La Historia de las relaciones entre Ciencia y Fe
Con respecto a la historia de
las relaciones entre la Iglesia y la ciencia, conviene recordar hechos
innegables. Los únicos que se esforzaron por salvar el acervo cultural de
Grecia y Roma fueron los monjes de los monasterios de Occidente: no sólo para
preservar libros de filosofía, sino para transmitir toda la riqueza literaria
y científica de aquellas épocas previas al cristianismo. Silenciar esto es
tergiversar la Historia.
Las universidades europeas,
centros de trabajo intelectual en los que se apoya nuestro sistema educativo
superior, fueron una institución de la Iglesia, donde se desarrolló la base de
toda la cultura moderna. Aun las ciencias experimentales, en la medida en que
eran posibles, se apreciaron y cultivaron: san Alberto Magno es el más
conocido de aquellos filósofos naturales precursores de los científicos
modernos. Y al llegar al Renacimiento, el nombre de Copérnico –esgrimido a
veces como un emblema de un cambio de punto de vista progresista– es el nombre
de un eclesiástico, un canónigo polaco.
Los jesuitas del Colegio
Romano fueron astrónomos serios y originales: ellos construyeron el primer
refractor astronómico basado en los cálculos teóricos de Kepler, logrando un
telescopio superior al de Galileo, modelo de todos los grandes refractores
hasta el presente. También construyeron el primer telescopio refractor. Y fue
un jesuita el primero en construir una montura ecuatorial. También fueron los
estudios astronómicos de los jesuitas los que sentaron las bases para la
reforma gregoriana del calendario.
En polémicas con Galileo, los
jesuitas correctamente identificaron la naturaleza astronómica de los cometas,
en contra de las hipótesis de nubes de la alta atmósfera que sostenía Galileo.
Más tarde, ya en el siglo XIX, el padre Secchi sentó las bases de la
astrofísica con su clasificación espectral de las estrellas.
En el siglo XX, el abate
Lemaitre, sacerdote belga, fue el primero en proponer la hipótesis de la Gran
Explosión (Big Bang), como consecuencia de la teoría de la relatividad de
Einstein, sugiriendo la edad del universo y su expansión en una forma que
todavía encuentra un apoyo reciente en las ideas de expansión acelerada
sugeridas hace muy pocos años.
En otro campo distinto,
recordemos también que las bases de la genética moderna se encuentran en los
trabajos de Mendel, un monje agustino del siglo XIX.
Por último, ya es hora de que se deje de buscar una confrontación sensacionalista entre ciencia y fe en el caso de Galileo. Estudios históricos rigurosos muestran la complejidad de relaciones personales y rivalidades de orden científico entre los personajes de aquel entonces, sin que haya una dicotomía simplista de buenos y malos. Pero Galileo jamás pasó un minuto en las cárceles de la Inquisición, ni fue sometido a tortura o vejación alguna. Su condena, por no cumplir su compromiso de enseñar el heliocentrismo como una hipótesis (aunque él, equivocadamente, creía poder demostrarlo), fue solamente el imponerle estar en su casa y decir algunas oraciones. Y murió atendido por una hija religiosa, y con la bendición papal, mientras se confesaba hijo fiel de la Iglesia.
Manuel Carreira, S.J. A&O 449