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La infidelidad en la Iglesia católica: 5. Errores

 

 

J.M. Iraburu

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Protestantismo liberal, modernismo y disidencia actual

Como es sabido, el liberalismo, derivado en el siglo XIX de la Ilustración, es una doctrina que afirma la voluntad del hombre –su libertad– como un valor supremo, que no debe sujetarse ni a ley divina ni a ley natural alguna.

Es cierto que la palabra liberal o el término liberalismo admiten otras significaciones aceptables; pero aquí hablaremos del liberalismo justamente en ese sentido doctrinal, como lo ha hecho la Iglesia en numerosas encíclicas y documentos importantes.

El liberalismo es un naturalismo militante, que rechaza la soberanía de Dios y la pone en el hombre –«seréis como dioses» (Gén 3,5)–. Es, pues, un ateísmo práctico, una rebelión de los hombres contra Dios, y por eso ha sido muchas veces condenado por la Iglesia (por ejemplo, León XIII, enc. Libertas 1888). El socialismo y el comunismo, por otra parte, son obviamente hijos naturales del liberalismo.

Pues bien, en este sentido, el liberalismo, actualmente generalizado en las naciones más ricas como forma cultural y política, es hoy la tentación mayor del cristianismo. Es el error que más fuerza tiene para falsificar el Evangelio y para alejar de él a los hombres y a los pueblos.

Puede decirse, en síntesis brevísima, que el racionalismo crítico del protestantismo liberal de mediados del siglo XIX, pasa en buena parte al campo católico con los autores del modernismo. Aquellos y estos errores fueron combatidos sobre todo por el Beato Pío IX (1864, Syllabus), y por San Pío X (1907, decreto Lamentabili; 1907, encíclica Pascendi; 1910, Juramento antimodernista).

Protestantes liberales y católicos modernistas coinciden más o menos, según los autores, en el historicismo y en la exégesis crítica, que en el estudio de la Escritura deben prevalecer sobre la Tradición y el Magisterio; desprecian también en común los dogmas y toda formulación estable de verdades de fe y moral; van juntos en una cristología de tendencia nestoriana; coinciden en el ecumenismo radical, que iguala las diversas confesiones cristianas, así como en la aversión a la escolástica, a la metafísica y al tomismo; niegan unos y otros los milagros de Cristo y la historicidad de su Resurrección; y en cuestiones morales dan primacía a la conciencia sobre las normas objetivas de la moral. Y siguen coincidiendo en muchas otras cuestiones. Por eso San Pío X señala en los modernistas este error, entre otros:

«El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y liberal» (Lamentabili 65: DS 3465). Los modernistas rechazan los «motivos de credibilidad», y estiman que «la fe debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino» (Pascendi: DS 3477).

En la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros días, no pocos de aquellos errores señalados se prolongan también entre los católicos disidentes, promotores del progresismo, que después, sobre todo, del concilio Vaticano II –pero enseñando en contra de él–, disienten públicamente una y otra vez del Magisterio apostólico. El término disidentes es un tanto eufemístico, pero lo aceptaremos aquí para evitar palabras más fuertes.

En los años de Pablo VI (1963-1978) esa disidencia afecta a sectores intelectuales reducidos, y a ciertas Iglesias locales acentuadamente progresistas, dando ocasión a grandes escándalos doctrinales y disciplinares.

Pero en los decenios siguientes, hasta hoy, esa disidencia se difunde notablemente, hasta el punto de que apenas da lugar ya a ruidosos escándalos. Y esto se debe a que en muchos ambientes de la Iglesia ha sido aceptada la disidencia como lícita y oportuna, y también a que los doctores bien formados en la tradición filosófica y teológica de la Iglesia son hoy bastante menos numerosos que en tiempos de PabloVI. Por otra parte se debe también a que la disidencia escandalosa ya no es tanto combatida, sino ignorada, quizá por cansancio; mientras que la disidencia moderada se acepta sin lucha, sin apenas resistencia. «Ya no escandaliza» –en el peor sentido de la expresión– a la mayoría de los católicos, como no sea a unos pocos, considerados tradicionalistas o integristas.

Juan Pablo II, sin embargo, reconoce la desorientación causada en los fieles por tantos doctores disidentes:

«No se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre, que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Ésta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al magisterio de la Iglesia» (1994, Tertio Millenio adveniente 36).



La disidencia escandalosa

Para tipificar la disidencia escandalosa sería preciso analizar, en muy penosa tarea, algunas obras –si nos reducimos a autores de lengua hispana– de José María Castillo, José María Díez Alegría, Juan Antonio Estrada, Casiano Floristán, Benjamín Forcano, José Gómez-Caffarena, José María González Ruiz, José Ignacio González Faus, Antonio Hortelano, Juan Luis Segundo, Jon Sobrino, Juan José Tamayo, Andrés Torres-Queiruga, Marciano Vidal, etc. Bastantes de ellos se integran en la Sociedad de teólogos y teólogas «Juan XXIII» o colaboran al menos en sus campañas. No hace mucho esta asociación afirmaba:

«La jerarquía [católica] ha sustituido el Evangelio por los dogmas...; la libertad por la sumisión; el seguimiento de Jesucristo por la aplicación rígida del Código de Derecho Canónico; el perdón y la misericordia por el anatema». La Iglesia Católica, en su prepotencia doctrinal, impone «un único modelo de familia, el matrimonio; condena otros modelos, como parejas de hecho, y de la homosexualidad calificada como enfermedad, desviación natural y desorden moral» (prensa 8-IX-2003)

Éstos y otros autores, siempre que lo estiman conveniente –es decir, con gran frecuencia–, disienten de la Iglesia abiertamente, procurando a su disentimiento la mayor publicidad, e incluso algunos de ellos la insultan y calumnian en los medios de comunicación.

Los dejaremos a un lado, sin comentarios. No saben que con su proceder están poniendo en peligro su salvación eterna; y la de muchos. Nadie les avisa. Nosotros les avisamos.



La disidencia moderada

Analizaremos, en cambio, al menos con unos pocos ejemplos, la disidencia doctrinal de algunos autores bien considerados en la Iglesia, que no han sido objeto de reprobación alguna, y que desempeñan altos ministerios académicos y eclesiales. Sus ambigüedades y errores nos parecen, lógicamente, y con gran diferencia, los más peligrosos para el pueblo cristiano.

Traeremos aquí únicamente a cinco profesores actuales de esta orientación teológica moderadamente disidente. Pero antes de hacerlo, daremos un aviso: los análisis críticos que siguen pueden resultar demasiado difíciles para los lectores menos conocedores de la teología. A éstos, pues, les recomendamos «saltárselos» y continuar en el siguiente capítulo su lectura.



Felipe Fernández Ramos

Comentario al evangelio de San Juan. Juan, en Comentario al Nuevo Testamento, Casa de la Biblia, Ed. Atenas-PPC, Madrid 1995, 263-339.

Antes de analizar la obra de este autor, conviene recordar que la barrena crítico-historicista de protestantes liberales y modernistas se empeñó especialmente en destruir la veracidad del evangelio de San Juan. Éste es uno de los errores modernistas denunciados por San Pío X:

«Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio... El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado...

«Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no es sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en la Iglesia al final del siglo primero» (Lamentabili 16-18).

Pues bien, la tradición católica entiende que los Evangelios, también el de San Juan, hacen «creíbles» las palabras más «increíbles» de Cristo por la fuerza persuasiva de sus milagros, y que estos hechos prodigiosos son formidables «motivos de credibilidad». De este modo, en los relatos evangélicos, las palabras y los hechos de Jesús se iluminan y confirman mutuamente en su objetiva realidad histórica.

Así lo entienden los apóstoles al predicar el Evangelio, ya que muestran los milagros de Cristo como motivos de credibilidad absolutamente convicentes.

«Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch 2,22; cf. 10,37-39).

Concretamente, el evangelio de San Juan narra con mucho detalle unas pocas escenas de la vida de Jesús, en las que palabras formidables y hechos milagrosos se iluminan entre sí. Así, por ejemplo, Jesús se dice «pan vivo bajado del cielo», «verdadera comida», después de multiplicar los panes (Jn 6); se confiesa «luz del mundo», tras dar la vista a un ciego de nacimiento (9); se proclama «resurrección y vida de los hombres», después de resucitar un muerto de cuatro días (11).

Veamos, pues, ya la exégesis que en su comentario al evangelio de San Juan nos ofrece el profesor Fernández Ramos.

Comienza por negar abiertamente que el autor del cuarto evangelio sea San Juan apóstol:

«...su autor no ha podido ser Juan el Zebedeo, como ha afirmado la tradición desde Ireneo, en el año 180. Más aún, creemos que su autor no pertenece al círculo de los Doce» (269).

Ni los milagros de Cristo, al menos algunos de ellos, ni tampoco los sucesos postpascuales, han de entenderse como hechos históricos.

Jesús camina sobre las aguas. «En cuanto a la historicidad, el hecho es más teológico que histórico [traducido: tal hecho no es histórico]. Esto significa que la marcha sobre las aguas no tuvo lugar de la forma que nos narran los evangelios» [ni de ninguna otra forma, claro] (288).

Resurrección de Lázaro. Se trata de «una parábola en acción... De cualquier forma, debe quedar claro que la validez del signo y de su contenido no se ven cuestionados por su historicidad» [o para ser más exactos, por su no-historicidad]. «El último de los signos narrados... debía ser un cuadro de excepcional belleza y atracción. El evangelista ha logrado su objetivo. Nos ha ofrecido un audiovisual tan cautivador... Quedarse en la materialidad del hecho significaría el empobrecimiento radical del mismo» (303-304). [El hecho, pues, es lo de menos; lo que cuenta es su significación. Aunque en realidad es muy difícil explicar el significado de un hecho que no ha sucedido].

La resurrección de Jesús «es un acontecimiento que escapa al control humano; rompe el modo de lo estrictamente histórico y se sitúa en el plano de lo suprahistórico; no pueden aducirse pruebas que nos lleven a la evidencia racional». Los cuatro evangelistas narran la resurrección de diversas maneras: «¿quién de los cuatro tiene la razón? Todos y ninguno. Todos porque los cuatro afirman que la resurrección de Jesús es aceptable únicamente desde la revelación sobrenatural... Ninguno, porque las cosas no ocurrieron así. Estamos en el mundo de la representación» (329).

Las apariciones de Jesús. Tomás toca sus llagas, Él conversa y come con los discípulos, explicándoles cosas del Reino de Dios, etc. Tampoco esos supuestos acontecimientos sucedieron según las narraciones evangélicas. «El contacto físico con el Resucitado no pudo darse. Sería una antinomia. Como tampoco es posible que él realice otras acciones corporales que le son atribuidas, como comer, pasear, preparar la comida a la orilla del lago de Genesaret, ofrecer los agujeros de las manos y del costado para ser tocados... Este tipo de acciones o manifestaciones pertenece al terreno literario y es meramente funcional; se recurre a él para destacar la identidad del Resucitado, del Cristo de la fe, con el Crucificado, con el Jesús de la historia» (330).

La pesca milagrosa. «La aparición del Resucitado es presentada sobre el andamiaje de una pesca milagrosa» (331).

El profesor Fernández Ramos, según vemos, rechaza la objetividad histórica de los hechos milagrosos –al menos de un buen número de ellos– narrados por los evangelistas, concretamente por San Juan.

Ahora bien, si tal exégesis es verdadera, es decir, si los hechos milagrosos de Jesucristo han de ser entendidos no partiendo de su objetividad histórica, sino mirando sólo su sentido y significación, entonces también las palabras de Cristo que leemos en los Evangelios habrán de ser entendidas en un sentido puramente simbólico y alegórico, no real.

«Mi cuerpo es verdadera comida», «yo soy anterior a Abraham», «nadie llega al Padre si no es por mí», «yo soy el camino, la verdad y la vida», etc.: todas estas frases grandiosas no han de ser entendidas en su significación directa, sino más bien como grandes metáforas. Es decir, no son roca firme en las que fundamentar la fe de la Iglesia.

Exégesis como ésta del profesor Fernández Ramos, antiguas ya en el campo protestante crítico y liberal, y posteriormente en el modernismo, hartas veces reprobadas por la Iglesia, se han generalizado tanto entre los escrituristas católicos, que un comentario como éste no suscita ya resistencias. Por lo demás, estas obras se difunden ampliamente, a través de las editoriales y librerías católicas, sin sobresaltos de nadie, y sus planteamientos han entrado ya en muchas predicaciones y catequesis.

Estos biblistas, ignorando ampliamente en sus exégesis la Tradición y el Magisterio, se atienen más bien a la exégesis crítica de protestantes liberales y naturalistas de mediados del XIX. Su originalidad mayor es, pues, como en el caso de los modernistas, afirmar hoy en el campo católico lo que algunos protestantes enseñaban hace ya mucho tiempo.

Sin embargo, la fe de la Iglesia en la historicidad objetiva de las narraciones evangélicas es muy otra.

«Los milagros de Cristo y de los santos [...] “son signos ciertos de la revelación” (Vaticano I), “motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (ib.)» (Catecismo 156).

«El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas, como lo atestigua el Nuevo Testamento» (639). Es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo resucitado» (647).

Los Apóstoles, San Juan sobre todo, aseguran con insistencia que dan testimonio de lo que han «visto y oído» (Jn 19,35; 1Jn 1,1-3; Hch 4,20; cf. 5,32; Catecismo 126 y 515). Concretamente, ellos dan cuidadoso testimonio de lo que han «visto y oído» en los acontecimientos posteriores a la Resurrección de Cristo, hasta su Ascensión gloriosa.

«Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» (ib. 643).

Ésa es la doctrina de la Iglesia. Ésa es su manera de hablar, de expresar su fe. Pero este escriturista, como tantos otros, enseña tranquilamente otra doctrina y, por supuesto, con palabras contrarias.

El doctor Felipe Fernández Ramos es actualmente profesor ordinario del Centro Superior de Estudios Teológicos de León, y es también Presidente-Deán del Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de la misma ciudad.



Luis Francisco Ladaria

Teología del pecado original BAC, Serie de Manuales de Teología, Sapientia Fidei, nº 1, Madrid 1993, 315 pgs.

La Iglesia cree desde antiguo que los niños deben ser bautizados, para que «la regeneración limpie en ellos lo que por la generación [generatione] contrajeron» (418, Zósimo: DS 223). Cree que el pecado original deteriora profundamente la naturaleza de nuestros primeros padres. Por tanto, si la naturaleza humana se transmite por la generación, no pueden nuestros primeros padres, ni los que les siguen, transmitir a sus hijos por la generación una naturaleza sana y pura, porque en ellos está enferma. Nadie puede dar lo que no tiene.

Así pues, el pecado original es «transmitido a todos por propagación, y no por imitación» (1546, Trento: DS 1513; cf.: 1523; 1930, Pío XI, enc. Casti connubii: DS 3705; 1968, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.16, corrigiendo las tesis del Catecismo holandés).

Ésta es doctrina tenida como de fe. Por el contrario, el profesor Ladaria, jesuita, estima que «no debemos afirmar que la generación sea formalmente la causa de la transmisión del pecado» original (116). La transmisión de este pecado de origen él la entiende no en clave ontológica, sino histórica.

Para algunos teólogos, que Ladaria cita con aprobación, «“el pecado de Adán” es el “pecado inaugural” de la serie que después seguirá, pero sin que pueda hablarse de causalidad de este primer pecado respecto de los otros» (126). El pecado de Adán «es, simplemente, el primero y, como tal, de algún modo el desencadenante de una historia de pecado, a la que todos los hombres hemos contribuido después y seguimos contribuyendo» (128).

El hombre, según esto, contrae el pecado original por inmersión en un mundo de pecado.

«Desde esta concepción se relativiza, como también la Escritura a su manera hace, el problema de la transmisión del pecado original por la generación física» (116).

«Por ello hay que afirmar que desde que un hombre entra en el mundo se encuentra realmente inserto en la masa de pecado de la humanidad, en una situación de pecado, de ruptura de la relación con Dios» (117).

Creemos que la explicación del profesor Ladaria no logra estar conforme, aunque lo intente, con la doctrina de la Iglesia, y que más parece explicar la transmisión del pecado original imitatione que generatione.

La revelación nos dice claramente que el pecado y la desobediencia de «uno solo» nos ha constituído «a todos» pecadores, y que igualmente la gracia y la obediencia de «uno solo», Jesucristo, nos ganan la salvación de Dios (cf. Rm 5,12-19).

Según eso, para la Iglesia, el pecado original es algo mucho más profundo de lo que el profesor Ladaria enseña. Es otra cosa, incomparablemente más grave, pues afecta a la misma naturaleza de todo el hombre y de cada hombre, y se transmite, lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por generación.

Esta explicación bíblica y tradicional del pecado original –que, por supuesto, sigue siendo un misterio de la fe– es mucho más convincente que la que ofrecen Ladaria y muchos otros teólogos actuales.

Quizá la dificultad insalvable que estos doctores hallan para explicar en sentido católico la transmisión del pecado original se debe sobre todo a que se resisten a usar el término y la noción de naturaleza. En la doctrina católica el peccatum naturæ se recibe con la naturaleza, ya en el momento de la concepción (natura–natus). Concretamente, el privilegio único de María en su Inmaculada Concepción es entendido por la Iglesia en esta clave doctrinal, y no en la que propone Ladaria, de acuerdo con muchos otros.

El padre jesuita Luis Francisco Ladaria Ferrer es profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma desde 1979, de la que fue vicerrector (1986-1994). Miembro de la Comisión Teológica Internacional (1992-1997), ha sido nombrado su Secretario General por Juan Pablo II (6-III-2004).



Olegario González de Cardedal

BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 24, Madrid 2001, 601 pgs.

La Cristología de Olegario González de Cardedal es un manual muy amplio –seiscientas páginas–, lleno de erudición, y con no pocos desarrollos valiosos. Hay, sin embargo, en su libro tesis muy dudosas, y algunas erróneas, que es necesario y urgente señalar.

Conviene advertir antes de nada que el lenguaje de González de Cardedal, más literario que filosófico y teológico, resulta muchas veces impreciso. No siempre es fácil saber qué es lo que dice; y a veces es aún más difícil saber qué es lo que quiere decir.

–La unión hipostática. González de Cardedal expone unas veces esta cuestión en sentido católico indudable; pero otras, siguiendo a Rahner, estima en términos muy ambiguos que la cristología es una consumación de la antropología:

«La naturaleza humana tiene capacidad receptiva obediencial para dar ese salto al límite y recibir ese salto del límite» (456).

González de Cardedal, después de recordar ocho modos de entender, en distintos autores, qué es la persona, se pregunta «cómo Cristo es persona», y nos indica en primer lugar que «para comprender la respuesta tenemos que excluir varios malentendidos previos».

–«Malentendido por exclusión. Se afirma que Cristo es persona divina por sustracción de la real humanidad que nos caracteriza a todos los demás humanos [...] Al pensar que Cristo no es una persona humana, está diciendo que le falta lo esencial, lo que de verdad constituye al hombre en cuanto tal. Queda, en consecuencia, [Cristo] equiparado a un fantasma, ángel o mediador perteneciente a otro mundo»... (449).

Según esto, parece que González de Cardedal estima que hay en Cristo una persona humana, grave error muchas veces condenado por la Iglesia. Si así fuera, habría que deducir que la Virgen María es madre de la persona humana de Cristo, pero no propiamente Madre de Dios. Y por supuesto, que es solamente la persona humana de Cristo la que muere por nosotros en el sacrificio de la cruz, quedando así éste absolutamente devaluado. Pero la fe católica en Cristo no es ésa, es otra.

«La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella, San Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (DH 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno» (Catecismo n.466).

Esta fe católica no lleva a creer en una fantasmagórica humanidad de Cristo, sino que afirma que el Verbo divino posee ontológica e íntegramente la naturaleza humana que ha asumido. Pero vengamos al otro malentendido posible:

–«Malentendido por excepción. Se parte del hecho de que Cristo es la gran excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y] que por tanto habría que pensarlo con otras categorías al margen de como pensamos la relación de Dios con cada hombre y la relación del hombre con Dios» (450).

Con textos como éste, no podrá González de Cardedal sentirse falsamente acusado por quienes vean en su cristología una clave mental adopcionista. La fe católica sobre la relación de Jesús con Dios, evidentemente, hay que pensarla con «categorías distintas de las que nos valen para afirmar la relación de Dios con cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». De otro modo, es imposible llegar a la verdad católica de la unión hipostática, sino sólo a una unión de gracia que, por muy única y perfecta que sea, es inconciliable con la fe de la Iglesia.

–La conciencia divina del hombre Cristo. Cuando Jesús pregunta en el Evangelio a sus discípulos: «¿quién creéis vosotros que soy yo?», sitúa el misterio de su identidad personal en un plano ontológico, referido al ser, y no lo limita a un nivel meramente relacional: «¿cuál creéis que es mi relación con Dios?».

González de Cardedal, por el contrario, hace prevalecer la perspectiva relacional en sus reflexiones cristológicas –muy largas, complejas y matizadas– acerca de la conciencia filial de Jesús.

Pero tampoco en este tema de la auto-conciencia de Cristo en cuanto Hijo divino, tan delicado e importante, es fácil captar con seguridad la posición del profesor González de Cardedal. Parece, en todo caso, estimar que es la comunidad cristiana post-pascual la que asigna a Cristo el título de «Hijo», partiendo del uso que el mismo Jesús hizo del término Abba, Padre:

«Para expresar el valor de Jesús y la relación que tiene con Dios [...] los discípulos pensaron en la categoría de Hijo» (372; cf. 373-374; 402-403).

Por el contrario, esa enseñanza no parece conciliable con los datos evangélicos, según los cuales Cristo tuvo clara conciencia de su condición de Hijo único del Padre, como aparece en muchos lugares de San Juan y también de los sinópticos (p. ej., Mt 11,25-26; Mc 12,1-12; 13,32; Lc 2,49). Así ha entendido siempre la Tradición católica esos textos.

Además, si el mismo Jesucristo no hubiera conocido y enseñado a sus discípulos la eternidad y unicidad de su filiación divina, jamás la comunidad cristiana primera, procedente del monoteísmo judaico, hubiera tenido capacidad de imaginar siquiera a un Hijo divino unido al Padre celeste, pero personalmente «distinto» de él.

Es necesario reconocer que los errores que el profesor González de Cardedal parece exponer sobre «La unión hipostática» y «La conciencia divina del hombre Cristo» pueden verse neutralizados por otros textos suyos del mismo libro, en los que afirma la fe católica.

Sin embargo, la ambigüedad de los textos aludidos y de otros semejantes, en materia tan grave, es de suyo inadmisible, y más en un manual de teología católica. Y, por otra parte, son ambigüedades especialmente reprobables en los tiempos actuales de Iglesia en que precisamente la tentación arriana, nestoriana, adopcionista, es la que en temas cristológicos ofrece sin duda más peligro.

–La muerte de Cristo. El doctor González de Cardedal afirma, al parecer, que la pasión de Cristo no es el cumplimiento de un plan divino, anunciado por los profetas y por Él mismo. De la pasión de Jesús él dice así:

«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la quisiera por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico, que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y personas en medio de las que él vivió... [...] Menos todavía fue [...] considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo [...]

«Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»... (94-95).

«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana [...] El proyecto de Dios está condicionado y modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna mente religiosa» (517; cf. ss).

La Escritura, en cambio, dice con gran frecuencia lo contrario. Afirma claramente que judíos y romanos, causando la pasión de Cristo, realizan «el plan» que la autoridad de Dios «había de antemano determinado» (Hch 4,27-28); de modo que judíos y romanos, «al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27). En efecto, «era necesario que el Mesías padeciera» y diera así cumplimiento a lo anunciado por Moisés y todos los profetas (Lc 24,26-27).

En esta misma línea verbal de la Escritura (cf. Mt 26,39; Jn 4,34; 12,27; 14,31; 18,11; Flp 2,6-8; Heb 5,7-9), el lenguaje de los Padres, de los Concilios y de las diversas Liturgias, hasta el día de hoy, es unánime en la Iglesia: «quiso Dios que su Hijo muriese en la cruz» para así expresarnos Su amor en forma suprema, para expiar en forma sacrificial y dolorosa por el pecado del mundo, y para otros fines que en seguida recordaremos.

Renunciar a este lenguaje de la fe, y estimarlo como inducente a error, es algo absolutamente intolerable en la teología católica, porque es contradecir el lenguaje de la Revelación y de la Tradición.

Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». Eso es obvio, y nunca ha dicho nadie cosa semejante en la Iglesia. ¿Cómo va a establecer la Voluntad divina providente plan alguno en la historia de la salvación ignorando el juego histórico de las libertades humanas? Nadie ha entendido en la Iglesia que en el plan de la Providencia divina se «asigna la muerte de Cristo a un Dios violento y masoquista» (517).

Hay que reconocer que este terrorismo verbal indica una teología de muy precaria calidad intelectual y verbal, una «teología» que oscurece mucho la ratio fide illustrata, la cual ha de investigar y expresar, con mucha paz y exactitud, los grandes misterios de la fe. Como hemos visto, González de Cardedal lamenta que «en los últimos tiempos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana» al hablar de sacrificio, expiación, etc.; pero no advierte que es él quien, por sí mismo o por la presentación del pensamiento de otros, produce esa perversión sin pretenderla.

La crítica, además, que el profesor González de Cardedal se atreve a realizar del lenguaje soteriológico no afecta solo, como dice, al usado «en los últimos tiempos» –lo que no sería tan grave–. En realidad su crítica afecta al lenguaje del misterio de la salvación tal como viene expresado por la Revelación desde los profetas de Israel hasta nuestros días, pasando por los evangelistas, Pablo, la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis, los santos Padres, las diversas liturgias, los escritos de los santos, los Concilios, las encíclicas. Atenta contra «la norma de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los Concilios» (Mysterium fidei 10).

El lenguaje de la fe es perfectamente entendido por los fieles cristianos, pues tiene universalidad y continuidad. En cambio, las teorías teológicas que González de Cardedal hace suyas, ésas son las que el pueblo no entiende o entiende mal, porque es un lenguaje incomparablemente más equívoco. Claro está que el lenguaje bíblico y tradicional sobre la pasión de Cristo puede ser mal entendido. Pero para evitar los errores, no habrá que suprimir ese lenguaje, sino explicarlo bien.

Por último, no es posible asimilar ese nuevo lenguaje sin tener que renunciar al mismo tiempo a otras muchas expresiones de la Revelación: «no se haga mi voluntad, sino la tuya», «obediente hasta la muerte», «para que se cumplan las Escrituras», etc.

–Sacrificio de expiación y reparación. Refiriéndose González de Cardedal a los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», utilizados para expresar el misterio de la redención, afirma que no podemos prescindir de esas palabras sagradas y primordiales, aunque hoy estén puestas bajo sospecha. Si esas palabras, dice, han sido degradadas o manchadas, lo que debemos hacer es «levantarlas del suelo» y lavarlas, para que «podamos admirar su valor y ver el mundo en su luz» (535).

El propósito es justo y prudente, pero él hace precisamente lo contrario. El mundo católico tradicional ha tenido siempre una recta inteligencia de esos términos, que hoy González de Cardedal estima tan equívocos. Ha contemplado y vivido siempre, también hoy, con gran amor la pasión de Cristo como sacrificio de expiación por el pecado de los hombres.

La descripción que hace González de Cardedal de la peligrosidad, al parecer insuperable, que hay en el uso de esos términos, más que purificarlos de sentidos impropios, lo que hace es dejarlos inservibles, transfiriendo al campo católico las graves alergias que esos términos producen en el protestantismo liberal y en el modernismo. Veamos, por ejemplo, cómo habla nada menos que del término «sacrificio»:

«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción]. Afirmar que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento... [...] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus servidores» (540-541).

Seguimos con el terrorismo verbal y con la impugnación del lenguaje de la fe católica. González de Cardedal, al exponer el sentido de los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», no se ocupa tanto en iluminar su sentido católico tradicional –pacíficamente vivido ayer y hoy, diga él lo que diga–, sino en enfatizar su posible acepción errónea, presentando la interpretación más inadmisible, la más tosca posible, aquella que, a su juicio, ocasiona «en muchos» unas dificultades casi insuperables para penetrar rectamente el misterio de la muerte de Cristo.

De este modo, esas sagradas palabras, tan fundamentales para la fe y la espiritualidad de la Iglesia, no son purificadas, sino dejadas a un lado como inservibles. De hecho, en la predicación y en la catequesis quedan hoy ya proscritas para los sacerdotes y laicos más ilustrados.

«Ciertos términos han cambiado tanto su sentido originario que casi resultan impronunciables. Donde esto ocurra, el sentido común exige que se los traduzca en sus equivalentes reales [...]

«Quizá la categoría soteriológica más objetiva y cercana a la conciencia actual sea la de “reconciliación”» (543).

Así es como se suscitan alergias ideológicas a ciertas palabras netamente cristianas, con el peligro real de suscitar al mismo tiempo alergias muy graves a las realidades que esas palabras designan.

Isaías dice que el Siervo de Yavé, como un cordero, «ofrece su vida en sacrificio expiatorio» por el pecado. Jesús, Él mismo, dice que «entrega su cuerpo y derrama su sangre por muchos (upér pollon), para el perdón de sus pecados». Eso mismo es lo que una y otra vez dice la Carta a los Hebreos –el primer tratado de Cristología compuesto en la Iglesia–. Pero todos, por lo visto, aunque dicen la verdad, se expresan en un lenguaje equívoco, al menos para el hombre de hoy.

Por eso este profesor, para expresar mejor el misterio inefable de la salvación humana, prefiere sus modos personales de expresión a los modos elegidos por el mismo Dios en la Revelación, guardados y desarrollados por la Iglesia, «no sin la ayuda del Espíritu Santo», a lo largo de una tradición continua y universal.

–Resurrección, Ascensión y Parusía. Considerando González de Cardedal que más allá de la muerte ya no puede hablarse propiamente de «tiempos y lugares» –entendidos éstos, por supuesto, a nuestro modo presente–, llega a la conclusión de que no puede hablarse propiamente de la Ascensión y de la Parusía de Cristo en términos de «hechos nuevos», distintos de su Resurrección. La verdadera escatología impediría, pues, reconocer un sentido objetivo e histórico a esos acontecimientos que confesamos en el Credo.

«Esa condición escatológica y esa significación universal, tanto de la muerte como de la resurrección de Jesús, es lo último que quieren explicitar estos artículos del Credo. No son hechos nuevos, que haya que fijar en un lugar y en un tiempo [...]

«Por tanto, en realidad, no hay nuevos episodios o fases en el destino de Jesús, que predicó, murió y resucitó. Carece de sentido plantear las cuestiones de tiempo y de lugar, preguntando cuándo subió a los cielos y cuándo bajó a los infiernos, lo mismo que calcularlos con topografías y cronologías, tanto antiguas como modernas. Los artículos del Credo que hacen referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de Cristo son, sin embargo, esenciales. Sería herético descartarlos. Ellos nos dicen la eficacia, concreción y repercusión del Cristo muerto y resucitado para nosotros, que somos mundo y tiempo» (171-173).

Con estas palabras, aparentemente moderadas, aunque sin viabilidad lógica alguna, entra de mala manera González de Cardedal en la historicidad de los acontecimientos postpascuales. Los relatos neotestamentarios y la tradición de la Iglesia han hablado siempre de la Resurrección, las apariciones, la Ascensión y la Parusía como de hechos históricos distintos y acontecimientos sucesivos en el desarrollo del misterio de Cristo, han señalado sus tiempos y lugares, y por supuesto han hablado de la Parusía como de un hecho todavía no acontecido.

Incurre, pues, González de Cardedal en este tema en los mismos errores ya denunciados en los apartados precedentes. Aprecia él una «perversión del lenguaje religioso» en el hecho de expresar los misterios de la fe con términos bíblicos y tradicionales, esto es, con «topografías y cronologías, tanto antiguas como modernas». Pues bien, una vez más le recordamos que el teólogo no debe impugnar el lenguaje bíblico y tradicional elegido por Dios para expresar los grandes misterios de la fe. No tiene que desprestigiarlo, sino explicarlo, actualizarlo y defenderlo de todo mal entendimiento posible.

La Iglesia ha hablado siempre de la Resurrección, de las apariciones, de la Ascensión y de la Venida última de Cristo al final de los tiempos con expresiones «topográficas y cronológicas» claramente diferenciadas. Y González de Cardedal no debe ver esas expresiones como antropomorfismos desafortunados. Y menos puede permitirse poner en duda la historicidad objetiva de los acontecimientos salvíficos postpascuales atestiguados «cronológica y topográficamente» por los Apóstoles y evangelistas en numerosos textos.

Según enseña González de Cardedal, «sería herético descartar» en el Credo los artículos que hacen referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de Cristo. Podemos, pues, seguir confesándolos; pero siempre que tengamos claro que los «hechos» que profesamos no expresan «hechos nuevos», no son «acontecimientos», que puedan ser situados en «un lugar y tiempo» de la historia. ¿Y así cree este doctor que hace más inteligible el misterio de la fe? ¿Quién va a entender al predicador que afirma la verdad de unos hechos, si al mismo tiempo advierte que no han acontecido realmente?

El hombre de antes y el de ahora, el creyente y el incrédulo, entienden incomparablemente mejor el lenguaje tradicional del Catecismo, que afirma la misteriosa historicidad de aquellos hechos salvíficos, cumplidos por Cristo en el tiempo que va de su Resurrección a su Ascensión (n.659).

La Iglesia habla de «el carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo [...] Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra» (n. 660).

Todos los acontecimientos históricos, por supuesto, han acontecido históricamente en lugares y tiempos determinados. Y aquellos que no tienen connotaciones «topográficas y cronológicas» no han existido jamás. No habría, pues, por qué incluirlos en el Credo.

–Conclusión. La Cristología del profesor Olegario González de Cardedal contiene varias enseñanzas muy dudosas y algunos graves errores. Y en modo alguno puede ser integrada en una Serie de Manuales de Teología católica.

El doctor Olegario González de Cardedal es profesor de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, miembro de la Comisión Teológica Internacional (1969-1974, 1974-1980), miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, director de la Escuela de Teología de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, etc.



José Román Flecha Andrés

Teología moral fundamental. BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 8, Madrid 1997, 367 pgs.

Las dificultades del profesor Flecha para fundamentar la Teología Moral son tan grandes que no logra superarlas.

–Dios y el alma. La Iglesia enseña que la moral católica ha de fundamentarse en Dios y en la naturaleza de su imagen, el hombre, que es unidad de un cuerpo y de un alma, que ha sido inmediatamente infundida por Dios (cf. Catecismo 355-366). La Congregación de la Fe, a este propósito, recuerda que

«la Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina sin embargo que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (17-V-1979; cf. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios 8).

Flecha no emplea en su obra el término «alma». Lo rehuye, puede decirse, en forma sistemática. Y si trata brevemente del hombre como imagen de Dios, no lo hace para fundamentar la moral (149-150).

–Ley natural. La Iglesia fundamenta la moral en las leyes naturales, como en forma clara y tradicional enseña el Vaticano II (cf. Dignitatis humanæ 3) o Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendor (43-53, concretamente 44). Pero tampoco esta fundamentación resulta válida, según parece, para el profesor Flecha a la hora de establecer su Teología Moral Fundamental. Más bien él estima que se ha hecho un mal uso de la ley natural, en sus diversos modelos históricos, concretamente en sus modelos principales, cosmocéntrico y biologicista (244-245).

«Se ha olvidado con frecuencia la circunstancia concreta de la persona y las formulaciones morales se han encarnado así en principios abstractos únicos, objetivados e inmutables» (247).

El error principal radica, a su juicio, en que esta moral apela «a una “naturaleza” humana, común e invariable, como base para el encuentro ético. Se trata con frecuencia de una naturaleza entrevista a través de filtros reduccionistas. O bien es demasiado hipostasiada y ahistórica, demasiado objetivada como para tener en cuenta la densidad subjetiva y circunstancial del sentido, la intención y la vivencia personal que constituyen las coordenadas inevitables del comportamiento humano. O bien la naturaleza humana es vista de una forma tan “naturalista” que parece referirse más al campo de la etología que al de la ética. O bien hace pasar por datos normativos, en cuanto naturales, los que son datos puramente culturales» (134ss).

La naturaleza, pues, da una base en la práctica muy ambigua para fundamentar la moral, porque las maneras de entender esa naturaleza

«se encuentran ineludiblemente sujetas al ritmo de la historia y de la cultura», e incluso «la misma aproximación hermenéutica a los contenidos noéticos de la fe varía notablemente de un momento a otro de la historia» (138).

Flecha, pues, a la hora de elaborar una Teología moral fundamental, denuncia el mal uso hecho de la ley natural, «en sus diversos modelos históricos». Pero él, una vez señaladas esas desviaciones reales o presuntas, no logra, ni intenta superarlas, como podría hacerlo mediante «la razón iluminada por la Revelación divina y por la fe» (Veritatis Splendor 44b). Más bien, parece renunciar a esa línea de fundamentación, considerándola inviable.

–Sagrada Escritura, mandamientos. También halla Flecha grandes dificultades para fundamentar la moral en la Sagrada Escritura, el Decálogo y demás mandamientos de la Ley divina revelada:

«Los preceptos morales que encontramos en la Biblia –todos o algunos de ellos– parecen depender de la cultura del tiempo y el espacio en que nacieron» (77).

Desde luego, si quizá todos los preceptos morales bíblicos dependen de la cultura de la época en que nacieron, no podrán servir de fundamento a una moral objetiva y universal. Eso es evidente. No vale, pues, la sagrada Escritura para fundamentar sobre ella la moral.

–¿Una ética cívica universal? ¿Dónde, pues, habrá que poner el fundamento de la moral? ¿Será posible fundamentarla en el consenso de una ética civil?

«En esa situación, la “ética civil” constituye la apelación a lo más valioso, libre y liberador de las conciencias ciudadanas» (141). Y afirma así, citando a Marciano Vidal:

«La ética civil pretende realizar el viejo sueño de una moral común para toda la humanidad. En la época sacral y jusnaturalista del pensamiento occidental, ese sueño cobró realidad mediante la teoría de la “ley natural”. Con el advenimiento de la secularidad y teniendo en cuenta las críticas hechas al jusnaturalismo, se ha buscado suplir la categoría ética de la ley natural con la de ética civil. Esta es, por definición, una categoría moral secular» (Retos morales en la sociedad y en la Iglesia, Estella 1992, 60; cf. Moral de actitudes, I, Madrid 19815, 135-75) (141).

Y sigue diciendo Flecha: «Si por ética civil se entiende un mínimo axiológico consensuado y regulado por la legislación, para que la sociedad plural pueda funcionar de forma no sólo pragmática sino humana, la fe cristiana no puede ni debe mostrar reticencias a su llegada» (140).

La fe cristiana puede y debe, por supuesto, mostrar su rechazo a fundamentar la moral en una ética civil de consenso, que ignore la Revelación divina, y que prescinda incluso de la ley natural, que a un tiempo expresa la naturaleza de las criaturas y la ley del Creador impresa en ellas. Por eso el mismo profesor Flecha, citando una enseñanza de la Conferencia Episcopal Española, se ve obligado a dar «un toque de atención ante un uso minimalista de esa apelación» a la conciencia ciudadana de una ética civil (139-140).

–La conciencia. ¿Cómo, pues, y dónde podrán las conciencias personales fundamentar la moral? ¿Ajustando previamente esas conciencias a alguna Ley divina o natural?... El profesor Flecha no entiende la función primaria de la conciencia como la aplicación al caso concreto de una norma moral objetiva y universal. Por eso mismo, insiste poco en la necesidad de formarla adecuadamente en la verdad y la rectitud. Más bien estima que

«habrá que subrayar la autonomía de la conciencia moral, su carácter humanizador, y reivindicar para ella un cierto espontaneísmo que, desde el discernimiento de los valores que entran en conflicto en una determinada situación, supere el rígido esquema intelectualista que fue habitual hasta este siglo» (288-289).

Esto recuerda aquello que Edward Schillebeeckx escribe sobre la moral de situación:

«Tenemos que poner hoy el acento en la importancia de las normas objetivas tanto como en la necesidad de la creatividad de la conciencia y del sentido de las responsabilidades personales» (Dios y el hombre. Sígueme, Salamanca 1968, cp.7, C,II, p. 357) .

La expresión «creatividad de la conciencia» es falsa. La conciencia no crea leyes o valores, sino que interpreta y aplica al caso concreto una norma moral divina, natural, preexistente. En todo caso, nunca la ley moral puede ser creada por la conciencia (cf. Veritatis splendor 55).

–Los valores. ¿Pero, entonces, esa «ética civil», basada en el testimonio de «las conciencias», no adolecerá inevitablemente de relativismo y de subjetivismo arbitrario, así como de frecuentes cambios históricos y de contradicciones? ¿No habrá de sujetarse la conciencia a la orientación de ciertos valores estables?

Flecha pretende, por supuesto, escapar de esas dificultades señaladas, que son obvias. Él quiere alcanzar una objetividad para la moral. Pero no queda claro en absoluto qué fundamentos válidos propone para ello. Apela a la majestad de ciertos valores éticos (213), pero no alcanza a verse esa «majestad» si éstos no aparecen bien fundamentados en Dios, en Cristo, en la Palabra divina, en el alma, en la naturaleza. Flecha afirma, en la misma página, que se trata de valores objetivos (233), pero reconoce también que en su aspecto epistemológico son variables (233), «tienen un carácter histórico y cambiante» (234). ¿Entonces?...

–Conflictos de valores. Así las cosas, cómo no, serán inevitables los conflictos de valores, que la conciencia del hombre habrá de resolver. Y la clave para la solución de estos posibles, previsibles y en cierto modo necesarios dilemas habrá de darse en la búsqueda de la felicidad:

«es precisamente en relación al anhelo humano de felicidad donde adquiere su final consistencia la apelación a los valores de la ética» (235).

Absolutamente decepcionante.

–Densa y compleja oscuridad. Este manual del profesor Flecha sobre Moral fundamental es sumamente complejo y oscuro de pensamiento. Y en más de 350 páginas, dando continuamente «una de cal y otra de arena», no consigue fundamentar con claridad firme un orden moral a la luz de la razón y de la fe.

Siguiendo el curso de ese pensamiento oscilante, puede decirse que casi todas las afirmaciones ambiguas o erróneas del texto podrían ser salvadas leyéndolas con una mente muy bien formada, con muy buena voluntad –y con mucha paciencia–. En efecto, rara será en este libro la afirmación ambigua o falsa que el autor no pueda justificar alegando sobre el mismo tema otra afirmación verdadera hecha en distinto lugar. Podría él así aducir cientos de citas de su obra para demostrar con textos bien claros que la lectura que aquí hemos hecho de ella es tendenciosa.

–Confusión. Hay en esta obra una metodología sistemática de ambigüedades. La posición subjetivista del autor se capta claramente, aunque él se esfuerza en no declararla abiertamente, sino a través de exposiciones confusas y desconcertantes.

No es fácil, por ejemplo, entender cómo pueda conciliarse lo que el autor enseña sobre la autonomía de la conciencia y lo que la Iglesia enseña sobre los «actos intrínsecamente malos», doctrina que él mismo se ve obligado a recordar en otro lugar (198-200).

Tampoco sabríamos asegurar qué es lo que realmente enseña Flecha sobre «la especificidad de la ética cristiana» (135-138), es decir, cómo entiende «la relación entre la ética cristiana y las éticas seculares» (145). Pues, por una parte, dice que

«afirmar que el cristianismo no aporta un contenido moral categorial distinto del que ellas ofrecen –o pueden ofrecer–... es afirmar la sana autonomía de lo creado y la posibilidad de la razón natural para acceder a la bondad» (145).

Esas palabras hacen pensar que, a juicio de Flecha, «el cristianismo no aporta un contenido categorial distinto» al que las éticas naturales ofrecen o pueden ofrecer. Pero según eso, se pone en duda la novedad del Evangelio, por el que se revelan mensajes morales que en modo alguno el hombre adámico podría haber conocido por sí solo; se devalúa así la novedad de la fe, que se alza muy por encima de las luces de la razón, y que por eso mismo es una «obediencia» intelectual. El Evangelio (la fe sobrenatural) va mucho más allá del Decálogo (la razón natural).

Por eso Flecha, contradiciéndose a sí mismo, se ve obligado a decir también que el cristianismo sí aporta nuevas revelaciones sobre la verdad moral:

«Junto a la identidad categorial y la diversidad transcendental, es necesario subrayar la novedad de la confessio christologica [...En efecto] Jesús, el Cristo, Palabra e icono de Dios, es también revelación e imagen, histórica pero definitiva, del verdadero esse y del auténtico operari del hombre» (136).

¿En qué quedamos?...

–Una Moral escasamente cristiana. La Teología moral fundamental que propone Flecha es una ética muy poco cristiana. No es, desde luego, una moral claramente fundamentada en la fe. Ahora bien, el fundamento de toda Moral cristiana es precisamente la fe: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17; cf. Hab 2,4; Gál 3,11; Heb 10,35).

¿Será, quizá, que Flecha no está pretendiendo propiamente una Teología moral fundamental, sino sólo una Ética, una Filosofía moral fundamental? A veces parece que por ahí va su pensamiento. Pero no es éste el título de su obra.

El capítulo III, Orientaciones bíblicas para la Teología Moral, es breve (75-114) y, sobre todo, queda aislado dentro del conjunto de su obra (360 pgs.). La vida moral cristiana considerada en sus coordenadas más importantes: la participación en el misterio pascual de Cristo –participación en su cruz y en su resurrección–, la oración de súplica, la expiación por el pecado, la necesidad absoluta de la gracia, la imitación de Dios Padre como hijos, la configuración a Jesucristo, Nuevo Adán, etc., aunque sean aludidas en algún momento, no logran, ni intentan, fundamentar en modo alguno esta oscura Teología Moral.

Después de todo, Flecha presenta la relación entre la Religión y la Ética como algo, al parecer, de suyo problemático.

Unas veces «la Religión invade el campo de la Ética», y otras «es la Ética la que parece sustituir a la confesión religiosa» (125).

De nuevo el autor, en este caso, después de haber presentado el problema, no alcanza en su obra a resolverlo adecuadamente, armonizando Religión y Ética (125-128). Ni lo intenta.

Son tantas, en fin, las dificultades que halla Flecha para fundamentar teológicamente la Moral en la naturaleza y en la Palabra revelada –en la razón y en la fe– que no consigue superarlas.

–Conclusión. La Teología Moral Fundamental de José Román Flecha no es, en modo alguno, un manual de teología admisible en una Serie de Manuales de Teología católica.

El Doctor José-Román Flecha Andrés es desde 2002 Decano de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, en la que es catedrático de Teología Moral. Dirige desde 1998 el Instituto de Estudios Europeos y Derechos Humanos de esa misma Universidad.



José Román Flecha Andrés

Moral de la persona. BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 28, Madrid 2002, 304 pgs.

El manual Moral de la persona, del profesor Flecha, debería titularse más bien Moral de la sexualidad, pues en este tema se centra y limita el estudio de la obra. Pero ésta es cuestión menor.

Lo grave está en que la doctrina del profesor Flecha choca con frecuencia en temas graves con la doctrina de la Iglesia; cosa que nada tiene que extrañar, dada su previa Teología moral fundamental. Para que ese choque sea poco ruidoso, el procedimiento suele ser siempre el mismo. Primero expone y afirma la doctrina de la Iglesia. Y en seguida admite excepciones, males menores, gradualidades, actitudes personales de conciencia y otros principios de evaluación moral que, en la práctica, vienen a anular la teoría católica primeramente enseñada.

–La masturbación se opone, ciertamente, a la verdad del sexo (197-198),

pero «sin embargo, en esa frustración de la evolución armónica de la personalidad puede existir un proceso de gradualidad, como en todos los ámbitos de la responsabilidad moral. En éste, como en tantos otros problemas, no se puede hacer una valoración abstracta de la masturbación» (198).

¿Qué querrá decir el autor con la última frase? Por supuesto que sobre la masturbación, o sobre cualquier otro tema de moral, se pueden, se deben establecer y se establecen valoraciones abstractas, normas morales objetivas y estables, que, por supuesto también, habrá que aplicar al caso concreto del modo que la moral católica enseña.

Pero el autor, al parecer, no ve tanto la masturbación como un pecado, sino como un retraso en la maduración psicológica. Y una perspectiva semejante parece prevalecer en él cuando trata otros desórdenes de la sexualidad.

–La homosexualidad. No es justificable el comportamiento homosexual (216-218). Pero también aquí hay que decir que «la persona ha de tender al ideal moral»; y eso exige un proceso gradual:

«A la persona que se ve implicada en una actividad homosexual habrá que recordarle, por ejemplo, que en su condición, la fidelidad a una pareja estable implica un mal menor que la relación promiscua, indiscriminada y ajena a todo compromiso afectivo. Será preciso subrayar, también aquí, las posibilidades y exigencias de la ley de la gradualidad» (218).

–Las relaciones prematrimoniales son consideradas reprobables por el autor. Pero ya en el primer párrafo de su «juicio ético» –en el primer párrafo– se apresura a advertir que ha de distinguirse «la moralidad objetiva de las mismas y la eventual responsabilidad y culpabilidad de las personas implicadas» (236).

Las circunstancias y las actitudes de las personas implicadas pueden ser en esto muy diversas y exigen, por tanto, «una diferente evaluación moral» (239).

«En éste, como en muchos otros casos, podría ser aplicable la “ley de la gradualidad” (cf. Familiaris consortio 34), que no es reducible a una “gradualidad de la ley”»... Por tanto, «será necesario subrayar que la madurez de la pareja se alcanza de forma progresiva y gradual» (239).

Por otra parte, la culpabilidad aumenta si en esas uniones no hay amor real.

«Por el contrario, puede haber personas que vivan una experiencia de amor único, definitivo que no puede ser formalizado públicamente. Esas situaciones-límite habrán de ser tratadas con la metodología tradicional de la Teología Moral Fundamental [...] escapan a la normalidad de las situaciones» (240).

En vano buscaremos explicados en la Teología Moral Fundamental del mismo autor «los métodos tradicionales» por los que «habrán de ser tratadas esas situaciones-límite». ¿Qué haremos, entonces?... Muy deseable sería que el profesor Flecha acabara de expresar aquí su pensamiento en problema moral tan grave. Tan grave y tan frecuente, no obstante ser, como dice, una «situación-límite».

–Anticoncepción. Las frecuentes alusiones del autor en esta materia al conflicto de valores (250), al mal mayor o menor (260), a la distinción entre lo natural y lo antinatural (261), a la diferencia entre métodos naturales y artificiales (261-262), al principio de totalidad (263), nos sitúan una vez más en la visión de los moralistas que en los últimos decenios no se deciden a aceptar la doctrina de la Iglesia católica sobre el tema.

«El juicio sobre las actitudes ha de preceder al juicio sobre los medios» (262).

Los errores, como hemos dicho, tienen en esta obra una expresión muy cautelosa, pero quedan muy suficientemente expresados. Cualquier lector, medianamente avisado, sabrá a qué atenerse.

–Conclusión. Esta obra no enseña la moral católica de la sexualidad, y por tanto es inadmisible como manual de teología católica.



Dionisio Borobio

Eucaristía. BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 23, Madrid 2000, 425 pgs.

El manual Eucaristía del profesor Dionisio Borobio tiene indudables méritos en la consideración bíblica, litúrgica y teológica de no pocos de los temas que expone. Pero también contiene algunos errores graves. En forma alguna, pues, puede ofrecerse como un manual de teología católica.

–La transubstanciación. Para el profesor Borobio la explicación de la presencia sacramental de Cristo «per modum substantiæ» es un concepto que, aunque contribuyó sin duda a clarificar el misterio de la presencia del Señor en la eucaristía, «condujo a una interpretación cosista y poco personalista de esta presencia» (286).

En la «concepción actual» de sustancia [¿cuántas concepciones actuales habrá de substancia?], en aquella que, al parecer, Borobio estima verdadera, «pan y vino no son sustancias, puesto que les falta homogeneidad e inmutablidad. Son aglomerados de moléculas y unidades accidentales. Sin embargo, pan y vino sí tienen una sustancia en cuanto compuestos de factores naturales y materiales, y del sentido y finalidad que el hombre les atribuye: “Hay que considerar como factores de la esencia tanto el elemento material dado como el destino y la finalidad que les da el mismo hombre” (J. Betz)» (285).

Si se parte de esta equívoca y paupérrima filosofía de la substancia, parece evidente que un cambio que afecte al destino y finalidad del pan y del vino en la Eucaristía (transfinalización-transignificación) equivale a una transubstanciación.

«Para los autores que defienden esta postura (v. gr. Schillebeeckx) es preciso admitir un cambio ontológico en el pan y el vino. Pero este cambio no tiene por qué explicarse en categorías aristotélico-tomistas (sustancia-accidente), sometidas a crisis por las aportaciones de la física moderna, y reinterpretables desde la fenomenología existencial con su concepción sobre el símbolo. Según esta concepción, la realidad material debe entenderse no como realidad objetiva independiente de la percepción del sujeto, sino como una realidad antropológica y relacional, estrechamente vinculada a la percepción humana. Pan y vino deben ser considerados no tanto en su ser-en-sí cuanto en su perspectiva relacional. El determinante de la esencia de los seres no es otra cosa que su contexto relacional. La relacionalidad constituye el núcleo de la realidad material, el en-sí de las cosas» (307).

Apoyándose, pues, en esta pésima metafísica, explica el profesor Borobio pésimamente la transubstanciación del pan y del vino, y la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En ella «las cosas de la tierra, sin perder su consistencia y su autonomía, devienen signo de esa presencia permanente», sin perder «nada de su riqueza creatural y humana» (266). El pan y el vino, por tanto, siguen siendo pan y vino, no pierden su realidad creatural, pero puede hablarse de transubstanciación porque en la Eucaristía han cambiado decisivamente su finalidad y significado.

Esta explicación filosófica-teológica no es conciliable con la fe de la Iglesia, tal como la expresa, por ejemplo, Pablo VI en la encíclica Mysterium fidei (1965), en la que precisamente son éstos los errores que él señala y rechaza:

«Cristo se hace presente en este Sacramento por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de toda la substancia del vino en su sangre [...]

«Realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada. Pero adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en tanto en cuanto contienen una “realidad” que con razón denominamos ontológica. Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa, y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la substancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies. Bajo ellas, Cristo, todo entero, está presente en su “realidad” física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar».

¿Cómo conciliar la explicación de Borobio sobre la Eucaristía con la fe de la Iglesia católica? No hay modo. La especulación filosófica-teológica que propone sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía no prescinde sólamente de la explicación en clave aristotélico-tomista de ese misterio, como afirma, sino que contradice abiertamente la doctrina católica, la de siempre, la que ha sido expuesta en la Mysterium fidei y en el Catecismo de la Iglesia Católica (nn.1373-1377); la que, por ejemplo, en el siglo IV exponía, casi con los mismos términos, San Cirilo de Jerusalén, que no empleaba las categorías aristotélico-tomistas.

–Sacrificio de expiación. Reconoce Borobio «el sentido sacrificial de la vida y muerte de Cristo», un sentido que viene afirmado «en el Nuevo Testamento, al menos en Pablo y Hebreos» (245). Y enseña, por tanto, el carácter sacrificial de la Eucaristía. Pero...

«en todo caso, hay que entender este carácter sacrificial de la cena a la luz del sentido sacrificial salvífico que Jesús dio a toda su vida, es decir, como un acto de servicio último y de entrega total en favor de la humanidad, y no tanto en sentido expiatorio» (244-145).

«La tendencia más amplia hoy es a reconocer un cierto carácter expiatorio en la muerte de Cristo, pero superando una interpretación victimista, como castigo o venganza de un Dios cruel, como pena impuesta por un Dios justiciero capaz de castigar a su propio Hijo con la muerte..., lo que correspondería más bien a una imagen arcaica y megalómana de Dios» (268).

Ya estamos con el terrorismo verbal y con el lenguaje deliberadamente ambiguo: «no tanto», «un cierto», «superando»... La Iglesia Católica, sencillamente, cree que la pasión de Cristo, y por tanto la Eucaristía que la actualiza, es un sacrificio de expiación por el pecado, y que Cristo es en él la víctima pascual sagrada. Y que así lo ha querido la misericordiosa Providencia divina, revelada desde antiguo.

Hoy la Iglesia, concretamente en su nuevo Catecismo, enseña sin reticencias ni concesiones diminutivas, como siempre, el carácter expiatorio de la pasión de Cristo y de la Eucaristía. Toda la Escritura –mucho más que «Pablo y Hebreos»–, así lo revela y así los expresa. Y los mismos Evangelios sobre la Cena afirman de modo patente ese sentido expiatorio –«el cuerpo que se entrega, la sangre que se derrama, “por todos”, para el perdón de los pecados» (cf. Catecismo n.610). En efecto,

«Jesús, por su obediencia hasta la muerte, llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente, que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53,10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Trento: DS 1529)» (Catecismo 615; cf. 616).

–Eucaristía y penitencia. Otros temas del libro Eucaristía del profesor Borobio son discutibles, como el que dedica al perdón de los pecados en La Eucaristía, gracia de reconciliación (356-374), lo que no conviene a un manual de teología.

No vamos a discutir aquí las autoridades aducidas en este tema por el autor –Santo Tomás, Trento, Vaticano II, etc.–, lo que nos obligaría a análisis muy prolijos; pero sí señalaremos la notable inoportunidad de estas páginas. En un manual de teología, poner hoy el énfasis en el poder de la Eucaristía para perdonar los pecados, y no insistir en la necesidad de la Penitencia sacramental, es una grave imprudencia cuando es sabido que en tantas Iglesias locales los fieles hace ya años comulgan, pero no confiesan. Este modo de tratar el tema Eucaristía-Penitencia nos hace pensar en un intelectual absorto en lo que dicen otros intelectuales, pero que ignora completamente, al escribir su obra, las necesidades pastorales del Pueblo de Dios.

–Conclusión. Las ambigüedades y errores de esta obra impiden que pueda ser empleada como manual de teología católica sobre el Misterio eucarístico.

El Doctor Dionisio Borobio es catedrático en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, y director de la revista «Familia», perteneciente a un departamento de dicha Universidad.



Los manuales teológicos Sapientia fidei

Son más de veinte los manuales ya publicados en la colección Sapientia fidei, unos buenos, otros malos, otros regulares. Los que hemos elegido aquí en nuestra crítica están, sin duda, entre los más importantes: pecado original, gracia, cristología, eucaristía, teología moral fundamental y moral de la persona. Pues bien, por varias razones hemos querido fijar nuestra atención crítica en algunas obras de esta colección que la Biblioteca de Autores Cristianos publica en Madrid:

–por la gravedad de los errores que contienen,

–por el prestigio de sus autores, miembros de la Comisión Teológica Internacional, catedráticos de la Universidad Pontificia de Salamanca, la Universidad de la Conferencia Episcopal Española.

Son autores, de hecho, no discutidos. Ni siquiera hemos visto en varias Revistas católicas de clara ortodoxia recensiones abiertamente críticas a estas obras.

–porque los fieles reciben de buena fe la enseñanza de estos libros, ya que, publicados «con licencia eclesiástica del Arzobispado de Madrid», todos ven en ellos además «los manuales de teología de la Conferencia Episcopal Española», dada la relación de ésta con la BAC y con esta Serie de Manuales concretamente;

–y porque, de hecho, están entre los manuales de teología más difundidos entre los católicos de habla española.

Si estos manuales de teología, y otros semejantes, continuaran difundiéndose durante años, el perjuicio que sufriría la fe y la moral entre los católicos de habla hispana –la mitad de la Iglesia Cat��lica– sería muy grande.

Ya se comprende que, quienes así pensamos tenemos, ante Dios y ante la Iglesia, la gravísima obligación de decirlo con toda fuerza, claridad y urgencia. Si estos autores, en tan altas cátedras y con altavoces editoriales tan potentes, contradicen verdades de la doctrina católica, no deberán sorprenderse ni molestarse si nosotros, desde nuestro modesto rincón, impugnamos sus escritos.



Manuales de teología

Los manuales de teología, concretamente, han de caracterizarse

1. por el orden, la concisión y la claridad con que exponen la doctrina católica sobre un tema;

2. por la calificación de las diversas tesis enseñadas según el grado de certeza en la fe, de modo que no se tenga luego como de fe lo que es opinable, ni se considere opinable una doctrina que es de fe;

3. por la certeza de las doctrinas enseñadas, ya que en un manual no deben proponerse hipótesis teológicas más o menos aventuradas, sino que han de afirmarse las doctrinas de la fe o al menos aquellas que están ampliamente recibidas en la mente de la Iglesia;

4. por la eficaz descripción y refutación de los errores históricos y actuales sobre las cuestiones estudiadas.

Ninguno de estos objetivos se consigue –ni se intentan– en los manuales estudiados, que son largos y confusos, que presentan entremezcladas doctrinas de fe y teorías personales –poniendo a veces el énfasis en éstas, más que en aquéllas–, y que en modo alguno «vacunan» sobre los errores más vigentes, sino que a veces más bien los contagian.



Deterioro doctrinal

Pero, dejando el caso concreto de los Manuales aludidos, vengamos a la cuestión de fondo. Si autores tan respetables –miembros de la Comisión Teológica Internacional, profesores prestigiosos de Universidades Pontificias, etc.– se permiten tranquilamente, sin apenas contradicciones, estas desviaciones del Magisterio apostólico, estas contradicciones abiertas del lenguaje de la fe, estas exégesis que, más que interpretar, niegan lo que dicen los textos sagrados, podemos imaginar hasta qué punto los errores doctrinales, en materias de fe y moral, supuran abundantemente en otros niveles inferiores de basura teológica.

Basta con visitar algunas Librerías católicas –a veces diocesanas o religiosas– para comprobar la innumerable cantidad de errores que están difundiendo muchas Editoriales y Librerías católicas.

En todo caso, libros como éstos que hemos analizado han hecho y están haciendo a la Iglesia un gravísimo daño.

Y téngase en cuenta también que los errores difundidos, con expresión cautelosa y medida, por los doctores disidentes supuestamente moderados, al ser recibidos por los laicos ilustrados o por el clero deseoso de estar a la última moda ideológica, serán amplificados burdamente, como hoy se puede comprobar en tantas catequesis y homilías.



Deterioro intelectual y verbal

El deterioro patente de las publicaciones católicas viene causada por una considerable pérdida de calidad del pensamiento y del lenguaje de los doctores católicos. La teología, ratio fide illustrata, desde sus comienzos, se ha caracterizado no solo por la luminosidad de la fe en ella profesada, sino también por la claridad y precisión de la razón que la expresa. Sin un buen lenguaje y una buena filosofía, es imposible elaborar una teología verdadera. Los errores y los equívocos serán inevitables. Por lo demás, un pensamiento oscuro no puede expresarse en una palabra clara. Ni puede, ni quiere.

Acerca, por ejemplo, de un milagro del Evangelio se nos dice: «en cuanto a la historicidad, el hecho es más teológico que histórico». Esta frase, deliberadamente oscura, expresa un pensamiento de calidad ínfima. El verbo ser no es elástico: algo es o no es. Y un hecho o es histórico o realmente no ha acontecido, y entonces no es un hecho. Además, que sepamos, no existen propiamente «hechos teológicos». Por último, si el autor quiere decir que tal milagro, a su juicio, no es histórico, es mejor que lo diga abiertamente, y que evite eufemismos vergonzantes.

Cuando un grupo de trabajo en una Asamblea afirma su «total adhesión» a la Humanæ vitæ, pero una vez afirmada, solicita que se flexibilice su doctrina, ¿qué calidad mental tiene este pensamiento y esta palabra?

Cuando un profesor de teología cree conveniente «relativizar» la doctrina católica de la transmisión del pecado original por generación, ¿qué es lo que realmente quiere decir? ¿Pretende que se relativice una doctrina que es de fe? ¿O es que prefiere, como es probable, no formular con claridad su propio pensamiento?

Cuando un Cardenal se jacta de que hace años firmó con otros tres obispos «una de las más abiertas orientaciones publicada, no sin provocar revuelo, por un episcopado sobre las relaciones con el judaísmo», ¿cómo hemos de entender la expresión más abiertas? ¿Más abiertas o más cerradas que las orientaciones dadas por Cristo, Esteban, Pedro, Juan o Pablo?

Cuando un liturgista, estudiando la Eucaristía, reconoce «un cierto carácter expiatorio en la muerte de Cristo», pero quiere al mismo tiempo evitar «una interpretación victimista», se muestra mental y verbalmente débil para afirmar o para negar, sencillamente, que Cristo es la víctima pascual, ofrecida en sacrificio de expiación para la salvación de los pecadores. Su palabra no transmite, pues, ni de lejos, la clara certeza de la enseñanza de la Iglesia.

Ese modo de lenguaje deliberadamente impreciso y oscuro, en el que no se dice del todo lo que se quiere decir, pero sí se dice lo suficiente –que tanto ha inficionado a la Iglesia en los últimos decenios–, es un lenguaje extraño a la tradición católica, y desprestigia lo que durante siglos se ha llamado Sacra Theologia. Si es tolerable en periodistas, literatos o políticos, es inadmisible en los teólogos católicos o en los pastores sagrados. Y mirando por la salud del pueblo cristiano, debe ser denunciado y rechazado.

«Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no. Todo lo que pasa de esto, de mal procede» (Mt 5,37; cf. Sant 5,12; 2Cor 1,17-19).

La Iglesia Católica, ya que ha de expresar con palabras humanas la plenitud de la Palabra divina, está obligada a usar un lenguaje verdadero y exacto, lo más claro y preciso que sea posible, libre de equívocos y ambigüedades, siempre fiel al esplendor de la verdad.