2ª Semana de Navidad
Domingo
Las antífonas y oraciones son
las mismas de la misa del día de Navidad.
La celebración litúrgica de
este Domingo nos invita a meditar, a la luz de los acontecimientos de Belén, lo
que el misterio de la presencia del Verbo Encarnado ha supuesto para nuestra
condición humana. Cristo es, al mismo tiempo, la plenitud de la revelación
divina para toda la humanidad y la prueba evidente de la presencia amorosa de
Dios entre los hombres.
Por eso en Cristo tenemos
nuestra salvación, nuestra liberación, nuestra Luz sobrenatural, nuestro
Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida. Todo lo tenemos en Él. Sin Él nada
podemos hacer. Fuera de Cristo, al hombre sólo le queda la posibilidad de
permanecer en las tinieblas, en el error, en la muerte eterna.
–Eclesiástico
24,1-4.12-16: La sabiduría habita en medio del pueblo elegido.
Toda la historia de la salvación ha sido fruto de la Sabiduría amorosa de
Dios, rectora de los destinos humanos y, últimamente, hecha carne y presencia
viviente por el misterio de la Encarnación del Verbo divino entre los hombres.
La concepción de la Sabiduría como revelación de Dios no sólo en el
universo, sino también en la actividad de los sabios, es uno de los puntos más
elevados de la teología del Antiguo Testamento. Esta Sabiduría que hace nacer
en el corazón del piadoso israelita el deseo de gustar sus frutos y hace que
tal deseo no disminuya, ni se apague, sino que aumente siempre, hace pensar en
Cristo, presentado por San Juan como fuente de agua viva, verdadero pan del
cielo y como el Camino, la Verdad y la Vida por excelencia.
–Efesios 1,3-6.15-18:
Dios nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo. El Hijo
de Dios se ha hecho hombre para ofrecernos a todos la posibilidad divina de
llegar a ser hijos de Dios por adopción. En esto consiste la grandeza de
nuestra vocación cristiana. Ante la realidad de nuestra salvación, San Pablo
se llena de alegría y da comienzo a un canto de alabanza y de acción de
gracias. Pero la plenitud de sus sentimientos y la riqueza de sus ideas le
impiden un discurso bien hecho y ordenado: se entrecruzan entonces sus
pensamientos, sobreponiéndose maravillosamente unos a otros. Comenta San Agustín:
«A los limpios de corazón se les permite la visión de Dios. Y no sin motivo, pues ésos son los ojos con que se ve a Dios. Hablando de estos ojos, dice el Apóstol Pablo: “ilumine los ojos de vuestro corazón”. Al presente estos ojos, debido a su debilidad, son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la misma realidad» (Sermón 53,6, en Cartago, 415).
–Juan 1,1-18: La
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. En el período natalicio se
ha comentado varias veces este grandioso texto evangélico. Escuchemos el
comentario de San Agustín:
«Como las tinieblas no acogieron la luz, era preciso para los hombres el testimonio humano. No podían ver el día, pero quizá podrían soportar la lámpara. Ya que no estaban capacitados para ver el día, soportarían en todo caso la lámpara. “Hubo un hombre, enviado por Dios. Él vino para dar testimonio de la luz”. ¿Quién vino, y de dónde vino, para dar testimonio de la luz? ¿Cómo no era él la luz, si en verdad era una lámpara? Ante todo advierte que era lámpara. ¿Quieres ver lo que la lámpara dice del día y el día de la lámpara? “Vosotros, dijo el Señor, mandasteis una embajada a Juan; quisisteis gozar por un instante de su luz; él era la lámpara que ardía y brillaba” (Jn 5, 33.35).
«¿Que veía, pues, Juan el Evangelista, que menospreciaba la lámpara? “No era él la Luz, pero venía para dar testimonio de la luz”. ¿De qué luz? “Él era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. Si a todo hombre, también a Juan. El que aún no se quería mostrar como día, se había encendido su propia lámpara como testigo… Era tenido por Cristo, pero él se confesaba hombre. Era tenido por el Señor, pero él se reconocía siervo. Haces bien, oh lámpara, en reconocer tu humildad, para que no te apague el viento de la soberbia» (Sermón 342,2).
Entradas y colectas de las ferias del 2 de enero al sábado anterior a la fiesta del Bautismo del Señor
Lunes
Entrada:
«Un día santo amaneció para nosotros. Venid, pueblos y adorad al Señor,
porque una gran luz ha descendido sobre la tierra». Colecta (Veronense):
«Concede, Señor, a tu pueblo perseverancia y firmeza en la fe, y a cuantos
confiesan que tu Hijo, Dios de gloria eterna como tú, nació de Madre Virgen
con un cuerpo como el nuestro, líbralos de los males de esta vida y ayúdales a
alcanzar las alegrías eternas».
Martes
Entrada:
«Bendito el que viene en el nombre del Señor. El Señor es Dios: Él nos
ilumina». Colecta (Veronense): «Dios todopoderoso, tú has dispuesto
que por el nacimiento virginal de tu Hijo, su humanidad no quedara sometida a la
herencia del pecado; por este admirable misterio, humildemente te rogamos que
cuantos hemos renacidos en Cristo a una nueva vida, no volvamos otra vez a la
vida caduca de la que nos sacaste».
Miércoles
Entrada:
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de
sombras y una luz les brilló» (Is 9,2). Colecta (Gregoriano): «Dios
todopoderoso, que tu Salvador, luz de redención que se levanta en el cielo,
amanezca también en nuestros corazones y los renueve siempre».
Jueves
Entrada:
«En el principio y antes de los siglos la Palabra era Dios, y se ha dignado
nacer como Salvador del mundo (Jn 1,1). Colecta (Gelasiano): «Señor,
que has comenzado de modo admirable la obra de la redención de los hombres con
el nacimiento de tu Hijo, concédenos, te rogamos, una fe sólida, para que,
guiados por el mismo Jesucristo, podamos alcanzar los premios eternos que nos ha
prometido».
Viernes
Entrada:
«En las tinieblas brilla como una luz el Señor justo, clemente y compasivo»
(Sal 111,4). Colecta (Gelasiano): «Ilumina, Señor, a tus fieles;
alumbra sus corazones con la luz de tu gloria; que siempre reconozcan a su
Salvador y lo vivan como suprema verdad de su vida».
Sábado
Entrada:
«Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos el ser
hijos por adopción» (Gál 4,4-5). Colecta (sacramentario de Bérgamo):
«Dios todopoderoso y eterno, que has querido manifestarte con una nueva
claridad en el nacimiento de tu Hijo Jesucristo, concédenos, te rogamos, que así
como Él comparte con nosotros, naciendo de la Virgen, la condición humana,
consigamos nosotros en su reino participar un día de la gloria de su divinidad».
2 de enero
Nos fijamos aquí ahora sólo
en las lecturas de la Misa. Y así lo haremos también en los días siguientes
hasta Epifanía.
–1 Juan 2,22-28:
Permanezca en vosotros lo que habéis oído desde el principio. El
anticristo, el que niega que Cristo es el Mesías y, por eso mismo, rechaza al
Padre y al Hijo, es mentiroso. Mas los verdaderos creyentes tienen que
permanecer fieles a cuanto han oído desde el principio. La unción de Dios,
esto es, el Espíritu Santo, en quien han de permanecer, los adoctrinará.
Como Juan Bautista, hemos de
confesar nosotros que Jesús es el Mesías prometido. No podemos forjar en
nuestra mente un Cristo según nuestro capricho, ni crear ídolos. Hemos de
aceptar la Palabra de Dios tal como se muestra en la Escritura, en la Tradición
y es propuesta por el Magisterio de la Iglesia. Para decir un «sí» a Cristo
hemos de proclamar un «no» a nosotros mismos, a nuestras pretensiones mesiánicas.
San Juan Apóstol es el único
escritor del Nuevo Testamento que usa la palabra «anticristo» para designar
los falsos «cristos» y falsos profetas. Por eso advierte a sus lectores que en
el mundo existen muchos «anticristos». Son todos los que se oponen a Cristo y
a su doctrina. Son todos los impostores, los falsos profetas, falsos mesías que
van de una a otra parte difundiendo doctrinas malsanas para embaucar a la gente
sencilla. Han existido siempre.
También hay maestros de la
mentira en nuestros días, como lo muestran tantos documentos de la Sede Apostólica.
La fidelidad a la enseñanza tradicional es condición esencial para permanecer
en la doctrina auténtica que Cristo enseñó y confió a la Iglesia. La palabra
de Cristo es una realidad tan sublime que el permanecer en ella nos procura un
bien supremo: la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestra alma, que es
la forma más perfecta de nuestra comunión con Dios.
A esto contribuye la unción
que hemos recibido del Espíritu Santo, que no nos apartará del legítimo
Magisterio de la Iglesia, sino que nos dará siempre el gusto y la inteligencia
de la verdad revelada, el conocimiento especial de Dios y una iluminación
esplendorosa, tal como aparece en muchas almas santas que han merecido el honor
de los altares.
–El Salmo 97 es
uno de los cantos del Reino de Israel restaurado después de la cautividad. El
Señor que dio la libertad a Israel en el destierro ha operado por el Nacimiento
de Jesucristo una nueva liberación en favor de toda la humanidad, esclava del
pecado. Por eso decimos: «Los confines de la tierra han contemplado la victoria
de nuestro Dios. Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas».
Estábamos en sombras de
muerte, en el pecado, en la esclavitud del demonio y del mundo, y ha aparecido
la Luz verdadera que al venir a este mundo ilumina a todo hombre. Tenemos muchos
motivos para dar gracias a Dios, alabarlo y cantar con alegría. Su diestra ha
dado a Cristo la victoria y lo revela a las naciones, a todos los pueblos. Se
acordó de su misericordia y de su fidelidad en favor de Israel, de la Iglesia,
de todos los hombres. Por eso: «Aclama al Señor, tierra entera, gritad,
vitoread, tocad».
–Juan 1,19-28:
En medio de vosotros hay uno que no conocéis. San Agustín ha comentado
este pasaje evangélico unas trece veces. Aquí escogemos unos párrafos del
sermón predicado en Cartago hacia el año 400:
«Tanto destaca Juan por su excelencia, que fue considerado no ya como precursor, sino como el mismo Cristo. Si la lámpara hubiese estado apagada o ennegrecida por el humo de la soberbia, cuando llegaron a él los judíos para preguntarle: “¿Tú quién eres? ¿Eres el Cristo, o Elías o un profeta?”, él hubiese respondido: “lo soy”. Habría hallado el momento oportuno para su jactancia cuando el error de los hombres le atribuía un falso honor. ¿Acaso hubiera tenido que esforzarse en convencerles de lo que se anticipaban a decirle quienes le interrogaban?
«Pero él, como humilde, fue enviado a preparar el camino al Excelso. Por eso era amigo del Esposo, porque era siervo que reconocía al Señor… ¡Cuánto se humilla quien era ensalzado tanto que lo consideraban el Cristo! “No soy digno, dice, de desatar la correa de su calzado”. Y Cristo dice de Juan: “Nadie mayor que Juan Bautista”… Si ya Juan era un hombre tan grande que no había mayor que él ningún otro, quien es mayor que él es más que hombre. Pero quien es más que hombre, se hizo hombre por el hombre, y con razón florece sobre Él la santificación del Padre» (Sermón 308 A).
3 de enero
–1 Juan 2,29-3,6:
Todo el que permanece en Dios no peca. Dios nos ha otorgado su amor al
convertirnos en hijos suyos. En este mundo permanece oculta tan gloriosa filiación,
pero se manifestará en el gran día, cuando contemplemos a Dios tal cual es.
Para vivir como hijos de Dios hay que romper con el pecado. Comenta San Agustín:
«Lo veremos tal cual es. Disponéos para esta visión. Y entretanto, mientras estáis en esta carne, creed en la Encarnación de Cristo y creed de forma que no os veáis seducidos por falsedad alguna. La verdad nunca miente» (Sermón 264, 6).
Juan Bautista conoció a Jesús, porque estaba vacío de sí mismo y
lleno de Dios. Los hijos de Dios sabemos que el Padre nos ama. Somos una raza
nueva que el mundo ni conoce ni comprende. Nuestro ser verdadero es misterioso,
como el de Jesús. Ya la verdad de este ser nuestro misterioso se manifiesta
cuando obramos la justicia, pues Dios es justo (Mt 5,44-48; Jn 3,3-8); pero la
verdadera manifestación llegará cuando veamos a Dios.
Nuestro vivir en la tierra debe ser un acercamiento progresivo a Jesús.
Los que pecan luchan contra Jesús. Los que permanecen en Jesús no pecan, pues
participan de su misma vida, que es un «no» total al pecado. No es que de tal
modo sean justos y puros que gocen ya de perfecta impecabilidad, sino que por
convivir con Cristo están fundamentalmente contra el pecado.
El Apóstol dice a los fieles
que ellos saben que Dios es justo y esencialmente perfecto, y de ahí saca la
consecuencia de que el que ha nacido verdaderamente de Dios, participa de su
vida y practica la justicia y guarda los mandamientos. El criterio
de la filiación divina es la semejanza con Dios, la perfección interior
que da al cristiano la gracia santificante que recibió en el bautismo. Por eso
dijo el Señor: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt
5,48).
Dios nos ha amado tanto que no
sólo nos ha dado a su Hijo Unigénito, sino que nos ha hecho hijos suyos por
adopción, comunicándonos su propia naturaleza.
–Seguimos cantando en el Salmo
97 las maravillas que el amor de Dios ha hecho con nosotros, constituyéndonos
sus hijos y coherederos con Cristo. Para eso vino Cristo al mundo: «Cantad a
Dios un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Los confines de la tierra
han contemplado la victoria de nuestro Dios… Tocad la cítara para el Señor,
suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor»…
Cantemos al Señor con un
corazón puro y santo, cantemos con obras de justicia, de caridad, de santidad.
«En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros» (Jn
13,35). Amemos no sólo con palabras y deseos, sino también y principalmente
con obras, con un amor real, activo y servicial, con un amor como Él mismo
practicó con nosotros durante toda su vida hasta morir por nosotros en una
cruz.
–Juan 1,29-34:
Éste es el Cordero de Dios. Comenta San Agustín:
«Que nadie pretenda que es él el que quita los pecados del mundo. Fijáos ahora contra qué insolentes personas extendía Juan su dedo. No habían nacido todavía los herejes y ya los señalaba con el dedo. Desde las riberas del Jordán levanta la voz contra los mismos que la levanta hoy contra el Evangelio.
«Jesús se acerca. ¿Y qué dice Juan? “He aquí el Cordero de Dios”. Si es Cordero es inocente… Pero, ¿quién es inocente?… Todos venimos de aquella semilla y vástago de que habla David, con sollozos y gemidos: “Yo he sido concebido en la iniquidad y en el pecado me alimentó mi madre en su seno”. Cordero, pues, es solamente Aquel que no ha venido en esas condiciones. No fue concebido en iniquidad, ya que no fue concebido por obra mortal, ni lo alimentó en la iniquidad su madre cuando lo tuvo en su vientre, porque virgen lo concibió y virgen lo dio a luz. Lo concibió por la fe y por la fe lo crió… Tenía de Adán la carne, no el pecado. Sólo éste, que no toma de nuestra masa el pecado, es el que borra nuestros pecados» (Tratado sobre el Evg. San Juan. 4,10).
Por eso se llamó Jesús, Salvador, porque quita los pecados del
mundo. Él nombre de Jesús nos revela al Hijo del Padre hecho hombre por
nosotros pecadores. Nos revela el supremo y eterno Pontífice que se ofreció
una vez en la cruz al Padre por nosotros. Sólo en Él está la salvación. Como
dijo San Pedro, «no se ha dado a los hombres bajo los cielos más que ese
Nombre por el cual puedan ser salvados» (Hch 4,12).
4 de enero
–Juan 3,7-10: El
que ha nacido de Dios no comete pecado, porque ha nacido de Dios. El pecado
tiene su origen en el diablo, el espíritu del mal. Pero Cristo deshizo sus
obras. Quien ha nacido de Dios tiene, por tanto, que rechazar el pecado y
adherirse a la justicia y a la caridad fraterna. Lo que en realidad nos
distingue como cristianos es nuestro vivir, ya que el cristiano debe ser santo y
obrar la justicia. Por su naturaleza como cristiano tiene que ser impecable,
pues ha nacido de Dios.
Pero, sin embargo, el hombre
viejo permanece y ha de ser destruido con la ayuda de la gracia. A veces
prevalece el hombre viejo y entonces contradice su ser de cristiano. Comenta San
Agustín:
«Tal es, en consecuencia, el solo pecado del que, por voluntad suya, dará pruebas al mundo el de no creer en Él. Por la fe en Él se absuelven todos los pecados. Y se le atribuye sólo éste [pecado] por ser éste quien mantiene implicados los demás.
«En cambio, el fiel no tiene pecados, porque, creyendo, se hace hijo de Dios… Luego, quien cree en el Hijo de Dios, en tanto no peca en cuanto se adhiere a Él, haciéndose por adopción hijo y heredero de Dios y coheredero de Cristo. De ahí que diga Juan: “Quien ha nacido de Dios no peca”. Y por eso, el pecado que ha de ser probado contra el mundo es éste de no creer en Él. Tal es también el pecado del quien dice el Señor: “Si no hubiera venido, no tendrían pecado” (Jn 15,22). Sin duda tendrían otros innumerables pecados; pero con la venida de Cristo, se les añadió a los que no creyeron éste de no haber creído, el cual impide la remisión de los otros. Pero a los que, por el contrario, creyeron, les fueron absueltos los demás, en razón de faltarles el pecado de la incredulidad» (Sermón 143,2, hacia 410-412).
–El Señor que nace en la
humildad de un establo es el Rey del universo y lo rige con justicia y verdad.
Aunque pequeño en lo humano, la Iglesia lo reconoce Rey del universo, y
proclama que su reinado no tendrá fin. Por eso, alborozada, invita a cantarle
con el Salmo 97: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha
hecho maravillas».
Jesucristo ha redimido a su
pueblo, nos hace partícipes de su divinidad por la gracia santificante, nos ha
dejado el sacrificio eucarístico y la Iglesia, puerto de salvación, con su
doctrina, con los sacramentos y con la asistencia de Él mismo, que ha prometido
estar con ella hasta el fin del mundo. Las maravillas del Nuevo Testamento son
inmensamente más grandiosas que las realizadas en el Antiguo. Por eso: «Retumbe
el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan…El Señor rige el
universo con justicia y los pueblos con rectitud».
–Juan 1,35-42:
Hemos encontrado al Mesías. El testimonio del Bautista es efectivo.
Algunos de sus discípulos se hacen seguidores de Jesús. Ha cumplido Juan su
misión. Ahora es Jesús el que todo lo polariza y con sus primeros discípulos
comienza la vida de la Iglesia. Comenta San Juan Crisóstomo:
«Jesús, volviéndose y viendo que le seguían, les dijo: “¿qué buscais?” Por aquí podemos aprender que Dios no previene nuestra voluntad con sus dones, sino que cuando nosotros comenzamos a mostrar buena voluntad Él nos ofrece muchísimas ocasiones para salvarnos... Jesús pregunta para ganarse su confianza, al comenzar Él el diálogo y para darles confianza y mostrarles que merecen ser escuchados... Ellos dieron muestra de su interés no sólo con seguirlo, sino también por las preguntas que le dirigieron. Aunque no habían aprendido nada de Él, ni le habían oido predicar siquiera, le llamaron maestro, declarándose así discípulos suyos y revelando la razón por la que le seguían. “¿Dónde moras?” Lo que ellos querían era hablar con Él, escucharle y aprender con sosiego.
«Cristo los llevó consigo, animándoles aún más a seguirle al darles a entender que ya les había acogido entre los suyos. Les dirigió la palabra como a amigos, como si se tratara de viejos camaradas. El evangelista escribe a continuación que permanecieron con Él todo aquel día. Ni siguieron ellos a Cristo, ni Éste les llamó por otra razón que no fuera la de enseñarles su doctrina...
«“Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir el Cristo”. Manifiesta el poder de la palabra del Maestro, que les había convencido de eso, y el intenso deseo y el celo que desde hacía mucho tiempo animaba a los discípulos. Esa frase es expresión de un alma que ardientemente deseaba la venida del Mesías y que exulta y se llena de alegría cuando ve la esperanza convertida en realidad y se apresura a anunciar a sus hermanos tan feliz noticia. Era, además, un gesto de amor fraterno, de profunda amistad, de generosidad desinteresada éste de comunicarse entre los parientes los tesoros espirituales.
«San Juan Bautista, tras haber dicho “he ahí al Cordero que bautiza en el Espíritu”, dejó que sus discípulos aprendieran más claramente de Él mismo cuanto concernía a la verdad referente a Aquél. Lo mismo hizo Andrés: considerándose incapaz de explicar todo por sí mismo, llevó a su hermano hasta el manantial de la luz con tanta insistencia y firmeza que venció cualquier duda y todas las dificultades» (Homilías sobre el evangelio de San Juan 18 y 19)
Nosotros creamos en Jesús, en
el Hijo de Dios. Tengámonos por infinitamente dichosos de poder contemplar
todos los días en la Santa Misa y en la Sagrada Comunión la manifestación de
Dios, efectuada un día en el Jordán. Pidámos a Jesús que nos conceda la
gracia de poder contemplarle también un día todos juntos, allí donde ya el día
del Señor no volverá a tener nunca fin.
5 de enero
–1 Juan 3,11-21:
Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros
hermanos. Hemos de practicar la caridad fraterna si queremos vivir como
hijos de Dios. Esto es precisamente lo que manifiesta que hemos pasado de la
muerte a la vida, a esa vida que Cristo otorgó a todos por su pasión, muerte y
resurrección.
Desde el comienzo del mundo
hay dos figuras que los hombres pueden imitar: Caín y Abel. Son figuras del
odio y del amor. Comenta San Agustín:
«Ante todo ha de evitarse el odio; ha de arrojarse la viga del ojo. Cosas muy distintas son el que uno, airado, se exceda en alguna palabra, que borra después con la penitencia, y el guardar encerradas en el corazón las insidias. Grande es la diferencia entre las palabras de la Escritura, cuando dice “mi ojo está turbado a causa de la ira” (Sal 6,8), y cuando en otro lugar dice: “quien odia a su hermano es un homicida” (1 Jn 3,13). Grande es la diferencia entre el ojo turbado y el cegado. La paja turba; la viga ciega.
«Persuadámonos, pues, en primer lugar de esto para que podamos realizar bien y cumplir lo que hoy se nos ha aconsejado: ante todo, no odiemos. Sólo entonces, cuando en tu ojo no haya viga alguna, verás con claridad cualquier cosa que exista en el ojo de tu hermano, y sufrirás pena hasta que arrojes de él lo que ves que le daña. La luz que hay en ti no te permite descuidar la luz de tu hermano. Pero si odias y deseas corregir, ¿cómo podrás darle la luz si tú mismo la perdiste? Dice también esto con claridad la misma Escritura cuando escribe: “quien odia a su hermano es un homicida. Quien odia a su hermano está todavía en las tinieblas” (ib. 2,9). El odio son las tinieblas. No es posible que quien odia a otro no se dañe antes a sí mismo» (Sermón 82,2-3, en Milevi, hacia 408-409).
–Con el Salmo 99
aclamamos al Señor que nos ha redimido con su venida a este mundo en carne
mortal por medio de la Virgen María, para que siempre estemos alejados del odio
y vivamos radicados en el amor: «Servid al Señor con alegría, entrad en su
presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios, que Él nos hizo y somos
suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. Entrad por sus puertas con acción de
gracias, por su atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre. El
Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades».
Por eso no podemos odiar, sino estar, como el Señor, llenos de su misericordia
y de su amor hasta con los propios enemigos.
–Juan 1,43-51:
Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel. La vocación de
Natanael cierra la serie de escenas de las primeras conversiones de los discípulos
de Cristo. En todas ellas hay llamada, seguimiento, fe y promesa. Natanael es «un
verdadero israelita». Llamado por Jesús, viene a la fe y le confiesa como Hijo
de Dios. Comenta San Agustín:
«En lo que sigue se prueba cómo era este Natanael. Conoced cómo era, pues el mismo Señor es su testimonio. Por el testimonio de Juan fue dado a conocer el soberano Señor y por el testimonio de la Verdad se dio a conocer el bienaventurado Natanael. La Verdad es ella misma su testimonio de recomendación. Mas, porque los hombres no podían comprender la Verdad, tenían que buscarla con la antorcha o la lámpara; por eso, para mostrarnos al Señor, fue enviado Juan.
«Oye ahora el testimonio que el Señor da de Natanael…: “es un verdadero israelita; no hay doblez en él”. ¡Magnífico testimonio! Ni de Andrés, ni de Pedro, ni de Felipe se dice lo que de Natanael. Sin embargo no es el primero de los discípulos. “No hay doblez en él”, es decir, si es pecador, confiesa que lo es; si se confesara justo, habría doblez en su confesión. El Señor alaba en Natanael la confesión de su pecado, pero no declara que no era pecador» (Tract. in Jn. 7,16-18).
Cristo vino a redimirnos del pecado. Confesémonos también nosotros
pecadores y así obtendremos el perdón. Él vino a librarnos de nuestro propio
espíritu, del espíritu humano, espíritu de vanidad, de propia estima, de
sensualidad, de corrupción.