Oye tú, esposa mía, dice Jesucristo, que deseas llegar al puerto, después de las borrascas del mundo. Todo el que se hallare en el mar no tiene nada que temer, si tiene consigo al que puede mandar a los vientos que no soplen; el que manda quitar todos los cuerpos que hagan daño, y ablanda las mismas peñas; y al que tiene poder sobre las tempestades para que lleven el buque a puerto seguro.
Lo mismo acontece corporalmente en el mundo, porque hay algunos que a semejanza de la nave, llevan su cuerpo sobre el agua del mundo, y si bien a unos les sirve para su consuelo, también a otros para su tribulación; porque la voluntad del hombre es libre y lleva el alma al cielo y otras veces a lo profundo del infierno.
La voluntad, pues, que nada desea con mayor anhelo que oir honrar a Dios, y no apetece vivir sino para poder servirle, ésta agrada a Dios; porque en semejante voluntad habita con gusto el Señor, y mitiga todos los peligros del alma, y vence los escollos en que el alma naufraga muchas veces.
Las peñas y escollas son las malas inclinaciones y deseos, como el deleitarse en ver las riquezas del mundo y poseerlas, gozar con la honra que se dé a su cuerpo, y gustar lo que deleita a la carne. En todo esto peligra muchas veces el alma. Pero cuando Dios está en la nave, todas las dificultades se vencen, y el alma desprecia todas aquellas cosas, pues toda la hermosura del cuerpo y de la tierra, es como un vidrio pintado por fuera y lleno de lodo por dentro; y roto el vidrio, no se aprovecha mas que el lodo, el cual únicamente fué criado para que por medio de él ganemos el cielo.
Por consiguiente, todo hombre que huyere de las honras del mundo como de un aire infestado, que mortifique todos los miembros de su cuerpo, y aborrezca la voluptuosidad y placer de su carne, éste puede dormir tranquilo y despertar con gozo, porque Dios está con él a todas horas.
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