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                      II. D E C A L O G O


        1. AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

 

Yo, Yahveh, soy tu Dios,

que te he sacado de la esclavitud de Egipto,

de la casa de servidumbre.

No habrá para ti otros dioses delante a mí.

No te harás escultura ni imagen alguna...

No te postrarás ante ellas ni les darás culto,

porque yo, Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso.

                                               (Ex 20,2-5;Dt 5,6-9).

 

 

1. YO, YAHVEH, SOY TU DIOS

 

La mejor expresión del primer mandamiento la hallamos en el shemá, que los judíos rezan dos veces al día:

 

Escucha, Israel:

Yahveh es nuestro Dios, Yahveh es uno.

Amarás, pues, a Yahveh, tu Dios,

con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. (Dt 6,4-5)

 

Cuando a Jesús le fue preguntado cuál era el mandamiento mayor, respondió con esta palabra del shemá: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento" (Mt 22,38).

 

"Dios nos amó primero. El amor del Dios único es recordado en la primera de las diez palabras. Los mandamientos explicitan a continuación la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a su Dios".[1]

 

El primer mandamiento es la expresión de la gratitud de Israel al amor de Dios, que se ha presentado como su Dios, su creador y salvador. "De Yahveh, tu Dios, son los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y cuanto hay en ella. Y con todo, sólo de tus padres se prendó Yahveh y eligió a su descendencia después de ellos, a vosotros mismos, de entre todos los pueblos" (Dt 10,14-15). Es Dios quien ha amado primero a Israel, le ha elegido, se ha enamorado de él y le ha salvado, cuando Israel no era ni pueblo (Cfr. Ez 16). El amor y la gratitud a Yahveh suscitan en Israel el confesarle como su Dios, dispuesto a la obediencia y al servicio.

 

¿No es El tu padre, el que te creó, el que te hizo y te fundó?... Cuando el Altísimo repartió las naciones... la porción de Yahveh fue su pueblo, Jacob su parte de heredad. Lo encontró en tierra desierta, en la soledad rugiente de la estepa. Y le envolvió, le sustentó y le cuidó como a las niñas de sus ojos. Como un águila que incita a su nidada, revoloteando sobre sus polluelos, así El despliegó sus alas y le tomó y le llevó sobre sus plumas. Sólo Yahveh le guió a su destino..., le alimentó de los frutos del campo, le dió a gustar miel de la peña... (Cfr. Dt 32)

 


El Dios, que se presenta en el Decálogo y que llega a su manifestación plena en Jesucristo, no es el resultado de razonamientos humanos, no es el Dios fruto o proyección del deseo o necesidades humanas. En el origen de la fe, con la que el hombre se dirige a Dios y le da culto, la iniciativa la tiene Dios. Podemos conocer a Dios, dirigirnos a El en la oración, adorarlo y darle culto, porque El se ha acercado a nosotros, nos ha buscado, nos ha reconciliado con El, nos ha salvado. Nuestra fe y nuestro culto es responsorial. Escuchamos su palabra y respondemos con nuestro canto y con nuestra vida.

 

El primer mandamiento del Decálogo está precedido de los acontecimientos de la historia de salvación, que Dios ha hecho con Israel: elección de los Patriarcas, salvación de la esclavitud de Egipto, paso del mar Rojo, conducción por el desierto, introducción en la Tierra y su permanencia en ella, según el texto para la renovación de la alianza del Deuteronomio (10,14-11,12). Estos acontecimientos históricos, realizados por el Señor, dan fundamento a la alianza divina y llaman a Israel a confiar en Dios, como su único Dios. Israel se ha encontrado con Dios, en primer lugar, en la historia y, luego, ha escuchado la voz de Dios y ha acogido la alianza que Dios le ofrecía.

 

A Moisés, que se atrevió a suplicar: "muéstrame tu gloria", Dios le respondió: "Haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahveh; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia" (Ex 33,18-19). Dios revela su gloria en la columna de nube y en la columna de fuego para guiar al pueblo en la marcha por el desierto (Ex 13,21) y sobre la cumbre del monte Sinaí (Ex 24,15-17). La gloria de Dios llena el templo el día en que Salomón hace su dedicación (1Re 8,12)... Revelando su gloria, Dios imprime el primer mandamien­to en lo más íntimo del ser, suscitando el temor santo, la reverencia, invitando al pueblo a "adorar a Dios en toda su vida". El amor a Dios se manifiesta en la alabanza, en la admiración, en la adoración y en el servicio o cumplimiento de su voluntad.

 

En Jesucristo, "resplandor de su gloria" (Heb 1,3), Dios nos muestra plenamente su gloria: "Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único lleno de gracia y de verdad" (1Jn 1,14). Cristo es la shekinah de Dios, la presencia de Dios entre nosotros. La persona de Cristo y todas sus acciones no son otra cosa que manifestación de Dios, glorificación de Dios. Y, mediante el don del Espíritu Santo, "el Espíritu de la gloria" (1Pe 4,14), Cristo asocia a sus discípulos a su misión glorificadora del Padre: "Y la gloria que Tú me has dado, yo se la he dado a ellos" (Jn 17,22).

 

El don del Espíritu Santo forma "los adoradores que el Padre desea, los que le adoran en espíritu y verdad" (Jn 4,23-24). En este amor de entrega hasta la muerte en cruz por los hombres, Cristo da gloria a Dios y es glorificado por El (Jn 12,28). Unidos a Cristo, sus discípulos son invitados a ofrecer su propio cuerpo como oblación agradable a Dios: "Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual" (Rom 12,1).

 

La adoración a Dios es, pues, la respuesta gozosa y agradecida a Dios que revela su gloria en el amor hacia nosotros. Cuando Dios vuelve su rostro hacia nosotros, suscita en lo íntimo del corazón la respuesta de amor por encima de todas las cosas. Podemos entregarnos totalmente a El, alabándolo con todo nuestro ser y en toda nuestra vida.

 

Lo que Dios, en su amor hacia nosotros, espera por parte nuestra, es que nos abramos a sus dones y vivamos de ellos. Y sus dones son, en definitiva, El mismo que se nos dona, haciéndonos partícipes de su misma vida. En Jesucristo, Dios se ha hecho "Dios con nosotros". Y en el don del Espíritu Santo, se ha hecho "Dios en nosotros".

 

Este "don de Dios" (Jn 4,10), acogido en la fe, celebrado en la liturgia y vivido en la existencia de cada día, "es un agua que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14), es decir, lleva al hombre a la esperanza de la comunión eterna con Dios, Uno y Trino. "El hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser "alabanza de la gloria" de Dios (Ef 1,12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor" (VS,n.10).

 

La confesión de Yahveh, como nuestro Dios, implica la respuesta de amor con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. El mismo Jesús, en el Evangelio, repetirá literalmente esta fórmula, señalando que éste es el primer mandamien­to, en el que se sintetizan la ley y los profetas.

 

Antes de formular los preceptos singulares, el Decálogo señala la única exigencia que justifica todas las demás: la aceptación total y exclusiva de Dios. "En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: Yo, el Señor, soy tu Dios, la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y variadas prescripcio­nes particulares, asegura a la moral de la alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad" (VS, n.66). "Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares" (VS,n.11).

 

Esta aceptación de "Yahveh como nuestro único Dios" se expresa de diversas formas: escuchar al Señor, temer al Señor, caminar por los caminos del Señor, amar al Señor, servir al Señor, adherirse al Señor, jurar en el Nombre del Señor, observar la ley del Señor:

 

Y ahora, Israel, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas a Yahveh, tu Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames, que sirvas a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los mandamientos de Yahveh y sus preceptos que yo te prescribo hoy para que seas feliz? (Dt 10,12-13).

 

Este centrar toda la ley en el único mandamiento del amor a Dios, concentrando toda la solicitud en el sentido interno y espiritual de los mandamientos, supone ya una fuerte oposición al legalismo. Lo que Dios, santo y celoso, quiere es que Israel esté totalmente con El (Dt 18,13). Yahveh tiene una larga historia de amor con Israel; los otros dioses, en cambio, no tienen ninguna historia con el pueblo, los padres "no los conocieron", es decir, no les eran familiares; son unos "recién llegados" (Dt 32,17). Yahveh es el Dios de Israel desde tiempos antiguos (Sal 44,2;74,2.12).

 

 

2. NO HABRA PARA TI OTROS DIOSES DELANTE A MI

 

"No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,3). Yahveh exige de Israel un culto exclusivo, como condición de la alianza. "Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a El darás culto" (Mt 4,10). Este es el primer sentido de la palabra del Exodo. La negación de la existencia de otros no vendrá hasta más adelante: "A ti se te ha dado a ver todo esto, para que sepas que Yahveh es el verdadero Dios y que no hay otro fuera de El" (Dt 4,35). 

 

El Decálogo prohíbe simplemente el culto a los dioses extranjeros. En el Decálogo, más que una profesión de fe en el único Dios, se trata de un monoteísmo práctico: los otros dioses no deben contar para Israel. El pueblo es llamado a amar únicamente a Yahveh, que es un Dios celoso. Se trata, pues, de la adoración en la vida y no de una simple especulación sobre el número de dioses. Es decir, el Dios de la alianza, que se presenta como el Dios protector del pueblo, pide a éste que no busque la seguridad fuera de El.

 

En forma positiva, el "no habrá para ti otros dioses delante de mí" significa creer sólo en El, buscarlo, confiar en El, escucharle, darle culto y acogerlo en la vida. Pero esto como respuesta a Dios que se manifestó primero, ya que El nos ha amado, ha salido a nuestro encuentro y nos ha hecho gustar su salvación.

 

Tener, pues, a Yahveh como único Dios significa afirmar, con el lenguaje de la vida, que existe un solo ser a quien compete el nombre de Dios. "A El sólo adora­rás". Y adorar significa "glorificar a Dios como Dios" (Rom 1,21), "permitir que Dios sea Dios en toda nuestra vida" (Bonhoeffer). El culto de adoración que Dios desea es dedicación de toda la vida a su servicio, a su voluntad, que es la salvación de los hombres. La encarnación de Cristo nos revela totalmente a Dios. Cristo no busca su propia gloria ni hace su voluntad, sino que busca en todos sus actos la gloria del Padre, haciendo su voluntad (Jn 8,50;7,16-18). Cristo, dando la vida para salvación de los hombres, es la glorificación plena de Dios. Tras las huellas de Cristo, adorar al Padre en espíritu y verdad significa el culto a Dios y la vida de amor a los hombres. La adoración a Dios como Dios configura toda la vida del creyente. 

 

Para el cristiano, que escucha el primer mandamiento, éste único Dios es el que se nos ha revelado como Padre en su Hijo Jesucristo, un Padre que nos llama en el Espíritu a invocarlo como Padre y a vivir en comunión de vida con El. Este Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- es nuestro único Dios. Amarlo con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas es nuestra vida. El gozo del encuentro con Cristo, lleva al cristiano a conocer al Padre, experimentando la plenitud de la vida: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

"No tendrás otros dioses fuera de mí", Jesús lo comenta, diciendo: "Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero" (Mt 6,24). Y San Pablo añade: "Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero" (1Tim 6,9-10).

 

La libertad, que Dios nos concede, se traduce concretamente en una vida en libertad: Si Cristo nos ha liberado, es para que permanezcamos libres. "Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud" (Gál 5,1). Este es el significado del primer mandamiento: "No tendrás otro Dios fuera de mí" (Ex 20,3;Dt 5,7).

 

La libertad, don de Dios, está siempre amenazada, interna y externamente. El miedo a la libertad lleva al hombre a someterse a los ídolos, a desear volver a la esclavitud de Egipto, en busca de "las ollas de carne, los ajos y las cebollas"; a vender "la primogenitura por un plato de lentejas". Se puede perder la libertad también abusando de ella, "tomando la libertad como pretexto para vivir en la carne" (Gál 5,13), es decir, según el propio capricho o egoísmo, en vez de "vivir en el amor" (Ibidem).

 

La fidelidad a la libertad es fidelidad a Dios, que nos ha liberado: "No tendrás otros dioses", no te encadenarás de nuevo a ellos, por muy seductores que se te presenten:

 

Los ídolos vanos hacen vano al que los da culto: "Como ellos serán los que los hacen y cuantos en ellos ponen su confianza". Dios, por el contrario, es el "Dios vivo" (Jos 3,10;Sal 42,3), que da vida e interviene en la historia. La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios.

 

Isaías identificará los ídolos con las riquezas, el poder y la fuerza, así como el consultar a los adivinos buscando conocimientos ocultos para asegurarse el futuro (Cfr. Is 2). Es la tentación del hombre cuando se halla en una situación de bienestar. Entonces es fácil olvidar que los bienes son "dones" de Dios, pura gracia (Dt 8,7-20). Entonces, "cuídate de olvidar al Señor tu Dios" (8,11.14.19), "sino acuérdate de Yahveh, tu Dios, que es el que te da la fuerza para crear la prosperidad, cumpliendo así la alianza que bajo juramento prometió a tus padres" (8,18).

 

La idolatría, en definitiva, es egolatría. Desde el comienzo de la historia, "el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios... Por la seducción del diablo, el hombre quiso 'ser como Dios' (Gén 3,5), pero 'sin Dios, antes que Dios y no según Dios'". Esta egolatría es la tentación de los falsos doctores, que abandonan al Dios único, apostatando de El. Son "impíos, al convertir en libertinaje la gracia de nuestro Dios y niegan a Dios, único Dueño, y a nuestro Señor Jesucristo" (Jud 4). "Estos, después de haberse alejado de la impureza del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se enredan nuevamente en ella y son vencidos. Su situación es peor que la primera. Más les valiera no haber conocido el camino de la justicia que volverse atrás del precepto que les fue transmitido" (2Pe 2,20ss;Heb 10,26-31). Similar a la apostasía es una vida que contradice la fe que se confiesa con los labios: "No os conozco, apartaos de mí, agentes de iniquidad" (Mt 7,23), dirá el Señor a los que le confiesan con la boca, pero no viven en la voluntad del Padre.

 

Ante el peligro de apostasía, con todas sus consecuencias, Judas exhorta a mantenerse firmes en el amor de Dios: "Pero vosotros, queridos, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna... Al que es capaz de guardaros inmunes de caída y de preservaros sin tacha ante su gloria con alegría, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo nuestro Señor, gloria, majestad, fuerza y poder antes de todo tiempo, ahora y por todos los siglos. Amén" (20-25).

 

 

3. NO TE HARAS IMAGEN ALGUNA...

 

"No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra" (Ex 20,4). La prohibición de las imágenes de Dios es de capital importancia en la fe del Antiguo Testamento. Es una característica que contrasta la fe de Israel con todas las religiones circundantes. Israel, como más tarde los cristianos, era acusado de ateísmo. En su relación con Dios no se atienen a una imagen, sino únicamente a la palabra de Yahveh.

 

Esta prohibición de las imágenes salvaguarda la libertad que Dios ha dado a su pueblo. La fe en Dios Creador confiesa que Dios es Dios y el mundo es mundo. El mundo, como creación de Dios, no es divino. No tiene poderes divinos, ni mágicos. Dios no es un trozo del mundo, por muy artístico o cargado de oro que se presente. Dios no puede ser aferrado, dominado por el hombre, circunscrito a un leño o cerámica, más pequeño que el hombre, puesto al servicio del hombre. Este es el significado de las imágenes de los ídolos en el culto de los pueblos vecinos de Israel. Las imágenes parecían garantizar la presencia de la divinidad en un lugar determinado.

 

La creación es un reflejo de la gloria de Dios. El hombre, como señor de la creación, está llamado a colocarse sobre la creación y no a adorarla. A través de la creación, el hombre puede elevarse hasta Dios, Creador del cielo y de la tierra (Rom 1,18ss). Así la creación queda dignificada, sirve al hombre, realiza el designio de Dios. Convertida en ídolo, queda vaciada de su sentido, esclavizada a ser lo que no es (Rom 8,18ss). La idolatría degrada a la creación y al hombre:

 

Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad...Pero, al no glorificar a Dios, los hombres se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció; jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos (Rom 8,20-24).

 

Como dice el Vaticano II:

 

Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador (GS,n.13).

 

La fe bíblica niega toda divinización de la creación. Dios no se deja manipular ni reducir al mundo. Dios es libre y señor de su creación. Dios no se deja ligar a nada palpable. Ninguna imagen o concepto puede encerrar a Dios. Ningún rito tiene el poder mágico de obligarlo a nada. Nadie con sus sortilegios le posee. Dios no es manipulable. "Deus semper maior": Dios es siempre más grande de lo que el hombre piensa o imagina. Este principio dogmático de los Padres de la Iglesia refleja el sentido de esta prohibición del Decálogo.

 

"No te harás imagen alguna..." (Dt 5,8). "Tened mucho cuidado de vosotros mismos, puesto que no visteis figura alguna el día en que Yahveh os habló en el Hored de en medio del fuego, no vayáis a pervertiros y os hagáis imagen alguna de cualquier representación que sea" (Dt 4,15-16). Quien intenta hacerse una imagen de Dios, ya está sirviendo a otro dios, como en el caso de Jeroboam (1Re 12). Yahveh no es un Dios como los dioses de los otros pueblos, del que se pueda disponer según el propio capricho. "Maldito el hombre que haga un ídolo esculpido o fundido, abominación de Yahveh, obra de manos de artífice, y lo coloque en un lugar secreto" (Dt 27,15), para su uso particular. Servirse de Dios, en vez de servir a Dios, es una constante tentación, incluso para los creyentes. A este querer utilizar a Dios para los intereses propios, reduciendo a Dios a un medio para fines humanos, se suele da el nombre de supersti­ción.

 

En la teofanía del Horeb Yahveh dejó oír su voz, pero no se dejó ver. No sólo se trata de evitar la idolatría, sino también de no hacerse una imagen de Dios. En el culto, Israel nunca podrá pretender doblegar a Dios a su propia voluntad, sino que se someterá a la voluntad de Dios. La oración no es para que Dios cambie su voluntad por la nuestra, sino para llevarnos a nosotros a entrar en su voluntad: "Padre, si quieres aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya" (Lc 22,42).

 

Prohibiendo hacerse una imagen de Dios, el Decálogo libera al hombre de la sutil idolatría, que conserva formalmente la fe en Dios, pero en realidad no reconoce a Dios como Dios. Se cambia al Dios verdadero por una imagen de El hecha por el hombre a su medida, para su uso y consumo, pues es una simple proyección de sus deseos. Este fue el pecado del becerro de oro, como imagen de Yahveh (Ex 32). Un Dios según los propios gustos, intereses o fantasías del hombre, un Dios pequeño y manipulable no es el Dios salvador. Dios es siempre más grande que cualquier representación que podamos hacernos de El. La única imagen fiel de Dios es la imagen que El nos ha mostrado de sí mismo en su Hijo Jesucristo (2Cor 4,4-6;Col 1,15).

 

Dios se hace accesible al hombre, no mágicamente, sino en la libre donación de sí mismo en su palabra, en el amor con el que se comunica gratuitamente al hombre. El rostro de Cristo, voluntariamente entregado a la muerte por los hombres, es la verdadera imagen de Dios. "La gloria de Dios está en el rostro de Cristo, que es imagen de Dios" (2Cor 4,4.6). "El es imagen de Dios invisible" (Col 1,15).

La relación con Dios se da, no a través del ver, sino del escuchar. Israel ha escuchado a Yahveh que le hablaba desde el monte, pero no le ha visto (Dt 4,15). La palabra es el don de Dios, que le hace presente, sin que nadie puede apropiarse de ella, sino únicamente acogerla en la fe y seguirla en obediencia.

 

 

4. YO, YAHVEH, SOY UN DIOS CELOSO

 

Dios es el creador de Israel. La iniciativa es siempre de Dios. Si El exige algo al hombre, ya antes le ha dado eso que le pide. El salva y no pide al hombre sino que permanezca en la salvación, en la bendición de Dios. Si pide el amor de Israel, es porque primero le ha colmado de su amor. Por ello, para Israel, rechazar a Dios es ingratitud, infidelidad, traición. Es lo que expresa Oseas (1-3) con la alegoría de su matrimonio y lo que repetirán Jeremías (c. 2 y 31), Ezequiel (c.16), Isaías (c. 50,54 y 62)...

 

La historia del Exodo es la historia de la alianza de Dios con su pueblo y la historia de las tentaciones que amenazan la alianza. Apenas el pueblo se ha encontrado con la libertad, el pueblo se ha enfrentado con la prueba de la libertad. Y no ha sabido vivir en la libertad. La nostalgia de la vida de esclavo, del infantilismo, de la seguridad, de la rutina, del dejarse hacer la vida, aunque sea por los capataces del Faraón, les parece más cómodo que la vida en libertad.

 

Aún antes de que Moisés descienda del Monte con las tablas de la Ley, ya el pueblo ha quebrantado "el mayor y primer mandamiento", fundamento de todos los demás. La danza alrededor del becerro de oro (Ex 32) es la expresión del hombre, que se engaña aferrándose a los ídolos. Este acto del "becerro de oro" aparece en la Escritura en diversas ocasiones (1Re 12,28;Neh 9,18;1Cor 10,7). El salmista se lamenta con burla del comportamiento de los recién salvados: "En Hored se fabricaron un becerro, se postraron ante un metal fundido y cambiaron la gloria de Dios por la imagen de un buey que come heno. Olvidaban a Dios que les salvaba, al autor de prodigios en Egipto" (106,19-21).

 

Entregándose a la idolatría, Israel pierde la libertad que le ha sido dada. Para expresar esta preocupación, la Escritura recurre al lenguaje del amor. Yahveh es un Dios celoso y no quiere tener otros dioses junto a El (Ex 20,5). "El aspecto de la gloria de Yahveh parecía a la vista de los hijos de Israel como un fuego devorador sobre la cumbre del monte" (Ex 24,17). "Guardaos, pues, de olvidar la alianza que Yahveh, vuestro Dios, ha concluido con vosotros..., porque Yahveh, tu Dios, es un fuego devorador, un Dios celoso" (Dt 4,24). Pablo se sentirá abrasado por los mismos celos de Dios en relación a la comunidad de Corinto: "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

En realidad hay muchos dioses y muchos señores, como dice San Pablo: "Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, de forma que hay muchos dioses y señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1Cor 8,5-6). Es lo que pide el primer mandamiento: "No habrá para ti otros dioses delante de mi". Yahveh es un Dios santo, es decir, un Dios celoso, que no tolera que haya otros dioses con El. El primer mandamiento pide al creyente que se entregue totalmente a El (Jos 24,19). Es lo que con fuerza proclamará Elías: "Elías se acercó a todo el pueblo y le dijo: ¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies? Si Yahveh es Dios, seguidle; si Baal, seguid a ése" (1Re 18,21).

 

En la idolatría se trata siempre de divinizar los valores creados. Y todo lo creado por Dios es bueno, mientras es visto como creado, es decir, limitado, caduco. Si se lo absolutiza o diviniza, se lo falsea y lleva al hombre a la esclavitud. El hombre necesita transcender­se a sí mismo en el misterio absoluto para afirmar su propio ser. Sólo así es persona. Por ello, Juan Pablo II, en su primera encíclica Redemptor hominis, declara:

 

Dado que lo que los distintos sistemas, y también los hombres en particular, ven y propagan como libertad, no se corresponde totalmente con la verdadera libertad del hombre, tanto más la Iglesia, en virtud de su misión divina, se hace custodia de esta libertad, que es condición indispensable y básica de la verdadera dignidad de la persona humana (n.12).

 

Y el documento de Puebla, de los Obispos latinoamericanos, afirma:

 

Fuera de Dios, nada hay santo y digno de adoración. El hombre cae en la esclavitud cuando diviniza o absolutiza la riqueza, el poder, el Estado, la sexualidad, el placer o cualquier otra obra de Dios (n.491).

 

Dios, en su amor nupcial, para ser el único Dios, "humillará la altivez del hombre, doblegará el orgullo humano, así en aquel día será exaltado Yahveh solo y los ídolos serán completamente abatidos" (Is 2,17).

 

En una forma original resuena el primer mandamiento en el deseo de Dios: "Circuncidad el prepucio de vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz" (Dt 10,16). La circuncisión era el signo de la alianza, de la pertenencia al pueblo de Yahveh (Gén 17,10). Pero esta pertenencia no es algo externo, sino que abarca hasta el corazón del hombre (Jr 4,4). Sin la fidelidad interior, la circuncisión no es nada. "Corazón incircunciso" es el que se niega a escuchar a Yahveh, el de "oídos incircuncisos" (Jr 9,24-25), el de dura cerviz. La orden de circuncidar el corazón se puede comparar con la petición hecha a los cristianos, -incorporados al nuevo pueblo de Dios por el bautismo-, a renovar su bautismo, a situarse y vivir en la gracia bautismal. No agrada a Dios que en el culto se siga proclamando el Decálogo y, luego, en la vida sea olvidado.

 

Los salmos sapienciales 1 y 119 modulan un tema que ya está en el Deuterono­mio: el hombre debe guardar en su corazón estas palabras -escuchadas en la celebra­ción-, para tenerlas presentes en todas las situaciones de su vida (Dt 6,6s;Jos 1,8). El justo se ocupa sin descanso en la ley de Dios, la medita, la canta, la vive en todo momento. El hombre, modelado por la palabra de Dios, lleva una vida llena de la palabra de Dios; de ella saca la fuerza para todos los acontecimiento que le salen al encuentro  en la existencia.

 

 

5. SOLO AL SEÑOR TU DIOS DARAS CULTO

 

En el lenguaje de la Iglesia, inspirado en la Escritura, tener a Dios como Dios, se explicita en la vida de fe, esperanza y caridad. Tener a Dios como Dios significa creer en El, esperar confiadamente en El y amarlo por encima de todas las cosas.

 

"Escuchar la voz del Señor" es una síntesis del primer mandamiento. "Escucha, Israel" (Dt 5,1;6,3.4;9,1) es lo primero que Dios le pide a Israel. Es la actitud fundamental del hombre ante Dios. Escuchar es creer con fe, acoger en el corazón la palabra y seguirla en la vida.

 

Lo esencial del primer mandamiento, que sintetiza todo el Decálogo, consiste en definir la actitud fundamental del hombre ante Dios. Y esta actitud se puede definir como "temor de Dios" (Dt 6,2.13.24). Es lo que sintió Israel en la teofanía del Sinaí (Dt 5,5). Por este "temor" el hombre se da cuenta que hallarse ante Dios es encontrarse ante la vida o la muerte (Dt 5,23-26). El Señor se complace en este sentimiento de Israel y exclama: "¡Ojalá fuera siempre así su corazón para temerme y guardar todos mis mandamientos y de esta forma ser eternamente felices, ellos y sus hijos!" (Dt 5,29).

 

En el "temor de Dios" el hombre expresa su actitud de adoración de Dios. Se puede traducir también por "fe en Dios". De lo que se trata es de orientar la vida entera hacia Dios: "seguir sus caminos". No hay contradicción entre el "temor de Dios" y el "amor a Dios". Las dos cosas van unidas, se incluyen (Dt 10,12).

 

El amor a Dios se expresa en el servicio: "A Yahveh, tu Dios, temerás, a El servirás y en su nombre jurarás" (Dt 6,13). Jesús, al ser tentado por Satanás en el desierto, lo repetirá, en forma abreviada: "¡Vete, Satanás! Porque está escrito: Al Señor, tu Dios, adorarás y a El solo servirás" (Mt 4,10). Servir al Señor se refiere en primer lugar al dar culto al Señor. Pero servir y amar son sinónimos. Servir a Dios es amarlo; y amarlo es servirle, cumplir su voluntad, -proclamada en el culto-, en la vida. El servicio a Dios se realiza, pues, en la adoración del culto y en la vida entera. A Dios no le agradan los holocaustos que se le ofrecen con manos manchadas de sangre (Cfr. Jr 7,3-11).

 

Dios, en su amor sin límites, nos invita a darle culto, a adorarle como nuestro Dios. Pero, más que de un mandamiento, se trata de un ofrecimiento a reconocerlo, entrando en comunión con El, en los signos a través de los cuales nos revela su gloria, su amor fiel. El signo original, sacramento visible de la presencia de Dios entre nosotros, es Jesucristo. Acoger a Jesucristo, el Enviado del Padre, es el culto agradable a Dios. Y, con Cristo, la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo, es el signo sacramental en donde Dios se nos comunica y nos salva. En la Iglesia, constituidos por el Espíritu miembros vivos de ella, es donde damos a Dios el culto de alabanza, que El desea. La Iglesia, que nos anuncia a Cristo y, por el bautismo, nos incorpora a su Cuerpo, nos hace participar de la glorificación de Cristo al Padre, del amor en el que el Padre se complace. En la Iglesia somos constituidos "piedras vivas" para la "edificación del santuario espiritual y del sacerdocio santo", donde "se ofrece el sacrificio espiritual, acepto a Dios por Jesucristo" (Cfr. 1Pe 2, 4-10).

 

En la Iglesia celebramos los sacramentos, los signos del amor de Dios y de nuestra respuesta agradecida a El. En los sacramentos celebramos y alimentamos nuestra vida de fe, esperanza y amor a Dios, renovando nuestra alianza con Dios. La celebración litúrgica, donde la Iglesia da culto a Dios, lleva a cada cristiano a vivir toda su vida como una liturgia de alabanza a Dios: "recitando salmos, himnos y cánticos inspirados; cantando y salmodiando en el corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5,19-20).

 

En la Escritura, el negar a Dios se llama impiedad; hoy lo llamamos ateísmo. Pero como el hombre, en su inseguridad, no puede vivir sin Dios, el impío siempre se entrega a otros dioses, a los que se inclina y da culto. Nuevos ritos y nuevos mitos aparecen hoy en nuestra sociedad, fruto del ateísmo. La increencia es el verdadero pecado (Is 7,9), pues pone en peligro la libertad, ya que es el terreno adecuado para que el hombre, sin el apoyo de Dios, se eche en manos de los ídolos: Estado, Pueblo, Raza, Capital, Consumo, Confort, Poder, Prestigio, Sexualidad, Placer y toda la serie de Ideologías, que absulitizan lo que sea y exigen la entrega total de la persona. Todos estos ídolos tienen sus púlpitos en los medios de comunicación, desde donde ofrecen seguros de vida y felicidad.

 

Pero la verdad es que estos ídolos, a los que el hombre actual da culto, no le dan la seguridad y felicidad que prometen. Lo único que logran es privar al hombre de la verdadera fiesta que ofrece el culto a Dios. La gratuidad de la fe, la celebración de la esperanza, el gozo del amor, que celebra la "liturgia inútil" de la Iglesia, es lo único que puede defender la libertad del hombre. De otro modo el hombre se sentirá cada vez más encadenado a la máquina de la producción y el consumo. El ídolo del trabajo, de la producción, la rentabilidad, la eficacia no dejan cabida a lo gratuito, lo festivo, lo que-no-sirve-para-nada. El hombre, que da culto a los ídolos, se hace como ellos: nada. Se le esfuma la vida.

 

"Sólo al Señor, tu Dios, darás culto" es la garantía de la vida en libertad para el hombre.

 

 

6. LA GLORIA DE DIOS ES EL HOMBRE VIVO 

 

Dios manifiesta su gloria, no a través de "imágenes hechas por manos de hombre", sino a través del hombre creado por El a su imagen (Gén 9,6). "Con la creación del hombre y la mujer a su imagen y semejanza, Dios corona y lleva a plenitud la obra de sus manos" (FC,n. 28). "Esta imagen y semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a sus descendientes por el hombre y la mujer, como esposos y padres". Dios es unidad en la comunión de amor. Así el hombre y la mujer, en la "unidad de los dos", están llamados a vivir una comunión de amor y vida, reflejando de este modo la comunión de amor que se da en Dios. Como ha dicho Juan Pablo II: "No hay en este mundo otra imagen más perfecta, más completa (que la familia) de lo que es Dios: unidad en la comunión" (30-12-1988).

 

De este modo el Padre, según su designio, destinó al hombre "a reproducir la imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29). Cristo, imagen acabada de Dios en la creación (Col 1,15;Heb 1,3), con su encarnación ha venido a recrear el esplendor de la imagen de Dios en el hombre, desfigurada por el pecado (Rom 5,12). Esta recreación, Cristo la realiza imprimiendo en el hombre la "imagen de hijo de Dios". Así hace del hombre pecador un "hombre nuevo" (Col 3,10), partícipe de la gloria de Dios (Rom 3,23). Esta gloria, que brilla en el rostro de Cristo, como imagen visible de Dios invisible (2Cor 4,4), penetra cada día más en el cristiano (2Cor 3,18) hasta el día en que su mismo cuerpo se revista de ella a imagen del hombre celeste (1Cor 15,49;Flp 3,21).

 

Esta gloria a la que Dios destina al hombre justificado por Jesucristo (Rom 8,30), es, al mismo tiempo, "alabanza de la gloria de la gracia con la que Dios nos agració en su amado" (Ef 1,6). El hombre que vive de esta gracia de Dios, glorifica a Dios, le rinde culto, le confiesa como Dios, vive el primer mandamiento del Decálogo.

 

Dios (marcó este destino) creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (Rm 2,15), la "ley natural". Esta "no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación". Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las Diez Palabras, o sea, con los diez mandamientos del Sinaí, mediante los cuales El fundó el pueblo de la Alianza (Ex 24) y lo llamó a ser su "propiedad personal entre todos los pueblos", "una nación santa" (Ex 19,5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (Sab 18,4;Ez 20,41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de la Nueva Alianza, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (Jr 31,31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (Jr 17,1). Entonces será dado "un corazón nuevo" porque en él habitará "un espíritu nuevo", el Espíritu de Dios (Ez 36,24-28). (VS,n.12)

 

Todo cuanto existe, ha sido creado por Dios para el hombre. Nada, pues, es imagen de Dios, que esté por encima del hombre, y a lo que el hombre deba someterse. Con esta prohibición, Dios invita al hombre, no sólo a darle gloria, sino a una siempre "mayor gloria". Y esta "mayor gloria de Dios" es la "mayor gloria del hombre". El hombre no está sometido a ningún poder mágico, está siempre por encima de la "obra de sus manos". Y si toda imagen de Dios es falsificación de Dios, toda imagen del hombre, con la que le definimos, le limitamos, es una falsificación del hombre. La imagen fija del otro, le niega la libertad, la posibilidad de cambiar. Esta prohibición del Decálogo busca impedir que Dios y el hombre sean reducidos a una imagen y usados como tales. Por ello, protege la libertad de Dios y de los hombres.

 

El becerro de oro es la imagen tangible de todas las idolatrías del hombre. Es el símbolo de la fertilidad y del poder; es el símbolo del dinero. Sexualidad, poder y dinero son los ídolos que ofrecen felicidad, seguridad y bienestar al hombre, esclavizán­dolo hasta deshumanizarlo. La divinización de la sexualidad, de la fuerza y del dinero ha sido siempre y sigue siendo hoy una amenaza para la libertad, más aún, para la vida del hombre.

 

Idolo es toda absolutización de algo relativo, al que le confiamos nuestra persona, nuestra vida, nuestra felicidad y nuestro destino. Es "el tesoro donde ponemos nuestro corazón". Nuestra sociedad sigue levantando ídolos como lo hacían las culturas primitivas. Ciegamente, el hombre actual entrega su corazón, poniendo toda su confianza, al progreso de la ciencia y de la técnica, entrega sus energías al trabajo, pone toda su mente en el dinero, o lo espera todo de la cultura, de un sistema político, de la ecología o de cualquier otra ideología. O levanta como norma de vida el hedonismo, la búsqueda del placer en el sexo en todas sus formas, la droga o el naturismo.

 

Dios quiere ser nuestro Dios. Quiere que reconozcamos de dónde nos viene la vida y a dónde se dirige nuestra existencia. Dios quiere ser la respuesta al interrogante más profundo de nuestro espíritu sobre el sentido de nuestra vida. Dios, presentándose como nuestro Dios, nos libera de la angustia del sinsentido de la vida, de la incertidum­bre y vacío de la existencia. Al reconocer a Dios como nuestro Dios, la vida cobra peso y densidad, se carga de valor y sentido. Sólo reconociendo a Dios, se puede estimar al hombre, confiar en el hombre, respetar su vida y su dignidad. Sólo la fe en Dios fundamenta la esperanza y el valor de la vida humana. Sólo si la vida es vista como don de Dios y se cree que Dios cuida de ella, toda vida vale y merece la pena vivirla. El primer mandamiento, proponiendo a Dios como nuestro Dios, salvaguarda nuestra vida de todos los caprichos esclavizantes y destructores de la idolatría.

 

El tener no es sinónimo de ser, según ofrecen los slogans publicitarios de este mundo: "Si tienes algo, eres alguien". Cada día el hombre, en su vacío, se hace fabricante de ídolos. Experimentando el desencanto continuo en que le sumergen sus idolatrías, inventa ídolos nuevos. La tendencia a absolutizar lo caduco y transitorio va marcando los pasos del hombre hacia la muerte. Todo lo que nos rodea en el mundo puede convertirse en ídolo para quien no tiene a Dios como el único Señor de su vida. Jesús, para salvaguardar al hombre de la vanidad de los ídolos, nos dice: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt 22,37). Y, en el desierto de las tentaciones, solemnemente proclama: "Al Señor tu Dios adorarás y sólo a El darás culto" (Mt 4,10). 

 

Amar a Dios supone amar al hombre, creado por Dios a su imagen. Dar gloria a Dios incluye el respeto al prójimo, protegiendo su honor y su dignidad de hombre. La gloria de Dios es el hombre vivo. En el Midrash se nos presenta Moisés como maestro de la Torah, que enseña: "Escucha, Israel, el Eterno es nuestro Dios, El es uno. Amarás al Señor, tu Dios, con toda tu alma, con todo tu corazón y con todas tus fuerzas. Y amarás a tu prójimo como a ti mismo, porque el hombre es la imagen de Dios. Amar al hombre es amar a Dios".

 

El amor al prójimo ya en el Deuteronomio incluye al extranjero (10,19). El punto final lo hallamos en la Ley de santidad que proclama: "Del mismo modo juzgarás al forastero y al nativo; porque yo soy Yahveh, vuestro Dios" (Lv 24,22). Por ello "cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no le molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo; pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. Yo Yahveh, vuestro Dios" (Lv 19,33-34). El prójimo es el prójimo, aquel con el cual entro en relación concreta (Cfr. Dt 16,11.14).

 

El primer mandamiento es, pues, una palabra de vida: nos defiende de la tentación que amenaza con vaciar la existencia del hombre. Pues quienes ponen su confianza en los ídolos, se hacen como ellos. El hombre, creado y salvado por el amor de Dios, vive para glorificar a Dios. Dar gloria a Dios es su vida y su libertad. Sólo la confesión de Dios como el único Dios y de Jesucristo como el único Señor de nuestra vida nos libera de todo absolutismo y totalitarismo esclavizante.

 

La vida humana se unifica en la adoración del Dios Unico. El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre y lo salva de una dispersión infinita. La idolatría es una perversión del sentido religioso innato del hombre. El idólatra es el que "aplica a cualquier cosa, más bien que a Dios, su indestructible noción de Dios".

 



     [1] Cat.Ig.Cat., n.2083.

     [2] Con una parábola ilustra el midrash por qué Dios hizo preceder al don de la Torah el misterio de la elección gratuita de Israel: Se puede comparar con uno que se presentó ante los habitantes de una ciudad y les preguntó: ¿Puedo reinar sobre vosotros? Ellos replicaron: ¿Y qué has hecho en favor nuestro para que pretendas reinar sobre nosotros? Entonces él construyó muros de defensa para la ciudad y canales para suministrar agua a sus habitantes; después combatió por ellos contra sus enemigos. Entonces preguntó de nuevo: ¿Puedo reinar sobre vosotros? Y ellos le respondieron: ahora, sí, puedes ser nuestro rey. Así hizo el Señor con Israel. Primero les sacó de la esclavitud de Egipto, dividió el mar para que pudieran huir de sus perseguidores, a quienes sumergió en las aguas, hizo descender para ellos el maná del cielo, hizo brotar para ellos agua en el desierto, les envió codornices y, finalmente, combatió por ellos contra Amalek. Entonces fue cuando les preguntó: ¿Puedo reinar sobre vosotros? Y ellos respondieron: sí, sí.

 

Los prodigios salvadores precedieron al don de la Ley sobre el Sinaí. Con estas maravillas, Dios predispuso al pueblo de Israel para que le acogiera con alegría como su Dios y aceptara el Decálogo (Cfr. Dt 4,32-35 que precede inmediatamente al Decálogo). Cfr. Mekilta di R. Ishmael, o.c., p. 49-50.

     [2] Cfr. todo el texto de Dt 10,12-11,17.

     [2] Dt 13,7;28,64;Jr 9,15;16,13;19,4...

     [2] Cfr Is 43,10-11;44,6;45,5.

     [2] Sal 115,4-5.8;Is 44,9-20;Jr 10,1-16;Dn 14,1-30;Ba 6;Sab 13,1-15.19...

     [2] Cat.Ig.Cat.,n. 2113.

     [2] Cat.Ig.Cat., n. 398, donde cita a S. Máximo Confesor, Ambiguorum liber.

     [2] El decálogo usa el término hebreo pesel, que significa imagen esculpida; en otros textos se habla también de imagen fundida (masséka). Cfr. el amplio comentario a esta prohibición en Dt 4,1-40.

     [2] Cfr. Cat.Ig.Cat., n. 2111.

     [2] "La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a 'médiums' encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto que debemos solamente a Dios" (Cat.Ig.Cat., n.2116).

     [2] Así se expresa el midrash: Desde la salida de Egipto, Moisés preguntaba a Dios cada día: ¿Cuándo nos darás la Torah? Pero el Señor esperó tres meses, hasta el mes de Siván. Igual que un rey de carne y sangre que, antes de llevar a su prometida al tálamo nupcial, primero la colma de regalos, así el Señor quiso dar primero la fuente de agua y el maná, antes de desposar, por la Torah, a la comunidad de Israel. El sexto día del mes de Siván, al amanecer, Dios descendió sobre el Sinaí, cuando el pueblo aún dormía. Moisés, el único despierto, recorrió el campamento, despertando a todos: "Levántate, comunidad de Israel, iba gritando. ¡Sacude tu sueño! Tu Esposo espera a su prometida bajo el tálamo nupcial". Así Moisés condujo a toda la asamblea al pie de la montaña, que una nube cubría como dosel de un tálamo nupcial. Cfr. E. FLEG, o.c., p.83-87.

     [2] Estos celos de Dios son la expresión del exceso mismo de su amor: Cfr. Dt 5,9;6,15;32,21;Ex 20,5;34,14;Nú 25,11;Ez 8,3-5;39,25;Za 1,14...

     [2] El NT repetirá esta imagen. San Pablo proclamará que la verdadera circuncisión, la que hace ser verdadero israelita, es la del corazón: Rom 2,25-29;Cfr. 1Cor 7,19;Gál 5,6;Filp 3,3;Col 2,11;3,11. Igual aparece en He 7,51.

     [2] Cfr. Cat.Ig.Cat., nn.2086-2094.

     [2] Mulieris dignitatem, n. 6

     [2]  Mulieris Dignitatem, cap. III: Imagen y semejanza de Dios. Cfr. mi libro, Moral sexual. Hombre y mujer, imagen de Dios, Bilbao 1990.

     [2] El hombre ha sido creado para la gloria de Dios. Y "la gloria de Dios es el hombre viviente, siendo la vida del hombre la visión de Dios": SAN IRENEO, Adv.haers. 4,20,7. Cfr AG,n. 2;LG,n. 2).

     [2] SANTO TOMAS, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta, n.1129; Cf Summa Theologiae, I-I,q.91,a.2; Cat.Ig.Cat.,n.1955.

     [2] B.Brecht describe el intento de reducir al hombre a la imagen que nos hacemos de él con esta narración: -¿Qué hace, usted, cuando ama a una persona? -Me hago una imagen de ella y trato de que le sea del todo semejante. -¿Quién? ¿La imagen? -No, la persona. Citado por J.M. LOCHMAN, I comandamenti, Torino 1986, p. 63.

     [2] "El Dios único y verdadero revela ante todo su gloria a Israel (Ex 19,16-25;24,15-18). La revelación de la vocación del hombre y de la verdad del hombre está ligada a la revelación de Dios. El hombre, como imagen de Dios, tiene la vocación de hacer manifiesto a Dios en sus obras" (Cat­.Ig.Cat.,n. 2085;Cfr. n.1701).

     [2] E. FLEG, o.c., p. 190.

     [2] Cat.Ig.Cat., n. 2114, con la cita de ORIGENES, Contra Celso, 2,40.

 


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