo II, Carta enc. Centessimus annus, 5: AAS 83 (1991) 799.
147Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 799.
148Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 56: AAS 83 (1991) 862.
149Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 60: AAS 83 (1991) 865.
150Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 60: AAS 83 (1991) 865.
151León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 143. cf.
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 56: AAS 83 (1991) 862.
152Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 177-228.
153Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 186-189.
154Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
21, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 24.
155Cf. Pío XI, Carta enc. Non abbiamo bisogno: AAS 23 (1931) 285-312.
156Texto oficial (alemán): AAS 29 (1937) 145-167. Texto español: El Magisterio
Pontificio Contemporáneo II. Colección de Encíclicas y Documentos desde León
XIII a Juan Pablo II, BAC, Madrid 1992, 559-574.
157Pío XI, Discurso a los periodistas belgas de la radio (6 de septiembre de
1938), en Juan Pablo II, Discurso a dirigentes de la Liga Antidifamación « B'nai
B'rith » (22 de marzo de 1984): L'Osservatore Romano, edición española, 6 de
mayo de 1984, p. 14.
158Texto oficial (en latín): AAS 29 (1937) 65-106. Texto español: El Magisterio
Pontificio Contemporáneo II. Colección de Encíclicas y Documentos desde León
XIII a Juan Pablo II, BAC, Madrid 1992, 579-601.
159Pío XI, Carta enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 130.
160Cf. Pío XII, Radiomensajes navideños: sobre la paz y el orden internacional,
de los años: 1939: AAS 32 (1940) 5-13; 1940: AAS 33 (1941) 5-14; 1941: AAS 34
(1942) 10-21; 1945: AAS 38 (1946) 15-25; 1946: AAS 39 (1947) 7-17; 1948: AAS 41
(1949) 8- 16; 1950: AAS 43 (1951) 49-59; 1951: AAS 44 (1952) 5-15; 1954: AAS 47
(1955) 15-28; 1955: AAS 48 (1956) 26-41; sobre el orden interno de las Naciones,
de 1942: AAS 35 (1943) 9-24; sobre la democracia, de 1944: AAS 37 (1945) 10-23;
sobre la función de la civilización cristiana, del 1º de septiembre de 1944: AAS
36 (1944) 249-258; sobre el regreso a Dios en la generosidad y la fraternidad,
de 1947: AAS 40 (1948) 8-16; sobre el año del gran retorno y del gran perdón, de
1949: AAS 42 (1950) 121-133; sobre la despersonalización del hombre, de 1952:
AAS 45 (1953) 33-46; sobre la función del progreso técnico y la paz de los
pueblos, de 1953: AAS 46 (1954) 5-16.
161Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
22, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 25.
162Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
22, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 25.
163Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 267-269. 278-279. 291.
295-296.
164Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 401-464.
165Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
23, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 26.
166Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 415-418.
167Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 257-304.
168Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 257.
169Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 301.
170Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 294.
171Cf. Roy, Card. Maurice, Carta a Pablo VI y Documento con ocasión del X
Aniversario de la « Pacem in terris »: L'Osservatore Romano, edición española,
22 de abril de 1973, pp. 3-10.
172Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes: AAS 58 (1966) 1025-
1120.
173Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
24, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 27.
174Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 1: AAS 58 (1966) 1026.
175Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 40: AAS 58 (1966) 1058.
176Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24: AAS 58 (1966) 1045.
177Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966) 1045.
178Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
24, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 28.
179Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae: AAS 58 (1966) 929-946.
180Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 76-80: AAS 59 (1967) 294-296.
181Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299.
182Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
25, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 29.
183Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 21: AAS 59 (1967) 267.
184Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 42: AAS 59 (1967) 278.
185Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 90: AAS 58 (1966) 1112.
186Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens: AAS 63 (1971) 401-441.
187Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens: AAS 73 (1981) 577-647.
188Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis: AAS 80 (1988)
513-586.
189Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
26, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 31.
190Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
26, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, pp. 31-32
191Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 39: AAS 80 (1988) 568.
192Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus: AAS 83 (1991) 793-867.
193Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 10: AAS 83 (1991) 805.
194Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
27, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 32.
195Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 4: AAS 58 (1966) 1028.
196Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 1: AAS 80 (1988) 514; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2422.
197Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
198Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 14: AAS 71 (1979) 284.
199Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1931.
200Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
35, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 39.
201Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944), 11: AAS 37 (1945)
5.
202Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 11: AAS 83 (1991) 807.
203Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 453, 459.
204Catecismo de la Iglesia Católica, 357.
205Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 356. 358.
206Catecismo de la Iglesia Católica, título del cap. I, 1ª secc., 1ª parte; cf.
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034; Juan
Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 34: AAS 87 (1995) 440.
207Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 35: AAS 87 (1995) 440-441;
Catecismo de la Iglesia Católica, 1721.
208Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034.
209Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 369.
210Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 35: AAS 87 (1995) 440.
211Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2334.
212Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 371.
213Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissiman sane, 6.8.14.16.19-20:
AAS 86 (1994) 873-874. 876-878. 893-896. 899-903. 910-919.
214Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966)
1070-1072.
215Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 19: AAS 87 (1995) 421-422.
216Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2258.
217Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966)
1047-1048; Catecismo de la Iglesia Católica, 2259-2261.
218Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio. Prólogo: AAS 91 (1999) 5.
219Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 373.
220Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 34: AAS 87 (1995) 438-440.
221San Agustín, Confesiones, I,1: PL 32, 661: « Tu excitas, ut laudare te
delectet; quia fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat
in te ».
222Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1850.
223Catecismo de la Iglesia Católica, 404.
224Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2: AAS 77 (1985) 188;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1849.
225Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 15: AAS 77 (1985)
212-213.
226Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 16: AAS 77 (1985) 214.
El texto explica además que a esta ley del descenso, a esta comunión del pecado,
por la que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en
cierto modo, al mundo entero, corresponde la ley de la elevación, el misterio
profundo y magnífico de la comunión de los santos, gracias a la cual toda alma
que se eleva, eleva al mundo.
227Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 16: AAS 77 (1985) 216.
228Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1869.
229Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36: AAS 80 (1988)
561-563.
230Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 37: AAS 80 (1988) 563.
231Juan Pablo II, Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 10: AAS 77 (1985) 205.
232Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
233Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 26-39: AAS 63 (1971) 420-428.
234Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 463.
235Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 13: AAS 83 (1991) 809.
236Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 27: AAS 63 (1971) 421.
237Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 14: AAS 71 (1979) 284.
238Cf. Concilio Lateranense IV, Cap. 1, De fide catholica: DS 800, p. 259;
Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c. 1: De Deo rerum omnium
Creatore: DS 3002, p. 587; Id., Ibídem, cánones 2. 5: DS 3022. 3025, pp.
592.593.
239Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 48: AAS 85 (1993) 1172.
240Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1035;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 364.
241Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1035.
242Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1036;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 363. 1703.
243Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 15: AAS 58 (1966) 1036.
244Catecismo de la Iglesia Católica, 365.
245Sto. Tomás de Aquino, Commentum in tertium librum Sententiarum, d. 27, q. 1,
a. 4: « Ex utraque autem parte res immateriales infinitatem habent quodammodo,
quia sunt quodammodo omnia, sive inquantum essentia rei immaterialis est
exemplar et similitudo omnium, sicut in Deo accidit, sive quia habet
similitudinem omnium vel actu vel potentia, sicut accidit in Angelis et in
animabus »; cf. Id., Summa theologiae, I, q. 75, a. 5: Ed. Leon. 5, 201-203.
246Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046-
1047.
247Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047.
248Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2235.
249Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24: AAS 58 (1966)
1045; Catecismo de la Iglesia Católica, 27, 356 y 358.
250Catecismo de la Iglesia Católica, 1706.
251Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1705.
252Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17: AAS 58 (1966) 1037;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1732.
253Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 34: AAS 85 (1993)
1160-1161; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17: AAS 58 (1966)
1038.
254Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1733.
255Cf. San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, 2, 2-3: PG 44, 327B-328B: « ...
unde fit, ut nos ipsi patres quodammodo simus nostri... vitii ac virtutis
ratione fingentes ».
256Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 13: AAS 83 (1991) 809-810.
257Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1706.
258Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 35: AAS 85 (1993) 1161-1162.
259Catecismo de la Iglesia Católica, 1740.
260Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 75:
AAS 79 (1987) 587.
261Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1749-1756.
262Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 86: AAS 85 (1993) 1201.
263Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 44. 99: AAS 85 (1993) 1168-
1169. 1210-1211.
264Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 61: AAS 85 (1993) 1181-1182.
265Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 50 : AAS 85 (1993)
1173-1174.
266Sto. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem Legis praecepta
expositio, c. 1: « Nunc autem de scientia operandorum intendimus: ad quam
tractandam quadruplex lex invenitur. Prima dicitur lex naturae; et haec nihil
aliud est nisi lumen intellectus insitum nobis a Deo, per quod cognoscimus quid
agendum et quid vitandum. Hoc lumen et hanc legem dedit Deus homini in creatione
»: Divi Thomae Aquinatis, Doctoris Angelici, Opuscula Theologica, v. II: De re
spirituali, cura et studio P. Fr. Raymundi Spiazzi O.P., Marietti ed.,
Taurini-Romae 1954, p. 245.
267Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.91, a.2, c: Ed. Leon.
7,154: « ...participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis
dicitur ».
268Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1955.
269Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1956.
270Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1957.
271Catecismo de la Iglesia Católica, 1958.
272Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c.2: DS 3005, p. 588; cf. Pío
XII, Carta enc. Humani generis: AAS 42 (1950) 562.
273Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1960.
274Cf. San Agustín, Confesiones, 2,4,9: PL 32, 678: « Furtum certe punit lex
tua, Domine, et lex scripta in cordibus hominum, quam ne ipsa quidem delet
iniquitas ».
275Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1959.
276Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 51: AAS 85 (1993) 1175.
277Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 19-20: AAS 87 (1995) 421-424.
278Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 13: AAS 58 (1966) 1034-
1035.
279Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1741.
280Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 87: AAS 85 (1993)
1202-1203.
281Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1934.
282Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 29: AAS 58 (1966)
1048-1049.
283Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 16: AAS 63 (1971) 413.
284Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 47-48: AAS 55 (1963) 279-281;
Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre
de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima
Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 13, Tipografía
Vaticana, p. 16.
285Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 84: AAS 58 (1966)
1107-1108.
286Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de
octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Id., Carta enc. Populorum progressio,
43-44: AAS 59 (1967) 278-279.
287Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 50: AAS 81 (1989) 489.
288Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 11: AAS 80 (1988) 1678.
289Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8: AAS 87 (1995) 808.
290Juan Pablo II, Angelus Domini (9 de julio de 1995), 1: L'Osservatore Romano,
edición española, 14 de julio de 1995, p. 1; Congregación para la Doctrina de la
Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre
y la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 de mayo de 2004): L'Osservatore
Romano, edición española, 6 de agosto de 2004, pp. 3-6.
291Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 22: AAS 73 (1981) 634.
292Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 22: AAS 73 (1981) 634.
293Juan Pablo II, Mensaje al Simposio internacional « Dignidad y derechos de la
persona con discapacidad mental » (5 de enero de 2004): L'Osservatore Romano,
edición española, 16 de enero de 2004, p. 5.
294Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966)
1034; Catecismo de la Iglesia Católica, 1879.
295Cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942), 6: AAS 35
(1943) 11-12; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264-165.
296Catecismo de la Iglesia Católica, 1880.
297La natural sociabilidad del hombre hace descubrir también que el origen de la
sociedad no se halla en un « contrato » o « pacto » convencional, sino en la
misma naturaleza humana. De ella deriva la posibilidad de realizar libremente
diversos pactos de asociación. No puede olvidarse que las ideologías del
contrato social se sustentan sobre una antropología falsa; consecuentemente, sus
resultados no pueden ser —de hecho no lo han sido— ventajosos para la sociedad y
las personas. El Magisterio ha tachado tales opiniones como abiertamente
absurdas y sumamente funestas. cf. León XIII, Carta enc. Libertas
praestantissimum: Acta Leonis XIII, 8 (1889) 226-227.
298Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 32:
AAS 79 (1987) 567.
299Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966)
1045-1046.
300Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 26: AAS 80 (1988)
544-547; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966)
1099-1100.
301Catecismo de la Iglesia Católica, 1882.
302Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1: AAS 58 (1966) 929-930.
303Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966)
1059-1060; Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el
estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación
sacerdotal, 32, Tipografía Políglota Vaticana 1988, pp. 36-37.
304Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de
octubre de 1979), 7: AAS 71 (1979) 1147-1148; para Juan Pablo II tal Declaración
« continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la
conciencia humana »: Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las
Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 2, Tipografía Vaticana, p. 6.
305Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966)
1047-1048; Catecismo de la Iglesia Católica, 1930.
306Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259; Concilio
Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1079.
307Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 278-279.
308Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259.
309Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91
(1999) 379.
310Pablo VI, Mensaje a la Conferencia Internacional sobre los Derechos del
Hombre (15 de abril de 1968): AAS 60 (1968) 285.
311Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91
(1999) 379.
312Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91
(1999) 379.
313Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 2: AAS 90
(1998) 149.
314Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259-264.
315Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966)
1046-1047.
316Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de
octubre de 1965), 6: AAS 57 (1965) 883-884; Id., Mensaje a los Obispos reunidos
para el Sínodo (23 de octubre de 1974): AAS 66 (1974) 631-639.
317Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 851-852; cf.
también Id., Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre
de 1979), 13: AAS 71 (1979) 1152-1153.
318Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 2: AAS 87 (1995) 402.
319Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966)
1047-1048; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 80: AAS 85 (1993)
1197-1198; Id., Carta enc. Evangelium vitae, 7-28: AAS 87 (1995) 408-433.
320Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2: AAS 58 (1966) 930-931.
321Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17: AAS 71 (1979) 300.
322Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259-264; Concilio
Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046-1047.
323Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264.
324Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264.
325Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 33: AAS 80 (1988)
557-559; Id., Carta enc. Centesimus annus, 21: AAS 83 (1991) 818-819.
326Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la
Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.
327Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la
Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.
328Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (9 de enero de 1988), 7-8:
AAS 80 (1988) 1139.
329Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones
Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 11.
330Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones
Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 12.
331Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 852.
332Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17: AAS 71 (1979) 295-300.
333Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 23: AAS 63 (1971) 418.
334Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 859-860.
335Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1060.
336Cf. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Sacra Rota Romana (17 de
febrero de 1979), 4: L'Osservatore Romano, edición española, 1º de abril de
1979, p. 9.
337Cf. CIC, cánones 208-223.
338Cf. Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », La Iglesia y los derechos del
hombre, 70-90, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975, pp.
49-57.
339Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 572.
340Pablo VI, Motu propio Iustitiam et Pacem (10 de diciembre de 1976): AAS 68
(1976) 700.
341Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
29-42, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, pp. 35-43.
342Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 453.
343Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 72:
AAS 79 (1987) 585.
344Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 1: AAS 80 (1988)
513-514.
345Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
47, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 45.
346Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1905-1912; Juan XXIII, Carta enc. Mater et
magistra: AAS 53 (1961) 417-421; Id., Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963)
272-273; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435.
347Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1912.
348Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 272.
349Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1907.
350Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966)
1046-1047.
351Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 421.
352Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 417; Pablo VI,
Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435; Catecismo de la
Iglesia Católica, 1913.
353Santo Tomás de Aquino coloca en el nivel más alto y más específico de las «
inclinationes naturales » del hombre el « conocer la verdad sobre Dios » y el «
vivir en sociedad » (Summa Theologiae, I-II, q.94, a.2, Ed. Leon. 7, 170: «
Secundum igitur ordinem inclinationum naturalium est ordo praeceptorum legis
naturae... Tertio modo inest homini inclinatio ad bonum secundum naturam
rationis, quae est sibi propria; sicut homo habet naturalem inclinationem ad hoc
quod veritatem cognoscat de Deo, et ad hoc quod in societate vivat »).
354Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 197.
355Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1910.
356Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74: AAS 58 (1966)
1095-1097; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17: AAS 71 (1979)
295-300.
357Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 133-135;
Pío XII, Radiomensaje por el 50º Aniversario de la « Rerum novarum »: AAS 33
(1941) 200.
358Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1908.
359Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991) 843-845.
360Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 69: AAS 58 (1966) 1090.
361Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 31: AAS 83 (1991) 831.
362Cf. Pío XII, Radiomensaje por el 50º Aniversario de la « Rerum novarum »: AAS
33 (1941) 199-200.
363Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 525.
364Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: AAS 80 (1988) 573.
365Pío XII, Radiomensaje por el 50º aniversario de la « Rerum novarum »: AAS 33
(1941) 199.
366Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22: AAS 59 (1967) 268.
367Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 90:
AAS 79 (1987) 594.
368Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 31: AAS 83 (1991) 832.
369Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 71: AAS 58 (1966) 1092-
1093; cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892)
103-104; Pío XII, Radiomensaje por el 50º aniversario de la « Rerum novarum »:
AAS 33 (1941) 199; Id., Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942): AAS
35 (1943) 17; Id., Radiomensaje (1º de septiembre de 1944): AAS 36 (1944) 253;
Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 428-429.
370Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 6: AAS 83 (1991) 800-801.
371León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 102.
372Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 14: AAS 73 (1981) 613.
373Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 69: AAS 58 (1966)
1090-1092; Catecismo de la Iglesia Católica, 2402-2406.
374Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 102.
375Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22-23: AAS 59 (1967) 268-269.
376Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 430-431; Juan
Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano,
Puebla (28 de enero de 1979), III/4: AAS 71 (1979) 199-201.
377Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 191-192. 193-194.
196-197.
378Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 69: AAS 58 (1966) 1090.
379Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: AAS 83 (1991) 832.
380Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 35: AAS 83 (1991) 837.
381Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 69: AAS 58 (1966)
1090-1092.
382Cf. Pontificio Consejo « Justicia y Paz », Para una mejor distribución de la
tierra. El reto de la reforma agraria (23 de noviembre de 1997), 27-31: Librería
Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 25-28.
383Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 27-34; 37: AAS 80
(1988) 547-560. 563-564; Id., Carta enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991)
843-845.
384Cf. Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Puebla (28 de enero de 1979), I/8: AAS 71 (1979) 194-195.
385Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: AAS 80 (1988)
572-573; cf. Id., Carta enc. Evangelium vitae, 32: AAS 87 (1995) 436-437; Id.,
Carta ap. Tertio millennio adveniente, 51: AAS 87 (1995) 36; Id., Carta ap. Novo
millennio ineunte, 49-50: AAS 93 (2001) 302-303.
386Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2448.
387Catecismo de la Iglesia Católica, 2443.
388Catecismo de la Iglesia Católica, 1033.
389Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2444.
390Catecismo de la Iglesia Católica, 2448.
391Catecismo de la Iglesia Católica, 2447.
392San Gregorio Magno, Regula pastoralis, 3, 21: PL 77, 87: « Nam cum quaelibet
necessaria indigentibus ministramus, sua illis reddimus, non nostra largimur;
iustitiae potius debitum soluimus, quam misericordiae opera implemus ».
393Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 8: ASS 58 (1966) 845;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2446.
394Catecismo de la Iglesia Católica, 2445.
395Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 101-102.
123.
396Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1882.
397Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 15: AAS 80 (1988) 529;
cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 203; Juan XXIII, Carta
enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 439; Concilio Vaticano II, Const. past.
Gaudium et spes, 65: AAS 58 (1966) 1086-1087; Congregación para la Doctrina de
la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 73. 85-86: AAS 79 (1987) 586. 592-593;
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854; Catecismo
de la Iglesia Católica, 1883-1885.
398Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 49: AAS 83 (1991) 854-856 y
también Id., Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 15: AAS 80 (1988) 528-530.
399Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 203; cf. Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854; Catecismo de la Iglesia
Católica, 1883.
400Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 854.
401Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854.
402Cf. Pablo VI, Carta. ap. Octogesima adveniens, 22. 46: AAS 63 (1971) 417.
433- 435; Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio
y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los
sacerdotes, 40, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 41.
403Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 75: AAS 58 (1966)
1097-1099.
404Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1913-1917.
405Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 423-425; Juan
Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 14: AAS 73 (1981) 612-616; Id., Carta
enc. Centesimus annus, 35: AAS 83 (1991) 836-838.
406Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 44-45: AAS 80 (1988)
575-578.
407Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 278.
408Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46: AAS 83 (1991) 850-851.
409Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1917.
410Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 30-31: AAS 58 (1966)
1049-1050; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991)
851-852.
411Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 44-45: AAS 83 (1991) 848-849.
412Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 15: AAS 80 (1988)
528-530; cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1952): AAS 45
(1953) 37; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 47: AAS 63 (1971) 435-437.
413A la interdependencia se puede asociar el tema clásico de la socialización,
tantas veces examinado por la doctrina social de la Iglesia, cf. Juan XXIII,
Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 415-417; Concilio Vaticano II,
Const. past. Gaudium et spes, 42: AAS 58 (1966) 1060-1061; Juan Pablo II, Carta
enc. Laborem exercens, 14-15: AAS 73 (1981) 612-618.
414Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 11-22: AAS 80 (1988)
525-540.
415Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1939-1941.
416Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1942.
417Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36. 37: AAS 80 (1988)
561-564; cf. Id., Exh. ap. Reconciliatio et paenitentia, 16: AAS 77 (1985)
213-217.
418Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: AAS 80 (1988)
565-566.
419Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: AAS 80 (1988) 566.
Cf. además: Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 8: AAS 73 (1981)
594-598; Id., Carta enc. Centesimus annus, 57: AAS 83 (1991) 862-863.
420Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 17.39.45: AAS 80
(1988) 532-533. 566-568. 577-578. También la solidaridad internacional es una
exigencia de orden moral; la paz del mundo depende en gran medida de ella: cf.
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 83-86: AAS 58 (1966)
1107-1110; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 48: AAS 59 (1967) 281;
Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », Al servicio de la comunidad humana: una
consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986), I,1,
Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1986, pp. 10-11; Catecismo de
la Iglesia Católica, 1941. 2438.
421La solidaridad, aunque falte explícitamente la expresión, es uno de los
principios basilares de la « Rerum novarum » (cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater
et magistra: AAS 53 [1961] 407). « El principio que hoy llamamos de
solidaridad... León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de “amistad”, que
encontramos ya en la filosofía griega, por Pío XI es designado con la expresión
no menos significativa de “caridad social”, mientras que Pablo VI, ampliando el
concepto, de conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión
social, hablaba de “civilización del amor” » (Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 10: AAS 83 [1991] 805). La solidaridad es uno de los
principios fundamentales de toda la enseñanza social de la Iglesia (cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 73: AAS
79 [1987] 586). A partir de Pío XII (cf. Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31
[1939] 426- 427), el término « solidaridad » se emplea con frecuencia creciente
y cada vez con mayor amplitud de significado: desde el de « ley », en la misma
Encíclica, al de « principio » (cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra:
AAS 53 [1961] 407); de « deber » (cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
17. 48: AAS 59 [1967] 265-266. 281) y de « valor » (cf. Juan Pablo II, Carta
enc. Sollicitudo rei socialis, 38: AAS 80 [1988] 564-566), en fin, al de «
virtud » (cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38. 40: AAS 80
[1988] 564-566. 568-569).
422Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
38, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, pp. 40-41.
423Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 32: AAS 58 (1966)
1051.
424Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40: AAS 80 (1988)
568: « La solidaridad es sin duda una virtud cristiana. Ya en la exposición
precedente se podían vislumbrar numerosos puntos de contacto entre ella y la
caridad, que es signo distintivo de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35) ».
425Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40: AAS 80 (1988) 569.
426Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1886.
427Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966)
1046-1047; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 265-266.
428Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
43, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 43.
429Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 36: AAS 58 (1966)
1053-1054.
430Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 1: AAS 58 (1966)
1025-1026; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: AAS 59 (1967) 263-264.
431Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2467.
432Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 265-266. 281.
433Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 61: AAS 58 (1966)
1081-1082; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 35. 40: AAS 59 (1967)
274-275. 277; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 44: AAS 80
(1988) 575-577. Para la reforma de la sociedad « la tarea prioritaria, que
condiciona el éxito de todas las otras, es de orden educativo »: Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 99: AAS 79 (1987) 599.
434Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 16: AAS 58 (1966)
1037; Catecismo de la Iglesia Católica, 2464-2487.
435Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17: AAS 58 (1966)
1037-1038; Catecismo de la Iglesia Católica, 1705. 1730; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 28: AAS 79 (1987) 565.
436Catecismo de la Iglesia Católica, 1738.
437Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 26:
AAS 79 (1987) 564-565.
438Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 42: AAS 83 (1991) 846. La
afirmación se refiere a la iniciativa económica, sin embargo parece correcto
ampliarlo a los otros ámbitos del actuar personal.
439Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 17: AAS 83 (1991) 814-815.
440Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 289-290.
441Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 6: Ed. Leon. 6, 55-63.
442 Catecismo de la Iglesia Católica, 1807; cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa
theologiae, II-II, q. 58, a. 1: Ed. Leon. 9, 9-10: « iustitia est perpetua et
constans voluntas ius suum unicuique tribuendi ».
443Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 282-283.
444Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2411.
445Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1928-1942. 2425-2449. 2832; Pío XI,
Carta enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 92.
446Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 2: AAS 73 (1981) 580-583.
447Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40: AAS 80 (1988)
568; Catecismo de la Iglesia Católica, 1929.
448Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 10: AAS 96
(2004) 121.
449Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 39: AAS 80 (1988) 568.
450Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 39: AAS 80 (1988) 568.
451Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 265-266.
452Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 10: AAS 96
(2004) 120.
453Juan Pablo II, Carta enc. Dives in misericordia, 14: AAS 72 (1980) 1223.
454Juan Pablo II, Carta enc. Dives in misericordia, 12: AAS 72 (1980) 1216.
455Juan Pablo II, Carta enc. Dives in misericordia, 14: AAS 72 (1980) 1224; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2212.
456Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 23, a. 8: Ed. Leon. 8,
172; Catecismo de la Iglesia Católica, 1827.
457Cf. Pablo VI, Discurso en la sede de la FAO, en el XXV aniversario de la
institución (16 de noviembre de 1970): Enseñanzas al Pueblo de Dios, Libreria
Editrice Vaticana, p. 417.
458Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034.
459Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1605.
460Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 40: AAS 81 (1989) 469.
461La Sagrada Familia es un modelo de vida familiar: « Nazaret nos recuerda qué
es la familia, qué es la comunión de amor, su belleza austera y sencilla, su
carácter sagrado e inviolable; nos permite ver cuán dulce e insustituible es la
educación familiar; nos enseña su función natural en el orden social.
Aprendemos, en fin, la lección del trabajo »: Pablo VI, Discurso en Nazaret (5
de enero de 1964): AAS 56 (1964) 168.
462Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 17: AAS 86 (1994) 906.
463Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes, 48: AAS 58 (1966)
1067-1069.
464Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11: AAS 58 (1966)
848.
465Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 40: AAS 81 (1989) 468.
466Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 841.
467Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 841.
468Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 7: AAS 86 (1994) 875;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2206.
469Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 47: AAS 58 (1966) 1067;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2210.
470Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2224.
471Cf. Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, Preámbulo, D-E,
Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 6.
472Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 45: AAS 74 (1982) 136-137;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2209.
473Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes, 48: AAS 58 (1966) 1067-
1068.
474Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067.
475Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1603.
476Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067.
477Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1639.
478Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1603.
479Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 93-96.
480Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 19: AAS 74 (1982) 102.
481Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48. 50: AAS 58 (1966)
1067-1069. 1070-1072.
482Cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 11: AAS 86 (1994)
883-886.
483Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966)
1070-1072.
484Catecismo de la Iglesia Católica, 2379.
485Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 12: AAS 74 (1982) 93: « Por
esta razón, la palabra central de la Revelación, ‘‘Dios ama a su pueblo'', es
pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el hombre y la
mujer se declaran su amor conyugal. Su vínculo de amor se convierte en imagen y
símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo (cf. por ejem.: Os 2,21; Jer
3,6-13; Is 54). El mismo pecado que puede atentar contra el pacto conyugal se
convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a su Dios: la idolatría es
prostitución (cf. Ez 16,25), la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la
ley es abandono del amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de Israel no
destruye la fidelidad eterna del Señor; por tanto, el amor siempre fiel de Dios
se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los
esposos (cf. Os 3) ».
486Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 93-94.
487Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966)
1067-1069.
488Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 47: AAS 74 (1982) 139. La cita
interna es de: Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31: AAS 57
(1965) 37.
489Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 48: AAS 74 (1982) 140; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1656-1657. 2204.
490Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 18: AAS 74 (1982) 100-101.
491Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 11: AAS 86 (1994) 883.
492Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134.
493Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134.
494Juan Pablo II, Mensaje a los participantes en la II Asamblea Mundial sobre el
Envejecimiento, Madrid (3 de abril de 2002): AAS 94 (2002) 582; cf. Id., Exh.
ap. Familiaris consortio, 27: AAS 74 (1982) 113-114.
495Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966)
1067-1069; Catecismo de la Iglesia Católica, 1644-1651.
496Catecismo de la Iglesia Católica, 2333.
497Catecismo de la Iglesia Católica, 2385; cf. también 1650-1651. 2384.
498Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 20: AAS 74 (1982) 104.
499El respeto debido, tanto al sacramento del matrimonio como a los mismos
cónyuges y a sus familiares, como también a la comunidad de los fieles, prohíbe
a todo sacerdote, por cualquier motivo o pretexto, aunque sea pastoral, llevar a
cabo ceremonias de cualquier tipo a favor de los divorciados que vuelven a
contraer matrimonio. Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 20: AAS
74 (1982) 104.
500Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 77. 84: AAS 74 (1982)
175-178. 184-186.
501Cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 14: AAS 86 (1994)
893-896; Catecismo de la Iglesia Católica, 2390.
502Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2390.
503Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a todos los Obispos sobre
La atención pastoral a los homosexuales (1º de octubre de 1986), 1-2: AAS 79
(1987) 543-544.
504Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana (21 de enero de 1999),
5: AAS 91 (1999) 625.
505Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Algunas consideraciones acerca de
la respuesta a ciertas propuestas de ley sobre la no discriminación de las
personas homosexuales (23 de julio de 1992): L'Osservatore Romano, edición
española, 31 de julio 1992, p. 7; Id., Decl. Persona humana (29 de diciembre de
1975), 8: AAS 68 (1976) 84-85.
506Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2357-2359.
507Cf. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos españoles en visita ad limina (19
de febrero de 1998), 4: AAS 90 (1998) 809-810; Pontificio Consejo para la
Familia, Familia, matrimonio y ‘‘uniones de hecho'', (26 de julio de 2000), 23,
Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2000, pp. 42-44; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de
reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales (3 de junio de
2003): L'Osservatore Romano, edición española, 8 de agosto de 2003, pp. 4-5.
508Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los
proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, (3
de junio de 2003): L'Osservatore Romano, edición española, 8 de agosto de 2003,
p. 5.
509Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 71: AAS 87 (1995) 483; Santo
Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 2 (« Utrum ad legem humanam
pertineat omnia cohibere »): Ed. Leon. 7, 181.
510Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 81: AAS 74 (1982) 183.
511Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, Preámbulo, E, Tipografía
Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 6.
512Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1652.
513Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 6: AAS 86 (1994) 874;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2366.
514Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 11: AAS 86 (1994) 884.
515Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 842.
516Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 92: AAS 87 (1995) 505-507.
517Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 13: AAS 86 (1994) 891.
518Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 93: AAS 87 (1995) 507-508.
519Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966)
1070-1072; Catecismo de la Iglesia Católica, 2367.
520Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 10: AAS 60 (1968) 487; cf. Concilio
Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966) 1070-1072.
521Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 14: AAS 60 (1968) 490-491.
522Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 51: AAS 58 (1966)
1072-1073; Catecismo de la Iglesia Católica, 2271-2272; Juan Pablo II, Carta a
las Familias Gratissimam sane, 21: AAS 86 (1994) 919-920; Id., Carta enc.
Evangelium vitae, 58.59.61-62: AAS 87 (1995) 466-468. 470-472.
523Cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 21: AAS 86 (1994)
919-920; Id., Carta enc. Evangelium vitae, 72.101: AAS 87 (1995) 484-485.
516-518; Catecismo de la Iglesia Católica, 2273.
524Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 51: AAS 58 (1966)
1072-1073; Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 14: AAS 60 (1968) 490-491; Juan
Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 32: AAS 74 (1982) 118-120; Catecismo de
la Iglesia Católica, 2370. Pío XI, Carta enc. Casti connubii (31 de diciembre de
1930): AAS 22 (1930) 559-561.
525Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 7: AAS 60 (1968) 485; Juan Pablo II,
Exh. ap. Familiaris consortio, 32: AAS 74 (1982) 118-120.
526Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 17: AAS 60 (1968) 493-494.
527Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 16: AAS 60 (1968) 491-492; Juan Pablo
II, Exh. ap. Familiaris consortio, 32: AAS 74 (1982) 118-120; Catecismo de la
Iglesia Católica, 2370.
528Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966)
1070-1072; Catecismo de la Iglesia Católica, 2368; Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 37: AAS 59 (1967) 275-276.
529Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2372.
530Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2378.
531Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae (22 de febrero
de 1987) II/2.3.5: AAS 80 (1988) 88-89.92-94; Catecismo de la Iglesia Católica,
2376-2377.
532Cf. Congregación para Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae (22 de febrero de
1987), II/7: AAS 80 (1988) 95-96.
533Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2375.
534Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia para la Vida (21 de
febrero de 2004), 2: AAS 96 (2004) 418.
535Cf. Pontificia Academia para la Vida, Reflexiones sobre la clonación,
Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997; Pontificio Consejo «
Justicia y Paz », La Iglesia ante el Racismo. Para una sociedad más fraterna.
Contribución de la Santa Sede a la Conferencia Mundial contra el Racismo, la
Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, 21,
Tipografía Vaticana, Ciudad del Vaticano 2001, p. 23.
536Cf. Juan Pablo II, Discurso al XVIII Congreso Internacional de la Sociedad de
Trasplantes (29 de agosto de 2000), 8: AAS 92 (2000) 826.
537Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 10: AAS 86 (1994) 881.
538Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 3, c, Tipografía
Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 9. La Declaración Universal de
los Derechos del Hombre afirma que « La familia es el elemento natural y
fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del
Estado » (Art. 16,3): Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
www.unhchr.ch/udhr/lang/spn.html
539Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, Preámbulo, E, Tipografía
Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 6.
540Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 3: AAS 58 (1966)
731-732; Id., Const. past. Gaudium et spes, 52: AAS 58 (1966) 1073-1074; Juan
Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 37: AAS 74 (1982) 127-129; Catecismo de
la Iglesia Católica, 1653. 2228.
541Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134-135.
542Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 3: AAS 58 (1966)
731- 732; Id., Const. past. Gaudium et spes, 61: AAS 58 (1966) 1081-1082; Santa
Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 5, Tipografía Políglota
Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, pp. 10-11; Catecismo de la Iglesia Católica,
2223. El Código de Derecho Canónico dedica a este derecho-deber de los padres
los cánones 793-799 y 1136.
543Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 36: AAS 74 (1982) 127.
544Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 36: AAS 74 (1982) 126; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2221.
545Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 5: AAS 58 (1966) 933;
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1994, 5: AAS 86 (1994)
159-160.
546Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 40: AAS 74 (1982) 131.
547Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 6: AAS 58 (1966)
733-734; Catecismo de la Iglesia Católica, 2229.
548Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 5, b, Tipografía
Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 11; cf. también Concilio
Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 5: AAS 58 (1966) 933.
549Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 94:
AAS 79 (1987) 595-596.
550Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 1: AAS 58 (1966) 729.
551Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134-135.
552Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 52: AAS 58 (1966)
1073-1074.
553Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 37: AAS 74 (1982) 128; cf.
Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado.
Orientaciones educativas familiares (8 de diciembre de 1995) Tipografía
Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1995.
554Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 26: AAS 74 (1982) 111-112.
555Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de
octubre de 1979), 21: AAS 71 (1979) 1159; cf. también Id., Mensaje al Secretario
General de las Naciones Unidas con ocasión de la Cumbre Mundial para los Niños
(22 de septiembre de 1990): AAS 83 (1991) 358-361.
556Juan Pablo II, Discurso al Comité de Periodistas Europeos para los Derechos
del Niño (13 de enero de 1979): AAS 71 (1979) 360.
557Cf. Convención sobre los derechos del niño, entrada en vigor en 1990,
ratificada también por la Santa Sede.
558Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1996, 2-6: AAS
88 (1996) 104-107.
559Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 44: AAS 74 (1982) 136; cf.
Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 9, Tipografía Políglota
Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 13.
560Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 8 a-b, Tipografía
Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, pp. 12-13.
561Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 10: AAS 73 (1981) 601.
562León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 104.
563Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 10: AAS 73 (1981) 600-602.
564Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 200; Concilio
Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 67: AAS 58 (1966) 1088-1089; Juan
Pablo II, Carta enc. Laborem execerns, 19: AAS 73 (1981) 625-629.
565Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 105; Pío
XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 193-194.
566Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629;
Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 10, a, Tipografía
Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 14.
567Cf. Pío XII, Alocución a las mujeres sobre la dignidad y misión de la mujer
(21 de octubre de 1945): AAS 37 (1945) 284-295; Juan Pablo II, Carta enc.
Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629; Id., Exh. ap. Familiaris consortio,
23: AAS 74 (1982) 107- 109; Santa Sede, Carta de los derechos de la familia,
art. 10, b, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 14.
568Cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 17: AAS 86 (1994)
903-906.
569Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629;
Id., Exh. ap. Familiaris el consortio, 23: AAS 74 (1982) 107-109.
570Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 45: AAS 74 (1982) 136.
571Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2211.
572Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 46: AAS 74 (1982) 137-139.
573Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 6: AAS 73 (1981) 591.
574Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 1: AAS 71 (1979) 257.
575Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 8: AAS 71 (1979) 270.
576Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2427; Juan Pablo II, Carta enc. Laborem
exercens, 27: AAS 73 (1981) 644-647.
577Cf. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, en Acta
Apostolorum Homiliae 35, 3: PG 60, 258.
578Cf. San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae, 42: PG 31, 1023-1027; San
Atanasio de Alejandría, Vita S. Antonii, c.3: PG 26, 846.
579Cf. San Ambrosio, De obitu Valentiniani consolatio, 62: PL 16, 1438.
580Cf. San Ireneo, Adversus haereses, 5, 32, 2: PG 7, 1210-1211.
581Cf. Teodoreto de Ciro, De Providentia, Orationes 5-7: PG 83, 625-686.
582Juan Pablo II, Discurso durante la visita a Pomezia (14 de septiembre de
1979), 3: L'Osservatore Romano, edición española, 23 de septiembre de 1979, p.
9.
583Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 2: AAS 73 (1981) 580-583.
584Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 1: AAS 73 (1981) 579.
585Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 3: AAS 73 (1981) 584.
586Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 6: AAS 73 (1981) 589-590.
587Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 6: AAS 73 (1981) 590.
588Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 6: AAS 73 (1981) 592; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2428.
589Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 31: AAS 83 (1991) 832.
590Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 200.
591Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 16: AAS 73 (1981) 619.
592Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 4: AAS 73 (1981) 586.
593Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 12: AAS 73 (1981) 606.
594Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 12: AAS 73 (1981) 608.
595Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 13: AAS 73 (1981) 608-612.
596Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 194-198.
597León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 109.
598Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 195.
599Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: AAS 83 (1991) 833.
600Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 43: AAS 83 (1991) 847.
601Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 11: AAS 73 (1981) 604.
602Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
(6 de marzo de 1999), 2: AAS 91 (1999) 889.
603Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991) 844.
604Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 14: AAS 73 (1981) 616.
605Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 9: AAS 58 (1966)
1031-1032.
606Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 14: AAS 73 (1981) 613.
607Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 43: AAS 83 (1991) 847.
608Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: AAS 83 (1991) 832-833.
609Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629:
Id., Carta enc. Centesimus annus, 9: AAS 83 (1991) 804.
610Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 67: AAS 58 (1966)
1088-1089.
611Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2184.
612Catecismo de la Iglesia Católica, 2185.
613Catecismo de la Iglesia Católica, 2186.
614Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2187.
615Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini, 26: AAS 90 (1998) 729: « La
celebración del domingo, ‘‘primer'' día y al mismo tiempo ‘‘octavo'', proyecta
al cristiano hacia el horizonte de la vida eterna ».
616Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 110.
617Catecismo de la Iglesia Católica, 2188.
618Catecismo de la Iglesia Católica, 2187.
619Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966)
1046-1047; Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 9.18: AAS 73 (1981)
598-600. 622-625; Id., Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias
Sociales (25 de abril de 1997), 3: AAS 90 (1998) 139-140; Id., Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 1999, 8: AAS 91 (1999) 382-383.
620Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 128.
621Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 10: AAS 73 (1981) 600-602.
622Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 103;
Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 14: AAS 73 (1981) 612-616; Id.,
Carta enc. Centesimus annus, 31: AAS 83 (1991) 831-832.
623Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 16: AAS 73 (1981) 618-620.
624Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 18: AAS 73 (1981) 623.
625Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 43: AAS 83 (1991) 848; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2433.
626Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 17: AAS 73 (1981) 620-622.
627Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2436.
628Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 66: AAS 58 (1966)
1087-1088.
629Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 12: AAS 73 (1981) 605-608.
630Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 853.
631Pablo VI, Discurso a la Organización Internacional del Trabajo (10 de junio
de 1969), 21: AAS 61 (1969) 500; cf. Juan Pablo II, Discurso a la Organización
Internacional del Trabajo (15 de junio de 1982), 13: AAS 74 (1982) 1004-1005.
632Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 16: AAS 83 (1991) 813.
633Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 10: AAS 73 (1981) 600.
634Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 10: AAS 73 (1981) 600-602;
Id., Exh. ap. Familiaris consortio, 23: AAS 74 (1982) 107-109.
635Cf. Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 10, Tipografía
Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 14.
636Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 628.
637Juan Pablo II, Carta a las mujeres (29 de junio de 1995), 3: AAS 87 (1995)
804.
638Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 24: AAS 74 (1982) 109-110.
639Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1996, 5: AAS 88
(1996) 106-107.
640León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 129.
641Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 6: AAS 90
(1998) 153.
642Juan Pablo II, Mensaje al Secretario General de las Naciones Unidas con
ocasión de la Cumbre Mundial para los Niños (22 de septiembre de 1990): AAS 83
(1991) 360.
643Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, 13: AAS 93
(2001) 241; Pontificio Consejo « Cor Unum » - Pontificio Consejo para la
Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Los refugiados, un desafío a la
solidaridad, 6: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1992, p. 8.
644Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2241.
645Cf. Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, 12, Tipografía Políglota
Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 14; Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris
consortio, 77: AAS 74 (1982) 175-178.
646Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 66: AAS 58 (1966)
1087-1088; cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1993, 3:
AAS 85 (1993) 431-433.
647Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 21: AAS 73 (1981) 634.
648Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 23: AAS 59 (1967) 268-269.
649Pontificio Consejo « Justicia y Paz », Para una mejor distribución de la
tierra. El reto de la reforma agraria (23 de noviembre de 1997), 13: Libreria
Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, p. 15.
650Cf. Pontificio Consejo « Justicia y Paz », Para una mejor distribución de la
tierra. El reto de la reforma agraria (23 de noviembre de 1997), 35: Libreria
Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 30-31.
651Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629.
652Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629.
653Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 629.
654Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 15: AAS 83 (1991) 812.
655Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 18: AAS 73 (1981) 622-625.
656Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629.
657Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629.
658Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 135; Pío
XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 186; Pío XII, Carta enc. Sertum
laetitiae: AAS 31 (1939) 643; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55
(1963) 262-263; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 68: AAS 58
(1966) 1089- 1090; Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981)
629-632; Id., Carta enc. Centesimus annus, 7: AAS 83 (1991) 801-802.
659Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629.
660Catecismo de la Iglesia Católica, 2434; cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo
anno: « El salario justo » es el título del capítulo 4 de la Parte II.
661Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 67: AAS 58 (1966) 1088-
1089.
662León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 131.
663Catecismo de la Iglesia Católica, 2435.
664Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 68: AAS 58 (1966)
1089-1090; Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981)
629-632; Catecismo de la Iglesia Católica, 2430.
665Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981) 632.
666Catecismo de la Iglesia Católica, 2435.
667Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981) 629.
668Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981) 630.
669Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981) 630.
670Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2430.
671Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 68: AAS 58 (1966) 1090.
672Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981) 631.
673Cf. Juan Pablo II, Discurso al Simposio Internacional para Representantes
Sindicales (2 de diciembre de 1996), 4: L'Osservatore Romano, edición española,
20 de diciembre de 1996, p. 7.
674Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 8: AAS 73 (1981) 597.
675Juan Pablo II, Mensaje a los participantes en la Conferencia Internacional
sobre el Trabajo (14 de septiembre de 2001), 4: L'Osservatore Romano, edición
española, 21 de septiembre de 2001, p. 6.
676Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
(27 de abril de 2001), 2: AAS 93 (2001) 599.
677Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 10: AAS 73 (1981) 600-602.
678Catecismo de la Iglesia Católica, 2427.
679Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 35: AAS 58 (1966)
1053; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 19: AAS 59 (1967) 266-267; Juan
Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 20: AAS 73 (1981) 629-632; Id., Carta
enc. Sollicitudo rei socialis, 28: AAS 80 (1988) 548-550.
680Cf. Juan Pablo II, Mensaje a los participantes en la Conferencia
Internacional sobre el Trabajo (14 de septiembre de 2001), 5: L'Osservatore
Romano, 21 de septiembre de 2001, p. 7.
681Juan Pablo II, Discurso en el encuentro jubilar con el mundo del trabajo (1º
de mayo de 2000), 2: L'Osservatore Romano, edición española, 5 de mayo de 2000,
p. 6.
682Juan Pablo II, Homilía en la Santa Misa del Jubileo de los Trabajadores (1º
de mayo de 2000), 3: L'Osservatore Romano, edición española, 5 de mayo de 2000,
p. 5.
683Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 25-27: AAS 73 (1981) 638-647.
684Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 31: AAS 80 (1988)
554-555.
685Cf. Hermas, Pastor, Liber Tertium, Similitudo I: PG 2, 954.
686Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur, 13: PG 9, 618.
687Cf. San Juan Crisóstomo, Homiliae XXI de Statuis ad populum Antiochenum
habitae, 2, 6-8: PG 49, 41-46.
688San Basilio Magno, Homilia in illud Lucae, Destruam horrea mea, 5:
PG 31, 271.
689Cf. San Basilio Magno, Homilia in illud Lucae, Destruam horrea mea, 5:
PG 31, 271.
690Cf. San Gregorio Magno, Regula pastoralis, 3, 21: PL 77, 87-89. Título del §
21: « Quomodo admonendi qui aliena non appetunt, sed sua retinent; et qui sua
tribuentes, aliena tamen rapiunt ».
691Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 190-191.
692Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 63: AAS 58 (1966) 1084.
693Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2426.
694Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40: AAS 80 (1988)
568-569.
695Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36: AAS 80 (1988) 561.
696Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 65: AAS 58 (1966)
1086-1087.
697Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 32: AAS 80 (1988)
556-557.
698Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991) 844.
699Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 15-16: AAS
92 (2000) 366-367.
700Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28: AAS 80 (1988) 548.
701Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 42: AAS 83 (1991) 845-846.
702 Catecismo de la Iglesia Católica, 2429; cf. Concilio Vaticano II, Const.
past. Gaudium et spes, 63: AAS 58 (1966) 1084-1085; Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854; Id., Carta enc. Sollicitudo rei
socialis,15: AAS 80 (1988) 528-530; Id., Carta enc. Laborem exercens, 17: AAS 73
(1981) 620-622;
Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 413-415.
703Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 15: AAS 80 (1988) 529;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2429.
704Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 16: AAS 83 (1991) 813-814.
705Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: AAS 83 (1991) 833.
706Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: AAS 83 (1991) 833
707Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 43: AAS 83 (1991) 847.
708Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 422-423.
709Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 35: AAS 83 (1991) 837.
710Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2424.
711Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 35: AAS 83 (1991) 837.
712Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 43: AAS 83 (1991) 846-848.
713Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 38: AAS 83 (1991) 841.
714Catecismo de la Iglesia Católica, 2269.
715Catecismo de la Iglesia Católica, 2438.
716Juan Pablo II, Discurso en la Audiencia General (4 de febrero de 2004), 3:
L'Osservatore Romano, edición española, 6 de febrero de 2004, p. 12.
717Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 17: AAS 80 (1988) 532.
718Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: AAS 83 (1991) 833.
719Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2432.
720Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 35: AAS 83 (1991) 837.
721Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32-33: AAS 83 (1991) 832-835.
722Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 19: AAS 73 (1981) 625-629.
723Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 838.
724Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 840.
725Con referencia al uso de los recursos y de los bienes, la doctrina social de
la Iglesia propone su enseñanza acerca del destino universal de los bienes y la
propiedad privada; cf. Capítulo Cuarto, III.
726Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 34: AAS 83 (1991) 835.
727Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 40: AAS 83 (1991) 843.
728Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 41: AAS 83 (1991) 843-845.
729Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 41: AAS 63 (1971) 429-430.
730Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 34: AAS 83 (1991) 835-836.
731Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 40: AAS 83 (1991) 843; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2425.
732Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 843.
733Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 15: AAS 83 (1991) 811-813.
734Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 853; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2431.
735Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 15: AAS 83 (1991) 811.
736Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-853; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2431.
737Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854.
738Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854.
739Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 30: AAS 58 (1966)
1049-1050.
740Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 433-434. 438.
741Cf. Pío XI, Carta enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 103-104.
742Cf. Pío XII, Radiomensaje por el 50º aniversario de la « Rerum novarum »: AAS
33 (1941) 202; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 49: AAS 83 (1991)
854-856; Id., Exh. ap. Familiaris consortio, 45: AAS 74 (1982) 136-137.
743Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 40: AAS 83 (1991) 843.
744Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 839-840.
745Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 839.
746Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 839.
747Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 839.
748Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 37: AAS 83 (1991) 840.
749Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Ecclesia in America, 20: AAS 91 (1999) 756.
750Cf. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la Fundación « Centesimus Annus
» (9 de mayo de 1998), 2: L'Osservatore Romano, edición española, 22 de mayo de
1998, p. 6.
751Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 3: AAS (1998)
150.
752Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 61: AAS 59 (1967) 287.
753Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43: AAS 80 (1988)
574-575.
754Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 57: AAS 59 (1967) 285.
755Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003, 5: AAS 95
(2003) 343.
756Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 59: AAS 59 (1967) 286.
757Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales (27
de abril de 2001), 4: AAS 93 (2001) 600.
758Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales (11
de abril de 2002), 3: AAS 94 (2002) 525.
759Cf. Juan Pablo II, Discurso en la Audiencia a la ACLI (27 de abril de 2002),
4: L'Osservatore Romano, edición española, 10 de mayo de 2002, p. 10.
760Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
(25 de abril de 1997), 6: AAS 90 (1998) 141-142.
761Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 58: AAS 83 (1991) 864.
762Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 43-44: AAS 63 (1971) 431-433.
763Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2440; Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 78: AAS 59 (1967) 295; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 43: AAS 80 (1988) 574-575.
764Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: AAS 59 (1967) 264.
765Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2437-2438.
766Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 13-14: AAS
92 (2000) 365-366.
767Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 29: AAS 83 (1991) 828-829; cf.
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 40-42: AAS 59 (1967) 277-278.
768Juan Pablo II, Catequesis durante la Audiencia General del 1º de mayo de
1991, 2: L'Osservatore Romano, edición española, 3 de mayo de 1991, p. 3; cf.
Id., Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 9: AAS 80 (1988) 520-523.
769Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 14: AAS 80 (1988)
526-527.
770Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 842.
771Catecismo de la Iglesia Católica, 2441.
772Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 838-839.
773Catecismo de la Iglesia Católica, 1884.
774Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 266-267. 281-291.
301-302; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 39: AAS 80 (1988)
566-568.
775Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966)
1045-1046; Catecismo de la Iglesia Católica, 1881; Congregación para la Doctrina
de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la
conducta de los católicos en la vida política (24 de noviembre de 2002), 3:
Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2002, pp. 7-8.
776Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966) 1045.
777Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 258.
778Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 450.
779Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74: AAS 58 (1966)
1095-1097.
780Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944): AAS 37 (1945) 13.
781Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944): AAS 37 (1945) 13.
782Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944): AAS 37 (1945) 13.
783Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 266.
784Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 283.
785Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1989, 5: AAS 81
(1989) 98.
786Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1989, 11: AAS 81
(1989) 101.
787Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 273; cf. Catecismo de
la Iglesia Católica, 2237; Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 2000, 6: AAS 92 (2000) 362; Id., Discurso a la Quincuagésima Asamblea
General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 3, Tipografía Vaticana,
p. 7.
788Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 274.
789Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 275.
790Cf. Sto. Tomás de Aquino, Sententiae Octavi Libri Ethicorum, lect. 1: Ed.
Leon. 47, 443: « Est enim naturalis amicitia inter eos qui sunt unius gentis ad
invicem, inquantum communicant in moribus et convictu. Quartam rationem ponit
ibi: Videtur autem et civitates continere amicitia. Et dicit quod per amicitiam
videntur conservari civitates. Unde legislatores magis student ad amicitiam
conservandam inter cives quam etiam ad iustitiam, quam quandoque intermittunt,
puta in poenis inferendis, ne dissensio oriatur. Et hoc patet per hoc quod
concordia assimulatur amicitiae, quam quidem, scilicet concordiam, legislatores
maxime appetunt, contentionem autem civium maxime expellunt, quasi inimicam
salutis civitatis. Et quia tota moralis philosophia videtur ordinari ad bonum
civile, ut in principio dictum est, pertinet ad moralem considerare de amicitia
».
791Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2212-2213.
792Cf. Sto. Tomás de Aquino, De regno. Ad regem Cypri, I, 10: Ed. Leon. 42, 461:
« omnis autem amicitia super aliqua communione firmatur: eos enim qui conueniunt
uel per nature originem uel per morum similitudinem uel per cuiuscumque
communionem, uidemus amicitia coniungi... Non enim conseruatur amore, cum parua
uel nulla sit amicitia subiectae multitudinis ad tyrannum, ut prehabitis patet
».
793« Libertad, igualdad, fraternidad » ha sido el lema de la Revolución
Francesa. « En el fondo son ideas cristianas », afirmó Juan Pablo II durante su
primer viaje a Francia: Homilía en Le Bourget (1º de junio de 1980) 5: AAS 72
(1980) 720.
794Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 99: Ed. Leon. 7,
199-205; Id., II-II, q. 23, a.3, ad 1um: Ed. Leon. 8, 168.
795Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1977: AAS 68 (1976) 709.
796Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2212.
797Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259.
798Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 73: AAS 58 (1966) 1095.
799Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 269; cf. León XIII,
Carta enc. Inmortale Dei: Acta Leonis XIII, 5 (1885) 120.
800Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1898; Sto. Tomás de Aquino, De regno.
Ad regem Cypri, I,1: Ed. Leon. 42, 450: « Si igitur naturale est homini quod in
societate multorum uiuat, necesse est in omnibus esse aliquid per quod multitudo
regatur. Multis enim existentibus hominibus et unoquoque id quod est sibi
congruum prouidente, multitudo in diuersa dispergetur nisi etiam esset aliquid
de eo quod ad bonum multitudinis pertinet curam habens, sicut et corpus hominis
et cuiuslibet animalis deflueret nisi esset aliqua uis regitiua communis in
corpore, quae ad bonum commune omnium membrorum intenderet. Quod considerans
Salomon dixit: “Ubi non est gubernator, dissipabitur populus” ».
801Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1897; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in
terris: AAS 55 (1963) 279.
802Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74: AAS 58 (1966) 1096.
803Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46: AAS 83 (1991) 850-851;
Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 271.
804Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74: AAS 58 (1966)
1095-1097.
805Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 270; cf. Pío XII,
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944): AAS 37 (1945) 15; Catecismo
de la Iglesia Católica, 2235.
806Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 449-450.
807Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 450.
808Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 269-270.
809Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1902.
810Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 258-259.
811Cf. Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 432-433.
812Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 71: AAS 87 (1995) 483.
813Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 70: AAS 87 (1995) 481-483;
Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 258-259. 279-280.
814Cf. Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 423.
815Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 70: AAS 87 (1995) 481-483;
Id., Carta enc. Veritatis splendor, 97. 99: AAS 85(1993) 1209-1211; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al
compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública (24 de noviembre de
2002), 5-6, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2002, pp. 11-14.
816Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um. Ed Leon.
7, 164: « Lex humana intantum habet rationem legis, inquantum est secundum
rationem rectam: et secundum hoc manifestum est quod a lege aeterna derivatur.
Inquantum vero a ratione recedit, sic dicitur lex iniqua: et sic non habet
rationem legis, sed magis violentiae cuiusdam ».
817Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 270.
818Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1899-1900.
819Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74: AAS 58 (1966)
1095-1097; Catecismo de la Iglesia Católica, 1901.
820Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2242.
821Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 73: AAS 87 (1995) 486-487.
822Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 74: AAS 87 (1995) 488.
823Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, a. 6, ad 3um. Ed. Leon. 9,
392: « Principibus saecularibus intantum homo oboedire tenetur, inquantum ordo
iustitiae requirit ».
824Catecismo de la Iglesia Católica, 2243.
825Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 31: AAS 59 (1967) 272.
826Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 79:
AAS 79 (1987) 590.
827Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2266.
828Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Nacional Italiana de Magistrados (31
de marzo de 2000), 4: AAS 92 (2000) 633.
829Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2266.
830Juan Pablo II, Discurso al Comité Internacional de la Cruz Roja, Ginebra (15
de junio de 1982), 5: L'Osservatore Romano, edición española, 27 de junio de
1982, p. 15.
831Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Italiana de Magistrados (31 de marzo
de 2000), 4: AAS 92 (2000) 633.
832Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Italiana de Magistrados (31 de marzo
de 2000), 4: AAS 92 (2000) 633.
833Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 27: AAS 87 (1995) 432.
834Catecismo de la Iglesia Católica, 2267.
835Catecismo de la Iglesia Católica, 2267.
836Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 56: AAS 87 (1995) 464; cf.
también Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, 19: AAS (2001) 244,
donde el recurso a la pena de muerte se define « absolutamente innecesario ».
837Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46: AAS 83 (1991) 850.
838Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46: AAS 83 (1991) 850.
839Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 70: AAS 87 (1995) 482.
840Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 44: AAS 83 (1991) 848.
841Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2236.
842Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 42: AAS 81 (1989) 472-476 .
843Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 44: AAS 80 (1988)
575-577; Id., Carta enc. Centesimus annus, 48: AAS 83 (1991) 852-854; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 6: AAS 91 (1999) 381-382.
844Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 5: AAS 90
(1998) 152.
845Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 41: AAS 83 (1989) 471-472.
846Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 75: AAS 58 (1966)
1097-1099.
847Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 260.
848Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Inter mirifica, 3: AAS 56 (1964) 146; Pablo
VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 45: AAS 68 (1976) 35-36; Juan Pablo II, Carta
enc. Redemptoris missio, 37: AAS 83 (1991) 282-286; Pontificio Consejo para las
Comunicaciones Sociales, Communio et Progressio, 126-134: AAS 63 (1971) 638-
640; Id., Aetatis novae, 11: AAS 84 (1992) 455-456; Id., Ética en la publicidad,
(22 de febrero de 1997), 4-8, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano
1997, pp. 10-15.
849Catecismo de la Iglesia Católica, 2494; cf. Concilio Vaticano II, Decr. Inter
mirifica, 11: AAS 56 (1964) 148-149.
850Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las
comunicaciones sociales (4 de junio de 2000), 20, Libreria Editrice Vaticana,
Ciudad del Vaticano 2000, p. 25.
851Cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las
comunicaciones sociales (4 de junio de 2000), 22, Libreria Editrice Vaticana,
Ciudad del Vaticano, pp. 27-29.
852Cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las
comunicaciones sociales (4 de junio de 2000), 24, Libreria Editrice Vaticana,
Ciudad del Vaticano 2000, pp. 30-32.
853León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 134.
854Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1910.
855Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 203; Catecismo de la
Iglesia Católica, 1883-1885.
856Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 49: AAS 83 (1991) 855.
857Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1: AAS 58 (1966) 929.
858Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2: AAS 58 (1966) 930-931;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2106.
859Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 3: AAS 58 (1966) 931-932.
860Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2108.
861Catecismo de la Iglesia Católica, 2105.
862Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2: AAS 58 (1966) 930-931;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2108.
863Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 7: AAS 58 (1966) 935; cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2109.
864Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 6: AAS 58 (1966) 933-934;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2107.
865Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 5: AAS 91
(1999) 380-381.
866Juan Pablo II, Exh. ap. Catechesi tradendae, 14: AAS 71 (1979) 1289.
867Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966) 1099;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2245.
868Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 852.
869Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966) 1099.
870Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 1: AAS 58 (1966) 1026.
871Cf. CIC canon 747, § 2; Catecismo de la Iglesia Católica, 2246.
872Cf. Juan Pablo II, Carta a los Jefes de Estado firmantes del Acto final de
Helsinki (1º de septiembre de 1980), 4: AAS 72 (1980) 1256-1258.
873Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
874Cf. Pío XII, Discurso a los Juristas Católicos sobre las Comunidades de
Estados y de pueblos (6 de diciembre de 1953), 2: AAS 45 (1953) 795.
875Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 42: AAS 58 (1966)
1060-1061
876Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40: AAS 80 (1988) 569.
877Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las
Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 12, Tipografía Vaticana, p. 15.
878Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 296.
879Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 292.
880Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1911.
881Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Nostra aetate, 5: AAS 58 (1966) 743-744; Juan
XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 268. 281; Pablo VI, Carta enc.
Populorum progressio, 63: AAS 59 (1967) 288; Id., Carta ap. Octogesima
adveniens, 16: AAS 63 (1971) 413; Pontificio Consejo « Justicia y Paz », La
Iglesia ante el Racismo. Para una sociedad más fraterna. Contribución de la
Santa Sede a la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial,
la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, Tipografía Vaticana, Ciudad
del Vaticano 2001.
882Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 279-280.
883Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de
octubre de 1965), 2: AAS 57 (1965) 879-880.
884Cf. Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 438-439.
885Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 292; Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 52: AAS 83 (1991) 857-858.
886Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 284.
887Cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1939): AAS 32 (1940)
9-11; Id., Discurso a los Juristas Católicos sobre las Comunidades de Estados y
de pueblos (6 de diciembre de 1953): AAS 45 (1953) 395-396; Juan XXIII, Carta
enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 289.
888Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las
Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 9-10, Tipografía Vaticana, pp. 13-14.
889Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 289; Juan Pablo II,
Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de
octubre de 1995), 15, Tipografía Vaticana, p. 18.
890Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 15: AAS 80 (1988)
528-530.
891Cf. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO (2 de junio de 1980), 14: AAS 72
(1980) 744-745.
892Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones
Unidas (5 de octubre de 1995), 14, Tipografía Vaticana, p. 18; cf. también Id.,
Discurso al Cuerpo Diplomático (13 de enero de 2001), 8: AAS 93 (2001) 319.
893Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones
Unidas (5 de octubre de 1995), 6, Tipografía Vaticana, p. 10.
894Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1941): AAS 34 (1942) 16.
895Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones
Unidas (5 de octubre de 1995), 3, Tipografía Vaticana, p. 7.
896Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 277.
897Cf. Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 438-439. Id.,
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1941): AAS 34 (1942) 16-17; Juan
XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 290-292.
898Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (12 de enero de 1991), 8:
L'Osservatore Romano, edición española, 18 de enero de 1991, p. 8.
899Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 5: AAS 96
(2004) 116.
900Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 5: AAS 96
(2004) 117; cf. Id., Mensaje al Rector Magnífico de la Pontificia Universidad
Lateranense (21 marzo 2002), 6: L'Osservatore Romano, edición española, 29 de
marzo de 2002, p. 5.
901Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 23: AAS 83 (1991) 820-821.
902Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 18: AAS 83 (1991) 816.
903Cf. Carta de las Naciones Unidas (26 de junio de 1945), art. 2.4: www.un.org/
spanish; Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 6: AAS
96 (2004) 117.
904Cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1941): AAS 34 (1942)
18.
905Cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1945): AAS 38 (1946)
22; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 287-288.
906Juan Pablo II, Discurso a la Corte Internacional de Justicia de la Haya (13
de mayo de 1985), 4: AAS 78 (1986) 520.
907Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 52: AAS 83 (1991) 858.
908Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 9: AAS 96
(2004) 120.
909Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 7: AAS 96
(2004) 118.
910Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 426. 439; Juan
Pablo II, Discurso a la XX Conferencia General de la FAO (12 de noviembre de
1979) 6: L'Osservatore Romano, edición española, 22 de noviembre de 1979, p. 9.
Id., Discurso a la UNESCO (2 de junio de 1980), 5, 8: AAS 72 (1980) 737.
739-740; Id., Discurso al Consejo de Ministros de la Conferencia sobre Seguridad
y Cooperación en Europa (CSCE) (30 de noviembre de 1993), 3, 5: AAS 86 (1994)
750-752.
911Cf. Juan Pablo II, Mensaje a la Señora Nafis Sadik, Secretaria General de la
Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (18 de marzo de 1994):
AAS 87 (1995) 191-192; Id., Mensaje a la Señora Gertrude Mongella, Secretaria
General de la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Mujer (26
de mayo de 1995): L'Osservatore Romano, edición española, 2 de junio de 1995,
pp. 20-21.
912Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 84: AAS 58 (1966)
1107-1108.
913Conclio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 82: AAS 58 (1966) 1105;
cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 293 y Pablo VI, Carta
enc. Populorum progressio, 78: AAS 59 (1967) 295.
914Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003, 6: AAS 95
(2003) 344.
915Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 294-295.
916Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 51-55. 77-79: AAS 59 (1967)
282-284. 295-296.
917Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43: AAS 80 (1988) 575.
918Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43: AAS 80 (1988) 575;
cf. Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 7: AAS 96 (2004) 118.
919Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 58: AAS 83 (1991) 863-864.
920Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 33. 39: AAS 80 (1988)
557- 559. 566-568.
921Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 26: AAS 80 (1988)
544-547.
922Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 7: AAS 96
(2004) 118.
923Cf. CIC, canon 361.
924Pablo VI, Carta ap. Sollicitudo omnium ecclesiarum: AAS 61 (1969) 476.
925Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 449: cf. Pío XII,
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1945): AAS 38 (1946) 22.
926Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 16: AAS 80 (1988) 531.
927Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36-37. 39: AAS 80 (1988)
561- 564. 567.
928Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22: AAS 59 (1967) 268; Id.,
Carta ap. Octogesima adveniens, 43: AAS 63 (1971) 431-432; Juan Pablo II, Carta
enc. Sollicitudo rei socialis, 32-33: AAS 80 (1988) 556-559; Id., Carta enc.
Centesimus annus, 35: AAS 83 (1991) 836-838; ver también: Pablo VI, Discurso a
la Organización Mundial del Trabajo (10 de junio de 1969), 22: AAS 61(1969)
500-501; Juan Pablo II, Discurso al Convenio de doctrina social de la Iglesia
(20 de junio de 1997), 5: L'Osservatore Romano, edición española, 4 de julio de
1997, p. 8; Id., Discurso a los dirigentes de sindicatos de trabajadores y
grandes empresas (2 de mayo de 2000), 3: L'Osservatore Romano, edición española,
5 de mayo de 2000, p. 7.
929Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 32: AAS 80 (1988) 556.
930Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 33: AAS 83 (1991) 835.
931Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 56-61: AAS 59 (1967) 285-287.
932Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 44: AAS 59 (1967) 279.
933Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 34: AAS 83 (1991) 836.
934Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 58: AAS 83 (1991) 863.
935Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 14: AAS 92
(2000) 366; cf. Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1993, 1: AAS 85
(1993) 429-430.
936Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 33: AAS 80 (1988) 558;
cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 47: AAS 59 (1967) 280.
937Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 6: AAS 59 (1967) 260; cf. Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28: AAS 80 (1988) 548-550.
938Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 20-21: AAS 59 (1967) 267-268.
939Cf. Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Puebla (28 de enero de 1979), I/ 8: AAS 71 (1979) 194-195.
940Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22: AAS 59 (1967) 268.
941Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: AAS 80 (1988) 566.
942Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 55: AAS 59 (1967) 284; Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 44: AAS 80 (1988) 575-577.
943Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 14: AAS 92
(2000) 366.
944Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente, 51: AAS 87 (1995)
36: Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 4: AAS 90 (1998)
151-152; Id., Discurso a la Conferencia de la Unión Interparlamentaria (30 de
noviembre de 1998): L'Osservatore Romano, edición española, 11 de diciembre de
1998, p. 8; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 9: AAS 91
(1999) 383-384.
945Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 35: AAS 83 (1991) 838; cf.
Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », Al servicio de la comunidad humana: una
consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986),
Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1986.
946Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 15: AAS 58 (1966) 1036.
947Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 15: AAS 58 (1966)
1036.
948Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 33: AAS 58 (1966) 1052.
949Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 34: AAS 58 (1966) 1052.
950Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 34: AAS 58 (1966) 1053.
951Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 34: AAS 58 (1966) 1053.
952Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 35: AAS 58 (1966)
1053.
953Cf. Juan Pablo II, Discurso pronunciado durante la visita al « Mercy
Maternity Hospital », Melbourne (28 de noviembre de 1986): L'Osservatore Romano,
edición española, 14 de diciembre de 1986, p. 13.
954Juan Pablo II, Discurso pronunciado durante el encuentro con científicos y
representantes de la Universidad de las Naciones Unidas, Hiroshima (25 de
febrero de 1981), 3: AAS 73 (1981) 422.
955Juan Pablo II, Discurso a los obreros en las oficinas Olivetti de Ivrea (19
de marzo de 1990), 5: L'Osservatore Romano, edición española, 8 de abril de
1990, p. 9.
956Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias (3 de
octubre de 1981), 3: AAS 73 (1981) 670.
957Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso promovido por la «
Accademia Nazionale delle Scienze » en el bicentenario de su fundación (21 de
septiembre de 1982), 4: L'Osservatore Romano, edición española, 17 de octubre de
1982, p. 13.
958Juan Pablo II, Discurso pronunciado durante el encuentro con científicos y
representantes de la Universidad de las Naciones Unidas, Hiroshima (25 de
febrero de 1981), 3: AAS 73 (1981) 422.
959Juan Pablo II, Discurso a los obreros en las oficinas Olivetti de Ivrea,
Italia
(19 de marzo de 1990), 4: L'Osservatore Romano, edición española, 8 de abril de
1990, p. 9.
960Juan Pablo II, Homilía durante la Misa en el Victorian Racing Club, Melbourne
(28 de noviembre de 1986), 11: L'Osservatore Romano, edición española, 14 de
diciembre de 1986, p. 14.
961Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias (23 de
octubre de 1982), 6: L'Osservatore Romano, edición española, 12 de diciembre de
1982, p. 7.
962Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 34: AAS 80 (1988) 559.
963Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 7: AAS 82
(1990) 151.
964Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 6: AAS 82
(1990) 150.
965Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 37: AAS 83 (1991) 840.
966Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 37: AAS 83 (1991) 840.
967Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 37: AAS 83 (1991) 840.
968Juan Pablo II, Discurso a la 35ª Asamblea General de la Asociación Médica
Mundial (29 de octubre de 1983), 6: AAS 76 (1984) 394.
969Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 21: AAS 63 (1971) 416-417.
970Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 21: AAS 63 (1971) 417.
971Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un Congreso Internacional
sobre « Ambiente y salud » (24 de marzo de 1997), 2: L'Osservatore Romano,
edición española, 11 de abril de 1997, p. 7.
972Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28: AAS 80 (1988)
548-550.
973Cf., por ejemplo, Consejo Pontificio de la Cultura - Consejo Pontificio para
el Diálogo Interreligioso, Jesucristo, Portador del agua de la vida. Una
reflexión cristiana sobre la ‘‘Nueva Era'', Librería Editrice Vaticana, Ciudad
del Vaticano 2003, p. 35.
974Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un Congreso Internacional
sobre « Ambiente y salud » (24 de marzo de 1997), 5: L'Osservatore Romano,
edición española, 11 de abril de 1997, p. 7.
975Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un Congreso Internacional
sobre « Ambiente y salud » (24 de marzo de 1997), 4: L'Osservatore Romano,
edición española, 11 de abril de 1997, p. 7.
976Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 38: AAS 83 (1991) 841.
977Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 34: AAS 80 (1988)
559-560.
978Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un Congreso Internacional
sobre « Ambiente y salud » (24 de marzo de 1997), 5: L'Osservatore Romano,
edición española, 11 de abril de 1997, p. 7.
979Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 40: AAS 83 (1991) 843.
980Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 34: AAS 80 (1988) 559.
981Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 34: AAS 80 (1988) 559.
982Juan Pablo II, Exh. ap. Ecclesia in America, 25: AAS 91 (1999) 760.
983Cf. Juan Pablo II, Homilía en la fiesta de San Juan Gualberto, Val Visdende,
Italia (12 de julio de 1987): L'Osservatore Romano, edición española, 19 de
julio de 1987, p. 12.
984Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 17: AAS 59 (1967) 266.
985Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 37: AAS 83 (1991) 840.
986Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 9: AAS 82
(1990) 152.
987Juan Pablo II, Discurso a la Corte y a la Comisión Europea de los Derechos
del Hombre, Estrasburgo (8 de octubre de 1988), 5: AAS 81 (1989) 685; cf. Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 9: AAS 82 (1990) 152; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 10: AAS 91 (1999) 384-385.
988Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 10: AAS 91
(1999) 384-385.
989Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 26: AAS 80 (1988) 546.
990Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 34: AAS 80 (1988)
559-560.
991Juan Pablo II, Alocución a la XXV Conferencia General de la F A O (16 de
noviembre de 1989), 8: AAS 82 (1990) 673.
992Cf. Juan Pablo II, Discurso a un grupo de estudio de la Pontificia Academia
de las Ciencias (6 de noviembre de 1987): L'Osservatore Romano, edición
española, 6 de diciembre de 1987, p. 18.
993Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 40: AAS 83 (1991) 843.
994Cf. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la
Pontificia Academia de las Ciencias (28 de octubre de 1994): L'Osservatore
Romano, edición española, 4 de noviembre de 1994, pp. 20. 22.
995Cf. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un Simposio Internacional
de Física (18 de diciembre de 1982): L'Osservatore Romano, edición española, 27
de marzo de 1983, p. 8.
996Cf. Juan Pablo II, Discurso a los pueblos autóctonos del Amazonas, Manaus (10
de julio de 1980): AAS 72 (1980) 960-961.
997Cf. Juan Pablo II, Homilía durante la liturgia de la Palabra para la
población autóctona del Amazonas peruana (5 de febrero de 1985), 4: AAS 77
(1985) 897-898; cf. también Pontificio Consejo « Justicia y Paz », Para una
mejor distribución de la tierra. El reto de la reforma agraria (23 de noviembre
de 1997), 11, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 13-14.
998Cf. Juan Pablo II, Discurso a los aborígenes de Australia (29 de noviembre de
1986), 4: AAS 79 (1987) 974-975.
999Cf. Juan Pablo II, Discurso a los Indígenas de Guatemala (7 de marzo de
1983), 4: AAS 75 (1983) 742-743; Id., Discurso a los pueblos autóctonos de
Canadá (18 de septiembre de 1984), 7-8: AAS 77 (1985) 421-422; Id., Discurso a
los pueblos autóctonos de Ecuador (31 de enero de 1985), II. 1: AAS 77 (1985)
861; Id., Discurso a los aborígenes de Australia (29 de noviembre de 1986), 10:
AAS 79 (1987) 976-977.
1000Cf. Juan Pablo II, Discurso a los aborígenes de Australia (29 de noviembre
de 1986), 4: AAS 79 (1987) 974-975; Id., Discurso a los Amerindios (14 de
septiembre de 1987), 4: L'Osservatore Romano, edición española, 11 de octubre de
1987, p. 20.
1001Cf. Pontificia Academia para la Vida, Biotecnologías animales y vegetales.
Nuevas fronteras y nuevas responsabilidades, Librería Editrice Vaticana, Ciudad
del Vaticano 1999.
1002Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias (23 de
octubre de 1982), 6: L'Osservatore Romano, edición española, 12 de diciembre de
1982, p. 7 14618 ;
1003Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias (3 de
octubre de 1981): AAS 73 (1981) 668-672.
1004Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias (23 de
octubre de 1982): L'Osservatore Romano, edición española, 12 de diciembre de
1982, p. 7; Id., Discurso a los participantes en el Congreso promovido por la «
Accademia Nazionale delle Scienze » en el bicentenario de su fundación (21 de
septiembre de 1982), 4: L'Osservatore Romano, edición española, 17 de octubre de
1982, p. 13.
1005Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 69: AAS 58 (1966)
1090-1092; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22: AAS 59 (1967) 268.
1006Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 25: AAS 80 (1988) 543;
cf. Id., Carta enc. Evangelium vitae, 16: AAS 87 (1995) 418.
1007Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 25: AAS 80 (1988)
543-544.
1008Juan Pablo II, Mensaje a la Señora Nafis Sadik, Secretaria General de la
Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (18 de marzo de 1994), 3:
AAS 87 (1995) 191.
1009Juan Pablo II, Mensaje al Card. Geraldo Majella Agnelo con ocasión de la
Campaña de Fraternidad de la Conferencia Episcopal de Brasil (19 de enero de
2004): L'Osservatore Romano, edición española, 5 de marzo de 2004, p. 8.
1010Juan Pablo II, Mensaje al Card. Geraldo Majella Agnelo con ocasión de la
Campaña de Fraternidad de la Conferencia Episcopal de Brasil (19 de enero de
2004): L'Osservatore Romano, edición española, 5 de marzo de 2004, p. 8.
1011Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003, 5: AAS 95
(2003) 343; Pontificio Consejo « Justicia y Paz », Water, an Essential Element
for Life. A Contribution of the Delegation of the Holy See on the occasion of
the 3rd World Water Forum, Kyoto, 16-23 de marzo de 2003.
1012Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 838-840.
1013Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: AAS 83 (1991) 839.
1014Cf. Juan Pablo II, Discurso al Centro de las Naciones Unidas, Nairobi (18 de
agosto de 1985), 5: AAS 78 (1986) 92.
1015Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1986, 1: AAS 78
(1986) 278-279.
1016Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1969: AAS 60 (1968)
771; Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 4: AAS 96
(2004) 116.
1017Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1982, 4: AAS 74
(1982) 328.
1018Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 78: AAS 58 (1966)
1101-1102.
1019Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 51: AAS 83 (1991) 856-857.
1020Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1972: AAS 63 (1971)
868.
1021Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1969: AAS 60 (1968)
772; Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 12: AAS 91
(1999) 386-387.
1022Pío XI, Carta enc. Ubi arcano: AAS 14 (1922) 686. En la Encíclica se hace
referencia a Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 29, art. 3, ad
3um; cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 78: AAS 58 (1966)
1101-1102.
1023Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 76: AAS 59 (1967) 294-295.
1024Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1974: AAS 65 (1973)
672.
1025Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2317.
1026Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (13 de enero de 1997), 3:
AAS 89 (1997) 474.
1027Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 78: AAS 58 (1966) 1101;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2304.
1028Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 78: AAS 58 (1966) 1101.
1029Juan Pablo II, Discurso en Drogheda, Irlanda (29 de septiembre de 1979), 9:
AAS 71 (1979) 1081; cf. Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 37: AAS 68
(1976) 29.
1030Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias (12 de
noviembre de 1983), 5: AAS 76 (1984) 398-399.
1031Catecismo de la Iglesia Católica, 2306.
1032Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 77: AAS 58 (1966) 1100;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2307-2317.
1033Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 80: AAS 58 (1966)
1103-1104.
1034Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 291.
1035León XII, Alocución al Colegio de los Cardenales, Acta Leonis XIII, 19
(1899) 270-272.
1036Juan Pablo II, Encuentro con los Colaboradores del Vicariato Romano (17 de
enero de 1991): L'Osservatore Romano, edición española, 18 de enero de 1991, p.
1; cf. Id., Discurso a los Obispos del Rito Latino de la Región Árabe (1º de
octubre de 1990), 4: AAS 83 (1991) 475.
1037Cf. Pablo VI, Discurso a los Cardenales (24 de junio de 1965): AAS 57 (1965)
643-644.
1038Benedicto XV, Apelo a los Jefes de los pueblos beligerantes (1º de agosto de
1917): AAS 9 (1917) 423.
1039Juan Pablo II, Oración durante la Audiencia General (16 de enero de 1991):
L'Osservatore Romano, edición española, 18 de enero de 1991, p. 1.
1040Pío XII, Radiomensaje (24 de agosto de 1939): AAS 31 (1939) 334; cf. Juan
Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1993, 4: AAS 85 (1993)
433-434; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 288.
1041Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 79: AAS 58 (1966)
1102-1103.
1042Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 11: AAS 91
(1999) 385.
1043Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (13 de enero de 2003), 4: AAS
95 (2003) 323.
1044Pablo VI, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de
octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881.
1045Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 51: AAS 83 (1991) 857.
1046Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 52: AAS 83 (1991) 858.
1047Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 288-289.
1048Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 291.
1049Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2265.
1050Catecismo de la Iglesia Católica, 2309.
1051Pontificio Consejo « Justicia y Paz », El comercio internacional de armas.
Una reflexión ética (1º de mayo de 1994), I, 6, Librería Editrice Vaticana,
Ciudad del Vaticano 1994, p. 12.
1052Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 79: AAS 58 (1966) 1103.
1053Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 6: AAS 96
(2004) 117.
1054Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 79: AAS 58 (1966)
1102-1103; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2310.
1055Cf. Juan Pablo II, Mensaje al III Congreso Internacional de Ordinarios
Militares (11 de marzo de 1994), 4: AAS 87 (1995) 74.
1056Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2313.
1057Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 79: AAS 58 (1966) 1103;
cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2311.
1058Juan Pablo II, Angelus Domini (7 de marzo de 1993), 4: L'Osservatore Romano,
edición española, 12 de marzo de 1993, p. 1; cf. Id., Discurso al Consejo de
Ministros de la OCSE (30 de noviembre de 1993), 4: AAS 86 (1994) 751.
1059Juan Pablo II, Discurso a la Audiencia general (11 de agosto de 1999):
L'Osservatore Romano, edición española, 13 de agosto de 1999, p. 1.
1060Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma 1990, 3: AAS 82 (1990) 802.
1061Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 7: AAS 91
(1999) 382; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 7: AAS 92
(2000) 362.
1062Juan Pablo II, Regina coeli (18 de abril de 1993), 3: L'Osservatore Romano,
edición española, 23 de abril de 1993, p. 12; cf. Comisión para las Relaciones
Religiosas con el judaísmo, Nosotros recordamos. Una reflexión sobre la Shoah
(16 de marzo de 1998): L'Osservatore Romano, edición española, 20 de marzo de
1998, pp. 11-12.
1063Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 11: AAS 92
(2000) 363.
1064Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (16 enero 1993), 13: AAS
85 (1993) 1247-1248; cf. Id., Discurso pronunciado en ocasión de la Conferencia
Internacional de la Nutrición, organizada por la FAO y la OMS (5 de diciembre de
1992), 3: AAS 85 (1993) 922-923. Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
2004, 9: AAS 96 (2004) 120.
1065Cf. Juan Pablo II, Angelus Domini (14 de junio de 1998): L'Osservatore
Romano, edición española, 19 de junio de 1998, p. 1; Id., Discurso a los
participantes en el Congreso Mundial sobre la Pastoral de los Derechos Humanos
(4 de julio de 1998), 5: L'Osservatore Romano, edición española, 17 de julio de
1998, p. 2; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 7: AAS 91
(1999) 382; cf. también Pío XII, Discurso al VI Congreso internacional de
derecho penal (3 de octubre de 1953): AAS 45 (1953)
730-744.
1066Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (9 de enero de 1995), 7:
AAS 87 (1995) 849.
1067Juan Pablo II, Mensaje en el 40º aniversario de la ONU (14 de octubre de
1985), 6: L'Osservatore Romano, edición española, 3 de noviembre de 1985, p. 12.
1068Cf. Pontificio Consejo « Justicia y Paz », El comercio internacional de
armas. Una reflexión ética (1º de mayo de 1994), I, 9-11: Librería Editrice
Vaticana, Ciudad del Vaticano 1994, pp. 13-14.
1069Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2316; Juan Pablo II, Discurso al Mundo
del Trabajo, Verona, Italia (17 de abril de 1988), 6: L'Osservatore Romano,
edición española, 24 de abril de 1988, p. 21.
1070Catecismo de la Iglesia Católica, 2315.
1071Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 80: AAS 58 (1966)
1103-1104; Catecismo de la Iglesia Católica, 2314; Juan Pablo II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1986, 2: AAS 78 (1986) 280.
1072Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (13 de enero de 1996), 7:
AAS 88 (1996) 767-768.
1073La Santa Sede ha querido ser parte de los instrumentos jurídicos relativos a
las armas nucleares, biológicas y químicas para apoyar las iniciativas de la
Comunidad Internacional en este sentido.
1074Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 80: AAS 58 (1966) 1104.
1075Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 11: AAS
91 (1999) 385-386.
1076Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 11: AAS
91 (1999) 385-386.
1077Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 11: AAS
91 (1999) 385-386.
1078Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297.
1079Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 4: AAS 94
(2002) 134.
1080Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 79: AAS 58 (1966) 1102.
1081Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 5: AAS 94
(2002) 134.
1082Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96
(2004) 119.
1083Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96
(2004) 119.
1084Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96
(2004) 119.
1085Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 5: AAS 94
(2002) 134.
1086Cf. Juan Pablo II, Discurso a los representantes del mundo de la cultura,
del arte y de la ciencia, Astana, Kazajstán (24 de septiembre de 2001), 5:
L'Osservatore Romano, edición española, 5 de octubre de 2001, p. 10.
1087Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 7: AAS 94
(2002) 135-136.
1088Cf. Decálogo de Asís por la paz, n. 1, contenido en la Carta enviada por
Juan Pablo II a los Jefes de Estado y de Gobierno del 24 de febrero de 2002:
L'Osservatore Romano, edición española, 8 de marzo de 2002, p. 2.
1089Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 20: AAS 92
(2000) 369.
1090Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988, 3: AAS 80
(1988) 282-284.
1091Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 9: AAS 96
(2004) 120.
1092Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002, 9: AAS 94
(2002) 136-137; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 10: AAS 96
(2004) 121.
1093Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º Aniversario del comienzo de la
Segunda Guerra Mundial, 2: AAS 82 (1990) 51.
1094Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1997, 3: AAS 89
(1997) 193.
1095Cf. Pío XII, Discurso al VI Congreso internacional de derecho penal (3 de
octubre de 1953): AAS 65 (1953) 730-744; Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo
Diplomático (13 de enero de 1997), 4: AAS 89 (1997) 474-475; Id., Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 1999, 7: AAS 91 (1999) 382.
1096Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada de la Paz 1997, 3. 4. 6: AAS 89
(1997) 193. 196-197.
1097Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada de la Paz 1999, 11: AAS 91 (1999)
385.
1098Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1992, 4: AAS 84
(1992) 323-324.
1099Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1968: AAS 59 (1967)
1098.
1100Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 10: AAS 56 (1964) 102.
1101Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 15.
1102La celebración Eucarística comienza con un saludo de paz, el saludo de
Cristo a sus discípulos. El Gloria es una petición de paz para todo el pueblo de
Dios sobre la tierra. En las anáforas de la Misa, la oración por la paz se
estructura rezando por la paz y la unidad de la Iglesia; por la paz de toda la
familia de Dios en esta vida; por el progreso de la paz y la salvación del
mundo. Durante el rito de la comunión, la Iglesia ora para que el Señor dé « la
paz en nuestros días » y recuerda el don de Cristo que consiste en su paz,
invocando « la paz y la unidad » de su Reino. La Asamblea ora también para que
el Cordero de Dios quite los pecados del mundo y « dé la paz ». Antes de la
comunión, toda la asamblea intercambia un saludo de paz; la celebración
Eucarística se concluye despidiendo a la Asamblea en la paz de Cristo. Son
muchas las oraciones que, durante la Santa Misa, invocan la paz en el mundo; en
ellas, la paz se halla a veces asociada a la justicia, como, por ejemplo, la
oración colecta del octavo domingo del Tiempo Ordinario, con la cual la Iglesia
pide a Dios que los acontecimientos de este mundo se realicen siempre bajo el
signo de la justicia y de la paz, según su voluntad.
1103Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1968: AAS 59 (1967)
1100.
1104Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1976: AAS 67 (1975) 671.
1105Cf. Congregación para el Clero, Directorio general de catequesis, 18:
Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, p. 24.
1106Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 11: AAS 83 (1991) 259-260.
1107Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 799.
1108Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 799.
1109Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1043.
1110Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 52: AAS 83 (1991) 300; cf.
Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 20: AAS 68 (1976) 18-19.
1111Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 11: AAS 83 (1991) 259-260.
1112Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 35: AAS 81 (1989) 458.
1113Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 800.
1114Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 11: AAS 83 (1991) 259.
1115Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 51: AAS 63 (1971) 440.
1116Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 57: AAS 83 (1991) 862.
1117Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 48: AAS 80 (1988)
583-584.
1118Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966)
1099-1100.
1119Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 453; Juan
Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 859-860.
1120Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 265-266.
1121Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 60: AAS 81 (1989) 511.
1122Cf. Congregación para el Clero, Directorio general de catequesis, 30:
Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 32-35.
1123Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Catechesi tradendae, 18: AAS 71 (1979)
1291-1292.
1124Juan Pablo II, Exh. ap. Catechesi tradendae, 5: AAS 71 (1979) 1281.
1125Cf. Congregación para el Clero, Directorio general de catequesis, 54:
Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, p 56.
1126Juan Pablo II, Exh. ap. Catechesi tradendae, 29: AAS 71 (1979) 1301-1302;
cf. Congregación para el Clero, Directorio general de catequesis, 17: Librería
Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997, p 23.
1127Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 8: AAS 58 (1966) 935.
1128Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 107: AAS 85 (1993) 1217.
1129Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 81: AAS 59 (1967) 296-297.
1130Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 75: AAS 58 (1966)
1097-1099.
1131Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 75: AAS 58 (1966) 1098.
113230 de diciembre de 1988, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988.
1133Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Nostra aetate, 4: AAS 58 (1966) 742-743.
1134Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 32: AAS 80 (1988)
556-557.
113527 de octubre de 1986; 24 de enero de 2002.
1136Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 2: AAS 83 (1991) 250.
1137Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 3: AAS 83 (1991) 795.
1138Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 3: AAS 83 (1991) 796.
1139Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37.
1140Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37.
1141Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 15: AAS 81 (1989) 415.
1142Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 24: AAS 81 (1989) 433-435
.
1143Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966) 1099.
1144Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965)
37-38.
1145Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 59: AAS 81 (1989) 509.
1146Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1806.
1147El ejercicio de la prudencia comporta un itinerario formativo para adquirir
las cualidades necesarias: la « memoria » como capacidad de retener las propias
experiencias pasadas de modo objetivo, sin falsificaciones (cf. Santo Tomás de
Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 49, a. 1: Ed. Leon. 8, 367); la « docilitas
» (docilidad), que es la capacidad de dejarse instruir y sacar provecho de la
experiencia ajena, sobre la base del auténtico amor por la verdad (cf. Santo
Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 49, a. 3: Ed. Leon. 8, 368-369); la
« solertia » (solercia), es decir, la habilidad para afrontar los imprevistos
actuando de forma objetiva, para orientar cualquier situación al servicio del
bien, venciendo las tentaciones de la intemperancia, la injusticia, la vileza
(cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 49, a. 4: Ed. Leon. 8,
369-370). Estas condiciones de tipo cognoscitivo permiten desarrollar los
presupuestos necesarios para el momento de la toma de decisiones: la «
providentia » (previsión), que es la capacidad de valorar la eficacia de un
comportamiento en orden al logro del fin moral (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa
theologiae, II-II, q. 49, a. 6: Ed. Leon. 8, 371), y la « circumspectio »
(circunspección) o capacidad de valorar las circunstancias que concurren a
constituir la situación en la que se ejerce la acción (cf. Santo Tomás de
Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 49, a. 7: Ed. Leon. 8, 372). La prudencia se
especifica, en el ámbito de la vida social, en dos formas particulares: la
prudencia « regnativa », es decir, la capacidad de ordenar las cosas hacia el
máximo bien de la sociedad (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II,
q. 50, a. 1: Ed. Leon. 8, 374), y la prudencia « politica » que lleva al
ciudadano a obedecer, secundando las indicaciones de la autoridad (cf. Santo
Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 50, a. 2: Ed. Leon. 8, 375), sin
comprometer la propia dignidad de persona (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa
theologiae, II-II, qq. 47-56: Ed. Leon. 8, 348-406).
1148Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 30: AAS 81 (1989) 446-448
.
1149Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 62: AAS 81 (1989) 516-517 .
1150Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 455.
1151Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 29: AAS 81 (1989) 443.
1152Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966) 1099.
1153Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 454; Juan
Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 57: AAS 83 (1991) 862-863.
1154Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 91: AAS 58 (1966) 1113.
1155Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 37: AAS 81 (1989) 460.
1156Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 218.
1157Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 218.
1158Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae (22 de
febrero de 1987): AAS 80 (1988) 70-102.
1159Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 39: AAS 81 (1989) 466.
1160Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 39: AAS 81 (1989) 466.
1161Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 42-48: AAS 74 (1982)
134-140.
1162Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 43: AAS 58 (1966)
1062.
1163Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO (2 de junio de 1980), 7: AAS 72 (1980)
738.
1164Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 de noviembre de 2002), 7: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 2002, p. 15.
1165Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 59: AAS 58 (1966)
1079-1080.
1166Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 50: AAS 83 (1991) 856.
1167Cf. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO (2 de junio de 1980), 11: AAS 72
(1980) 742.
1168Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 60: AAS 58 (1966) 1081.
1169Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 61: AAS 58 (1966) 1082.
1170Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 24: AAS 83 (1991) 822.
1171Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 24: AAS 83 (1991) 821-822.
1172Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Inter mirifica, 4: AAS 56 (1964) 146.
1173Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio, 36-48: AAS 91 (1999) 33-34.
1174Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 55: AAS 83 (1991) 861.
1175Juan Pablo II, Mensaje para la XXXIII Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales 1999, 2: L'Osservatore Romano, edición española, 5 de febrero de 1999,
p. 14.
1176Catecismo de la Iglesia Católica, 2495.
1177Cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las
comunicaciones sociales (4 de junio de 2000), 14: Librería Editrice Vaticana,
Ciudad del Vaticano 2000, pp. 16-17.
1178Cf. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Ética en las
comunicaciones sociales (4 de junio de 2000), 33: Librería Editrice Vaticana,
Ciudad del Vaticano 2000, pp. 43-44.
1179Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 de noviembre de 2002), 3: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 2002, p. 8.
1180Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 570.
1181Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 14: AAS 92
(2000) 366.
1182Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 17: AAS
92 (2000) 367-368.
1183Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-436.
1184Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36: AAS 80 (1988)
561-563.
1185Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 de noviembre de 2002), 6: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 2002, p. 14.
1186Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46: AAS 83 (1991) 850.
1187Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 74: AAS 58 (1966)
1095-1097.
1188Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes,
8, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 13.
1189Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
pública (24 de noviembre de 2002), 7: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 2002, p. 17.
1190Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 46: AAS 83 (1991) 850-851.
1191Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 de noviembre de 2002), 4: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 2002, p. 9.
1192Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium Vitae, 73: AAS 87 (1995) 486-487.
1193Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 39: AAS 81 (1989) 466-468
.
1194Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966)
1099-1100.
1195Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 de noviembre de 2002), 6: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 2002, p. 12.
1196Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 noviembre 2002), 6: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano
2002, p. 13.
1197Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas a compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 noviembre 2002), 6: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano
2002, pp. 13-14.
1198Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (12 de enero de 2004), 3:
L'Osservatore Romano, edición española, 16 de enero de 2004, p. 6.
1199Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política (24 de noviembre de 2002), 6: Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 2002, pp. 14-15.
1200Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435
1201Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435.
1202Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 50: AAS 63 (1971) 439-440.
1203Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 4: AAS 63 (1971) 403-404.
1204Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 43: AAS 58 (1966) 1063.
1205Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 43: AAS 58 (1966) 1063.
1206Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1059.
1207Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 451.
1208Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1059.
1209Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1059-
1060.
1210Pío XII, Carta enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1939) 425.
1211Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 55: AAS 83 (1991) 860-861.
1212Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 98: AAS 85 (1993) 1210; cf.
Id., Carta enc. Centesimus annus, 24: AAS 83 (1991) 821-822.
1213Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 29: AAS 93 (2001) 285.
1214Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 47: AAS 80 (1988) 580.
1215Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 451.
1216Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 35: AAS 57 (1965) 40.
1217Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 10: AAS 83 (1991) 805-806.
1218Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 40: AAS 80 (1988) 568.
1219Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 38: AAS 58 (1966) 1055-
1056; cf. Id., Const. dogm. Lumen gentium, 42: AAS 57 (1965) 47-48; Catecismo de
la Iglesia Católica, 826.
1220Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1889.
1221León XIII, Carta enc. Rerum novarum: Acta Leonis XIII, 11 (1892) 143; cf.
Benedicto XV, Carta enc. Pacem Dei: AAS 12 (1920) 215.
1222Cf. Sto. Tomás de Aquino, QD De caritate, a. 9, c; Pío XI, Carta enc.
Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 206-207; Juan XXIII, Carta enc. Mater et
magistra: AAS 53 (1961) 410; Pablo VI, Discurso en la sede de la FAO (16 de
noviembre de 1970), 11: AAS 62 (1970) 837-838; Juan Pablo II, Discurso a los
Miembros de la Pontificia Comisión « Iustitia et Pax » (9 de febrero de 1980),
7: AAS 72 (1980) 187.
1223Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435.
1224Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 8: AAS 58 (1966)
844-845; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 44: AAS 59 (1967) 279; Juan
Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 42: AAS 81 (1989) 472-476 ; Catecismo
de la Iglesia Católica, 1939.
1225Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis,15: AAS 71 (1979) 288.
1226Juan Pablo II, Carta enc. Dives in misericordia, 14: AAS 72 (1980) 1223.
1227Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 10: AAS 96
(2004) 121; cf. Id., Carta enc. Dives in misericordia, 14: AAS 72 (1980) 1224;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2212.
1228San Juan Crisóstomo, Homilia De perfecta caritate, I, 2: PG 56, 281-282.
1229Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 49-51: AAS 93 (2001)
302-304.
1230Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 5: AAS 83 (1991) 798-800.
1231 Catecismo de la Iglesia Católica, 1889.
1232Sta. Teresa del Niño Jesús, Ofrenda de mí misma como víctima de holocausto
al amor misericordioso de Dios. Oraciones: Obras Completas, Editorial Monte
Carmelo, Burgos 1998, p. 758, citado en: Catecismo de la Iglesia Católica, 2011.