Carta Apostólica en forma de Motu Proprio “Ubicumque et semper” de Benedicto XVI
CARTA APOSTÓLICA
en forma de MOTU PROPRIO
UBICUMQUE ET SEMPER
del Sumo Pontífice
BENEDICTO XVI
CON LA QUE SE INSTITUYE EL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
La Iglesia tiene el deber de anunciar siempre y en todas partes el Evangelio de
Jesucristo. Él, el primer y supremo evangelizador, en el día de su ascensión al
Padre mandó a los Apóstoles: “Id, y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20).
Fiel a este mandato la Iglesia, pueblo que Dios se adquirió para que proclame
sus obras admirables (cfr. 1Pe 2,9), desde el día de Pentecostés, en el que
recibió en don el Espíritu Santo (cfr Hch 2,14), nunca se ha cansado de dar a
conocer al mundo entero la belleza del Evangelio, anunciando a Jesucristo,
verdadero Dios y verdadero hombre, el mismo “ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8), que
con su muerte y resurrección realizó la salvación, llevando a cumplimiento la
antigua promesa. Por tanto, la misión evangelizadora, continuación de la obra
querida por el Señor Jesús, es para la Iglesia necesaria e insustituible,
expresión de su misma naturaleza.
Esta misión ha asumido en la historia formas y modalidades siempre nuevas según
los tiempos, las situaciones y los momentos históricos. En nuestro tiempo, uno
de sus rasgos singulares ha sido confrontarse con el fenómeno del alejamiento de
la fe, que se ha manifestado progresivamente en sociedades y culturas que desde
hacía siglos parecían impregnadas por el Evangelio. Las transformaciones
sociales a las cuales hemos asistido en las últimas décadas tienen causas
complejas, que hunden sus raíces lejos en el tiempo y que han modificado
profundamente la percepción de nuestro mundo. Piénsese en los gigantescos
progresos de la ciencia y de la técnica, en la ampliación de las posibilidades
de vida y de los espacios de libertad individual, en los profundos cambios en el
campo económico, en el proceso de mezclas de etnias y culturas causado por
fenómenos migratorios masivos, en la creciente interdependencia entre los
pueblos. Todo ello no ha sucedido sin consecuencias también para la dimensión
religiosa de la vida del hombre. Y si por un lado la humanidad ha conocido
innegables beneficios de estas transformaciones y la Iglesia ha recibido
ulteriores estímulos para dar razón de la esperanza que lleva (cfr 1Pe 3,15),
por el otro se ha verificado una preocupante pérdida del sentido de lo sagrado,
llegando incluso a poner en cuestión esos fundamentos que parecían
indiscutibles, como la fe en un Dios creador y providente, la revelación de
Jesucristo único salvador, y la común comprensión de las experiencias
fundamentales del hombre como el nacer, el morir, el vivir en una familia, la
referencia a una ley moral natural.
Aunque todo ello ha sido saludado por algunos como una liberación, bien pronto
se ha advertido el desierto interior que nace allí donde el hombre, queriendo se
el único artífice de su propia naturaleza y de su propio destino, se encuentra
privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas.
Ya el Concilio Ecuménico Vaticano II asumió entre las temáticas centrales la
cuestión de la relación entre la Iglesia y este mundo contemporáneo. Tras las
huellas de la enseñanza conciliar, mis Predecesores han reflexionado
ulteriormente sobre la necesidad de encontrar formas adecuadas para permitir a
nuestros contemporáneos escuchar aún la Palabra viva y eterna del Señor.
Con visión de futuro, el Siervo de Dios Pablo VI observaba que el compromiso de
la evangelización “se demuestra igualmente cada vez más necesario, a causa de
las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para multitud
de personas que recibieron el bautismo pero que viven completamente fuera de la
vida cristiana, para gente sencilla que tiene una cierta fe pero que conoce mal
sus fundamentos, para intelectuales que sienten la necesidad de conocer a
Jesucristo en una luz distinta de las enseñanzas recibidas en su infancia, y
para muchos otros” (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, n. 52). Y, con el
pensamiento dirigido a los alejados en la fe, añadía que la acción
evangelizadora de la Iglesia “debe buscar constantemente los medios y el
lenguaje adecuados para proponerles o volverles a proponer la revelación de Dios
y la fe en Jesucristo” (Ibid., n. 56). El Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II
hizo de esta comprometida tarea uno de los puntos cardinales de su vasto
Magisterio, sintetizando en el concepto de "nueva evangelización", que él
profundizó sistemáticamente en numerosas intervenciones, la tarea que espera a
la Iglesia hoy, en particular en las regiones de antigua cristianización. Una
tarea que, si bien se refiere directamente a su forma de relacionarse hacia el
exterior, presupone sin embargo ante todo una constante renovación interior, un
continuo pasar, por así decirlo, de evangelizada a evangelizadora. Baste
recordar lo que se afirmaba en la Exhortación postsinodal Christifideles Laici:
"Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida
cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y
operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son
radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del
secularismo y del ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del
llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien
entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y
sostienen una existencia vivida 'como si no hubiera Dios'. Ahora bien, el
indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver
los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y
desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana —aunque
sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales— tiende a ser
arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana,
como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. [...] En cambio, en
otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las tradiciones de
piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y
espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples
procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas.
Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y
profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad.
Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad
humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana trabazón de las mismas
comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones" (n. 34).
Haciéndome por tanto cargo de la preocupación de mis venerados Predecesores,
considero oportuno ofrecer respuestas adecuadas para que la Iglesia entera,
dejándose regenerar por la fuerza del Espíritu Santo, se presente al mundo
contemporáneo con un empuje misionero capaz de promover una nueva
evangelización. Ésta hace referencia sobre todo a las Iglesias de antigua
fundación, que sin embargo viven realidades muy diferenciadas, a las que
corresponden necesidades distintas, que esperan impulsos de evangelización
distintas: en algunos territorios, de hecho, a pesar del progreso del fenómeno
de la secularización, la práctica cristiana manifiesta aún una buena vitalidad y
un profundo arraigo en el alma de poblaciones enteras; en otras regiones, en
cambio, se nota una más clara toma de distancia de la sociedad en su conjunto
hacia la fe, con un tejido eclesial más débil, aunque no privado de elementos de
vivacidad, que el Espíritu no deja de suscitar; conocemos también, por
desgracia, zonas que parecen completamente descristianizadas, en las que la luz
de la fe se confía al testimonio de pequeñas comunidades: estas tierras, que
necesitan un renovado primer anuncio del Evangelio, parecen ser particularmente
refractarias a muchos aspectos del mensaje cristiano.
La diversidad de las situaciones exige un atento discernimiento; hablar de
"nueva evangelización" no significa, de hecho, deber elaborar una única fórmula
igual para todas las circunstancias. Y, con todo, no es difícil darse cuenta de
que de lo que tienen necesidad todas las Iglesias que viven en territorios
tradicionalmente cristianos es de un renovado empuje misionero, expresión de una
nueva generosa apretura al don de la gracia. De hecho, no podemos olvidar que la
primera tarea será la de hacerse dóciles a la obra gratuita del Espíritu del
Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores del Evangelio, y que abre el
corazón de quienes escuchan. Para proclamar de forma fecunda la Palabra del
Evangelio, es necesario ante todo que se haga una profunda experiencia de Dios.
Como afirmé en mi primera Encíclica Deus caritas est: "No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva" (n. 1). De forma parecida, en la raíz de toda
evangelización no hay un proyecto humano de expansión, sino el deseo de
compartir el don inestimable que Dios ha querido hacernos, haciéndonos
partícipes de su misma vida.
Por tanto, a la luz de estas reflexiones, tras haber examinado con cuidado todo
y haber pedido el parecer de personas expertas, establezco y decreto cuanto
sigue:
Art. 1.
§ 1. Se constituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva
Evangelización, como Dicasterio de la Curia Romana, en el sentido de la
Constitución apostólica Pastor bonus. § 2. El Consejo persigue su propia
finalidad tanto estimulando la reflexión sobre los temas de la nueva
evangelización, como individuando y promoviendo las formas y los instrumentos
adecuados para realizarla.
Art. 2.
La acción del Consejo, que se lleva a cabo en colaboración con los demás
Dicasterios y Organismos de la Curia Romana, en el respeto de sus relativas
competencias, está al servicio de las Iglesias particulares, especialmente en
esos territorios de tradición cristiana donde con mayor evidencia se manifiesta
el fenómeno de la secularización.
Art. 3.
Entre las tareas específicas del Consejo se señalan: 1°. profundizar en el
significado teológico y pastoral de la nueva evangelización; 2°. promover y
favorecer, en estrecha colaboración con las Conferencias Episcopales
interesadas, que podrán tener un organismo ad hoc, el estudio, la difusión y la
realización del Magisterio pontificio relativo a las temáticas conectadas con la
nueva evangelización; 3°. hacer conocer iniciativas ligadas a la nueva
evangelización ya en acto en las diversas Iglesias particulares y a promover su
realización de nuevo, implicando activamente también los recursos presentes en
los Institutos de Vida Consagrada y en las Sociedades de Vida Apostólica, como
también en las agregaciones de fieles y en las nuevas comunidades; 4°. estudiar
y favorecer la utilización de las modernas formas de comunicación, como
instrumentos para la nueva evangelización; 5°. promover el uso del Catecismo de
la Iglesia Católica, como formulación esencial y completa del contenido de la fe
para los hombres de nuestro tiempo.
Art.4
§ 1. El Consejo está dirigido por un Arzobispo Presidente, coadyuvado por un
Secretario, por un Subsecretario y por un adecuado número de Oficiales, según
las normas establecidas por la Constitución apostólica Pastor bonus y por el
Reglamento General de la Curia Romana. § 2. El Consejo tendrá Miembros propios y
puede disponer de Consultores propios.
Todo lo que ha sido deliberado con el presente Motu proprio, ordeno que tenga
valor pleno y estable, a pesar de cualquier cosa contraria, aunque sea digna de
mención particular, y establezco que sea promulgado mediante la publicación en
el diario L'Osservatore Romano y que entre en vigor el día de la promulgación.
Dado en Castel Gandolfo, el día 21 de septiembre de 2010, Fiesta de san Mateo,
Apóstol y Evangelista, año sexto de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
| Más