Indisolubilidad del Matrimonio En
el matrimonio cristiano
Un mandamiento nuevo
En
Jesucristo apareció el amor de Dios a los hombres en toda su
hondura, su fidelidad y su belleza. La experiencia del amor de
Cristo llevó a San Juan a decir sobrecogido que Dios ´es´
Amor. Esta revelación conduce a la persona humana, hecha a
imagen y semejanza de Dios, al descubrimiento de su propia
vocación. No obstante las limitaciones, enfermedades y huellas
del pecado, la fe nos da una certeza: Dios nos ha creado y
redimido para que el amor sea lo que más nos caracterice,
puesto que participamos de su amor. En la Última Cena
Jesucristo reveló algo sorprendente. Debemos amarnos los unos
a los otros como él nos ha amado. Junto con proclamar el
mandamiento nuevo, revelaba así las raíces trinitarias de
nuestro amor, ya que él nos ha amado como el Padre lo ama. El
Espíritu Santo ungió a los discípulos de Jesús y los envió a
predicar el Evangelio hasta los confines del orbe, siendo
ellos mismos buena nueva para la humanidad, buena noticia de
la inmensidad del amor de Dios. La Nueva Alianza es la
expresión indestructible y el cauce vivificador de ese amor;
es la alianza de eterna paz y de fecunda fidelidad de Dios con
el hombre, del hombre con su Dios y de los hombres entre
sí.
El vínculo conyugal, testigo del amor fiel del
Señor
Esa alianza revela las verdaderas dimensiones
del proyecto de Dios para el amor conyugal. Si bien no lo
sabíamos, la sabiduría de su plan dispuso, desde un inicio,
que la unión conyugal entre el varón y la mujer, justamente
por ser creados a su imagen y semejanza, fuera siempre como
una proyección en este mundo de su amor a los hombres. El amor
esponsal, maternal, paternal y filial debían evocar y hacer
presente la ternura, la generosidad, la fidelidad y la fuerza
vivificante y transformadora de su amor a la humanidad. En la
plenitud de los tiempos, Jesucristo elevó la alianza
matrimonial entre bautizados a sacramento, y dotó a los novios
de la gracia de ser sus ministros. Así Dios asumió y elevó
cuanto es natural en el matrimonio, con sus bienes y
propiedades esenciales, confiriéndole la capacidad, la gracia
y el encargo de ser un signo elocuente y un instrumento eficaz
"del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el
Señor Jesús vive hacia su Iglesia". El matrimonio sacramento
actualiza y refleja la irrevocable unión de Cristo con la
Iglesia en la Nueva y Eterna Alianza. De esta manera, el
vínculo conyugal y la misma indisolubilidad adquirieron una
dimensión y un significado nuevo. En la unión sacramental, en
la cual revive el amor de Cristo, por un nuevo título más
firme y claro que el anterior, el vínculo de la alianza
conyugal es irrevocable, así como lo es la fidelidad
incondicional de Cristo a su Iglesia. Una vez consumado el
sacramento, por su propio significado ya no es disoluble.
Amarse así, como Cristo ama a los suyos, es una propiedad
intrínseca, irreversible, de la promesa que se dan los esposos
al casarse en la Iglesia.
El anuncio alegre de la
Buena Noticia sobre la familia
La gracia que
reciben, se transforma en una relevante misión. Por eso,
"corresponde a los cristianos el deber de anunciar con alegría
y convicción la ´Buena Nueva´ sobre la familia" y sobre "la
perennidad del amor conyugal". Nos lo recuerda el Santo Padre
en su Exhortación Apostólica acerca de ella. Tenemos que dar
nuestro propio aporte, orando y colaborando con Dios, de modo
que en nuestras familias sea muy fecunda la gracia del
sacramento, y que ellas abran caminos de esperanza en la
sociedad. En efecto, "el testimonio esencial sobre el valor de
la indisolubilidad se da mediante la vida matrimonial de los
esposos, en la fidelidad a su vínculo a través de las alegrías
y las pruebas de la vida".
Será este testimonio
elocuente, vivo y vivificante, el que más atraerá hacia la
alianza conyugal a tantos jóvenes y adultos jóvenes que
conviven y no valoran todavía la riqueza del matrimonio.
Vayamos hacia ellos con mucho respeto, estimando sinceramente
sus grandes valores, y dialoguemos con ellos, ya que nos
importa entrañablemente su bien. Abrámosles las puertas de
hermosas experiencias de familia. Tal vez no las han tenido a
lo largo de su vida. Y que el trabajo silencioso y lleno de
ardor de nuestras comunidades parroquiales, nuestros
movimientos y nuestros colegios, como también de tantas
personas y matrimonios a los cuales Dios mismo les ha
insinuado que impulsen o colaboren con la pastoral familiar,
sea una gracia y un aliciente para ellos, como también para
todos los miembros de nuestra Iglesia que han recibido el don
y la misión de ser familia en Cristo Jesús.
Cuando
la familia es casa y taller de comunión Los
proyectos del amor conyugal
Valoremos, en primer
lugar, los proyectos del amor conyugal. Los novios quieren
contraer matrimonio para toda la vida. Quieren compartir la
vida y ayudarse. Ven en los hijos la proyección del futuro que
desean y sólo quieren darles lo mejor de sí. Piensan que una
realización en común será más plena y más vivificadora para
cada uno de ellos. Saben que se presentarán problemas en la
convivencia y a veces tienen temor ante ellos, pero están
deseosos de asumir con pasión y esfuerzo ese desafío, y de
construirla sana y rica en valores compartidos. Presienten que
en esa unión, con lealtad a la persona que aman profundamente,
realizarán su proyecto de vida y ganarán en humanidad. Están
seguros, con el conocimiento y la intuición natural que Dios
ha puesto en sus corazones, que únicamente haciéndose uno con
aquel con quien compartirán el futuro y velando por su
felicidad, construirán el hogar que hará feliz a los hijos y
hará valiosa la vida en común. Creen que por ese proyecto vale
la pena sufrir y luchar, a veces en contra de deseos y
pasiones que incluso pueden cegarlos en algunos instantes.
Están llenos de esperanza de lograr esa unión tan única. La
gracia sacramental les inspira una gran confianza, puesto que
el mismo Señor se ha comprometido con ellos, de modo que el
amor recíproco refleje la capacidad del amor de Jesús de
despertar amor y de ser ilimitadamente fiel.
La
preparación de la alianza
Una excelente preparación
al matrimonio, que contribuya a valorar su riqueza y su
misión, y exprese la confianza que la Iglesia cifra en los
novios y en su futura familia, se hace cada vez más necesaria.
Ella les ayudará a comprender en profundidad lo que más
desean, esa alianza personal que los unirá durante toda la
vida, en la cual resplandecerá el amor fiel de Cristo a la
Iglesia. Aprenderán que quienes se entregan y se reciben
mutuamente en matrimonio y consuman esa donación, fundan así
una familia que ha de ser para ellos, para sus hijos y para su
entorno, en las horas de gozo y en las dificultades, un
verdadero remanso de confianza y amistad. Se prometerán no
sólo construir esa alianza, sino también luchar por ella,
afrontando dudas y complicaciones. Y como ambos todavía son
peregrinos hacia la santidad, han de tener conciencia de que
están amenazados por el pecado. El amor conyugal necesita la
experiencia de la redención. ¡Cuántas veces deberán recurrir
al perdón de Dios, y al perdón del cónyuge y de los hijos!
Porque no ser perdonados, no ofrecer perdón y no perdonar, es
parte del infierno; también en esta vida. Nada de eso tendrá
el testimonio del matrimonio que los prepare: les infundirá la
confianza de vencer en esas batallas, y de hallar, con la
ayuda de Dios, humildad, fuerza y amor en las derrotas. Así la
firme resolución de ser uno para el otro, con el otro y en el
otro, será el acorde constante y agradecido de la opción libre
que han hecho por amor, de sellar un pacto conyugal hasta que
la muerte los separe.
El derecho a rehacer la
vida
Muchas veces, pero sólo después de una
ruptura, se habla de "el derecho a rehacer la vida". Rehacer
la vida, sin embargo, es una obra que puede y debe empezar
mucho antes de la ruptura. Consiste, más que en buscar a otra
persona, en aceptar el compromiso que libremente se ha
escogido y en aportar de sí lo mejor: la capacidad de
redescubrir en el otro el destello del amor y la belleza de
Dios que le sedujo; la capacidad de amar con olvido de sí
mismo y la disposición de valorar el misterio de ser padre y
madre. En una palabra, la vocación de constructores de esa
vida que no necesita ser rehecha con otra persona, sino ser
reconstruida en sus mismos cimientos, sobre el mismo
fundamento que se amaba al casarse. Rehacer la vida es no
dañar a los hijos ni al cónyuge, y si se les ha inferido un
daño, saber que el Padre que busca nuestra felicidad quiere
perdonarnos, infundir nuevamente su Amor en nuestros corazones
y ayudarnos a tomar la cruz que El nos presenta, como la
presentó a su propio Hijo. Él enseñará nuevamente a mirar
desde sus ojos y a hablar desde su corazón para reparar y
reconstruir, para reemprender el camino y volver a la
gratuidad y a la gratitud del amor. Él quiere dar la gracia de
amar el rostro de su Hijo, como asimismo su belleza, su gracia
y su fidelidad, en el rostro cansado, dolido y a veces desleal
del esposo o la esposa que se ha escogido como compañía por
propia elección, para ser uno y vivir juntos una alianza de
amor, de fecundidad y de paz.
Rehacer la vida es
reemprender la marcha detenida, tomar de la mano al ofendido o
al ofensor y dar testimonio personalmente, con humildad y
perseverancia, de cómo es el Amor de Dios, cuál es el Camino,
cómo se busca la Verdad que nos hace libres, y dónde se
encuentra la Vida. La felicidad que buscamos también está en
seguir a Cristo por las rutas torcidas, sobre las cuales él
escribe derecho, sabiendo "que en todas las cosas interviene
Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido
llamados según sus designios". Y si la oración, que acompañará
constante la búsqueda y el dolor, no parece a veces llevarnos
a donde quisiéramos ni nos acerca al otro, oyendo a Pablo
sabremos que "la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia,
guardará nuestros corazones en Cristo Jesús".
Como
cristianos no podemos desconfiar de la capacidad de amar que
hemos recibido de Dios, y que en el caso de los esposos es
vivificada por la gracia del sacramento, porque la lealtad la
ha impreso él mismo en nuestro espíritu, y nos acompaña en el
amor a la Patria, en el sacrificio de la vida, en nuestros
actos más sagrados y nobles. Posponer y olvidar oportunamente
todo lo que nuestra lealtad rechaza, es tener muy buena
memoria, es recordar a nuestro Padre y su plan de amor, es ser
dócil a las mociones del Espíritu. Luchar por restituir el
bien a quien le pertenece, es redescubrir el amor verdadero
cuando no sabíamos encontrarlo, y es darle transparencia a la
imagen de Dios, como él la quiso imprimir en nosotros.
Construir la familia es asumir una vocación muy grande: es
ingresar en una escuela de paz, generosidad y abnegación, en
un taller para hijos de Dios, es construirse a sí mismo y
edificar la mejor sociedad humana y la más hermosa
Patria.
El doloroso camino de la distancia y la
separación Con mucha esperanza, a solas con
Jesús
El camino de la alianza conyugal también
conduce a escuchar esas palabras de Jesús que invitan a hacer
las buenas obras cuando nadie las vea ni las agradezca, salvo
el Padre de los cielos. Recordándonos que nuestro amor debe
ser semejante al amor fiel del Señor, él puede solicitar
incluso que en la vida conyugal se acepte la soledad, porque
amamos a nuestro Padre y su santa voluntad. En su sabiduría
puede pedir, en distintas circunstancias de la vida, compartir
la esperanza y el sufrimiento a solas con él, por un tiempo
breve o prolongado, pensando en el bien de la unión conyugal,
de los hijos, de la sociedad, y en el ejemplo que reforzará
otros matrimonios. Aceptar esa soledad interior es decirle
"sí" a Cristo cuando, mirándonos hondamente a los ojos, como
al joven rico que lo abandonó porque tenía mucho que perder,
nos pide dejar tantas cosas y seguirlo por su
camino.
La separación, un remedio
extremo
A veces la soledad es más profunda, y está
unida a grandes tensiones y a la imposibilidad de mantener la
convivencia. Es más, a veces en la convivencia se producen
tales daños, que la separación llega a ser un deber. Escribe
el Santo Padre: "Motivos diversos, como incomprensiones
recíprocas, incapacidad de abrirse a las relaciones
interpersonales, etc.; pueden conducir dolorosamente el
matrimonio válido a una ruptura con frecuencia irreparable.
Obviamente la separación debe considerarse como un remedio
extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido
inútil. La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio
del cónyuge separado, especialmente si es inocente. En este
caso la comunidad eclesial debe particularmente sostenerlo,
procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda concreta,
de manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso
en la difícil situación en que se encuentra; ayudarle a
cultivar la exigencia del perdón, propio del amor cristiano y
la disponibilidad a reanudar eventualmente la vida conyugal
anterior".
Y una puerta hacia un encuentro personal
con el Señor
Nos cabe respetar y acompañar a
quienes tuvieron que tomar la dolorosa decisión de separarse.
Tuvieron que asumir no sólo su propio sufrimiento, sino además
el dolor de las personas que fueron profundamente afectadas
por su decisión, lo que la hizo aún más dura. Es difícil
hablar a quienes la han sufrido, cuando no se ha experimentado
ese mismo dolor. Pero hay algo que sabemos y que todos hemos
vivido: el sufrimiento puede ser la puerta de acceso a una
mayor unión con Cristo. En efecto, el sufrimiento que inclina
a buscar el mensaje que el Padre nos envía a través de él, y a
recibir y conquistar ese bien que el Padre persigue cuando sus
entrañas se conmueven al vernos sufrir, ese sufrimiento nos
enaltece, abre el corazón y prepara para una nueva manera de
vivir con Dios. Él nos llama y nos busca en el dolor. Las
personas separadas pueden responder a la voz del Señor desde
su situación, a partir de su experiencia nueva, y con el
corazón purificado y preparado para nuevas tareas, que serán
emprendidas con más comprensión, con más compasión y más
humildad. El dolor puede traernos dones que consuelan y
aportan paz interior. No en vano dijo Nuestro Señor: "Felices
los que lloran, porque ellos serán consolados". Con mucha
delicadeza habrá que pensar en el bien de los hijos, y lograr
que ellos mantengan, dentro de lo posible, una relación filial
con ambos padres. A veces el marido queda muy desvalido
después de una separación, y necesita mucho apoyo de sus
familiares y amigos. Pero con frecuencia es la mujer la que
llevará el peso del hogar y de la educación de los hijos, y la
que recibe poco apoyo de la sociedad. Lo necesita más que
nunca.
También un camino de santidad
Con
gran admiración he conocido a hombres que han llevado de
manera muy meritoria su separación, y sobre todo a mujeres que
han sufrido la separación de sus maridos, y que han resuelto
vivir íntegramente, con mucha fe en la gracia sacramental, la
promesa de fidelidad en Cristo, y entenderla como un camino de
santidad. Se han unido en grupos de oración y de sincera
amistad. Han vitalizado su encuentro personal con el Señor,
meditando y saboreando la sabiduría de su Palabra, acudiendo a
los sacramentos, encontrándolo en la comunidad y en los hijos,
también dándole más cabida en la vida a la comprensión y la
bondad. No olvidaron el misterio de la cruz, que pesa sobre
nuestra existencia como misterio de salvación, y que abre
puertas hacia una vida interior más misericordiosa, más
contemplativa y más plena. Era algo conmovedor descubrir en el
rostro de estas mujeres separadas mucha paz y alegría
interior, y en su vida un signo elocuente de la fidelidad
irrevocable de Cristo a la Iglesia.
El matrimonio,
¿habrá sido realmente válido?
A veces uno de los
cónyuges o ambos, llegan a la conclusión que la separación es
una ruptura definitiva. Sucede sobre todo cuando a pesar de
numerosos intentos y después de recurrir a instancias de
consejo y mediación, la convivencia los ha alejado
irrecuperablemente o les infiere un gran daño y se ha hecho
del todo imposible. También ocurre cuando la otra parte funda
un nuevo hogar. Cabría solicitar la declaración canónica y
civil de la separación. Pero a veces sucede que la causa del
desencuentro reside en el hecho de haber contraído
inválidamente el matrimonio. Por eso, es aconsejable examinar
si el primer matrimonio fue válido o inválido desde el primer
día. Se puede recurrir a una persona experta, para investigar
si el matrimonio fracasó porque faltó algo necesario para que
fuera válido. Los tribunales eclesiásticos tienen abogados que
conocen los principios de la Iglesia, y los Tribunales civiles
que se ocuparán de las causas familiares ya contarán con
abogados expertos. En ambos foros se podrá obtener un consejo
calificado y un trato justo.
Son hermanos nuestros
quienes han establecido una nueva unión Hay situaciones muy
diversas Nos conmueve profundamente el dolor y la esperanza de
quienes han sufrido el impacto de la destrucción de su
familia, y pensaron que debían tomar la difícil decisión de
fundar un nuevo hogar. Los cientistas sociales llegan a la
conclusión que la infidelidad estable de uno de los cónyuges
es la causa primera del término de la amistad conyugal y de la
ruptura. Otras fallas son perdonadas; ésta difícilmente. Pero
hay, como sabemos, otras causas que inclinan hacia una nueva
unión: por ejemplo, la convicción del cónyuge abandonado de
ser demasiado débil para seguir viviendo, por el resto de sus
días, sin un apoyo cercano con quien compartir la vida. Las
situaciones son muy diversas entre sí. El mismo Santo Padre
recomienda a los pastores que, por amor a la verdad, hagan un
buen discernimiento de las situaciones, y no confundan entre
aquellos que "sinceramente se han esforzado por salvar el
primer matrimonio y han sido abandonados del todo
injustamente, y los que por culpa propia han destruido un
matrimonio canónicamente válido". También menciona el Papa
otra situación, la de aquellos "que han contraído una segunda
unión en vista de la educación de los hijos, y a veces están
subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente
matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca
válido". Pero es seguro que casi todos los que han sellado una
nueva unión esperan que la sociedad la reconozca, y que la
equipare, lo más posible, al matrimonio.
Esperan
nuestro respeto
Un primer paso será reconocer que
quienes han sufrido las separaciones definitivas y han tomado
la decisión de sellar una nueva unión esperan el respeto de la
sociedad. La decisión la han tomado en el foro de su
conciencia. Es cierto, abandonaron objetivamente lo que pide
Nuestro Señor, quien les ofrecía su gracia para reflejar su
amor fiel e irrevocable, como la ofrece en virtud del
sacramento a quienes lo han contraído. Pero aun así, esperan
sentirse respetados por nosotros. Desde luego, no conocemos
sus motivaciones subjetivas. No sabemos con qué formación
llegaron a su primer compromiso; con qué apoyo contaron en las
dificultades; si solicitaron un consejo y qué consejos
recibieron en las situaciones de profunda crisis; cuánta
debilidad, qué desvalimiento y a veces cuánta desesperación
experimentaron después de la separación; con qué libertad y
con qué preparación y energía espiritual han podido abordar su
presente y su futuro; cuántos errores y qué errores
cometieron, o en qué faltas personales y culpas pueden haber
incurrido. Tampoco sabemos con qué disposición subjetiva
optaron por seguir una ruta diversa de la propuesta por el
Creador como un camino estrecho, que nos asemeja al grano de
trigo que ha de morir si quiere producir mucho fruto.
Conscientes de nuestra ignorancia, de la debilidad que muchas
veces nos amenaza, de nuestras propias desviaciones y errores,
del misterio de la dignidad de todos los hijos de Dios y de la
asombrosa clemencia del Padre celestial, queremos tratarles de
la misma manera como nosotros quisiéramos ser tratados si
estuviéramos en su lugar. También por eso no queremos
juzgarlos. Además no podemos olvidar la enseñanza del Maestro:
"Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No
juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis
condenados".
Los hermanos y las hermanas nuestras que
han seguido este camino esperan también el reconocimiento de
su voluntad noble de dar estabilidad a los hijos en el hogar
que han fundado, de educarlos en la fe y de lograr que en su
casa brillen el amor, la confianza, el apoyo mutuo y la
alegría. En los anhelos, en los esfuerzos y en el dolor de
estas hijas e hijos suyos, el Señor llama a su Iglesia, para
que "rece por ellos, los anime, se presente como madre
misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza".
Con este espíritu ha de procurar "con solícita caridad que no
se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun
debiendo, en cuanto bautizados, participar en su
vida".
Y tienen derecho a mucho más como hermanos
nuestros
Es cierto que estas parejas, si llevan
vida conyugal, no pueden participar de la "comunión
eucarística, dado que su estado y situación de vida
contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la
Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía", pero
ello no significa que estén "excomulgados", es decir, fuera de
la comunidad de los bautizados. Es más, la Iglesia exhorta a
sus pastores y a toda la comunidad de los fieles que los ayude
y les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el
sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a
incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la
comunidad a favor de la justicia, a educar a los hijos en la
fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia
para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios". Hay
sobradas razones para darles un trato verdaderamente fraterno,
respetuoso y lleno de caridad. Suelen participar en
comunidades que buscan un conocimiento más profundo de las
Escrituras y en acciones solidarias, sirviendo a los que más
sufren. No pocas veces dan su contribución económica a la
Iglesia, aun ayudan con su experiencia a esposos en
dificultad. Muchas veces nos admira su espíritu de oración y
sus generosas obras de misericordia, practicadas con gran
discreción, mediante las cuales esperan alcanzar la
misericordia que el Señor prometió a los misericordiosos. Así
crecerá la confianza de poder retomar un día, con la ayuda de
la gracia y del sacramento de la reconciliación, la plena
participación sacramental en la comunidad del Pueblo de Dios.
Nos escribe el Santo Padre: "La Iglesia está firmemente
convencida de que también quienes se han alejado del mandato
del Señor y viven en tal situación, pueden obtener de Dios la
gracia de la conversión y de la salvación, si perseveran en la
oración, en la penitencia y en la caridad".
Al
Estado le importa su bien y el bien de sus
hijos
También al Estado debe importarle el bien de
los esposos cuyo hogar se rompió, el bien de los hijos que
nacieron en ese primer hogar, el bien de los hijos de la nueva
unión, como igualmente la estabilidad del nuevo hogar. El
Estado tiene que hacer lo suyo por atender estas situaciones,
ofreciendo soluciones legales coherentes con el bien social.
Sobre ellas, la Conferencia Episcopal manifestó lo siguiente:
"Nuestra intención no es agobiar a los hogares que se formaron
después de una ruptura matrimonial, ni impedir que el Estado,
tomando ciertas cautelas, proteja estos hogares cuando son
estables. También en estos casos el bien de los hijos requiere
la protección de la ley. Pero para ello creemos que no es
necesario ni conveniente alterar la naturaleza del vínculo
matrimonial y reemplazar este firme fundamento de la familia
por la inestabilidad del ´matrimonio divorciable´". No
queremos que más personas sufran las consecuencias de este
mal.
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