Te maravillas, esposa mía, dice Jesucristo, cómo no oigo a aquel que ves derramar muchas lágrimas, y que da a los pobres muchas limosnas por honra mía. En cuanto a lo primero, te digo, que acaece muchas veces, que corriendo dos fuentes, vienen a juntarse, y si el agua de la una viene turbia, ensucia la de la otra que venía clara y limpia, de suerte que no hay quien la beba. Lo mismo sucede con las lágrimas de muchos, que algunas veces proceden del abatimiento y miseria de la misma naturaleza, o de los trabajos y tribulaciones del mundo, o del puro y solo miedo del infierno: el agua de estas lágrimas viene turbia y cenagosa, porque no nacen en modo alguno del amor de Dios.
Pero hay otras lágrimas que me son muy gratas, las cuales provienen de la consideración de los beneficios divinos, o de la de sus pecados, o del amor de Dios. Estas lágrimas elevan el alma desde las cosas terrenas hasta el cielo, y regeneran al hombre para la vida eterna. Pues hay dos generaciones, una carnal y otra espiritual. La generación carnal engendra al hombre de la inmundicia a la inmundicia, llora los defectos de la carne y sufre con alegría los trabajos del mundo. Estos no son hijos de lágrimas, porque con tales lágrimas no se adquiere la vida eterna. Pero engendra un hijo de lágrimas la madre que llora la pérdida del alma, y que se desvela porque su hijo no ofenda a Dios. Semejante madre está más inmediata y allegada al hijo, que la que engendra carnalmente; porque por esta generación espiritual se alcanza la vida eterna.
Respecto a que ese da limosna, te digo, que si compraras a tu hijo un vestido con el dinero de tu criado, el vestido sería en justicia de tu criado, que era el dueño del dinero. Lo mismo acaece espiritualmente; pues cualquiera que abruma a sus súbditos
o a los prójimos para socorrer con el dinero de éstos las almas de sus amigos y parientes, esto más me provoca a ira que me aplaca; porque lo injustamente tomado aprovechará a aquellos que antes poseían justamente los bienes, mas no a aquellos por quienes se aplica. Sin embargo, porque éste lo ha hecho bien contigo y te ha socorrido, se le debe ayudar en el alma y en el cuerpo: en el alma, rogando a Dios por él, porque nadie sabe lo que agradan a Dios los ruegos de los humildes, según voy a declarártelo con un ejemplo. Si uno ofreciera a un rey gran cantidad de plata, dirían los que lo vieran: Por cierto es un gran presente. Pero si rezara un Padre nuestro por el rey, se burlarían de él. Mas sucede muy al contrario delante de Dios; pues todo el que por el alma de otro reza un Padre nuestro, es más acepto a Dios que una gran suma de oro lo es para el mundo, según se echó de ver en san Gregorio, quien con su oración alvió de sus penas a un emperador infiel.
Dile, por consiguiente: Porque lo hiciste bien conmigo, ruego a Dios, remunerador de todos, que te lo pague según su gracia. Y dile además: Señor, a quien en gran manera estimo, una cosa te aconsejo y otra te ruego. Te aconsejo que abras los ojos de tu corazón, considerando lo mudable y vano que es el mundo, cuán enfriado está el amor de Dios en tu corazón y cuán grave es la pena y riguroso el juicio futuro. Atrae a tu corazón el amor de Dios, disponiendo para su honra y gloria todo tu tiempo, bienes temporales, obras, deseos y pensamientos; entrega también tus hijos a la voluntad y disposición de Dios, no quitando nada del amor del Señor por causa de ellos. Te ruego, en segundo lugar, que pidas en tus oraciones que Dios, que todo lo puede, te dé paciencia y llene tu corazón con su bendito amor.
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