La infidelidad en la Iglesia católica: 5. Errores
J.M. Iraburu
Protestantismo liberal, modernismo y disidencia actual
Como es sabido, el liberalismo, derivado en el siglo XIX de la Ilustración,
es una doctrina que afirma la voluntad del hombre –su libertad– como un
valor supremo, que no debe sujetarse ni a ley divina ni a ley natural
alguna.
Es cierto que la palabra liberal o el término liberalismo admiten otras
significaciones aceptables; pero aquí hablaremos del liberalismo justamente
en ese sentido doctrinal, como lo ha hecho la Iglesia en numerosas
encíclicas y documentos importantes.
El liberalismo es un naturalismo militante, que rechaza la soberanía de Dios
y la pone en el hombre –«seréis como dioses» (Gén 3,5)–. Es, pues, un
ateísmo práctico, una rebelión de los hombres contra Dios, y por eso ha sido
muchas veces condenado por la Iglesia (por ejemplo, León XIII, enc. Libertas
1888). El socialismo y el comunismo, por otra parte, son obviamente hijos
naturales del liberalismo.
Pues bien, en este sentido, el liberalismo, actualmente generalizado en las
naciones más ricas como forma cultural y política, es hoy la tentación mayor
del cristianismo. Es el error que más fuerza tiene para falsificar el
Evangelio y para alejar de él a los hombres y a los pueblos.
Puede decirse, en síntesis brevísima, que el racionalismo crítico del
protestantismo liberal de mediados del siglo XIX, pasa en buena parte al
campo católico con los autores del modernismo. Aquellos y estos errores
fueron combatidos sobre todo por el Beato Pío IX (1864, Syllabus), y por San
Pío X (1907, decreto Lamentabili; 1907, encíclica Pascendi; 1910, Juramento
antimodernista).
Protestantes liberales y católicos modernistas coinciden más o menos, según
los autores, en el historicismo y en la exégesis crítica, que en el estudio
de la Escritura deben prevalecer sobre la Tradición y el Magisterio;
desprecian también en común los dogmas y toda formulación estable de
verdades de fe y moral; van juntos en una cristología de tendencia
nestoriana; coinciden en el ecumenismo radical, que iguala las diversas
confesiones cristianas, así como en la aversión a la escolástica, a la
metafísica y al tomismo; niegan unos y otros los milagros de Cristo y la
historicidad de su Resurrección; y en cuestiones morales dan primacía a la
conciencia sobre las normas objetivas de la moral. Y siguen coincidiendo en
muchas otras cuestiones. Por eso San Pío X señala en los modernistas este
error, entre otros:
«El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no
se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo
amplio y liberal» (Lamentabili 65: DS 3465). Los modernistas rechazan los
«motivos de credibilidad», y estiman que «la fe debe colocarse en cierto
sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino» (Pascendi: DS
3477).
En la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros días, no pocos de aquellos
errores señalados se prolongan también entre los católicos disidentes,
promotores del progresismo, que después, sobre todo, del concilio Vaticano
II –pero enseñando en contra de él–, disienten públicamente una y otra vez
del Magisterio apostólico. El término disidentes es un tanto eufemístico,
pero lo aceptaremos aquí para evitar palabras más fuertes.
En los años de Pablo VI (1963-1978) esa disidencia afecta a sectores
intelectuales reducidos, y a ciertas Iglesias locales acentuadamente
progresistas, dando ocasión a grandes escándalos doctrinales y
disciplinares.
Pero en los decenios siguientes, hasta hoy, esa disidencia se difunde
notablemente, hasta el punto de que apenas da lugar ya a ruidosos
escándalos. Y esto se debe a que en muchos ambientes de la Iglesia ha sido
aceptada la disidencia como lícita y oportuna, y también a que los doctores
bien formados en la tradición filosófica y teológica de la Iglesia son hoy
bastante menos numerosos que en tiempos de PabloVI. Por otra parte se debe
también a que la disidencia escandalosa ya no es tanto combatida, sino
ignorada, quizá por cansancio; mientras que la disidencia moderada se acepta
sin lucha, sin apenas resistencia. «Ya no escandaliza» –en el peor sentido
de la expresión– a la mayoría de los católicos, como no sea a unos pocos,
considerados tradicionalistas o integristas.
Juan Pablo II, sin embargo, reconoce la desorientación causada en los fieles
por tantos doctores disidentes:
«No se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un
momento de incertidumbre, que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a
la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Ésta, ya probada por el
careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas
erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al
magisterio de la Iglesia» (1994, Tertio Millenio adveniente 36).
La disidencia escandalosa
Para tipificar la disidencia escandalosa sería preciso analizar, en muy
penosa tarea, algunas obras –si nos reducimos a autores de lengua hispana–
de José María Castillo, José María Díez Alegría, Juan Antonio Estrada,
Casiano Floristán, Benjamín Forcano, José Gómez-Caffarena, José María
González Ruiz, José Ignacio González Faus, Antonio Hortelano, Juan Luis
Segundo, Jon Sobrino, Juan José Tamayo, Andrés Torres-Queiruga, Marciano
Vidal, etc. Bastantes de ellos se integran en la Sociedad de teólogos y
teólogas «Juan XXIII» o colaboran al menos en sus campañas. No hace mucho
esta asociación afirmaba:
«La jerarquía [católica] ha sustituido el Evangelio por los dogmas...; la
libertad por la sumisión; el seguimiento de Jesucristo por la aplicación
rígida del Código de Derecho Canónico; el perdón y la misericordia por el
anatema». La Iglesia Católica, en su prepotencia doctrinal, impone «un único
modelo de familia, el matrimonio; condena otros modelos, como parejas de
hecho, y de la homosexualidad calificada como enfermedad, desviación natural
y desorden moral» (prensa 8-IX-2003)
Éstos y otros autores, siempre que lo estiman conveniente –es decir, con
gran frecuencia–, disienten de la Iglesia abiertamente, procurando a su
disentimiento la mayor publicidad, e incluso algunos de ellos la insultan y
calumnian en los medios de comunicación.
Los dejaremos a un lado, sin comentarios. No saben que con su proceder están
poniendo en peligro su salvación eterna; y la de muchos. Nadie les avisa.
Nosotros les avisamos.
La disidencia moderada
Analizaremos, en cambio, al menos con unos pocos ejemplos, la disidencia
doctrinal de algunos autores bien considerados en la Iglesia, que no han
sido objeto de reprobación alguna, y que desempeñan altos ministerios
académicos y eclesiales. Sus ambigüedades y errores nos parecen,
lógicamente, y con gran diferencia, los más peligrosos para el pueblo
cristiano.
Traeremos aquí únicamente a cinco profesores actuales de esta orientación
teológica moderadamente disidente. Pero antes de hacerlo, daremos un aviso:
los análisis críticos que siguen pueden resultar demasiado difíciles para
los lectores menos conocedores de la teología. A éstos, pues, les
recomendamos «saltárselos» y continuar en el siguiente capítulo su lectura.
Felipe Fernández Ramos
Comentario al evangelio de San Juan. Juan, en Comentario al Nuevo
Testamento, Casa de la Biblia, Ed. Atenas-PPC, Madrid 1995, 263-339.
Antes de analizar la obra de este autor, conviene recordar que la barrena
crítico-historicista de protestantes liberales y modernistas se empeñó
especialmente en destruir la veracidad del evangelio de San Juan. Éste es
uno de los errores modernistas denunciados por San Pío X:
«Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación
mística del Evangelio... El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo
para que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran
más aptos para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado...
«Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad no
es sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo en
la Iglesia al final del siglo primero» (Lamentabili 16-18).
Pues bien, la tradición católica entiende que los Evangelios, también el de
San Juan, hacen «creíbles» las palabras más «increíbles» de Cristo por la
fuerza persuasiva de sus milagros, y que estos hechos prodigiosos son
formidables «motivos de credibilidad». De este modo, en los relatos
evangélicos, las palabras y los hechos de Jesús se iluminan y confirman
mutuamente en su objetiva realidad histórica.
Así lo entienden los apóstoles al predicar el Evangelio, ya que muestran los
milagros de Cristo como motivos de credibilidad absolutamente convicentes.
«Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón
acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que
Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch
2,22; cf. 10,37-39).
Concretamente, el evangelio de San Juan narra con mucho detalle unas pocas
escenas de la vida de Jesús, en las que palabras formidables y hechos
milagrosos se iluminan entre sí. Así, por ejemplo, Jesús se dice «pan vivo
bajado del cielo», «verdadera comida», después de multiplicar los panes (Jn
6); se confiesa «luz del mundo», tras dar la vista a un ciego de nacimiento
(9); se proclama «resurrección y vida de los hombres», después de resucitar
un muerto de cuatro días (11).
Veamos, pues, ya la exégesis que en su comentario al evangelio de San Juan
nos ofrece el profesor Fernández Ramos.
Comienza por negar abiertamente que el autor del cuarto evangelio sea San
Juan apóstol:
«...su autor no ha podido ser Juan el Zebedeo, como ha afirmado la tradición
desde Ireneo, en el año 180. Más aún, creemos que su autor no pertenece al
círculo de los Doce» (269).
Ni los milagros de Cristo, al menos algunos de ellos, ni tampoco los sucesos
postpascuales, han de entenderse como hechos históricos.
Jesús camina sobre las aguas. «En cuanto a la historicidad, el hecho es más
teológico que histórico [traducido: tal hecho no es histórico]. Esto
significa que la marcha sobre las aguas no tuvo lugar de la forma que nos
narran los evangelios» [ni de ninguna otra forma, claro] (288).
Resurrección de Lázaro. Se trata de «una parábola en acción... De cualquier
forma, debe quedar claro que la validez del signo y de su contenido no se
ven cuestionados por su historicidad» [o para ser más exactos, por su
no-historicidad]. «El último de los signos narrados... debía ser un cuadro
de excepcional belleza y atracción. El evangelista ha logrado su objetivo.
Nos ha ofrecido un audiovisual tan cautivador... Quedarse en la materialidad
del hecho significaría el empobrecimiento radical del mismo» (303-304). [El
hecho, pues, es lo de menos; lo que cuenta es su significación. Aunque en
realidad es muy difícil explicar el significado de un hecho que no ha
sucedido].
La resurrección de Jesús «es un acontecimiento que escapa al control humano;
rompe el modo de lo estrictamente histórico y se sitúa en el plano de lo
suprahistórico; no pueden aducirse pruebas que nos lleven a la evidencia
racional». Los cuatro evangelistas narran la resurrección de diversas
maneras: «¿quién de los cuatro tiene la razón? Todos y ninguno. Todos porque
los cuatro afirman que la resurrección de Jesús es aceptable únicamente
desde la revelación sobrenatural... Ninguno, porque las cosas no ocurrieron
así. Estamos en el mundo de la representación» (329).
Las apariciones de Jesús. Tomás toca sus llagas, Él conversa y come con los
discípulos, explicándoles cosas del Reino de Dios, etc. Tampoco esos
supuestos acontecimientos sucedieron según las narraciones evangélicas. «El
contacto físico con el Resucitado no pudo darse. Sería una antinomia. Como
tampoco es posible que él realice otras acciones corporales que le son
atribuidas, como comer, pasear, preparar la comida a la orilla del lago de
Genesaret, ofrecer los agujeros de las manos y del costado para ser
tocados... Este tipo de acciones o manifestaciones pertenece al terreno
literario y es meramente funcional; se recurre a él para destacar la
identidad del Resucitado, del Cristo de la fe, con el Crucificado, con el
Jesús de la historia» (330).
La pesca milagrosa. «La aparición del Resucitado es presentada sobre el
andamiaje de una pesca milagrosa» (331).
El profesor Fernández Ramos, según vemos, rechaza la objetividad histórica
de los hechos milagrosos –al menos de un buen número de ellos– narrados por
los evangelistas, concretamente por San Juan.
Ahora bien, si tal exégesis es verdadera, es decir, si los hechos milagrosos
de Jesucristo han de ser entendidos no partiendo de su objetividad
histórica, sino mirando sólo su sentido y significación, entonces también
las palabras de Cristo que leemos en los Evangelios habrán de ser entendidas
en un sentido puramente simbólico y alegórico, no real.
«Mi cuerpo es verdadera comida», «yo soy anterior a Abraham», «nadie llega
al Padre si no es por mí», «yo soy el camino, la verdad y la vida», etc.:
todas estas frases grandiosas no han de ser entendidas en su significación
directa, sino más bien como grandes metáforas. Es decir, no son roca firme
en las que fundamentar la fe de la Iglesia.
Exégesis como ésta del profesor Fernández Ramos, antiguas ya en el campo
protestante crítico y liberal, y posteriormente en el modernismo, hartas
veces reprobadas por la Iglesia, se han generalizado tanto entre los
escrituristas católicos, que un comentario como éste no suscita ya
resistencias. Por lo demás, estas obras se difunden ampliamente, a través de
las editoriales y librerías católicas, sin sobresaltos de nadie, y sus
planteamientos han entrado ya en muchas predicaciones y catequesis.
Estos biblistas, ignorando ampliamente en sus exégesis la Tradición y el
Magisterio, se atienen más bien a la exégesis crítica de protestantes
liberales y naturalistas de mediados del XIX. Su originalidad mayor es,
pues, como en el caso de los modernistas, afirmar hoy en el campo católico
lo que algunos protestantes enseñaban hace ya mucho tiempo.
Sin embargo, la fe de la Iglesia en la historicidad objetiva de las
narraciones evangélicas es muy otra.
«Los milagros de Cristo y de los santos [...] “son signos ciertos de la
revelación” (Vaticano I), “motivos de credibilidad que muestran que el
asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu”
(ib.)» (Catecismo 156).
«El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo
manifestaciones históricamente comprobadas, como lo atestigua el Nuevo
Testamento» (639). Es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal
del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con
Cristo resucitado» (647).
Los Apóstoles, San Juan sobre todo, aseguran con insistencia que dan
testimonio de lo que han «visto y oído» (Jn 19,35; 1Jn 1,1-3; Hch 4,20; cf.
5,32; Catecismo 126 y 515). Concretamente, ellos dan cuidadoso testimonio de
lo que han «visto y oído» en los acontecimientos posteriores a la
Resurrección de Cristo, hasta su Ascensión gloriosa.
«Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo
fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» (ib. 643).
Ésa es la doctrina de la Iglesia. Ésa es su manera de hablar, de expresar su
fe. Pero este escriturista, como tantos otros, enseña tranquilamente otra
doctrina y, por supuesto, con palabras contrarias.
El doctor Felipe Fernández Ramos es actualmente profesor ordinario del
Centro Superior de Estudios Teológicos de León, y es también Presidente-Deán
del Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de la misma ciudad.
Luis Francisco Ladaria
Teología del pecado original BAC, Serie de Manuales de Teología, Sapientia
Fidei, nº 1, Madrid 1993, 315 pgs.
La Iglesia cree desde antiguo que los niños deben ser bautizados, para que
«la regeneración limpie en ellos lo que por la generación [generatione]
contrajeron» (418, Zósimo: DS 223). Cree que el pecado original deteriora
profundamente la naturaleza de nuestros primeros padres. Por tanto, si la
naturaleza humana se transmite por la generación, no pueden nuestros
primeros padres, ni los que les siguen, transmitir a sus hijos por la
generación una naturaleza sana y pura, porque en ellos está enferma. Nadie
puede dar lo que no tiene.
Así pues, el pecado original es «transmitido a todos por propagación, y no
por imitación» (1546, Trento: DS 1513; cf.: 1523; 1930, Pío XI, enc. Casti
connubii: DS 3705; 1968, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.16,
corrigiendo las tesis del Catecismo holandés).
Ésta es doctrina tenida como de fe. Por el contrario, el profesor Ladaria,
jesuita, estima que «no debemos afirmar que la generación sea formalmente la
causa de la transmisión del pecado» original (116). La transmisión de este
pecado de origen él la entiende no en clave ontológica, sino histórica.
Para algunos teólogos, que Ladaria cita con aprobación, «“el pecado de Adán”
es el “pecado inaugural” de la serie que después seguirá, pero sin que pueda
hablarse de causalidad de este primer pecado respecto de los otros» (126).
El pecado de Adán «es, simplemente, el primero y, como tal, de algún modo el
desencadenante de una historia de pecado, a la que todos los hombres hemos
contribuido después y seguimos contribuyendo» (128).
El hombre, según esto, contrae el pecado original por inmersión en un mundo
de pecado.
«Desde esta concepción se relativiza, como también la Escritura a su manera
hace, el problema de la transmisión del pecado original por la generación
física» (116).
«Por ello hay que afirmar que desde que un hombre entra en el mundo se
encuentra realmente inserto en la masa de pecado de la humanidad, en una
situación de pecado, de ruptura de la relación con Dios» (117).
Creemos que la explicación del profesor Ladaria no logra estar conforme,
aunque lo intente, con la doctrina de la Iglesia, y que más parece explicar
la transmisión del pecado original imitatione que generatione.
La revelación nos dice claramente que el pecado y la desobediencia de «uno
solo» nos ha constituído «a todos» pecadores, y que igualmente la gracia y
la obediencia de «uno solo», Jesucristo, nos ganan la salvación de Dios (cf.
Rm 5,12-19).
Según eso, para la Iglesia, el pecado original es algo mucho más profundo de
lo que el profesor Ladaria enseña. Es otra cosa, incomparablemente más
grave, pues afecta a la misma naturaleza de todo el hombre y de cada hombre,
y se transmite, lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por
generación.
Esta explicación bíblica y tradicional del pecado original –que, por
supuesto, sigue siendo un misterio de la fe– es mucho más convincente que la
que ofrecen Ladaria y muchos otros teólogos actuales.
Quizá la dificultad insalvable que estos doctores hallan para explicar en
sentido católico la transmisión del pecado original se debe sobre todo a que
se resisten a usar el término y la noción de naturaleza. En la doctrina
católica el peccatum naturæ se recibe con la naturaleza, ya en el momento de
la concepción (natura–natus). Concretamente, el privilegio único de María en
su Inmaculada Concepción es entendido por la Iglesia en esta clave
doctrinal, y no en la que propone Ladaria, de acuerdo con muchos otros.
El padre jesuita Luis Francisco Ladaria Ferrer es profesor de la Pontificia
Universidad Gregoriana de Roma desde 1979, de la que fue vicerrector
(1986-1994). Miembro de la Comisión Teológica Internacional (1992-1997), ha
sido nombrado su Secretario General por Juan Pablo II (6-III-2004).
Olegario González de Cardedal
BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 24, Madrid 2001, 601 pgs.
La Cristología de Olegario González de Cardedal es un manual muy amplio
–seiscientas páginas–, lleno de erudición, y con no pocos desarrollos
valiosos. Hay, sin embargo, en su libro tesis muy dudosas, y algunas
erróneas, que es necesario y urgente señalar.
Conviene advertir antes de nada que el lenguaje de González de Cardedal, más
literario que filosófico y teológico, resulta muchas veces impreciso. No
siempre es fácil saber qué es lo que dice; y a veces es aún más difícil
saber qué es lo que quiere decir.
–La unión hipostática. González de Cardedal expone unas veces esta cuestión
en sentido católico indudable; pero otras, siguiendo a Rahner, estima en
términos muy ambiguos que la cristología es una consumación de la
antropología:
«La naturaleza humana tiene capacidad receptiva obediencial para dar ese
salto al límite y recibir ese salto del límite» (456).
González de Cardedal, después de recordar ocho modos de entender, en
distintos autores, qué es la persona, se pregunta «cómo Cristo es persona»,
y nos indica en primer lugar que «para comprender la respuesta tenemos que
excluir varios malentendidos previos».
–«Malentendido por exclusión. Se afirma que Cristo es persona divina por
sustracción de la real humanidad que nos caracteriza a todos los demás
humanos [...] Al pensar que Cristo no es una persona humana, está diciendo
que le falta lo esencial, lo que de verdad constituye al hombre en cuanto
tal. Queda, en consecuencia, [Cristo] equiparado a un fantasma, ángel o
mediador perteneciente a otro mundo»... (449).
Según esto, parece que González de Cardedal estima que hay en Cristo una
persona humana, grave error muchas veces condenado por la Iglesia. Si así
fuera, habría que deducir que la Virgen María es madre de la persona humana
de Cristo, pero no propiamente Madre de Dios. Y por supuesto, que es
solamente la persona humana de Cristo la que muere por nosotros en el
sacrificio de la cruz, quedando así éste absolutamente devaluado. Pero la fe
católica en Cristo no es ésa, es otra.
«La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona
divina del Hijo de Dios. Frente a ella, San Cirilo de Alejandría y el tercer
Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el
Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se
hizo hombre” (DH 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la
persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su
concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María
llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del
Hijo de Dios en su seno» (Catecismo n.466).
Esta fe católica no lleva a creer en una fantasmagórica humanidad de Cristo,
sino que afirma que el Verbo divino posee ontológica e íntegramente la
naturaleza humana que ha asumido. Pero vengamos al otro malentendido
posible:
–«Malentendido por excepción. Se parte del hecho de que Cristo es la gran
excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y] que por tanto habría
que pensarlo con otras categorías al margen de como pensamos la relación de
Dios con cada hombre y la relación del hombre con Dios» (450).
Con textos como éste, no podrá González de Cardedal sentirse falsamente
acusado por quienes vean en su cristología una clave mental adopcionista. La
fe católica sobre la relación de Jesús con Dios, evidentemente, hay que
pensarla con «categorías distintas de las que nos valen para afirmar la
relación de Dios con cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». De
otro modo, es imposible llegar a la verdad católica de la unión hipostática,
sino sólo a una unión de gracia que, por muy única y perfecta que sea, es
inconciliable con la fe de la Iglesia.
–La conciencia divina del hombre Cristo. Cuando Jesús pregunta en el
Evangelio a sus discípulos: «¿quién creéis vosotros que soy yo?», sitúa el
misterio de su identidad personal en un plano ontológico, referido al ser, y
no lo limita a un nivel meramente relacional: «¿cuál creéis que es mi
relación con Dios?».
González de Cardedal, por el contrario, hace prevalecer la perspectiva
relacional en sus reflexiones cristológicas –muy largas, complejas y
matizadas– acerca de la conciencia filial de Jesús.
Pero tampoco en este tema de la auto-conciencia de Cristo en cuanto Hijo
divino, tan delicado e importante, es fácil captar con seguridad la posición
del profesor González de Cardedal. Parece, en todo caso, estimar que es la
comunidad cristiana post-pascual la que asigna a Cristo el título de «Hijo»,
partiendo del uso que el mismo Jesús hizo del término Abba, Padre:
«Para expresar el valor de Jesús y la relación que tiene con Dios [...] los
discípulos pensaron en la categoría de Hijo» (372; cf. 373-374; 402-403).
Por el contrario, esa enseñanza no parece conciliable con los datos
evangélicos, según los cuales Cristo tuvo clara conciencia de su condición
de Hijo único del Padre, como aparece en muchos lugares de San Juan y
también de los sinópticos (p. ej., Mt 11,25-26; Mc 12,1-12; 13,32; Lc 2,49).
Así ha entendido siempre la Tradición católica esos textos.
Además, si el mismo Jesucristo no hubiera conocido y enseñado a sus
discípulos la eternidad y unicidad de su filiación divina, jamás la
comunidad cristiana primera, procedente del monoteísmo judaico, hubiera
tenido capacidad de imaginar siquiera a un Hijo divino unido al Padre
celeste, pero personalmente «distinto» de él.
Es necesario reconocer que los errores que el profesor González de Cardedal
parece exponer sobre «La unión hipostática» y «La conciencia divina del
hombre Cristo» pueden verse neutralizados por otros textos suyos del mismo
libro, en los que afirma la fe católica.
Sin embargo, la ambigüedad de los textos aludidos y de otros semejantes, en
materia tan grave, es de suyo inadmisible, y más en un manual de teología
católica. Y, por otra parte, son ambigüedades especialmente reprobables en
los tiempos actuales de Iglesia en que precisamente la tentación arriana,
nestoriana, adopcionista, es la que en temas cristológicos ofrece sin duda
más peligro.
–La muerte de Cristo. El doctor González de Cardedal afirma, al parecer, que
la pasión de Cristo no es el cumplimiento de un plan divino, anunciado por
los profetas y por Él mismo. De la pasión de Jesús él dice así:
«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los
hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la
quisiera por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su
situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico,
que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y
personas en medio de las que él vivió... [...] Menos todavía fue [...]
considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que
realizar en el mundo [...]
«Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo
proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible,
columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante
las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla
como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»... (94-95).
«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la
soteriología cristiana [...] El proyecto de Dios está condicionado y
modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte,
no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna
mente religiosa» (517; cf. ss).
La Escritura, en cambio, dice con gran frecuencia lo contrario. Afirma
claramente que judíos y romanos, causando la pasión de Cristo, realizan «el
plan» que la autoridad de Dios «había de antemano determinado» (Hch
4,27-28); de modo que judíos y romanos, «al condenarlo, cumplieron las
profecías» (13,27). En efecto, «era necesario que el Mesías padeciera» y
diera así cumplimiento a lo anunciado por Moisés y todos los profetas (Lc
24,26-27).
En esta misma línea verbal de la Escritura (cf. Mt 26,39; Jn 4,34; 12,27;
14,31; 18,11; Flp 2,6-8; Heb 5,7-9), el lenguaje de los Padres, de los
Concilios y de las diversas Liturgias, hasta el día de hoy, es unánime en la
Iglesia: «quiso Dios que su Hijo muriese en la cruz» para así expresarnos Su
amor en forma suprema, para expiar en forma sacrificial y dolorosa por el
pecado del mundo, y para otros fines que en seguida recordaremos.
Renunciar a este lenguaje de la fe, y estimarlo como inducente a error, es
algo absolutamente intolerable en la teología católica, porque es
contradecir el lenguaje de la Revelación y de la Tradición.
Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de
la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». Eso es obvio,
y nunca ha dicho nadie cosa semejante en la Iglesia. ¿Cómo va a establecer
la Voluntad divina providente plan alguno en la historia de la salvación
ignorando el juego histórico de las libertades humanas? Nadie ha entendido
en la Iglesia que en el plan de la Providencia divina se «asigna la muerte
de Cristo a un Dios violento y masoquista» (517).
Hay que reconocer que este terrorismo verbal indica una teología de muy
precaria calidad intelectual y verbal, una «teología» que oscurece mucho la
ratio fide illustrata, la cual ha de investigar y expresar, con mucha paz y
exactitud, los grandes misterios de la fe. Como hemos visto, González de
Cardedal lamenta que «en los últimos tiempos ha tenido lugar una perversión
del lenguaje en la soteriología cristiana» al hablar de sacrificio,
expiación, etc.; pero no advierte que es él quien, por sí mismo o por la
presentación del pensamiento de otros, produce esa perversión sin
pretenderla.
La crítica, además, que el profesor González de Cardedal se atreve a
realizar del lenguaje soteriológico no afecta solo, como dice, al usado «en
los últimos tiempos» –lo que no sería tan grave–. En realidad su crítica
afecta al lenguaje del misterio de la salvación tal como viene expresado por
la Revelación desde los profetas de Israel hasta nuestros días, pasando por
los evangelistas, Pablo, la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis, los santos
Padres, las diversas liturgias, los escritos de los santos, los Concilios,
las encíclicas. Atenta contra «la norma de hablar que la Iglesia, con un
prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha
establecido, confirmándola con la autoridad de los Concilios» (Mysterium
fidei 10).
El lenguaje de la fe es perfectamente entendido por los fieles cristianos,
pues tiene universalidad y continuidad. En cambio, las teorías teológicas
que González de Cardedal hace suyas, ésas son las que el pueblo no entiende
o entiende mal, porque es un lenguaje incomparablemente más equívoco. Claro
está que el lenguaje bíblico y tradicional sobre la pasión de Cristo puede
ser mal entendido. Pero para evitar los errores, no habrá que suprimir ese
lenguaje, sino explicarlo bien.
Por último, no es posible asimilar ese nuevo lenguaje sin tener que
renunciar al mismo tiempo a otras muchas expresiones de la Revelación: «no
se haga mi voluntad, sino la tuya», «obediente hasta la muerte», «para que
se cumplan las Escrituras», etc.
–Sacrificio de expiación y reparación. Refiriéndose González de Cardedal a
los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», utilizados
para expresar el misterio de la redención, afirma que no podemos prescindir
de esas palabras sagradas y primordiales, aunque hoy estén puestas bajo
sospecha. Si esas palabras, dice, han sido degradadas o manchadas, lo que
debemos hacer es «levantarlas del suelo» y lavarlas, para que «podamos
admirar su valor y ver el mundo en su luz» (535).
El propósito es justo y prudente, pero él hace precisamente lo contrario. El
mundo católico tradicional ha tenido siempre una recta inteligencia de esos
términos, que hoy González de Cardedal estima tan equívocos. Ha contemplado
y vivido siempre, también hoy, con gran amor la pasión de Cristo como
sacrificio de expiación por el pecado de los hombres.
La descripción que hace González de Cardedal de la peligrosidad, al parecer
insuperable, que hay en el uso de esos términos, más que purificarlos de
sentidos impropios, lo que hace es dejarlos inservibles, transfiriendo al
campo católico las graves alergias que esos términos producen en el
protestantismo liberal y en el modernismo. Veamos, por ejemplo, cómo habla
nada menos que del término «sacrificio»:
«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo
rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción]. Afirmar
que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo
sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión
antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de
crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea
de venganza, linchamiento... [...] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no
es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus
servidores» (540-541).
Seguimos con el terrorismo verbal y con la impugnación del lenguaje de la fe
católica. González de Cardedal, al exponer el sentido de los términos
«sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», no se ocupa tanto en
iluminar su sentido católico tradicional –pacíficamente vivido ayer y hoy,
diga él lo que diga–, sino en enfatizar su posible acepción errónea,
presentando la interpretación más inadmisible, la más tosca posible, aquella
que, a su juicio, ocasiona «en muchos» unas dificultades casi insuperables
para penetrar rectamente el misterio de la muerte de Cristo.
De este modo, esas sagradas palabras, tan fundamentales para la fe y la
espiritualidad de la Iglesia, no son purificadas, sino dejadas a un lado
como inservibles. De hecho, en la predicación y en la catequesis quedan hoy
ya proscritas para los sacerdotes y laicos más ilustrados.
«Ciertos términos han cambiado tanto su sentido originario que casi resultan
impronunciables. Donde esto ocurra, el sentido común exige que se los
traduzca en sus equivalentes reales [...]
«Quizá la categoría soteriológica más objetiva y cercana a la conciencia
actual sea la de “reconciliación”» (543).
Así es como se suscitan alergias ideológicas a ciertas palabras netamente
cristianas, con el peligro real de suscitar al mismo tiempo alergias muy
graves a las realidades que esas palabras designan.
Isaías dice que el Siervo de Yavé, como un cordero, «ofrece su vida en
sacrificio expiatorio» por el pecado. Jesús, Él mismo, dice que «entrega su
cuerpo y derrama su sangre por muchos (upér pollon), para el perdón de sus
pecados». Eso mismo es lo que una y otra vez dice la Carta a los Hebreos –el
primer tratado de Cristología compuesto en la Iglesia–. Pero todos, por lo
visto, aunque dicen la verdad, se expresan en un lenguaje equívoco, al menos
para el hombre de hoy.
Por eso este profesor, para expresar mejor el misterio inefable de la
salvación humana, prefiere sus modos personales de expresión a los modos
elegidos por el mismo Dios en la Revelación, guardados y desarrollados por
la Iglesia, «no sin la ayuda del Espíritu Santo», a lo largo de una
tradición continua y universal.
–Resurrección, Ascensión y Parusía. Considerando González de Cardedal que
más allá de la muerte ya no puede hablarse propiamente de «tiempos y
lugares» –entendidos éstos, por supuesto, a nuestro modo presente–, llega a
la conclusión de que no puede hablarse propiamente de la Ascensión y de la
Parusía de Cristo en términos de «hechos nuevos», distintos de su
Resurrección. La verdadera escatología impediría, pues, reconocer un sentido
objetivo e histórico a esos acontecimientos que confesamos en el Credo.
«Esa condición escatológica y esa significación universal, tanto de la
muerte como de la resurrección de Jesús, es lo último que quieren explicitar
estos artículos del Credo. No son hechos nuevos, que haya que fijar en un
lugar y en un tiempo [...]
«Por tanto, en realidad, no hay nuevos episodios o fases en el destino de
Jesús, que predicó, murió y resucitó. Carece de sentido plantear las
cuestiones de tiempo y de lugar, preguntando cuándo subió a los cielos y
cuándo bajó a los infiernos, lo mismo que calcularlos con topografías y
cronologías, tanto antiguas como modernas. Los artículos del Credo que hacen
referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de Cristo son, sin embargo,
esenciales. Sería herético descartarlos. Ellos nos dicen la eficacia,
concreción y repercusión del Cristo muerto y resucitado para nosotros, que
somos mundo y tiempo» (171-173).
Con estas palabras, aparentemente moderadas, aunque sin viabilidad lógica
alguna, entra de mala manera González de Cardedal en la historicidad de los
acontecimientos postpascuales. Los relatos neotestamentarios y la tradición
de la Iglesia han hablado siempre de la Resurrección, las apariciones, la
Ascensión y la Parusía como de hechos históricos distintos y acontecimientos
sucesivos en el desarrollo del misterio de Cristo, han señalado sus tiempos
y lugares, y por supuesto han hablado de la Parusía como de un hecho todavía
no acontecido.
Incurre, pues, González de Cardedal en este tema en los mismos errores ya
denunciados en los apartados precedentes. Aprecia él una «perversión del
lenguaje religioso» en el hecho de expresar los misterios de la fe con
términos bíblicos y tradicionales, esto es, con «topografías y cronologías,
tanto antiguas como modernas». Pues bien, una vez más le recordamos que el
teólogo no debe impugnar el lenguaje bíblico y tradicional elegido por Dios
para expresar los grandes misterios de la fe. No tiene que desprestigiarlo,
sino explicarlo, actualizarlo y defenderlo de todo mal entendimiento
posible.
La Iglesia ha hablado siempre de la Resurrección, de las apariciones, de la
Ascensión y de la Venida última de Cristo al final de los tiempos con
expresiones «topográficas y cronológicas» claramente diferenciadas. Y
González de Cardedal no debe ver esas expresiones como antropomorfismos
desafortunados. Y menos puede permitirse poner en duda la historicidad
objetiva de los acontecimientos salvíficos postpascuales atestiguados
«cronológica y topográficamente» por los Apóstoles y evangelistas en
numerosos textos.
Según enseña González de Cardedal, «sería herético descartar» en el Credo
los artículos que hacen referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de
Cristo. Podemos, pues, seguir confesándolos; pero siempre que tengamos claro
que los «hechos» que profesamos no expresan «hechos nuevos», no son
«acontecimientos», que puedan ser situados en «un lugar y tiempo» de la
historia. ¿Y así cree este doctor que hace más inteligible el misterio de la
fe? ¿Quién va a entender al predicador que afirma la verdad de unos hechos,
si al mismo tiempo advierte que no han acontecido realmente?
El hombre de antes y el de ahora, el creyente y el incrédulo, entienden
incomparablemente mejor el lenguaje tradicional del Catecismo, que afirma la
misteriosa historicidad de aquellos hechos salvíficos, cumplidos por Cristo
en el tiempo que va de su Resurrección a su Ascensión (n.659).
La Iglesia habla de «el carácter velado de la gloria del Resucitado durante
este tiempo [...] Esto indica una diferencia de manifestación entre la
gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre.
El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca
la transición de una a otra» (n. 660).
Todos los acontecimientos históricos, por supuesto, han acontecido
históricamente en lugares y tiempos determinados. Y aquellos que no tienen
connotaciones «topográficas y cronológicas» no han existido jamás. No
habría, pues, por qué incluirlos en el Credo.
–Conclusión. La Cristología del profesor Olegario González de Cardedal
contiene varias enseñanzas muy dudosas y algunos graves errores. Y en modo
alguno puede ser integrada en una Serie de Manuales de Teología católica.
El doctor Olegario González de Cardedal es profesor de Teología en la
Universidad Pontificia de Salamanca, miembro de la Comisión Teológica
Internacional (1969-1974, 1974-1980), miembro de la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas, director de la Escuela de Teología de la
Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, etc.
José Román Flecha Andrés
Teología moral fundamental. BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 8, Madrid
1997, 367 pgs.
Las dificultades del profesor Flecha para fundamentar la Teología Moral son
tan grandes que no logra superarlas.
–Dios y el alma. La Iglesia enseña que la moral católica ha de fundamentarse
en Dios y en la naturaleza de su imagen, el hombre, que es unidad de un
cuerpo y de un alma, que ha sido inmediatamente infundida por Dios (cf.
Catecismo 355-366). La Congregación de la Fe, a este propósito, recuerda que
«la Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada
Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en
la Biblia diversas acepciones, opina sin embargo que no se da razón alguna
válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es
absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos»
(17-V-1979; cf. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios 8).
Flecha no emplea en su obra el término «alma». Lo rehuye, puede decirse, en
forma sistemática. Y si trata brevemente del hombre como imagen de Dios, no
lo hace para fundamentar la moral (149-150).
–Ley natural. La Iglesia fundamenta la moral en las leyes naturales, como en
forma clara y tradicional enseña el Vaticano II (cf. Dignitatis humanæ 3) o
Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendor (43-53, concretamente 44).
Pero tampoco esta fundamentación resulta válida, según parece, para el
profesor Flecha a la hora de establecer su Teología Moral Fundamental. Más
bien él estima que se ha hecho un mal uso de la ley natural, en sus diversos
modelos históricos, concretamente en sus modelos principales, cosmocéntrico
y biologicista (244-245).
«Se ha olvidado con frecuencia la circunstancia concreta de la persona y las
formulaciones morales se han encarnado así en principios abstractos únicos,
objetivados e inmutables» (247).
El error principal radica, a su juicio, en que esta moral apela «a una
“naturaleza” humana, común e invariable, como base para el encuentro ético.
Se trata con frecuencia de una naturaleza entrevista a través de filtros
reduccionistas. O bien es demasiado hipostasiada y ahistórica, demasiado
objetivada como para tener en cuenta la densidad subjetiva y circunstancial
del sentido, la intención y la vivencia personal que constituyen las
coordenadas inevitables del comportamiento humano. O bien la naturaleza
humana es vista de una forma tan “naturalista” que parece referirse más al
campo de la etología que al de la ética. O bien hace pasar por datos
normativos, en cuanto naturales, los que son datos puramente culturales»
(134ss).
La naturaleza, pues, da una base en la práctica muy ambigua para fundamentar
la moral, porque las maneras de entender esa naturaleza
«se encuentran ineludiblemente sujetas al ritmo de la historia y de la
cultura», e incluso «la misma aproximación hermenéutica a los contenidos
noéticos de la fe varía notablemente de un momento a otro de la historia»
(138).
Flecha, pues, a la hora de elaborar una Teología moral fundamental, denuncia
el mal uso hecho de la ley natural, «en sus diversos modelos históricos».
Pero él, una vez señaladas esas desviaciones reales o presuntas, no logra,
ni intenta superarlas, como podría hacerlo mediante «la razón iluminada por
la Revelación divina y por la fe» (Veritatis Splendor 44b). Más bien, parece
renunciar a esa línea de fundamentación, considerándola inviable.
–Sagrada Escritura, mandamientos. También halla Flecha grandes dificultades
para fundamentar la moral en la Sagrada Escritura, el Decálogo y demás
mandamientos de la Ley divina revelada:
«Los preceptos morales que encontramos en la Biblia –todos o algunos de
ellos– parecen depender de la cultura del tiempo y el espacio en que
nacieron» (77).
Desde luego, si quizá todos los preceptos morales bíblicos dependen de la
cultura de la época en que nacieron, no podrán servir de fundamento a una
moral objetiva y universal. Eso es evidente. No vale, pues, la sagrada
Escritura para fundamentar sobre ella la moral.
–¿Una ética cívica universal? ¿Dónde, pues, habrá que poner el fundamento de
la moral? ¿Será posible fundamentarla en el consenso de una ética civil?
«En esa situación, la “ética civil” constituye la apelación a lo más
valioso, libre y liberador de las conciencias ciudadanas» (141). Y afirma
así, citando a Marciano Vidal:
«La ética civil pretende realizar el viejo sueño de una moral común para
toda la humanidad. En la época sacral y jusnaturalista del pensamiento
occidental, ese sueño cobró realidad mediante la teoría de la “ley natural”.
Con el advenimiento de la secularidad y teniendo en cuenta las críticas
hechas al jusnaturalismo, se ha buscado suplir la categoría ética de la ley
natural con la de ética civil. Esta es, por definición, una categoría moral
secular» (Retos morales en la sociedad y en la Iglesia, Estella 1992, 60;
cf. Moral de actitudes, I, Madrid 19815, 135-75) (141).
Y sigue diciendo Flecha: «Si por ética civil se entiende un mínimo
axiológico consensuado y regulado por la legislación, para que la sociedad
plural pueda funcionar de forma no sólo pragmática sino humana, la fe
cristiana no puede ni debe mostrar reticencias a su llegada» (140).
La fe cristiana puede y debe, por supuesto, mostrar su rechazo a fundamentar
la moral en una ética civil de consenso, que ignore la Revelación divina, y
que prescinda incluso de la ley natural, que a un tiempo expresa la
naturaleza de las criaturas y la ley del Creador impresa en ellas. Por eso
el mismo profesor Flecha, citando una enseñanza de la Conferencia Episcopal
Española, se ve obligado a dar «un toque de atención ante un uso minimalista
de esa apelación» a la conciencia ciudadana de una ética civil (139-140).
–La conciencia. ¿Cómo, pues, y dónde podrán las conciencias personales
fundamentar la moral? ¿Ajustando previamente esas conciencias a alguna Ley
divina o natural?... El profesor Flecha no entiende la función primaria de
la conciencia como la aplicación al caso concreto de una norma moral
objetiva y universal. Por eso mismo, insiste poco en la necesidad de
formarla adecuadamente en la verdad y la rectitud. Más bien estima que
«habrá que subrayar la autonomía de la conciencia moral, su carácter
humanizador, y reivindicar para ella un cierto espontaneísmo que, desde el
discernimiento de los valores que entran en conflicto en una determinada
situación, supere el rígido esquema intelectualista que fue habitual hasta
este siglo» (288-289).
Esto recuerda aquello que Edward Schillebeeckx escribe sobre la moral de
situación:
«Tenemos que poner hoy el acento en la importancia de las normas objetivas
tanto como en la necesidad de la creatividad de la conciencia y del sentido
de las responsabilidades personales» (Dios y el hombre. Sígueme, Salamanca
1968, cp.7, C,II, p. 357) .
La expresión «creatividad de la conciencia» es falsa. La conciencia no crea
leyes o valores, sino que interpreta y aplica al caso concreto una norma
moral divina, natural, preexistente. En todo caso, nunca la ley moral puede
ser creada por la conciencia (cf. Veritatis splendor 55).
–Los valores. ¿Pero, entonces, esa «ética civil», basada en el testimonio de
«las conciencias», no adolecerá inevitablemente de relativismo y de
subjetivismo arbitrario, así como de frecuentes cambios históricos y de
contradicciones? ¿No habrá de sujetarse la conciencia a la orientación de
ciertos valores estables?
Flecha pretende, por supuesto, escapar de esas dificultades señaladas, que
son obvias. Él quiere alcanzar una objetividad para la moral. Pero no queda
claro en absoluto qué fundamentos válidos propone para ello. Apela a la
majestad de ciertos valores éticos (213), pero no alcanza a verse esa
«majestad» si éstos no aparecen bien fundamentados en Dios, en Cristo, en la
Palabra divina, en el alma, en la naturaleza. Flecha afirma, en la misma
página, que se trata de valores objetivos (233), pero reconoce también que
en su aspecto epistemológico son variables (233), «tienen un carácter
histórico y cambiante» (234). ¿Entonces?...
–Conflictos de valores. Así las cosas, cómo no, serán inevitables los
conflictos de valores, que la conciencia del hombre habrá de resolver. Y la
clave para la solución de estos posibles, previsibles y en cierto modo
necesarios dilemas habrá de darse en la búsqueda de la felicidad:
«es precisamente en relación al anhelo humano de felicidad donde adquiere su
final consistencia la apelación a los valores de la ética» (235).
Absolutamente decepcionante.
–Densa y compleja oscuridad. Este manual del profesor Flecha sobre Moral
fundamental es sumamente complejo y oscuro de pensamiento. Y en más de 350
páginas, dando continuamente «una de cal y otra de arena», no consigue
fundamentar con claridad firme un orden moral a la luz de la razón y de la
fe.
Siguiendo el curso de ese pensamiento oscilante, puede decirse que casi
todas las afirmaciones ambiguas o erróneas del texto podrían ser salvadas
leyéndolas con una mente muy bien formada, con muy buena voluntad –y con
mucha paciencia–. En efecto, rara será en este libro la afirmación ambigua o
falsa que el autor no pueda justificar alegando sobre el mismo tema otra
afirmación verdadera hecha en distinto lugar. Podría él así aducir cientos
de citas de su obra para demostrar con textos bien claros que la lectura que
aquí hemos hecho de ella es tendenciosa.
–Confusión. Hay en esta obra una metodología sistemática de ambigüedades. La
posición subjetivista del autor se capta claramente, aunque él se esfuerza
en no declararla abiertamente, sino a través de exposiciones confusas y
desconcertantes.
No es fácil, por ejemplo, entender cómo pueda conciliarse lo que el autor
enseña sobre la autonomía de la conciencia y lo que la Iglesia enseña sobre
los «actos intrínsecamente malos», doctrina que él mismo se ve obligado a
recordar en otro lugar (198-200).
Tampoco sabríamos asegurar qué es lo que realmente enseña Flecha sobre «la
especificidad de la ética cristiana» (135-138), es decir, cómo entiende «la
relación entre la ética cristiana y las éticas seculares» (145). Pues, por
una parte, dice que
«afirmar que el cristianismo no aporta un contenido moral categorial
distinto del que ellas ofrecen –o pueden ofrecer–... es afirmar la sana
autonomía de lo creado y la posibilidad de la razón natural para acceder a
la bondad» (145).
Esas palabras hacen pensar que, a juicio de Flecha, «el cristianismo no
aporta un contenido categorial distinto» al que las éticas naturales ofrecen
o pueden ofrecer. Pero según eso, se pone en duda la novedad del Evangelio,
por el que se revelan mensajes morales que en modo alguno el hombre adámico
podría haber conocido por sí solo; se devalúa así la novedad de la fe, que
se alza muy por encima de las luces de la razón, y que por eso mismo es una
«obediencia» intelectual. El Evangelio (la fe sobrenatural) va mucho más
allá del Decálogo (la razón natural).
Por eso Flecha, contradiciéndose a sí mismo, se ve obligado a decir también
que el cristianismo sí aporta nuevas revelaciones sobre la verdad moral:
«Junto a la identidad categorial y la diversidad transcendental, es
necesario subrayar la novedad de la confessio christologica [...En efecto]
Jesús, el Cristo, Palabra e icono de Dios, es también revelación e imagen,
histórica pero definitiva, del verdadero esse y del auténtico operari del
hombre» (136).
¿En qué quedamos?...
–Una Moral escasamente cristiana. La Teología moral fundamental que propone
Flecha es una ética muy poco cristiana. No es, desde luego, una moral
claramente fundamentada en la fe. Ahora bien, el fundamento de toda Moral
cristiana es precisamente la fe: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17; cf. Hab
2,4; Gál 3,11; Heb 10,35).
¿Será, quizá, que Flecha no está pretendiendo propiamente una Teología moral
fundamental, sino sólo una Ética, una Filosofía moral fundamental? A veces
parece que por ahí va su pensamiento. Pero no es éste el título de su obra.
El capítulo III, Orientaciones bíblicas para la Teología Moral, es breve
(75-114) y, sobre todo, queda aislado dentro del conjunto de su obra (360
pgs.). La vida moral cristiana considerada en sus coordenadas más
importantes: la participación en el misterio pascual de Cristo
–participación en su cruz y en su resurrección–, la oración de súplica, la
expiación por el pecado, la necesidad absoluta de la gracia, la imitación de
Dios Padre como hijos, la configuración a Jesucristo, Nuevo Adán, etc.,
aunque sean aludidas en algún momento, no logran, ni intentan, fundamentar
en modo alguno esta oscura Teología Moral.
Después de todo, Flecha presenta la relación entre la Religión y la Ética
como algo, al parecer, de suyo problemático.
Unas veces «la Religión invade el campo de la Ética», y otras «es la Ética
la que parece sustituir a la confesión religiosa» (125).
De nuevo el autor, en este caso, después de haber presentado el problema, no
alcanza en su obra a resolverlo adecuadamente, armonizando Religión y Ética
(125-128). Ni lo intenta.
Son tantas, en fin, las dificultades que halla Flecha para fundamentar
teológicamente la Moral en la naturaleza y en la Palabra revelada –en la
razón y en la fe– que no consigue superarlas.
–Conclusión. La Teología Moral Fundamental de José Román Flecha no es, en
modo alguno, un manual de teología admisible en una Serie de Manuales de
Teología católica.
El Doctor José-Román Flecha Andrés es desde 2002 Decano de la Facultad de
Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, en la que es catedrático
de Teología Moral. Dirige desde 1998 el Instituto de Estudios Europeos y
Derechos Humanos de esa misma Universidad.
José Román Flecha Andrés
Moral de la persona. BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 28, Madrid 2002, 304
pgs.
El manual Moral de la persona, del profesor Flecha, debería titularse más
bien Moral de la sexualidad, pues en este tema se centra y limita el estudio
de la obra. Pero ésta es cuestión menor.
Lo grave está en que la doctrina del profesor Flecha choca con frecuencia en
temas graves con la doctrina de la Iglesia; cosa que nada tiene que
extrañar, dada su previa Teología moral fundamental. Para que ese choque sea
poco ruidoso, el procedimiento suele ser siempre el mismo. Primero expone y
afirma la doctrina de la Iglesia. Y en seguida admite excepciones, males
menores, gradualidades, actitudes personales de conciencia y otros
principios de evaluación moral que, en la práctica, vienen a anular la
teoría católica primeramente enseñada.
–La masturbación se opone, ciertamente, a la verdad del sexo (197-198),
pero «sin embargo, en esa frustración de la evolución armónica de la
personalidad puede existir un proceso de gradualidad, como en todos los
ámbitos de la responsabilidad moral. En éste, como en tantos otros
problemas, no se puede hacer una valoración abstracta de la masturbación»
(198).
¿Qué querrá decir el autor con la última frase? Por supuesto que sobre la
masturbación, o sobre cualquier otro tema de moral, se pueden, se deben
establecer y se establecen valoraciones abstractas, normas morales objetivas
y estables, que, por supuesto también, habrá que aplicar al caso concreto
del modo que la moral católica enseña.
Pero el autor, al parecer, no ve tanto la masturbación como un pecado, sino
como un retraso en la maduración psicológica. Y una perspectiva semejante
parece prevalecer en él cuando trata otros desórdenes de la sexualidad.
–La homosexualidad. No es justificable el comportamiento homosexual
(216-218). Pero también aquí hay que decir que «la persona ha de tender al
ideal moral»; y eso exige un proceso gradual:
«A la persona que se ve implicada en una actividad homosexual habrá que
recordarle, por ejemplo, que en su condición, la fidelidad a una pareja
estable implica un mal menor que la relación promiscua, indiscriminada y
ajena a todo compromiso afectivo. Será preciso subrayar, también aquí, las
posibilidades y exigencias de la ley de la gradualidad» (218).
–Las relaciones prematrimoniales son consideradas reprobables por el autor.
Pero ya en el primer párrafo de su «juicio ético» –en el primer párrafo– se
apresura a advertir que ha de distinguirse «la moralidad objetiva de las
mismas y la eventual responsabilidad y culpabilidad de las personas
implicadas» (236).
Las circunstancias y las actitudes de las personas implicadas pueden ser en
esto muy diversas y exigen, por tanto, «una diferente evaluación moral»
(239).
«En éste, como en muchos otros casos, podría ser aplicable la “ley de la
gradualidad” (cf. Familiaris consortio 34), que no es reducible a una
“gradualidad de la ley”»... Por tanto, «será necesario subrayar que la
madurez de la pareja se alcanza de forma progresiva y gradual» (239).
Por otra parte, la culpabilidad aumenta si en esas uniones no hay amor real.
«Por el contrario, puede haber personas que vivan una experiencia de amor
único, definitivo que no puede ser formalizado públicamente. Esas
situaciones-límite habrán de ser tratadas con la metodología tradicional de
la Teología Moral Fundamental [...] escapan a la normalidad de las
situaciones» (240).
En vano buscaremos explicados en la Teología Moral Fundamental del mismo
autor «los métodos tradicionales» por los que «habrán de ser tratadas esas
situaciones-límite». ¿Qué haremos, entonces?... Muy deseable sería que el
profesor Flecha acabara de expresar aquí su pensamiento en problema moral
tan grave. Tan grave y tan frecuente, no obstante ser, como dice, una
«situación-límite».
–Anticoncepción. Las frecuentes alusiones del autor en esta materia al
conflicto de valores (250), al mal mayor o menor (260), a la distinción
entre lo natural y lo antinatural (261), a la diferencia entre métodos
naturales y artificiales (261-262), al principio de totalidad (263), nos
sitúan una vez más en la visión de los moralistas que en los últimos
decenios no se deciden a aceptar la doctrina de la Iglesia católica sobre el
tema.
«El juicio sobre las actitudes ha de preceder al juicio sobre los medios»
(262).
Los errores, como hemos dicho, tienen en esta obra una expresión muy
cautelosa, pero quedan muy suficientemente expresados. Cualquier lector,
medianamente avisado, sabrá a qué atenerse.
–Conclusión. Esta obra no enseña la moral católica de la sexualidad, y por
tanto es inadmisible como manual de teología católica.
Dionisio Borobio
Eucaristía. BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 23, Madrid 2000, 425 pgs.
El manual Eucaristía del profesor Dionisio Borobio tiene indudables méritos
en la consideración bíblica, litúrgica y teológica de no pocos de los temas
que expone. Pero también contiene algunos errores graves. En forma alguna,
pues, puede ofrecerse como un manual de teología católica.
–La transubstanciación. Para el profesor Borobio la explicación de la
presencia sacramental de Cristo «per modum substantiæ» es un concepto que,
aunque contribuyó sin duda a clarificar el misterio de la presencia del
Señor en la eucaristía, «condujo a una interpretación cosista y poco
personalista de esta presencia» (286).
En la «concepción actual» de sustancia [¿cuántas concepciones actuales habrá
de substancia?], en aquella que, al parecer, Borobio estima verdadera, «pan
y vino no son sustancias, puesto que les falta homogeneidad e inmutablidad.
Son aglomerados de moléculas y unidades accidentales. Sin embargo, pan y
vino sí tienen una sustancia en cuanto compuestos de factores naturales y
materiales, y del sentido y finalidad que el hombre les atribuye: “Hay que
considerar como factores de la esencia tanto el elemento material dado como
el destino y la finalidad que les da el mismo hombre” (J. Betz)» (285).
Si se parte de esta equívoca y paupérrima filosofía de la substancia, parece
evidente que un cambio que afecte al destino y finalidad del pan y del vino
en la Eucaristía (transfinalización-transignificación) equivale a una
transubstanciación.
«Para los autores que defienden esta postura (v. gr. Schillebeeckx) es
preciso admitir un cambio ontológico en el pan y el vino. Pero este cambio
no tiene por qué explicarse en categorías aristotélico-tomistas
(sustancia-accidente), sometidas a crisis por las aportaciones de la física
moderna, y reinterpretables desde la fenomenología existencial con su
concepción sobre el símbolo. Según esta concepción, la realidad material
debe entenderse no como realidad objetiva independiente de la percepción del
sujeto, sino como una realidad antropológica y relacional, estrechamente
vinculada a la percepción humana. Pan y vino deben ser considerados no tanto
en su ser-en-sí cuanto en su perspectiva relacional. El determinante de la
esencia de los seres no es otra cosa que su contexto relacional. La
relacionalidad constituye el núcleo de la realidad material, el en-sí de las
cosas» (307).
Apoyándose, pues, en esta pésima metafísica, explica el profesor Borobio
pésimamente la transubstanciación del pan y del vino, y la presencia real de
Cristo en la Eucaristía. En ella «las cosas de la tierra, sin perder su
consistencia y su autonomía, devienen signo de esa presencia permanente»,
sin perder «nada de su riqueza creatural y humana» (266). El pan y el vino,
por tanto, siguen siendo pan y vino, no pierden su realidad creatural, pero
puede hablarse de transubstanciación porque en la Eucaristía han cambiado
decisivamente su finalidad y significado.
Esta explicación filosófica-teológica no es conciliable con la fe de la
Iglesia, tal como la expresa, por ejemplo, Pablo VI en la encíclica
Mysterium fidei (1965), en la que precisamente son éstos los errores que él
señala y rechaza:
«Cristo se hace presente en este Sacramento por la conversión de toda la
substancia del pan en su cuerpo, y de toda la substancia del vino en su
sangre [...]
«Realizada la transubstanciación, las especies de pan y de vino adquieren
sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan
ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada. Pero
adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en tanto en cuanto contienen
una “realidad” que con razón denominamos ontológica. Porque bajo dichas
especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente
diversa, y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por la
realidad objetiva, puesto que, convertida la substancia o naturaleza del pan
y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y
del vino, sino las solas especies. Bajo ellas, Cristo, todo entero, está
presente en su “realidad” física, aun corporalmente, aunque no del mismo
modo como los cuerpos están en un lugar».
¿Cómo conciliar la explicación de Borobio sobre la Eucaristía con la fe de
la Iglesia católica? No hay modo. La especulación filosófica-teológica que
propone sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía no prescinde sólamente
de la explicación en clave aristotélico-tomista de ese misterio, como
afirma, sino que contradice abiertamente la doctrina católica, la de
siempre, la que ha sido expuesta en la Mysterium fidei y en el Catecismo de
la Iglesia Católica (nn.1373-1377); la que, por ejemplo, en el siglo IV
exponía, casi con los mismos términos, San Cirilo de Jerusalén, que no
empleaba las categorías aristotélico-tomistas.
–Sacrificio de expiación. Reconoce Borobio «el sentido sacrificial de la
vida y muerte de Cristo», un sentido que viene afirmado «en el Nuevo
Testamento, al menos en Pablo y Hebreos» (245). Y enseña, por tanto, el
carácter sacrificial de la Eucaristía. Pero...
«en todo caso, hay que entender este carácter sacrificial de la cena a la
luz del sentido sacrificial salvífico que Jesús dio a toda su vida, es
decir, como un acto de servicio último y de entrega total en favor de la
humanidad, y no tanto en sentido expiatorio» (244-145).
«La tendencia más amplia hoy es a reconocer un cierto carácter expiatorio en
la muerte de Cristo, pero superando una interpretación victimista, como
castigo o venganza de un Dios cruel, como pena impuesta por un Dios
justiciero capaz de castigar a su propio Hijo con la muerte..., lo que
correspondería más bien a una imagen arcaica y megalómana de Dios» (268).
Ya estamos con el terrorismo verbal y con el lenguaje deliberadamente
ambiguo: «no tanto», «un cierto», «superando»... La Iglesia Católica,
sencillamente, cree que la pasión de Cristo, y por tanto la Eucaristía que
la actualiza, es un sacrificio de expiación por el pecado, y que Cristo es
en él la víctima pascual sagrada. Y que así lo ha querido la misericordiosa
Providencia divina, revelada desde antiguo.
Hoy la Iglesia, concretamente en su nuevo Catecismo, enseña sin reticencias
ni concesiones diminutivas, como siempre, el carácter expiatorio de la
pasión de Cristo y de la Eucaristía. Toda la Escritura –mucho más que «Pablo
y Hebreos»–, así lo revela y así los expresa. Y los mismos Evangelios sobre
la Cena afirman de modo patente ese sentido expiatorio –«el cuerpo que se
entrega, la sangre que se derrama, “por todos”, para el perdón de los
pecados» (cf. Catecismo n.610). En efecto,
«Jesús, por su obediencia hasta la muerte, llevó a cabo la sustitución del
Siervo doliente, que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el
pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is
53,10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por
nuestros pecados (cf. Trento: DS 1529)» (Catecismo 615; cf. 616).
–Eucaristía y penitencia. Otros temas del libro Eucaristía del profesor
Borobio son discutibles, como el que dedica al perdón de los pecados en La
Eucaristía, gracia de reconciliación (356-374), lo que no conviene a un
manual de teología.
No vamos a discutir aquí las autoridades aducidas en este tema por el autor
–Santo Tomás, Trento, Vaticano II, etc.–, lo que nos obligaría a análisis
muy prolijos; pero sí señalaremos la notable inoportunidad de estas páginas.
En un manual de teología, poner hoy el énfasis en el poder de la Eucaristía
para perdonar los pecados, y no insistir en la necesidad de la Penitencia
sacramental, es una grave imprudencia cuando es sabido que en tantas
Iglesias locales los fieles hace ya años comulgan, pero no confiesan. Este
modo de tratar el tema Eucaristía-Penitencia nos hace pensar en un
intelectual absorto en lo que dicen otros intelectuales, pero que ignora
completamente, al escribir su obra, las necesidades pastorales del Pueblo de
Dios.
–Conclusión. Las ambigüedades y errores de esta obra impiden que pueda ser
empleada como manual de teología católica sobre el Misterio eucarístico.
El Doctor Dionisio Borobio es catedrático en la Facultad de Teología de la
Universidad Pontificia de Salamanca, y director de la revista «Familia»,
perteneciente a un departamento de dicha Universidad.
Los manuales teológicos Sapientia fidei
Son más de veinte los manuales ya publicados en la colección Sapientia
fidei, unos buenos, otros malos, otros regulares. Los que hemos elegido aquí
en nuestra crítica están, sin duda, entre los más importantes: pecado
original, gracia, cristología, eucaristía, teología moral fundamental y
moral de la persona. Pues bien, por varias razones hemos querido fijar
nuestra atención crítica en algunas obras de esta colección que la
Biblioteca de Autores Cristianos publica en Madrid:
–por la gravedad de los errores que contienen,
–por el prestigio de sus autores, miembros de la Comisión Teológica
Internacional, catedráticos de la Universidad Pontificia de Salamanca, la
Universidad de la Conferencia Episcopal Española.
Son autores, de hecho, no discutidos. Ni siquiera hemos visto en varias
Revistas católicas de clara ortodoxia recensiones abiertamente críticas a
estas obras.
–porque los fieles reciben de buena fe la enseñanza de estos libros, ya que,
publicados «con licencia eclesiástica del Arzobispado de Madrid», todos ven
en ellos además «los manuales de teología de la Conferencia Episcopal
Española», dada la relación de ésta con la BAC y con esta Serie de Manuales
concretamente;
–y porque, de hecho, están entre los manuales de teología más difundidos
entre los católicos de habla española.
Si estos manuales de teología, y otros semejantes, continuaran difundiéndose
durante años, el perjuicio que sufriría la fe y la moral entre los católicos
de habla hispana –la mitad de la Iglesia Cat��lica– sería muy grande.
Ya se comprende que, quienes así pensamos tenemos, ante Dios y ante la
Iglesia, la gravísima obligación de decirlo con toda fuerza, claridad y
urgencia. Si estos autores, en tan altas cátedras y con altavoces
editoriales tan potentes, contradicen verdades de la doctrina católica, no
deberán sorprenderse ni molestarse si nosotros, desde nuestro modesto
rincón, impugnamos sus escritos.
Manuales de teología
Los manuales de teología, concretamente, han de caracterizarse
1. por el orden, la concisión y la claridad con que exponen la doctrina
católica sobre un tema;
2. por la calificación de las diversas tesis enseñadas según el grado de
certeza en la fe, de modo que no se tenga luego como de fe lo que es
opinable, ni se considere opinable una doctrina que es de fe;
3. por la certeza de las doctrinas enseñadas, ya que en un manual no deben
proponerse hipótesis teológicas más o menos aventuradas, sino que han de
afirmarse las doctrinas de la fe o al menos aquellas que están ampliamente
recibidas en la mente de la Iglesia;
4. por la eficaz descripción y refutación de los errores históricos y
actuales sobre las cuestiones estudiadas.
Ninguno de estos objetivos se consigue –ni se intentan– en los manuales
estudiados, que son largos y confusos, que presentan entremezcladas
doctrinas de fe y teorías personales –poniendo a veces el énfasis en éstas,
más que en aquéllas–, y que en modo alguno «vacunan» sobre los errores más
vigentes, sino que a veces más bien los contagian.
Deterioro doctrinal
Pero, dejando el caso concreto de los Manuales aludidos, vengamos a la
cuestión de fondo. Si autores tan respetables –miembros de la Comisión
Teológica Internacional, profesores prestigiosos de Universidades
Pontificias, etc.– se permiten tranquilamente, sin apenas contradicciones,
estas desviaciones del Magisterio apostólico, estas contradicciones abiertas
del lenguaje de la fe, estas exégesis que, más que interpretar, niegan lo
que dicen los textos sagrados, podemos imaginar hasta qué punto los errores
doctrinales, en materias de fe y moral, supuran abundantemente en otros
niveles inferiores de basura teológica.
Basta con visitar algunas Librerías católicas –a veces diocesanas o
religiosas– para comprobar la innumerable cantidad de errores que están
difundiendo muchas Editoriales y Librerías católicas.
En todo caso, libros como éstos que hemos analizado han hecho y están
haciendo a la Iglesia un gravísimo daño.
Y téngase en cuenta también que los errores difundidos, con expresión
cautelosa y medida, por los doctores disidentes supuestamente moderados, al
ser recibidos por los laicos ilustrados o por el clero deseoso de estar a la
última moda ideológica, serán amplificados burdamente, como hoy se puede
comprobar en tantas catequesis y homilías.
Deterioro intelectual y verbal
El deterioro patente de las publicaciones católicas viene causada por una
considerable pérdida de calidad del pensamiento y del lenguaje de los
doctores católicos. La teología, ratio fide illustrata, desde sus comienzos,
se ha caracterizado no solo por la luminosidad de la fe en ella profesada,
sino también por la claridad y precisión de la razón que la expresa. Sin un
buen lenguaje y una buena filosofía, es imposible elaborar una teología
verdadera. Los errores y los equívocos serán inevitables. Por lo demás, un
pensamiento oscuro no puede expresarse en una palabra clara. Ni puede, ni
quiere.
Acerca, por ejemplo, de un milagro del Evangelio se nos dice: «en cuanto a
la historicidad, el hecho es más teológico que histórico». Esta frase,
deliberadamente oscura, expresa un pensamiento de calidad ínfima. El verbo
ser no es elástico: algo es o no es. Y un hecho o es histórico o realmente
no ha acontecido, y entonces no es un hecho. Además, que sepamos, no existen
propiamente «hechos teológicos». Por último, si el autor quiere decir que
tal milagro, a su juicio, no es histórico, es mejor que lo diga
abiertamente, y que evite eufemismos vergonzantes.
Cuando un grupo de trabajo en una Asamblea afirma su «total adhesión» a la
Humanæ vitæ, pero una vez afirmada, solicita que se flexibilice su doctrina,
¿qué calidad mental tiene este pensamiento y esta palabra?
Cuando un profesor de teología cree conveniente «relativizar» la doctrina
católica de la transmisión del pecado original por generación, ¿qué es lo
que realmente quiere decir? ¿Pretende que se relativice una doctrina que es
de fe? ¿O es que prefiere, como es probable, no formular con claridad su
propio pensamiento?
Cuando un Cardenal se jacta de que hace años firmó con otros tres obispos
«una de las más abiertas orientaciones publicada, no sin provocar revuelo,
por un episcopado sobre las relaciones con el judaísmo», ¿cómo hemos de
entender la expresión más abiertas? ¿Más abiertas o más cerradas que las
orientaciones dadas por Cristo, Esteban, Pedro, Juan o Pablo?
Cuando un liturgista, estudiando la Eucaristía, reconoce «un cierto carácter
expiatorio en la muerte de Cristo», pero quiere al mismo tiempo evitar «una
interpretación victimista», se muestra mental y verbalmente débil para
afirmar o para negar, sencillamente, que Cristo es la víctima pascual,
ofrecida en sacrificio de expiación para la salvación de los pecadores. Su
palabra no transmite, pues, ni de lejos, la clara certeza de la enseñanza de
la Iglesia.
Ese modo de lenguaje deliberadamente impreciso y oscuro, en el que no se
dice del todo lo que se quiere decir, pero sí se dice lo suficiente –que
tanto ha inficionado a la Iglesia en los últimos decenios–, es un lenguaje
extraño a la tradición católica, y desprestigia lo que durante siglos se ha
llamado Sacra Theologia. Si es tolerable en periodistas, literatos o
políticos, es inadmisible en los teólogos católicos o en los pastores
sagrados. Y mirando por la salud del pueblo cristiano, debe ser denunciado y
rechazado.
«Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no. Todo lo que pasa de esto, de mal
procede» (Mt 5,37; cf. Sant 5,12; 2Cor 1,17-19).
La Iglesia Católica, ya que ha de expresar con palabras humanas la plenitud
de la Palabra divina, está obligada a usar un lenguaje verdadero y exacto,
lo más claro y preciso que sea posible, libre de equívocos y ambigüedades,
siempre fiel al esplendor de la verdad.