Esta nuestra hija, dice la Virgen a su Hijo Jesús, es como un cordero que pone su cabeza en la boca del león. Mejor es, respondió Jesús, que ponga el cordero su cabeza en la boca del león, para que se haga una carne y una sangre con él, que no que el cordero chupe la sangre del león, porque el león se indignaría de ello, y el cordero enfermaría, porque sus sustento es el heno. Y puesto que tú, queridísima Madre, trajiste en tu vientre toda la sabiduría y la plentitud de toda prudencia, declara a esta mi esposa lo que se entiende por el leon, y qué por el cordero.
Bendito seas, Hijo mío, respondió la Virgen, que permaneciendo eternamente con el Padre y el Espíritu Santo, bajaste a mis entrañas, sin apartarte nunca del Padre ni del Espíritu Santo. Tú eres el león, pero de la tribu de Juda; Tú eres el cordero sin mancilla, que el Bautista mostró con el dedo.
Aquel pone la cabeza en la boca del león, que entrega toda su voluntad en manos de Dios, y aunque pueda hacer su propia voluntad, no quiere, a no ser que sepa que te agrada a ti, Hijo mío. Aquel chupa la sangre del león, que impaciente con tu disposición y con tu justicia, desea y se empeña en conseguir otras cosas más de las que tú le habías dado, y quisiera hallarse en otro estado distinto del que a ti te agrada y a él le conviene. Los que así piensan, no aplacan a Dios; sino lo mueven a ira; porque como el sustento del cordero es la hierba, así el hombre debería contentarse con las cosas humildes y con su estado.
Así, pues, por la ingratitud e impaciencia de los hombres, permite Dios muchas cosas perjudiciales a la salvación de los mismos, que no acontecerían si tuvieran sufrimiento. Por tanto, hija, entrega toda tu voluntad en manos de Dios, y si alguna vez tuvieres poca paciencia, arrepiéntete al punto, porque la penitencia es buena lavandera de las manchas del alma, y la contrición es una buena purificadora de la misma.
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