El
ofertorio es el mismo del Misal anterior al Concilio Vaticano II:
«Acepta, Señor, en la fiesta solemne de Navidad la ofrenda que nos reconcilia
contigo de modo perfecto, porque en ella se encierra la plenitud del culto que
el hombre puede tributarte».
El Salmo 97,3, en la comunión, nos lleva a cantar, con toda la tierra, la
victoria de nuestro Dios. Y en la postcomunión, que también se encontraba
en el Misal anterior, pedimos al Dios de misericordia que hoy, que nos ha nacido
de nuevo el Salvador para comunicarnos la vida divina, nos conceda hacernos
igualmente partícipes del don de su inmortalidad.
–Isaías 52,7-10: Los confines de la tierra verán la victoria de
nuestro Dios. Ha cumplido Dios su palabra de consolación. Nos ha redimido,
dejándose ver y amar en medio de nosotros. Cristo es la realidad suprema del
acercamiento pedagógico de Dios a nosotros. Cristo es el Mensajero que viene a
anunciar la Buena Nueva: el Evangelio, de la paz y de la salvación.
Cristo colma la expectativa de la Historia y de todo hombre. Se pone a la cabeza
de un pueblo nuevo que con Él camina más aprisa hacia Dios. El hombre adquiere
una nueva conciencia de sí mismo, adquiere el sentido verdadero de la propia
dignidad y la posibilidad de crecer hacia el más allá, hacia la salvación
definitiva.
En el Misterio de la Encarnación se nos da Dios mismo con todo lo que Él es y
con todo cuanto posee. Él sabe muy bien que ninguna otra cosa puede saciarnos
más que Él mismo. Es, pues, legítima nuestra alegría y son buenas nuestras
fiestas, pero sin el desorden ni el derroche.
–Con el Salmo 97 cantamos al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho
maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo… Los confines de
la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Estamos salvados. Pero
muchos hombres aún no lo saben o se comportan como si no lo supiesen.
–Hebreos 1,1-6: Dios nos ha hablado por su Hijo. Cristo es
personalmente la Palabra de Dios vivo. En la plenitud de los tiempos el Padre
nos ha hablado por su Hijo. Ha habido dos fases en la Revelación: la preparación
por los profetas, primero, y en la plenitud de los tiempos la revelación
perfecta por medio del Hijo. Son dos momentos continuos, de manera que,
ciertamente, en todo tiempo Dios ha hablado a los hombres. Pero en el último
tiempo su Palabra se ha expresado de un modo insólito y maravilloso, con un
gesto nuevo de infinito amor. Cristo, Verbo encarnado, imagen de Dios y de su
gloria es el signo sacramental de una nueva presencia de Dios en medio de
nosotros. Es la Palabra eterna que dialoga con nosotros, y así nos regenera.
Salva y libra al hombre de la esclavitud del pecado.
–Juan 1,1-18: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. El
Verbo, que es Luz y Vida divina –Luz que salva y Amor que redime–, se ha hecho
uno más entre nosotros. El Hijo de Dios se nos hace presente en la realidad
viviente de un Corazón también humano. San Agustín ha comentado este pasaje
evangélico muchas veces.
«Nadie dé muestras de ingenio, revolviendo en su cabeza pensamientos pobres, como el siguiente: –“¿Cómo, si en el principio ya existía el Verbo?… ¿cómo el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros?” Oye la causa. Cierto que a los que creen en su nombre les dio la potestad de ser hijos de Dios… ¿Es acaso maravilla que lleguéis vosotros a ser hijos de Dios, cuando por vosotros el Hijo de Dios llegó a ser hijo del hombre? Y si, haciéndose hombre, quien era más, vino a ser menos, ¿no puede hacer que nosotros, que éramos menos, pudiéramos venir a ser algo más? Él pudo bajar a nosotros, ¿y nosotros no podremos subir a Él? Tomó por nosotros nuestra muerte, ¿y no ha de darnos la vida? Padeció tus males, ¿y no te dará sus bienes?…
«Ésta es la fe. Mantén lo que no ves todavía. Es necesario que permanezcas ligado por la fe a lo que no ves, para no tener que avergonzarte cuando llegues a verlo» (Sermón 119,5, en Hipona).
¡Qué inefable alegría debe producirnos nuestra viva fe en el misterio de
la Navidad! Sigamos contemplando el Misterio con la ayuda de San Agustín:
«Un año más ha brillado para nosotros –y hemos de celebrarlo– el Nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. En Él la verdad ha brotado de la tierra (Sal 84,12); el Día del día ha venido ha nuestro día: alegrémonos y regocijémonos en Él (Sal 117,24). La fe de los cristianos conoce lo que nos ha aportado la humildad de tan gran excelsitud. De ello se mantiene alejado el corazón de los impíos, pues Dios escondió estas cosas a los sabios y prudentes y las reveló a los pequeños (Mt 11,25).
«Posean, por tanto, los humildes la humildad de Dios, para llegar también a la altura de Dios con tan grande ayuda, cual jumento que soporta su debilidad. Aquellos sabios y prudentes, en cambio, cuando buscan lo excelso de Dios y no creen lo humilde, al pasar por alto esto y, en consecuencia, no alcanzar aquello debido a su vaciedad y ligereza, a su hinchazón y orgullo, quedaron como colgados entre el cielo y la tierra, en el espacio propio del viento…
«Por tanto, celebremos el nacimiento del Señor con la asistencia y el aire de fiesta que merece. Exulten los varones, exulten las mujeres…Exultad, jóvenes santos… Exultad, vírgenes santas… Exultad, todos los justos… Ha nacido el Justificador. Exultad, débiles y enfermos, ha nacido el Salvador. Exultad, cautivos, ha nacido el Redentor. Exultad, siervos, ha nacido el Señor. Exultad, hombres libres: ha nacido el Libertador. Exultad, todos los cristianos, ha nacido Cristo» (Sermón 184, día de Navidad, después del año 412).
Y dice el mismo Doctor en otro sermón, predicado entre los años 412 y 416:
«Se llama día del Nacimiento del Señor a la fecha en que la Sabiduría de Dios se manifestó como Niño y la Palabra de Dios, sin palabras, emitió la voz de la carne. La divinidad oculta fue anunciada a los pastores por la voz de los ángeles e indicada a los Magos por el testimonio del firmamento. Con esta festividad anual celebramos, pues, el día en que se cumplió la profecía: “La verdad ha brotado de la tierra y la justicia ha mirado desde el cielo” (Sal 84,12).
«La Verdad, que mora en el seno del Padre, ha brotado de la tierra para estar también en el seno de una Madre. La Verdad, que contiene el mundo, ha brotado de la tierra para ser llevada por manos de mujer. La Verdad, que alimenta de forma incorruptible la bienaventuranza de los ángeles, ha brotado de la tierra, para ser amamantada por los pechos de carne. La Verdad, a la que no basta el cielo, ha brotado de la tierra para ser colocada en un pesebre.
«¿En bien de quién vino con tanta humildad tan grande excelsitud? Ciertamente, no vino para bien suyo, sino nuestro, a condición que creamos. ¡Despierta, hombre; por ti, Dios se hizo hombre!… Por ti, repito, Dios se hizo hombre. Estarías muerto para la eternidad si Él no hubiera venido. Celebremos con alegría la llegada de nuestra salvación y redención» (Sermón 185).
26 de diciembre. San Esteban
Es el primero de los mártires, y de ahí que su testimonio haya conservado
siempre un valor excepcional dentro de la Iglesia. El Espíritu de Dios era el
que lo impulsaba a hablar y transfiguraba ante sus adversarios su rostro, que
aparecía como el de un ángel (Hch 6-7). El mismo Espíritu fue el que lo
fortaleció en el martirio y oró en él por los que lo apedreaban, y también por
el joven Saulo, que guardaba los mantos de los que lo hacían. Gracias a Esteban
tenemos a Pablo. La oración del primer mártir logra de Dios este gran éxito en
los comienzos del cristianismo.
La oración colecta (del Misal anterior) pide al Señor nos conceda la
gracia de imitar al mártir San Esteban, que oró por los verdugos que le daban
tormento, para que así nosotros aprendamos a amar a nuestros enemigos.
–Hechos 6,8-10; 7,54-59: Lleno del Espíritu Santo, muere como Cristo.
Al anunciarles Jesús a sus discípulos las persecuciones que vendrían sobre
ellos, les había prometido su asistencia. El Espíritu de Dios sería su fuerza y
hablaría por su boca. Y esta promesa de Jesús que oímos en el Evangelio, la
vemos cumplida en el martirio de San Esteban. Se hallaba éste lleno del Espíritu
Santo y el mismo Espíritu inspiraba sus palabras.
–Salmo 30: «A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Sé la Roca de mi
refugio, un baluarte donde me salve»... Cada día, en Completas, ensayando
nuestra futura muerte, repetimos esas palabras primeras de Esteban.
–Mateo 10,17-22: No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu
de vuestro Padre. San Fulgencio de Ruspe comenta:
«Ayer celebramos el nacimiento temporal de nuestro Rey eterno; hoy celebramos el triunfal martirio de su soldado. Ayer nuestro Rey, revestido con el manto de nuestra carne y, saliendo del recinto del seno virginal, se dignó visitar el mundo; hoy el soldado, saliendo del tabernáculo de su cuerpo, triunfador, ha emigrado al cielo.
«Nuestro Rey, siendo la excelsitud misma, se humilló por nosotros. Su venida no ha sido en vano, pues ha aportado grandes dones a sus soldados, a los que no sólo ha engrandecido abundantemente, sino que también los ha fortalecido para luchar invenciblemente. Ha traído el don de la caridad, por la que los hombres se hacen partícipes de la naturaleza divina…
«Así, pues, la misma caridad que Cristo trajo del cielo a la tierra ha levantado a Esteban de la tierra al cielo. La caridad que precedió en el Rey, ha brillado a continuación en el soldado. Esteban, para merecer la corona, que significa su nombre, tenía la caridad como arma y por ella triunfaba en todas partes» (Sermón 3,1-3).
En este día, en que la liturgia celebra a San Esteban, evocamos también el
misterio de Navidad, pues las Vísperas son de la octava de esa solemnidad.
Oigamos a San Agustín:
«Considera, oh hombre, lo que vino a ser Dios por ti. Aprende la doctrina de tan gran humildad de la boca del Doctor que aún no habla. En otro tiempo, en el paraíso, fuiste tan fecundo que impusiste nombre a todo ser viviente. Ahora, por ti yace en el pesebre, sin hablar, tu Creador; sin llamar por su nombre ni siquiera a su Madre. Tú, descuidando la obediencia, te perdiste en el ancho jardín de árboles fructíferos. Él, por obediencia, vino en condición mortal a un establo estrechísimo, para buscar, mediante su muerte, al que estaba muerto. Tú, siendo hombre, quisiste ser Dios, para tu perdición; Él, siendo Dios, quiso ser hombre, para tu salvación. Tanto te oprimía la soberbia humana, que sólo la humildad divina te podría levantar» (Sermón 188,3).
¡El Hijo de Dios tomó nuestra naturaleza humana para ennoblecerla, para
purificarla, para divinizarla, para sumergirla en su naturaleza divina! Tomó
nuestra naturaleza humana para que nosotros fuéramos hijos de Dios. Lo somos por
la gracia santificante. La vivimos, imitando, reproduciendo en nosotros las
virtudes de Cristo: su amor al Padre, su celo por la salvación de las almas, su
obediencia, su humildad, su pobreza, su santidad.
27 de diciembre. San Juan Evangelista
El Evangelista San Juan se encuentra relacionado muy particularmente con los
diversos aspectos del misterio de Cristo. Él fue el que reclinó su cabeza sobre
el pecho del Señor, y él estuvo al pie de la Cruz con la Virgen María, que fue
confiada por Jesús a sus cuidados. Él fue testigo de la Resurrección del Señor.
Y es conocido como el Evangelista teólogo, pues se remonta como un águila real
hacia las alturas del Verbo de Dios.
La oración colecta (compuesta con textos del Veronense, del Gelasiano y
del Gregoriano) pide a Dios, al Señor nuestro, que nos ha revelado por medio del
apóstol San Juan el misterio de su Palabra hecha carne, nos conceda llegar a
comprender y a amar de corazón lo que el Apóstol nos dio a conocer.
–1 Juan 3,1-4: Nuestras manos palparon el Verbo de la Vida. San
Juan, amigo íntimo del Verbo encarnado, nos da testimonio de lo que él vivió
intensamente junto a Jesucristo, y todo lo escribe para que nuestra alegría sea
completa.
–Salmo 96: «Alegraos, justos, con el Señor. El Señor reina, la tierra
goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y nube lo rodean, Justicia y
Derecho sostienen su trono… Amanece la luz para el justo y la alegría para los
rectos de corazón»…
–Juan 20,2-8: El acto de fe es de San Juan. Él corrió con Pedro al
Sepulcro, llegó el primero y vio las vendas en el suelo, pero no entró. Como
testigo de la Resurrección del Señor, «vio y creyó». San Agustín comenta:
«Así, pues, la Vida misma se ha manifestado en la carne, para que, en esta manifestación, aquello que sólo podía ser visto con el corazón fuera también visto con los ojos, y de esta forma sanase los corazones. Pues la Palabra se ve sólo con el corazón, pero la carne se ve también con los ojos corporales. Éramos capaces de ver la carne, pero no logramos ver la Palabra. La Palabra se hizo carne, a la cual podemos ver, para sanar en nosotros aquello que nos hace capaces de ver la Palabra…
«Aquéllos vieron, nosotros no; y, sin embargo, estamos en comunión con ellos, pues poseemos una misma fe… “Os escribimos esto, para que nuestra alegría sea completa”. La alegría completa es la que se encuentra en una misma comunión, una misma caridad, una misma unidad» (Tratado sobre la primera Carta de San Juan 1,1-3).
La Iglesia festeja hoy a San Juan Evangelista, pero continúa celebrando también
el misterio insondable de Navidad. San Ambrosio nos ayuda a contemplarlo,
meditando en el evangelio de San Juan:
«Con pocas palabras ha expuesto San Lucas cómo y en qué tiempo y en qué lugar ha nacido Cristo según la carne. Pero, si quieres conocer su generación celeste, lee el Evangelio de San Juan, que ha comenzado por el cielo para descender a la tierra. Encontrarás allí cuanto Él era, y cómo era y qué era, lo que había hecho y lo que hacía, dónde estaba y a dónde vino, cómo vino, en que tiempo vino, por que causa vino…
«Si hemos conocido la doble generación [del Verbo] y la misión de cada una, si advertimos por qué causa ha venido: tomar sobre sí los pecados del mundo moribundo, para abolir la mancha del pecado y la muerte de todos en sí mismo, que no podía ser vencido, lo lógico es que ahora el Evangelista San Lucas nos enseñe, a su vez y nos muestre los caminos del Señor, que va creciendo según la carne…
«Él ha sido niño para que tú puedas ser varón perfecto. Él ha sido ligado con pañales, para que tú puedas ser desligados de los lazos de la muerte. Él ha sido puesto en un pesebre, para que tú puedas ser colocado sobre los altares. Él ha sido puesto en la tierra, para que tú puedas estar entre las estrellas. Él no tuvo lugar en el mesón, para que tú tengas muchas mansiones en el cielo (Jn 14,2). Él, siendo rico, se ha hecho pobre por nosotros, a fin de que su pobreza nos enriquezca (1 Cor 8,9).
«Luego mi patrimonio es aquella pobreza del Señor, y su debilidad, mi fortaleza. Prefirió para sí la indigencia a fin de ser pródigo para todos. Me purifican los llantos de aquella infancia que da vagidos, y aquellas lágrimas han lavado mis delitos. Yo soy, pues, oh Señor Jesús, más deudor a tus injurias de mi redención, que a tus obras de mi creación. De nada me hubiera servido haber nacido sin el beneficio de la redención.
«He aquí el Señor, he aquí el pesebre por el que nos fue revelado este divino misterio: que los gentiles, viviendo a la manera de bestias sin razón en los establos serían alimentados por la abundancia del alimento sagrado. Entonces el asno, imagen y modelo de los gentiles, ha reconocido el pesebre de su Señor. Por eso dice: “El Señor me ha alimentado y nada me faltará” (cfr. Sal 22). ¿Son acaso insignificantes los signos por los cuales Dios se hace reconocer, el ministerio de los ángeles, la adoración de los Magos y el testimonio de los mártires? Él sale del seno materno, pero resplandece en el cielo; yace en un albergue terreno, pero está bañado de una luz celeste.
«Observa los orígenes de la Iglesia naciente: Cristo nace, y los pastores comienzan a velar; por ellos, el rebaño de las naciones, que vivía hasta entonces la vida de los animales, comienza a ser congregado en el aprisco del Señor, para no ser expuesto, en las oscuras tinieblas de la noche, a los ataques de las bestias espirituales. Y los pastores vigilan bien, habiendo sido formados por el Buen Pastor. De este modo, el rebaño es el pueblo, la noche es el mundo, los pastores son los sacerdotes» (Comentario a San Lucas lib. II, nn. 40-43.50).
El nacimiento del Hijo de Dios humanado no es un idilio infantil, una agradable
escena pastoril, un ejemplo inocente, un hecho que se repite una vez más, como
tantas otras. El Nacimiento de Cristo es y debe ser, más bien, una fuerza que
repercute e influye hondamente en la vida de la Santa Iglesia, en la vida de
todos los cristianos. Y el Señor nos comunica muy especialmente su gloriosa vida
divina por los sacramentos.
28 de Diciembre. Santos Inocentes
Al menos desde el siglo VI la Iglesia ha honrado en los días inmediatos a la
Navidad del Señor a los Santos niños Inocentes. Recoge el hecho el
evangelista San Mateo en la segunda lectura de esta fiesta. Se los considera
como las primicias de los redimidos, en el sentido exacto de esta palabra, pues
confiesan
a Cristo, no con sus palabras, pero sí con su sangre.
La oración colecta (del Misal anterior) dice que los mártires inocentes
proclaman la gloria del Señor en este día no con sus palabras sino con su
sangre, y pide a Dios que nos conceda por su intercesión testimoniar con nuestra
vida la fe que confesamos.
–1 Juan 1,5–2,2. No tiene esta perícopa una relación especial con la
fiesta de hoy, salvo ciertas alusiones a la sangre de Jesús, que «es la víctima
ofrecida por los pecados». De este modo ilumina el misterio de la muerte de los
Niños Inocentes, que siendo inmolados a causa de Jesús, fueron hechos así
miembros de su Cuerpo.
–Salmo 123: «Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del
cazador. Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando nos asaltaban
los hombres, nos habrían tragado vivos, tanto ardía su ira contra nosotros. Nos
habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos
habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes. La trampa se rompió y
escapamos»…Estas palabras se aplican a los Niños Inocentes, que por su muerte
salieron a una vida mejor, vertiendo su sangre a causa de Cristo.
–Mateo 2,13-18: Herodes mandó matar a todos los niños en Belén. Se
cumplió así el oráculo: «Un grito se oye en Ramá: llanto y lamentos grandes. Es
Raquel, que llora a su hijos y rehusa el consuelo, porque ya no viven». Comenta
San Quodvultdeus:
«Nace un niño pequeño, que es un gran Rey. Los magos son atraídos desde lejos; vienen a adorar al que todavía yace en el pesebre, pero que reina al mismo tiempo en el cielo y en la tierra. Cuando los magos le anuncian a Herodes que ha nacido un Rey, él se turba, y para no perder su reinado, lo quiere matar. Si hubiera creído en Él, estaría seguro en la tierra y reinaría sin fin en la otra vida.
«“¿Qué temes, Herodes, al oír que ha nacido un Rey? Él no ha venido a expulsarte a ti, sino para vencer al Maligno. Pero tú no entiendes estas cosas, y por ello te turbas y te enfureces, y, para que no escape el que buscas, te muestras cruel, dando muerte a tantos niños. Ni el dolor de las madres que gimen, ni el lamento de los padres por la muerte de sus hijos, ni los quejidos y los gemidos de los niños te hacen desistir de tu propósito. Matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón”…
«Los niños sin saberlo, mueren por Cristo; los padres hacen duelo por los mártires. Cristo ha hecho dignos testigos suyos a los que todavía no podían hablar. He aquí de qué manera reina el que ha venido para reinar. He aquí que el libertador concede libertad y el salvador da la salvación… ¡Oh gran don de la gracia! ¿De quién son los merecimientos para que triunfen así los niños? Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía no pueden entablar batalla, valiéndose de sus propios miembros, y ya consiguen la palma de la victoria» (Sermón 2, sobre el Símbolo).
La Iglesia recuerda hoy y venera a los Santos Inocentes, pero, durante la octava
de Navidad las Vísperas celebran esa solemnidad. Por eso exponemos su contenido
teológico y espiritual con las Homilías de Navidad de San León Magno.
En la primera dice: «Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la vida para acabar con el temor de la muerte y para llenarnos de gozo con la eternidad prometida. Nadie se crea excluido de participar de este gozo, pues una misma es la causa de la común alegría, ya que nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el santo, porque se acerca el premio; alégrese el pecador, porque se le invita al perdón; anímese el gentil, porque se le llama a la vida.
«Al llegar la plenitud de los tiempos (Gál 4,4), señalada por los inescrutables
designios del divino consejo, tomó el Hijo de Dios la naturaleza humana para
reconciliarla con su autor y vencer al diablo, inventor de la muerte, por la
misma naturaleza que Él había dominado (Sab 2,24)… Se eligió una Virgen de la
estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto sagrado, lo concibió antes
en su espíritu que en su cuerpo.
«Por lo cual, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros y, estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo (Ef 2,5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos.
«Por lo tanto, dejemos al hombre viejo, con sus acciones (Col 3,9) y renunciemos a las obras de la carne, nosotros que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo. Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (2 Pe 1,4), y no vuelvas a la antigua vileza con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado al poder de las tinieblas (Col 1,13), has sido trasladado al reino y claridad de Dios. Por el sacramento del Bautismo te convertiste en templo del Espíritu Santo. No ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la sangre de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará conforme a la verdad».
En la homilía segunda dice: «Exultemos en el Señor, amadísimos, y alegrémonos con un gozo espiritual, pues se ha levantado para nosotros el día de una nueva redención, día preparado desde largo tiempo, día de una felicidad eterna. He aquí, en efecto que el círculo del año nos actualiza de nuevo el misterio de nuestra salvación; misterio prometido desde el comienzo del mundo, otorgado al fin, y hecho para durar siempre.
«Es digno en este día que, elevando nuestros corazones hacia lo alto (1 Cor 10,11), adoremos el misterio divino, para que la Iglesia celebre con gran alegría lo que ha procedido de un gran don de Dios… Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos señalados para la redención del hombre, nuestro Señor Jesucristo, de lo alto de su sede celestial, baja hasta nosotros. Sin dejar la gloria del Padre, viene al mundo según un modo nuevo, por un nuevo nacimiento. Modo nuevo, ya que invisible por naturaleza, se hace visible por nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido hacerse comprensible; el que fue antes que el tiempo, ha comenzado a ser en el tiempo. Siendo Señor del universo, ha tomado la condición de siervo, velando el resplandor de su majestad. Dios impasible, no se ha desdeñado de ser hombre pasible; y siendo inmortal se somete a la muerte…
«El Señor Cristo Jesús ha venido, en efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima; no a sucumbir en nuestros vicios, sino a curarlos. Ha venido a sanar nuestra enfermedad, consecuencia de nuestra corrupción y todas las llagas que manchan nuestra alma».
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno
de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16). Con este canto
de entrada comienza la Misa de hoy.
Y en la oración colecta (Gelasiano) pedimos a Dios todopoderoso, a quien
nadie ha visto nunca y que ha disipado las tinieblas del mundo con la venida de
Cristo, Luz verdadera, nos mire complacido, para que podamos cantar dignamente
la gloria del nacimiento de su Hijo.
–1 Juan 2,3-11: Quien ama a su hermano permanece en la luz. El
cristianismo no es sólo algo negativo: no pecar, sino también vivir según la
voluntad de Dios. Conocer a Cristo es vivir según su Voluntad. Son, pues,
necesarias la fe y las obras (Sant 2, 14-26). Guardar la palabra de Dios es una
respuesta amorosa al amor que Él nos tiene. El amor es superior al conocimiento
y a la fe. Vivir el amor es imitar a Jesucristo, que es en realidad nuestra Ley,
y amar como Él ha amado. Comenta San Agustín:
«“Quien dice que permanece en Cristo debe andar como Él anduvo” (1 Jn 2,6). ¿Y cuál es el camino por el que Cristo caminó? ¿Cuál es sino la caridad de la que dice el Apóstol: “os muestro un camino todavía más excelente” (1 Cor 12,31)?. Si, pues, queremos imitar a Cristo, debemos correr por el mismo camino por el que Él se dignó andar, incluso cuando pendía de la cruz. Estaba clavado en la cruz y, corriendo por el camino de la caridad, rogaba por sus perseguidores. Finalmente, pronunció estas palabras: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34) Pidamos, pues, también nosotros esto mismo, sin cesar, en favor de todos nuestros enemigos, para que el Señor les conceda la corrección de sus costumbres y el perdón de sus pecados» (Sermón 167, A).
Y San Juan Crisóstomo:
«¿Que razón tienes para no amar? ¿Que el otro correspondió a tus favores con injurias? ¿Que quiso derramar tu sangre en agradecimiento de tus beneficios? Pero, si amas por Cristo, ésas son razones que te han de mover a amar más aún. Porque lo que destruye las amistades del mundo, eso es lo que afianza la caridad de Cristo. ¿Cómo? Primero, porque ese ingrato es para ti causa de un premio mayor. Segundo, porque ése precisamente necesita más ayuda y un cuidado más intenso» (Hom. sobre San Mateo 60,3).
–El Padre ha dado a Cristo en su Nacimiento « el trono de David», para que reine
sobre la casa de Jacob y su reino no tenga fin. La plenitud de los tiempos, el
Reino eterno ya comenzado ya, y por eso cantamos con el Salmo 75: «Cantad
al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor,
bendecid su nombre. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su
gloria, sus maravillas a todas las naciones. El Señor ha hecho el cielo; honor y
majestad lo preceden, fuerza y esplendor están en su templo. Alégrese el cielo,
goce la tierra».
En el establo, en el pesebre, debajo del velo de su pobreza, de su vida oscura,
de su desamparo, de su debilidad infantil, el Señor es Rey. Dejémonos
conquistar por Él y abracémonos con su pobreza, con su humildad, con su
obediencia, con su debilidad. De este modo Él también reinará en nosotros.
–Lucas 2,22-35: Jesús, María y José se someten a la ley judaica.
La ley que ordenaba la presentación del primogénito al Señor y la purificación
de la madre no afectaban ni a Jesucristo ni a la Virgen María, pero obedecieron.
Jesús es ofrecido en el templo de manos de la Virgen María y de San José.
Inspirada por el Espíritu Santo, María conoce perfectamente el gran misterio que
nos relata el Evangelio de hoy. Comprende el significado y el valor del
sacrificio que Ella realiza. Identificada en absoluto con los sentimientos
sacrificiales de su divino Hijo, María lo ofrece al Padre con la misma
abnegación, con el mismo desprendimiento con que se ofrece el propio Jesús.
Sacrifica
generosamente con un total e incondicional fiat en sus labios y en su
corazón lo que Ella más quiere y ama, su Todo. Lo hace en nombre y en
representación nuestra y para nuestra salvación.
Estamos ante uno de los momentos más solemnes de la vida de la Virgen María, de
la vida de la humanidad, de la vida de todos y de cada uno de nosotros. Es la
primicia del Calvario. También comienza para Ella su sacrificio. Su alma será
traspasada por la espada del dolor (Lc 2,25). Se ofrece también Ella por
nosotros, juntamente con su Hijo. Ya se vislumbra el día en que, a los pies de
la cruz, completará con Jesús la oblación comenzada hoy en el templo.
El
fiat de la Anunciación tuvo muchos momentos de prolongación
crucificada en su vida.
Entrada: «Cuando todo
guardaba un profundo silencio, al llegar la noche al centro de su carrera, tu
omnipotente Palabra, Señor, bajó de los cielos desde su solio real» (Sab 18,
14-15).
En la colecta (Gelasiano) pedimos al Señor que, por este nuevo nacimiento
de su Hijo en la carne, nos libre del yugo con que nos domina la antigua
servidumbre del pecado.
–1 Juan 2,12-17: El que hace la voluntad de Dios permanece para
siempre. Por Jesús ha llegado la libertad del pecado, hemos conocido al
Padre, hemos vencido al mal. La Palabra de Dios ha morado entre nosotros, nos ha
iluminado con su Luz resplandeciente para conocer la Voluntad del Padre y nos ha
dado fortaleza para cumplirla. Nuestra ley es convivir con la Palabra. Sólo así
podemos vencer la mentira y el mal del mundo. Comenta San Agustín:
«Este mundo fue hecho por Dios, pero el mundo no le conoció. ¿Que mundo no le conoció? El que ama el mundo; el que ama la obra y desprecia al Artífice. Tu amor ha de emigrar. Rompe los cables que te unen a la criatura y únete al Creador. Cambia de amor y de temor. Las costumbres no las hacen buenas o malas más que los buenos o malos amores… “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo”(1 Jn 2,15)...
«Lo que hay en los amantes del mundo es “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición mundana” (ib. 16). La concupiscencia de la carne se identifica con el placer, la concupiscencia de los ojos con la curiosidad y la ambición mundana con la soberbia. Quien vence estas tres cosas no le queda absolutamente ningún deseo que vencer. Hay muchas ramas, pero raíces no hay más que tres» (Sermón 313, A, 2, Cartago, 14 de septiembre 401, fiesta de San Cipriano).
Si viviéramos verdaderamente de nuestra fe, ella inflamaría nuestro corazón y le
haría amar con delirio a Aquel que, impulsado por nuestro amor, se despojó de sí
mismo, se anonadó y, tomando la forma de siervo, se hizo obediente hasta la
muerte y muerte de cruz (Flp 2,5-8). Pero ¡cuánta frialdad, cuánto olvido por
nuestra parte! ¡Y qué inefable alegría debiera producirnos nuestra viva fe en el
misterio de la Navidad del Señor, que tan bella y eficazmente celebra la Iglesia
en estos días!
–El Israel restaurado tras el destierro de Babilonia, después de llenarse de
gozo y cantar al Dios que le dio la victoria, se vuelve hacia los pueblos
paganos vecinos y los invita a cantar también, reconociendo el poder del Señor.
Nosotros hacemos lo mismo cantando con el Salmo 95 y aclamamos a todos
los pueblos, anunciándoles que para todos ha llegado la salvación, la redención,
la liberación con el Nacimiento de Cristo:
«Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad
la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor.
Entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos ante el Señor en el atrio
sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: “El Señor
es Rey. Él afianzó el orbe y no se moverá. Él gobierna a los pueblos
rectamente”».
–Lucas 2,36-40: El Niño que nos ha nacido de María es el Salvador tan
largamente esperado. Así lo proclama Ana en el templo. La Palabra de Dios, que
permanece para siempre, se ha hecho carne, y sacia las esperanzas de un pueblo.
Este pueblo está presente en los ojos y en las manos de Ana, la profetisa, mujer
viuda que ha gastado su vida en ayunos y oraciones junto al templo. La oración
de súplica se transforma así en alabanza ante todos los que esperaban la
redención.
Comenta San Agustín:
«Grandes fueron los méritos de Ana, aquella viuda santa. Había vivido siete años con su marido; muerto él, había llegado a la ancianidad, y en su santa vejez esperaba la infancia del Salvador, para verlo pequeño, ya entrada ella en años; para reconocerlo, ya viejecita, y para ver entrar en el mundo al Salvador, ella que estaba a punto de salir de él…
«El anciano Simeón, cuya edad iba pareja con la de Ana, había vivido también muchos años, y había recibido la promesa de que no conocería la muerte sin haber visto antes a Cristo, al Señor. Comprended, hermanos cuán grande era el deseo de ver a Cristo que tenían los santos antiguos. Sabían que tenía que venir» (Sermón 370,1-2).
Tengamos también nosotros, como aquellos justos antiguos, deseos de
recibir a Jesús, el Salvador, y de poseerlo.
La Familia sagrada vuelve después a Nazaret, y allá vive Jesús en la humildad y en el silencio durante treinta años. ¡Qué fecundidad la de los años de Nazaret! ¡Qué misterio tan impenetrable la vida de los tres allí! ¡Cómo quisiéramos conocer algo de sus coloquios, de sus oraciones, de su intimidad!
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