La sed de lo permanente: El Tatuaje
Un safari en mi pasillo.
Otra catequesis desenfadada
a la gente joven
Enrique Monasterio
Fluvium
Se hizo un tatuaje
Nacho me estaba hablando de sus vacaciones en tres continentes, de los quince
países que ha visitado, y de la chica filipina que conoció no sé dónde, que es "superguay
y supermona y muy católica, no se crea". Entonces tragó saliva y soltó:
— Me he hecho un tatuaje…
— Dónde
— En Corea.
— Digo que en qué parte del cuerpo.
Se remangó la camisa, y casi a la altura del hombro había un nombre femenino
sobre una manzana, y a manera de orla, unas letras:
— Es tagalo.
— Ya. ¿Y qué significa?
— ¿Y a usted qué le importa?
El tatuaje era de los de verdad, de los que valen cinco papeles y sólo se borran
con "una operación a base de láser, tío, que yo no me la hago ni harto de vino".
Son lo permanente
Terminada nuestra conversación fui a desahogarme con Heinz Kloster, que fue pirata a finales del siglo dieciocho y está más tatuado que un
caldero de Toledo. Le pregunté el porqué de esta moda, ahora, en pleno siglo XXI.
— No te confundas, muchacho –me respondió–. El tatuaje no es una moda ni lo será
jamás. "Moda", por definición, es lo que cambia, lo efímero. El tatuaje es lo
permanente, lo que dura hasta la tumba.
Agarró el vaso de ron y se me puso nostálgico:
— Cuando yo navegaba, allá por el mil setecientos y pico, el tatuaje era lo
único que no te robaban los años: te acompañaba a la gloria o a la horca. Era el
salvoconducto que te abría las puertas de todas las tabernas, tu carné de
identidad, tu currículum vitae y tu tarjeta de crédito; tu fe de vida, tu
certificado de penales y de mala conducta. El tatuaje era también un aviso para
navegantes, una amenaza para cortesanos, y, para quien lo portaba en su pellejo,
un souvenir de quién sabe qué lejanos puertos y hazañas. A muchos de nosotros se
nos conocía sólo por el tatuaje: "¡Ha llegado el de la sirena tuerta", decían…!
Yo mismo me identificaba así. Incluso llegué a olvidar mi nombre: ¡Qué tiempos,
amigo mío!
— Pero, ¿por qué han reaparecido ahora?
— Por eso, muchacho, por eso… Porque son para siempre. Son lo único perdurable.
El que se hace un tatuaje sabe que no está siguiendo una moda; está
comprometiendo su futuro en una ceremonia de sangre y ron.
El derecho perdido a un compromiso para siempre H. K. se metió un lingotazo en
el esófago, y continuó:
— Éste es un siglo cobarde…, y la culpa es de tu generación. Habéis llenado de
canguelo los calzones de los chavales, y ahora tienen miedo a ser jóvenes, o
sea, a jugarse la vida… Les habéis explicado que para ser libres hay que huir de
todo compromiso. Les habéis dicho que no se aten a nada ni a nadie; que hay que
amar pero sin papeles, que es preciso conservar siempre abierta una escotilla en
la retaguardia para escabullirse si algo sale mal. ¡Vivid al día, les dijisteis.
Carpe diem!, ¡gozad del placer de este instante, no sea que mañana esté vacía la
nevera. No tengáis hijos: os encadenarán. No hagáis promesas: la vida es muy
larga. No os caséis en serio: disfrutad del sexo light! Les habéis hecho creer
que la libertad consiste en imitar a las gaviotas, que cambian de pareja en cada
marea y se alimentan de carroña y chapapote. Habéis inventado un matrimonio
trivial y quebradizo como la terracota, que se deshace al primer conflicto. Para
colmo lo habéis hecho obligatorio… Ya ni siquiera existe el derecho a entregar
la vida entera, a lanzarse sin red a la aventura del amor. Quien lo haga será
considerado un enfermo o un talibán.
— Oye, que yo no…
— Los habéis condenado al egoísmo crónico, a la vida sin sangre ni sustancia…,
y, en último término, a la soledad. ¿Y me preguntas por qué se hacen tatuajes?
Para que la palabra "siempre" tenga algún significado.
— Así que tú estás a favor…
— Ni a favor ni en contra. La vuelta de los tatuajes demuestra que la naturaleza
humana no ha cambiado: necesita ejercer ese supremo acto de libertad que nos
asimila a Dios porque nos hace eternos… El hombre exige el derecho a
comprometerse, y a decir "para siempre: hasta la muerte".
Ya digo, el pobre Kloster estaba un poco borracho. Me miró desde lo alto del
óleo que colgaba encima de la chimenea del salón y se quedó inmóvil, con la
vista perdida en el reloj de cuco.