¿Afecta a la fe cristiana que haya extraterrestres?
Por Julio de la Vega-Hazas
Ramírez*
La astronomía y astrofísica no pueden por sí mismas demostrar ni la
existencia ni la inexistencia de Dios. Su método empírico se lo impide. Pero una
cosa es la astronomía, y otra el astrónomo. Éste puede reflexionar a partir de
su ciencia –lo cual, se dé cuenta o no, le hace salir de la misma y entrar en
terreno filosófico–, y, como ser humano, tiene sus creencias y sus ideas. Tiene
su propia cosmovisión, en la que las distintas teorías astronómicas encajan
mejor o peor. Por eso, hay teorías que, por lo que se ve, aunque no demuestran
nada al respecto inclinan a pensar en un Dios creador o en un universo
autosuficiente que no necesita de ser trascendente alguno. Aquí hay un trasfondo
que condiciona, más de lo que parece, la información que se da sobre estas
materias.
Cuando Einstein publicó su teoría de la relatividad, todo el mundo científico
pensaba en un universo estático, que de por sí existiría “desde siempre” y
duraría indefinidamente. Einstein lo concibió como limitado en tamaño, pero
seguía siendo estático. Georges Lemaître, un astrofísico belga que desarrollaba
las teorías de Einstein, fue el primero que empezó a hablar de un universo en
expansión, lo que Einstein no aceptaba. Y, en 1931, en una conferencia que había
sido invitado a dar en Londres, Lemaître dio un paso más, proponiendo que el
universo se expandía de un punto inicial, que denominó átomo primigenio. De
inicio no se aceptó muy bien en la comunidad científica. En una entrevista
radiofónica de la BBC, un prestigioso astrónomo y futuro premio Nobel, Fred
Hoyle, la descalificó acuñando un término que sonaba despectivo: el Big Bang.
Durante varios años lo utilizaron los “estaticistas”, quienes rechazaban la
nueva teoría.
Desde el principio la polémica tuvo resonancias que rebasaban el ámbito de la
astronomía y entraban en el de las creencias. No parecía casualidad que Lemaître
fuera, además de científico, sacerdote católico, Hoyle un ateo convencido, y
Einstein se inclinara por un etéreo panteísmo. El mismo Lemaître encendió la
mecha cuando, en su exposición, calificó su teoría como “el huevo cósmico
explotando en el momento de la creación”. Años después, con los ánimos más
serenos, la madurez científica de los protagonistas y el Big Bang cada vez más
confirmado por los datos obtenidos –el último que faltaba tardó en llegar hasta
los años 60–, los tres cambiaron. Lemaître dejó su teoría en su preciso lugar
declarando que no podía considerarse una demostración de la creación. Einstein
pronto se rindió a la matemática del modelo de Lemaître y rectificó su propia
teoría (calificó la constante que había introducido para preservar el modelo
estático como el gran error de su vida). Hoyle, por otros derroteros, acabó por
afirmar que el universo estaba tan ajustadamente sintonizado para permitir la
vida inteligente que había que admitir una mente superior y trascendente.
Pero estas muestras de honradez intelectual no cambiaron el panorama general en
bastantes años. El modelo “dinámico” del Big Bang inclinaba a admitir la
creación divina, el “estático” a rechazarla. De ahí que, por regla general, los
astrónomos ateos se aferraran al modelo estático. Conforme la teoría de Lemaître
se precisaba (hoy se calcula que el Big Bang tuvo lugar hace unos 13.700
millones de años) y se demostraban sus implicaciones, se buscaron nociones que
la hicieran compatible con un universo de duración indefinida. Esto cuajó en una
visión según la cual el universo estaba en continuo proceso de expansión y
contracción: la concentración motivaría la explosión, la gravedad volvería a
contraer lo expandido; una especie de traslación al terreno astronómico del
“eterno retorno” de los antiguos griegos, para quienes no cabían dudas de que el
universo era eterno.
Los últimos descubrimientos no permiten sostener este modelo de continua
expansión–contracción. El universo se expande aceleradamente, cuando para esta
teoría tendría que ser al revés, o sea, deceleradamente. Lo cierto es que no se
encuentra hoy por hoy explicación a este fenómeno, pero no es menos cierto que
la realidad es ésa. Un último refugio del estaticismo lo constituye la idea de
que puede haber un número indefinido de universos, entre los que de algún modo
se compensen sus dinámicas para dar lugar a un resultado que “está ahí” desde
siempre. Pero esto ya es muy poco científico. No es que sólo conozcamos este
universo, es que no resulta posible conocer ningún otro, exista o no, por lo que
se trata de una teoría insostenible desde un punto de vista científico y, lo que
es peor para sus defensores, resulta muy fácil advertirlo. Por esta razón se
está diluyendo cada vez más este punto de vista, y se admite pacíficamente el
Big Bang –término que ya no se usa despectivamente en absoluto–. ¿Y antes de
esos 13.700 millones de años qué había? Un “no se sabe” es científicamente
correcto y neutro en cuanto a las creencias, por lo que es aceptable para todos.
Uno verá ahí la creación; otro, el punto inicial de una evolución que por
encontrar una explicación integral en la ciencia no necesita de la figura de
Dios para dar razón de sí.
La cuestión de una visión cósmica que de alguna manera apoye la creencia en Dios
o tienda a desmentirla se tenía que trasladar a otro lado, y lo ha hecho a la
cuestión de si hay vida extraterrestre, sobre todo vida inteligente. En la
actualidad, los avances en la observación espacial y en el procesamiento de los
datos de esa observación permiten expandir nuestros conocimientos. La tierra,
nuestro hogar, aparece cada vez más como un lugar minúsculo en el universo. En
nuestra galaxia, la Vía Láctea, se estima que hay entre doscientos y
cuatrocientos mil millones de estrellas (no todas son detectables), y sólo es
una entre unos doscientos mil millones de galaxias. Parece un poco pretencioso,
con estos números, afirmar que no hay más planetas habitables y no hay vida
fuera de la tierra. Y, entre esa vida, en algún caso tendría que haber vida
compleja como la nuestra,
¿Qué significa eso? Para más de uno, y sobre todo para muchos divulgadores de la
ciencia –los científicos auténticos son más rigurosos– significa que se
comprueba la falsedad de las religiones cuando colocan a la tierra o al sol en
el centro del universo, que se hace difícil sostener que la creación ha sido
hecha para el hombre, y que deja de tener sentido mantener la condición
privilegiada que tiene el hombre en su relación con Dios. Esto último es
particularmente importante con el cristianismo y el plan redentor divino que
sostiene. ¿Habría que admitir que Dios se habría encarnado también en otro tipo
de seres inteligentes? Y si no es así, ¿por qué iba a resultar el hombre
privilegiado con respecto a otros seres posiblemente más inteligentes? De ahí
que, quienes desean ver una ciencia que destruya la religión (sobre todo el
cristianismo, y entre todo el cristianismo el católico en primer lugar), tengan
verdadera prisa en que los descubrimientos confirmen su visión, y que aparezca
vida. Se difunde así la creencia –porque eso es– de que esos hallazgos son
inminentes, al menos los primeros indicios. No es raro que, al trasladarse algo
nuevo a la prensa, se distorsione la información en este sentido.
Podemos poner un par de ejemplos. En 2007 se descubrió agua en un exoplaneta (un
planeta que orbita una estrella distinta del sol) conocido por la referencia HD
209458b. Gran parte de la prensa dio la noticia como si por fin se hubiera
descubierto un serio candidato a la vida, pues se necesita agua para la vida;
además, la estrella (HD 209458a) es parecida al Sol. Si se buscaba más
información –o se tomaba uno la molestia de leer el detalle de la noticia, según
los casos–, el paisaje cambiaba mucho. Se trataba de un tipo de planeta conocido
como “Júpiter caliente”: una gran bola gaseosa algo menor que Júpiter orbitando
tan cerca de su estrella que su año era de apenas tres días y medio. Su cercanía
a la estrella producía una temperatura de unos mil grados centígrados en su
superficie, y que perdiera masa proyectando gas al espacio. En ese gas se había
detectado algo de agua gaseosa –el descubrimiento era haberse podido hacer esa
detección por primera vez–, pero el conjunto resultaba un entorno
particularmente hostil a todo tipo de vida, tanto o más que, por ejemplo, en un
cometa, que suele contener mucha agua, en este caso en forma de hielo.
El otro ejemplo es el descubrimiento, en diciembre de 2009, del exoplaneta GJ
1214b. Fue presentado por sus descubridores como una “supertierra”, término que
designa planetas rocosos –o sea, como el nuestro– de mayor tamaño que la Tierra,
en este caso de masa unas seis veces mayor que la terrestre, y un diámetro dos y
medio veces mayor. El que dijeran que es lo más parecido a la Tierra descubierto
hasta la fecha se tradujo en la prensa como el hallazgo de un planeta como la
Tierra, lo cual no es lo mismo, e incluso que era posible o incluso probable que
sostuviera vida. No se reparó mucho en que el tamaño de la estrella, mucho más
pequeña que el Sol, convertía esa probabilidad en bastante improbable, pues para
recibir la energía necesaria el planeta tiene que estar tan cercano que gira
presentando siempre la misma cara a la estrella –como la Luna respecto a la
Tierra–, y se expone a llamaradas como las producidas por el Sol, que tendrían
un efecto mortífero al estar mucho más cerca los dos cuerpos. Pero, una vez
pasadas las sensacionales –o sensacionalistas– cabeceras de los periódicos, las
críticas de la comunidad científica dejaron más en evidencia lo afirmado a bombo
y platillo. Con los datos que se aportaban, el planeta podía ser una
supertierra, pero también podía ser un “minineptuno”, un planeta gaseoso con
núcleo rocoso, como Neptuno pero de menor tamaño (era posible también alguna
otra configuración). Después se puso en evidencia que el anuncio fue prematuro,
aunque más tarde se confirmara. Todo esto da una cierta idea de cómo la
auténtica ansia por encontrar vida extraterrestre distorsiona con enorme
facilidad las noticias que salen a la luz pública y puedan tener una mínima
relación con el tema.
¿Pero qué sabemos en realidad de la vida extraterrestre? O, mejor dicho, puesto
que todavía no se ha encontrado nada, ¿qué expectativas razonables tenemos de
encontrarla? Es famosa la frase del físico nuclear Enrico Fermi, pocos años
después de la última guerra mundial: “Si hay extraterrestres… ¿dónde están?” No
se puede contestar con certeza, pero sí se puede decir que, conforme la ciencia
avanza, tendríamos que situarlos cada vez más lejos. Desde siempre, la
imaginación humana ha situado la posibilidad de otros seres habitando los astros
observados. Pero de entre todos los lugares posibles hay uno que ha destacado
con mucha diferencia sobre el resto: Marte. Hace apenas un siglo, en 1908,
apareció un libro escrito por un divulgador científico: Mars as the Abode of
Life (“Marte como un lugar de vida”) del norteamericano Percival Lowell. Desde
el observatorio de Marte que se había hecho construir en Arizona, describía a
Marte como un lugar de vida, con sus canales de irrigación con los que la
avanzada civilización que allí vivía había convertido el planeta en un vergel.
Los “canales” habían sido observados por el italiano Schiaparelli, pero sin
llegar a esas deducciones. El término italiano canali puede traducirse al inglés
tanto como channels como por canals, siendo la diferencia el que la primera
palabra se refiere a accidentes naturales, y la segunda a construcciones
humanas. Lowell no dudó en utilizar la segunda. La comunidad científica recibió
el libro con bastante escepticismo, pero eso no obstó para que las tesis de
Lowell se impusieran en la opinión pública, y, lo que es más sorprendente aún,
en la divulgación científica, que despertaba el interés del público con los
misteriosos canales. Ese mismo año se publicó el artículo titulado The Things
that Live in Mars (“Las cosas que viven en Marte”), del inglés Herbert Wells.
Aunque sostenía que el contenido, una somera descripción de flora y fauna
marcianas, se basaba en el razonamiento científico, se trataba de un escritor de
ciencia ficción. Y los científicos no le tomaron en serio. Pero se hizo ilustrar
el artículo por un dibujante, y los dibujos de unos marcianos altos, flacos y
verdes calaron hondo en lo que hoy llamaríamos el imaginario popular. Cuando en
1938 Orson Welles desató el pánico con una descripción radiofónica de la
invasión marciana –sacada de una novela de Wells–, indirectamente dio buena
muestra de lo profundamente que había arraigado en la gente la figura de los
marcianos.
Toda esta visión se vino abajo a partir de 1965, cuando la primera sonda Mariner
–el Mariner 4– empezó a transmitir fotografías de Marte, seguida en los años
sucesivos por otras sondas Mariner y Viking. Marte era árido, sin rastro de
vida, y el único “canal” encontrado fue un enorme cañón ramificado de 4.500
kilómetros de longitud junto al ecuador marciano que en honor de la sonda
descubridora ha recibido el nombre de Valles Marineris. De todas formas, los que
esperaban encontrar vida no se han rendido. Marte es el único planeta que está
cerca, comparte con la Tierra bastantes propiedades favorables al desarrollo de
la vida, y permite ser explorado y analizado. Cualquier descubrimiento que
pareciera favorable se ha anunciado con grandes titulares; los contrarios, en
letra pequeña o no se han anunciado. Así, por ejemplo, sucedió con un meteorito
marciano descubierto en la Antártida en 1984 (ALH84001), que contenía lo que
parecía ser restos fósiles de una microbacteria. Ahora se tiene por algo no
concluyente, y no sólo por la posibilidad de contaminación terrestre de la
piedra, sino sobre todo porque la estructura hallada puede tener origen
geológico y no biológico; aquí, como en otros lugares, el término “compuesto
orgánico” se presta a equívocos, pues se aplica incluso a cualquier hidrocarburo
incluido el más sencillo, el metano, un simple compuesto de carbono e hidrógeno
muy común en objetos siderales en donde no hay vida ni la ha podido haber nunca
(lo hay, por ejemplo, en Júpiter, y en Titán, satélite de Saturno, incluso
llueve metano). También han merecido destacados titulares las pruebas de la
existencia actual de agua helada en el subsuelo y de agua superficial en el
pasado –aparte de la que queda hoy en los polos–. Pero con menos énfasis se han
anunciado resultados de análisis de suelo cuyo resultado es muy desfavorable
para albergar vida. El agua es necesaria para la vida, pero no suficiente. Lo
cierto es que cada vez sabemos más de Marte, y no aparece rastro de vida por
ninguna parte.
Fuera de la Tierra, Marte es, con diferencia, el lugar más apto para acoger vida
dentro de nuestro sistema solar. Venus, teóricamente en buena posición, es, con
sus 500 grados centígrados de temperatura y cien atmósferas de presión, un lugar
mucho más hostil, sin apenas esperanzas. Por lo demás, se han buscado lugares en
los entresijos del sistema solar –sobre todo algunos satélites de Júpiter como
Europa, cubierta por un oceano de agua bajo un casquete de hielo–, y los
resultados por el momento han hecho las delicias de los geólogos, pero no han
dado nada a los biólogos. Las esperanzas de encontrar algún tipo de vida
elemental –los tipos más sofisticados están ya descartados– en el sistema solar
se desvanecen.
Son los descubrimientos científicos los que han empujado a buscar esa vida
fuera. Pero “fuera” es muy lejos. Las estrellas más cercanas son las tres que
forman el grupo Alfa Centauro. La más cercana, llamada por eso Próxima (Proxima
Centauri) es demasiado pequeña para tener esperanzas fundadas y no se le han
detectado planetas, pero, en cualquier caso, está a 4.2 años–luz de nosotros. La
sonda más rápida lanzada hasta el momento, Voyager I, que ya ha traspasado la
zona planetaria y se dirige al espacio interestelar, viaja a unos 17 kilómetros
por segundo. A esa velocidad, una sonda necesitaría unos 75.000 años para
alcanzar Próxima. De las otras dos del grupo, un poco más lejanas, Alfa Centauro
A es muy parecida al Sol, pero forma un sistema binario con Alfa Centauro B, un
poco más pequeña, lo que significa que orbitan entre sí, lo cual casi con
seguridad distorsionaría una órbita de planeta lo necesariamente estable y
circular como para albergar vida. Para encontrar una estrella apta para albergar
un planeta con vida hay que mirar a Épsilon Eridani, a 10.5 años luz, aunque, si
se confirma la existencia de un planeta tipo Júpiter orbitando de forma elíptica
la estrella, se dificultaría seriamente la posibilidad de un planeta con una
órbita más circular como el nuestro, y con ello la posibilidad de encontrar
algún viviente. En un radio que llegue a 16 años luz encontramos dos estrellas
candidatas, pero dos tienen bastante menos condiciones que el Sol: una, Tau Ceti
(11.8 años luz) tiene demasiado pocos elementos más pesados que el helio como
para poder encontrar planetas rocosos en los alrededores; la otra, Groombridge
1618 (15.8 años luz), parece –está sin confirmar aún– que tiene un planeta
gaseoso de masa al menos cuatro veces la de Júpiter en un borde de la llamada
“zona habitable” (donde puede haber agua líquida), y si es así no permitiría a
otro planeta rocoso más pequeño orbitar tranquila y circularmente en esa zona.
Cada vez descubrimos más. Ya tenemos identificados más de quinientos
exoplanetas, y muy pronto rebasaremos los mil. Lógicamente, hemos empezado por
lo más fácil, planetas de gran masa –grandes bolas gaseosas que se miden en
“Júpiters”– y planetas muy cercanos a la estrella que orbitan. La Tierra, así
como cualquier planeta con esperanza de albergar vida, no encaja en ninguna de
estas categorías, y de momento no se han detectado planetas del tamaño de la
Tierra en una órbita idónea para albergarla. Con todo, se avanza en esta
dirección. Ya hay unas 35 supertierras confirmadas, y casi 300 por confirmar,
aunque en bastantes casos el método de detección no permite saber si son
supertierras o minineptunos. También existen media docena de “tierras” por
confirmar; la más segura tiene una masa ligeramente superior a la de la Tierra
(1.35), y orbita a una estrella muy parecida al Sol, pero está demasiado pegada
a ella (su año dura un poco más de un día), aparte de estar a la ya respetable
distancia de 127 años luz. Lo previsible es que aparezcan pronto unos cuantos
planetas rocosos de tamaño comparable al nuestro, y que serán anunciados con
titulares del estilo de “encontrado un planeta como el nuestro”. Lo que se dirá
menos es que la semejanza en solidez y tamaño es sólo un primer requisito, al
que deben seguir muchos más. Y menos aún se cae en la cuenta de que todos estos
descubrimientos son la cara alegre de la moneda. La otra cara es que conforme
más se ha descubierto, más se descarta. Se abren nuevas posibilidades, pero
cuanto más se conocen los requisitos necesarios para que se pueda encontrar
vida, resulta que cada vez son más numerosos, y cada vez las posibles esperanzas
reales están más lejos.
Se podría replicar que, de la misma manera que avanza la detección, puede
avanzar el viaje. De momento, eso no es cierto: se ha descubierto mucho en los
últimos treinta años, pero Voyager I, lanzado en 1977, sigue siendo el vehículo
espacial más rápido (New Horizons, lanzado en 2006, llegó a superarlo por muy
poco, pero actualmente viaja a cerca de 16 km/s). Para alcanzar velocidades que
realmente permitan explorar un cuerpo celeste ajeno a nuestro sistema solar, hay
que cambiar el actual sistema de propulsión, pues el cohete a reacción de
propulsión por reacción química –lo que hoy se utiliza– no puede dar mucho más
de sí de lo que ya da. Esto se sabe desde hace mucho tiempo, y por eso desde los
años 50 ha habido investigaciones en marcha por parte de norteamericanos, rusos
y británicos con el fin de hallar sistemas de propulsión alternativos. Los
proyectos que contemplaban microrreacciones atómicas en cadena (Nuclear Pulse
Propulsion) parecen ya descartados. Más prometedores han sido los motores de
chorro de partículas (iones o plasma). Se trata de generar una corriente
eléctrica que impulse a gran velocidad partículas, que por reacción muevan el
vehículo en dirección contraria, como cualquier cohete. El rendimiento es bajo,
pero puede ser continuo, que es lo que hace falta cuando se trata de enviar una
sonda a enormes distancias, y lo que no proporciona un cohete convencional. De
hecho, rusos y norteamericanos lo han experimentado, aunque solamente para
movimientos auxiliares y obteniendo la electricidad de paneles solares. Los
americanos declararon satisfactorio su experimento; los rusos –soviéticos
entonces– lo habían utilizado antes, no dijeron nada y sencillamente lo
abandonaron. El panel solar no sirve conforme se aleja la nave del sol, por lo
que habría que sustituirlo por un reactor nuclear. Todo esto no pasa del
proyecto, y tendrán que pasar bastantes años hasta que funcione debidamente.
Además, por el momento los objetivos marcados no van más allá de una velocidad
unas diez veces mayor que la del Voyager. Tendrán que pasar bastantes años hasta
conseguir propulsar una sonda que llegue en un tiempo razonable –menos de 100
años– a Próxima.
En cualquier caso, sean cual sean los avances que se realicen en la propulsión y
lo que se tarde en obtenerlos, hay un límite absoluto: la velocidad de la luz.
Es físicamente imposible superarla. Nada ni nadie puede llegar a Próxima en
menos de 4.2 años si saliera hoy. De todas formas, no parece un tiempo excesivo
para una sonda emplear cinco años en llegar a una estrella. Es cierto, pero no
es claro que sea posible. Los cuerpos pesados celestes rara vez superan los 100
kilómetros por segundo, y el viento solar, consistente en partículas elementales
eyectadas por gigantescas explosiones en el Sol, se desplaza a una velocidad
media de unos 400 kilómetros por segundo, muy lejos de los 300.000 kilómetros
por segundo de la velocidad de la luz. Acerarse a esta velocidad puede suponer
desestabilizar los átomos mismos del objeto, y una colisión con una partícula de
polvo interestelar, teniendo en cuenta que la energía liberada está en función
del cuadrado de la velocidad, parece que resultaría fatal. No hay experiencia
alguna, ni natural ni experimental, de una cosa así, y no es nada temerario
concluir que, cuanto menos, está todavía muy por encima de nuestras
posibilidades. Y eso que hablamos de lanzar sondas no tripuladas. El sueño
–vendido en más de una ocasión como algo que no tardará mucho– de colonizar
otros mundos se enfría bastante cuando se sabe que un viaje a Marte, que en las
condiciones actuales tardaría algo más de un año entre ida y vuelta, pone al
límite la resistencia humana a la vida en condiciones de ingravidez.
Hay sin embargo algo que sí viaja a la velocidad de la luz: las ondas de radio
en el espacio. Con la premisa de que una civilización avanzada –como la nuestra
o más– las utilizaría de un modo u otro, se creó en los años 70 el proyecto SETI
(Search for Extra Terrestrial Intelligence, “Búsqueda de Inteligencia
Extraterrestre”). Inicialmente era un proyecto de la NASA, impulsado sobre todo
por Carl Sagan, un astrónomo –más divulgador que científico– que por lo demás no
ocultaba la pretensión de utilizar los descubrimientos cósmicos como elementos
de una apología de un naturalismo ateo. El proyecto consistía –y consiste– en la
conexión del mayor número posible de computadores para analizar las señales de
ondas provenientes del espacio y encontrar en ellas signos de emisión por parte
de seres inteligentes. Con el paso de los años, la falta de resultados ha
motivado la progresiva supresión de las subvenciones públicas, y la red ha
pasado a ser una red privada de extensión mundial. Ahora cualquiera puede tener
un ordenador personal de potencia suficiente en casa, y SETI busca en el gran
público tanto fondos como nuevos procesadores que se añadan a la causa. En
general, sus varios miles de componentes comparten la ideología y las esperanzas
del ya difunto Sagan. Sigue de cerca la exploración espacial, y sabe dónde
dirigir con prioridad los radiotelescopios con que puede contar en un momento
dado; así, por ejemplo, recientemente se dedicaron 200 horas de radiotelescopio
–las de ordenador no se pueden calcular– a enfocar a Épsilon Eridani. El
resultado, tanto en este caso como en toda la actividad de SETI, es nulo: no se
ha encontrado nada. Esto no prueba la inexistencia de civilizaciones
inteligentes –podrían estar en un momento equivalente a nuestro neolítico–, pero
sí que, como línea de investigación que consume dinero y recursos, no se
sostiene. Quizás constituya en la actualidad la mayor pérdida de tiempo del
último medio siglo. Lo cual no obsta para que SETI siga incansablemente buscando
recursos financieros y personales con un entusiasmo propio de la más encendida
apología. SETI, indudablemente, busca realizar descubrimientos científicos, pero
no se mueve por criterios científicos, que exigirían desviar esos recursos a
áreas más prometedoras, sino por una convicción: por una fe. Desde el punto de
vista científico, lo único que permite concluir es que por aquí “cerca” no se
encuentra lo que busca; puede seguir buscando, pero tendrá que ser más lejos,
cada vez más lejos.
En esta búsqueda, los cálculos teóricos podrían ser de ayuda. No señalan ningún
punto concreto, pero proporcionan una estadística aproximada; en este caso, de
cuántos planetas candidatos a albergar vida podemos esperar encontrar en nuestra
galaxia. Cuando son los partidarios de encontrar otros mundos habitados quienes
tratan del asunto, siempre sale a relucir la llamada ecuación de Drake, llamada
así porque la formuló en 1961 Frank Drake, profesor de astronomía en la
Universidad de Santa Cruz de California, y uno de los pioneros de SETI.
Básicamente su formulación consistía en el producto de una serie de funciones
inversas, cada una de un factor necesario para un planeta con vida, sobre el
total de estrellas en la galaxia. Por ejemplo, si una de las funciones es el
porcentaje de estrellas con planetas (lo es en realidad), y resultara ser,
pongamos por caso, la mitad, la función multiplicaría el número total por 1/2;
o. dicho de otro modo, reduciría el número barajado hasta su mitad. Para el
profano suena altisonante: ¿quién va a contradecir una formulación matemática
elaborada por un astrónomo? El profesional piensa de otra forma: no se trata de
contradecir nada, sino sencillamente de aclarar que esa ecuación se limita a
plantear el problema según los conocimientos del momento, sin resolver nada. No
es que sea incorrecta, lo que ocurre es que, si supiéramos bien qué funciones
hay que aplicar y cuáles son los porcentajes, el problema podría resolverlo
cualquier escolar de catorce años. La ecuación combina una serie de factores de
los que no conocemos su valor exacto; y peor todavía, ni siquiera sabemos si
tenemos todos los factores que deben ser tenidos en cuenta. De hecho, desde su
primera formulación han variado mucho las dos cosas. Como señalaba un crítico un
tanto ácidamente, “la ecuación de Drake consiste en un gran número de
probabilidades multiplicadas juntas, Al tener garantías de que cada factor da
una cifra entre el 0 y el 1, el resultado asimismo garantizado es un número que
suena razonable entre el 0 y el 1. Por desgracia, todas las probabilidades son
completamente desconocidas, dando un resultado peor que inútil” (por resultado
final se refiere al cociente que hay que aplicar al número total de estrellas).
Según se tomen las variables, puede dar desde los 100.000 planetas con vida
inteligente que en un principio anunciaba Sagan –luego rebajó el número–, hasta
menos de 1. Desde que Drake formuló su teoría, ésta ha cambiado mucho, pero
siempre en un sentido: reduciendo las posibilidades. Hay factores cuya cifra
sigue sin saberse a ciencia cierta como el número de planetas habitables por
estrella con planetas, pero de lo que cabe poca duda con los conocimientos
actuales es que la cifra que debe colocarse no es 2 como estimaba Drake, sino
mucho menos. Algún otro factor, como que las galaxias mismas tienen zonas
habitables y zonas hostiles a la vida, ni se podía pensar entonces. Lo cierto es
que los descubrimientos lo que hacen es añadir más factores a la ecuación, con
lo que el número resultante disminuye conforme se sabe más. No es precisamente
una buena noticia para los buscadores de alienígenas.
La ciencia no es optimista ni pesimista, simplemente sabe lo que sabe. Y sobre
los cuerpos celestes cada vez sabe más. Pero es un saber más que descarta muchas
expectativas, las cuales, sean sostenidas por el gran público o por los
científicos, no son propiamente ciencia, aunque la estimulen. Lo que de verdad
se sabe tiene la tendencia a alejar la posible vida extraterrestre de la Tierra,
y a considerarla como bastante más escasa –si es que la hay– de lo que se
pensaba hasta el momento. La pretensión de encontrar esa vida en fechas próximas
y de pensar que cada vez nos acercamos más a ese descubrimiento no obedecen a lo
que muestra la ciencia, sino más bien al deseo de que suceda así. ¿Qué causa
este deseo? En primer lugar el hecho de que el sensacionalismo vende. Muchos de
los descubrimientos que son apasionantes para los especialistas resultan
aburridos para el gran público. Hay que buscar algo que interese, y así se
explican titulares como el de una revista de supuesta divulgación científica que
anunciaba que pronto podremos comer lechugas cultivadas en Marte, algo que, se
mire por donde se mire, es científicamente un desatino. También puede contribuir
a este fenómeno el que, en cierto modo, gracias a la rapidez de los viajes y
también a las salidas al espacio exterior, nuestro mundo se nos ha hecho
pequeño, y queremos buscar algo útil fuera del mismo. Pero hay que contar
también con ideologías como la de Sagan o parecidas, según las cuales la
“vulgaridad” de nuestra condición en el cosmos prueba la falsedad de religiones
como –o sobre todo– el cristianismo, que sostiene una situación privilegiada del
ser humano tanto con respecto al universo como en su relación con Dios. De paso,
daría lugar a un universo que se explica en su totalidad por sí mismo, y no
necesita de Dios ni para existir ni para ser como es.
Desde luego, lo que la ciencia muestra con claridad es que ni la Tierra ni el
hombre son una vulgaridad cósmica. Somos más bien un bicho raro, pero eso no
zanja la cuestión, pues de lo que se trata es de ver si hay más bichos raros, y
la repercusión religiosa que eso pueda tener. Lo primero es fácil de responder:
habría que conocer al detalle el universo entero para dar una respuesta cierta,
lo cual está muy lejos de nuestras posibilidades actuales (las futuras no las
conocemos). La conclusión es clara: no lo sabemos.
Lo segundo es más complicado, y requiere una aclaración previa: ¿de qué religión
hablamos? No vale con responder que el cristianismo, pues lo hay de varios
tipos, y en este terreno la diferencia es importante. Muchos de los que
contraponen religión y ciencia dirigen sus principales ataques al catolicismo,
pero, especialmente en los Estados Unidos, parece que lo que tienen en mente
cuando se refieren al cristianismo es más bien el protestantismo evangélico.
En los medios evangélicos la réplica al naturalismo ateo es la llamada teoría
del diseño inteligente (Intelligent Design). Nació en los años 20 como
contraposición al evolucionismo darwinista. Su tesis es que la biología
respondía a un diseño tan complejo y ajustado que no podía proceder de un
mecanismo ciego como la selección natural; como en el caso del ejemplo clásico
del reloj, la comprobación de su sofisticado mecanismo no permitía otra opción
como causa que la de un relojero inteligente. La teoría tenía un trasfondo: el
literalismo bíblico. Si se descalificaba una explicación cientifista era para
dejar cabida a un creacionismo “instantáneo”, el que se lee en el primer
capítulo del Génesis. Por lógica, este argumento se tenía que trasladar a otras
áreas del saber, como la astrofísica y astronomía. Aquí no resultaba tan
convincente el argumento, pero el Génesis habla de que la Tierra apareció más o
menos como está ahora en menos de una semana, y no en algo más de 10.000
millones de años como sostienen los cálculos contemporáneos.
Posiblemente el peor efecto de la teoría del diseño inteligente fue el implícito
de que había que elegir entre las dos posiciones: o Darwin tenía razón, o la
tenían ellos. En realidad, no la tenía ninguno. Hoy ningún evolucionista ve en
la selección natural de Darwin la explicación última de la evolución de la vida.
Pero la teoría del diseño inteligente, tal como se formulaba, tampoco resultaba
muy aceptable. Al fin y al cabo, cualquier hembra animal preñada genera una
estructura biológica muy compleja, es causa suya, y no es inteligente ni es
consciente de esa complejidad. Con esto se quiere decir que remontar la causa
última del universo y la vida a un ser supremo inteligente no descarta la
existencia de verdaderas causas más inmediatas no necesariamente inteligentes,
que son objeto del estudio de la ciencia natural. Aunque cuando el enemigo es la
selección natural de Darwin el diseño inteligente tenga su atractivo, no deja
por ello de no distinguir bien entre los diversos planos de causalidad, y la
tendencia de atribuir a una acción directa de Dios cualquier fenómeno natural
del que carecemos de explicación. O sea, si la ciencia no consigue explicarse
algo, es que ha tenido que haber una intervención directa de Dios. Pero eso
tiene poco peso, incluso desde el punto de vista religioso: el actuar divino no
puede depender de lo que nosotros sepamos. Y es que, en el fondo, estamos ante
un argumento teológico disfrazado: lo que en el fondo quiere decir es que, a
falta de una explicación científica razonable, hay que dar la razón al Génesis.
Es un error incluir a Santo Tomás de Aquino entre los defensores de un diseño
inteligente tal como aquí se expone. Tomás era teólogo pero también,
particularmente en este punto, era un metafísico. Distingue bien. Sostiene que
el orden del universo manifiesta una racionalidad que remite a su creador, pero
éste es causa última que manifiesta mejor su poder dejando obrar a lo que
llamaba “causas segundas”, que son las que estudia la ciencia. La ciencia ayuda
a descubrir a Dios precisamente porque estudia la racionalidad del universo,
pero Dios no sustituye a la ciencia, ni completa sus posibles lagunas. No es la
ciencia natural la que demuestra la existencia de Dios: su método la limita a no
poder salir de lo material. Es la reflexión a partir de la ciencia y de la
observación del mundo lo que permite descubrir a Dios con la razón: es la
filosofía (y hoy añadiríamos: la metafísica y la filosofía de la ciencia). Un
protestante evangélico difícilmente puede aceptar eso, por el rechazo que el
protestantismo tiene de la filosofía. La antropología de Lutero y Calvino era la
de un ser humano corrompido en lo más profundo de su espíritu, del que por tanto
no se podía esperar nada en el ejercicio de su razón especulativa. La filosofía,
su máximo exponente, no sirve para nada concluyente. Así que tiene que ser en el
ámbito mismo de lo directamente observable –la ciencia está ahí– donde tiene que
sacar sus argumentos. Como Dios es trascendente, ese mismo pesimismo
antropológico invalida cualquier salto racional de la observación o la ciencia a
Dios. Pero en el fondo no importa tanto, ya que las pretensiones de la
argumentación no van más allá de invalidar el rigor de la contraria; para
afirmar a Dios creador está la Biblia.
El pensamiento católico distingue mejor los ámbitos del pensamiento, y defiende
la autonomía de cada ciencia, que con su propia metodología saca sus propias
conclusiones. Tiene también una lectura de la Biblia distinta de la del
fundamentalismo protestante. La Biblia no enseña ciencia positiva –todo lo más,
Historia–, pues no es ése su propósito. Su enseñanza son verdades referentes a
Dios y su plan salvador del hombre. Afirma, eso sí, la creación. Pero la
interpretación moderna del primer capítulo del Génesis lo ve como una pieza
didáctica que enseña la universalidad de la creación, especificando que todo lo
que adoraban los pueblos vecinos no son más que criaturas divinas, y
proporcionaba un fundamento para la guarda del shabbat, el sagrado séptimo día
judío. Querer sacar otras cosas –y en particular ciencia natural– es salirse de
contexto. La misma extrapolación, en sentido inverso, se da en el campo
contrario. Una ciencia, aquí la astronomía, que encuentre respuestas ciertas
para todos sus interrogantes –algo, por cierto, muy lejos de nuestras
posibilidades actuales– no es una ciencia que ha logrado excluir a Dios. Si las
respuestas son auténticas, no ha podido salir de su propio ámbito, pues Dios no
es una realidad empírica ni matematizable. Más bien habría que deducir que el
hecho de dar respuesta científica a todo supone, tomando prestada una
terminología de los antiguos griegos, que el universo es un cosmos –un todo
armónico– y no un caos, y es precisamente esa característica la que requiere una
explicación que cae fuera del ámbito de esa misma ciencia. Ése es el sentido del
razonamiento de Tomás de Aquino (antes, de Aristóteles), y del pensamiento
católico y lo que entiende por diseño inteligente. Una buena manera de entender
cómo la ciencia puede servir de partida para una conclusión de este tipo la
podemos ver, por paradójico que sea, en SETI. La idea que lo pone en marcha es
que el registro de una emisión de ondas de radio que muestre una cadencia
ordenada remite a un lenguaje, y por tanto a un emisor inteligente; del mismo
modo, la cadencia ordenada resultante de las leyes tanto físicas como biológicas
habla también un lenguaje de la naturaleza que remite a un Autor inteligente. La
desgracia de esta visión es el verse atrapada entre dos fuegos: la ciencia que
suplanta a Dios, o el Dios que suplanta la ciencia. La opinión pública
norteamericana se ha visto impelida a elegir entre Sagan y los telepredicadores.
Sí, es verdad que había más opciones, pero éstos eran prácticamente los únicos
que salían en la televisión.
Un calvinista protestante quizás piense que debe tomarse al pie de la letra el
pasaje del segundo capítulo del Génesis que pinta a Dios haciendo desfilar todos
los animales delante del hombre para que éste diera a cada uno su nombre. Si es
así, la existencia de formas de vida distintas en otros planetas constituiría un
problema. Para un católico eso no es así. La lejanía de seres vivos en el
espacio sería tan irrelevante como lo ha sido la lejanía en el tiempo. Nunca ha
constituido un problema doctrinal en la Iglesia Católica la existencia de
tiranosaurios o de trilobites, formas de vida extintas mucho antes de la
aparición del hombre sobre la Tierra. Tampoco lo es ni lo va a ser el hipotético
hallazgo de una bacteria, una planta o una especie de caballo cósmicos. La
posible vida no inteligente extraterrestre, más simple o más compleja, es un
asunto que interesa a la ciencia, no a la teología.
Sin embargo, se disimula a veces bastante mal que el descubrimiento de una
bacteria cósmica sería considerado y proclamado por muchos como el hallazgo del
primer eslabón que conduciría, poco menos que irremisiblemente, a la posterior
aparición de vida inteligente. Dicho de otra manera, con frecuencia se piensa
que la biología evoluciona de por sí a la vida inteligente. Esto ya resulta
bastante más discutible. Desde luego, no puede significar que allí donde hay una
bacteria tiene que haber un alienígena. Sería como admitir una evolución tan
absurda, que el resultado final figuraría ya al principio siempre. En la
búsqueda espacial, los datos de la Tierra misma no resultan muy aleccionadores
como ejemplo. Aquí se calcula (los cálculos no son exactos y varían de unas
estimaciones a otras) que la vida lleva unos 3.500 millones de años, y un solo
millón la vida inteligente; o sea, de entre los planetas que pueden albergar
vida, cabría esperar que sólo uno entre tres mil quinientos tendría seres
inteligentes, y eso sin contar la posibilidad nada despreciable de que pueda
haber planetas algo menos idóneos que el nuestro para la vida, donde no pueda
llegar a formas demasiado complejas o llegue bastante más tarde (compensa muy
ampliamente a la baja la rectificación al alza que hay que hacer al considerar
que hay planetas más viejos que el nuestro).
Lo que quiere decir, claro está, es que, con el tiempo y las condiciones
adecuadas, la vida evoluciona siempre hacia la inteligencia. Pero tomar esta
afirmación como una verdad científica es por lo menos poco riguroso. Por una
parte, apenas se conoce el “mecanismo” evolutivo. Y la estadística inductiva es
imposible: en realidad sólo se conoce una sola especie en un solo planeta con
vida inteligente, y de esa muestra, que es la mínima, no se puede inferir nada.
Además, el proceso que ha desembocado en esa vida inteligente ha sido demasiado
accidentado como para poder ponerlo sin más como modelo evolutivo. La especie
humana, por lo que ahora sabemos, apareció en una zona muy concreta –es de
suponer que especialmente favorable– en un momento dado, al parecer junto a
otras ramificaciones de homínidos ninguna de las cuales prosperó –con otras
ramas animales no ha sucedido así–, lo cual es un inicio muy frágil. Y sabemos
que antes –millones de años antes– al menos en dos ocasiones el impacto de un
asteroide en la Tierra modificó la trayectoria evolutiva. El último de los dos
motivó la extinción de los hasta entonces animales predominantes, los
dinosaurios, para dar paso a los mamíferos como nuevos señores del reino animal.
No parece temerario concluir que también en este aspecto lo que mueve a sostener
esta afirmación poco menos que como un axioma indiscutible es el deseo de que
sea así, más que la ciencia propiamente dicha.
Pero la cuestión principal no es esa. Por inteligencia, al menos por
inteligencia en su sentido más propio, no se debe entender un instinto altamente
sofisticado que lleva al animal a crear una estructura social, utilizar
instrumentos, fabricarse guaridas sofisticadas o seguir unas pautas de conducta
muy complejas. Se debe entender más bien como una capacidad de abstracción y de
pensamiento simbólico, que conducen a cosas como la reflexión consciente, el
diseño o la conciencia de un pasado y un futuro. La ciencia positiva puede dar
fe de este tipo de manifestaciones, como cuando se descubre un enterramiento de
Neanderthales o las pinturas de Altamira. Pero su naturaleza escapa a las leyes
de la materia, aunque se vea altamente influida por ellas, pues no estamos
hablando de una biología con un pensamiento añadido, sino de un ser biológico
que piensa. Esta capacidad no supone un escalón supremo en la línea instintiva
que se va haciendo más perfecta y espontánea conforme se sube en la escala
biológica. Es un grado superior a todo instinto; de hecho, las noticias de
prensa hacen referencia frecuentemente a conductas humanas que contradicen los
instintos más elementales, como el de conservación, como puede ser una huelga de
hambre llevada hasta el final por una causa que no reporta ventajas inmediatas a
quien la emprende. En la medida en que trasciende la biología, no corresponde a
ésta ni a ninguna ciencia empírica tratar de la naturaleza del pensamiento, sino
a la reflexión filosófica. Y aquí la teología sí tiene algo que decir.
La doctrina católica afirma la creación directa del espíritu humano –“alma” es
el nombre más común–, principio del pensamiento y la voluntad, por parte de
Dios. Recoge esa reflexión filosófica: puesto que no puede salir de la materia,
sólo puede venir a la existencia por un acto creador de Dios. La evolución
animal proporciona el cuerpo biológico: no un cuerpo cualquiera, sino uno apto
para recibir ese espíritu. Un principio de acción espiritual que informara,
pongamos por caso, un protozoo, resultaría completamente inoperante; hace falta
algo más, bastante más, elaborado. Aquí se juntan creación y evolución. La vida
inteligente extraterrestre también necesitaría esa intervención divina, pero eso
no significa que pueda aparecer en cualquier parte. Necesita una materia apta,
lo que significa un planeta apto para la vida compleja, y un grado de desarrollo
de la vida que diera lugar a una biología idónea para albergar el tipo de ser
resultante.
Es evidente que lo antedicho no descarta la existencia de seres extraterrestres
con inteligencia. Dios puede crear espíritus como puede crear universos. La
filosofía ya no tiene más que decir aquí. Y la búsqueda de alienígenas no se
altera lo más mínimo: puede haber, puede no haber –la voluntad de Dios es
incognoscible salvo que Él mismo la manifieste–, y hay que buscar en los mismos
lugares y del mismo modo. En cierto modo, la razón humana puede verse inclinada
a pensar que los debe haber, pues parece tener más sentido que su contrario.
Crear un universo tan grande y tan poblado de astros parece ser más congruente
cuando hay más hogares de vida inteligente que el nuestro. Ahora bien, esto no
pasa de ser una pura especulación mental nuestra inconclusiva. Por el mismo
precio, podríamos pensar que la enorme magnitud del universo ha sido hecha para
que nos demos cuenta de la inmensidad de su Autor. En realidad, seguimos sin
saber nada.
Queda por ver lo que tenga que decir la teología. De entrada, hay que hacer una
aclaración importante. Ninguna de las verdades de fe católica se refiere a la
existencia o la no existencia de extraterrestres. El mensaje bíblico, en sus dos
Testamentos, bascula entre el Cielo –trascendente al universo visible– y la
Tierra. Las estrellas son criaturas divinas –el interés en subrayarlo radica en
que había pueblos vecinos que adoraban los astros–, manifiestan el poder divino
y por lo demás son un decorado en el gran drama que se produce en la relación
del Dios con el hombre. Nada más. Lo cual quiere decir que en el terreno que nos
ocupa se juega no con verdades de fe en sentido estricto, sino con razonamientos
elaborados a partir de los contenidos de fe.
En cuanto a lo que se suele denominar teología de la creación, no se encuentran
especiales dificultades. El hombre como coronamiento de la creación visible lo
es con respecto al mundo irracional que lo rodea, y como hecho a imagen y
semejanza de Dios lo es debido a su carácter racional. El reinado del hombre
alcanza hasta donde llega su poder y su presencia. Hay así hueco para otros
posibles reinos sin que cambie nada. El verdadero problema viene con la teología
de la redención. En ella contemplamos a Dios que, para redimirnos, se ha
encarnado, haciéndose verdadero hombre en Jesucristo sin dejar de ser Dios, y
como hombre ha recibido una gloria que, utilizando la expresión bíblica, le hace
estar sentado a la diestra de Dios Padre. Si se tratara de una relación
privilegiada con Dios, podría aceptarse la posibilidad de que otros compartieran
ese privilegio. Pero parece tener los rasgos de una relación demasiado
exclusiva. ¿O tendremos que admitir que Dios también se ha encarnado en un
alienígena, y Cristo debe compartir la diestra del Padre con él, siendo además
los dos la misma persona divina (el Hijo)? Lo cierto es que parece difícil de
asumir, aunque conviene hacer dos observaciones. La primera es que el plan
divino para con esos hipotéticos seres podría ser distinto, como podría haber
sido distinto para con el hombre. La segunda es que, aunque fuera
sustancialmente el mismo, no es ni contradictorio con lo relevado, ni
incompatible, ni imposible. En Dios cabe todo lo bueno; lo que no cabe es lo
absurdo, y esta posibilidad no lo es. El que pudiera haber otros que disfrutan
por igual del don divino no nos quita absolutamente nada, tampoco del amor de
Dios, que por ser divino es infinito. Por eso, si alguna vez apareciera un
alienígena ello no supondría quiebra alguna a la fe católica.
De ahí que tengan poco sentido las posturas tanto del católico que mire con
cierta aprehensión los descubrimientos astronómicos en el temor de que le vayan
a suponer una quiebra de su fe, como la del ateo que piense que estamos cerca de
hacer descubrimientos que pondrían en evidencia la fe cristiana. A la Iglesia
Católica no le ha importado mucho este problema hasta la fecha, lo que no ha
ocurrido con otros temas donde estaba implicada la ciencia natural, como el
evolucionismo. De hecho, no ha hecho pronunciamientos o manifestaciones al
respecto. Pero eso no quiere decir que sea lo más razonable sumarse al optimismo
desmedido que con tanta frecuencia distorsiona lo que la auténtica ciencia
descubre y sabe. Por caminos distintos, tanto la ciencia por un lado como la fe
por otro convergen en invitar a un cierto escepticismo sobre la existencia de
extraterrestres inteligentes, sin cerrarse a la posibilidad de que pueda suceder
lo contrario a lo esperado. La ciencia, porque cada vez son más numerosos los
requisitos para la existencia de semejante vida, y por tanto cada vez es
estadísticamente más improbable encontrarla (y no lo sabemos todo: todavía puede
haber más). La fe, porque ese tipo de vida –los demás tipos no le importan en
absoluto– no es el resultado únicamente de la evolución sino también de una
intervención específica divina que se considera poco probable. Si algún día
apareciera una evidencia de lo contrario, la ciencia se alegraría (en principio:
habría que ver cómo nos consideran y nos tratan), y a la Iglesia no le costaría
mucho aceptarlo. Pero ese día, hoy por hoy, cada vez se ve más lejano.
*Por Julio de la Vega-Hazas Ramírez, sacerdote español del Opus Dei, doctor en
Teología y licenciado en Derecho, miembro de la Red Iberoamericana de Estudio de
las Sectas (RIES), y autor, entre otros, de los libros El complejo mundo de las
sectas (Grafite, Bilbao, 2000), El mensaje social cristiano (Eunsa, Pamplona,
2007) y Educar en la templanza (Cristiandad, Madrid, 2009).