CAPÍTULO IV.4. EL JUEVES

Este día se ha de pensar en la Coronación de espinas y Ecce-Homo, y cómo el Salvador llevó la Cruz a cuestas. A la consideración de estos pasos tan dolorosos nos convida la Esposa en el libro de los Cantares, por estas palabras (Cant.3,11): Salid, hijas de Sión, y mirad al rey Salomón con la corona que le coronó su madre en el día de su desposorio, y en el día de la alegría de su corazón. Oh ánima mía, ¡qué haces! Oh corazón mío, ¡qué piensas! Lengua mía, ¡cómo has enmudecido! Oh muy dulcísimo Salvador mío, cuando yo abro los ojos y miro este retablo tan doloroso que aquí se me pone delante, el corazón se me parte de dolor. ¿Pues, cómo, Señor, no bastaban ya los azotes pasados, y la muerte venidera, y tanta sangre derramada, sino que por fuerza habían de sacar las espinas la sangre de la cabeza a quien los azotes perdonaron? Pues para que sientas algo, ánima mía, de este paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua de este Señor, y la gran excelencia de sus virtudes, y luego vuelve a mirar de la manera que aquí está. Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad, y aquel aspecto suyo de tanta veneración.

Y después que así le hubieres mirado, y deleitado de ver una tan acabada figura, vuelve los ojos a mirarlo tal cual aquí lo ves, cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por cetro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, aquellos ojos mortales, aquel rostro difunto y aquella figura toda borrada con la sangre y afeada por las salivas, que por todo el rostro estaban tendidas. Míralo todo de dentro y fuera, el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno de llagas, desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido de los soldados, despreciado de los pontífices, desechado del rey inicuo, acusado injustamente y desamparado de todo favor humano. Y no pienses esto como cosa ya pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. Ponte tú mismo en el lugar del que padece, y mira lo que sentirías si en una parte tan sensible como es la cabeza te hincasen muchas y muy agudas espinas que penetrasen hasta los huesos; ¿y qué digo espinas?, una sola punzada de un alfiler que fuese apenas lo podrías sufrir. ¿Pues qué sentiría aquella delicadísima cabeza con este linaje de tormentos?

Acabada la coronación y escarnios del Salvador, tomólo el juez por la mano, así como estaba tan mal tratado, y sacándole a vista del pueblo furioso, díjolesl; Ecce Homo. Como si dijera: Si por envidia le procurabais la muerte, veislo aquí tal que no está para tenerle envidia, sino lástima. Temíais no se hiciese Rey, veislo aquí tan desfigurado, que apenas parece hombre. De estas manos atadas, ¿qué os teméis? A este hombre azotado, ¿qué más le demandáis?

Por aquí puedes entender, ánima mía, qué tal saldría entonces el Salvador, pues el juez creyó que bastaba la figura que allí traía para quebrantar el corazón de tales enemigos. En lo cual puedes bien entender cuán mal caso sea no tener un cristiano compasión de los dolores de Cristo, pues ellos eran tales, que bastaban (según el juez creyó) para ablandar unos tan fieros corazones.

Pues como Pilatos viese que no bastaban las justicias que se habían hecho en aquel santísimo Cordero para amansar el furor de sus enemigos, entró en el Pretorio, y asentóse en el tribunal para dar final sentencia en aquella causa. Ya estaba a las puertas aparejada la Cruz, ya asomaba por lo alto aquella temerosa bandera, amenazando a la cabeza del Salvador. Dada, pues, ya, y promulgada la sentencia cruel, añaden los enemigos una crueldad a otra, que fue cargar sobre aquellas espaldas, tan molidas y despedazadas con los azotes pasados, el madero de la Cruz. No rehusó, con todo esto, el piadoso Señor esta carga, en la cual iban todos nuestros pecados, sino antes la abrazó con suma caridad y obediencia por nuestro amor.

Camina, pues, el inocente Isaac al lugar del sacrificio con aquella carga tan pesada sobre sus hombros tan flacos, siguiéndole mucha gente y muchas piadosas mujeres, que con sus lágrimas le acompañaban. ¿Quién no había de derramar lágrimas viendo al Rey de los ángeles caminar paso a paso con aquella carga tan pesada, temblándole las rodillas, inclinando el cuerpo, los ojos mesurados, el rostro sangriento con aquella guirnalda en la cabeza y con aquellos tan vergonzosos clamores y pregones que daban contra Él?

Entre tanto, ánima mía, aparta un poco los ojos de este cruel espectáculo, y con pasos apresurados, con aquejados gemidos, con ojos llorosos, camina para el palacio de la Virgen, y cuando a ella llegares, derribado ante sus pies, comienza a decirle con dolorosa voz: ¡Oh Señora de los ángeles, Reina del cielo, puerta del paraíso, abogada del mundo, refugio de los pecadores, salud de los justos, alegría de los santos, maestra de las virtudes, espejo de la limpieza, título de castidad, dechado de paciencia y suma de toda perfección! Ay de mí, Señora mía, ¡para qué se ha aguardado mi vista para esta hora! z Cómo puedo yo vivir habiendo visto con mis ojos lo que vi? ¿Para qué son más palabras? Dejo a tu unigénito Hijo y mi Señor en manos de mis amigos, con una Cruz a cuestas para ser en ella ajusticiado.

¿Qué sentido puede aquí alcanzar hasta dónde llegó este dolor a la Virgen? Desfalleció aquí su ánima, y cubriósele la cara y todos sus virginales miembros de un sudor de muerte, que bastara para acabarle la vida, si la dispensación divina no la guardara para mayor trabajo, y también para mayor corona.

Camina, pues, la Virgen en busca del Hijo, dándole el deseo de ver las fuerzas que el dolor le quitaba. Oye desde lejos el ruido de las armas, y el tropel de las gentes, y el clamor de los pregones con que lo iban pregonando. Ve luego resplandecer los hierros de las lanzas y alabardas que asomaban por lo alto; allá en el camino las gotas y el rastro de la sangre, que bastaban ya para mostrarle los pasos del Hijo y guiarla sin otra guía. Acércase más y más a su amado Hijo y tiende sus ojos oscurecidos con el dolor y sombra de la muerte, para ver (si pudiese) al que tanto amaba su ánima. i Oh amor y temor del corazón de María! Por una parte deseaba verlo, y por otra rehusaba de ver tan lastimera figura. Finalmente, llega ya donde lo pudiese ver, míranse aquellas dos lumbreras del cielo una a otra, y atraviésanse los corazones con los ojos y hieren con su vista sus ánimas lastimadas. Las lenguas estaban enmudecidas, mas el corazón de la Madre hablaba, y el Hijo dulcísimo le decía: ¿Para qué viniste aquí, paloma mía, querida mía y Madre mía? Tu dolor acrecienta el mío, y tus tormentos atormentan a mí. Vuélvete, Madre mía, vaiélvete a tu posada, que no pertenece a tu vergüenza y pureza virginal compañía de homicidas y de ladrones.

Estas y otras más lastimeras palabras se hablarían en aquellos piadosos corazones, y de esta manera se anduvo aquel trabajoso camino hasta el lugar de la Cruz.




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