Indisolubilidad del Matrimonio Una encrucijada en el camino
Nuestra realidad familiar es débil y está
amenazada
Antes de entrar de lleno en materia, les
pido que tomemos conciencia de un hecho. Si bien es cierto que
la familia es, a mucha distancia, el bien más apreciado por
nosotros los chilenos, no es menos cierta la debilidad de
nuestra realidad familiar. En nuestra Patria es muy alto el
porcentaje de chilenos que cuentan con un hogar en el cual
sólo uno de los padres comparte la vida con sus hijos; las más
de las veces, tan sólo la madre. Es muy elevado el número de
hogares en los cuales hay familiares que sufren la violencia,
de palabra o de hecho, que desata uno o más de sus miembros.
Son muchísimas las familias que viven en casas o piezas
demasiado estrechas; no pocas comparten el mismo lecho. Esto
no las ayuda a construir el respeto, la intimidad y la
confianza entre sus miembros. Es más, la vivienda tan reducida
favorece la vida en la calle de numerosos hijos y sus
perniciosas consecuencias.
También es doloroso
comprobar que en todas las comunas un gran número de jóvenes y
adultos no tienen empleo, lo que daña la dignidad del jefe o
la jefa de hogar y hiere a la familia. A esto se agregan las
ausencias prolongadas de los padres por motivos de trabajo
-debido a las grandes distancias, los horarios, los trabajos
dominicales-, que también dañan y, a veces, hasta destruyen el
calor de la convivencia y la unidad familiar.
Por otra
parte, es muy alto el porcentaje de hogares que son fruto de
una mera convivencia. No tienen por fundamento el matrimonio,
y viven expuestos permanentemente a la separación y el
abandono. Entre amigos y familiares son también numerosos los
cónyuges que gozan de nuestro aprecio y cariño cuyas crisis
matrimoniales terminaron en rupturas, frecuentemente con un
dolor desgarrador para todos, particularmente para los hijos.
Después, entre incertidumbres y esperanzas, con variada
fortuna, un número considerable de ellos ha sellado nuevas
uniones.
El divorcio, ¿una manera de reconstruir la
esperanza?
Tomemos conciencia también de las
motivaciones que existen para dar solución jurídica a los
problemas matrimoniales. Nos estremece el sufrimiento; ¡cómo
quisiéramos ahorrárselo también a los seres más queridos! Nos
indigna el abandono que puede sufrir un familiar, que muchas
veces sentimos tan injusto y humillante. Nos conmueve ver a
niños que quedan interiormente divididos cuando se divide el
hogar. Y entre nosotros más de alguien piensa que es natural
que todos tengan una nueva familia si fracasó la primera, y
que después de una ruptura nadie podrá gozar de la felicidad
que ofrece este mundo, si no establece una relación conyugal
con otra persona. Considerando numerosas situaciones
individuales que conmueven profundamente, una gran cantidad de
chilenos piensa en la posibilidad del divorcio como una manera
de procurar el bien de quien ha sufrido la ruptura y de sus
hijos, como también de reconstruir la esperanza, pero sin
considerar suficientemente que el divorcio es un mal en sí
mismo, tampoco sus consecuencias en toda la sociedad, ni menos
el futuro de la institución familiar y el bien de las
generaciones futuras. Una corriente cultural que cobra fuerza
entre nosotros.
Esta manera de pensar se refuerza con
un rasgo central de una corriente cultural que ha cobrado
fuerza entre nosotros. Ella centra toda su atención que como
ser social que vive con otros, de otros y para otros; más en
la realización propia más en la persona como individuo que en
el servicio a los demás; más en la plena libertad de cada uno
que en los compromisos que asume; más en los derechos que en
las obligaciones; más en la actualidad del hoy que en la
permanencia del siempre; más en la experiencia que en la
verdad; más en el placer del momento que en la renuncia
conducente a una mayor felicidad. En esta corriente aflora una
reacción vigorosa contra la preponderancia del bien común,
cuando éste prescinde erradamente del bien individual;
reacción también contra una manera de entender las
obligaciones, que no da cabida a la libertad. Expresa asimismo
un rechazo contra una manera de insistir en la verdad, que
olvida la experiencia humana y el gozo.
Sin embargo, en
sus expresiones extremas, no dará buenos frutos la sobre
valoración del hoy, del placer, de la experiencia, de los
propios derechos, de la realización personal y de la indomable
libertad. No se puede inmolar la verdad, la lealtad, los
compromisos asumidos, el trabajo constante, el servicio
abnegado ni la renuncia que busca bienes superiores; tampoco
la entrega a un tú ni el amor gratuito e incondicional que
gesta una familia. Los que optan por sacrificar estas
dimensiones de la vida construyen obstáculos insalvables a la
generosidad de una madre, que siempre privilegia al niño; a la
responsabilidad de un padre, que nunca debe abandonar a los
suyos, ni espiritual ni físicamente; y a la unión y fidelidad
de los esposos en un "nosotros", colmado de benevolencia, de
aceptación mutua, de donación de sí y de solidaridad,
precisamente para toda la vida. No es de extrañar que esta
corriente cuestione actualmente la estabilidad e
indisolubilidad de la alianza conyugal. No del matrimonio
sacramento, sino del matrimonio natural.
La unión
indisoluble, la casa y sus muros
Así como hay
factores que debilitan la vida matrimonial, hay otros que
refuerzan su unidad. Reflexionemos sobre el vínculo conyugal
como un signo de la vocación de la familia, y consideremos las
ventajas que encierra la unión conyugal como unión
indisoluble. Para ello quisiera proponerles una comparación.
No conocemos casas sin muros exteriores. Ellos no impiden el
contacto con la ciudad. Por sus puertas entran los bienes de
la cultura, de la amistad, del campo y de la técnica. Pero las
murallas son realmente necesarias para delimitar y proteger el
espacio interior.
La característica distintiva del
contrato matrimonial, de ser para oda la vida, es comparable a
los muros de la casa. De hecho, la estabilidad cierta de los
vínculos familiares contiene y da permanencia a todo lo que es
interior en el hogar, ya que acoge y protege la alegría de los
encuentros, el cariño y la confianza, la lealtad y la
solidaridad, los recuerdos y la nostalgia, el apoyo mutuo en
las pruebas, las tareas, las enfermedades y las desgracias, y
los gestos renovados de gratitud, perdón y misericordia.
Permite al espíritu de familia alcanzar su madurez, da a los
hijos la experiencia de contar con el respaldo del amor
incondicional de sus padres, y asegura continuidad a su tarea
educativa. Es más, esos muros exteriores son necesarios para
que crezca y madure cuanto enriquece a la familia su relación
con la sociedad, y para fortalecer a sus miembros como
constructores de la misma. Abren un ambiente propicio al
desarrollo de proyectos comunes y a la esperanza.
Para
los esposos y los hijos cuya convivencia está compenetrada por
la fe y constituyen una ´iglesia doméstica´ en la estabilidad
incondicional del espacio interior que anima el amor de los
padres, siempre habrá cabida para agradecer el pan de cada
día, para orar en los momentos de aflicción, para adquirir la
fortaleza interior que permite cumplir los encargos del Señor
y para gustar la Palabra de Dios como lo hacía la Virgen
Santísima, contemplando el paso del Señor por la historia y
colaborando con él, y dejando en su corazón el presente y los
proyectos futuros. Esos que realizaremos "si Dios
quiere".
Es claro, si no existiera más que la
indisolubilidad, es decir, si esos muros que dieron
consistencia a la casa sólo protegieran un ámbito de
indiferencia, egoísmo, infidelidad, mentira, opresión o
violencia, vale decir, un ámbito en que se destruye la
dignidad de las personas, se cercenan los vínculos y se
demuele la confianza, la indisolubilidad sería sentida como
una cadena que ata a una cárcel. Sería todo lo contrario de su
sentido auténtico. En tales situaciones no es de extrañar que
aflore la nostalgia del proyecto de Dios, que fundó la familia
no como una casa de enemistad y destrucción, sino de comunión;
no como una escuela de desarraigos, inseguridades y
adicciones, sino de salud, de paz y de amistad; no como un
taller del desconcierto y la desesperanza. La necesitamos como
una escuela en la cual el ejemplo de los padres y de los hijos
se constituye en ruta de esperanza para todos, en un lenguaje
vivo y comprensible sobre el sentido de la vida y sobre el
compromiso con los necesitados, y en una vivencia del amor
fiel y fecundo de Dios, que quiere ser comunicada a
otros.
Con esperanza, misericordia y espíritu
constructivo
Tengamos presente los dolorosos
problemas de numerosísimos hogares y sus carencias, que día a
día salen a nuestro encuentro, las corrientes valóricas que se
abren espacio entre nosotros, como asimismo el sueño de tantos
chilenos y los frutos del matrimonio para siempre. En este
contexto vivo, los invito a tratar el tema de la
indisolubilidad del matrimonio con mucha esperanza, confiando
en la gracia y el amor de Dios; con mucho respeto y
misericordia, recordando a todos los que sufren dolorosas
situaciones en sus hogares; y con la decisión más vigorosa de
impulsar múltiples iniciativas en bien de la familia, de
manera que se multipliquen aquellas que sean santuarios de la
vida, del respeto y de la paz.
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