Él da
gracias a Dios non solamente por las grandes obras
del pasado; le da gracias por la propia exaltación
que se realizará mediante la Cruz y la
Resurrección, dirigiéndose a los discípulos
también con palabras que contienen el compendio de
la Ley y de los Profetas: “Esto es mi Cuerpo
entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz
es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre”. Y así
distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo,
les encarga la tarea de volver a decir y hacer
siempre en su memoria aquello que estaba diciendo
y haciendo en aquel momento.
¿Qué está
sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y
su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino
su Sangre, Él anticipa su muerte, la acepta en lo
más íntimo y la transforma en una acción de amor.
Lo que desde el exterior es violencia brutal,
desde el interior se transforma en un acto de un
amor que se entrega totalmente. Esta es la
transformación sustancial que se realizó en el
cenáculo y que estaba destinada a suscitar un
proceso de transformaciones cuyo último fin es la
transformación del mundo hasta que Dios sea todo
en todos (cf. 1 Cor 15,2. Desde siempre todos los
hombres esperan en su corazón, de algún modo, un
cambio, una transformación del mundo. Este es,
ahora, el acto central de transformación capaz de
renovar verdaderamente el mundo: la violencia se
transforma en amor y, por tanto, la muerte en
vida. Dado que este acto convierte la muerte en
amor, la muerte como tal está ya, desde su
interior, superada; en ella está ya presente la
resurrección. La muerte ha sido, por así decir,
profundamente herida, tanto que, de ahora en
adelante, no puede ser la última palabra. Ésta es,
por usar una imagen muy conocida para nosotros, la
fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser;
la victoria del amor sobre el odio, la victoria
del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima
explosión del bien que vence al mal puede suscitar
después la cadena de transformaciones que poco a
poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios
son superficiales y no salvan. Por esto hablamos
de redención: lo que desde lo más íntimo era
necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar
en este dinamismo. Jesús puede distribuir su
Cuerpo, porqué se entrega realmente a sí mismo.
Esta
primera transformación fundamental de la violencia
en amor, de la muerte en vida lleva consigo las
demás transformaciones. Pan y vino se convierten
en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la
transformación no puede detenerse, antes bien, es
aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y
la Sangre de Cristo se nos dan para que a su vez
nosotros mismos seamos transformados. Nosotros
mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus
consaguíneos. Todos comemos el único pan, y esto
significa que entre nosotros llegamos a ser una
sola cosa. La adoración, hemos dicho, llega a ser,
de este modo, unión. Dios no solamente está frente
a nosotros, como el Totalmente otro. Está dentro
de nosotros, y nosotros estamos en Él. Su
dinámica nos penetra y desde nosotros quiere
propagarse a los demás y extenderse a todo el
mundo, para que su amor sea realmente la medida
dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy
bella a este nuevo paso que la Última Cena nos
indica con la diferente acepción de la palabra
“adoración” en griego y en latín. La palabra
griega es proskynesis. Significa el gesto de
sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra
verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir.
Significa que la libertad no quiere decir gozar de
la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino
orientarse según la medida de la verdad y del
bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros
mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es
necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se
resiste, en un primer momento, a esta perspectiva.
Hacerla completamente nuestra será posible
solamente en el segundo paso que nos presenta la
Última Cena. La palabra latina adoración es
ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y,
por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace
unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor.
Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos
impone cosas extrañas, sino que nos libera desde
lo más íntimo de nuestro ser.
Volvamos de
nuevo a la Última Cena. La novedad que allí se
verificó, estaba en la nueva profundidad de la
antigua oración de bendición de Israel, que ahora
se hacía palabra de transformación y nos concedía
el poder participar en la hora de Cristo. Jesús no
nos ha encargado la tarea de repetir la Cena
pascual que, por otra parte, en cuanto
aniversario, no es repetible a voluntad. Nos ha
dado la tarea de entrar en su “hora”. Entramos en
ella mediante la palabra del poder sagrado de la
consagración, una transformación que se realiza
mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en
continuidad con Israel y con toda la historia de
la salvación, y al mismo tiempo nos concede la
novedad hacia la cual aquella oración tendía por
su íntima naturaleza. Esta oración, llamada por la
Iglesia “oración eucarística”, hace presente la
Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma
los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en
la donación de Dios mismo y que nos compromete en
este proceso de transformación. Por esto llamamos
a este acontecimiento Eucaristía, que es la
traducción de la palabra hebrea beracha,
agradecimiento, alabanza, bendición, y asimismo
transformación a partir del Señor: presencia de su
“hora”. La hora de Jesús es la hora en la cual
vence el amor. En otras palabras: es Dios quien ha
vencido, porque Él es Amor.
La hora de
Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será,
si nosotros, mediante la celebración de la
Eucaristía, nos dejamos arrastrar por aquel
proceso de transformaciones que el Señor pretende.
La Eucaristía debe llegar a ser el centro de
nuestra vida. No se trata de positivismo o ansia
de poder, cuando la Iglesia nos dice que la
Eucaristía es parte del domingo. En la mañana de
Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos
tuvieron la gracia de ver al Señor. Desde entonces
supieron que el primer día de la semana, el
domingo, sería el día de Él, de Cristo. El día del
inicio de la creación sería el día de la
renovación de la creación. Creación y redención
caminan juntas. Por esto es tan importante el
domingo. Es bonito que hoy, en muchas culturas, el
domingo sea un día libre o, juntamente con el
sábado, constituya el denominado “fin de semana”
libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si
en él no está Dios. ¡Queridos amigos! A veces, en
principio, puede resultar incómodo tener que
programar en el domingo también la Misa. Pero si
os empeñáis, constataréis más tarde que es
exactamente esto lo que le da sentido al tiempo
libre. No os dejéis disuadir de participar en la
Eucaristía dominical y ayudad también a los demás
a descubrirla. Ciertamente, para que de esa emane
la alegría que necesitamos, debemos aprender a
comprenderla cada vez más profundamente, debemos
aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale
la pena! Descubramos la íntima riqueza de la
liturgia de la Iglesia y su verdadera grandeza: no
somos nosotros los que hacemos fiesta para
nosotros, sino que es, en cambio, el mismo Dios
viviente el que prepara una fiesta para nosotros.
Con el amor a la Eucaristía redescubriréis también
el sacramento de la Reconciliación, en el cual la
bondad misericordiosa de Dios permite siempre
iniciar de nuevo nuestra vida.
Quien a
descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia Él.
Una gran alegría no se puede guardar para uno
mismo. Es necesario transmitirla. En numerosas
partes del mundo existe hoy un extraño olvido de
Dios. Parece que todo marche igualmente sin Él.
Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento
de frustración, de insatisfacción de todo y de
todos. Dan ganas de exclamar: ¡No es posible que
la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este
modo, junto a olvido de Dios existe como un boom
de lo religioso. No quiero desacreditar todo lo
que se sitúa en este contexto. Puede darse también
la alegría sincera del descubrimiento. Pero
exagerando demasiado, la religión se convierte
casi en un producto de consumo. Se escoge aquello
que place, y algunos saben también sacarle
provecho. Pero la religión buscada a la “medida de
cada uno” a la postre no nos ayuda. Es cómoda,
pero en el momento de crisis nos abandona a
nuestra suerte. Ayudad a los hombres a descubrir
la verdadera estrella que indica el camino:
¡Jesucristo! Tratemos nosotros mismos de conocerlo
siempre mejor para poder guiar también, de modo
convincente, a los demás hacia Él. Por esto es tan
importante el amor a la Sagrada Escritura y, en
consecuencia, conocer la fe de la Iglesia que nos
muestra el sentido de la Escritura. Es el Espíritu
Santo el que guía a la Iglesia en su fe creciente
y la ha hecho y hace penetrar cada vez más en las
profundidades de la verdad (cf. Jn 16,13). El
Papa Juan Pablo II nos ha dejado una obra
maravillosa, en la cual la fe secular se explica
sintéticamente: el Catecismo de la Iglesia
Católica. Yo mismo, recientemente, he podido
presentar el Compendio de tal Catecismo, que ha
sido elaborado a petición del difunto Papa. Son
dos libros fundamentales que querría recomendaros
a todos vosotros.
Obviamente,
los libros por sí solos no bastan. ¡Construid
comunidades basadas en la fe! En los últimos
decenios han nacido movimientos y comunidades en
los cuales la fuerza del Evangelio se deja sentir
con vivacidad. Buscad la comunión en la fe como
compañeros de camino que juntos van siguiendo el
itinerario de la gran peregrinación que primero
nos señalaron los Magos de Oriente. La
espontaneidad de las nuevas comunidades es
importante, pero es asimismo importante conservar
la comunión con el Papa y con los Obispos. Son
ellos los que garantizan que no se están buscando
senderos particulares, sino que a su vez se está
viviendo en aquella gran familia de Dios que el
Señor ha fundado con los doce Apóstoles.
Aún, una vez
más, debo volver a la Eucaristía. “Porque aún
siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos,
pues todos participamos de un solo pan” dice san
Pablo (1 Cor 10,17). Con esto quiere decir:
puesto que recibimos al mismo Señor y Él nos acoge
y nos atrae hacia sí, seamos también una sola cosa
entre nosotros. Esto debe manifestarse en la vida.
Debe mostrase en la capacidad de perdón. Debe
manifestarse en la sensibilidad hacia las
necesidades de los demás. Debe manifestarse en la
disponibilidad para compartir. Debe manifestarse
en el compromiso con el prójimo, tanto con el
cercano como con el externamente lejano, que, sin
embargo, nos mira siempre de cerca. Existen hoy
formas de voluntariado, modelos de servicio mutuo,
de los cuales justamente nuestra sociedad tiene
necesidad urgente. No debemos, por ejemplo,
abandonar a los ancianos en su soledad, no debemos
pasar de largo ante los que sufren. Si pensamos y
vivimos en virtud de la comunión con Cristo,
entonces se nos abren los ojos. Entonces no nos
adaptaremos más a seguir viviendo preocupados
solamente por nosotros mismos, sino que veremos
donde y como somos necesarios. Viviendo y actuando
así nos daremos cuenta bien pronto que es mucho
más bello ser útiles y estar a disposición de los
demás que preocuparse solo de las comodidades que
se nos ofrecen. Yo sé que vosotros como jóvenes
aspiráis a cosas grandes, que queréis
comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a
los hombres, demostrádselo al mundo, que espera
exactamente este testimonio de los discípulos de
Jesucristo y que, sobre todo mediante vuestro
amor, podrá descubrir la estrella que como
creyentes seguimos.
¡Caminemos con Cristo y vivamos nuestra vida como
verdaderos adoradores de Dios! Amén