Sobre la Tarea urgente de la Educación

Carta de Benedicto XVI
a la diócesis y a la ciudad de Roma
sobre la tarea urgente de la educación

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Queridos fieles de Roma:

He querido dirigirme a vosotros con esta carta para hablaros de un problema que vosotros mismos experimentáis y en el que están comprometidos los diferentes componentes de nuestra Iglesia: el problema de la educación. Todos nos preocupamos profundamente por el bien de las personas que amamos, en particular de nuestros niños, adolescentes y jóvenes. Sabemos, de hecho, que de ellos depende el futuro de nuestra ciudad. Debemos, por tanto, preocuparnos por la formación de las futuras generaciones, por su capacidad de orientarse en la vida y de discernir el bien del mal, por su salud no sólo física sino también moral.

Ahora bien, educar nunca ha sido fácil, y hoy parece ser cada vez más difícil. Lo saben bien los padres de familia, los maestros, los sacerdotes y todos los que tienen responsabilidades educativas directas. Se habla, por este motivo, de una gran «emergencia educativa», confirmada por los fracasos que encuentran con demasiada frecuencia nuestros esfuerzos por formar persona sólidas, capaces de colaborar con los demás, y de dar un sentido a la propia vida. Entonces se echa la culpa espontáneamente a las nuevas generaciones, como si los niños que hoy nacen fueran diferentes a los que nacían en el pasado. Se habla, además de una «fractura entre las generaciones», que ciertamente existe y tiene su peso, pero es más bien el efecto y no la causa de la falta de transmisión de certezas y de valores.

Por tanto, ¿tenemos que echar la culpa a los adultos de hoy que ya no son capaces de educar? Ciertamente es fuerte la tentación de renunciar, tanto entre los padres como entre los maestros, y en general entre los educadores, e incluso se da el riesgo de no comprender ni siquiera cuál es su papel o incluso la misión que se les ha confiado. En realidad, no sólo están en causa las responsabilidades personales de los adulos y de los jóvenes, que ciertamente existen y no deben esconderse, sino también un ambiente difundido, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien, en última instancia, de la bondad de la vida. Se hace difícil, entonces, transmitir de una generación a otra algo válido y cierto, reglas de comportamiento, objetivos creíbles sobre los que se puede construir la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas de Roma: ante esta situación quisiera deciros algo muy sencillo: ¡No tengáis miedo! Todas estas dificultades, de hecho, no son insuperables. Son más bien, por así decir, la otra cara de la moneda de ese don grande y precioso que es nuestra libertad, con la responsabilidad que justamente implica. A diferencia de lo que sucede en el campo técnico o económico, en donde los progresos de hoy pueden sumarse a los del pasado, en el ámbito de la formación y del crecimiento moral de las personas no se da una posibilidad semejante de acumulación, pues la libertad del hombre siempre es nueva y, por tanto, cada persona y cada generación tiene que tomar nueva y personalmente sus decisiones. Incluso los valores más grandes del pasado no pueden ser simplemente heredados, tienen que ser asumidos y renovados a través de una opción personal, que con frecuencia cuesta.

Ahora bien, cuando se tambalean los cimientos y faltan las certezas esenciales, la necesidad de esos valores se siente de manera urgente: en concreto, aumenta hoy la exigencia de una educación que sea realmente tal. La piden los padres, preocupados y con frecuencia angustiados por el futuro de sus hijos; la piden tantos maestros, que viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; la pide la sociedad en su conjunto, que ve cómo se ponen en duda las mismas bases de la convivencia; la piden en su intimidad los mimos muchachos y jóvenes, que no quieren quedar abandonados ante los desafíos de la vida. Quien cree en Jesucristo tiene, además, un ulterior y más intenso motivo para no tener miedo: sabe que Dios no nos abandona, que su amor nos alcanza allí donde estamos y como estamos, con nuestras miserias y debilidades, para ofrecernos una nueva posibilidad de bien.

Queridos hermanos y hermanas: para hacer más concretas mis reflexiones puede ser útil encontrar algunos requisitos comunes para una auténtica educación. Ante todo, necesita esa cercanía y esa confianza que nacen del amor: pienso en esa primera y fundamental experiencia del amor que hacen los niños, o que al menos deberían hacer, con sus padres. Pero todo auténtico educador sabe que para educar tiene que dar algo de sí mismo y que sólo así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos para poder, a su vez, ser capaces del auténtico amor.

En un niño pequeño ya se da, además, un gran deseo de saber y comprender, que se manifiesta en sus continuas preguntas y peticiones de explicaciones. Ahora bien, sería una educación sumamente pobre la que se limitara a dar nociones e informaciones, dejando a un lado la gran pregunta sobre la verdad, sobre todo sobre esa verdad que puede ser la guía de la vida.

El sufrimiento de la verdad también forma parte de nuestra vida. Por este motivo, al tratar de proteger a los jóvenes de toda dificultad y experiencia de dolor, corremos el riesgo de criar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas: la capacidad de amar corresponde, de hecho, a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos.

De este modo, queridos amigos de Roma, llegamos al punto que quizá es el más delicado en la obra educativa: encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día tras día en pequeñas cosas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro. La relación educativa es ante todo el encuentro entre dos libertades y la educación lograda es una formación al uso correcto de la libertad. A medida en que va creciendo el niño, se convierte en un adolescente y después un joven; tenemos que aceptar por tanto el riesgo de la libertad, permaneciendo siempre atentos a ayudar a los jóvenes a corregir ideas o decisiones equivocadas. Lo que nunca tenemos que hacer es apoyarle en los errores, fingir que no los vemos, o peor aún compartirlos, como si fueran las nuevas fronteras del progreso humano.

La educación no puede prescindir del prestigio que hace creíble el ejercicio de la autoridad. Ésta es fruto de experiencia y competencia, pero se logra sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la involucración personal, expresión del amor auténtico. El educador es, por tanto, un testigo de la verdad y del bien: ciertamente él también es frágil, y puede tener fallos, pero tratará de ponerse siempre nuevamente en sintonía con su misión.

Queridos fieles de Roma, de estas simples consideraciones se ve cómo en la educación es decisivo el sentido de responsabilidad: responsabilidad del educador, ciertamente, pero también, en la medida en que va creciendo con la edad, responsabilidad del hijo, del alumno, del joven que entra en el mundo del trabajo. Es responsable quien sabe dar respuestas a sí mismo y a los demás. Quien cree busca, además y ante todo responder a Dios, que le ha amado antes.

La responsabilidad es, en primer lugar, personal; pero también hay una responsabilidad que compartimos juntos, como ciudadanos de una misma ciudad y de una misma nación, como miembros de la familia humana y, si somos creyentes, como hijos de un único Dios y miembros de la Iglesia. De hecho, las ideas, los estilos de vida, las leyes, las orientaciones globales de la sociedad en que vivimos y la imagen que ofrece de sí misma a través de los medios de comunicación, ejercen una gran influencia en la formación de las nuevas generaciones, para el bien y con frecuencia también para el mal. Ahora bien, la sociedad no es algo abstracto; al final somos nosotros mismos, todos juntos, con las orientaciones, las reglas y los representantes que escogemos, si bien los papeles y la responsabilidad de cada uno son diferentes. Es necesaria, por tanto, la contribución de cada uno de nosotros, de cada persona, familia o grupo social para que la sociedad, comenzando por nuestra ciudad de Roma se convierta en un ambiente más favorable a la educación.

Por último quisiera proponeros un pensamiento que he desarrollado en la reciente carta encíclica «Spe salvi» sobre la esperanza cristiana: sólo una esperanza fiable puede ser alma de la educación, como de toda la vida. Hoy nuestra esperanza es acechada por muchas partes y también nosotros corremos el riesgo, como los antiguos paganos, hombres «sin esperanza y sin Dios en este mundo»¸ como escribía el apóstol Pablo a los cristianos de Éfeso (Efesios 2, 12). De aquí nace precisamente la dificultad quizá aún más profunda para realizar una auténtica obra educativa: en la raíz de la crisis de la educación se da, de hecho, una crisis de confianza en la vida.

Por tanto, no puedo terminar esta carta sin una calurosa invitación a poner en Dios nuestra esperanza. Sólo Él es la esperanza que resiste a todas las decepciones; sólo su amor no puede ser destruido por la muerte; sólo la justicia y la misericordia pueden sanar las injusticias y recompensar los sufrimientos padecidos. La esperanza que se dirige a Dios no es nunca esperanza sólo para mí, al mismo tiempo es siempre esperanza para los demás: no nos aísla, sino que nos hace solidarios en el bien, nos estimula a educarnos recíprocamente en la verdad y el amor.

Os saludo con afecto y os garantizo un especial recuerdo en la oración, mientras os envío a todos mi bendición.


Vaticano, 21 de enero de 2008



BENEDICTUS PP. XVI


 


 




 

 

 

 

 

 

 

 


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