JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU
Síntesis de espiritualidad católica
4ª PARTE
El crecimiento en la caridad IV
4. El trabajo
AA.VV., Spiritualità del lavoro nella catechesi dei Padri del III-IV secolo, Roma, LAS 1986; J. M. Aubert, Humanisme du travail et foi chrétienne, «La Vie spirituelle», Supplement (1981) 231-255; G. Campanini, Introduzione a un’etica cristiana del lavoro, «Riv. di Teologia Morale» 3 (1971) 357-396; P. Chauchard, Travail et loisirs, Tours, Mame 1968; M. D. Chenu, Spiritualitè du travail, París 1941; Hacia una teología del t., Barcelona, Estela 1960; J. Daloz, Le t. selon S. J. Crisostome, París, Lethielleux 1959; J. L. Illanes, La santificación del trabajo, Madrid, Palabra 1980,7ª ed.; H. Rondet, Eléments pour une théologie du t., «Nouv. Rev. Théologique» 77 (1955) 27-48,123-143; J. Todolí, Filosofía del t., Madrid, Inst. León XIII 1954; Teología del t., «Rev. Española de Teología» 12 (1952) 559-579; C. V. Truhlar, Labor christianus, Madrid, Razón y Fe-Fax 1963.
Véase también Juan Pablo II, enc. Laborem exercens 14-IX-1981: DP 1981,170.
En la creación ambivalente
El pesimismo metafísico sobre las criaturas, tan frecuente en el mundo antiguo, es ajeno a la tradición bíblica. Por eso el cristiano por el trabajo se adentra sin miedo alguno en la maravillosa creación de Dios, como un niño entra en la casa o en el huerto de su padre. El Señor «es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,9); «él mismo es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas; en él vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,25. 28). Trabajar en el mundo es colaborar con el Dios que constantemente lo cultiva y desarrolla, es cuidar con Dios de unas criaturas que El mismo declaró ser «muy buenas» (Gén 1,31).
El trabajo es una bendición, un poder, un impulso originario, una misión que Dios le dio al hombre para que dominara sobre todas las criaturas de la tierra (28,30). Es el Señor quien hace al hombre señor de la creación, sometiéndola toda bajo sus pies (Sal 8,7).
Ahora bien, la misma Revelación que nos manifiesta el trabajo humano en toda su grandeza, nos da a conocer el pecado del hombre, y la maldición de la tierra y el trabajo: «Por ti será maldita la tierra, con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida, te dará espinas y abrojos, con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gén 3,17-19).
Por eso hoy el trabajo es bendito y maldito, es para el hombre un gozo y una penosa servidumbre, en él afirma su grandeza primera y por él se aplica al mundo creado, que está ahora sujeto «a la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21-22). El trabajo y todo lo creado es ahora ambiguo. Como dice el concilio Vaticano II, «los diferentes bienes de este mundo están marcados al mismo tiempo con el pecado del hombre y la bendición de Dios» (AG 8).
Visión mundana del trabajo
Penalidad, rentabilidad y materialidad son rasgos dominantes en la visión mundana del trabajo, que ve más en éste la maldición que la bendición. Difícilmente se considera como trabajo la actividad realizada con gusto y afición (no-penosa), sin retribución económica (no-pagada), y que produce bienes espirituales (no-materiales).
Penalidad. -En muchas utopías, también en la de Moro, un ideal social es la reducción extrema de los horarios laborales. Cuanto menos se trabaje, mejor. La misma etimología refuerza y expresa esta concepción: trabajo significó primero sufrimiento, y designó después la actividad laboral. Tripalium, la palabra latina de donde procede, significaba un instrumento de tortura compuesto por tres palos. También en otras lenguas una misma palabra significa sufrimiento y trabajo: en griego ponosou; en francés travail (être en travail equivale a estar de parto, acepción también existente en el labour inglés).
Rentabilidad. -Este aspecto es aún más definitivo en el concepto humano del trabajo. Un ama de casa no trabaja, puesto que no le pagan. Una empleada de hogar, que hace lo mismo, trabaja, puesto que le pagan -y además porque se supone que esa labor es más penosa para la empleada que para el ama-. Van Gogh, por más que se dedicó con toda su alma a pintar cuadros, era un fainéant, pues no vendió ninguno -bueno, sólo uno-, y además hacía lo que le gustaba. Su hermano, el vendedor de cuadros que le mantenía, ése sí era un trabajador. (Hace poco el cuadro de Van Gogh Los girasoles se adquirió por 5.049 millones de pesetas, batiendo todos los records).
Materialidad. -Se considera trabajo verdadero el que transforma el mundo material. Así Jesús fue trabajador en Nazaret; pero ya en su vida pública dejó de trabajar. Los Apóstoles, mientras pescaban peces, eran trabajadores; pero dejaron de serlo cuando se hicieron «pescadores de hombres» (Mc 1,17).
La posición de Yves Simon en esta cuestión es un ejemplo significativo: «La actividad de contemplación, como no posee ninguna de las características metafísicas de la actividad laboriosa, está evidentemente excluída de la categoría de trabajo. En ningún sentido puede decirse que los religiosos contemplativos sean trabajadores. En cuanto al trabajo del espíritu es preciso juzgar de modo diferente según que tenga por función preparar la contemplación o dirigir el trabajo manual. El trabajo manual, arquetipo de la actividad laboriosa en sentido metafísico, es también su arquetipo en el plano ético-social. Campesinos y obreros son los trabajadores por excelencia. La actividad política no pertenece a la categoría de trabajo» (Trois leçons sur le travail, París 1938,17-18).
Visión cristiana del trabajo
Esa visión que el mundo tiene del trabajo es completamente inaceptable. La visión cristiana del trabajo es mucho más positiva y hermosa, porque es más verdadera.
Los hombres, en cuanto imágenes de Dios en este mundo, colaboran con Dios por medio del trabajo. Como hace notar Juan Pablo II, «el trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada con el mantenimiento de la vida, no puede llamarse trabajo. Sólamente el hombre es capaz de trabajar. Este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza» (Laborem exercens, intr.).
Imágenes de Dios. -El hombre, trabajando por su inteligencia y su voluntad, es imagen de la Trinidad divina. En efecto, el hombre «obra por la idea concebida en su entendimiento, y por el amor de su voluntad referido a algo; también Dios Padre produjo las criaturas por su Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo» (STh I,45,6). De ahí que un hombre ignorante (sin idea), y ocioso, sin energía para obrar positivamente en el mundo (sin amor), apenas da la imagen de Dios. Tal hombre no se muestra señor del mundo, sino siervo suyo, a merced de la naturaleza, sujeto a unas fuerzas creaturales que ni conoce ni domina.
La Escritura nos revela que el hombre fue creado «a imagen de Dios» (Gén 1,27), y que su Creador le dio potencia y misión para «someter la tierra» (1,28). Relacionando ambos datos, Juan Pablo II enseña que «el hombre es imagen de Dios, entre otros motivos, por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra. En la realización de este mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo» (Laborem exercens 4). El hombre en los seis días de trabajo refleja la imagen del Dios que actúa en su creación, y en el domingo se hace imagen del Dios eterno celestial. La misma Biblia indica este paralelismo (Ex 20,9-11)
Colaboradores de Dios. -El Señor, él solo creó el mundo, pero quiso crear al hombre-trabajador para seguir actuando en el mundo con su colaboración. Y esto, es evidente, no porque Dios tuviera necesidad de colaboradores que le ayudasen a perfeccionar «la obra de sus manos» (Sal 8,7), sino únicamente por amor, para comunicar al hombre sabiduría y poder, para unirlo más a Sí mismo al asociarlo a su acción en el mundo. En efecto, «el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa» (Laborem exercens 25; +GS 34).
Como observa Santo Tomás, «mayor perfección hay en una cosa, si además de ser buena en sí misma, puede ser causa de bondad para otras, que si únicamente es buena en sí misma. Y por eso Dios de tal modo gobierna las cosas, que hace a unas ser causas de las otras en la gobernación. Si Dios gobernara él solo, se privaría a las criaturas de la perfección causal» (STh I,103,6 in c.et ad 2m). Por el trabajo humano, la Causa primera universal da virtualidad eficaz a los hombres, y de este modo «las causas segundas son las ejecutoras de la divina Providencia» (Contra Gentes III,77).
Y adviértase aquí, por otra parte, que esta colaboración de Dios con las causas segundas no se refiere sólo a la humanidad, en su conjunto. Por el contrario, Dios activa y dirige la actividad de cada persona humana. Y éste, como hace notar Santo Tomás, es uno de los privilegios más excelsos de la criatura humana, como ser personal: «Unicamente las criaturas racionales reciben de Dios la dirección de sus actos no sólo colectivamente, sino también individualmente» (III, 113). Dios, que mueve a las criaturas irracionales según su naturaleza, la que él les dio, mueve al hombre no sólo según su naturaleza humana, colectivamente, sino también atendiendo a su persona.
En Cristo Salvador. -Con la luz y fuerza del Espíritu que desde el Padre nos ha dado Jesucristo, podemos trabajar en el mundo en cuanto imágenes de Dios, es decir, como colaboradores filiales del Señor del universo. En Cristo Redentor, todos aquéllos -obreros, administrativos, madres de familia, sacerdotes, investigadores, campesinos, artistas- que, con una dedicación habitual, cooperamos a las obras de Dios en el mundo, somos verdaderos trabajadores, cada uno aplicado a sus labores propias, y «todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere» (1 Cor 12,11).
Los fines del trabajo
El trabajo cristiano pretende en este mundo la glorificación de Dios, la santificación del hombre y el perfeccionamiento de la tierra.
Glorificación de Dios. -«Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31; +Rm 12,1; 15,16). El trabajo humano es ofrenda espiritual a Dios porque es obediencia a su mandato: «Seis días trabajarás» (Ex 20,9). «El trabajo profesional, decía Pío XII, es para los cristianos un servicio de Dios; es para vosotros, los cristianos sobre todo, uno de los medios más importantes de santificación, uno de los modos más eficaces para uniformaros a la voluntad divina y para merecer el cielo» (25-IV-1950). Pero el trabajo humano es ofrenda religiosa, enseña el Vaticano II, no sólo porque «considerado en sí mismo responde a la voluntad de Dios», sino también porque colabora a que «con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo» (GS 34a). Más aún, el trabajo del hombre de alguna manera prepara la manifestación escatológica de la gloria de Dios. El Espíritu divino mueve a los hombres a diversos trabajos, para que «así preparen el material del reino de los cielos. A todos libera para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida humana, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirá en oblación acepta a Dios» (38a).
Santificación del hombre. -«La actividad humana, dice el concilio Vaticano II, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se transciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS 35a). Aquí vemos, una vez más, que la glorificación de Dios coincide con el perfeccionamiento y santificación del hombre, y que ambos valores han de lograrse por el trabajo.
Por eso mismo el ocio vano e injusto impide tanto el bien del hombre. Esto lo comprendieron desde siempre los maestros espirituales. San Juan Crisóstomo escribe: «Nada hay, absolutamente nada, en las cosas humanas que no se pierda por el ocio. Porque la misma agua, si se estanca, se corrompe, y si corre, yendo de acá para allá, conserva su virtualidad. Y el hierro, si no se emplea, si está ocioso, se reblandece y deteriora y se resuelve en herrumbre; pero si se ocupa en los trabajos se hace mucho más útil y elegante y no brilla menos que la plata. Y bien se ve que la tierra ociosa nada provechoso produce, sino malas hierbas y pinchos y cardos y árboles estériles; en cambio, la que se cultiva con mucho trabajo, rinde abundantes frutos de lo sembrado y plantado. En fin, todas las cosas se corrompen con el ocio, y se hacen más útiles empleándose adecuadamente» (MG 51,195-196).
Perfeccionamiento de la tierra. -Los hombres «con su trabajo desarrollan la obra del Creador» (GS 34b). Ellos fueron creados por Dios como cultivadores inteligentes de toda la creación. El trabajo más valioso será aquél que más directamente perfeccione al hombre mismo -labor de padres, sacerdotes, educadores, psicólogos, médicos, políticos-. Pero como el crecimiento espiritual de los hombres está tan vinculado al grado de conocimiento y dominio de la naturaleza, todos los trabajos que actualizan las potencialidades ocultas de la tierra sirven al hombre y glorifican a Dios.
Por supuesto, no cualquier trabajo perfecciona la tierra. Ya vimos que el trabajo es ante todo una colaboración con Dios, y así perfecciona la tierra aquel trabajo que está hecho con Dios, según Dios, obedeciendo sus divinas leyes naturales: ése es el trabajo realmente benéfico, que acrecienta en el mundo el bien, el conocimiento, la libertad, la salud, la belleza, la armonía. Por el contrario, el trabajo del hombre corrompe la tierra cuando no se ajusta a la voluntad de Dios, sino que sirve a los errores y egoístas deseos de los hombres. Entonces el hombre, cuanto más trabaja, más esclaviza la naturaleza, sujetándola a «la servidumbre de la corrupción», hasta el punto de que «la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (Rm 8,21-22). Ese es el trabajo maléfico que agota los campos, infecta los mares, tala los bosques, envilece a los trabajadores, pone inmensos medios económicos y esfuerzos al servicio de la mentira y el vicio, de la injusticia y de la guerra, mientras que no se aplica lo suficiente para remediar la ignorancia, el hambre y la enfermedad de tantos hombres.
((En este sentido, es un error grosero pensar que el trabajo, sin más, perfecciona al hombre y a la tierra. Depende de qué trabajo se haga, cuáles sean sus motivaciones, sus medios y sus fines. El trabajo dignifica al hombre y a la tierra en la medida en que es realizado según Dios. No olvidemos, sin embargo, que, en su amor providente por los hombres, Dios también saca bienes de trabajos malos, de manera que muchas veces la ansiosa búsqueda de enriquecimientos, las investigaciones para la guerra, el deseo orgulloso de dominar la tierra, las exploraciones con fines de explotación, al mismo tiempo que causan grandes males, dan ocasión a que se produzcan grandes beneficios para la humanidad.
En la misma línea del error antes señalado, hoy se aprecia en ciertas tendencias de espiritualidad una tendencia a valorar sobre todo el trabajo por el resultado externo conseguido, cuando la verdad es que este fin tercero, siendo tan valioso, es el más ambiguo. El buen trabajo siempre glorifica a Dios y perfecciona al hombre, pero no siempre da los buenos frutos pretendidos, por resistencias u omisiones ajenas, por desastres naturales, por hostilidades políticas o ideológicas. Por tanto no se debe centrar en el perfeccionamiento de la tierra la espiritualidad del trabajo cristiano, sino en los dos primeros fines señalados, en Dios y en el mismo trabajador. Cuando se dice, por ejemplo, que un constructor urbanista «hace cosmos partiendo del caos», que un periodista es «vínculo de comunicación entre los hombres», que un agente de bolsa «prepara de algún modo el advenimiento del Reino», o que quienes construyen una gran casa de lujo «hominizan la materia por el trabajo»... se hacen afirmaciones tan ampulosas como ambiguas. Este fin tercero puede frustrarse hasta en los trabajos hechos con más perfección objetiva y honestidad subjetiva: por ejemplo, pensemos en el laborioso cultivo de un campo, cuya cosecha se pierde finalmente por una tormenta.
Teilhard de Chardin, en Science et Christ, dice: «Gozo de poder pensar que Cristo espera el fruto de mi trabajo -el fruto, entiéndaseme bien, esto es, no sólo la intención de mi acción, sino también el resultado tangible de mi obra: "opus ipsum et non tantum operatio"-. Si esta esperanza está fundada, el cristiano debe obrar, y obrar mucho, y obrar con un empeño tanto más fuerte que el del más empeñoso obrero de la Tierra, para que Cristo nazca siempre más en el mundo en torno a él. Más que cualquier no creyente, él debe venerar y promover el esfuerzo humano, el esfuerzo en cualquiera de sus formas, y sobre todo el esfuerzo humano que más directamente contribuye a acrecentar la conciencia -esto es, el ser- de la Humanidad; y quiero decir con eso la investigación científica de la verdad y la promoción organizada de mejores relaciones sociales» (Oeuvres IX, París, Seuil 1965,96-97).))
Dios se goza con el buen fruto de nuestro trabajo. Es cierto. Pero esta hermosa verdad, para ser perfectamente verdadera, ha de afirmarse unida a otras verdades también importantes.
Nos dice San Juan de la Cruz: «El alma que ama no espera el fin de su trabajo, sino el fin de su obra; porque su obra es amar, y de esta obra espera ella el fin y remate, que es la perfección de amar a Dios. El alma que ama a Dios no ha de pretender ni esperar otro galardón de sus servicios sino la perfección de amar a Dios» (Cántico 9,7). Y algo semejante enseña Gandhi: «Renunciar a los frutos de la acción no significa que no haya frutos. Pero no debe emprenderse ninguna acción buscando sus frutos» (G. Woodcock, Gandhi, Barcelona, Grijalbo 1973, 117-118).))
Espiritualidad del trabajo
Jesucristo, «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), «que siendo Dios se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual, junto al banco del carpintero» (Laborem exercens 6; +Mc 6,3; Mt 13,55). Y trabajó también tres años como Maestro de los hombres, profesión más dura y peligrosa, que finalmente le ocasionó la muerte. Pues bien, de los rasgos fundamentales del trabajo de Cristo ha de participar el trabajo del cristiano.
Colaboración con Dios. -La clave de la espiritualidad cristiana del trabajo está en la conciencia amorosa de colaborar con Dios: «Mi Padre trabaja siempre, y por eso yo también trabajo» (Jn 5,17). Todo el inmenso esfuerzo laboral -en campos, mares, talleres, oficinas, casas y hospitales, fábricas y bibliotecas-, todo está impulsado por la energía del Creador providente, que, unido al hombre trabajador, despliega en la historia las maravillas de la creación. Los hombres, en efecto, trabajamos con Dios, él es el Obrero principal del universo. Y trabajamos según Dios, conociendo y observando las leyes naturales que él imprime en el dinamismo del cosmos. Por eso nos exhorta San Pablo: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él. Todo cuanto hiciéreis, hacedlo de corazón, como obedeciendo al Señor y no a los hombres» (Col 3,17. 23).
En tiempos de la cultura rural la espiritualidad del trabajo fue más intensa que hoy. La mediación laboral del hombre era entonces tan simple, que, con algo de fe que hubiera, fácilmente se veía el trabajo como colaboración con Dios, y los frutos del mismo como dones de Dios. Es Dios quien hace las manzanas, y no hace falta una fe muy fuerte para verlo: «es Dios quien da el crecimiento» (1 Cor 3,7). Por el contrario, en tiempos de cultura industrial la espiritualidad del trabajo está debilitada -justamente cuando más se ha afirmado doctrinalmente la espiritualidad de los laicos-, porque la mediación laboral humana es tan compleja y preciosa, que el hombre se siente la causa única de sus obras. Es el hombre quien hace un automóvil, y hace falta una fe bastante viva para ver ahí la acción de Dios. Por eso en época rural y campesina los cristianos en el trabajo ven la acción de Dios, pero quizá no dan al esfuerzo humano el valor debido -bendicen los campos, pero no progresan en sus técnicas agrícolas-. Mientras que en época industrial los cristianos valoran su esfuerzo en el trabajo, pero ignoran la acción de Dios -mejoran las técnicas agrarias, pero no bendicen los campos ni dan gracias a Dios-. Por lo que a nuestro tiempo se refiere, la espiritualidad del trabajo será profunda cuando los cristianos vean la acción de Dios y la del hombre con las misma facilidad, tanto en la producción de una manzana como en la de un automóvil.
Sin apegos ni tensiones. -Si el hombre en su trabajo quiere de verdad colaborar con Dios, trabajará sin apegos desordenados, y sin las tensiones y ansiedades que de ellos se derivan. Nuestro trabajo es carnal cuando trabajamos solos, sin Dios, partiendo de nosotros mismos, marcando plazos, modos y grados de calidad, alegrándonos cuando logramos realizar nuestra voluntad, impacientándonos cuando se frustran nuestros planes, pretendiendo unos ciertos bienes temporales con voluntad asida. No es así el trabajo cristiano.
Nuestro trabajo es espiritual, está hecho en el Espíritu de Jesús, cuando trabajamos con Dios, en cuanto colaboradores suyos, humildemente, aceptando nuestra condición de criaturas, de hijos, sin querer ser como Dios, omnipotentes -«nuestro Dios está en el cielo, y lo que quiere lo hace» (Sal 113,3)-, sin enojarnos cuando no resulta nuestra voluntad, sino la suya. Esto es importante: En el trabajo, por su misma estructura, nuestra voluntad se aplica a conseguir ciertos bienes temporales. Pues bien, debe hacerlo guardando siempre los principios de la ascética cristiana de la voluntad -que ya estudiamos-.
El corazón cristiano en el trabajo debe mantenerse «desnudo de todo, sin querer nada» (2 Subida 7,7), recordando que «no hay de qué gozarse sino en si se sirve más a Dios» (3 Subida 18,3). Esto es en el trabajo «dejar el corazón libre para Dios» (20,4). Así es como se trabaja en paz, más, mejor y con menos cansancio.
Ofrenda espiritual. -Cada día, en la Misa, al presentar los dones, ofrecemos el pan y el vino como «frutos de la tierra y del trabajo del hombre». Cada día los cristianos hemos de hacer de nuestros trabajos una oblación espiritual directamente integrable en la ofrenda cultual de la Eucaristía, y siempre vivificada por ésta. El diario ofrecimiento de obras puede afirmar en nosotros esta espiritualidad, que es la de la liturgia: «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin» (Or. jueves Ceniza).
Trabajo bien hecho. -Si el trabajo cristiano es colaboración con Dios y ha de ser ofrenda cultual, ha de estar bien hecho. «No ofreceréis nada defectuoso, pues no sería aceptable» (Lev 22,20). La Iglesia quiere que los cristianos «con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación del Verbo», sirvan al bien de todos (LG 36b). La chapucería laboral es propia de quienes sólo buscan en el trabajo la ventaja económica. El trabajo cristiano en cambio, por su motivación y sus fines, es un trabajo -dentro de lo posible- bien hecho.
Trabajo firme y empeñoso. -«Esforzáos por llevar una vida quieta, laboriosa en vuestros asuntos, trabajando con vuestras manos como os lo he recomendado, a fin de que viváis honradamente a los ojos de los extraños y no padezcáis necesidad» (1 Tes 4,11-12). «Mientras estuvimos con vosotros, os advertimos que el que no quiere trabajar que no coma. Porque hemos oído que algunos viven entre vosotros en la ociosidad, sin hacer nada, sólo ocupados en curiosearlo todo. A éstos tales les ordenamos y rogamos por amor del Señor Jesucristo que, trabajando en paz, coman su pan» (2 Tes 3,10-12; +Ef 4,28). El ocio frena el dinamismo laborioso que Dios quiere activar en la persona, y así la echa a perder.
Una señora, por ejemplo, piadosa pero ociosa -pues tiene quien haga su trabajo-, no irá adelante en el camino de la perfección mientras no se decida a trabajar en serio. También los jubilados por la ley civil, en cuanto les sea posible, deben trabajar en cosas útiles a la comunidad civil o religiosa. Sin el trabajo las personas se hacen triviales, chismosas, desordenadas, inestables, vacías, inútiles, aprensivas, susceptibles y quizá neuróticas. Con el trabajo, en cambio, el hombre agrada a Dios, sirve a los hermanos, y se perfecciona en todas las virtudes.
Santa Teresa, en el locutorio, en la recreación, siempre se ocupaba en labores manuales, y así lo prescribió a sus religiosas (Constituciones 6,8), aconsejándolo con insistencia: «Es cosa importantísima» (Cta.76-12K, 9); «ponga mucho en los ejercicios de manos, que importa infinitísimo» (76-9L, 10).
Trabajo en caridad. -El trabajo es uno de los medios más importantes que el hombre tiene para realizar diariamente el don de sí mismo a Dios y al prójimo. Todas las virtudes que la caridad impera e informa -justicia, fortaleza, constancia, paciencia, amabilidad, servicialidad, obediencia, pobreza, abnegación-, todas hallan cada día en el trabajo su prueba, su posibilidad y su estímulo para el crecimiento.
Por lo que se refiere concretamente al amor al prójimo, cuando trabajamos Cristo en nosotros ama a los hermanos: en el sacerdote, en la madre, en el médico, en el funcionario, ama a los hombres, les hace el bien. Y al mismo tiempo, cuando trabajamos, amamos a Cristo en el prójimo: la madre ama a Jesús amando y cuidando a su niño, el médico, el obrero, el sacerdote, el funcionario, aman al Señor sirviendo a los hermanos. Nos lo asegura el mismo Cristo: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40; +GS 67b).
Es claro que no puede el hombre tener constantemente una conciencia explícita y refleja del sentido sobrenatural de su trabajo. Pero la caridad puede actuar aun cuando no haya conciencia refleja de la misma. Estando en gracia de Dios y «cuando nuestro trabajo es ordenado [según Dios], aunque en él no se produzca explícitamente ningún acto de caridad, la voluntad, que mueve y dirige el trabajo, lo mueve y dirige juntamente con la forma sobrenatural de la caridad, que lleva impresa; lo cual implica la actuación de la caridad. Esta caridad, ciertamente actual, no es explícita, sino implícita, y empapa y colorea todo el trabajo movido por la voluntad» (Truhlar 75). Ahora bien, ese hábito de la caridad debe ser actualizado a veces en actos conscientes, intensos y explícitos, que son precisamente los que acrecientan la virtud de la caridad.
Trabajo en oración. -La espiritualidad cristiana del trabajo, como ya vimos, consiste en realizarlo en cuanto colaboradores de Dios, con Dios, según Dios, desde Dios, para Dios. Y nuestro trabajo será oración en la medida en que, durante la acción laboriosa, captemos la presencia amorosa de Dios en nosotros, en las personas y en las cosas. El principiante, en el mejor de los casos, suele acordarse de Dios al comienzo de su trabajo, pero se olvida de él en el ajetreo de la actividad. El adelantado recuerda a Dios al comienzo y al fin de la acción. Y el perfecto guarda de Dios memoria continua, al comienzo, durante la acción, y al término de la misma. El ideal es ése, encontrar a Dios siempre y en todo, captar su presencia en nosotros mismos, en las personas y en las cosas, darnos cuenta de manera fácil y habitual de que hasta «entre los pucheros anda el Señor» (Fundaciones 5 ,8).
Errores y males en el mundo del trabajo
El mundo del trabajo está gravemente oscurecido por el pecado, hasta el punto de que el trabajo puede ser para el hombre, en palabras de Pío XII, un «instrumento de envilecimiento» diario (4-II-1956). La raíz de todos sus males suele estar en la avaricia (1 Tim 6,9-10), y los cristianos con frecuencia se encuentran en el mundo laboral -abogados, periodistas, obreros, políticos, médicos, constructores- «como ovejas en medio de lobos» (Mt 10,16).
El mundo laboral está profundamente desordenado. Está subjetivamente desordenado en cuanto que la actividad laboriosa muchas veces no se finaliza en la glorificación de Dios y el verdadero bien del hombre, sino en el dinero y el placer, el poder y la ostentación. Y está objetivamente desordenado cuando está mal hecho, cuando no se siguen en él las íntimas leyes estructurales de la obra bien hecha.
((En el trabajo mundano y carnal se disocia fácilmente el fin de la obra y el fin del agente: el estudiante, por ejemplo, no estudia para saber y poder servir, sino para aprobar y poder ganar. Se hacen las cosas mal, por cumplir, por cobrar, por rutina, sin mirar el servicio del prójimo, sin cuidar y mejorar la calidad de la obra, con prisas, con excesiva lentitud, con excesiva minuciosidad perfeccionista, con chapucera irresponsabilidad, cobrando más de lo justo, sin orden, dejándose llevar por la gana, entrando en complicidades que no tienen excusa, aunque se diga: «Así es la vida», «Lo hacen todos», «Hay que vivir», «Podría perder el empleo»...
A veces la atención del trabajador se polariza en la perfección del medio, con olvido del fin y consiguiente perjuicio del mismo medio; por ejemplo, cuando el profesor, obsesionado en la preparación de su conferencia (medio), no conecta suficientemente con los alumnos (fin), de modo que su perfecta obra resulta pedagógicamente ineficaz. O el ama de casa que, atenta sólo a los perfeccionismos de su cocina (medio), está nerviosa e impaciente, y olvida así que la alegre cordialidad familiar (fin) es mucho más importante en una comida que la puntualidad o el grado exacto de cocción.
Otras veces el trabajo es insuficiente, habría que trabajar más, sería preciso dar más rendimiento a los talentos (Mt 25,14-30), conseguir que la higuera diera frutos (Lc 13,6-9), sin permanecer ociosos (Mt 20,26; +Prov 6,6). Aunque, concretamente hoy, en una cultura materialista, sujeta a «la idolatría de los bienes materiales» (AA 7c), el trabajo excesivo suele ser un mal más frecuente, al menos en muchos lugares: habría que trabajar menos. Tras el trabajo excesivo suele haber avidez de ganancias siempre mayores, obstinación en mantener un cierto nivel de vida a costa de lo que sea, deseo de prestigio o de poder, búsqueda de una seguridad económica que permita apoyarse en uno mismo y no en Dios, incapacidad contemplativa, desinterés por la familia, la amistad, la cultura, el apostolado, el arte, el bien de la comunidad. O también inmadurez personal: hay quienes sólamente en el trabajo -«estoy ganando dinero», «estoy haciendo algo útil»- logran una cierta conciencia de su consistencia personal. Por lo demás, el que trabaja en exceso estropea su salud, vive inquieto e irritable, pierde la amistad con Dios, con la familia y los amigos, y anda siempre con prisas, «sin tiempo para nada», como no sea para su trabajo. Y lo peor es que quienes tienen el vicio del trabajo excesivo fácilmente lo consideran una virtud, cuando realmente es un vicio, un mal que trae muchos males. Adviértase, por otra parte, que muchas veces ese hombre que se dice muy trabajador suele serlo en una determinada dirección, pero en otras, a veces más importantes, es un perfecto vago, y no se puede contar con él para nada.
A éstos que trabajan en exceso hay que recordarles aquello de Jesús: «¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16, 25). «El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo» (Laborem exercens 25; +Ex 20,9-11). El hombre ejercita su dominio sobre la tierra no sólo sabiendo poseerla mediante el trabajo, sino también sabiendo dejarla por el descanso.))
Evangelización del trabajo mundano
La evangelización del trabajo mundano es la tarea formidable que Cristo ha encomendado a los cristianos, y para la cual les asiste con su gracia divina. Consideremos, pues, fijándonos sobre todo en los laicos, las líneas fundamentales de esta grandiosa misión:
-Los cristianos han de reordenar subjetivamente el sentido y la finalidad de los trabajos mundanos, ordenándolos por la caridad a la gloria de Dios y santificación de los hermanos. «Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta. Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres» (LG 8).
-Los cristianos han de reordenar objetivamente el trastornado y lamentable mundo del trabajo -al menos en cuanto esto sea posible-, reduciendo el trabajo excesivo, aumentando el insuficiente, perfeccionando tantas deficiencias y procurando en todo la obra bien hecha, realmente buena para el bien común y el bien particular.
En efecto, «los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 8).
-Los laicos deben sufrir con paciencia las miserias y contradicciones de un mundo laboral en no pocos aspectos maligno y pervertido. Un médico, por ejemplo, que ha de trabajar en un hospital mal dotado, habrá de llevar la cruz con paciencia, procurando hacer lo mejor posible unas terapias deficientes por falta de personal, de medios, de presupuesto. Y debe recordar que «las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva» (Laborem exercens 6).
-Finalmente, se dan situaciones extremas en las que los cristianos deben renunciar a ciertos trabajos malos, no aspirando a conseguirlos o abandonándolos si ya los tienen, si de verdad quieren ser fieles a Cristo y a su conciencia. En efecto, cuando un cristiano ve que un trabajo concreto es para él, o para otros, camino de perdición, y no tiene modo de enderezarlo, debe renunciar a él, aunque tal decisión le ocasione quizá graves trastornos familiares o perjuicios económicos. Es hora entonces de fiarse de Dios y de su palabra: «Mejor es ser honrado con poco que malvado en la opulencia; pues al malvado se le romperán los brazos, pero al honrado lo sostiene el Señor. Fui joven, ya soy viejo: nunca he visto a un justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan» (Sal 36,16-17. 25). «Buscad, pues, el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
En la Iglesia primitiva algunos trabajos estaban prohibidos a los cristianos por ley o por conciencia, ya que no pocos oficios -escultores y pintores, actores y actrices, gladiadores, maestros y políticos- eran prácticamente inconciliables con la conciencia cristiana (+Traditio apostolica 16). Y actualmente la situación no presenta para los cristianos problemas menores en las naciones paganas o en los países descristianizados. Hay cátedras universitarias o altas funciones en el mundo de la política económica, educativa o sanitaria que en ciertos lugares están moralmente vedadas a los cristianos fieles. De modo semejante, quizá apenas resulte viable gestionar una librería o un kiosko donde no se venda perversión intelectual o pornografía. Los ejemplos podrían multiplicarse, y es normal que así sea. En un mundo paganizado, y consecuentemente corrompido, no pocos trabajos quedan, pues, de hecho prohibidos a la conciencia cristiana.
La cruz del trabajo
El trabajo, de suyo, no dice relación al sufrimiento, sólo al cansancio, que puede incluso resultar satisfactorio. La relación entre trabajo y sufrimiento procede del pecado, como ya vimos (+Gén 3,17-19), y cuanto más pecado haya en el mundo, más el hombre sufrirá en su trabajo. El trabajo se hace cruz de muchos modos, cuando ha de hacerse en mala compañía, en condiciones precarias, sin remuneración justa, con prisa impuesta, en competencia dura o deshonesta... Pues bien, aquí hay que recordar que «la obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte en la cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día (Lc 9,23), en la actividad que ha sido llamado a realizar» (Laborem exercens 27; +AA 16g).
Por otra parte, la infidelidad vocacional es una de las causas más frecuentes y graves de sufrimiento en el trabajo. El cristiano que no sigue en su trabajo la vocación que Dios quería para él -por culpa ajena o por culpa propia-, habrá de sufrir muchas penalidades. Este hombre, que ocupa en el Cuerpo social y eclesial un lugar diverso al que Dios le destinaba, es ahora como un miembro dislocado, que no podrá actuar sin dolor y fatiga. Pero también esta cruz llevada con humildad y paciencia es, como todas, altísimamente santificante.
La alegría del trabajo
El mundo experimenta con frecuencia el trabajo como una necesidad penosa, incluso odiosa. Y de hecho, allí donde disminuye la religiosidad y crece el pecado, se oscurece y se entristece el mundo del trabajo. En este sentido, advertía Pío XII que «la táctica más inhumana y antisocial es hacer odioso el trabajo. El trabajo, aunque es cierto que muchas veces hace sentir la fatiga hasta dolorosa y áspera, sin embargo, en sí mismo es hermoso y capaz de ennoblecer al hombre, porque prosigue, en cuanto que produce, la labor iniciada por el Creador y forma la generosa colaboración de cada uno en el bien común» (27-III-1949).
La sagrada Escritura se alegra en el trabajo, viendo en él una colaboración del hombre con Dios. En efecto, es el Señor quien, con el hombre, cuida la tierra, la riega y la enriquece sin medida (Sal 64,10). Y es el Señor, con el hombre, quien sacia la tierra con su acción fecunda (103,13). De este modo, nuestro Padre sigue obrando, y nosotros con él (Jn 5,17). Y así cada vez el trabajo se parece más al juego. Aristóteles entendía el juego como una actividad realizada por sí misma, sin tensión hacia resultados externos. Por eso asimilaba el juego a la felicidad y a la virtud, que se ejercitan más por sí mismas que por la imposición externa de una obligación o necesidad, lo que es característico del trabajo (Etica a Nicómaco X,6). Pues bien, el cristiano-hijo en este mundo trabaja-juega con Dios, desde Dios, para Dios, hallando en tal colaboración el fin principal de su trabajo.
La alegría del trabajo es fundamentalmente religiosa. Las fiestas del trabajo, en todos los pueblos, son alegres mientras tienen un sentido religioso, es decir, mientras la fecundidad de la tierra y el trabajo de los hombres se ponen en relación litúrgica con Dios, fuente de todo bien. Así fue en Israel y así debe ser en la Iglesia de Cristo. «Celebrarás la fiesta en honor de Yavé, tu Dios, para que Yavé, tu Dios, te bendiga en todas tus cosechas y en todo trabajo de tus manos, para que te alegres plenamente» (Dt 16,15). Es ésta la alegría del pueblo que sabe alabar a su Dios: «bendice a Yavé por la buena tierra que te ha dado. Guárdate bien de olvidarte de Yavé, tu Dios, dejando de observar sus mandamientos... no sea que cuando comas y te hartes, cuando edifiques y habites hermosas casas, y veas multiplicarse tus bueyes y tus ovejas y acrecentarse tu plata, tu oro y todos tus bienes, te llenes de soberbia en tu corazón y te olvides de Yavé, tu Dios... y vengas a decir: «Mi fuerza y el poder de mi mano me ha dado esta riqueza». Acuérdate, pues, de Yavé, tu Dios, que es quien te da poder para adquirirla» (Dt 8,10-14,17-18). Pero cuando se pierde el sentido religioso, se acaban las fiestas del trabajo o se reducen a torvas jornadas de reivindicación amarga.
El cristiano debe procurar hacer su trabajo con alegría, sea éste cual fuere. Esto es posible y conveniente. Siempre es posible y bueno alegrarse en hacer la voluntad de Dios, sea ésta cual fuere. Un trabajo, en sí mismo considerado, puede quizá ser penoso o repugnante, pero el trabajo lo realiza una persona, y el cristiano puede y debe alegrarse personalmente cada día más en el ejercicio de su trabajo porque lo hace con el Señor, por amor a la familia y a los necesitados (Dt 14,22-29; Ef 4,28), y en la esperanza de la vida eterna. Así pues, «alegráos en el Señor. Alegráos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegráos» (Flp 3,1; 4,4).
En este punto seamos muy conscientes de que la alegría o la tristeza del hombre vienen de su interior, no del exterior circunstancial de su vida. Nos engañamos, concretamente, cuando atribuimos principalmente nuestra tristeza a circunstancias exteriores, personas, sucesos, trabajos. La alegría está en la unión con Dios, y la tristeza en la separación o el alejamiento de él. Con Dios podemos estar alegres en la enfermedad, en la pobreza o en los peores trabajos. Sin él, todo se va haciendo insoportable. San Pablo, encadenado en la cárcel, es mucho más feliz que un sacerdote de vacaciones en una playa de moda. Un aficionado a la lectura estaría feliz leyendo siempre, mientras cierto critico literario maldice su obligación de leer libro tras libro. Importa, pues, mucho que, alegrándonos siempre en el Señor, sepamos alegrar con su gracia nuestro trabajo, sea éste cual fuere.
El trabajo cristiano lleva al descanso festivo celestial. «Seis días trabajarás y harás todas tus obras, pero el séptimo es sábado de Yavé, tu Dios» (Dt 5,13-14). Unos cuantos años de vida laboriosa, y después el cielo para siempre. El domingo es imagen del cielo, y los días laborables son imagen de la tierra. Al final, cuando vuelva Cristo, será el eterno Día del Señor. Será siempre domingo. «El mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. Y dijo el que estaba sentado en el trono: «He aquí que hago nuevas todas las cosas»» (Ap 21,3-5).
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