------------------------------------------------------------------------
Serie de Catequesis Juan Pablo II
Las dos dimensiones de la pureza, según San Pablo
La doctrina paulina sobre la pureza
La auténtica teología del cuerpo
Crear un clima favorable a la educación de la castidad
en las obras de la cultura artística
------------------------------------------------------------------------
1. En
nuestras consideraciones del miércoles pasado sobre la pureza, según la
enseñanza de San Pablo, hemos llamado la atención sobre el texto de la primera
Carta a los Corintios. El Apóstol presenta allí a la Iglesia como Cuerpo de
Cristo, y esto le ofrece la oportunidad de hacer el siguiente razonamiento
acerca del cuerpo humano: . Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada
uno de ellos como ha querido. Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen
más d débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los
rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos
con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de
más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de
ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros
se preocupen por igual unos de otros' (1 Cor 12, 18. 2225).
2. La
'descripción' paulina del cuerpo humano corresponde a la realidad que lo
constituye: se trata, pues, de una descripción 'realista'. En el realismo de
esta descripción se entreteje, al mismo tiempo, un sutilísimo hilo devaluación
que le confiere un valor profundamente evangélico, cristiano. Ciertamente, es
posible 'describir' el cuerpo humano, expresar su verdad con la objetividad
propia de las ciencias naturales; pero dicha descripción con toda su precisión
no puede ser adecuada (esto es, conmensurable con su objeto), dado que no se
trata sólo del cuerpo (entendido como organismo, en el sentido 'somático'), sino
del hombre, que se expresa a sí' mismo por medio de ese cuerpo, y en este
sentido 'es', diría, ese cuerpo. Así, pues, ese hilo de valoración, teniendo en
cuenta que se trata del hombre como persona, es indispensable al describir el
cuerpo humano. Además, queda dicho cuán justa es esta valoración. Esta es una
de las tareas y de los temas perennes de toda la cultura: de la literatura,
escultura, pintura e incluso de la danza, de las obras teatrales y, finalmente,
de la cultura, de la vida cotidiana, privada o social. Tema que merecería la
pena de ser tratado separadamente.
3. La
descripción paulina de la primera Carta a los Corintios (12, 1825) no tiene,
ciertamente, un significado 'científico': no presenta un estudio biológico
sobre el organismo humano, o bien sobre la 'somática' humana; desde este punto
de vista, es una simple descripción 'precientífica', por lo demás concisa,
hecha apenas con unas pocas frases. Tiene todas las características del
realismo común y es, sin duda, suficientemente 'realista'. Sin embargo, lo que
determina su carácter específico, lo que de modo particular justifica su
presencia en la Sagrada Escritura, es precisamente esa valoración entretejida
en la descripción y expresada en su misma trama 'narrativo realista'. Se puede
decir con certeza que esta descripción no sería posible sin toda la verdad de
la creación y también sin toda la verdad de la 'redención del cuerpo' que Pablo
profesa y proclama. Se puede afirmar también que la descripción paulina del
cuerpo corresponde precisamente a la actitud espiritual de 'respeto' hacia el
cuerpo humano, debido a la 'santidad' (Cfr. 1 Tes 4, 35. 78) que surge de los
misterios de la creación y de la redención. La descripción paulina está
igualmente lejana tanto del desprecio maniqueo del cuerpo como de las varias
manifestaciones de un 'culto del cuerpo' naturalista.
4. El
autor de la primera Carta a los Corintios (12, 1825) tiene ante los ojos el
cuerpo humano en toda su verdad; por tanto, al cuerpo, impregnado ante todo (si
así se puede decir) por la realidad entera de la persona y de su dignidad. Es,
al mismo tiempo, el cuerpo del hombre 'histórico', varón y mujer, esto es, de
ese hombre que, después del pecado, fue concebido, por decirlo así, dentro y
por la realidad del hombre que había tenido la experiencia de la inocencia
originaria. En las expresiones de Pablo acerca de los 'miembros menos decentes'
del cuerpo humano, como también acerca de aquellos que 'parecen más d débiles',
o bien acerca de los 'que tenemos por más viles', nos parece encontrar el
testimonio de la misteriosa vergüenza que experimentaron los primeros seres
humanos, varón y mujer, después del pecado original. Esta vergüenza quedó
impresa, en ellos y en todas las generaciones del hombre 'histórico', como
fruto de la triple concupiscencia (con referencia especial a la concupiscencia
de la carne). Y, al mismo tiempo, en esta vergüenza como ya se puso de relieve
en los análisis precedentes quedó impreso un cierto 'eco' de la misma inocencia
originaria del hombre: como un 'negativo' de la imagen', cuyo 'positivo' había
sido precisamente la inocencia originaria.
5. La
'descripción' paulina del cuerpo humano parece confirmar perfectamente nuestros
análisis anteriores. Están en el cuerpo humano los 'miembros menos decentes' no
a causa de su naturaleza 'somática' (ya que una descripción científica y
fisiológica trata a todos los miembros y a los órganos del cuerpo humano de
modo 'neutral', con la misma objetividad), sino sola y exclusivamente porque en
el hombre mismo existe esa vergüenza que hace 'ver' a algunos miembros del
cuerpo como 'menos decentes' y lleva a considerarlos como tales. La misma
vergüenza parece, a la vez, constituir la base de lo que escribe el Apóstol en
la primera Carta a los Corintios: 'A los que parecen más viles los rodeamos de
mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor
decencia' (1 Cor 12, 23). Así, pues, se puede decir que de la vergüenza nace
precisamente el 'respeto' por el propio cuerpo: respeto, cuyo mantenimiento pide
Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 4). Precisamente este
mantenimiento del cuerpo 'en santidad y respeto' se considera como esencial
para la virtud de la pureza.
6.
Volviendo todavía a la 'descripción' paulina del cuerpo en la primera Carta a
los Corintios (12, 1825), queremos llamar la atención sobre el hecho de que,
según el autor de la Carta, ese esfuerzo particular que tiende a respetar el
cuerpo humano, y especialmente a sus miembros más 'débiles' o 'menos decentes',
corresponde al designio originario del Creador, o sea, a esa visión de la que
habla el libro del Génesis: 'Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho' (Gen
1, 31). Pablo escribe: 'Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que
carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos
los miembros se preocupen por igual unos de otros' (1 Cor 12, 24-25). La
'escisión en el cuerpo', cuyo resultado es que algunos miembros son
considerados 'más d débiles', 'más viles', por tanto, 'menos decentes', es una
expresión ulterior de la visión del estado interior del hombre después del
pecado original, esto es, del hombre 'histórico'. El hombre de la inocencia
originaria, varón y mujer, de quienes leemos en el Génesis (2, 25) que 'estaban
desnudos. sin avergonzarse de ello', tampoco experimentaba esa' desunión en el
cuerpo'. A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo y que
Pablo llama cuidado recíproco de los diversos miembros (Cfr. 1 Cor 12, 25),
correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía del
'corazón'. Esta armonía, o sea, precisamente la 'pureza de corazón', permitía
al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria, experimentar
sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a los dos) la
fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el substrato
'insospechable' de su unión personal o communio personarum.
7. Como
se ve, el Apóstol, en la primera Carta a los Corintios (12, 182 5), vincula su
descripción del cuerpo humano al estado del hombre 'histórico'. En los umbrales
de la historia de este hombre está la experiencia de la vergüenza ligada con la
'de desunión en el cuerpo', con el sentido del pudor por ese cuerpo (y
especialmente por esos miembros que somáticamente determinan la masculinidad y
la feminidad). Sin embargo, en la misma 'descripción' Pablo indica también el
camino que (precisamente basándose en el sentido desvergüenza) lleva a la
transformación de este estado hasta la victoria gradual sobre esa 'de desunión
en el cuerpo' victoria que puede y debe realizarse en el corazón del hombre. Este
es precisamente el camino de la pureza, o sea, 'mantener el propio cuerpo en
santidad y respeto'. Al 'respeto' del que trata en la primera Carta a los
Tesalonicenses (4, 35), Pablo se remite de nuevo, en la primera Carta a los
Corintios (12, 18-25), al usar algunas locuciones equivalentes, cuando habla
del 'respeto', o sea, de la estima hacia los miembros 'más viles', 'más
débiles' del cuerpo, y cuando recomienda mayor 'decencia' con relación a lo que
en el hombre es considerado 'menos decente'. Estas locuciones caracterizan más
de cerca ese 'respeto', sobre todo, en el ámbito de las relaciones y
comportamientos humanos en lo que se refiere al cuerpo; lo cual es importante
tanto respecto al 'propio' cuerpo como evidentemente también en las relaciones
recíprocas (especialmente entre el hombre y la mujer, aunque no se limitan a
ellas).
No
tenemos duda alguna de que la 'descripción' del cuerpo humano en la primera
Carta a los Corintios tiene un significado fundamental para el conjunto de la
doctrina paulina sobre la pureza.
------------------------------------------------------------------------
1.
Durante nuestros últimos encuentros de los miércoles hemos analizado dos
pasajes, tomados de la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 35) y de la
primera Carta a los Corintios (12, 18-25), con el fin de mostrar lo que parece
ser esencial en la doctrina de San Pablo sobre la pureza, entendida en sentido
moral, o sea, como virtud. Si en el texto citado de la primera Carta a los
Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza consiste en la templanza, sin
embargo, en este texto, igual que en la primera Carta a los Corintios, se pone
también de relieve la nota del 'respeto'. Mediante este respeto debido al
cuerpo humano (y añadimos que, según la primera Carta a los Corintios, el
respeto es considerado precisamente en relación con su componente de pudor), la
pureza como virtud cristiana se manifiesta en las Cartas paulinas como un
camino eficaz para apartarse de lo que en el corazón humano es fruto de la
concupiscencia de la carne. La abstención 'de la impureza', que implica el
mantenimiento del cuerpo 'en santidad y respeto', permite deducir que, según la
doctrina del Apóstol, la pureza es una ' capacidad centrada en la dignidad del
cuerpo, esto es, en la dignidad de la persona en relación con el propio cuerpo,
con la feminidad y masculinidad que se manifiesta en este cuerpo. La pureza,
entendida como 'capacidad' es precisamente expresión y fruto de la vida 'según
el Espíritu' en el significado pleno de la expresión, es decir, como capacidad
nueva del ser humano, en el que da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos
dimensiones de la pureza la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión
carismática, o sea, el don del Espíritu Santo están presentes y estrechamente
ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el
Apóstol en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo 'templo
(por tanto, morada y santuario) del Espíritu Santo'.
2. '¿O
no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros
y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?', pregunta Pablo
a los Corintios (1 Cor 6, 19) después de haberles instruido antes con mucha
severidad acerca de las exigencias morales de la pureza. 'Huid de la
fornicación. Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda;
pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo' (Ibid. , 6, 18). La nota
peculiar del pecado al que el Apóstol estigmatiza aquí está en el hecho de que
este pecado, al contrario de todos los demás, es 'contra el cuerpo' (mientras
que los otros pecados quedan 'fuera del cuerpo'). Así, pues, en la terminología
paulina encontramos la motivación para las expresiones 'los pecados del cuerpo'
o los 'pecados carnales'. Pecados que están en contraposición precisamente con
esa virtud, gracias a la cual el hombre mantiene 'el propio cuerpo en santidad
y respeto' (Cfr. 1 Tes 4, 35)
3. Estos
pecados llevan consigo la 'profanación' del cuerpo: privan al cuerpo de la
mujer o del hombre del respeto que se les debe a causa de la dignidad de la
persona. Sin embargo, el Apóstol va más allá: según él, el pecado contra el
cuerpo es también ' profanación del templo'. Sobre la dignidad del cuerpo
humano, a los ojos de Pablo, no sólo decide el espíritu humano, gracias al cual
el hombre es constituido como sujeto personal, sino más aún la realidad sobrenatural,
que es la morada y la presencia continua del Espíritu Santo en el hombre en su
alma y en su cuerpo como fruto de la redención realizada por Cristo. De donde
se sigue que el 'cuerpo' del hombre ya no es solamente 'propio'. Y no sólo por
ser cuerpo de la persona merece ese respeto, cuya manifestación en la conducta
recíproca de los hombres, varones y mujeres, constituye la virtud de la pureza.
Cuando el Apóstol escribe: 'Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que
está en vosotros y habéis recibido de Dios' (1 Cor 6, 19), quiere indicar
todavía otra fuente de la dignidad del cuerpo, precisamente el Espíritu Santo,
que es también fuente del deber moral que se deriva de esta dignidad.
4. La
realidad de la redención, que es también 'redención del cuerpo' constituye esta
fuente. Para Pablo, este misterio de la fe es una realidad viva, orientada
directamente hacia cada uno de los hombres. Por medio de la redención, cada uno
de los hombres ha recibido de Dios, nuevamente, su propio ser y su propio
cuerpo. Cristo ha impreso en el cuerpo humano en el cuerpo de cada hombre y de
cada mujer una nueva dignidad, dado que en El mismo el cuerpo humano ha sido
admitido, juntamente con el alma, a la unión con la Persona del Hijo Verbo. Con
esta nueva dignidad, mediante la 'redención del cuerpo', nace a la vez también
una nueva obligación, de la que Pablo escribe de modo conciso, pero mucho más
impresionante: 'Habéis sido comprados a precio' (Ibid. , 6, 20). Efectivamente,
el fruto de la redención es el Espíritu Santo, que habita en el hombre y en su
cuerpo como en un templo. En este don, que santifica a cada uno de los hombres,
el cristiano recibe nuevamente su propio ser como don de Dios. Y este nuevo
doble don obliga. El Apóstol hace referencia a esta dimensión de la obligación
cuando escribe a los creyentes, que son conscientes del don, para convencerles
de que no se debe cometer la 'impureza', no se debe 'pecar contra el propio
cuerpo' (Ibid. ,6, 18). Escribe: 'El cuerpo no es para la fornicación, sino
para el Señor, y el Señor para el cuerpo' (Ibid. , 6, 13). Es difícil expresar
de manera más concisa lo que comporta para cada uno de los creyentes el
misterio de la Encarnación. El hecho de que el cuerpo humano venga a ser en
Jesucristo cuerpo de Dios Hombre logra, por este motivo, en cada uno de los
hombres, una nueva elevación sobrenatural, que cada cristiano debe tener en
cuenta en su comportamiento respecto al 'propio' cuerpo y, evidentemente,
respecto al cuerpo del otro: el hombre hacia la mujer y la mujer hacia el
hombre. La redención del cuerpo comporta la institución en Cristo y por Cristo
de una nueva medida de la santidad del cuerpo. A esta santidad precisamente se
refiere Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 35) cuando habla de
'mantener el propio cuerpo en santidad y respeto'.
5. En el
capítulo 6 de la primera Carta a los Corintios, en cambio, Pablo precisa la
verdad sobre la santidad del cuerpo, estigmatizando con palabras incluso
drásticas la 'impureza', esto es, el pecado contra la santidad del cuerpo, el
pecado de la 'impureza': '¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de
Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una
meretriz? "No lo quiera Dios! ¿No sabéis que quien se allega a una
meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque serán dos, dice, en una carne. Pero
el que se allega al Señor se hace un espíritu con El' (1 Cor 6, 15-17). Si la
pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de la 'vida según el
Espíritu', esto quiere decir que en ella fructifica el misterio de la redención
del cuerpo como parte del misterio de Cristo, comenzado en la Encarnación y, a
través de ella, dirigido ya a cada uno de los hombres. Este misterio fructifica
también en la pureza, entendida como un empeño particular fundado sobre la
ética. El hecho de que hayamos 'sido comprados a precio' (1 Cor 6, 20), esto
es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente un compromiso
especial, o sea, el deber de 'mantener el propio cuerpo en santidad y respeto'.
La conciencia de la redención del cuerpo actúa en la voluntad humana en favor
de la abstención de la 'impureza'; más aún, actúa a fin de hacer conseguir una
apropiada habilidad o capacidad, llamada virtud de la pureza.
Lo que
resulta de las palabras de la primera Carta a los Corintios (6,15-17) acerca de
la enseñanza de Pablo sobre la virtud de la pureza como realización de la vida
'según el Espíritu', es de una profundidad particular y tiene la fuerza del
realismo sobrenatural de la fe. Es necesario que volvamos a reflexionar sobre
este tema más de una vez.
------------------------------------------------------------------------
1. En
nuestro encuentro de hace algunas semanas centramos la atención sobre el pasaje
de la primera Carta a los Corintios, en el que San Pablo llama al cuerpo humano
'templo del Espíritu Santo'. Escribe: '¿O no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y
que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados aprecio' (1 Cor 6,
1920). '¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?' (1 Cor 6, 15).
El Apóstol señala el misterio de la 'redención del cuerpo', realizado por
Cristo, como fuente de un particular deber moral, que compromete a los
cristianos a la pureza, a esa que el mismo Pablo define en otro lugar como la
exigencia de 'mantener el propio cuerpo en santidad y respeto' (1 Tes 4, 4).
2. Sin
embargo, no descubriremos hasta el fondo la riqueza del pensamiento contenido
en los textos paulinos si no tenemos en cuenta que el misterio de la redención
fructifica en el hombre también de modo carismático. El Espíritu Santo que,
según las palabras del Apóstol, entra en el cuerpo humano como en el propio
'templo', habita en él y obra con sus dones espirituales. Entre estos dones,
conocidos en la historia de la espiritualidad como los siete dones del Espíritu
Santo (Cfr. Is 11, 2, según los LXX y la Vulgata), el más apropiado a la virtud
de la pureza parece ser el don de la 'piedad' (eusebeía, donum pietatis). Si la
pureza dispone al hombre a 'mantener el propio cuerpo en santidad y respeto',
como leemos en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 35), la piedad, que es
don del Espíritu Santo, parece servir de modo particular a la pureza,
sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es propia del cuerpo
humano en virtud del misterio de la creación y de la redención. Gracias al don
de la piedad, las palabras de Pablo: '¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo
del Espíritu Santo, que está en vosotros. y que no os pertenecéis?', adquieren
la elocuencia de una experiencia y se convierten en viva y vivida verdad en las
acciones. Abren también el acceso más pleno a la experiencia del significado
esponsalicio del cuerpo y de la libertad del don vinculada con él, en la cual
se descubre el rostro profundo de la pureza y su conexión orgánica con el amor.
3.
Aunque el mantenimiento del propio cuerpo 'en santidad y respeto' se forme
mediante la abstención de la 'impureza' y este camino es indispensable, sin
embargo, fructifica siempre en la experiencia más profunda de ese amor que ha
sido grabado desde el 'principio', según la imagen y semejanza de Dios mismo,
en todo el ser humano y, por tanto, también en su cuerpo. Por eso San Pablo
termina su argumentación de la primera Carta a los Corintios en el c. 6 con una
significativa exhortación: 'Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo'(v. 20).
La pureza como virtud, o sea, capacidad de 'mantener el propio cuerpo en
santidad y respeto', aliada con el don de la piedad, como fruto de la
inhabitación del Espíritu Santo en el 'templo' del cuerpo, realiza en él una
plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios
mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es
la gloria de Dios en el cuerpo humano, a través del cual se manifiestan la
masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa belleza singular que
penetra cada una de las esferas de la convivencia recíproca de los hombres y
permite expresar en ella la sencillez y la profundidad, la cordialidad y la
autenticidad irrepetible de la confianza personal. (Quizá tendremos más tarde
ocasión para tratar ampliamente este tema. El vínculo de la pureza con el amor
y también la conexión de la misma pureza en el amor con el don del Espíritu
Santo que es la piedad constituye una trama poco conocida por la teología del
cuerpo, que, sin embargo, merece una profundización particular. Esto podrá
realizarse en el curso de los análisis que se refieren a la sacramentalidad del
matrimonio).
4.Y
ahora una breve referencia al Antiguo Testamento. La doctrina paulina acerca de
la pureza, entendida como 'vida según el Espíritu', parece indicar una cierta
continuidad con relación a los libros 'sapienciales' del Antiguo Testamento. Allí
encontramos, por ejemplo, la siguiente oración para obtener la pureza en los
pensamientos, palabras y obras: 'Señor, Padre y Dios de mi vida. No se adueñen
de mí los placeres libidinosos y de la sensualidad y no me entregues al deseo
lascivo' (Sir 23, 46). Efectivamente, la pureza es condición para encontrar la
sabiduría y para seguirla, como leemos en el mismo libro: 'Hacia ella (esto es,
a la sabiduría) enderecé mi alma y en la pureza la he encontrado' (Sir 51, 20).
Además, se podría también, de algún modo, tener en consideración el texto del
libro de la Sabiduría (8, 21) conocido por la liturgia en la versión de la
Vulgata: 'Scivi quoniam aliter non possum es se continens, nisi Deus det; et
hoc ipsum erat sapientiae, scire, cuius esset hoc donum'.
Según
este concepto, no es tanto la pureza condición de la sabiduría cuanto sería la
sabiduría condición de la pureza, como de un don particular de Dios. Parece que
ya en los textos sapienciales antes citados se delinea el doble significado de
la pureza: como virtud y como don. La virtud está al servicio de la sabiduría,
y la sabiduría predispone a acoger el don que proviene de Dios. Este don
fortalece la virtud y permite gozar, en la sabiduría, los frutos de una
conducta y de una vida que sean puras.
5. Como
Cristo en su bienaventuranza del Sermón de la Montaña, la que se refiere a los
'puros de corazón', pone de relieve la 'visión de Dios', fruto de la pureza y
en perspectiva escatológica, así Pablo, a su vez, pone de relieve su
irradiación en las dimensiones de la temporalidad cuando escribe: 'Todo es
limpio para los limpios, mas para los impuros y para los infieles nada hay
puro, porque su mente y su conciencia están contaminadas. Alardean de conocer a
Dios, pero con las obras le niegan.' (Tit 1, 15 ss). Estas palabras pueden
referirse también a la pureza, en sentido general y específico, como a la nota
característica de todo bien moral. Para la concepción paulina de la pureza, en
el sentido del que hablan la primera Carta a los Tesalonicenses (4,35) y la
primera Carta a los Corintios (6, 13 -20), esto es, en el sentido de la 'vida
según el Espíritu', parece ser fundamental como resulta del conjunto de
nuestras consideraciones la antropología de nacer de nuevo en el Espíritu Santo
(Cfr. también Jn 3, ss). Esta antropología crece de las raíces hundidas en la
realidad de la redención del cuerpo, realizada por Cristo: redención cuya
expresión última es la resurrección. Hay razones profundas para unir toda la temática
de la pureza a las palabras del Evangelio, en las que Cristo se remite a la
resurrección (y esto constituirá el tema de la ulterior etapa de nuestras
consideraciones). Aquí la hemos colocado sobre todo en relación con el ethos de
la redención del cuerpo.
6. El
modo de entender y de presentar la pureza heredado de la tradición del Antiguo
Testamento y característico de los libros 'sapienciales' era ciertamente una
preparación indirecta, pero también real, a la doctrina paulina acerca de la
pureza entendida como 'vida según el Espíritu'. Sin duda, ese modo facilitaba
también a muchos oyentes del Sermón de la Montaña la comprensión de las
palabras de Cristo cuando, al explicar el mandamiento 'no adulterarás', se
remitía al 'corazón' humano. El conjunto de nuestras reflexiones ha podido
demostrar de este modo, al menos en cierta medida, con cuánta riqueza y con
cuánta profundidad se distingue la doctrina sobre la pureza en sus mismas
fuentes bíblicas y evangélicas.[25. III.81]
------------------------------------------------------------------------
1. Antes
de concluir el ciclo de consideraciones concernientes a las palabras
pronunciadas por Jesucristo en el Sermón de la Montaña es necesario recordar,
una vez más, estas palabras y volver a tomar sumariamente el hilo de las ideas,
del cual constituyen la base. Así, dice Jesús: 'Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró con ella en su corazón' (Mt 5, 2728). Se trata de palabras sintéticas
que exigen una reflexión profunda, análogamente a las palabras con que Cristo
se refirió al 'principio'. A los fariseos, los cuales apelando a la ley de
Moisés, que admitía el llamado Libelo de repudio le habían preguntado: '¿Es
lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?', El respondió: '¿No habéis
leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer?. Por esto dejará el
hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne.
Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre' (Mt 19, 36). También estas
palabras han requerido una reflexión profunda para sacar toda la riqueza que
encierran. Una reflexión de este género nos ha permitido delinear la auténtica
teología del cuerpo.
2.
Siguiendo la referencia al 'principio', hecha por Cristo, hemos dedicado una
serie de reflexiones a los textos relativos del libro del Génesis que tratan
precisamente de ese 'principio'. De los análisis hechos ha surgido no sólo una
imagen de la situación del hombre varón y mujer en el estado de inocencia
originaria, sino también la base teológica de la verdad del hombre y de su
particular vocación que brota del misterio eterno de la persona: imagen de
Dios, encarnada en el hecho visible y corpóreo de la masculinidad o feminidad
de la persona humana. Esta verdad está en la base de la respuesta dada por
Cristo en relación al carácter del matrimonio, y en particular a su
indisolubilidad. Es la verdad sobre el hombre, verdad que hunde sus raíces en el
estado de inocencia originaria, verdad que es necesario entender, por tanto, en
el contexto de la situación anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer
en el ciclo precedente de nuestras reflexiones.
3. Sin
embargo, al mismo tiempo, es necesario considerar, entender e interpretar la
misma verdad fundamental sobre el hombre, su ser varón y mujer, bajo el prisma
de otra situación; esto es, de la que se formó mediante la ruptura de la
primera alianza con el Creador, o sea, mediante el pecado original. Conviene
ver esta verdad sobre el hombre varón y mujer en el contexto de su estado de
pecado hereditario. Y precisamente aquí nos encontramos con el enunciado de
Cristo en el Sermón de la Montaña. Es obvio que en la Sagrada Escritura de la
Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas narraciones, frases y palabras que
confirman la misma verdad, es decir, que el hombre 'histórico' lleva consigo la
heredad del pecado original; no obstante, las palabras de Cristo pronunciadas
en el Sermón de la Montaña parecen tener dentro de su concisa enunciación una
elocuencia particularmente densa. Lo demuestran los análisis hechos
anteriormente, que han desvelado gradualmente lo que se encierra en estas
palabras. Para esclarecer las afirmaciones concernientes a la concupiscencia es
necesario captar el significado bíblico de la concupiscencia misma de la triple
concupiscencia, y principalmente de la concupiscencia de la carne. Entonces,
poco a poco, se llega a entender por que Jesús define esa concupiscencia
(precisamente el 'mirar para desear') como 'adulterio cometido en el corazón'. Al
hacer los análisis relativos hemos tratado, al mismo tiempo, de comprender el
significado que tenían las palabras de Cristo para sus oyentes inmediatos,
educados en la tradición del Antiguo Testamento, es decir, en la tradición de
los textos legislativos, como también proféticos y 'sapienciales'; y, además,
el significado que pueden tener las palabras de Cristo para el hombre de toda
otra poca, y en particular para el hombre contemporáneo, considerando sus
diversos condicionamientos culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de
que estas palabras, en su contenido esencial, se refieren al hombre de todos
los lugares y de todos los tiempos. En esto consiste también su valor
sintético: anuncian a cada uno la verdad que es válida y sustancial para él.
4. ¿Cuál
es esta verdad? Indudablemente es una verdad de carácter ético, y en
definitiva, pues, una verdad de carácter normativo, lo mismo que es normativa
la verdad contenida en el mandamiento 'No adulterarás'. La interpretación de
este mandamiento, hecha por. Cristo, indica el mal que es necesario evitar y
vencer precisamente el mal de la concupiscencia de la carne y, al mismo tiempo,
señala el bien al que abre el camino la superación de los deseos. Este bien es
la 'pureza de corazón', de la que habla Cristo en el mismo contexto del Sermón
de la Montaña. Desde el punto de vista bíblico, la 'pureza del corazón'
significa la libertad de todo género de pecado o de culpa y no sólo de los
pecados que se refieren a la 'concupiscencia de la carne'. Sin embargo, aquí
nos ocupamos de modo particular de uno de los aspectos de esa 'pureza', que
constituye lo contrario del adulterio 'cometido en el corazón'. Si esa 'pureza
de corazón' de la que tratamos se entiende, según el pensamiento de San Pablo,
como 'vida según el Espíritu', entonces el contexto paulino nos ofrece una
imagen completa del contenido encerrado en las palabras pronunciadas por Cristo
en el Sermón de la Montaña. Contienen una verdad de naturaleza ética, ponen en
guardia contra el mal e indican el bien moral de la conducta humana; más aún,
orientan a los oyentes a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la
pureza de corazón. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al
mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la 'pureza de corazón',
indican, a la vez, los valores a los que el corazón humano puede y debe
aspirar.
5. De
aquí la pregunta: ¿Que verdad, válida para todo hombre, se contiene en las
palabras de Cristo? Debemos responder que en ellas se encierra no sólo una
verdad ética, sino también la verdad esencial sobre el hombre, la verdad
antropológica. Precisamente por esto, nos remontamos a estas palabras al
formular aquí la teología del cuerpo, en íntima relación y, por decirlo así, en
la perspectiva de las palabras precedentes, en las que Cristo se había referido
al 'principio'. Se puede afirmar que, con su expresiva elocuencia evangélica,
se llama la atención, en cierto sentido, a la conciencia, presentándole el
hombre de la inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas. No
tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que
el hombre dejó ya detrás de sí en el momento en que cometió el pecado original:
le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de Corazón, que le es posible
y accesible también en la situación de estado hereditario de pecado. Esta es la
pureza del 'hombre de la concupiscencia' que, sin embargo, está inspirado por
la palabra del Evangelio y abierto a la 'vida según el Espíritu' (en
conformidad con las palabras de San Pablo), esto es, la pureza del hombre de la
concupiscencia que está envuelto totalmente por la 'redención del cuerpo'
realizada por Cristo. Precisamente por esto, en las palabras del Sermón de la
Montaña encontramos la llamada al 'corazón', es decir, al hombre interior. El
hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de
la pureza de corazón evangélica; para que vuelva a encontrar y realice el valor
del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención
El
significado normativo de las palabras de Cristo está profundamente arraigado en
su significado antropológico, en la dimensión de la interioridad humana. '
6. Según
la doctrina evangélica, desarrollada de modo tan estupendo en las Cartas
paulinas, la pureza no es sólo abstenerse de la impureza (Cfr. 1 Tes 4,3), o
sea, la templanza, sino que, al mismo tiempo, abre también camino a un
descubrimiento cada vez más perfecto de la dignidad del cuerpo humano, la cual
está orgánicamente relacionada con la libertad del don de la persona en la
autenticidad integral de su subjetividad personal, masculina o femenina. De
este modo, la pureza, en el sentido de la templanza, madura en el corazón del
hombre que la cultiva y tiende a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio
del cuerpo en su verdad integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida
interiormente; en cierto sentido, debe ser 'sentida con el corazón', para que
las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer e incluso la simple mirada
vuelvan a adquirir ese contenido de sus significados. Y precisamente este
contenido se indica en el Evangelio por la 'pureza de corazón'.
7. Si en
la experiencia interior del hombre (esto es, del hombre de la concupiscencia)
la 'templanza' se delinea, por decirlo así, como función negativa, el análisis
de las palabras de Cristo, pronunciadas en el Sermón de la Montaña y unidas con
los textos de San Pablo nos permite trasladar este significado hacia la función
positiva de la pureza del corazón. En la pureza plena el hombre goza de los
frutos de la victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que
escribe San Pablo, exhortando a 'mantener el propio cuerpo en santidad y respeto'
(1 Tes 4, 4). Más aún, precisamente en una pureza tan madura se manifiesta en
parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es
'templo' (Cfr. 1 Cor 6, 19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum
pietatis), que restituye a la experiencia del cuerpo especialmente cuando se
trata de la esfera de las relaciones recíprocas del hombre y de la mujer toda
su sencillez, su limpidez e incluso su alegría interior. Este es, como puede
verse, un clima espiritual muy diverso de la 'pasión y libídine' de las que
escribe San Pablo [y que, por otra parte, conocemos por los análisis
precedentes; basta recordar al Sirácida (26, 1 3. I S1 8)]. Efectivamente, una
cosa es la satisfacción de las pasiones y otra la alegría que el hombre encuentra
en poseerse más plenamente a sí mismo, pudiendo convertirse de este modo
también más plenamente en un verdadero don para otra persona.
Las
palabras pronunciadas por Cristo en el Sermón de la Montaña orientan al corazón
humano precisamente hacia esta alegría. Es necesario que a esas palabras nos
confiemos nosotros mismos, los propios pensamientos y las propias acciones,
para encontrar la alegría y para donarla a los demás.
------------------------------------------------------------------------
1. En
nuestras reflexiones precedentes tanto en el ámbito de las palabras de Cristo,
en las que El hace referencia al 'principio', como en el ámbito del Sermón de
la Montaña, esto es, cuando El se remite al 'corazón' humano hemos tratado de
hacer ver, de modo sistemático, cómo la dimensión de la subjetividad personal
del hombre es elemento indispensable, presente en la hermenéutica teológica,
que debemos descubrir y presuponer en la base del problema del cuerpo humano. Por
tanto, no sólo la realidad objetiva del cuerpo, sino todavía mucho más, como
parece, la conciencia subjetiva y también la 'experiencia' subjetiva del cuerpo
entran, constantemente, en la estructura de los textos bíblicos, y por esto,
requieren ser tenidos en consideración y hallar su reflejo en la teología. En
consecuencia, la hermenéutica teológica debe tener siempre en cuenta estos dos
aspectos. No podemos considerar al cuerpo como una realidad objetiva fuera de
la subjetividad personal del hombre, de los seres humanos: varones y mujeres. Casi
todos los problemas del 'ethos del cuerpo' están vinculados, al mismo tiempo, a
su identificación ontológica como cuerpo de la persona y al contenido y calidad
de la experiencia subjetiva, es decir, al tiempo mismo del 'vivir', tanto del
propio cuerpo como en las relaciones interhumanas, y particularmente en esta
perenne relación 'varón mujer'. También las palabras de la primera Carta a los
Tesalonicenses, con las que el autor exhorta a 'mantener el propio cuerpo en
santidad y respeto' (esto es, todo el problema de la 'pureza de corazón')
indican, sin duda alguna, estas dos dimensiones.
2 Se
trata de dimensiones que se refieren directamente a los hombres concretos,
vivos, a sus actitudes y comportamientos. Las obras de la cultura,
especialmente del arte, logran ciertamente que esas dimensiones de 'ser cuerpo'
y de 'tener experiencia del cuerpo' se extiendan, en cierto sentido, fuera de
estos hombres vivos. El hombre se encuentra con la 'realidad del cuerpo' y
'tiene experiencia del cuerpo' incluso cuando éste se convierte en un tema de
la actividad creativa, en una obra de arte, en un contenido de la cultura. Pues
bien: por lo general es necesario reconocer que este contacto se realiza en el
plano de la experiencia estética, donde se trata de contemplar la obra de arte
(en griego aisthánomai: miro, observo) y, por tanto, en el caso concreto, se
trata del cuerpo objetivado, fuera de su identidad ontológica, de modo diverso
y según criterios propios de la actividad artística; sin embargo, el hombre que
es admitido a tener esta visión está, a priori, muy profundamente unido al
significado del prototipo, o sea, modelo, que en este caso es él mismo el
hombre vivo y el cuerpo humano vivo: para que pueda distanciar y separar
completamente ese acto, substancialmente estético, de la obra en sí y de su
contemplación, gracias a esos dinamismos o reacciones que dirigen esa
experiencia primera y ese primer modo de vivir. Este mirar, por su naturaleza
'estético', no puede, en la conciencia subjetiva del hombre, quedar totalmente
aislado de ese 'mirar' del que habla Cristo en el Sermón de la Montaña: al
poner en guardia contra la concupiscencia.
3. Así,
pues, toda la esfera de las experiencias estéticas se encuentra, al mismo
tiempo, en el ámbito del ethos del cuerpo. Justamente, pues, también aquí es
necesario pensar en la necesidad de crear un clima favorable a la pureza;
efectivamente, este clima puede estar amenazado no sólo en el modo mismo en que
se desarrollan las relaciones y la convivencia de los hombres vivos, sino
también en el ámbito de las objetivaciones propias de las obras de Cultura, en
el ámbito de las comunicaciones sociales: cuando se trata de la palabra hablada
o escrita; en el ámbito de la imagen, es decir, de la representación o de la
visión, tanto en el significado tradicional de este término como en el
contemporáneo. De este modo llegamos a los diversos campos y productos de la
cultura artística, plástica, de espectáculo, incluso laque se basa en técnicas
audiovisuales contemporáneas. En este área amplia y tan diferenciada, es
preciso que nos planteemos una pregunta a la de lo muy estrechamente ligadas
que están a las palabras que Cristo pronunció en el Sermón de la Montaña,
comparando el 'mirar para desear' con el 'adulterio cometido en el corazón'. La
ampliación de estas palabras al ámbito de la cultura artística es de particular
importancia, por cuanto se trata de 'crear un clima favorable a la castidad',
del que habla Pablo VI en su Encíclica Humanae vitae. Tratemos de comprender
este tema de modo muy profundo y esencial.
------------------------------------------------------------------------
1.
Reflexionemos ahora en relación con las palabras de Cristo en el Sermón de la
Montaña sobre el problema del ethos del cuerpo humano en las obras de la
cultura artística. Este problema tiene raíces muy profundas. Conviene recordar
aquí la serie de análisis hechos en relación con la referencia de Cristo al
'principio' y sucesivamente con la llamada que El mismo hizo al 'corazón'
humano en el Sermón de la Montaña. El cuerpo humano el desnudo cuerpo humano en
toda la verdad de su masculinidad y feminidad tiene un significado de don de la
persona a la persona. El ethos del cuerpo, es decir, la regularidad ética de su
desnudez, a causa de la dignidad del sujeto personal, está estrechamente
vinculado a ese sistema de referencia, entendido como sistema esponsalicio, en
el que el dar de una parte se encuentra con la apropiada y adecuada respuesta
de la otra al don. Tal respuesta decide sobre la reciprocidad del don. La
objetivación artística del cuerpo humano en su desnudez masculina y femenina, a
fin de hacer de él primero un modelo y, después, tema de la obra de arte, es
siempre una cierta transferencia al margen de esta originaria y específica
configuración suya con la donación interpersonal. Ello constituye, en cierto
sentido, un desarraigo del cuerpo humano de esa configuración y su
transferencia a la dimensión de la objetivación artística: dimensión específica
de la obra de arte o bien de la reproducción típica de las técnicas
cinematográficas o fotográficas de nuestro tiempo.
En cada
una de estas dimensiones y en cada una de modo diverso el cuerpo humano pierde
ese significado profundamente subjetivo del don y se convierte en objeto
destinado a un múltiple conocimiento, mediante el cual los que miran, asimilan,
o incluso, en cierto sentido, se adueñan de lo que evidentemente existe; es
más, debe existir esencialmente a nivel de don, hecho de la persona a la
persona, no ya en la imagen, sino en el hombre vivo. A decir verdad, ese
'adueñarse' se da ya a otro nivel, es decir, a nivel del objeto de la
transfiguración o reproducción artística; sin embargo, es imposible no darse
cuenta que desde el punto de vista del 'ethos' del cuerpo entendido
profundamente, surge aquí un problema. Problema muy delicado, que tiene sus
niveles de intensidad según los diversos motivos y circunstancias tanto por
parte de la actividad artística como por parte del conocimiento de la obra de
arte o de su reproducción. Del hecho que se plantee este problema no se deriva
ciertamente que el cuerpo humano, en su desnudez, no pueda convertirse en tema
de la obra de arte, sino sólo que este problema no es puramente estético ni
moralmente indiferente.
2. En
nuestros análisis anteriores (sobre todo en relación a la referencia de Cristo
al 'principio') hemos dedicado mucho espacio al significado de la vergüenza,
tratando de comprender la diferencia entre la situación y el estado de la
inocencia originaria, en la que 'estaban ambos desnudos. Sin avergonzarse de
ello' (Gen 2, 25) y, sucesivamente, entre la situación y el estado pecaminoso
en el que nació entre el hombre y la mujer junto con la vergüenza, la necesidad
específica de la intimidad hacia el propio cuerpo. En el corazón del hombre
sujeto a la concupiscencia esta necesidad sirve, si bien indirectamente, a
asegurar el don y la posibilidad del darse recíprocamente. Tal necesidad
determina también el modo de actuar del hombre como 'objeto de la cultura', en
el más amplio significado de la palabra. Si la cultura demuestra una tendencia
explícita a cubrir la desnudez del cuerpo humano, ciertamente lo hace no sólo
por motivos climáticos, sino también con relación al proceso de crecimiento de
la sensibilidad personal del hombre. La anónima desnudez del hombre-objeto
contrasta con el progreso de la cultura auténticamente humana de las
costumbres. Probablemente es posible confirmar esto también en la vida de las
poblaciones así llamadas primitivas. El proceso de afinar la sensibilidad
personal humana es ciertamente factor y fruto de la cultura.
Detrás
de la necesidad de la vergüenza, es decir, de la intimidad del propio cuerpo
(sobre la cual informan con tanta precisión las fuentes bíblicas en Gen 3) se
esconde una norma más profunda: la del don orientada hacia las profundidades
mismas del sujeto personal o hacia la otra persona, especialmente en la relación
hombre-mujer según la perenne regularidad del darse recíproco. De este modo, en
los procesos de la cultura humana, entendida en sentido amplio, constatamos
incluso en el estado pecaminoso heredado por el hombre una continuidad bastante
explícita del significado esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y
feminidad. Esa vergüenza originaria, conocida ya desde los primeros capítulos
de la Biblia, es un elemento permanente de la cultura y de las costumbres. Pertenece
al origen del ethos del cuerpo humano.
3. El
hombre de sensibilidad desarrollada supera, con dificultad y resistencia
interior, el límite de esa vergüenza. Lo que se pone en evidencia incluso en
las situaciones que, por lo demás, justifican la necesidad de desnudar el
cuerpo, como, por ejemplo, en el caso de las intervenciones o de los exámenes
médicos. Especialmente hay que recordar también otras circunstancias, como, por
ejemplo, las de los campos de concentración o de los lugares de exterminio,
donde la violación del pudor corpóreo es un método conscientemente usado para
destruir la sensibilidad personal y el sentido de la dignidad humana. Por
doquier si bien de modos diversos se confirma la misma línea de regularidad. Siguiendo
la sensibilidad personal, el hombre no quiere convertirse en objeto para los
otros a través de la propia desnudez anónima ni quiere que el otro se convierta
para él en objeto de modo semejante. Evidentemente, 'no quiere' en tanto en
cuanto se deja guiar por el sentido de la dignidad del cuerpo humano. Varios,
en efecto, son los motivos que pueden inducir, incitar, incluso empujar al
hombre a actuar de modo contrario a lo que exige la dignidad del cuerpo humano,
en conexión con la sensibilidad personal. No se puede olvidar que la
fundamental 'situación' interior del hombre 'histórico' es el estado de la
triple concupiscencia (Cfr. 1 Jn 2, 16). Este estado y, en particular, la
concupiscencia de la carne se hace sentir de diversos modos, tanto en los
impulsos anteriores del corazón humano como en todo el clima de las relaciones
interhumanas y en las costumbres sociales.
4. No
podemos olvidar esto ni siquiera cuando se trata de la amplia esfera de la
cultura artística, sobre todo la de carácter visivo y espectacular, como
tampoco cuando se trata de la cultura de 'masas', tan significativa para
nuestros tiempos y vinculada con el uso de las técnicas de divulgación de la
comunicación audiovisual. Se plantea un interrogante: cuándo y en que caso esta
esfera de actividad del hombre desde el punto de vista del ethos del cuerpo se
pone bajo acusación de pornovisión, así como la actividad literaria, a la que
se acusaba y se acusa frecuentemente de pornografía (este segundo término es
más antiguo). Lo uno y lo otro se realiza cuando se rebasa el límite de la
vergüenza, o sea, de la sensibilidad personal respecto a lo que tiene conexión
con el cuerpo humano, con su desnudez; cuando en la obra artística o mediante
las técnicas de la reproducción audiovisual se viola el derecho a la intimidad
del cuerpo en su masculinidad o feminidad, y en último análisis cuando se viola
la profunda regularidad del don y del darse reciproco, que está inscrita en esa
feminidad y masculinidad a través de toda la estructura del ser hombre. Esta
inscripción profunda mejor, incisión decide sobre el significado esponsalicio
del cuerpo humano, es decir, sobre la llamada fundamental que éste recibe a
formar la 'comunión de las personas' y a participar en ella.
Al
interrumpir en este punto nuestra reflexión, que continuaremos el miércoles
próximo, conviene hacer constar que la observancia o la no observancia de estas
regularidades, tan profundamente vinculadas a la sensibilidad personal del
hombre, no puede ser indiferente para el problema de 'crear un clima favorable
a la castidad' en la vida y en la educación.