San Roberto Belarmino. SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ
SOBRE LAS CUATRO ÚLTIMAS PALABRAS DICHAS EN LA
CRUZ
CAPÍTULO I
Hemos explicado en la
parte anterior las tres primeras palabras que fueron pronunciadas por nuestro
Seńor desde el púlpito de la Cruz, alrededor de la hora sexta, poco
después de su crucifixión. En esta parte explicaremos las cuatro restantes
palabras, que, luego de la oscuridad y el silencio de tres horas, proclamó este
mismo Seńor desde este mismo púlpito con fuerte voz. Pero primero parece
necesario explicar brevemente cuál, y de dónde, y para qué surgió la oscuridad
que existió entre las tres primeras y las últimas cuatro palabras, pues así
dice San Mateo: “Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta
la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz:
"ˇElí, Elí! żlemá sabactaní?", esto es: "ˇDios
mío, Dios mío! żpor qué me has abandonado?"”[159]. Y esta oscuridad surgió de un eclipse de
sol, tal como nos lo narra San Lucas:
“Se eclipsó el sol”[160], dice.
Pero aquí se presentan
tres dificultades. En primer lugar, un eclipse de sol ocurre en luna nueva,
cuando la luna está entre la tierra y el sol, y esto no puede haber sucedido en
la muerte de Cristo, porque la luna no estaba en conjunción con el sol, como
ocurre cuando hay luna nueva, sino que estaba opuesta al sol como en la luna
nueva, pues la Pasión ocurrió en la Pascua de los judíos, que, según San Lucas,
estaba en el día catorce del mes lunar. En segundo lugar, incluso si la luna
hubiese estado en conjunción con el sol en el momento de la Pasión, la
oscuridad no podría haber durado tres horas, es decir, desde la sexta hasta la
nona, pues un eclipse de sol no dura tanto tiempo, especialmente si es un
eclipse total, cuando el sol está tan escondido que su oscuridad es llamada
tinieblas. Pues dado que la luna se mueve más rápido que el sol, según su
propio movimiento, oscurece la superficie entera del sol por un periodo breve
solamente, y, estando el sol constantemente en movimiento, mientras la luna se
aleja, empieza a dar su luz a la tierra. Finalmente, no puede ocurrir jamás que
por la conjunción del sol y de la luna la tierra entera quede en tinieblas,
Pues la luna es más pequeńa que el sol, incluso más pequeńa que la
tierra, y por lo tanto por su interposición no puede la luna oscurecer tanto al
sol como para privar al universo de su luz. Y si alguien sostiene que la
opinión de los Evangelistas se refiere solamente a la tierra de Palestina, y no
al mundo entero absolutamente, es refutado por el testimonio de San Dionisio el
Areopagita, quien, en su Epístola a San Policarpo, declara que en la ciudad de
Heliópolis, en Egipto, él mismo vio este eclipse del sol, y sintió estas
horrorosas tinieblas. Y Flego, un historiador griego, gentil, relata este
eclipse cuando dice: “En el cuarto ańo de la bicentésimo segunda
Olimpiada, tuvo lugar el eclipse más grande y extraordinario que haya jamás
ocurrido, pues a la hora sexta la luz del día se trocó en tinieblas de noche,
de modo que las estrellas aparecieron en los cielos”. Este historiador no
escribió en Judea, y es citado por Orígenes contra Celso, y Eusebio en sus
Crónicas sobre el trigésimo tercer ańo de Cristo. Luciano mártir da así
testimonio del acontecimiento: “Mira en nuestros anales, y encontrarás que en
el tiempo de Pilato desapareció el sol, y el día fue invadido por tinieblas”.
Rufino cita estas palabras de San Luciando en la Historia Eclesiástica de
Eusebio, que él mismo tradujo al latín. También Tertuliano, en su Apologeticon,
y Pablo Orosio, en su historia, todos ellos, en efecto, hablan del globo
entero, y no de solo Judea. Ahora bien en cuanto a la solución de las
dificultades. Lo que dijimos más arribe, que un eclipse de sol ocurre en luna
nueva, y no en luna llegan, es cierto cuando tiene lugar un eclipse natural;
pero el eclipse en la muerte de Cristo fue extraordinario y no natural, pues
fue el efecto de Aquel que hizo el sol y la luna, el cielo y la tierra. San
Dionisio, en el pasaje que acabamos de referir, afirma que al mediodía la luna
fue vista por él y por Apolofanes acercarse al sol con un movimiento rápido e
inusual, y que la luna se ubicó a sí misma ante el sol y permaneció en esa
posición hasta la hora nona, y de la misma manera regresó a su lugar en el
Este. A la objeción de que un eclipse del sol no podía durar tres horas, de
modo que por todo ese tiempo las tinieblas cubriesen la tierra, podemos
responder que en un eclipse natural y ordinario esto sería cierto: este
eclipse, sin embargo, no estuvo regido por las leyes de la naturaleza, sino por
la voluntad del Creador Todopoderosos, quien pudo tan fácilmente detener a la
luna, como ocurrió, quieta ante el sol, sin moverse ni más rápido ni más lento
que el sol, como pudo traer la luna de modo extraordinario y con gran velocidad
desde su posición al Este del sol, y luego de tres horas hacerla regresar a su
lugar en los cielos. Finalmente, un eclipse del son no podría haber sido
percibido en el mismo momento en todas partes del mundo, pues la luna es más
pequeńa que la tierra y mucho más pequeńa que el sol. Esto es
ciertísimo en relación a la simple interposición de la luna; pero lo que la
luna no podía hacer por sí misma, lo hizo el Creador del sol y de la luna, con
tan sólo dejar de cooperar con el sol en la iluminación del globo. Y,
nuevamente, no puede ser cierto, como algunos supones, que estas tinieblas
universales fueran causadas por nubes densas y oscuras, pues es evidente, por
la autoridad de los antiguos, que durante este eclipse y tinieblas las
estrellas brillaron en el cielo y nubes densas habrían oscurecido no sólo al
sol, sino también la luna y las estrellas.
Son varias las razones
dadas por las que Dios deseó estas tinieblas universales durante la Pasión de
Cristo. Hay dos especiales entre ellas. Primero, para mostrar la verdadera
ceguera del pueblo judío, como nos lo cuenta San León en su décimo sermón sobre
la Pasión de nuestro Seńor, y esta ceguera de los judíos dura hasta este
momento, y seguirá durando, según la profecía de Isaías:
“ˇArriba,
resplandece, oh Jerusalén, que ha llegado tu luz, y la gloria del Seńor ha
amanecido sobre ti! Pues mira cómo la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube
a los pueblos”[161]: la
más densa oscuridad, sin duda, cubrirá al pueblo de Israel, y una espesa nube
más ligera y fácilmente disipable cubrirá a los gentiles. La segunda razón, tal
como lo enseńa San Jerónimo, fue para mostrar la inmensa magnitud del
pecado de los judíos. En efecto, antes, hombres perversos solían hostigar,
perseguir y matar a los buenos; ahora, hombres impíos se atrevieron a perseguir
y crucificar a Dios mismo, quien había asumido nuestra naturaleza humana. Antes
los hombres discutían unos con otros; de las disputas pasaban a las
maldiciones; y de las maldiciones a la sangre y el asesinato; ahora siervos y
esclavos se han levantado contra el Rey de los hombres y de los ángeles, y con
una inaudita audacia lo han clavado en una Cruz. Por tanto, el mundo entero se
ha llenado de horror, y para mostrar cuánto detesta semejante crimen, el sol ha
retirado sus rayos y ha cubierto el universo con una terrible oscuridad.
Pasemos ahora a la
interpretación de las palabras del Seńor: “ˇElí, Elí! żlemá
sabactaní?”. Estas palabras están tomadas del Salmo 21: “Dios mío, Dios mío,
mírame, żpor qué me has abandonado?”[162]. Las palabras “mírame”, que aparecen a la
mitad del versículo, fueron ańadidas por los Setenta intérpretes, pero en
el texto hebreo sólo se encuentran las palabras que nuestro Seńor
pronunció. Debemos resaltar que los Salmos fueron escritos en hebreo, y las
palabras pronunciadas por Cristo estaban en parte en siriaco, que era el
lenguaje entonces en uso entre los judíos. Estas palabras: “Talitá kum --
Muchacha, a ti te digo, levántante”, y “Effatá -- Ábrete”, así como otras
palabras en el Evangelio son siriacas y no hebreas. Nuestro Seńor entonces
se queja de haber sido abandonado por Dios, y se queja gritando con fuerte voz.
Estas dos circunstancias deben ser brevemente explicadas. El abandono de Cristo
por su Padre puede ser interpretado de cinco maneras, pero hay una sola que es
la verdadera interpretación. Pues, en efecto, hubo cinco uniones entre el Padre
y el Hijo: una, la unión natural y eterna de la Persona el Hijo en esencia; la
segunda, el nuevo lazo de unión de la Naturaleza Divina con la naturaleza
humana en la Persona del Hijo, o lo que es lo mismo, la unión de la Persona
Divina del Hijo con la naturaleza humana; la tercera era la unión de gracia y
voluntad, pues Cristo como hombre era un hombre “lleno de gracia y de verdad”[163], como lo atestigua en
San Juan: “yo hago siempre lo que le agrada a él”[164], y de Él lo dijo el Padre: “Este es mi
Hijo amado, en quien me complazco”[165].
La cuarta fue la unión de gloria, pues el alma de Cristo gozó desde el momento
de la concepción de la visión beatífica; la quinta fue la unión de protección a
la que se refiere cuando dice: “y el que me ha enviado está conmigo, no me ha
dejado solo”[166]. El
primer tipo de unión es inseparable y eterno, pues se funda en la Esencia
Divina, y así dice nuestro Seńor: “Yo y el Padre somos uno”[167]; y por tanto no dijo Cristo: “Padre mío,
żpor qué me has abandonado?”, sino “Dios mío, żpor qué me has
abandonado?”. Pues el Padre es llamado el Dios del Hijo sólo después de la
Encarnación y por razón de la Encarnación. El segundo tipo de unión no ha sido
ni jamás puede ser disuelto, pues lo que Dios ha asumido una vez no puede jamás
dejarlo de lado y por eso dice el Apóstol: “El que no se perdonó ni a su propio
hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”[168]; y, San Pedro, “Cristo padeció por
nosotros”, y “Ya que Cristo padeció en la carne”[169]: todo lo cual prueba que no quien fue
crucificado no fue meramente un hombre, sino el verdadero Hijo de Dios, y
Cristo el Seńor. El tercer tipo de unión también existe aún y existirá
siempre: “Pues también Cristo murió una sola vez por nuestros pecados, el justo
por los injustos”[170],
tal como lo expresa San Pedro; pues para ningún provecho nos habría sido la
muerte de Cristo si esta unión de gracia se hubiese disuelto. La cuarta unión
no pudo ser interrumpida, pues la beatitud del alma no puede perderse, ya que
comprende el goce de todo bien, y la parte superior del alma de Cristo estaba
verdaderamente feliz[171].
Queda entonces solamente
la unión de protección, que fue quebrada por un breve periodo, para dar tiempo
a la oblación del sacrificio de sangre para la redención del mundo. En efecto,
Dios Padre pudo en varias maneras haber protegido a Cristo, y haber impedido la
Pasión, y por este motivo dice Cristo en su Oración en el Huerto: “Padre, todo
es posible para ti; aparte de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino
lo que quieras Tú”[172]:
y nuevamente a San Pedro: “żO piensas que no puedo yo rogar a mi Padre,
que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?”[173]. Asimismo, Cristo como
Dios pudo haber salvado del sufrimiento su Cuerpo, pues dice “Nadie me la quita
[mi vida]; yo la doy voluntariamente”[174]
y esto es lo que había profetizado Isaías: “Fue ofrecido por su propia
voluntad”[175].
Finalmente, el Alma bendita de Cristo puedo haber transmitido al Cuerpo el don
de la impasibilidad y de la incorrupción; pero le plugo al Padre, y al Verbo, y
al Espíritu Santo, para que se cumpliese el decreto de la Santa Trinidad,
permitir que el poder del hombre prevalezca temporalmente contra Cristo. Pues
esta era la hora a la que se refería Cristo cuando dijo a los que venían a
aprehenderlo:
“Esta es vuestra hora y
el poder de las tinieblas”[176].
Así entonces, Dios abandonó a su Hijo cuando permitió que su Carne humana
sufriese tan crueles tormentos sin consuelo alguno, y Cristo manifestó este
abandono gritando con voz fuerte para que todos puedan conocer la inmensidad
del precio de nuestra redención, pues hasta esa hora había Él soportado todos
sus tormentos con tanta paciencia y ecuanimidad que apareciese casi como libre
de la capacidad de sentir. No se quejó Él de los judíos que lo acusaron, ni de
Pilato que lo condenó, ni de los soldados que lo crucificaron. No gimió; no
gritó; no dio ningún signo exterior de su sufrimiento; y ahora, a punto de
morir, para que la humanidad pueda entender, y nosotros, sus siervos, podamos
recordar una gracia tan inmensa, y el valor del precio de nuestra redención,
quiso declarar públicamente el gran sufrimiento de su Pasión. Por eso estas
palabras “Dios mío, żpor qué me has abandonado?”. no son palabras de
alguien que acusa, o que reprocha, o que se queja, sino, como he dicho, son
palabras de Alguien que declara la inmensidad de su sufrimiento por la mejor de
las causas, y en el más oportuno de los momentos.
[159] Mt 27,45.46.
[160] Lc 23,44.
[161] Is 60,1.2.
[162] Sal 21,1.
[163] Jn 1,14.
[164] Jn 8,29.
[165] Mt 3,17.
[166] Jn 8,29.
[167] Jn 10,30.
[168] Rom 8,32.
[169] 1Pe 2,21; 4,1.
[170] 1Pe 3,18.
[171] S.Th., III, q. 46, a.
8.
[172] Mc 14,36.
[173] Mt 26,53.
[174] Jn 10,18.
[175] Is 53,7.
[176] Lc 22,53.
Hemos explicado
brevemente lo relativo a la historia de la cuarta palabra: nos toca ahora recoger
algunos frutos del árbol de la Cruz. El primer pensamiento que se presenta es
que Cristo quiso apurar el cáliz de su Pasión hasta lo último. Permaneció en la
Cruz por tres horas, desde la hora sexta hasta la nona. Permaneció por tres
horas enteras y completas, incluso por más de tres horas, pues fue pegado a la
Cruz antes de la hora sexta, y no quiso morir hasta la hora nona, como se
prueba a continuación. El eclipse de sol comenzó a la hora sexta, como lo
muestran los tres Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas; San Marcos dice
expresamente: “Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta
la hora nona”[177]. Ahora
bien, nuestro Seńor pronunció sus tres primeras palabras en la Cruz antes
que se iniciase la oscuridad, y por lo tanto antes de la hora sexta. San Marcos
explica esta circunstancia más claramente diciendo: “Era la hora tercia cuando
le crucificaron”; y ańadiendo poco después: “Llegada la hora sexta, hubo
oscuridad”[178]. Cuando dice
que nuestro Seńor fue crucificado en la hora tercia, quiere indicar que
fue clavado en la Cruz antes del fin de esa hora, y por lo tanto antes del
inicio de la hora sexta. Debemos notar aquí que San Marcos habla de las horas
principales, cada una de las cuales contenía tres horas ordinarias, tal como el
propietario llamó a sus vińadores en las horas primera, tercia, sexta,
nona y undécima[179]. Por
tanto San Marcos dice que nuestro Seńor fue crucificado en la hora tercia,
pues la hora sexta no había llegado aún.
Nuestro Seńor quiso
entonces beber el cáliz lleno y rebosante de su Pasión para enseńarnos a
amar el cáliz amargo del arrepentimiento y el esfuerzo, y a no amar la copa de
las consolaciones y los placeres mundanos. Según la ley de la carne y el mundo,
debemos escoger pequeńas mortificaciones, pero grandes indulgencias; poco
trabajo, pero mucha alegría; tomar poco tiempo para nuestras oraciones, pero
largo tiempo para conversaciones ociosas. En verdad no sabemos lo que pedimos,
pues el Apóstol advierte a los Corintios: “cada cual recibirá el salario según
su propio trabajo”[180];
y nuevamente: “no recibe la corona si no ha competido según el reglamento”[181]. La felicidad eterna
debe ser la recompensa del trabajo eterno, pero puesto que no podríamos
disfrutar jamás de la felicidad eterna su nuestro trabajo aquí tuviese que ser
eterno, nuestro Seńor queda satisfecho si durante la vida que pasa como
una sombra nos esforzamos por servirlo por el ejercicio de las buenas obras;
por otro lado, los que pasan su corta vida ociosamente o, lo que es peor,
pecando y provocando la ira de Dios, no son hijos sino nińos que no tienen
corazón, ni entendimiento, ni juicio. Pues si era necesario que Cristo
padeciera y entrara así en su gloria[182],
cómo podremos entrar en una gloria que no es nuestra perdiendo el tiempo detrás
de los placeres y la gratificación de la carne? Si el significado del Evangelio
fuese oscuro, y pudiese ser entendido solamente luego de arduo esfuerzo, tal
vez habría alguna excusa; pero su significado ha sido puesto de modo tan
sencillo con el ejemplo de la vida de Aquel que lo predicó primero, que ni el
ciego puede equivocarse en percibirlo. Y la enseńanza de Cristo no ha sido
ejemplificada sólo con su propia vida, sino que han habido tantos comentarios a
su doctrina al alcance de todos, como han habido apóstoles, mártires,
confesores, vírgenes y santos, cuyas alabanzas y triunfos celebramos día a día.
Y todos estos proclaman fuertemente que no a través de muchos placeres, sino “a
través de muchas tribulaciones” nos es necesario “entrar en el Reino de Dios”[183].
[177] Mc 15,33.
[178] Mc 15,25.
[179] Mt 20.
[180] 1Cor 3,8.
[181] 2Tim 2,5.
[182] Lc 24,26.
[183] Hch 14,22.
Otro fruto, y muy
provechoso, puede ser obtenido por la consideración del silencio de Cristo
durante esas tres horas que transcurrieron entre la hora sexta y la nona. Pues,
oh alma mía, żqué fue lo que hizo tu Seńor durante esas tres horas?
El horror y la oscuridad universal habían cubierto el mundo, y tu Seńor
estaba reposando, no en una suave cama, sino en una Cruz, desnudo, sobrecargado
de dolores, sin nadie que lo consuele. Tú, Seńor, que eres el único que
sabe lo que sufriste, enseńa a tus siervos a entender cuánta gratitud te
deben, para que participen contigo de tus lágrimas, y para que sufran por tu
amor, si es tu parecer, la pérdida de todo tipo de consuelo en este su lugar de
exilio.
“Oh hijo mío, durante el
curso entero de mi vida mortal, que no fue otra cosa que continuo trabajo y
dolor, no experimenté jamás tanta angustia como durante esas tres horas, ni
sufrí jamas con mayor buena voluntad que entonces. Pues entonces, por la
debilidad de mi Cuerpo, mis Heridas se abrían cada vez más, y la amargura de
mis dolores se acrecentaba. También entonces, el frío, que aumentaba por la
ausencia del sol, hizo aún mayores los sufrimientos de mi desnudo Cuerpo desde
la cabeza hasta los pies. También entonces, la oscuridad misma que impedía la
vista del cielo, de la tierra y de todo lo demás, como que forzó mis
pensamientos a detenerse tan sólo en los tormentos de mi Cuerpo, de modo que de
así estas tres horas parecieron ser tres ańos. Pero ya que mi Corazón
estaba inflamado con un anhelante deseo de honrar a mi Padre, de mostrarle mi
obediencia, y de procurar la salvación de vuestras almas, y los dolores de mi
cuerpo se acrecentaban tanto más cuanto este deseo iba siendo saciado, así
estas tres horas parecieron ser tan sólo tres pequeńos momentos, así de
grande fue mi amor al sufrir”.
“Oh querido Seńor,
habiendo sido ése el caso, somos muy ingratos si tratamos de pasar una hora
pensando en tus dolores, cuando tú no vacilaste en pender de una Cruz por
nuestra Salvación durante tres horas completas, en la aterradora oscuridad, el
frío y la desnudez, sufriendo una incontenible sed y punzadas aún más amargas.
Pero, Tú que amas a los hombres, te pido me respondas esto. żPudo la
vehemencia de tus sufrimientos apartar por un sólo momento tu Corazón de la
oración durante esas tres largas y silentes horas? Pues cuando nosotros pasamos
dificultad, especialmente si sufrimos un dolor corporal, encontramos una gran
dificultad para orar”.
“No ocurrió eso conmigo,
hijo mío, pues en un Cuerpo débil tenía Yo un Alma lista para la oración. Efectivamente,
durante esas tres horas, cuando no salió una sola palabra de mis labios, oré y
supliqué al Padre por ti con mi Corazón. Y oré no sólo con mi Corazón, sino
también con mis Heridas y con mi Sangre. Pues había tantas bocas clamando por
ti ante el Padre como Heridas había en mi Cuerpo, y mis Heridas eran muchas; y
había tantas lenguas pidiendo y rogando por ti ante el mismo Padre, que es tu
Padre y mi Padre, como había gotas de Sangre cayendo al suelo”.
“Ahora finalmente,
Seńor, has abatido del todo la impaciencia de tu siervo, quien si
eventualmente busca rezar lleno de trabajos, o cargado con aflicciones, apenas
puede levantar su mente a Dios para rezar por sí mismo; o si por tu gracia
consigue levantar su mente, no puede mantener fija su atención, sino que sus
pensamientos se vuelven errantes hacia su trabajo o su dolor. Por tanto,
Seńor, ten piedad de este siervo tuyo por tu gran misericordia, para que
imitando el gran ejemplo de tu paciencia pueda caminar por tus huellas y
aprender a desdeńar sus leves aflicciones, al menos durante su oración”.
Cuando nuestro
Seńor exclamó en la Cruz: “Dios mío, Dios mío, żpor qué me has abandonado?”,
Él no ignoraba la razón por la cual Dios lo había abandonado. żQué podía
ignorar quien conocía todas las cosas? Y así San Pedro, cuando nuestro
Seńor le preguntó “Simón, hijo de Juan, żme amas más que estos?”,
respondió, “Seńor, tu sabes todas las cosas: tu sabes que te amo”[184]. Y el Apóstol San
Pablo, hablando de Cristo, dice, “En quien están escondidos todos los tesoros
de la sabiduría y el conocimiento”[185].
Cristo por lo tanto preguntó, no para aprender algo, sino para alentarnos a
preguntar, de manera que buscando y encontrando podamos aprender muchas cosas
que nos serán útiles e incluso quizás necesarias. żPor qué, entonces, Dios
abandonó a su Hijo en medio de sus pruebas y de su amarga angustia? Cinco
razones se me presentan, y éstas las mencionaré para que aquellos que son más
sabios que yo puedan tener la oportunidad de investigar otras mejores y más
útiles.
La primera razón que se
me presenta es la grandeza y la multitud de los pecados que la humanidad ha
cometido contra su Dios, y que el Hijo de Dios asumió para expiarlos en su
propia Carne: “El mismo”, escribe Pedro, “que llevó nuestros pecados en su
Cuerpo sobre el árbol; a fin de que nosotros, estando muertos a los pecados,
vivamos para la justicia; por cuyas heridas vosotros fuisteis curados”[186]. En efecto, la
grandeza de las ofensas que Cristo asumió para expiar es en cierto sentido
infinita, por razón de la Persona de infinita majestad y excelencia que ha sido
ofendida; pero, por otro lado, la Persona de Aquel que expía, Persona que es el
Hijo de Dios, es también de infinita majestad y excelencia, y por consiguiente
cada sufrimiento voluntariamente tomado por el Hijo de Dios, incluso si hubiese
derramado tan sólo una gota de su Sangre, habría sido una expiación suficiente.
Con todo quiso Dios que su Hijo tuviera que sufrir innumerables tormentos y los
más duros dolores, porque nosotros habíamos cometido no una sino numerosas
ofensas, y el Cordero de Dios, que quitó los pecados del mundo, tomó sobre sí
no sólo el pecado de Adán, sino todos los pecados de toda la humanidad. Esto se
ve en ese abandono del que el Hijo se queja al Padre: “żPor qué me has
abandonado?”. La segunda razón es la grandeza y la multitud de las penas del
infierno, y el Hijo de Dios muestra cuán grandes son al querer apagarlos con
los torrentes de su Sangre. El profeta Isaías nos enseńa qué tan terribles
son, que son completamente intolerables, cuando pregunta: “żQuién de
ustedes puede habitar con el fuego devorador? żQuién de ustedes podrá
habitar con llamas eternas?”[187].
Demos, entonces, gracias con todo nuestro corazón a Dios, quien consintió
abandonar por un momento a su Único Hijo a los más grandes tormentos, para
liberarnos de las llamas que serían eternas. Démosle gracias, también, desde el
fondo de nuestro corazón al Cordero de Dios, que prefirió ser abandonado por
Dios bajo su espada castigadora que abandonarnos a nosotros a los dientes de
aquella bestia que siempre roerá y nunca estará satisfecha de roernos.
La tercera razón es el
alto valor de la gracia de Dios, que es esa perla tan preciosa que obtuvo
Cristo, el mercader sabio, vendiendo todo lo que tenía, y nos la devolvió a
nosotros. La gracia de Dios, que nos fue dada en Adán, y que perdimos a través
del pecado de Adán, es una piedra tan preciosa que mientras adorna nuestras
almas y las hace agradables a Dios, es también una prenda de la felicidad
eterna. Nadie podía devolvernos esa piedra preciosa, que era la joya de
nuestras riquezas y de la cual la astucia de la serpiente nos había privado,
sino el Hijo de Dios, quien venció por su sabiduría la maldad del demonio, y
quien nos la devolvió al gran costo de sí mismo, ya que soportó tantas penas y
dolores. Prevaleció la obediencia del Hijo, que tomó sobre sí el más penoso
peregrinaje para recuperarnos esa joya preciosa. La cuarta causa fue la inmensa
grandeza del reino de los cielos, que el Hijo de Dios nos abrió con su inmensa
fatiga y sufrimiento, a quien la Iglesia canta agradecida, “Cuando venciste el
aguijón de la muerte, abriste el reino de los cielos a los creyentes”. Pero
para conquistar el aguijón de la muerte fue necesario sostener un duro combate
con la muerte, y para que el Hijo de Dios pudiera triunfar lo más gloriosamente
posible en este combate, fue abandonado por su Padre. La quinta causa fue el
inmenso amor que el Hijo de Dios tenía por su Padre. Pues en la redención del
mundo y en la extirpación del pecado, Él se propuso hacer una satisfacción abundante
y superabundante en honor de su Padre. Y esto no podría haber sido hecho si el
Padre no hubiese abandonado al Hijo, esto es, si no le hubiese permitido sufrir
todos los tormentos que pudieran ser ideados por la malicia del demonio, o
pudieran ser soportados por un hombre. Si, por lo tanto, alguien pregunta por
qué Dios abandonó a su Hijo en la Cruz cuando estaba sufriendo tan extremados
tormentos, nosotros podemos responder que Él fue abandonado para
enseńarnos la inmensidad del pecado, la inmensidad del infierno, la
inmensidad de la gracia Divina, la inmensidad de la vida eterna, y la
inmensidad del amor que el Hijo de Dios tuvo por su Padre. De estas razones
surge otra pregunta: żPor qué, entonces, ha mezclado Dios el cáliz del
sufrimiento de los mártires con una consolación espiritual tal que prefieren
beber su cáliz endulzado con estas consolaciones a estar sin sufrimiento ni
consolación, y permitió a su querido y amado Hijo beber hasta el final el cáliz
amargo de su sufrimiento sin ninguna consolación? La respuesta es que en el
caso de los mártires no se verifica ninguna de las razones que hemos dado
arriba con respecto a nuestro Seńor.
[184] Jn 21,17.
[185] Col 2,3.
[186] 1Pe 2,24.
[187] Is 33,14.
Otro fruto debe ser
recogido, no tanto de la cuarta palabra en sí misma como de las circunstancias
del tiempo en el cual fue pronunciada: esto es, de la consideración de la
terrible oscuridad que precedió inmediatamente a la enunciación de esta
palabra. La consideración de esta oscuridad sería lo más apropiado, no sólo
para ilustrar a la nación hebrea, sino para fortalecer a los cristianos mismos
en la fe, si consideran seriamente la fuerza de las verdades que nos proponemos
encontrar en ella.
La primera verdad es que
mientras Cristo estaba en la Cruz el sol estaba oscurecido de tal manera que
las estrellas eran tan visibles como lo son de noche. Este hecho es garantizado
por cinco testigos, dignos de toda credibilidad, quienes eran de distintas
naciones y escribieron sus libros en tiempos distintos y en lugares distintos,
de tal manera que sus escritos no pudieron ser el resultado de comparación o
conspiración alguna. El primero es San Mateo, un judío, quien escribió en
Judea, y fue uno de aquellos que vio el sol oscurecerse. Ahora bien,
ciertamente un hombre de este cuidado y prudencia no hubiera escrito lo que
escribió, y en la ciudad de Jerusalén como es probable, a menos que el hecho
que describió hubiese sido verdadero. De otra manera hubiese sido ridiculizado
y objeto de burla para los habitantes de la ciudad y del país por haber escrito
algo que todos sabían era falso. Otro testigo es San Marcos, quien escribió en
Roma; también él vio el eclipse, pues se encontraba en Judea en ese tiempo con
los demás discípulos de nuestro Seńor. El tercero es San Lucas, quien era
griego y escribió en griego: también él vio el eclipse en Antioquía. Como
Dionisio Areopagita lo vio en Heliópolis, en Egipto, San Lucas pudo verlo más
fácilmente en Antioquía, que está más cerca de Jerusalén que Heliópolis. Los
testigos cuarto y quinto son Dionisio y Apolófanes, ambos griegos y en ese
tiempo gentiles, quienes claramente afirman que vieron el eclipse y se llenaron
de asombro ante él. Estos son los cinco testigos que dan testimonio del hecho
porque lo vieron. A su autoridad debemos ańadir la de los Anales de los
Romanos y la de Flegon, el cronista del emperador Adriano, como hemos mostrado
arriba en el primer capítulo. Por consiguiente esta primera verdad no puede ser
negada por Judíos o Paganos sin gran temeridad. En medio de los cristianos es
considerada parte de la fe católica.
La segunda verdad es que
este eclipse sólo pudo ser ocasionado por el grandísimo poder de Dios: que por
lo tanto no pudo ser el trabajo del demonio, o de los hombres a través de la
mediación del demonio, sino que procedió de la especial Providencia y voluntad
de Dios, el Creador y Soberano del mundo. La prueba es ésta. El sol sólo pudo
ser eclipsado por uno de estos tres métodos: ya sea por la interposición de la
luna entre el sol y la tierra; o por alguna nube grande y densa; o a través de
la absorción o extinción de los rayos del sol. La interposición de la luna no
pudo haber ocurrido por las leyes de la naturaleza, ya que era la Pascua de los
judíos y la luna estaba llena. El eclipse entonces debió haber ocurrido o sin
la interposición de la luna, o la luna, por algún milagro grande y
extraordinario, debió haber pasado en unas pocas horas sobre un espacio que
naturalmente le tomaría catorce días completar, y luego por la repetición del
milagro habría retornado a su lugar natural. Ahora bien, es admitido por todos
que sólo Dios puede influenciar los movimientos de las esferas celestes, porque
el demonio tiene sólo poder en este globo, y así el Apóstol llama a Satanás “el
príncipe de los poderes de este aire”[188].
El eclipse del sol no
pudo haber ocurrido por el segundo método, pues una densa y gruesa nube no
podría esconder los rayos del sol sin al mismo tiempo ocultar las estrellas. Y
tenemos la autoridad de Flegon para decir que durante este eclipse las
estrellas eran tan visibles en el cielo como lo son durante la noche. Y
respecto al tercer método, debemos recordar que los rayos del son no pudieron
ser absorbidos o extinguidos sino sólo por el poder de Dios quien creó el sol.
Por lo tanto esta segunda verdad es tan cierta como la primera, y no puede ser
negada sin un grado igual de temeridad.
La tercera verdad es que
la Pasión de Cristo fue la causa del eclipse que fue realizado por la especial
Providencia de Dios, y es probada por el hecho de que la oscuridad ensombreció
la tierra justo el tiempo que nuestro Seńor permaneció vivo en la Cruz,
esto es, desde la hora sexta hasta la nona. Atestiguan esto todos los que
hablan del eclipse; y no podría haber ocurrido que un eclipse en sí mismo
milagroso coincidiese por casualidad con la Pasión de Cristo. Pues los milagros
no son producto de la casualidad, sino del poder de Dios. Y no conozco de
ningún autor que haya asignado otra causa a este eclipse tan maravilloso. Así
pues, quienes conocen a Cristo reconocen que fue realizado en atención a Él, y
quienes no lo conocen confiesan su ignorancia de su causa, pero permanecen en
admiración ante el hecho.
La cuarta verdad es que
una oscuridad tan terrible sólo podría haber mostrado que la sentencia de
Caifás y Pilato era injustísima, y que Jesús era el Hijo único y verdadero de
Dios, el Mesías prometido a los judíos. Esta fue la razón por la que los judíos
pedían su muerte. Pues cuando en el consejo de los Sacerdotes, los Escribas y
los Fariseos el Sumo Sacerdote vio que la evidencia presentada contra Él no
probaba nada, se levantó y dijo: “Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si
tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”.
Y cuando nuestro
Seńor reconoció y confesó que sí lo era, aquél “rasgó sus vestidos y dijo:
"ˇHa blasfemado! żQué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis
de oír la blasfemia. żQué os parece?" Respondieron ellos diciendo: "Es
reo de muerte"”[189].
Nuevamente cuando estaba ante Pilato, quien deseaba liberarlo, los Sumos
Sacerdotes y el pueblo gritaban: “Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe
morir, porque se tiene por Hijo de Dios”[190]. Este fue el principal motivo por el que
Cristo nuestro Seńor fue condenado a la muerte de la Cruz, y esto había
sido profetizado por el profeta Daniel cuando dijo: “el Cristo será suprimido,
y el pueblo que lo niegue no será suyo”[191]. Por esta causa, entonces, Dios permitió que durante la
Pasión de Cristo una horrible oscuridad se esparza sobre el mundo entero, para
mostrar con total claridad que el Sumo Sacerdote estuvo equivocado, que el
pueblo judío estuvo equivocado, que Herodes estuvo equivocado, y que el que
estuvo colgado de la Cruz era su único Hijo, el Mesías. Y cuando el centurión
vio estas manifestaciones celestiales exclamó: “Verdaderamente éste era Hijo de
Dios”[192]; y nuevamente,
“Ciertamente este Hombre era justo”[193].
Pues el centurión reconoció en tales signos celestiales la voz de Dios anulando
la sentencia de Caifás y de Pilato, y declarando que este Hombre era condenado
a muerte en contra de la ley, pues era el Autor de la vida, el Hijo de Dios, el
Cristo prometido. Pues qué otra cosa podría haber significado Dios con esta
oscuridad, con la secreta separación de las rocas y el rasgarse el velo del
Templo, sino que se estaba apartando de un pueblo que una vez fue el suyo, y estaba
airado con gran ira pues no habían conocido el tiempo de su visita.
Ciertamente si los
judíos considerasen estas cosas, y al mismo tiempo volviesen su atención al
hecho de que desde ese día fueron dispersados por todas las naciones, no
tuvieron ya ni reyes ni pontífices, ni altares, ni sacrificios, ni profetas,
deberían concluir que han sido abandonados por Dios y, lo que es peor, que se
han sido entregados a un sentido corrupto, y que se cumple en ellos ahora lo
que Isaías profetizó cuando presentó al Seńor diciendo: “Escuchad bien,
pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis. Enceguece el corazón de ese
pueblo y hazlo duro de oídos, y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos y
oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y lo cure”[194].
[188] Ef 2,2.
[189] Mt 26,63.65.66.
[190] Jn 19,7.
[191] Dan 9,26.
[192] Mt 27,54.
[193] Lc 23,47. [194] Is 6,9-10.
En las tres primeras
palabras Cristo nuestro Maestro nos ha recomendado tres grandes virtudes:
caridad para con nuestros enemigos, amabilidad para los que sufren, y afecto
por nuestros padres. En las cuatro últimas palabras nos recomienda cuatro
virtudes, ciertamente no más excelentes, pero aún así no menos necesarias para
nosotros: humildad, paciencia, perseverancia y obediencia. En efecto, de la
humildad, que puede ser llamada la virtud característica de Cristo, pues no se
ha hecho mención de ella en los escritos de los sabios de este mundo, nos dio
Él ejemplo por medio de sus acciones durante el transcurso completo de su vida
y con selectas palabras se mostró como el Maestro de la virtud cuando dijo:
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón”[195]. Pero en ningún momento nos alentó más
claramente a la práctica de esta virtud, y junto con ella a la de la paciencia,
que no puede ser separada de la humildad, que cuando exclamó “Dios mío, Dios
mío, żpor qué me has abandonado?”. Pues Cristo nos muestra con estas
palabras que con el consentimiento de Dios, tal como lo atestiguaron las
tinieblas, se había oscurecido toda su gloria y su excelencia, y nuestro
Seńor no podría haber soportado esto si no hubiese poseído la virtud de la
humildad en el grado más heroico.
La gloria de Cristo, de
la que nos escribe San Juan al inicio de su Evangelio --“Vimos su gloria,
gloria como de Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”[196]--, consistía en su
Poder, su Rectitud, su Justicia, su real Majestad, la felicidad de su Alma, y
la dignidad divina de la que gozaba como el verdadero y real Hijo de Dios. Las
palabras “Dios mío, Dios mío, żpor qué me has abandonado?”, muestran que
su Pasión echó un velo sobre todos estos dones. Su Pasión echó un velo sobre su
poder, pues cuando estuvo clavado en la Cruz aparecía tan impotente que los
Sumos Sacerdotes, los soldados y el ladrón se burlaban de su debilidad
diciendo: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz; Él que salvó a otros, a sí
mismo no puede salvarse”[197].
ˇCuánta paciencia, cuánta humildad le fue necesaria a Él que era Todopoderoso,
para no responder ni una palabra a semejantes mofas! Su Pasión echó un velo
sobre su Sabiduría, pues ante el Sumo Sacerdote, ante Herodes, ante Pilato,
estuvo como privado de entendimiento y respondió sus preguntas con el silencio,
de modo tal que “Herodes, con su guardia, después de despreciarle y burlarse de
él, le puso un espléndido vestido”[198].
ˇCuánta paciencia, cuánta humildad, le fue necesaria a quien era no sólo
más sabio que Salomón, sino que era la Sabiduría misma de Dios, para tolerar
tales ultrajes! Su Pasión echó un velo sobre la rectitud de su vida, pues fue
clavado a una Cruz entre dos ladrones, como un embustero del pueblo, y un
usurpador de un reino ajeno. Y Cristo confesó que el haber sido abandonado por
su Padre parecía proyectar un mayor resplandor a la gloria de su vida inocente.
“żPor qué me has abandonado?”. Pues Dios no suele abandonar a los hombres
rectos sino a los perversos. En efecto, todo hombre orgulloso tiene particular
cuidado para evitar decir algo que pueda llevar a sus oyentes a deducir que ha
sido menospreciado. Pero los hombres humildes y pacientes, cuyo Rey es Cristo,
aprovechan diligentemente toda ocasión de practicar su humildad y su paciencia,
con tal que al hacerlo no violen la verdad. ˇCuánta paciencia, cuánta
humildad le fue necesaria para soportar semejantes insultos, especialmente a
Aquel de quien San Pablo dice: “Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía:
santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por
encima de los cielos”[199].
Esta Pasión proyecta tal velo sobre su real Majestad que tenía una corona de
espinas por diadema, una cańa como cetro, un patíbulo como cámara de
audiencia, dos ladrones como sus reales huéspedes. ˇCuánta paciencia
entonces, cuánta humildad le fue necesaria a quien era el verdadero Rey de
reyes, Seńor de seńores, y Príncipe de los reyes de este mundo!
żQué diré de la alegría de corazón de la que Cristo gozó desde el momento
mismo de su concepción, y de la que, si hubiese querido, podría haber hecho
participar a su Cuerpo? żQué velo echó su Pasión sobre la gloria de su
felicidad, pues lo hizo, como dice Isaías, “Despreciable, y desecho de hombres,
Varón de dolores, y colmado de injurias”[200], de modo que en la grandeza de su
sufrimiento gritó: “Dios mío, Dios míos, żpor qué me has abandonado?”? En
fin, su Pasión oscureció tanto la poderosa dignidad de su Persona Divina que
Aquel que se sienta no sólo por encima de todos los hombres, sino por encima de
los mismos Ángeles, pudo decir “Pero soy un gusano y no hombre, la vergüenza de
los hombres, y el asco del pueblo”[201].
Cristo, entonces,
descendió en su Pasión al abismo mismo de la humildad, pero esta humildad tuvo
su recompensa y su gloria. Lo que nuestro Seńor había prometido tan a
menudo de que “el que se humilla será ensalzado”, nos dice el Apóstol que fue
ejemplificado en su propia Persona. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta
la muerte y muerte de Cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos”[202]. Así, quien parecía ser el menor de los
hombres es declarado ser el primero, y una pequeńa y como pasajera
humillación ha sido seguida por una gloria que será eterna. Así ha ocurrido con
los Apóstoles y los Santos. San Pablo dice de los Apóstoles: “Hemos venido a
ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos”[203], esto es, los compara
a las cosas más viles que son holladas bajo los pies. Así fue su humildad.
żCuál es su gloria? San Juan Crisóstomo nos dice que los apóstoles están
sentados ahora en el cielo, cerca al trono mismo de Dios, donde los querubines
lo alaban y los serafines lo obedecen. Ellos están asociados con los grandes
príncipes de la corte celestial. Y estarán allí por siempre. Si los hombres
considerasen cuán glorioso es imitar en esta vida la humildad del Hijo de Dios,
y viesen a cuánta gloria los conduciría esta humildad, encontraríamos muy pocos
hombres orgullosos. Pero puesto que la mayoría de los hombres miden todo con
sus sentidos y con consideraciones humanas, no debemos sorprendernos si el número
de los humildes es pequeńo, y el de los orgullosos infinito.
[195] Mt 11,29.
[196] Jn 1,14.
[197] Mc 27,40-42.
[198] Lc 23,11.
[199] Hb 7,26.
[200] Is 53,3.
[201] Sal 21,7.
[202] Flp 2,8-10.
[203] 1Cor 4,13.
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