4ª Semana de Adviento
Domingo
El cuarto Domingo de Adviento está polarizado en la cercana solemnidad
de Navidad. En la entrada alzamos un cántico de esperanza: «Cielos,
destilad el rocío; nubes, derramad la victoria: ábrase la tierra y brote la
salvación» (Is 40,8). En la colecta (Gregoriano), pedimos al Señor que
derrame su gracia sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del ángel
la encarnación de su Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la
gloria de la resurrección.
En la oración sobre las ofrendas (Bérgamo), se pide que el mismo
Espíritu, que cubrió con su sombra y fecundó con su poder las entrañas de
María, la Virgen Madre, santifique los dones que se han colocado sobre el
altar. En la comunión se proclama que la Virgen concebirá y dará a luz
un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel (Mt 1,23; Is 7,14). La postcomunión
(Gregoriano) pide que el pueblo que acaba de recibir la prenda de su salvación,
sienta el deseo de celebrar dignamente el nacimiento del Hijo de Dios, al
acercarse la fiesta de Navidad.
Ciclo A
Inminencia de Navidad, del Emmanuel, «Dios con nosotros». Dios hecho
hombre, para hacer a los hombres hijos de Dios. Es una liturgia eminentemente
mariana.
–Isaías 7,10-14: La Virgen concebirá y dará a luz
un hijo. Cuando el profeta Isaías pretende proclamarnos el misterio del
Emmanuel, el Espíritu le hace anunciar justamente la maternidad virginal de María.
Dios es el dueño absoluto de los acontecimientos. La confianza en Dios es
siempre el medio más seguro de salvación.
El rey Acaz procura obtener la salvación fuera del plan divino, que es
un plan de salvación universal, y es castigado. La Casa de David, en cambio, va
a ser en las manos de Yavé un instrumento para obtener un bien universal a
todos los hombres. Dentro de ella, la misión de la Virgen-Madre es misteriosa,
pero realísima. Comenta San Agustín:
«No te resulte extraño, alma incrédula, quienquiera que seas; no te parezca imposible que una Virgen dé a luz y permanezca Virgen. Comprende que es Dios quien ha nacido, y no te extrañará el parto de una Virgen» (Sermón 370,2, en el día de Navidad).
–Con el Salmo 23 decimos: «Del Señor es la tierra y
cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes. Él la fundó sobre los mares,
Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién
puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón…
Va a entrar el Señor. Él es el Rey de la gloria».
–Romanos 1,1-7: Jesucristo, de la estirpe de David, es
el Hijo de Dios. Jesucristo, en su doble naturaleza, divina y humana,
constituye el centro de la historia de la salvación y la garantía de la
redención para todos los hombres. Todo cristiano debe sentirse unido con un vínculo
especial a Cristo.
La vocación al apostolado es general, pero alguno viene elegido de modo
particular para ser un instrumento especial. No existen apóstoles a título
personal. Los apóstoles lo son porque existe un Evangelio, un Salvador que les
ha elegido, llamado y enviado, y que con ellos desarrolla el plan divino, ya
anunciado en el Antiguo Testamento. El fin de toda la redención es llamar al
hombre a la santidad. El cristiano no abandona el mundo, pero vive en él,
siguiendo el impuso de la gracia, e iluminándolo todo con la paz de Dios.
–Mateo 1,18-24: Jesús nacerá de la Virgen María.
El hecho más claro de toda la historia de la salvación es que el Redentor nos
ha venido por María. Él ha sido, en su condición humana, el ser más íntegramente
mariano que ha existido. Comenta San Agustín:
«¿Cómo aparece en una Virgen tal Palabra?… Los ángeles son algo realmente grande, no algo sin importancia. Y sin embargo, ellos adoran la carne de Cristo, sentada a la derecha del Padre. Ésta es obra, sobre todo, del Espíritu Santo. En relación a esta obra, su nombre aparece cuando el ángel anunció a la santa Virgen el Hijo que iba a nacer. Ella se había propuesto guardar virginidad, y su marido era el guardián de su pudor, antes que destructor del mismo; mejor, no era guardián, puesto que esto quedaba para Dios, sino testigo de su pudor virginal, para que su embarazo no se atribuyese a adulterio.
«Cuando el ángel le dio el anuncio, dijo: “¿Cómo puede ser esto, si yo no conozco varón?” Si hubiese tenido intención de conocerlo, no le hubiera causado extrañeza. Tal extrañeza es la prueba de su propósito… Y el ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti”» (Sermón 225,2, en Hipona, el día de Pascua).
Ciclo B
En este último Domingo de Adviento la Iglesia nos invita encarecidamente
a abrir nuestras conciencias al acontecimiento clave de la Historia de la
Salvación, y de la historia de la humanidad: la Encarnación del Verbo de Dios,
el nacimiento del Redentor. Hemos de abrir nuestros corazones a este gran
acontecimiento y vivirlo con fe y amor, bajo la acción interior de la gracia.
–2 Samuel 7,1-5.8.12.14.16: El reino de David durará
para siempre en la presencia del Señor. Y ahora ha llegado la plenitud de
los tiempos (Gál 4,4). Aquella antigua promesa, reiterada a David y vinculada a
su descendencia, se convierte, al fin, en una realidad definitiva: Dios se hace
presencia viva en Jesús, Hijo de David por la Virgen María.
La salvación tiene su itinerario, pero avanza con instituciones humanas
y sobre ellas. Dios no forja un modelo y lo impone a los hombres, sino que se
asocia a sus actuaciones, haciendo prevalecer siempre su plan de salvación. Su
mensaje alcanza a sus oyentes a través de palabras humanas. Hay que escuchar lo
que Dios dice a través de sus mensajes escritos, pero también es importante
entender lo que se revela en el transcurso histórico del hombre y de los
pueblos.
Pero al mismo tiempo Dios, la Verdad, la Salvación, transciende
cualquier forma o institución histórica. La salvación no camina más que
sobre las bases señaladas por el Espíritu Santo, animador de toda la historia.
Y siempre «el Señor está cerca de todos los que lo invocan» (Sal 144,18).
Nosotros, pues, sacrifiquemos todo lo caduco y transitorio, y volvámonos
hacia el Señor, hacia el Redentor. Seamos como la Iglesia y como María, vírgenes
y esclavos. Vírgenes: apartados de todo lo que no sea Dios o no conduzca a Él.
Esclavos: entregados abnegadamente y de modo total a Dios y a su gracia. Solo Él
puede hacernos completamente felices.
–Con el Salmo 88 digamos: «Cantaré eternamente
las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades…
Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: “Te fundaré un
linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades”. Él me invocará:
“Tú eres mi Padre, mi Dios, mi Roca salvadora”. Le mantendré eternamente
mi favor y mi alianza con Él será estable».
–Romanos 16,25-27: Revelación del misterio mantenido
en secreto durante siglos. En Cristo se nos revela toda la plenitud del
Misterio de Salvación, escondido durante siglos en los designios divinos,
oculto en su promesa de Redención para todos los hombres.
Para San Pablo, el mensaje fundamental de Cristo es
la revelación del Misterio. Es el plan secreto que recapitula todos los
momentos dispersos de la historia. El hombre vive en un contexto demasiado
limitado y no puede abarcar la dimensión de la que forma parte. La revelación
cristiana viene continuamente a su encuentro: le recuerda el punto de partida y
la meta de su llegada. Pero siempre permanece el misterio que hemos de acoger
con una fe inmensa, abandonados enteramente al beneplácito divino. «El Señor
está cerca de todos los que lo invocan sinceramente». Reconozcamos con
humildad la propia nada y apartémonos de todo lo que no sea Dios.
–Lucas 1,26-28: Concebirás en tu vientre y darás a
luz un hijo. María es el punto final del Adviento, porque nos convierte en
realidad y nos da definitivamente al que había de venir, al Dios con nosotros.
El Evangelio no es tanto un texto de historia o un tratado de Teología, cuanto
un memorial de fe. San Lucas nos refiere la experiencia de la Virgen María y de
los primeros creyentes no solo para informar, sino también y, sobre todo, para
animar a sus oyentes y lectores. Escribe San Ambrosio:
«Sin
duda, los misterios divinos son ocultos y, como ha dicho el profeta, no es fácil
al hombre, cualquiera que sea, llegar a conocer los designios de Dios (Is
40,13). Por eso el conjunto de acciones y enseñanzas de nuestro Señor y
Salvador nos dan a entender que un designio bien pensado ha hecho elegir con
preferencia para Madre del Señor a la que había sido desposada con un varón.
Pero ¿por qué no fue hecha Madre antes de sus esponsales? Posiblemente para
que nadie dijera que había concebido pecaminosamente.
«Con razón, pues, ha indicado la Escritura las dos cosas: que ella era esposa y que era virgen; Virgen, para que apareciera limpia de toda relación con un varón; desposada, para sustraerla al estigma infamante de una virginidad perdida, en la que su embarazo hubiera sido signo de su caída. El Señor ha querido mejor permitir que algunos dudasen de su origen, antes que de la pureza de la Madre. Sabía Él qué delicado es el honor de una virgen, qué frágil la fama del pudor; y no juzgó conveniente establecer la verdad de su origen a expensas de su Madre» (Comentario Evang. Lucas II,1).
Los Santos Padres nos aseguran que la Virgen María concibió
primeramente a Cristo de un modo espiritual, es decir, con su fe, con su pureza
virginal, con su humildad, con su entera sumisión a Dios, con su obediencia,
con el reconocimiento de su pequeñez y de su indignidad. Primero tuvo que ser virgen,
tuvo que estar desprendida de todo lo que no era Dios. Después tuvo que ser esclava,
es decir, tuvo que entregarse humilde y totalmente a Dios, a su divina voluntad.
Permanecer como Sagrario viviente entre los hombres, portadora de Cristo
y partícipe eficaz de su Vida y de su Obra, constituye la responsabilidad
profunda de la Virgen María en su divina Maternidad. Ésa es una maravillosa
comunión de vida con Cristo, a la que también nosotros hemos de aspirar a
diario por nuestra comunión eucarística.
Ciclo C
Histórica y teológicamente el Adviento se resuelve en la realidad
maternal de la Virgen María. Ella señala, en la historia de la salvación, el
paso de la profecía mesiánica a la realidad evangélica, de la esperanza a la
presencia real y palpitante del Verbo encarnado. Por todo esto, el cuarto
Domingo de Adviento es sumamente mariano. Solo de la mano maternal de la Virgen
María podemos llegar al conocimiento exacto del misterio de Cristo, pues de
hecho, a través de Ella, determinó Dios ofrecernos la realidad exacta del
Emmanuel, el «Dios con nosotros». Hemos de prepararnos, pues, ayudados por la
Virgen, para vivir lo más plenamente posible la celebración litúrgica del
Nacimiento del Salvador.
–Miqueas 5,2-5: De ti saldrá el Jefe de Israel.
He aquí otro profeta que nos adelanta el misterio mariano del Dios en medio de
su pueblo: de Belén, de la Mujer bendita, surgirá el Redentor. El texto de
Miqueas es mesiánico no solo en el sentido literal de la palabra, porque mira
al nacimiento del Mesías, esto es, de un Rey de la estirpe de David, sino también
en el sentido cristiano, porque la realización histórica del sentido pleno de
la profecía la deja abierta para su realización en Cristo.
El texto se refiere también al tema teológico cristiano. La Iglesia
vuelve siempre en el memorial de la celebración litúrgica a su origen. Toda la
humanidad debe recuperar la imagen del mundo verdadero, creado bueno por Dios.
Pero esto requiere una renuncia al pasado de pecado, una conversión: exige la
cruz. La paz y la salvación del mundo dependen de uno que ha de venir con el
poder de Dios, y no van a conseguirse por las leyes o instituciones históricas.
Éste es el fundamento de la naturaleza personalista de la salvación cristiana.
–Con el Salmo 79 pedimos: «Oh Dios, restáuranos, que
brille tu rostro y nos salve. Pastor de Israel, escucha. Tú, que te sientas
sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos. Dios de los
ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la
cepa que tu diestra plantó, y que Tú hiciste vigorosa… Danos vida para que
invoquemos tu nombre».
–Hebreos 10,5-10: Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu
voluntad. La Encarnación no es solo el Misterio del Hijo de Dios en
consanguinidad con nosotros, los hombres. Es también el Misterio del Verbo en
condición victimal, solidaria y redentora ante el Padre por todos nosotros. Éste
es el sentido de la segunda lectura de hoy.
El antiguo sistema sacrificial no era malo, y tuvo validez como signo,
como aspiración e invocación de la realidad. Pero era necesario otra cosa: la
victimación del Verbo encarnado, que una consigo a todos los hombres. Y éstos
han de compartir su victimación con Él, sometiéndose totalmente a la voluntad
de Dios, siendo esclavos de una humilde y constante fidelidad a la gracia
divina.
–Lucas 1,39-45: ¿Quién soy yo para que me visite la
Madre de mi Señor? La Virgen María, la Mujer bendita, la primera creyente
y realizadora del Misterio de Cristo, es el punto final del Adviento. Ella misma
fue el signo viviente, que hizo presente en el mundo la realidad del Verbo
encarnado. Isabel es con Juan el Bautista el símbolo de la espera del judaísmo
e, indirectamente, el símbolo de toda la humanidad. Y es también el prototipo
del modo ideal de acoger al Mesías salvador.
Pero se notará cómo la capacidad de reconocer al Salvador está unida a
la fe, y ésta solo es posible por la gracia de Dios. El hombre aspira
humanamente a la salvación, pero los caminos del Señor no son nuestros caminos
y, consiguientemente, solo el Espíritu Santo puede hacer que reconozcamos y
aceptemos la salvación. Dios salvador se hizo presente en la naturaleza humana
y solo en la relación personal y vital con el Dios encarnado está la salvación.
De aquí se deriva el carácter personal del cristianismo. Navidad es la
fiesta del amor misericordioso de Dios: «Tanto amó Dios al mundo, que le envió
a su mismo Hijo Unigénito, para que, creyendo en Él, no perezca, antes alcance
la vida eterna» (Jn 3,16). Esto es lo que ha realizado Dios por nosotros, por
nuestra redención y salvación eterna. Vivir en hondura, sin intermitencias,
sin separación existencial alguna, su comunión total con Cristo constituyó la
identidad perfecta de María y el
testimonio evangelizador de su vida temporal entre los hombres. Una comunión
total de vida con Cristo que también nosotros hemos de procurar a diario con la
gracia de Dios.
17 de Diciembre
Comenzamos ya, con gran alegría, la semana preparatoria de Navidad. Y
cantamos en la entrada: «Exulta, cielo; alégrate, tierra, porque viene
el Señor y se compadecerá de los desamparados» (Is 49,33).
En la oración colecta (Rótulus de Rávena) pedimos a Dios
creador y restaurador del hombre, que ha querido que su Hijo, Palabra eterna, se
encarnara en el seno de María, siempre Virgen, que escuche nuestras súplicas,
para que Cristo, su Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne, a imagen
suya, transformarnos plenamente en hijos suyos.
–Génesis 49,2.8-10: No se apartará de Judá el Reino.
La bendición de Jacob sobre sus hijos augura la supremacía de Judá hasta la
llegada del Cristo que esperan las naciones. La perspectiva de la salvación se
va definiendo poco a poco. Esta lectura es un bello poema. Recoge el oráculo de
Jacob sobre la tribu de Judá, que destacará por su vigor, independencia y
supremacía sobre las demás tribus.
David y Salomón eran del linaje de Judá, y con ellos el pueblo judío
obtuvo un gran esplendor. Jerusalén está en el territorio de Judá. Toda la
historia judía está en función de Cristo; así toda la historia humana,
representada por Israel, está en función de la venida del Mesías. La
verdadera preeminencia de Judá está, pues, en que de esta tribu había de
nacer Cristo, Salvador del mundo.
Por eso no se le quitará a Judá el cetro, porque es un cetro que supera
las vicisitudes históricas y políticas de un pueblo. Es el cetro de Dios. El
único que no puede quitarse, porque nunca ha sido dado. Es intrínseco a Dios
mismo. Es el signo de su poder, pero, sobre todo, de su amor, porque reinando
Dios, sirve a sus siervos, a quienes hace amigos.
Por eso, decimos con la liturgia que Cristo es la Sabiduría de Dios, que
llega de un confín a otro de la tierra, disponiendo todo con suavidad y energía.
Lo que el mundo juzga estupidez, es elegido por Dios para confundir con ello a
los sabios. La Sabiduría de Dios en el pesebre, en la pobreza, en el silencio,
en la debilidad… La Sabiduría de Dios en la cruz.
–La bendición de Jacob sobre Judá se realiza plenamente en Cristo: su
mano tendrá un cetro real, su Reino será la Iglesia, que camina hacia la
Jerusalén celeste, llamada visión de paz. El Salmo 71 nos invita
a la contemplación de esta Iglesia definitiva, de aquel Reino de Jesucristo en
el que florecerán la justicia y la paz:
«Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Que
los montes traigan la paz y los collados, la justicia. Que Él defienda a los
humildes del pueblo y socorra a los hijos del pobre… Que domine de mar a mar,
del Gran Río al confín de la tierra. Que su nombre sea eterno…, que Él sea
la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la
tierra».
–Mateo 1,1-17: Genealogía de Jesucristo, hijo de
David. El que es acogido por los justos y perseguido por su propio pueblo
desde el comienzo. Cristo está vinculado estrechamente a su pueblo y a la
humanidad entera. En su genealogía entran mujeres de origen no israelita. En la
historia de la salvación Dios elige a veces caminos que pueden desconcertar a
los hombres. De entre los hijos de Jacob elige a Judá, ni el primero ni el último.
Nuestra fe ha de habituarse a este paso de Dios, aunque nos parezca, a
veces, desconcertante. Cristo es Dios y hombre. En cuanto hombre tiene una
ascendencia. No es un mito. Es un ser histórico que se inserta en su pueblo de
Israel. No sería hombre, si no fuera de este modo. De Cristo, Mesías de todas
las naciones, se habría podido pasar por alto su origen histórico. Sin
embargo, no ha sido así. El evangelista nos narra su origen humano con
diligencia y detalladamente. San León Magno comenta:
«De nada sirve reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe que en el Evangelio se le atribuye.
«Dice, en efecto, Mateo: “Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”; y a continuación viene el orden de su origen humano, hasta llegar a José, con quien se hallaba desposada la Madre del Señor.
«Lucas, por su parte, retrocede por los grados de ascendencia y se remonta hasta el mismo origen del linaje humano, con el fin de poner de relieve que el primer Adán y el últio Adán son de la misma naturaleza... Consustancial como era [Cristo] con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su Madre, y siendo como era el único que se hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturaleza... No hubiérsemos podido beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria se hubiera logrado al margen de nuestra naturaleza.
«Por esta admirable participación, ha brillado para nosotros el misterio de la regeneración, de tal manera que, gracias al mismo Espíritu por cuya virtud fue concebido Cristo, hemos nacido nosotros de nuevo de un origen espiritual» (Carta 31).
El infinito se alcanza pacientemente en el límite, aceptando ser lo que
somos. Se supera solo lo que se acepta y se ama. La divina Sabiduría se revistió
de naturaleza humana, tomó la forma frágil de un niño. Eligió la pequeñez,
la pobreza, la obediencia, la sujeción a otro, la vida oculta. Lo que el mundo
tiene por bajo y despreciable, lo que cree nulo es preferido por Dios, para
aniquilar aquello que cree ser algo (1 Cor 1,20).
18 de Diciembre
«El Mesías que Juan anunció como Cordero, vendrá como Rey», cantamos
en la entrada de esta celebración. En la colecta (Gelasiano)
pedimos al Señor que nos conceda a los que vivimos oprimidos por la antigua
esclavitud del pecado, vernos definitivamente libres por el renovado misterio
del Nacimiento de su Hijo.
–Jeremías 23,5-8: Suscitaré a David un vástago legítimo.
El profeta anuncia la venida de un gran Rey, descendiente de David. Es el
Mesías prometido, que traerá al mundo la salvación. «El Señor nuestra
Justicia» es como un doblaje de la expresión «el Señor con nosotros», y
equivale a Jesús: Dios salvador. Justicia es lo mismo que santidad.
El deseo de salir de las angustias presentes podría ser una forma de
alienación, de evasión, de refugio psicológico, si aquellos días mesiánicos
no fueran un ideal que hemos de alcanzar, un modelo que imitar; más aún, si
aquellos días futuros no fuesen, en esta tensión, ya presentes.
En efecto, así como la vida eterna –de la que la era mesiánica es
figura y con la que se confunde muchas veces proféticamente– está ya en
parte vivida en el tiempo por anticipación, la espera no es refugio evasivo. En
la espera tenemos ya una afirmación, una presencia. Se espera lo que ya se
posee en parte, pero lo que se espera es algo que, en su inagotable riqueza, está
aún por poseer, por buscar, por esperar. Sí, pero todavía no. Es decir:
tenemos la realidad, pero no en su plenitud, que solo se puede alcanzar en la
gloria futura.
Por eso pedimos en la liturgia de Adviento que el Salvador venga. Es el
Dios fuerte. Fuerte en los prodigios que realiza, fuerte en el gobierno, en la
conservación y en la propagación de la Iglesia. Fuerte en la redención y en
la santificación de las almas, fuerte en su amor para con nosotros, indignos.
Fuerte en su misericordia, fuerte en ayudarnos en todas nuestras necesidades:
«Oh Adonai, Dios fuerte, Dios omnipotente. Tú eres quien se apareció a
Moisés en la zarza ardiente. Tú eres quien le dio la ley en el monte Sinaí.
¡Ven, alárganos tu mano y sálvanos», cantamos hoy en la antífona para el
Magníficat en Vísperas.
–En el Salmo 71, el nuevo David, que Dios promete a los
que han sido deportados a Babilonia, es figura de Jesucristo. Supliquemos, pues,
con este Salmo que venga el Reino definitivo de Cristo, el nuevo David. Él «librará
al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector. Él se apiadará del
pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres. Bendito sea el Señor,
Dios de Israel, el único que hace maravillas. Bendito por siempre su nombre
glorioso, que su gloria llene la tierra. Amén, Amén... ¡Que en sus días
florezca la justicia y la paz abunde eternamente!».
–Mateo 1,18-24: Jesús es el Hijo de Dios.
Escribiendo la genealogía ascendente hasta Abrahán, San Mateo (1,1-17) ha
querido demostrar la verdadera humanidad de Jesús. Ahora bien, en el evangelio
de hoy, se pone en claro el otro aspecto del Salvador: el de Hijo de Dios.
Leemos en la Carta a Diogneto, carta muy antigua, hacia el año 200:
«Nadie pudo ver a Dios ni darle a conocer, sino Él mismo fue quien se reveló [en Jesucristo]. Y lo hizo mediante la fe, único medio de ver a Dios. Pues el Señor y Creador de todas las cosas, el que lo hizo todo y dispuso cada cosa en su propio orden, no solo amó a los hombres, sino que fue también paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno, bueno, incapaz de ira y veraz. Más aún, Él es el único bueno, y cuando concibió en su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo» (Diogneto 8).
La figura de San José tal como aparece en el relato evangélico es
elevada y dramática, esculpida con fe y humildad. No es que San José acepte
venir a ser padre de Dios, no. Podría hacer eso con un desmedido orgullo o con
una presuntuosa y falsa humildad. Lo que sí hace José es entregar toda su vida
a Dios, seriamente, en una donación incondicional. Acepta ser conducido por
Dios por caminos misteriosos; acepta recibir a su cuidado a la Virgen María, en
toda su fragilidad femenina, que era verdadera, al igual que era verdadera la
fragilidad infantil de Jesús niño. Para estas fragilidades poderosas, pero
también débiles, José acepta hacer
de escudo, con su debilidad de hombre ciertamente elegido por Dios, con altas
gracias divinas y dones especiales.
San José acepta valientemente y con alegría cumplir la misión para la
que el Señor le ha elegido. No cabe duda de que Dios le ha preparando especialísimamente,
y que él siempre ha aceptado la voluntad de Dios, prestándose a colaborar en
todo lo posible con la gracia divina. El Evangelio, dentro de su concisión, es
muy explícito: José, «como era bueno». ¡Cuántas renuncias suponen esas
palabras! Tenemos necesidad de su ejemplo y de su intercesión en estos tiempos
en los que los hombres, siguiendo sus
propios planes, quedan extenuados, vacíos y sin alma.
19 de Diciembre
El canto de entrada nos asegura que «el que ha de venir vendrá,
y no tardará, y ya no habrá temor en nuestra tierra, porque Él es nuestro
Salvador» (Hab 10,37). En la oración colecta (Rótulus de Rávena)
pedimos al Señor, Dios nuestro, que, ya que en el parto de la Virgen María ha
querido revelar al mundo entero el esplendor de su gloria, nos asista ahora con
su gracia para que proclamemos con fe íntegra y celebremos con piedad sincera
el misterio admirable de la Encarnación de su Hijo.
–Jueces 13,2-7.24-25: Un ángel anuncia el nacimiento
de Sansón. Como en las narraciones evangélicas de la infancia, un ángel
de Dios anuncia el nacimiento de Sansón, el libertador de Israel, que, en
cuanto nazareo, tenía que llevar una vida de austeridad y privaciones. En ese
pasaje escriturístico se nos muestra el proceder de Dios en la historia de la
salvación. Es decir, nos muestra su bondad y su omnipotencia, que utiliza a las
criaturas humanamente menos capaces para llevar a cabo su plan salvífico.
Estos prodigios evidencian una verdad, muchas veces olvidada. Cuando los
instrumentos humanos actúan eficazmente, olvidamos con frecuencia que esa
eficacia procede de Dios. Y así no reconocemos suficientemente la acción de
Dios ni le tributamos el agradecimiento que merece.
El orgullo es el enemigo de la salvación de las almas, de la Iglesia,
del cristianismo. Levanta soberbio su cabeza: quiere aniquilar la fe en Dios, la
fe en Cristo, la religión cristiana. Los hombres vuelven la espalda y se alejan
del verdadero Dios, buscando otros dioses que ellos mismos se fabrican. Quieren
llegar así a una divinización total del pensamiento humano, a una divinización
total de la vida del hombre. Del verdadero Dios, de su inmensa bondad en la
creación y en la salvación, ni siquiera ha de hablarse. En cambio, todo lo que
no sea Él puede consentirse, todo puede aceptarse, hasta los ideales y las
aspiraciones más ridículas.
Por eso el Señor se lamenta: «Admiraos, cielos; espantaos, puertas
celestes, dice el Señor. Dos errores ha cometido mi pueblo: me han abandonado a
Mí, fuente de aguas vivas, y se han construido cisternas rotas, incapaces de
contener agua» (Jer 2, 13). Es una gran advertencia para nosotros.
–Desamparado, pero no desesperado, el autor del Salmo 70,
mientras medita las antiguas maravillas que Dios ha realizado en su favor, le
pide ser salvado de todo enemigo. Estas maravillas de tiempos pasados el Espíritu
nos las recuerda para infundirnos esperanza en nuestras dificultades presentes.
Por eso exclamamos: «Llena estaba mi boca de tu alabanza y de tu gloria, todo
el día. Sé Tú mi Roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña
y mi alcázar eres Tú. Dios mío, líbrame de la mano perversa. Porque Tú,
Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. Cantaré
tus proezas, Señor mío, narraré tu victoria, tuya entera. Dios mío, me
instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas»
–Lucas 1,5-25: Anuncio del nacimiento de Juan el
Bautista. En estos relatos de anunciaciones de nacimientos subyace la fe.
Algunos de los protagonistas de estos anuncios prodigiosos tienen una adhesión
profunda de fe, mientras que otros, como aquí Zacarías, se resisten a creer.
Son frecuentes los escepticismos en Israel, que siempre se ve confundido
por Dios. También esa incredulidad llega hasta el apóstol Santo Tomás. Pero
hay también en Israel una tradición formidable de fe, que llega a su culmen en
la Virgen María. Aunque es la fe la mejor disposición para la acción de Dios
–se diría que casi la condición natural para la manifestación del
milagro–, Él, Dios, no se deja vencer por la incredulidad humana, como si el
escepticismo de los hombres tuviese el poder de detenerlo. Y así, aunque el
milagro puede ser un premio de la fe, también puede ser a veces un motivo para
creer.
Por eso Dios castiga a Zacarías, pero no retira el milagro. Y San Agustín
comenta:
« Zacarías, que ha de engendrar a la voz, ahora calla. Calla por no haber creído. Con razón enmudece hasta que nazca la voz» (Sermón 290,4).
La voz clamará en el desierto anunciando al Retoño de la raíz de Jesé,
que se levantará enhiesto como una bandera, visible a todos los pueblos; ante
Él enmudecen los reyes, a Él claman los pueblos infieles. Por eso hoy clama la
liturgia: ¡Ven, Señor, no tardes más, sálvanos!. Establece tu reino entre
nosotros: el reino de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz. ¡Ven, Señor,
no tardes más!
20 de Diciembre
Con el profeta Isaías cantamos en la entrada de esta celebración:
«Saldrá un renuevo de la raíz de Jesé y la gloria del Señor llenará toda
la tierra. Todos los hombres verán la salvación de Dios» (Is 11,1.40, 3). En
la oración colecta (Rótulus de Rávena) se pide al Señor y Dios
nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen Inmaculada, aceptando, al anunciárselo
el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo, que ya que Él la ha transformado, por
el don del Espíritu Santo, en templo de la divinidad, nos conceda, siguiendo su
ejemplo, la gracia de aceptar sus designios con humildad de corazón.
–Isaías
7,10-14: Ésta será la señal: la virgen concebirá un hijo. El
profeta y el rey se hallan frente a frente. Acaz solicita la ayuda de Asiria
para vencer a sus enemigos. Bajo una falsa religiosidad, oculta una absoluta
falta de fe en la intervención divina. En esa coyuntura nacional, Isaías, el
hombre de Dios y de la fe, le ofrece un signo: «La Virgen concibe y da a luz un
hijo y le pone por nombre Dios-con-nosotros». Palabras tan grandiosas solo
pueden decirse del Mesías, Jesucristo bendito, y así se dicen en el Evangelio
(Mt 1,18-25). Él es el signo de la ayuda de Dios al mundo.
Tal vez hoy no se perciba en muchos casos la presencia de Dios en los
acontecimientos de cada día, pues nos fiamos mucho del progreso. Pero, en
realidad, ese progreso falla muchas veces. Aunque hay medicinas para todo, éstas
a veces no curan, y los hombres se siguen muriendo. Tenemos necesidad del
auxilio divino, incluso en la evolución del progreso. Todo lo debemos a Dios.
Además hemos de ver a Dios en los hombres, porque éstos son como
sombras de Cristo, que continúa caminando en el paso del pobre, del necesitado,
del fiel que está injertado en Él. Por eso todo hombre, y el cristiano de modo
especial, es signo y transmisor de la presencia divina en el mundo.
«He aquí que una virgen concebirá». Con la sagrada liturgia,
reconozcamos también nosotros a María, la Virgen Madre de Dios, en la santa
Iglesia. Como aquella, también la Iglesia lleva en su seno a Cristo, la verdad,
la salvación, la gracia. Solo en ella encontrará la humanidad a Cristo.
–Por la venida de Cristo todo el mundo se transformará en un templo de
su presencia. Esto debe ser cada vez más explícito y manifiesto, por eso
cantamos con el Salmo 23:
«Ya llega el Señor, Él es el Rey de la gloria. Del Señor es la tierra
y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes. Él la fundó sobre los
mares. Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién
puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?
El hombre de manos inocentes y puro corazón. Ése recibirá la bendición del
Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al
Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob».
Así cantamos nosotros, que en este Adviento nos preparamos para celebrar
dignamente el Nacimiento del Salvador.
–Lucas 1,26-38: El Señor solicita por el ángel la
aquiescencia de María. Dios tiene necesidad de la nada de su criatura
abierta a Él. Las más grandes obras de Dios se realizan en el silencio y la
oscuridad. En la Anunciación la Virgen María tiene una misión relevante. Ha
llegado la plenitud de los tiempos, el tiempo mesiánico. Sus signos son
sencillez, humildad, plenitud, alegría. María es la nueva Jerusalén, el nuevo
Templo. La Gloria de Dios habita en Ella. San Bernardo, en el nombre de toda la
humanidad, le habla así con inmensa devoción:
«Oiste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo. Oiste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo... También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, la palabra misericordiosa de tu respuesta. Se pone en tus manos el precio de nuestra salvación. En seguida seremos librados, si tú das tu consentimiento...
«Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso, con todos los antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte. Este te pide el mundo postrado a tus pies...
«Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel. Responde una palabra y concibe la Palabra divina. Emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna...
«Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas a tu Creador. Mira que el Deseado de todas las naciones está llamando a tu puerta... Levántate, corre, ábrele. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.
«“Aquí está, dice la Virgen, la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”» (Homilía 4).
Así, con la fe de María comienza la nueva Alianza. Ella es elegida y
preparada para ser signo de la presencia de Dios, y es signo tan transparente y
eficaz, que se hace para nosotros como su tabernáculo viviente, una custodia
viva, en la que mora plenamente el Señor.
Ante la propuesta divina, traída por el ángel, María no conoce más
que una obediencia ciega, una entrega y un abandono absolutos: «He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». El Verbo entonces se
hace carne en Ella por obra del Espíritu Santo. ¡Venid, adoremos! La Virgen de
Nazaret es el Templo nuevo, la nueva Arca de la Alianza, en la que se acerca a
nosotros el mismo Dios en persona.
«He aquí que una Virgen concebirá». ¡El alma virginal! La mujer
llena de gracia, que vive enteramente de Dios y de Cristo. La fortaleza virginal
clausurada, que abre sus puertas para que entre en ella el Rey de la gloria.
Ella es la Virgen de corazón puro y de manos inmaculadas. Es la Virgen que no
tiene más que una respuesta a la llamada divina: «He aquí la esclava del Señor».
Con su poder el Redentor se acerca a la prisión donde el hombre, pobre y
pecador, yace en las sombras de la muerte. Viene a él, miserable, por la Virgen
María.
Por eso hoy la liturgia canta en Vísperas, en la antífona del Magníficat:
«oh llave de David, y cetro de la casa de Israel. Tú abres y nadie puede
cerrar; cierras y nadie puede abrir. Ven y libra al que yace aherrojado en la
prisión, sentado en tinieblas y sombras de muerte».
21 de Diciembre
En la entrada de la Misa, con el profeta Isaías, proclamamos con
fe y alegría: «Vendrá el Señor que domina los pueblos, y se llamará
Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros» (Is 7,14; 8,10). En la oración colecta
(Gelasiano) pedimos al Señor: «escucha la oración de tu pueblo, alegre por la
venida de tu Hijo en carne mortal, y haz que cuando vuelva en su gloria, al
final de los tiempos, podamos alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación
a poseer el reino eterno».
–Cantar 2,8-14: Ya viene mi Amado saltando por los
montes. Ese Amado que viene a la humanidad no es otro que Cristo. Él se
acerca hoy al encuentro de Juan. Pero también viene a nosotros, a todas las
almas que lo esperan y desean. Cuando el amor de Dios, que viene, que vino, y
que permanece como misterio vivo, afecta no solo a la fe y a la inteligencia,
sino que invade todo el ser, entonces enciende el lenguaje incandescente del
amor.
Es el amor que los místicos cristianos han vivido tan intensamente y que
el profetismo del Antiguo Testamento ha descrito muchas veces para expresar las
relaciones del alma con Dios. El Señor es el Amado, es el Enamorado que viene a
los hombres, que nos lleva consigo al campo en flor, y que suscita en nosotros
cantos únicos e inconfundibles.
Cuando Él se acerca, llega y entra en nuestras vidas, nosotros nos
olvidamos de todo, del invierno que pasó y que volverá a venir… Más allá
de las imágenes, estamos aquí, hemos llegado ya, al mundo de la era mesiánica
que, a su vez, es signo de la escatología, de los nuevos cielos y de las nuevas
tierras, que siempre florecerán, que siempre darán perfume de vida, porque
siempre estarán habitadas por el Amor que viene cruzando los montes. Y
nosotros, detrás de la ventana, lo esperamos, para que nos lleve a las viñas
en flor.
Eramos tinieblas, noche, caos, aletargamiento, desfallecimiento,
enfermedad y muerte. Nos faltaba la luz, nos faltaba el Sol de justicia.
Abandonada a sí misma la pobre humanidad, se hunde irremisiblemente en las
tinieblas y en la noche de la muerte. Se despeña en el abismo del error, de la
continua y angustiosa duda. No tiene respuestas para los enigmas de una vida
que se ha hecho mortal. Solo Dios da esas respuestas por medio de su Unigénito
encarnado, cuyo Nacimiento anhelamos con esperanza renovada.
–Ante la Navidad que se acerca, ante el Señor que aparece a su Iglesia
como el Esposo del Cantar de los Cantares, ante «los proyectos de su corazón»,
llenos de salvación y de amor, que se despliegan en la historia humana,
nosotros, animados por el Espíritu Santo, estamos en condiciones de cantar con
gozo la acción de gracias del Salmo 32:
«Dichosa la nación, cuyo Dios es el Señor. Aclamad, justos, al Señor,
cantadle un cántico nuevo. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su
honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores
con bordones. El plan del Señor subsiste por siempre, los preceptos de su corazón
de edad en edad. Nosotros aguardamos al Señor. Él es nuestro auxilio y escudo;
con Él se alegra nuestro corazón, en su santo nombre confiamos».
–Lucas 1,39-45: ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor? La Virgen María,
llena de gracia y templo de Dios, abre a todos su corazón. La alegría mesiánica
que la llena es difusiva, y tiende, como todo don de Dios, a la comunión. Por
eso María sale de sí misma y camina hacia su pariente Isabel. Y ésta, «llena
del Espíritu Santo», entiende los signos de Dios y la proclama «dichosa
porque ha creído». Comenta San Ambrosio:
«El Ángel que anunciaba los misterios, para llevar a la fe mediante algún ejemplo, anunció a la Virgen María la maternidad de una mujer estéril, ya entrada en años, manifestando así que Dios puede hacer todo lo que le place.
«Desde que lo supo, María, no por falta de fe en la profecía, no por incertidumbre respecto al anuncio, sino con el gozo de su deseo, como quien cumple un piadoso deber, se dirigió a las montañas.
«Llena de Dios de ahora en adelante ¿cómo no iba a elevarse apresuradamente hacia las alturas? La lentitud en el esfuerzo es extraña a la gracia del Espíritu» (Comentario Evang. Lucas II,19).
María, por su «sí», hace que la obra de Dios, su plan de salvación,
sea una realidad para nosotros. Dios viene y viene por María. Por Ella nos
llega el Sol verdadero: Cristo, el Salvador a quien nosotros esperamos.
Cristo es realmente la luz del mundo; y lo es por la fe santa que Él
enciende en las almas; por la doctrina con que nos instruye y educa; por el
ejemplo que nos da en el pesebre de Belén, en Nazaret, en la Cruz, en el
Sagrario; por la túnica luminosa de gracia con que envuelve nuestra alma; por
la santa Iglesia que nos entrega como verdadera Madre. A la luz de este Sol todo
aparece claro, transparente.
Y ese Sol lució y luce ante nuestros ojos por medio de la Virgen María.
Ahora Dios se nos aparece como un tierno y solícito Padre, que nos mira y nos
trata como a verdaderos hijos suyos y nos convida a participar y a gozar con Él
de su eterna y dichosa vida. Esta luz nos hace ver la nulidad de todo lo
meramente humano, de todo lo terreno, de los bienes y felicidades de este mundo.
Por eso hoy la liturgia canta en Vísperas esta antífona del Magníficat:
«¡Oh Oriente, Resplandor de luz eterna, Sol de justicia! Ven e ilumina a los
que estamos sepultados en las tinieblas y sombras de muerte».
22 de Diciembre
El Salmo 23,7 sigue hoy resonando en la entrada de la eucaristía:
«¡Portones! alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas; va a
entrar el Rey de la gloria». En la oración colecta (Bérgamo), pedimos
al Señor nuestro Dios: tú, que «con la venida de tu Hijo has querido redimir
al hombre, sentenciado a muerte; concede a los que van a adorarlo, hecho Niño
en Belén, participar de los bienes de su redención».
–1 Samuel 1,24-28: Ana agradece el nacimiento
prodigioso de Samuel. Como antes la liturgia nos hizo contemplar los
nacimientos prodigiosos de Sansón o de Juan, ahora nos recuerda el de Samuel.
El cántico de Ana, su madre agradecida, prefigura el de la Virgen María: en
uno y en otro caso se ensalza el poder de Dios que enaltece a los humildes.
Todo ello nos revela la acción misteriosa de Dios en la historia de la
salvación. Para mostrar la potencia de su iniciativa en la redención de los
hombres, Dios elige los instrumentos que a la luz del mundo parecen menos aptos.
Él, que configura el interior de las personas, y que conoce el corazón de Ana,
de Isabel y de la Virgen María, elige estos medios humildes para sus grandiosas
acciones de salvación.
Hay dones que se nos dan porque, inspirados por Dios, los pedimos; y hay
dones que nos vienen de un modo completamente gratuito e inesperado, previniendo
toda petición e incluso todo deseo. En este segundo modo, nosotros escuchamos
al Señor, que entra de pronto en nuestra vida, y nos colocamos a su disposición,
según el don divino y su llamada.
Así es como Jesús es dado a la Virgen María, superando toda expectación
y más allá de las leyes naturales. Así es dado Samuel a su estéril madre
Ana, que lo había suplicado a Dios, contra toda esperanza. En realidad, todos
nosotros somos también dones de Dios, dones de su gracia indebida y
sobreabundante; hijos suyos por naturaleza y por redención.
¿Qué es el hombre? Creado por Dios en un principio, alejado de Él por
el pecado, hecho así miserable, separado de la Fuente de la Verdad y de la
verdadera Vida, condenado a la privación eterna de Dios, a las tinieblas y a la
eterna desdicha.
Y sin embargo, ha sido el hombre creado a imagen y semejanza de Dios.
Aletea todavía en él la llama del espíritu, con su impetuosa tendencia a la
verdad, hacia la posesión de todo bien, hacia la felicidad y la paz, hacia
Dios, su única plenitud posible. Y Dios en Cristo se compadeció de él. Oyó
su clamor. Se acordó de su pobreza, de su debilidad, de su nada, de su
ignorancia, de su propensión al mal, de sus errores, de sus pasiones
desatadas… Y quiso salvarlo.
–Como miró el Señor la humillación de Ana, así ha mirado a nuestra
desvalida humanidad, y por la Virgen María le ha dado la salvación. Por eso
cantamos y bendecimos al Señor con el mismo cántico de Ana:
«Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador, mi poder se exalta
por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con su salvación. Se
rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los
hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan… El Señor
da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la
riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la
basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono
de gloria; pues del Señor son los pilares de la tierra, y sobre ellos afianzó
el orbe» (1 Sam 2,1,4-5.6-7.8).
–Lucas 1,46-56: El Poderoso ha hecho obras grandes por
mí. El Magníficat es, sin duda, la expresión más elevada de la Hija de
Sión. Dios es alabado, porque miró la humildad de su Esclava. La misericordia
de Dios se ha hecho realidad en Ella para beneficio de toda la humanidad. San
Ambrosio dice:
«Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor. Que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos; pues toda alma recibe la Palabra de Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde castidad con una pureza intachable» (Comentario Evang. Lucas II,27).
Hay a veces una humildad hipócrita, que niega con obstinación los
propios dones, y que no los agradece al Señor. Con frecuencia es una humildad
precaria y combatida, que no resiste a la tentación de la propia dignidad y
que, para sostenerse, tiene necesidad de humillarse. O a veces es un cálculo
sagaz para provocar alabanzas. Pero la verdadera humildad ignora estos modos
tortuosos. Sabe que las buenas cualidades son dones de Dios, y a Él le da la
gloria con un corazón sencillo.
Así la Virgen María. Ella reconoce con gozo que el Poderoso ha hecho en
Ella grandes cosas, lo agradece y, llena de alegría, lo alaba exultante. Y no
duda en admitir que todos los pueblos la llamarán bienaventurada. Todo en Ella
es gratitud y sentirse pequeña ante la magnitud de Dios y de su don. ¡Cuánto
hemos de aprender de Ella!
Por eso hoy, en la liturgia de las Vísperas, cantamos la antífona del
Magníficat: «Oh Rey de las naciones, Deseado de las gentes y Piedra angular
donde se apoyan judíos y gentiles. Ven y salva al hombre que Tú formaste del
limo de la tierra».
23 de Diciembre
Cantamos en la entrada, «Un niño nos va a nacer y su nombre es:
Dios guerrero; Él será la bendición de todos los pueblos» (Is 9,6; Sal
71,17). En la colecta (Rótulus de Rávena), pedimos al Señor
todopoderoso y eterno, al acercarnos a las fiestas de Navidad, que su Hijo, que
se encarnó en las entrañas de la Virgen María y quiso vivir entre nosotros,
nos haga partícipes de la abundancia de su misericordia.
–Malaquías 3,1-4; 4,5-6: Antes del día del Señor,
os enviaré al profeta Elías. Contra el sacerdocio infiel, Malaquías
anuncia el terrible Día de Yavé. El Señor vuelve a su templo para renovarlo
mediante el fuego purificador y reinstaurar en él un sacerdocio santo y una
oblación justa y aceptable. La venida del Señor la anunciará un mensajero,
como los heraldos pregonaban la venida del emperador: será el profeta Elías,
arrebatado al cielo.
En el Nuevo Testamento, Jesús dice que su precursor, Juan Bautista, «es
Elías, el que iba a venir» (Mt 11,14). También nosotros tenemos nuestro día.
Hay muchos días en nuestra vida y también muchos «precursores» que
nos lo anuncian y nos preparan para ese día concreto. Días concretos en
los que Dios otorga sus dones y nos visita para provocar en nosotros una ascensión
más en nuestro camino de perfección cristiana: unos misiones populares, unos
ejercicios espirituales, una simple homilía… Hemos de acogerlos con un corazón
abierto.
En todos esos días se hace más palpable la presencia del
Emmanuel, es decir «Dios con nosotros». Él es el Hijo Unigénito de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, de igual sustancia
que el Padre. Él, por nuestra salvación, descendió de los cielos, se encarnó
por obra y gracia del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, y se hizo
hombre. ¡Dios con nosotros! Se hace pobre con nosotros, ora con nosotros,
siente y padece con nosotros. ¡Dios con nosotros! Nos da su amor, su verdad, su
Corazón, su gracia, su sangre y, con todo esto, su perdón. Reconozcamos
siempre en nuestra vida el Día del
Señor y aceptémoslo con gratitud y alegría desbordante.
–El Señor está ya a la puerta para salvar a la humanidad. Pidámosle
con el Salmo 24 que nos enseñe sus caminos de purificación,
de conversión, de perdón…, que lleguemos al conocimiento interno y sabroso
de que «se acerca nuestra liberación». Digámosle confiadamente: «Señor,
instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú
eres mi Dios y Salvador. El Señor es bueno y recto y enseña el camino a los
pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los
humildes. Las sendas del Señor son misericordia y lealtad, para los que guardan
su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a
conocer su alianza». Es el Día del Señor. Recibamos con humildad sus
dones.
–Lucas 1,57-66: Nacimiento del Bautista. Dios le
ha dado un nombre: Juan, que significa «Dios se ha compadecido». Es el
Precursor de la gran misericordia de Dios, la venida de Cristo. Dios en su
nacimiento, una vez más, interviene en la historia humana y la convierte en
historia de la salvación. Alegrémonos también nosotros en el nacimiento de
Juan. Escribe San Ambrosio:
«Isabel dio a luz a un hijo, y sus vecinos se unieron en su alegría. El nacimiento de los santos es una alegría para muchos, pues es un bien común, ya que la justicia es una virtud social. En el nacimiento del justo se ven ya las señales de lo que será su vida, y el atractivo que tendrá su virtud está presagiado y significado en esa alegría de los vecinos» (Comentario Evang. Lucas II,30).
Acojamos el día de la visita de Dios. Son muchas las visitas que nos
hace el Señor en nuestro caminar hacia el Padre. Dios grande y santo viene a
nosotros, pecadores indignos. Viene no para aniquilarnos, como lo hizo en otro
tiempo: diluvio, Sodoma, Gomorra…, sino para librarnos, para darnos sus dones
y gracias con los cuales progresemos en la virtud, en la vida interior. No se
contenta simplemente con ocupar nuestro lugar y con expiar nuestros pecados,
abandonándonos después a nuestra suerte, sino que viene muchas veces con sus
visitas, con sus dones y sus avisos. Quiere levantarnos hasta Él mismo, nos
incorpora consigo, nos comunica su propia vida y nos vivifica… Emplea también
a veces sus intermediarios, sus precursores…
La figura del Bautista, el precursor, en estas vísperas ya de la
Navidad, sigue llamándonos a una conversión que abra nuestros corazones al Señor
que viene, que quiere venir más dentro de nuestras vidas. Oigamos a San Juan
Crisóstomo:
"Si Juan, siendo tan santo, «vivió entregado a una vida tan áspera, lejos de toda lujo y placer... ¿qué defensa habrá en nosotros que, después de tanta misericordia de Dios y tan grande carga de nuestros pecados, no mostramos ni la mínima parte de la penitencia del Bautista?... Apartémonos de la vida muelle y relajada, pues no hay modo de unir placer y penitencia» (Homilías sobre Evg. Mateo 10,4-5).
Reconociendo que somos pecadores, y que necesitamos absolutamente al
Salvador, cantamos en Vísperas, en la antífona del Magníficat: «¡oh
Emmanuel, Rey y Legislador nuestro, Expectación y Salvador de las gentes! Ven,
a salvarnos, Señor, Dios nuestro».
24 de Diciembre
Con San Pablo exclamamos en la entrada de esta celebración: «Ya
se cumple el tiempo en el que Dios envió a su Hijo a la tierra» (Gál 4,4). En
la oración colecta (Veronense) pedimos al Señor Jesús que venga y no
tarde, para que su venida consuele y fortalezca a los que esperan todo de su
amor.
–2 Samuel 7,1-5.8-11.16: El trono de David durará
para siempre. No será David el que edifique el templo del Señor. Pero el
Señor le premia su buena intención, y le promete la perennidad de su dinastía.
Por eso el Mesías será hijo de David y su reino será eterno. En el tierno Niño
de Belén hemos de ver al fuerte y poderoso Rey divino, al Señor del universo,
al Fundador del Reino de la Verdad y de la Vida, de la santidad y de la gracia,
de la justicia del amor y de la paz.
La fe debe hacernos contemplar la corona y el cetro que la vista corporal
no alcanza a ver. El Padre eterno decreta: «Yo mismo he establecido a mi Rey en
Sión» (Sal 2,6). Y Cristo, el nuevo Rey, lo proclama ante el mundo: «El Señor
me ha dicho: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo y te daré
en herencia las naciones y te haré dueño de todos los confines de la tierra»
(7-8).
Nosotros creemos en su reinado, nos sometemos a su imperio, nos
consideramos dichosos de ser conducidos, mandados y regidos por Él. Adoraremos
al Rey en un pesebre, y lo veneraremos en su Ascensión a la derecha del Padre,
cuando diga: «Se me ha dado todo poder sobre los cielos y sobre la tierra» (Mt
28,18). ¡Nos entregamos totalmente a su dominio! ¡Queremos servirle, vivir y
morir en su santo servicio!
Ese reinado no se funda ni en la carne, ni en la sangre, ni en la raza,
ni en el nacimiento, ni en las armas, ni en los ejércitos, ni en riquezas o
grandes extensiones de tierra. No se funda tampoco en las dotes naturales del
hombre: en su inteligencia, en sus ascendientes, ni en su influencia; tampoco en
su cultura, en su renombre o en su perspicacia. Solo se funda en dos cosas: en
la gracia divina y en la buena voluntad del hombre para recibir esa gracia. Abrámonos
a esa gracia divina.
–Con el Salmo 88 cantamos eternamente las misericordias
del Señor. Dios prometió a David un reino para siempre, un trono para la
eternidad, y por eso su fidelidad permanece en todas las edades. En Navidad se
renueva esa alianza maravillosa en favor de todos los hombres:
«Anunciaré Su fidelidad por todas las edades. Porque dije: “Tu
misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu
fidelidad”. Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo:
“Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono por todas las edades”.
Él me invocará: “Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora”. Le
mantendré eternamente mi favor, mi alianza con él será estable». Solo en
Cristo se ha realizado plenamente esta formidable promesa del Señor.
–Lucas 1,67-79: Nos visitará el Sol que nace de lo
alto. Zacarías en el Benedictus descubre la misteriosa realidad escondida
en aquellos niños, Juan y Jesús. En una hora de inspiración inefable, es
profeta que declara y anuncia las obras de Dios, a quien alaba en el comienzo de
la salvación. La fuerza de Dios se ha hecho presente en el seno de una Virgen.
El Mesías viene a dar la libertad que es necesaria para servir a Dios con
santidad y justicia. En el Mesías, el pueblo de Dios será regido por un Rey
bueno, pacífico y salvador. Juan será el heraldo, la voz. Su grandeza está en
preparar el camino del Señor, llevar al pueblo al conocimiento del Salvador.
Oigamos a San Ambrosio:
«Considera qué bueno es Dios y qué pronto para perdonar los pecados. No solo le da a Zacarías lo que le había quitado, sino que le otorga también lo que no esperaba. Este hombre, después de largo tiempo mudo, profetiza; pues ésta es la máxima gracia de Dios, que aquellos que le habían negado le rindan homenaje.
«¡Que nadie pierda, pues, la confianza! Que nadie, con el recuerdo de sus faltas pasadas, desespere de las recompensas divinas. Dios sabrá modificar su sentencia, si tú sabes corregir tu falta» (Comentario Evang. Lucas II,33).
La misericordia de Dios, como ya había sido prometido a Abraham, ha
hecho nacer de su descendencia el Sol que ilumina los pasos de los hombres por
el camino de la paz, aunque muchas veces se obstinen en esconderse en las
tinieblas del error y del pecado. «La luz brilla en las tinieblas, pero las
tinieblas no la admitieron. Él vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron»
(Jn 1,5.11). Oigamos a San Juan Crisóstomo, que nos exhorta a recibir a Cristo:
«Él se nos ofrece para todo. Y así nos dice: “si quieres embellecerte, toma mi hermosura. Si quieres amarte, mis armas. Si vestirte, mis vestidos. Si alimentarte, mi mesa. Si caminar, mi camino. Si heredar, mis heredades. Si entrar en la patria, yo soy el arquitecto de la ciudad...
«“Y no te pido pago alguno por lo que te doy, sino que yo mismo quiero ser tu deudor, por el mero hecho de que quieras recibir todo lo mío. Yo soy para ti padre, hermano, esposo; yo soy casa, alimento, vestido, raíz, fundamento, todo cuanto quieras soy yo; no te veas necesitado y carente de algo. Incluso yo te serviré, porque vine “para servir, y no para ser servido” (Mt 20,28). Yo soy amigo, hermano, hermana, madre; todo lo soy para ti, y solo quiero contigo intimidad. Yo soy pobre por ti, mendigo para ti, crucificado por ti, sepultado por ti. En el cielo estoy por ti ante Dios Padre; y en la tierra soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para mí, hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres? ¿Por qué rechazas al que te ama y trabajas en cambio para el mundo, echándolo todo en saco roto?”» (Homilía 76 sobre Evg. Mateo).
Dejémosle al Salvador nacer de nuevo en nuestros corazones. El hombre de buena voluntad, que hoy abre su corazón a la verdad y al bien, el que está dispuesto a recibir sencillamente y con rectitud la verdad y a practicar el bien, alcanzará la amistad de Cristo y la posesión del reino de Dios. ¡Tan amplios y universales y, al mismo tiempo, tan sencillos son sus fundamentos! Dejemos que el Sol que nace de lo alto ilumine nuestras tinieblas. Sometámonos al reinado de Cristo. En él encontraremos la verdad, la paz y la vida.