Jaime Balmes: La virtud de la humildad
Carta a un escéptico, de Jaime Balmes
Voy a
responder a las dificultades que me propone usted sobre una de las virtudes
más encarecidas por la religión cristiana. La humildad es cosa sobre la cual
es lícito hablar sin rodeos, no habiendo el peligro de que una palabra poco
mesurada haga salir los colores al rostro.
Algo
volteriano está usted cuando hablando
la virtud de la humildad y le aplica irónicamente el dictado de sublime
que los cristianos nos complacemos en tributarle. Según parece, se ha
formado usted ideas muy equivocadas sobre la naturaleza de dicha virtud,
pues que llega a asegurar que, por más que lo desease, le sería imposible el
ser humilde a la manera que lo exigen los libros de mística, por la sencilla
razón de que no cree permitido el engañarse a sí mismo y de que, cuando se
esforzase en ello, tampoco le sería dable conseguirlo. Gana de reír me ha
dado el que usted se imagine haberme propuesto una dificultad insoluble con
aquello de que no le es posible persuadirse que sea el más estúpido entre
los hombres, pues que está viendo tantos otros que evidentemente no poseen
los pocos o muchos conocimientos que a usted le han proporcionado la
educación y la instrucción, ni tampoco que sea el más perverso entre los
mortales, supuesto que ni roba, ni asesina, ni comete otros actos a que se
arrojan algunos semejantes, y que, sin embargo, si escuchamos la doctrina de
los místicos, ésta es la perfección de la humildad y a ella llegaron los
santos más distinguidos, más adelantados en esta virtud. No tengo tampoco
inconveniente en que usted no se encuentre de humor para andarse, como dice,
por esas calles haciendo el loco con el fin de que los demás le desprecien y
tener así ocasión de ejercer la humildad; pero lo que extraño es que tales
argumentos los repute usted por invencibles y que cante de antemano la
victoria, intimándome que, o es preciso tragar los absurdos que de estas
máximas y ejemplos resultan, o condenar las vidas de grandes santos y
echara! fuego las obras de los místicos más afamados. Paréceme que el dilema
no es tan perfecto que no deje salida.
Usted que
se precia de caballeroso, creo que no estará reñido con santa Teresa de
Jesús, a quien si reputa por ilusa, al menos no podrá dejar de tributarle el
merecido elogio por sus eminentes virtudes, por su alma cándida, su
bellísimo corazón, su talento claro y penetrante y su pluma tan amable como
sublime. A esta Santa ya sabe usted que algo se le alcanzaba de achaque de
virtudes cristianas, y que con lo mucho que había meditado y leído, y
consultado además con hombres sabios, o, como ella dice, grandes letrados,
debía de saber en qué consistía la humildad, y cómo era entendida y
explicaba esta virtud en el seno de la Iglesia católica. Y ¿cree usted que
la Santa pensaba que para ser humilde era preciso comenzar engañándose a sí
propia? Apostaría yo que usted no acierta en la definición que da de la
humildad, definición admirable y que. preciso me es decirlo, parece
excogitada a propósito para contestar a las dificultades de usted. Refiere
la Santa que no comprendía porqué la humildad era tan agradable a Dios, y
que, discurriendo un día sobre este punto, alcanzó que era así porque la
humildad es la verdad. Ya ve usted que no se trata de engaño, y que tan
distante está de obligarnos a él la humildad, que antes bien con ella
disipamos el engaño, porque su mérito más sólido, el título por el cual es
agradable a Dios, es el ser verdad.
¿Está en
oposición con la virtud de la humildad el que conozcamos las buenas dotes
naturales o sobrenaturales con que Dios nos ha favorecido? No, antes al
contrario. Revuelva usted todas las obras de los teólogos escolásticos y
místicos, y a todos los encontrará de acuerdo en que dicha virtud no se
opone a semejante conocimiento. Quien experimenta a cada paso que comprende
con mucha facilidad cuanto lee u oye, que le basta fijar su meditación sobre
las cuestiones más abstrusas para que se le presenten desde luego claras y
despejadas, no hay inconveniente en que se halle interiormente convencido de
que Dios le ha dispensado este señalado favor; más diré, le es imposible
dejar de abrigar esta convicción, que tiene por objeto un hecho que está
presente a su ánimo y de que le asegura su conciencia propia, como que es
una serie de actos que acompañan de continuo su existencia, que constituyen
su vida intelectual, aquella vida íntima de que estamos tan ciertos como de
la existencia de nuestro propio cuerpo. ¿Podrá usted figurarse que santo
Tomás estuviese persuadido de que era tan ignorante como los legos de su
convento? San Agustín, ¿era posible que creyese conocer tan poco la ciencia
de la religión como el último del pueblo a quien le explicaba? San Jerónimo,
que tan aventajados conocimientos poseía en las lenguas sabias y en cuanto
es menester para interpretar atinadamente la Sagrada Escritura, ¿diremos que
en su interior no estaba penetrado de que poseía más que medianamente el
griego y el hebreo, y de que sus investigaciones con que se remontaba hasta
las fuentes de la erudición habían sido del todo infructuosas? No; no dicen
los cristianos tales disparates. Una virtud tan sólida, tan hermosa, tan
agradable a los ojos de Dios, no puede exigir que cerremos los ojos para no
ver lo que es más claro que la luz del día.
Bien
entendida la humildad, trae consigo el claro conocimiento de lo que somos,
sin añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría puede interiormente
reconocerlo así, pero debe al propio tiempo confesar que la ha recibido de
Dios, y que a Dios se debe el honor y la gloría. Debe reconocer también que
esta sabiduría, si bien levanta mucho más su entendimiento que el de los
ignorantes, o de los menos sabios que él, le deja, sin embargo, muy inferior
a los demás sabios que se le aventajan en extensión y profundidad. Debe al
propio tiempo considerar que esta sabiduría no le da derecho para
despreciara nadie, pues que, teniéndola por especial beneficio de Dios, de
la misma manera la hubieran poseído los otros si el Criador se hubiese
dignado otorgársela. Debe considerar que este privilegio no le exime de las
flaquezas y miserias a que está sometida la humanidad, y que cuanto más sean
los favores con que Dios le haya distinguido, cuanto más claro sea en
entendimiento para conocer el bien y el mal, tanta más estrecha cuenta
deberá dar a Dios, que de tal suene le ha hecho objeto de su bondadosa
munificencia. Quien tenga virtudes no hay inconveniente en que lo reconozca
así, confesando al propio tiempo que son debidas a particular gracia del
cielo; que si no comete maldades a que se arrojan otros hombres es porque
Dios le tiene de su mano; que si hace el bien y evita el mal por medio de la
gracia, esta gracia le ha sido concedida por Dios; que si por misma índole
está inclinado aciertos actos virtuosos, causándole honor los vicios
opuestos, esa índole le ha venido también de Dios: en una palabra, tiene
motivo para estar contento, mas no para engreírse, supuesto que sería
injusto atribuyéndose lo que no le pertenece y defraudando a Dios la gloria
que le corresponde.
Cuanto hay de bueno, no es nuestro
Oiga
usted sobre este particular al gran santo, al hombre que tan alto se levantó
en todas las virtudes cristianas especialmente en la de la humildad: san
Francisco de Sales, y vea usted cómo no sólo conviene en que es lícito
reconocer los bienes que nosotros tenemos, sino también en que es permitido
y muchas veces saludable el fijar sobre ellos la atención, el pararse
detenidamente a considerarlos.
Pero tú
desearás, Filotea, que te conduzca más adelante a la humildad, porque lo que
de ella hasta aquí he tratado más parece sabiduría que humildad. Paso, pues,
adelante; muchos no quieren ni se atreven a pensar y considerar en
particular las gracias y mercedes que Dios les ha hecho, temerosos de dar en
la vanagloria y complacencia, en lo cual ciertamente se engañan, porque,
como dice el gran Doctor Angélico, el verdadero medio de llegar al amor de
Dios es la consideración de sus beneficios, porque cuanto más lo
conociéramos, tanto más le amaremos, y como los beneficios particulares
mueven más particularmente que los comunes, así también deben ser
considerados más atentamente. Es cierto que nada nos puede humillar tanto
delante de la misericordia de Dios como la muchedumbre de sus beneficios, ni
nada nos puede humillar tanto delante de su justicia como la multitud de
nuestras maldades. Consideremos lo que ha hecho por nosotros y lo que
nosotros hemos hecho contra Él, y como consideramos por menudo nuestros
pecados consideraremos así por menudo sus gracias. No hay que temer que el
conocimiento de lo que ha puesto en nosotros nos envanezca, con tal que
atendamos a esta verdad, que cuanto hay bueno en nosotros no es nuestro.
¿Los mulos, dime, dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén
cargados de muebles preciosos y olores de príncipes? ¿Qué tenemos nosotros
bueno que no hayamos recibido? Y si lo hemos recibido ¿Porqué nos queremos
ensoberbecer? (1 Cor. 4, 7). Al contrario, la viva consideración de las
mercedes recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el
reconocimiento; pero si. viendo los beneficios que Dios nos ha hecho, nos
llegase a inquietar cualquiera suerte de vanidad, el remedio infalible será
recurrir a la consideración de nuestras ingratitudes, de nuestras
perfecciones y de nuestras miserias. Si consideramos lo que hacíamos cuando
Dios no estaba con nosotros conoceremos que lo que hacemos cuando nos
acompaña no es de nuestra industria ni de nuestra cosecha. Nos alegraremos
verdaderamente y nos regocijaremos porque tenemos algún bien; pero
glorificaremos sólo a Dios, como autor de él. Así la Santísima Virgen
confesó que Dios obró en Ella cosas grandes; pero esto fue por humillarse y
engrandecer a Dios: “Mi alma, dice, engrandece al Señor, porque ha hecho en
mí cosas grandes” (Luc. 146y49).
La gravedad del más
pequeño pecado
No se
trata de engañarse a sí mismo, sino de conocer las cosas tales como son en
sí. “Entonces, me objetará usted, ¿cómo es que los grandes santos digan a
boca llena que son los mayores pecadores del mundo, que son indignos de que
la tierra los sostenga, que son los más ingratos entre los hombres?”
Entienda usted el verdadero sentid» de estas palabras; advierta que andan
acompañadas de un sentimiento de profunda compunción; que son pronunciadas
en momentos en que el espíritu se anonada en la presencia del Criador; y
echará usted de ver que son susceptibles de interpretación muy razonable.
Aclarémoslo con un ejemplo. Cuando santa Teresa de Jesús decía que era la
mayor pecadora de la tierra ¿deberemos pensar que ella creyese ser culpable
de los delitos de las mujeres más perdidas, cuando le constaba muy bien la
pureza de su cuerpo y alma, cuando sabía los inefables beneficios con que el
Señor la estaba favoreciendo? Claro es que no. Más diré: ¿Debemos suponer
que se creyese con un solo pecado mortal en la conciencia? Es cierto que no,
pues de lo contrario no se hubiera atrevido a recibir el augusto Sacramento
del Altar, que, sin embargo, recibía con tanta frecuencia y con tales
éxtasis de gratitud y de amor. Ahora bien, la Santa no ignoraba que en el
mundo había muchas personas culpables de pecados graves y gravísimos a los
ojos de Dios, ella era la primera en deplorarlo y en rogar al cielo que se
dignase mirar a aquellos desgraciados con ojos de misericordia, luego,
cuando aseguraba que era la mujer más pecadora de la tierra no podía
entenderlo en un sentido riguroso, tal como usted parece quererlo
interpretar. ¿Qué significaba, pues? Helo aquí muy sencillamente. Asistamos
a una de las escenas que se representaban en su espíritu, y comprenderemos
perfectamente el sentido de las palabras que son para usted piedra de
escándalo. Puesta en presencia de Dios con fe viva, con caridad ardiente,
con el corazón contrito y humillado, examinaría los recónditos pliegues de
su corazón y observaría de vez en cuando algunas ligeras imperfecciones que
no habían sido consumidas todavía por el fuego del divino amor; recordaría
también los tiempos pasudo, en los que, no obstante de ser ya muy virtuosa,
no había entrado de lleno en el camino sublime que la condujo a la altura de
santidad que hacía de ella un ángel sobre la tierra. Se ofrecerían a su
memoria las faltas leves en que había incurrido, la poca prontitud en seguir
las inspiraciones del cielo y comparado todo con los beneficios naturales y
sobrenaturales de que el Señor la había llenado, y medido todo con su viva
fe, con su inflamada caridad, con aquella íntima presencia de Dios que la
tenía fuera de esta vida mortal y la hacía moraren regiones superiores,
vería en toda su negrura la fealdad del pecado aun venial, consideraría la
ingratitud de que se hiciera culpable no prestándose desde luego con mucho
más ardor del que lo hiciera, a los llamamientos del Señor; y entonces,
puesta en parangón la santidad de su alma con la santidad divina, su
ingratitud con los beneficios de Dios, su amor con el amor que Dios le
manifestaba, se anonadaría en presencia del Altísimo, perdería de vista el
bien que en sí tenía, y fijos únicamente los ojos en su debilidad y miseria,
exclamaría que era la más pecadora, entre las mujeres, que era la más
ingrata entre todas las criaturas. ¿Qué encuentra usted aquí de irracional y
de falso? ¿Se atreverá usted a condenar la expansión de un corazón humilde
que, anonadado en presencia del Señor, reconoce sus defectos, y
considerándolos con toda vi veza, exclama que son los mayores pecados del
mundo? ¿No ve usted aquí más bien la expresión de una caridad ardiente que
palabras de engaño?
Si
quisiera valerme de un lenguaje afilosofado le diría a usted que la humildad
cristiana es lo más a propósito para formar verdaderos filósofos, si es que
la verdadera filosofía ha de consistir en hacemos ver las cosas tales como
son en sí, sin añadir ni quitar nada. La humildad no nos apoca, porque no
nos prohíbe el conocimiento de las buenas dotes
que poseamos; sólo nos obliga a recordar que las hemos recibido de Dios, y
este recuerdo, lejos de abatir nuestro espíritu lo alienta, lejos de
debilitar nuestras fuerzas las robustece, porque teniendo presente cuál es
el manantial de donde nos ha venido el bien sabemos que recurriendo a la
misma fuente con viva fe y rectitud de intención manarán de nuevo copiosos
raudales para satisfacernos en todo lo que necesitamos. La humildad nos hace
conocer el bien que poseemos, pero no nos deja olvidar nuestros males,
nuestras flaquezas y miserias; nos permite conocer el grandor, la dignidad
de nuestra naturaleza y los favores de la gracia, pero no consiente que
exageremos nada, no consiente que nos atribuyamos lo que no tenemos, o que,
teniéndolo, nos olvidemos de quien lo hemos recibido. La humildad, pues, con
respecto a Dios nos inspira el reconocimiento y la gratitud, nos hace sentir
nuestra pequeñez en presencia del Ser infinito.
Con respecto a
nuestros prójimos, la humildad no nos permite exaltamos sobre ellos
exigiendo preeminencias que no nos corresponden; nos hace afables en el
trato, porque dándonos a conocer nuestras flaquezas nos vuelve compa- si vos
con las que sufren los demás, y conservando nuestro corazón exento de
envidia, que siempre acompaña a la soberbia, hace que respetemos el mérito
dondequiera que se halle, y que lo reconozcamos francamente, tributándole el
debido homenaje, sin el mezquino temor de que pueda salir perjudicada
nuestra gloria.
Ya que acabo de
pronunciar la palabra, gloria, desearía saber si usted lleva también
a mal que la humildad no nos permita saboreamos en las alabanzas de los
hombres y nos inspire sentimientos superiores a ese humo que desvanece
tantas cabezas. Si así fuere, como no lo dudo, me bastará una reflexión para
convencerle a usted de su error. ¿Le parece a usted bueno todo lo que hace
al hombre más grande? Creo que no tendrá reparo en decirme que sí. Pues
bien, el mismo mundo mira como un héroe a aquel que, haciendo acciones
dignas de alabanza, no se para en detenerse, con la cabeza llena de
pensamientos elevados, con el corazón henchido de sentimientos generosos; el
mundo, pues hace justicia a los despreciadores de la vanidad humana, es
decir, a los que practican actos de verdadera humildad: no quiera usted ser
menos justo que el mundo. ¿Desea usted una contraprueba de lo que acabo de
decir? Hela aquí: los que no son humildes buscan la alabanza y ¿sabe usted
lo que adquieren tan pronto como se trasluce su afán? El ridículo y la
burla. Cuando deseamos parecer bien a los ojos del mundo, si no somos
humildes, en realidad, lo aparentamos, porque en lo exterior damos a
entender que no hacemos caso de la alabanza, y si se nos tributa la
resistimos diciendo que es inmerecida. Vea usted, mi estimado amigo, cuán
sabia, cuán noble, cuán sublime es la religión cristiana, pues en la virtud,
que tanto abatimiento parece traer consigo, está encerrado el secreto de
adquirir gloria sólida aun entre los hombres, éstos la ofrecen gustosos a
quien la merece y no la busca, pero desprecian y ridiculizan al que la
solicita. Tanta es la fuerza de las cosas que la misma soberbia para saciar
su sed de gloria se ve precisada a negarse a sí misma, a cubrirse con el
manto de la humildad; así se verifica aún en la tierra aquella sentencia de
la Sagrada Escritura: "Quien se exalta será humillado, y quien se humilla
será exaltado".
Basta por hoy de humildad; creo que con lo dicho hasta
aquí
se quedará usted bien convencido de
que para ser verdaderamente humilde conforme al espíritu de la
religión cristiana no necesita usted ni andarse haciendo el loco por
las calles,
ni creer que es digno de ser
elevado
a presidio o al cadalso, ni tampoco que no tiene más conocimientos de
ciencias y literatura que el que no sabe deletrear. Si alguna vez encuentra
usted en las vidas de los santos algún hecho que no pueda usted explicar por
las reglas arriba establecidas, recuerde usted que nosotros no tenemos
inconveniente en decir que hay cosas que son más bien para ser admiradas que
imitadas; y, además no quiera usted juzgar por mundanas consideraciones lo
que marcha por caminos desconocidos al común de los mortales. Esto es lo que
nosotros llamamos misterios y prodigios de la gracia, y que ustedes los
filósofos apellidarán exaltación y exageración del sentimiento religioso.
[1]
Extracto de la Carta XIII de libro
Cartas a un escéptico en
materia de religión, de Jaime Balmes.