«¿Qué sentido tiene el universo?»
¿Por qué el mundo es como es? ¿Existe vida en otros planetas? ¿Para qué nacemos y morimos? ¿Tiene sentido la vida? Si hay preguntas en el mundo que recorran a la misma velocidad caminos de tierra y autopistas; si existen reflexiones que tengan el mismo espacio en el alma de cualquier raza o cultura, si hay palabras que no distingan la lengua o la censura…, son estas cuestiones fundamentales, enraizadas en lo más hondo del ser humano, en su ansia de verdad, que, desde que el hombre es hombre, surgen buscando respuestas definitivas. «La sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre, que tener que prescindir de ella comprometería la existencia», escribe Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio. Y es que no son pocos los que han dado su vida buscando o defendiendo la verdad que han encontrado y a la que no han querido renunciar. Sin embargo, el término verdad, hoy, es una palabra caída en desuso. La verdad para la sociedad occidental del siglo XXI es relativa, parcial, subjetiva, fragmentada, criticada, despreciada, denostada. Cada cual ha de tener una verdad, sea la que sea, con tal de que se ajuste a su forma particular de entender la vida, y todos estamos obligados a respetar esa verdad, sin cuestionarla ni mostrar indicios de tener un argumento en contra. Lo contrario sería de personas intolerantes, y nadie quiere ser intolerante hoy en día. En el ámbito de la ciencia y de la filosofía pasa lo mismo. Son ámbitos de conocimiento que no escapan a las tendencias de nuestros tiempos, y por eso nos encontramos con modos de pensamiento que se tienen por científicos y filosóficos que ya no parten del ansia de verdad, ni tienen como fin último el respeto a la vida humana, porque la reducción del progreso a las nuevas tecnologías ha ido mostrando al hombre como el que tiene poder para hacer y deshacer a su antojo. Según un informe, recogido por Aciprensa, de los historiadores Edward Larson y Larry Witham, de la Universidad de Georgia y del Instituto Discovery de Seatle, respectivamente, hoy en día el 45% de los científicos en Estados Unidos niega la existencia de Dios y se declara ateo; el 15% se declara agnóstico; y el 40% cree en un ser supremo y en la existencia de la vida después de la muerte.
No es más que un fiel reflejo de la sociedad en la que vivimos. Los
científicos no son personas especiales. Pero sí que es cierto que la
ciencia, tal como está planteada hoy día, puede influir sobre los
hombres y su destino, más que cualquier otra profesión. ¿Pero, es compatible la fe con la ciencia? ¿Cómo explica la fe hechos comprobados y aceptados por la Iglesia como la evolución? ¿Cómo explicar la magnitud del universo, la existencia del hombre, y la no existencia del mismo durante tanto tiempo?
En contra de lo que muchos puedan creer e incluso manifestar abiertamente, como en el caso del último best seller de Dan Brown, Ángeles y demonios, la realidad es que la historia de la Iglesia está íntimamente ligada con el estudio de la ciencia. De hecho, uno de los centros astronómicos más antiguos del mundo, el Observatorio Vaticano, fue fundado por el Papa León XIII en 1891. Pero ya mucho antes el Papa Gregorio XIII había creado una comisión científica, en el año 1582, encargada de estudiar los elementos necesarios para la realización de la reforma del calendario litúrgico. Desde entonces, la Iglesia ha apoyado constantemente la investigación científica. Tres han sido los Observatorios que han fundado diferentes Papas desde el siglo XVIII: el Observatorio del Colegio Romano (1774-1878), el Observatorio del Capitolio (1827-1870) y la Espécula Vaticana (1789-1821), todo ello con resultados tan notorios como la primera clasificación de las estrellas, según su espectro, por parte del jesuita Angelo Secchi.
El crecimiento de la ciudad de Roma y la contaminación provocaron que se
tomara la decisión, en el año 1957, de trasladar el Observatorio,
originariamente a la sombra de la cúpula de San Pedro, a 35 kilómetros
de distancia, en Castelgandolfo. Una vez allí, fue confiado a los
jesuitas. Pero, con el tiempo, también este Observatorio acusó los
efectos de la contaminación luminosa, por lo que, en 1993, el mundo
científico pudo dar la bienvenida al Vatican Observatory Research
Group, situado en Tucson, Arizona (Estados Unidos). Hoy es uno de
los centros astronómicos más importantes del mundo. Una biblioteca, en
Castel Gandolfo, con más de 22.000 volúmenes de incalculable valor,
becas para estudiantes, revistas especializadas, y el apoyo de
instituciones privadas dispuestas a financiar los proyectos de
investigación promovidos por el Observatorio Vaticano, son algunas de
las pruebas que parecen dejar sin argumentos a quienes sostienen que la
Iglesia está en contra de la investigación científica.
Por lo tanto, quien mantenga que la ciencia dice que Dios no existe, tiene inmediatamente que explicar con qué experimento se determina si Dios existe o no. No va a haber respuesta. Por otra parte, la teología no me va a decir nada del comportamiento de la materia. Ni me va a decir si la materia comenzó hace más miles de millones de años o menos, ni si comenzó caliente o fría, en alta densidad o en poca. No le toca. La Revelación no es para evitarme a mí el trabajo científico.
Hay una frase de san Agustín, que repitió el cardenal Baronio cuando el problema de Galileo: La Biblia no me dice cómo van los cielos, sino cómo se va al cielo».
«¿Qué sentido tiene el universo? –se pregunta este científico–. No se lo pregunte a un físico. Pregúnteselo a un filósofo y a un teólogo. Y allí encontrará una respuesta hermosa».
El mundo acaba de asistir a la lenta agonía de Terri Schiavo, una mujer en estado vegetativo, condenada a morir de inanición por decisión de su marido y de unos jueces, basándonse en el argumento de la muerte digna, una tesis sentimental y engañosa que provoca la falsa compasión y la identificación inmediata con la víctima y con sus familiares, que generalmente viven en una situación de dolor que parece interminable. El miedo al sufrimiento y, especialmente, la falta de profundización en los términos eutanasia, o cuidados paliativos, provocan que las personas apoyen estas medidas, considerando que quien rechaza la eutanasia está, en realidad, apoyando el sufrimiento y justificando las muertes lentas y dolorosas, cuando no es así de ninguna manera.
Sin embargo, parece haber
intereses en mantener esta confusión, que pone en primer plano la
pregunta: «¿Puede el hombre decidir sobre la vida o la muerte de otros
hombres?» En un mundo cada vez más materialista y con una visión nada
trascendente de la vida, la respuesta, de hecho, resulta afirmativa. Por
eso la ciencia auténtica y la fe tienen mucho que aportar en el destino
final del hombre, y Juan Pablo II aludía a esto en la Fides et ratio,
cuando decía: «En el ámbito de la investigación científica se ha ido
imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha alejado de
cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y
principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y
moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda
referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su
interés la persona y la globalidad de su vida».
Finalmente, la encíclica Fides et ratio señala como un peligro, en el
pensamiento actual, el «pragmatismo, actitud propia de quien, al hacer
sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a
valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas
de esta corriente son notables. En particular, se ha ido afirmando un
concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de
orden axiológico y, por tanto, inmutables. La admisibilidad o no de un
determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría
parlamentaria. Las consecuencias de semejante planteamiento son
evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de
hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos
institucionales».
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