La infidelidad en la Iglesia católica: 6. Infidelidades y reformas
J.M. Iraburu
Nueva evangelización
Juan Pablo II llama a una nueva evangelización: «nueva en su ardor, en sus
métodos y en sus expresiones» (Disc. a los Obispos del CELAM,
Port-au-Prince, Haití, 9-III-1983). Y ha vuelto a llamar a ella con
frecuencia, a veces en documentos importantes (1990, encíclica Redemptoris
Missio 72; 1993, encíclica Veritatis splendor 107; 2002, carta apostólica
Novo Millenio ineunte 40). En la exhortación apostólica Christifideles laici
(1988) expone ampliamente el tema. Extractamos:
«Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida
cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe
viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que
otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del
indiferentismo, del secularismo y del ateismo.
«Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el
que el bienestar económico y el consumismo –si bien entremezclado con
espantosas situaciones de pobreza y miseria– inspiran y sostienen una
existencia vivida “como si no hubiera Dios”. Ahora bien, el indiferentismo
religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los
problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y
desoladores que el ateismo declarado. Y también la fe cristiana –aunque
sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales– tiende a
ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia
humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir...
«En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las
tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este
patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo
el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y
la difusión de las sectas.
«Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe
límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de
auténtica libertad» (34).
Conversiones previas necesarias
Juan Pablo II, en varios de los documentos aludidos, insiste en que la nueva
evangelización ha de comenzar por los mismos evangelizadores. Las Iglesias
de la unidad católica, para impulsar una nueva evangelización poderosa,
previamente, han de convertirse de muchas infidelidades doctrinales y
disciplinares, han de purificarse de la mundanización creciente de sus
pensamientos y costumbres, en una palabra, han de convertirse y han de
reformarse.
Pero quizá esta necesidad previa de conversión, o si se quiere, de reforma,
no parece estar suficientemente viva en la conciencia actual de la Iglesia.
Hoy no se da, lamentablemente, ese clamor que en otros siglos de la historia
de la Iglesia pedía la reforma de Obispos y de sacerdotes, de religiosos y
de laicos.
Y es que unos creen que vamos bien como vamos. Otros, que hay luces y
sombras, como las ha habido siempre. Y no faltan quienes estiman que vamos
mal, pero que no hay posibilidad alguna de reforma; o que ésta en modo
alguno está en nuestra mano, sino solo en la acción de la Providencia
divina.
Estamos bien
En los años del concilio Vaticano II, antes y también poco después, en la
Iglesia se manifiesta con frecuencia un optimismo desbordante. Y
paradójicamente, al mismo tiempo que se condenan triunfalismos pretéritos,
se incurre en triunfalismos presentes raras veces conocidos en la historia
de la Iglesia.
El Cardenal Traglia, vicario de Roma, declaraba al comienzo del Concilio:
«Jamás, desde sus orígenes, la Iglesia Católica ha estado tan unida, tan
estrechamente unida a su cabeza; jamás ha tenido un clero tan ejemplar,
moral e intelectualmente, como ahora; no corre ningún riesgo de ruptura en
su organismo. No es, pues, a una crisis de la Iglesia a lo que el Concilio
deberá poner remedio» («L’Osservatore Romano» 9-X-1962).
Sería muy penoso reproducir algunas declaraciones de entonces sobre la
fuerza de la Iglesia renovada en el Concilio para actuar sobre el mundo y
transformarlo. Hoy nos resultarían casi ininteligibles. Muy al contrario, la
tentación de un optimismo eclesial glorioso está en el presente
completamente ausente. Más bien se da la tentación opuesta: el pesimismo
inerte, amargado y sin esperanza. El peso de ciertas realidades se impone.
Pero tampoco ese pesimismo oscuro lleva a reconocer del todo los males que
afligen a la Iglesia.
Estamos mal
El mismo Pablo VI, como vimos, es el primer testigo de los grandes males que
afectan a la Iglesia y al mundo. Ya en el discurso de clausura del Concilio,
el Papa hace un retrato sumamente grave del tiempo actual:
«un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado a la conquista de la
tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo en el que el olvido de
Dios se hace habitual y parece, sin razón, sugerido por el progreso
científico; un tiempo en el que el acto fundamental de la personalidad
humana, más consciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse en
favor de la propia autonomía absoluta [“seréis como dioses”], desatándose de
toda ley transcendente; un tiempo en el que el laicismo aparece como la
consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta filosofía de la
ordenación temporal de la sociedad; un tiempo, además, en el que las
expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y desolación; un
tiempo, en fin, que registra, aun en las grandes religiones étnicas del
mundo, perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas»
(7-XII-1965). Diagnósticos semejantes hallamos en Juan Pablo II (Tertio
Millenio adveniente 36) y en otras autorizadas voces actuales.
Todos esos males son del mundo, pero también, en su medida, de la Iglesia.
La Iglesia es en Cristo luz del mundo, y a ella le corresponde iluminarlo.
Si crecen las tinieblas, si se hacen más oscuras, habrá que pensar que la
luz ha perdido potencia luminosa. Es lo que pensamos cuando entramos en una
gran estancia y la hallamos en penumbra o casi a oscuras. No decimos: «ha
aumentado la oscuridad». Decimos: «aquí hay poca luz».
Nos ayudará recordar en esto algunas palabras lúcidas y fuertes de San Juan
de Ávila, que son válidas para nuestro tiempo, un tiempo en que la crisis de
la Iglesia es quizá más profunda y multiforme que la sufrida en el XVI.
«Hondas están nuestras llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden
curar con cualesquier remedios. Y, si se nos ha de dar lo que nuestro mal
pide, muy a costa ha de ser de los médicos que nos han de curar» (Memorial
II,41).
«Mírese que la guerra que está movida contra la Iglesia está recia y muy
trabada y muchos de los nuestros han sido vencidos en ella; y, según parece,
todavía la victoria de los enemigos hace su curso» (II,42).
«...en tiempo de tanta flaqueza como ha mostrado el pueblo cristiano, echen
mano a las armas sus capitanes, que son los prelados, y esfuercen al pueblo
con su propia voz, y animen con su propio ejemplo, y autoricen la palabra y
los caminos de Dios, pues por falta de esto ha venido el mal que ha
venido...
«Déseles regla e instrucción de lo que deben saber y hacer, pues, por
nuestros pecados, está todo ciego y sin lumbre; y adviértase que para haber
personas cuales conviene, así de obispos como de los que les han de ayudar,
se ha de tomar el agua de lejos, y se han de criar desde el principio con
tal educación, que se pueda esperar que habrá otros eclesiásticos que los
que en tiempos pasados ha habido... Y de otra manera será lo que ha sido»
(Memorial II,43).
«...las guerras del pueblo de Dios más se vencen con oraciones, y con tener
a Dios contento con la buena vida, y con tener confianza en Él que con
medios humanos, aunque éstos no se han de dejar de hacer» (II,46).
«Fuego se ha encendido en la ciudad de Dios, quemado muchas cosas, y el
fuego pasa adelante, con peligro de otras. Mucha prisa, cuidado y diligencia
es menester para atajarlo» (II,51).
Infidelidad, conversión y reformas
La nueva evangelización no podrá darse allí donde la Iglesia se ve abrumada
por innumerables errores, infidelidades y abusos. Allí donde Ella no
reconozca estos pecados, no son posibles ni la conversión, ni las reformas
necesarias, ni menos aún la nueva evangelización.
Como fácilmente se comprende, los escándalos peores son los que ya no
escandalizan, dada su generalización. Son éstos, sin duda, los más
peligrosos. Allí donde la situación escandalosa ya no escandaliza, allí no
se capta ni la existencia ni la gravedad de los males; o si se capta, se
estiman incurables. «Siempre ha sido así», dirá uno. Y otro comentará: «y
muchas veces, peor».
La Iglesia, pues, necesita urgentemente escandalizarse gravemente de sus
graves males e infidelidades. No basta para superarlos partir de tibios
discernimientos de situación: «hay luces y sombras». Son engañosos. Y no
olvidemos que uno de los fines del concilio Vaticano II es la reforma de la
Iglesia.
Por eso el Concilio recuerda que «la Iglesia peregrina en este mundo es
llamada por Cristo a esta perenne reforma, de la que ella, en cuanto
institución terrena y humana, necesita permanentemente» (Unitatis
redintegratio 6). Y Pablo VI dice a los padres conciliares: «Deseamos que la
Iglesia sea reflejo de Cristo. Si alguna sombra o defecto al compararla con
Él apareciese en el rostro de la Iglesia o sobre su veste nupcial, ¿qué
debería hacer ella como por instinto, con todo valor? Está claro:
reformarse, corregirse y esforzarse por devolverse a sí misma la conformidad
con su divino modelo, que constituye su deber fundamental» (29-IX-1963,
n.25).
Condiciones para la conversión
La conversión se realiza por obra del Espíritu Santo, y requiere siete
convicciones humildes de la fe:
1. Vamos mal. Los falsos profetas aseguran «vamos bien, nada hay que temer;
paz, paz». Los profetas verdaderos dicen lo contrario: «vamos mal, es
necesario y urgente que nos convirtamos; si no, vendrán sobre nosotros males
aún mayores que los que ahora estamos sufriendo» (Isaías 3; Jeremías 7;
Oseas 2.8.14; Joel 2; Miqueas en 1Re 22).
2. Estamos sufriendo penalidades justas, consecuencias evidentes de nuestros
pecados: apostasías en número creciente, carencia de vocaciones, etc. Nos
merecemos todo eso y más: «eres justo, Señor, en cuanto has hecho con
nosotros, porque hemos pecado y cometido iniquidad en todo, apartándonos en
todo de tus preceptos» (cfr. Dan 3,26-45).
3. Son castigos medicinales los que, como consecuencias de nuestros pecados,
la Providencia divina nos inflige. Y en esos mismos castigos la misericordia
de Dios suaviza mucho su justicia: «no nos trata como merecen nuestros
pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). Esto hay que
tenerlo bien presente.
4. No tenemos remedio humano. No tenemos, por nosotros mismos, ni luz de
discernimiento, ni fuerza para la conversión. Para superar los enormes males
que nos abruman no nos valen ni métodos, ni estrategias, ni nuevas
organizaciones de nuestra acción. Tampoco tenemos guías eficaces de la
reforma que necesitamos: «hasta el profeta y el sacerdote vagan
desorientados por el país» (Jer 14,18).
5. Pero Dios quiere y puede salvarnos. La Iglesia, después de haber mirado a
un lado y a otro, buscando «de dónde me vendrá el auxilio», y, ya
desesperada de toda ayuda humana, levanta al Señor su esperanza y la pone
sólo en Él: «el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra»
(Sal 120,1-2).
6. Es necesaria la oración de súplica. La Iglesia, en tiempos de aflicción,
no encuentra salvación ni a derecha ni a izquierda, sino arriba, por la
oración de súplica: «levántate, Señor, extiende tu brazo poderoso, ten
piedad de nosotros, por pura gracia, por pura misericordia tuya, no nos
desampares, acuérdate de nuestros padres y de tus promesas». Son las
súplicas que una y otra vez se hacen en las Escrituras.
7. Para la gloria de Dios. Es la oración bíblica: «no nos abandones, Señor,
no permitas la destrucción del Templo de tu gloria, no dejes que se acaben
los himnos y cánticos que alaban tu Nombre santo. Restáuranos, Señor, por la
gloria de tu Nombre, que se ve humillado por nuestros pecados y miserias.
Sálvanos con el poder misericordioso de tu brazo. Seremos fieles a tu
Alianza, y te alabaremos por los siglos de los siglos. Amén».
No hay posible conversión o reforma de la Iglesia –sin la cual no hay nueva
evangelización– si estas siete actitudes, hoy tan debilitadas, o algunas de
ellas, faltan. Pero si se dan, esperamos con absoluta certeza la salvación,
la superación de los peores males, la conversión de personas y de pueblos,
aunque parezca imposible. Pedir e intentar la conversión: ora et labora.
Pero veamos algunos escándalos que se dan en la Iglesia, que están exigiendo
urgentemente conversión y reforma. Y advirtamos en esto, antes de nada, que
la renovación de una Iglesia local en la fidelidad doctrinal y disciplinar
no tiene por qué esperar a que se dé un movimiento de renovación en la
Iglesia universal. El Obispo de cada comunidad eclesial, concretamente, debe
hacer ya –y con él, sacerdotes, religiosos y laicos– aquello que toda la
Iglesia debería hacer.
Por eso mismo hablaremos aquí especialmente de los deberes y de las
posibilidades de los Obispos; y valga lo que digamos de ellos, en forma
análoga, para los Superiores religiosos. La tarea hoy más urgente, sin duda,
es restaurar la autoridad de la doctrina católica y la vigencia de las leyes
de la Iglesia, exigiendo eficazmente la obediencia para una y para las
otras.
La doctrina de la Iglesia católica
Hoy es urgente aclarar si la enseñanza de la Iglesia ha de ser entendida
como una doctrina obligatoria o más bien sólamente orientativa. Y en el caso
primero, si hay obligación grave de enseñarla y de sancionar a quienes la
contrarían en público.
Un Obispo, pues, ha de ver si se conforma con que su Iglesia diocesana se
configure al modo de las comunidades protestantes, y corran por ella
libremente errores contrarios a la doctrina católica, o si está decidido a
que su Iglesia local sea católica. Esta elección es hoy para el Pastor
ineludible; y el que trate de evitarla, ya ha elegido por el extremo falso.
La situación doctrinal en algunos Seminarios, Noviciados, Editoriales
católicas y Librerías diocesanas y religiosas es a veces realmente una
vergüenza. Y es un escándalo perfectamente superable, si se ejercita la
autoridad del Obispo sobre ellos; pues hay disidencia, escandalosa o
moderada, justamente en la medida en que los Pastores la toleran.
Grandes males exigen grandes remedios. Y si el Prelado no hace cuanto está
en su mano para poner los remedios adecuados, él será el principal
responsable de los errores y males de la Iglesia.
Pero, por el contrario, esté bien seguro el Pastor de que si pone los
poderosos remedios de la autoridad apostólica, pronto en su Iglesia, por
obra del Espíritu Santo, florecerán la verdad, la gracia, la unidad, las
vocaciones. En efecto, el Espíritu Santo, el único que tiene poder para
renovar el mundo y reformar la Iglesia, será el protagonista de su acción
purificadora y reformadora.
Vendrán, sin duda, sobre él una avalancha de persecuciones. Cualquier
Pastor, para ser Obispo fiel, habrá de ser Obispo mártir. Tendrá, pues, que
encomendarse a Dios en este empeño, a la Virgen y a todos los santos
–especialmente a santos pastores como Atanasio, Gregorio Magno, Carlos
Borromeo, Ezequiel Moreno, Pío IX, Pío X–, y llevar adelante su tarea con la
fortaleza propia de la caridad pastoral.
Valga lo dicho sobre la doctrina católica en referencia también a la
exégesis de la sagrada Escritura. Cuando la interpretación de los textos
bíblicos prescinde del Magisterio apostólico, de las enseñanzas de la
Tradición, del sensus Ecclesiæ, y solo se atiene en la práctica a las normas
del historicismo y del análisis crítico y filológico, cualquier resultado, y
su contrario, es posible. Nos quedamos sin la Biblia. Es la perfecta
arbitrariedad. Es la confusión del libre examen, que no tiene por qué tener
un lugar en la Iglesia Católica.
«No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios» (Ef 4,30). El Espíritu Santo,
que es «el Espíritu de la verdad» (Jn 16,13), se entristece al ver tantos
errores dentro de la Iglesia Católica, y quiere que se ponga término eficaz
a su difusión, de tal modo que todos los fieles puedan oir con facilidad la
voz de Cristo, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).
Las leyes de la Iglesia católica
Hoy es igualmente urgente aclarar si las leyes eclesiásticas tienen en
realidad un valor preceptivo, obligatorio en conciencia, o si sólo tienen un
valor meramente orientativo.
Según esto, los Pastores han de decidir si quieren que su Iglesia local sea
católica, y cumpla las leyes de la Iglesia universal, viendo en ellas una
ayuda para la unidad y el crecimiento espiritual de los fieles, o si se
resignan a que su comunidad eclesial se configure al modo protestante.
Las dos vías son posibles. Y ya se comprende que el Obispo, ineludiblemente,
ha de dar una respuesta a este dilema: o sigue en su Iglesia la vía católica
o la protestante. No vale que diga elegir la forma católica, si luego
realiza la protestante. Tampoco vale que reconozca el valor salvífico de las
leyes en la Iglesia, si luego estima siempre que no conviene exigirlas, ni
inculcarlas, ni sancionar su incumplimiento.
Si el Obispo, en tantas cuestiones doctrinales o disciplinares, no da el
ejemplo primero de obediencia a la Iglesia, y a su vez no urge
suficientemente la obediencia a la ley eclesial –en la catequesis, en la
predicación, en el gobierno pastoral–, ni sanciona en modo alguno a quienes
habitualmente la quebrantan, está claro: elige el modo protestante de
comunidad cristiana, y renuncia al modo católico, quizá porque lo considera
irrealizable. O posiblemente incluso porque lo estima, en principio,
inconveniente.
«Los fieles, decía Pablo VI, se quedarían extrañados con razón si quienes
tienen el encargo del episcopado –que significa, desde los primeros tiempos
de la Iglesia, vigilancia y unidad–, toleraran abusos manifiestos»
(17-IV-1977). Exhortaciones semejantes ha repetido Juan Pablo II muchas
veces a los Obispos en visita ad limina.
Lo mismo digamos del párroco, del padre de familia, del superior religioso,
de la asociación de laicos, que no respetan la ley de la Iglesia. Se quedan,
de hecho, en la enseñanza de Lutero: ninguna ley; sola gratia.
El Espíritu Santo, que es «el Espíritu de la unidad», se entristece al ver
tantas desobediencias y divisiones dentro de la Iglesia Católica, y quiere y
puede ponerles término eficaz. Unos colaboran con el Espíritu Santo, pero
otros le resisten.
Veamos, pues, seguidamente algunas cuestiones concretas doctrinales y
disciplinares, hoy especialmente necesitadas de reorientación y reforma en
la Iglesia.
Cielo e infierno
Casi siempre que Cristo predica, lo hace con clara referencia a la salvación
y a la condenación finales. En muchas Iglesias, sin embargo, esta dimensión
soteriológica ha desaparecido prácticamente, tanto de la catequesis como de
la predicación. Y ese silencio crónico sobre parte tan central del mensaje
de Cristo implica una de las más graves falsificaciones actuales del
Evangelio.
El Cardenal Rouco, Arzobispo de Madrid, en una conferencia dada en El
Escorial sobre «La salvación del alma», reconoce el hecho: «Probablemente
los jóvenes no hayan escuchado nunca hablar de la salvación del alma en las
homilías de sus sacerdotes». Y concluye afirmando: «La Iglesia desaparece
cuando grupos, comunidades y personas se despreocupan de su misión
principal: la salvación de las almas» (30-VII-2004).
Así es. Imposible será, pues, «una nueva evangelización» en tanto no se
recupere esa verdad de la fe, que está presente en todo el Evangelio y en la
Tradición de la Iglesia.
Cristo quiere en su Iglesia seguir llamando a los pecadores, para que se
conviertan y para que no se pierdan ni aquí ni en la vida eterna: «si no os
arrepentís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3.5). O se transmite su
llamada a los hombres o se procura silenciarla. No hay más opciones.
Purgatorio
Muchos hoy no creen en la existencia del purgatorio: «nuestro hermano
fallecido goza ya de Dios en el cielo». En no pocas catequesis no se enseña
el purgatorio, o simplemente se niega.
Gran error. Eso es doctrina protestante, normal en una comunidad
protestante. Pero el Obispo que quiera ser católico tendrá que vencer cuanto
antes en su Iglesia esa herejía. Que ésta pueda durar y perdurar largo
tiempo en parroquias católicas es un gran escándalo. Y el Espíritu Santo
quiere eliminar ese error, de tal modo que se predique abiertamente y cuanto
antes la fe católica. Creer en la realidad del purgatorio, conocer las
grandes penalidades que en él se sufren, y predicar al pueblo esta verdad de
la fe es premisa necesaria para la renovación de la Iglesia Católica.
Moral católica
Ya hemos señalado anteriormente la amplia difusión de errores morales entre
sacerdotes y laicos. Ahora bien, enseñar la verdadera doctrina, refutar los
errores, frenar eficazmente a quienes los difunden e impedir que los fieles
les sigan para su perdición, es uno de los deberes principales de los
Pastores.
No haría nada de más la Iglesia –o un Obispo particular por su cuenta–, si
elaborase un cuestionario sobre temas de fe y costumbres, y antes de
conferir las Órdenes sagradas, se asegurase bien de la doctrina católica del
candidato en aquellos temas que hoy están más inficionados por el error. Si
el candidato no está firme en la fe de la Iglesia, es un grave deber no
ordenarlo.
El Espíritu Santo, que «nos guía hacia la verdad completa» (Jn 16,13),
quiere que cuanto antes cesen los errores y vuelva a resplandecer en la
Iglesia la verdadera moral católica.
Historia de la Iglesia
A las numerosas falsificaciones que en algunas Iglesias corren en materias
de fe y moral, ha de añadirse con frecuencia una visión de la historia
falsificada, normalmente en clave liberal o marxista. Ello implica una
denigración continua de la Iglesia, pues su historia es vista por los ojos
de sus enemigos. La denigración, por ejemplo, de la Iglesia acerca de la
dignidad de la mujer en ella, aunque puede ser refutada con eficacísimos
argumentos y datos históricos, encuentra demasiadas veces dentro de la misma
Iglesia una aceptación ignorante y cómplice.
De este modo, a los errores dogmáticos y morales, se añaden los errores
históricos. Por ejemplo: la Iglesia solo progresa en la medida en que se
seculariza y se asemeja al mundo en todo. La Iglesia es la última que asume
los progresos de la humanidad. La Edad Media, en gran medida configurada por
la fe cristiana, es una época bárbara y oscurantista, y la verdadera
libertad y civilización llegan con la Ilustración, la Revolución Francesa y
el liberalismo. En el enfrentamiento del modernismo con el Magisterio de la
Iglesia, hubo errores por ambas partes, pero, desde luego, más graves por
parte de la Iglesia, que no supo ver... Etc.
Con ocasión del Quinto Centenario de la Evangelización de América se pudo
comprobar hasta qué punto en muy amplios campos católicos está falsificada
esa historia de la Iglesia en forma peyorativa.
¿En cuántos Seminarios, Noviciados y Facultades, en cuántos centros de
catequesis, la historia de la Iglesia –la historia sagrada de la Iglesia– es
explicada, concretamente, por agentes del liberalismo?
Pero ninguna posibilidad hay de nueva evangelización sin una recuperación
previa de la interpretación verdadera y católica de la historia de la
Iglesia y del mundo. ¿Qué fuerza persuasiva pueden tener aquellos
evangelizadores que ven en la Iglesia un obstáculo histórico para el
desarrollo de la humanidad?
La historia sagrada de Israel no puede ser entendida por ojos profanos,y la
misma Biblia es la que nos da las claves de su interpretación verdadera.
Pero la historia sagrada ¡no terminó al llegar Cristo!... Por eso,
igualmente, la historia sagrada de la Iglesia ha de ser conocida e
interpretada a la luz de la razón iluminada por la fe. Es una historia
teológica, y las visiones profanas de ella solo alcanzan a falsificarla.
El Espíritu Santo se indigna cuando ve que la historia sagrada de la
Iglesia, que Él mismo ha escrito, es falsificada e interpretada según el
mundo. Y ayuda con su fuerza poderosa a quienes pretenden recuperar la
verdadera historia de la Iglesia.
Misiones y ecumenismo
Cristo nos mandó y nos manda: «id a todo por todo el mundo y predicad el
Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15).
Prædicare (que viene de dicare, derivado de dicere), significa decir, más
aún, decir con fuerza, proclamar, decir con autoridad, solemnemente, con
insistencia. Por supuesto que los enviados de Cristo también hemos de
dialogar con todos, con amor, con paciencia y amabilidad. Pero ante todo
hemos sido enviados por Él para predicar el Evangelio a todos los hombres, a
todos los pueblos.
Hemos, pues, de predicar a los animistas que hay un solo Dios vivo y
verdadero, y que sus ídolos no tienen vida, ni son dioses, ni pueden salvar,
ni deben ser adorados. Hemos de predicar a los judíos que no van a salvarse
por el cumplimiento de la Ley mosaica, sino por el Mesías salvador, que ya
ha venido y que es nuestro Señor Jesucristo. Hemos de predicar a los
protestantes que la fe sin obras buenas está muerta y no salva, que Cristo
está presente en la eucaristía, que la eucaristía es el mismo sacrificio de
la Cruz, que los sacramentos de la salvación son siete, que hay purgatorio,
que las Escrituras sagradas, sin la guía de la Tradición y del Magisterio,
no son inteligibles, y que la fe, sin obediencia a la autoridad docente de
los apóstoles, no es propiamente fe, sino opinión. Hemos de predicar al
Islam que en Dios hay tres personas divinas, y que la segunda se hizo
hombre, y es el único Salvador del mundo. «Con oportunidad o sin ella»,
hemos de predicar a toda criatura (2Tim 4,2).
Bueno y prudente es sumar el diálogo y la predicación. Pero aquella Iglesia,
en la que el diálogo sustituye a la predicación, y que prácticamente no se
atreve ya a predicar el Evangelio a todos los hombres, llamándolos a
conversión, desobedece a Cristo, está resistiendo al Espíritu Santo, se irá
acabando, no tendrá vocaciones, ni los padres tendrán hijos...
También la Iglesia antigua, tan poderosamente evangelizadora, conocía y
practicaba el diálogo, y no se limitaba a la predicación. Pero los antiguos
Diálogos, que incluso encontramos por escrito en los comienzos de la Iglesia
–en la mitad del siglo II, por ejemplo, el Diálogo con Trifón, de San
Justino, o el Diálogo de Jason y Papisco sobre Cristo, escrito por Aristón
de Pella – eran en realidad apologías del cristianismo, en las que se
pretendía la conversión de los interlocutores y la refutación de sus
errores.
La urgencia de la conversión –y de la llamada a la conversión,
consiguientemente– es un dato continuo en los escritos del Nuevo Testamento.
Llamando a conversión es como comienza tanto la predicación del Bautista
como la de Jesús: «convertíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt
3,2; Mc 1,15). Y así continua la predicación de los apóstoles, como San
Pablo:
«Yo te envío para que les abras los ojos, para que se conviertan de las
tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de
los pecados y parte en la herencia de los santificados» (Hch 26,18). «Dios,
habiendo disimulado los tiempos de la ignorancia, ahora intima a los hombres
que todos en todo lugar se arrepientan» (Hch 17,30).
La conversión que el Espíritu Santo pretende operar en los hombres por el
ministerio de los apóstoles es metanoia, es decir, un cambio de mente, antes
aún que un cambio de costumbres. Lo que la evangelización procura es que los
hombres acepten «los pensamientos y los caminos de Dios», que distan tanto
de los humanos, como el cielo de la tierra (Is 55,8). La lógica del Logos
divino difiere tanto de la lógica humana como la luz de las tinieblas. Por
eso el Apóstol dice a los filipenses:
«hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación perversa y adúltera,
vosotros aparecéis como antorchas encendidas, que llevan en alto la Palabra
de la vida» (Flp 2,15).
Por eso, «¿qué hay de común entre la luz y las tinieblas?» (2Cor 6,14). En
este sentido, la sustitución sistemática de la predicación por el diálogo, y
la exclusión en la predicación de toda finalidad de conversión –o como suele
decirse, de todo proselitismo– es hoy una gran infidelidad al Evangelio, es
una vergüenza, un escándalo.
«Los misioneros no pretendemos la conversión de los paganos. Eso era antes.
Cuántas veces ellos, los paganos, sin bautismo y sin misa, son bastante
mejores que nosotros. Lo que buscamos, pues, es participar de sus vidas y
ayudarles en todo lo que podamos, sabiendo que muchas veces más tenemos
nosotros que aprender de ellos que de enseñarles nada».
Así piensan no pocos de los que han sido enviados por Cristo con una clara
misión: «enseñad a todas las naciones... en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado»
(Mt 28,19-20).
La posición de estos «misioneros» respecto a la evangelización destruye
prácticamente la misión apostólica, y necesariamente tiene que ser falsa,
pues dista años-luz de la actitud de Cristo, Pablo, Bonifacio, Javier. Nos
vemos, pues, en la obligación de asegurar que la disidencia en la doctrina y
en la práctica de las misiones respecto de la doctrina de la Iglesia ha ido
haciéndose abismal en los últimos años (1965, decreto conciliar Ad gentes;
1975; exhortación apostólica Evangelii nuntiandi; 1990,encíclica Redemptoris
missio).
Pero el Espíritu Santo, el «glorificador de Cristo» (Jn 16,14), el
«unificador de la Iglesia», quiere eliminar ese falso ecumenismo, y
fortalecer el verdadero impulso misionero que busca la verdadera unidad de
los cristianos y de los pueblos en la plena verdad de Cristo.
Predicación a los judíos
Si el Señor nos manda predicar el Evangelio a todos los pueblos, tendremos
que predicarlo también, evidentemente, a los judíos. Así lo hicieron Cristo,
Esteban, Santiago, Pablo... con los resultados que ya conocemos. En este
sentido, parece algo especialmente grave que hoy en la Iglesia muchas veces
se renuncie, de hecho, a predicar a los judíos el evangelio de la
conversión, y que solo se pretenda por el diálogo estar con ellos en
relación de agradable amistad. Se diría que evangelizar a los judíos –lo más
amoroso y benéfico que se les puede hacer– viene a ser antisemitismo.
¿Como Cristo, Esteban o Pablo, no amaban a su pueblo Hermann Cohen, los
hermanos Ratisbonne o los hermanos Lémann, judíos conversos al cristianismo,
que predicaron el Evangelio a sus hermanos con toda su alma?
Otros hay que se niegan a evangelizar a los judíos, creyendo que así los
estiman y respetan más –y que, de paso, van a ahorrarse así muchos
disgustos–. En un coloquio organizado por el International Council of
Christians and Jews (8-IX-1997), un Cardenal expone la conferencia «¿El
cristianismo tiene necesidad del judaísmo?». Y contesta a esa pregunta:
«Sin dudar respondo que sí, un sí franco y sólido, un sí que expresa una
necesidad vital y, diría, visceral... Para mí, el cristianismo no puede
pensarse sin el judaísmo, no puede prescindir del judaísmo... Mi fe
cristiana tiene necesidad de la fe judía»... .
http://www.jcrelations.net/es/?id=1184
En la perspectiva del Cardenal, que se declara «lejos de toda teología
cristianizante del judaísmo», para afirmar la fe cristiana en Cristo,
necesitamos que los judíos nieguen la fe en Cristo, y lo rechacen como el
Mesías anunciado por los profetas y esperado como Salvador.
Pero el Espíritu Santo quiere que la predicación del Evangelio a los judíos
hecha por Cristo, Esteban, Pablo, o por Cohen, Ratisbonne, Lémann, siga
resonando para la gloria de Dios y la salvación de todos.
La Misa dominical
La Iglesia sabe que no hay vida cristiana sin vida eucarística; que la
Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida sobrenatural en Cristo.
Que sin Eucaristía –«si no coméis mi carne y bebéis mi sangre»– los fieles
no podrán tener vida, estarán muertos. Y por eso establece secularmente con
toda firmeza «el precepto», no el consejo, dominical (Código c.1246).
¿Urgen los pastores sagrados –en la catequesis, en la predicación, en la
teología– este deber grave de conciencia? ¿Proponen la aceptación o el
rechazo de la Eucaristía como algo de «vida o muerte»? ¿Procuran con máximo
empeño que el rebaño de Cristo siga congregado en la Eucaristía, donde
escucha la voz del Pastor y le recibe como alimento?
No. Muchos otros deberes morales son urgidos en campañas incomparablemente
más apremiantes e insistentes. El resultado es que en no pocas Iglesias
locales, si hace treinta años iba a Misa un 50 % de los bautizados, hoy va
un 20 o un 10% o mucho menos aún. No podemos acostumbrarnos a esta
atrocidad, ni menos aún hemos de considerarla irremediable.
En Libro de la sede, editado en España por la Conferencia Episcopal, se pide
en una ocasión: «por la multitud incontable de los bautizados que viven al
margen de la Iglesia. Roguemos al Señor» (Secretariado Nal. Liturgia,
Coeditores Litúrgicos 1988, misa de Pastores). Esta realidad espantosa –que,
al menos en las proporciones actuales, no había sido nunca conocida en la
historia de la Iglesia–, es hoy vivida por muchos como una realidad normal,
o al menos, digamos, aceptable. Piensan que si algo es, de hecho, y perdura
tantos decenios en muchas partes de la Iglesia, no puede ser algo
monstruoso. Pero lo es.
Ahora bien, los cristianos que, pudiendo asistir a la Misa, no lo hacen
durante años, dan la figura canónica del «pecador público». Y de éstos dice
el Código: «a los que obstinadamente persisten en un manifiesto pecado
grave» no se les debe dar la comunión eucarística (c.915), ni la unción de
los enfermos (c.1007), y a veces tampoco las exequias eclesiásticas
(c.1184,1,3º). Es evidente que quienes durante años persisten en mantenerse
alejados de la Eucaristía cometen, sin duda, al menos objetivamente, un
pecado grave y crónico, público y manifiesto.
Y el que sea una incontable multitud no disminuye la gravedad de la materia.
Esa gran mayoría de bautizados, que habitualmente no participan
eucarísticamente del Misterio Pascual, es uno de los mayores escándalos de
la Iglesia actual; es una vergüenza enorme, que en ninguna época se ha
conocido en proporciones semejantes. Pero al ser tan frecuente, «ya no
escandaliza», se considera hasta cierto punto normal, y a lo más es tomado
como un mal irreversible, ante el cual no merece la pena intentar con empeño
ningún remedio. Una vez más, se alude a «la secularización de la vida
social», etc. Y hasta ahí se llega en el diagnóstico y en la acción.
Es urgente revitalizar en la catequesis y en la predicación el precepto de
la Misa dominical, que obliga en conciencia, y que obliga tan gravemente
como grave es la necesidad de la Eucaristía para la vida cristiana. No hay
vida cristiana verdadera que no sea vida eucarística. Y esto es así con
precepto dominical y sin él. Es así.
¿No será un sacrilegio, en el sentido más estricto de la palabra, autorizar
el sacramento del matrimonio a personas que no van a Misa, y que tienen la
firme determinación de mantenerse alejados de ella habitualmente? De eso
modo se autoriza el sacramento del matrimonio a quienes se sabe con certeza
moral que lo van a profanar. ¿No tendrá el párroco una obligación grave de
comprobar el vínculo habitual de los novios con la Eucaristía, al menos en
la intención hacia el futuro, a la hora de autorizar un nuevo matrimonio
sacramental?
El Espíritu Santo quiere restaurar la unidad de la Iglesia y la santidad del
matrimonio en la unión vivificante de la Eucaristía.
Adoración eucarística
No pocas son las parroquias que, fuera de la Misa, jamás realizan ningún
acto de culto a Cristo, realmente presente en la eucaristía. A veces ni
tienen custodia. Y si algunos cristianos piden a su párroco actos
comunitarios de adoración eucarística, no será raro que reciban un rechazo
total, no de una mera negación acerca de su dificultad práctica, sino de
principio: «La adoración eucarística... Eso está superado. Es anticonciliar.
Es una devoción privada, que la parroquia, como tal, no tiene por qué
cultivar».
Es una vergüenza y un escándalo la frecuencia y la impunidad de estas
actitudes. El Obispo «debe sancionar» a ministros que así desprecian la
doctrina y la disciplina litúrgica de la Iglesia. Si en materia tan grave, y
seguramente en otras también, les permite disentir impunemente, no se queje
después si la Iglesia local se va desmoronando. Por el contrario, si no hay
otro remedio, suspenda al párroco, pues mejor están solas las ovejas que
«cuidadas» por un lobo.
El Espíritu Santo aborrece la soberbia y la desobediencia, sobre todo en los
Pastores, y quiere que la adoración eucarística, tal como la Iglesia la
enseña y la vive, sea acogida dócilmente por todos los sacerdotes y fieles
católicos.
Comunión eucarística sin penitencia sacramental
En la edad media y en la época moderna, antes arraigó en la Iglesia la
confesión frecuente que la comunión frecuente. La Regla de Santa Clara, por
ejemplo, prescribe para cada año doce confesiones y siete comuniones. Sabido
es que la comunión eucarística frecuente y aún diaria, después de siglos de
dubitación en el tema, es recomendada felizmente por el decreto de San Pío X
Sacra Tridentina Synodus (1905).
Pero hoy no se conocen –es decir, no se recuerdan, no se obedecen– las
condiciones morales que la Autoridad apostólica exige para que la comunión
eucarística, y especialmente la comunión frecuente, venga a ser aconsejable
y benéfica (DS 3375-3383).
La comunión eucarística generalizada, sin confesiones sacramentales previas,
es uno de los mayores males que afectan a no pocas Iglesias. Es un gran
escándalo, un gran sacrilegio, del que muy especialmente habrán de responder
los Obispos y párrocos. Así lo entiende el Apóstol: «Quien coma el pan o
beba el cáliz del Señor indignamente... come y bebe su propia condenación.
Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y débiles, y no pocos mueren»
(1Cor 11,27-30)
¿Hasta cuándo vamos a seguir así? El Espíritu Santo no quiere en la Iglesia
sacrilegios, y menos aún sacrilegios habituales, sino sacramentos celebrados
con un corazón humilde y puro.
Absoluciones colectivas
La generalización en algunas Iglesias locales de la absolución colectiva en
el sacramento de la reconciliación es también un grave sacrilegio, un abuso
pésimo, que pone en duda la misma validez del sacramento. Es un gran
escándalo que en no pocas Iglesias y en muchas parroquias haya, de hecho,
solo seis sacramentos, y no siete. Y que ese terrible abuso dure decenios.
El Espíritu Santo aborrece los sacrilegios, y llama siempre a conversión,
queriendo dar su gracia para ella. Sabemos que «si alguien profana el templo
de Dios, Dios le destruirá» (1Cor 3,16).
Pudor y castidad
«Es ya público que reina entre vosotros la fornicación» (1Cor 5,1). Esta
afirmación del Apóstol conviene hoy a no pocas Iglesias locales.
Concretamente, conviene a todas las Iglesias que se han quedado afónicas
para predicar con fuerza el Evangelio del pudor y de la castidad. No tienen
suficiente convicción de fe en la necesidad de estas virtudes como para
atreverse a predicarlas ni siquiera a los mismos cristianos. Parece
increíble, pero así es.
La castidad, ya lo sabemos, perteneciendo a la virtud de la templanza, está
en el primer escalón de la escala de las virtudes. Pero si los cristianos
tropiezan en él, se verán impedidos para subir todos los otros escalones más
elevados. Por eso hizo muy bien la Tradición católica al fomentar con
especial empeño esta virtud en los cristianos principiantes –es decir, en la
inmensa mayoría–, y al inculcarles gran horror hacia los pecados de lujuria,
castigándolos gravemente en su disciplina pastoral.
También el pudor, poco conocido en el mundo greco-romano, fue eficazmente
enseñado en la Iglesia primera. Las mujeres cristianas se distinguían
claramente de las mundanas por su pudor y su castidad. Recordemos que la
defensa de estas virtudes fue en ellas una de las causas más frecuentes para
sufrir el martirio.
Quiso Dios que el hombre caído por el pecado experimentara vergüenza de su
propia desnudez. Quiso Dios que los vestidos fueran para el hombre y la
mujer una sustitución parcial del hábito del que estaban revestidos por la
gracia primera. Quiso Dios que la desnudez fuera vista como grave pecado
tanto en Israel como en la Iglesia. Y por eso, por obra del Espíritu Santo y
de sus santos pastores, la desnudez impúdica desapareció prácticamente en la
historia del pueblo cristiano. Es a mediados del siglo XX, cuando se acelera
la descristianización y la apostasía, y cuando más crece el alejamiento
masivo de la Eucaristía, es decir, de Cristo, cuando va apagándose en la
Iglesia tanto la predicación de estas virtudes, como su práctica.
Es extremo el impudor que actualmente se ha generalizado entre los
cristianos en las modas del vestir, en las costumbres de los novios y de los
esposos, en la aceptación generalizada de playas y piscinas, en los
entretenimientos usuales de diarios y revistas, de cine y televisión, que
llegan a inficionar a veces hasta las mismas casas religiosas y
sacerdotales. Mejor está, sin duda, el pudor entre budistas, hinduistas o en
el Islam, que entre cristianos.
Ésta es hoy una de las mayores vergüenzas de la Iglesia –nunca antes
conocida–, pues en muchas partes rechaza el Evangelio del pudor y de la
castidad, como si fueran éstas unas virtudes añejas, ya superadas. Donde así
está la Iglesia, parece dar por perdida la batalla contra el impudor y la
lujuria, ya que apenas lucha por ellas con la invencible espada de la
Palabra divina, que todo lo salva y transforma.
San Pablo en Corinto, ciudad portuaria, de mucho dinero y mucho vicio,
presidida en la Acrópolis por el templo de Afrodita, en el que se ejercitaba
la prostitución sagrada, combate con toda su alma contra la lujuria y el
impudor, que, por lo que dice, eran generales entre los cristianos corintios
recién conversos (1Cor 5,1).
El Apóstol, después de acusarles de ello, les advierte severamente que, si
perseveran en esos pecados, se verán excluidos del Reino de los cielos
(6,9-11). Pero sobre todo les exhorta, positivamente, a participar de la
castidad de Cristo, recordándoles que son miembros suyos santos (6,1-518), y
templos del Espíritu Santo, que de ningún modo deben ser profanados
(6,19-20).
No permitirá el Espíritu Santo que el Evangelio del pudor y de la castidad
siga silenciado en tantas Iglesias. Él, por medio de los apóstoles, quiere
«presentarnos a Cristo Esposo como una casta virgen» (2Cor 11,2).
Anticonceptivos
En Seminarios, Facultades, Editoriales católicas, Librerías religiosas,
Cursos Prematrimoniales, Grupos de Matrimonios, así como en la práctica del
sacramento de la confesión, se ha difundido tanto el error en graves
cuestiones de moral conyugal, que hoy en no pocas Iglesias la mayoría de los
matrimonios católicos profanan el sacramento con «buena conciencia». Así se
enfrentan con Dios y con su Iglesia, usando habitualmente, cuando lo estiman
conveniente, de los medios anticonceptivos químicos o mecánicos, que
disocian amor y posible transmisión de vida. También esta profanación
generalizada del matrimonio cristiano es sin duda una de las mayores
vergüenzas de la Iglesia en nuestro tiempo. Es un escándalo.
En noviembre de 2003 el Obispo de San Agustín (Florida, EE.UU.), Mons.
Víctor Galeone, publica una pastoral sobre el matrimonio.
En ella se atreve a decir: «La práctica [de la anticoncepción] está tan
extendida que afecta al 90% de las parejas casadas en algún momento de su
matrimonio... Puesto que uno de las principales funciones del obispo es
enseñar, os invito a reconsiderar lo que la Iglesia afirma sobre este tema».
Recuerda seguidamente la doctrina católica, y añade:
«Me temo que mucho de lo que he dicho parece muy crítico con las parejas que
utilizan anticonceptivos. En realidad, no las estoy culpando de lo que ha
ocurrido en las últimas décadas. No es un fallo suyo. Con raras excepciones,
debido a nuestro silencio, somos los obispos y sacerdotes los culpables».
¿También ésta habrá de ser considerada una batalla perdida, perdida sin
lucha? No permitirá el Señor que esta epidemia enferme a su santa Esposa, la
Iglesia, indefinidamente. Suscitará Obispos y párrocos, teólogos y laicos
santos que, con la fuerza del Espíritu Santo, enfrenten decididamente este
error y este pecado, venciéndolo con la verdad de Cristo, y aplicando una
disciplina pastoral adecuada.
¿Podrá en adelante ser ordenado un Obispo o un presbítero del que no conste
que está firmemente dispuesto a difundir la verdad católica sobre el
matrimonio, y a combatir los errores y los falsos doctores que la
falsifican?
¿Es lícito seguir recibiendo al matrimonio sacramental a novios que están
conscientemente determinados a usar anticonceptivos, es decir, que proyectan
disociar tajantemente siempre que les parezca oportuno el amor conyugal y la
posible transmisión de vida? ¿O que piensan acudir, llegado el caso, a
técnicas reproductivas artificiales?
Al realizar el expediente matrimonial, el párroco hace a los novios media
docena de preguntas en los escrutinios privados, para que los novios,
respondiéndolas adecuadamente y rubricándolas con su firma, hagan constar
que van al matrimonio «queriendo hacer lo que la Iglesia quiere». Pues bien,
sería necesario que el expediente matrimonial incluyera dos declaraciones
firmadas, una sobre la Misa, otra sobre la anticoncepción, que vinieran a
decir lo que sigue:
–«Acepto el precepto de la Iglesia sobre la Misa de los domingos y días
festivos, y me propongo firmemente cumplirlo».
–«Me comprometo sinceramente a no hacer uso en el matrimonio de medios
anticonceptivos físicos o químicos, y a no acudir en ningún caso a técnicas
reproductivas artificiales que la Iglesia prohibe».
Unos novios que no van a Misa y que están decididos a seguir ausentes de
ella –es decir, que no quieren vivir en la Iglesia–; unos novios decididos a
usar cuando les parezca los medios anticonceptivos o las técnicas
artificiales de reproducción, no deben ser pastoralmente autorizados al
matrimonio sacramental, pues
–hay certeza moral de que en su vida conyugal lo van a profanar; y
–hay un fundamento grave para dudar de la validez de ese matrimonio.
Si los novios no creen ni quieren lo que la Iglesia cree y manda sobre el
matrimonio, no están en condiciones de establecer lícitamente en la Iglesia,
ni siquiera válidamente, un matrimonio sacramental. Atentarlo, pues, sería
–es– un sacrilegio.
Evidentemente, la cláusulas nuevas que sugerimos para los expedientes
matrimoniales, en las que los novios reconocen la inmoralidad absoluta de la
anticoncepción y de la concepción artificial, son del todo inaplicables en
tanto no haya una recuperación general de la moral católica conyugal en
Obispos, párrocos y catequistas. Sin ésta restauración de la doctrina
católica, es impensable que los párrocos exijan a los futuros esposos una
convicción moral que ellos mismos no tienen. Y del mismo modo, es imposible
exigir que los novios se comprometan a cumplir unas normas morales que
frecuentemente ven negadas o puestas en duda en la Iglesia, en libros, en
cursillos prematrimoniales, etc.
Todavía un Obispo, el 16 de febrero de 2004, se muestra en una conferencia
«afligido» por «la distancia entre la Iglesia docente y buena parte de la
Iglesia discente» en diversas materias de moral conyugal. «Un número
apreciable de moralistas participan también, en un grado y otro, de este
malestar e “insinúan sobre estas situaciones un juicio moral más benigno”
(Valsecchi, 1973). Convendrá, pues, que los teólogos «profundicen» más en
estas cuestiones, ayudando al Magisterio, «de tal manera que se acercaran en
estos puntos la “traditio” y la “receptio”».
Está claro, pues, que el saneamiento del matrimonio católico, hoy tan
gravemente enfermo, ha de comenzar por los Obispos y sacerdotes. Grandes
daños causan a los matrimonios los pastores que consideran la doctrina de la
Iglesia Católica poco benigna o menos benigna que la de ciertos moralistas.
Entre tanto, mientras el Espíritu Santo logra la unidad de los Pastores en
la verdad católica de la moral conyugal, habrá que seguir celebrando, en una
condescendencia pastoral patética, matrimonios «sacramentales» que
contrarían claramente la verdad del matrimonio cristiano. Y ésta es una
situación tan gravemente escandalosa, que no puede durar y perdurar.
El Espíritu Santo no quiere más sacrilegios en el sacramento del matrimonio.
Quiere que en la Iglesia de Cristo crea firmemente en la verdad de la moral
matrimonial y ponga los medios para que no se sigan cometiendo tantos
pecados. No quiere que en el matrimonio sacramental sea sistemáticamente
profanado, una y otra vez, el amor conyugal, separando lo que Dios ha unido,
esto es, el amor esponsal y la posible transmisión de vida. No quiere, al
menos, que se siga cometiendo esta perversión con buena conciencia.
La acción política cristiana
En los países descristianizados de Occidente, los católicos llevamos medio
siglo viéndonos en la necesidad de abstenernos en las votaciones políticas o
de votar a partidos criminales del Estado liberal, que ni respetan la
tradición cristiana, ni guardan las normas más elementales de la ley
natural. ¿Hasta cuándo va a durar esta ignominia? ¿Acaso es inevitable, como
estiman los católicos liberales?
La Bestial liberal separa al pueblo de su pasado histórico, allí donde éste
ha sido netamente cristiano, quitándole así su identidad y su alma:
disminuye, falsifica o casi elimina el estudio de la historia nacional. La
Bestia liberal, es por un lado extremadamente centralista, pero por otro
lado, al quitarle el alma a un pueblo, ocasiona que se divida en trozos, en
partidos contrapuestos y en regiones egocéntricas. Degrada la escuela y la
Universidad, y sofoca la enseñanza privada. Estimula el divorcio, la
pornografía, la homosexualidad, el consumismo, la rebeldía, el
antipatriotismo y toda clase de perversiones. Por el aborto despenalizado y
gratuito, causa la matanza de los inocentes –en España, la Bestia ha
asesinado medio millón de niños no nacidos en los últimos diez años–.
La Bestia liberal es intrínsecamente perversa. El Estado del liberalismo es
congénitamente inmoral, pues no sujeta su acción, cada vez más amplia e
invasora, a ley alguna, ni divina, ni natural. Es una potencia política sin
freno, capaz, y así lo viene demostrando, de producir en la sociedad males
enormes. Más que promover el bien común, muchas veces fomenta y procura el
mal común.
Mírese, por ejemplo, la acción del Estado liberal hacia la juventud. Hace
campañas, ya en los adolescentes, en favor de la promiscuidad: «vive el
sexo, pero el sexo seguro»; distribuye gratuitamente preservativos; produce
y difunde folletos en los que la heterosexualidad, la homosexualidad y la
bisexualidad se presentan, científicamente, como formas igualmente válidas
de la sexualidad humana. Subvenciona o difunde series televisivas juveniles
en las que sistemáticamente se ridiculiza la virtud, la honradez, el empeño
trabajador en los jóvenes, y se estimula en ellos, por el contrario, la
desvergüenza, la pereza, la lujuria, la rebeldía contra los padres, contra
los profesores, contra todo, en un nihilismo prepotente, falso, absurdo,
feo, degradado.
Corruptio optimi pessima. Al poder político le corresponde la altísima
misión de procurar el bien común. Por eso, cuando este ministerio óptimo se
corrompe y es ejercitado de modo perverso, sin sujetarse a norma moral
alguna, se transforma en la fuente mayor de los peores males. Y es, desde
luego, la causa principal de la descritianización de los pueblos en
Occidente.
Y sin embargo, como se describe en Apocalipsis 13, «la tierra entera seguía
maravillada a la Bestia» liberal, a quien el Dragón infernal le da poder
para «hacer la guerra a los santos y vencerlos». La mayoría de los
cristianos, acobardados unos y fascinados los más, aceptan la marca de esta
Bestia mundana «en la mano derecha y en la frente», es decir, en sus
conductas y pensamientos. Acceden convencidos al servicio de la Bestia, en
buena parte porque saben que quienes no adoren públicamente a la Bestia y no
acepten la marca de su sello, «no podrán ni comprar ni vender» en el mundo,
quedarán marginados y perdidos, y serán finalmente «exterminados». La
voluntad influye en el juicio y lo fuerza al error. No quieren ser mártires.
Se creen con derecho a no serlo.
En esta situación, sólamente un resto de fieles mártires resisten a la
Bestia y no admiten su marca ni en la frente ni en la mano: son «los que
guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap
12,17).
El catolicismo liberal siempre ha visto con horror y desprecio el Syllabus
del Beato Pío IX (1964). Pero especialmente se ha escandalizado de su último
número, el 80, donde el Papa condena la siguiente proposición: «El Romano
Pontífice [la Iglesia] puede y debe reconciliarse y transigir con el
progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna» (DS 2980).
Por supuesto que la Iglesia colabora con el progreso científico, técnico,
social, etc. ¿Pero qué conciliación cabe entre la Iglesia y una sociedad
liberal, herméticamente cerrada a la autoridad de Dios, que en su vida
política y cultural ni siquiera reconoce la ley natural, sino que parece
complacerse especialmente en pisotearla?
Es obvio que, como dice el Syllabus, entre la Iglesia y la Bestia liberal no
puede haber concordia alguna. Siguen, pues, vigentes las palabras del
Apóstol: «no os unzáis al mismo yugo con los infieles: ¿qué tiene que ver la
rectitud con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?, ¿pueden
estar de acuerdo Cristo y el diablo?, ¿irán a medias el fiel y el infiel?,
¿son compatibles el templo de Dios y los ídolos?» (2Cor 6,14-16).
Cuando consideramos la actitud pasada de la Iglesia Ortodoxa en la Unión
Soviética, nos parece lamentable que no se enfrentase más abiertamente con
la Bestia comunista. Los sucesores de los Apóstoles se daban la mano con los
Jerarcas soviéticos y se dejaban fotografiar sonrientes con ellos. Los
campos de concentración, las arbitrariedades inauditas de la KGB, el
ostracismo, la cárcel, los genocidios y las deportaciones masivas, la
persecución de sacerdotes y laicos cristianos, la promoción del ateismo y
del aborto, no eran suficientes para que se distanciaran totalmente
–ateniéndose a las consecuencias– de tantos horrores. Las razones alegadas
eran claras: «si no salvamos la propia vida, se apaga totalmente en nuestra
patria el Evangelio y cesa la celebración de la Divina Liturgia».
Cuando se considere dentro de unos años la actitud de algunas regiones de la
Iglesia Católica, parecerá lamentable que ésta no se enfrentase allí más
abiertamente con la Bestia liberal. Dar la mano, la sonrisa y la imagen de
concordia a políticos responsables de tan graves crímenes –no pocos de ellos
se dicentes cristianos–; establecer con ellos acuerdos, que se declaran
«satisfactorios»; no impedir que el voto de los católicos sostenga y haga
posible tantas infamias, se verá con pena, vergüenza y lamentación. Y las
razones alegadas, «salvar la vida de la Iglesia, el mantenimiento de los
sacerdotes y de los templos, la vida litúrgica, asistencial, apostólica»,
etc., no se estimarán convincentes, sino falsas y cobardes.
El siglo XX, él solo, ha dado, con gran diferencia, más mártires cristianos
que todos los siglos precedentes. Pero junto a esta oleada de fidelidad
extrema, se ha dado en la Iglesia una oleada de apóstatas, también en
proporciones nunca conocidas. La vocación al martirio ha sido rechazada por
los innumerables cristianos que han aceptado en su frente y en su mano la
marca de la Bestia liberal.
Pero es indudable que la vocación martirial ha sido muy particularmente
escasa en la mayoría de los políticos cristianos. No han luchado por la
verdad y el bien del pueblo. No se les ven cicatrices, sino prestigio
mundano y riqueza. Sin mayores resistencias –pues tienen que «guardar sus
vidas», para así continuar sirviendo al Reino de Cristo en el mundo–, han
dejado ir adelante políticas perversas con sus silencios o complicidades.
Han tolerado agravios a la Iglesia que no habrían permitido contra una
minoría islámica, budista o gitana. Se han mostrado incapaces no sólo de
guardar en lo posible un orden cristiano –formado durante siglos en
naciones, a veces, de gran mayoría cristiana–, sino que ni siquiera han
procurado proteger lo más elemental de un orden natural, destrozado más y
más por un poder político malvado. E incluso han obrado así también cuando
han tenido mayoría parlamentaria, pues no querían perderla.
La Democracia Cristiana de Italia, que ha gobernado durante casi toda la
segunda mitad del siglo XX, ha sido sin duda una referencia muy importante
para todos los políticos católicos del mundo. Pues bien, viniendo a un caso
concreto, en 1994, perdido ya el poder, y siendo presidente de Italia el
antiguo democristiano Oscar Luigi Scalfaro, dirige al Congreso un notable
discurso en el que aboga por el derecho de los padres a enviar a sus hijos a
colegios privados, sin que ello les suponga un gasto adicional.
El valiente alegato de este eminente político fue respondido por una
congresista católica, recordándole que, habiendo sido él mismo ministro de
Enseñanza, «tendría que explicar a los italianos qué es lo que ha impedido a
los ministros del ramo, todos ellos democristianos, haber puesto en marcha
esta idea», siendo así que la Democracia Cristiana, sola o con otros, ha
gobernado Italia entre 1945 y 1993. En casi cincuenta años, por lo visto, la
DC italiana no ha hallado el momento político oportuno para conseguir –para
procurar al menos– la ayuda a la enseñanza privada, un derecho natural tan
importante.
¿Cómo puede explicarse la inoperancia casi absoluta de los cristianos de hoy
en el mundo de la política y de la cultura? Llevamos más de medio siglo
elaborando «la teología de las realidades temporales», hablando del
ineludible «compromiso político» de los laicos, llamando a éstos a
«impregnar de Evangelio todas las realidades del mundo secular». Y sin
embargo, nunca en la historia de la Iglesia, al menos después de
Constantino, el Evangelio ha tenido menos influjo que hoy en la vida del
arte y de la cultura, de las leyes y de las instituciones, de la educación,
de la familia y de los medios de comunicación social. ¿Cómo se explica eso?
¿Hasta cuándo esta Bestia liberal será alimentada por los votos de los
ciudadanos católicos? La respuesta es simple: esa miseria será inevitable
hasta que exista alguna opción política cristiana. ¿Pero y por qué esta
opción política cristiana se tiene por imposible o por inconveniente? ¿Es
que ha de prolongarse indefinidamente la absoluta impotencia política del
pueblo cristiano?
No dejaremos estas preguntas en el aire. Trataremos de darles respuestas
verdaderas.
1. El catolicismo liberal es inerte en la política, porque se ha mundanizado
completamente en su mentalidad y costumbres. Ignora y desprecia la tradición
doctrinal y espiritual católica, asimila las mentiras del mundo, y no tiene
nada que dar al mundo secular. En su ambiente no hay ya filósofos ni
novelistas, ni tampoco polemistas que entren en liza con las degradaciones
mentales y conductuales del mundo actual, por el que se siente admiración y
enorme respeto. Los católicos liberales son incapaces de actuar como
cristianos en política, en el mundo de la cultura y de la educación, en los
medios de comunicación, pues son «sal desvirtuada, que no vale sino para
tirarla y que la pise la gente» (Mt 5,13).
Gracias a los católicos liberales, en pueblos de gran mayoría católica ha
podido entrar en la vida cívica, sin mayores luchas ni resistencias, y
legalizadas por el voto de los católicos, una avalancha de perversiones
incontables, contrarias a la ley de Dios y a la ley natural. También el
Poder contrario a Dios y a su Iglesia ha podido gobernar durante muchos
decenios a pueblos de gran mayoría católica, como México o Polonia, sin que
los católicos liberales de todo el mundo se rebelaran por ello mínimamente.
Es obvio: cuando los católicos más ilustrados, clero y laicos, asimilan el
liberalismo y asumen la guía del pueblo, cesa completamente la acción
política de los fieles.
2. Mientras se evite en principio, como un mal mayor, la confrontación de la
Iglesia con el mundo, no es posible que se organice ninguna opción política
cristiana. Una acción de los cristianos en el mundo secular, sobre todo si
se produce en forma organizada y con medios importantes, es imposible sin
que se produzca una cierta confrontación entre la Iglesia y la sociedad
actual. Ahora bien, si se exige, como norma indiscutible, que la Iglesia se
relacione con el mundo moderno en términos de amistad y concordia; si por
encima de todo se pretende evitar cualquier confrontación con el mundo –y,
por tanto, dicho sea de paso, cualquier modo de persecución–, entonces es
totalmente imposible la acción política de los cristianos en el mundo, y
mucho menos en formas organizadas.
Pero esto es, simplemente, horror a la cruz. Esto es una fuga sistemática
del martirio por exigencias semipelagianas: «hay que proteger sana y
prestigiada ante el mundo “la parte” humana de la Iglesia, para que así
pueda transformar la sociedad».
3. Es necesario que los votos católicos se unan para procurar el bien común
en la vida política. O dicho en otras palabras: es ya absolutamente
intolerable que los votos católicos sigan sosteniendo el poder de la Bestia
liberal. Hubo un tiempo en que el Poder político era un bien; más tarde vino
a ser un mal menor; actualmente es el mal peor que actúa en las naciones.
Ningún voto de católicos siga, pues, apoyando partidos que sostienen la
Bestia liberal y que fomentan el divorcio, el aborto, la eutanasia, la
educación laicista y toda clase de atrocidades y perversidades.
Pero para eso a los católicos hay que facilitarles la posibilidad de votar a
un partido cristiano o bien a una pluralidad de partidos y asociaciones
políticas cristianas, que se unan en coalición electoral.
No basta, pues, de ningún modo, en la situación actual, con decirles a los
fieles que «voten», y que «voten en conciencia». Es necesario hacer posible
una canalización digna del voto político de los católicos, para que el
pueblo fiel se empeñe en la promoción de un bien. Por fin entonces se verá
libre de la siniestra necesidad de votar una y otra vez –durante
generaciones– siempre males, sean males menores o mayores. ¿Hasta cuando
esta ignominia?
La organización del pueblo católico para hacer eficaz y poderosa la acción
de la Iglesia en el campo social y político dió lugar en el siglo XIX y
comienzos del XX a un gran número de movimientos, asociaciones, partidos.
Los Vereine, la Asociación Católica de Alemania, los anuales Katholikentag,
el Zentrum, la Association catholique de la jeunesse française, el Movimento
Cattolico, la Opera dei Congressi e dei comitati cattolici, la Acción
Católica, la Obra de los Círculos Católicos de Obreros, la Catholic Social
Guild y tantas otras asociaciones, con mayor o menor acierto, consiguieron a
veces importantes victorias, librando batallas a veces muy fuertes y
prolongadas. Los partidos laicistas tenían que contar con el voto católico,
porque muchas veces sin él ni siquiera podían gobernar.
Pero esa organización es hoy anatematizada por los católicos-liberales, que
en el mundo moderno se encuentran como pez en el agua: hablan de regresos al
«integrismo», al «ghetto», a la preconciliar confrontación «Iglesia-mundo».
Han conseguido, pues, que éste sea un tema tabú: intocable. Mencionarlo
siquiera es eclesiásticamente incorrecto. Desde luego, si esa organización
del voto católico cristalizara, ellos perderían todas sus prebendas –aunque
no; lo más probable es que se adaptarían, incluso de buena fe, a las nuevas
organizaciones católicas: son corchos insumergibles–.
La posición de los políticos católicos italianos en la segunda mitad del
siglo XX ha sido paradigma para todas las demás naciones de mayoría
católica. Por eso nos interesa especialmente considerarla, aunque sea muy
brevemente. Ángel Expósito Correa analiza en el artículo La infidelidad de
la Democracia Cristiana Italiana al Magisterio de la Iglesia (revista
«Arbil», nº 73). No se arriesga en él a formular juicios, quizá temerarios,
sobre las intenciones de los jefes históricos de la DC italiana; simplemente
reproduce declaraciones de ellos mismos, en las que se ufanan de haber
puesto el voto de los católicos al servicio del liberalismo, para configurar
una sociedad laica y secularizada. Ciertamente lo han conseguido,
propiciando que Italia haya perdido los caracteres religiosos, culturales y
civiles –hasta el latín ha perdido–, que constituyen su identidad histórica:
Alcide De Gasperi (1881-1954), político italiano, presidente democristiano
del Gobierno (1945-1953): «La Democracia Cristiana es un partido de centro,
escorado a la izquierda, que saca casi la mitad de su fuerza electoral de
una masa de derechas».
Ciriaco de Mita, ex-secretario de la DC y varias veces miembro del Gobierno
y primer ministro (1988-1989): «El gran mérito de la DC ha sido el haber
educado un electorado que era naturalmente conservador, cuando no
reaccionario, a cooperar en el crecimiento de la democracia [liberal]. La DC
tomaba los votos de la derecha y los trasladaba en el plano político a la
izquierda».
Francesco Cossiga, presidente de la República (1985-1992): «La DC tiene
méritos históricos grandísimos al haber sabido renunciar a su especificidad
ideológica, ideal y programática. Las leyes sobre el divorcio y el aborto
han sido firmadas todas por jefes de Estado y por ministros democristianos
que, acertadamente, en aquel momento, han privilegiado la unidad política a
favor de la democracia, de la libertad y de la independencia, para ejercer
una gran función nacional de convocación de los ciudadanos».
Toda esa manipulación fraudulenta del electorado católico, para conseguir
que apoye lo que no quiere, la secularización de la sociedad a través del
Estado liberal, se ha hecho con gran suavidad y eficacia. El fraude se ha
consumado a través de fórmulas políticas altamente sofisticadas: la
«apertura a la izquierda», el «compromiso histórico», las «convergencias
paralelas», los «equilibrios más avanzados», etc. Éstos y muchos otros datos
ofrecen, pues, a Expósito fundamento real para afirmar que,
«el triunfo de las dos corrientes modernistas [católicos liberales y
democristianos] en el mundo católico es sin lugar a dudas una de las causas
principales de la crisis de evangelización de la Iglesia y, por tanto, de la
secularización del mundo occidental y cristiano. Lo que innumerables
documentos y encíclicas papales denunciaban ser los peligros de las
ideologías para la sociedad y la Iglesia, fueron desoídos por estas minorías
iluminadas que por una serie de circunstancias y factores acabaron
imponiendo sus criterios a una buena parte del mundo católico».
La verdadera realidad de la vida del mundo y de la política es expresada por
el Concilio Vaticano II con graves palabras, cuando afirma que «a través de
toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las
tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el
Señor [cf. Mt 24,13; 13,24-30 y 36-43], hasta el día final» (GS 37). Lo
mismo se dice en el Apocalipsis, el libro más «actual» del Nuevo Testamento.
Podemos hoy ignorar esa lucha, hacer como si no existiese; podemos incluso
negarla, afirmando la perfecta posibilidad de acuerdo entre la Iglesia y el
mundo moderno. Pero la realidad de la verdad permanece, por encima de todas
las falsificaciones, ignorancias y mentiras.
–Sólamente en el marco de esta lucha real, políticamente escenificada con
toda claridad, entre los hijos de la luz –que respetan la ley de Dios y de
la naturaleza– y los hijos de las tinieblas –que pretenden ser como dioses y
no respetan ley alguna– surgirán numerosas vocaciones políticas,
intelectuales, sociales, periodísticas, etc. Y también sacerdotales y
religiosas.
–Sólamente en un histórico escenario político semejante, que hace visible la
invisible batalla secular entre los hijos de Dios y las tinieblas, podrán
ser aplicadas las preciosas doctrinas de la Iglesia sobre la acción de los
laicos en el mundo (Vaticano II, Gaudium et spes, Apostolicam actuositatem;
Juan Pablo II, Christifideles laici; etc.). En cambio, negada por principio
la conveniencia y la necesidad de esa confrontación, esas doctrinas quedan
necesariamente inertes, inaplicadas, inaplicables.
–Sólamente en este planteamiento podrán los Obispos prohibir eficazmente el
voto en favor de los partidos inmorales. En otros tiempos se dieron estas
prohibiciones y fueron en gran medida obedecidas. Si hoy son prácticamente
imposibles, es porque el acuerdo con el mundo es considerado conditio sine
qua non para cualquier planteamiento político, social y cultural netamente
cristiano. Y así, como hemos dicho, el pueblo católico se ve año tras año
inexorablemente obligado o bien a abstenerse o bien a votar en favor del
mal, sea éste menor o mayor.
–Sólamente admitiendo a todos los efectos esa confrontación experimentarán
Obispos y fieles su inmensa potencia política, al menos en países de mayoría
o de grande minoría católica.
¿Qué sucedería si un Obispo publica una pastoral en la que prohibe a sus
fieles consumir los productos de una cierta empresa, cuya publicidad es
abiertamente pornográfica? «No compre MDMD. Fomentaría usted la
pornografía». Con frecuencia las empresas operan con un estrecho margen de
viabilidad. Una pequeña y sostenida disminución en las ventas puede
llevarles a la quiebra. Lo más probable es que MDMD, pensándolo mejor,
suprimiera la sucia publicidad que practica. Y que la ciudad quedara limpia
de carteles obscenos. Es lo más probable.
La potencia, hoy en gran medida inhibida, de la Iglesia en cuestiones
sociales, culturales y políticas podría ser grandísima; pero ella misma se
anula, se cohibe, si a causa de errores doctrinales y complejos históricos,
procura por encima de todo evitar cualquier manera de confrontación con el
mundo moderno.
–Sólamente también en esos planteamientos renovados podrá resurgir el
Magisterio católico sobre la doctrina política, que tuvo formidables
desarrollos filosóficos y teológicos en los cien años que van de mediados
del siglo XIX a mediados del siglo XX, pero que en la segunda mitad del
siglo XX casi ha desaparecido de la enseñanza de la Iglesia.
Esta disminución tan marcada del Magisterio en temas de doctrina política
puede apreciarse claramente repasando en obras como la colección de Doctrina
Pontificia - Documentos políticos, publicada por la B.A.C. en Madrid, en
1958, los principales documentos políticos del magisterio del Beato Pío IX
(1846-1878), de León XIII (1878-1903), de San Pío X (1903-1914), de
Benedicto XV (1914-1939), de Pío XI (1922-1939) y de de Pío XII (1939-1958).
La obra, en 1.050 páginas, reúne 59 documentos, de los cuales 25 son
encíclicas. Documentos, decimos, sobre doctrina política.
Desde entonces, el Magisterio pontificio ha publicado encíclicas importantes
sobre temas sociales y económicos (Mater et Magistra, Pacem in terris,
Populorum progressio, Octogesima adveniens, Laborem exercens, Sollicitudo
rei socialis, Centesimus annus), pero ha tratado muy escasamente la doctrina
propiamente política. En el magisterio de Juan Pablo II cabe destacar los
números 44-47 de la encíclica Centessimus annus (1991), así como los 68-72
de la encíclica Evangelium vitæ (1995), y la breve Nota doctrinal sobre
algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en
la vida política, de la Congregación para la Doctrina de la Fe (2002).
En fin, reconocemos que hay no pocos elementos discutibles en los análisis y
soluciones que en esta compleja cuestión hemos expuesto brevemente. Pero lo
que está claro es que por el camino político de la concordia y de la
complicidad con el mundo, propugnado por los católicos liberales, se llega
inevitablemente a la corrupción y a la ignominia.
La apertura del Jubileo de los Políticos, celebrado en Roma en 2000, fue
significativamente confiada al presidente del Comité de Acogida de este
Jubileo, el siete veces primer ministro de Italia y actual senador
vitalicio, Giulio Andreotti, paradigma de los políticos cristianos de la
segunda mitad del siglo XX. Éste es aquel eminente político católico que,
allí mismo, en Roma, en 1978, firma para Italia la ley del aborto, que
autoriza a perpetrarlo legalmente durante los noventa primeros días de
gestación... Hace pocos años reconocía su grave error: «Espero que Dios me
perdone».
El Espíritu Santo está queriendo renovar la faz de la tierra. Está deseando
infundir en Pastores y laicos católicos la inmensa fuerza benéfica de
Cristo, Rey del universo. Quiere potenciar una gran acción política
cristiana, realizadora de grandes bienes para el pueblo, liberadora de
terribles cautividades y miserias, suscitadora de entusiastas vocaciones
laicales y pastorales.
Vocaciones sacerdotales y religiosas
Otra de las mayores vergüenzas de muchas Iglesias de hoy es que no tengan
jóvenes y muchachas en las comunidades cristianas que estén en condición
espiritual idónea para escuchar la llamada de Cristo y para seguirle
dejándolo todo.
Y ese escándalo, como está sobradamente comprobado, solo desaparece en
aquellas Iglesias que se reforman en la ortodoxia y en la ortopraxis, y que
se atreven a enfrentarse abiertamente con el mundo en pensamientos y
costumbres. Pronto en ellas, por obra del Espíritu Santo, florecen de nuevo
las vocaciones, hasta entonces impedidas por errores y abusos, por
infidelidades y escándalos.
Pecados materiales y formales, pecados personales y estructurales
En nuestro escrito hemos empleado con alguna frecuencia los términos «grave
pecado», «sacrilegio», «pecadores públicos», etc. Pero podrá alegarse, con
razón, que muchas veces esos pecados no son formales, sino únicamente
materiales, al carecer quienes los cometen de conocimiento y libertad plena.
Una mujer, sin formación moral alguna, muy en contra de su voluntad, puede
abortar, en un acto de abnegación y de amor, porque se lo exige su esposo y
su familia. Un sacerdote, de conciencia deformada, puede dar ilícita y quizá
inválidamente absoluciones colectivas, creyendo sinceramente que con eso
ayuda la vida espiritual de su pueblo. Tantos acuden al matrimonio «por la
Iglesia» sin ser conscientes de que no realizan un sacramento, sino un
sacrilegio.
No entramos, pues –no debemos ni podemos entrar: de internis neque Ecclesia
iudicat–, en el juicio de las conciencias subjetivas. Sin embargo,
objetivamente considerados, tanto ese aborto, como esa sacrílega absolución
colectiva o ese atentado al matrimonio sacramental no dejan de ser enormes
males, que habrá que atajar cuanto antes. Son escándalos gravísimos.
Una estructura de pecado dificulta grandemente, de hecho, el conocimiento y
la práctica de la virtud. Por eso su destrucción es una tarea urgente,
aunque quizá no pocos de quienes la sustenten apenas tengan culpa subjetiva
de esa maléfica maldad. Solo entonces vendrá a ser para muchos asequible el
conocimiento y el ejercicio del Evangelio que salva.
Entre tanto, los males que producen los pecados, aunque solo sean
materiales, son muy grandes. La anticoncepción, por ejemplo, aunque esté
practicada con buena conciencia –de eso se encargan ciertos moralistas–,
causa objetivamente daños indecibles en la unión conyugal, en la familia, en
la educación de los hijos, en la sociedad.
Es, pues, tarea urgente denunciar aquellos pecados que, precisamente por
estar generalizados en un lugar y tiempo dados, no son captados ya en su
maldad, aunque la culpabilidad moral de quienes los cometen venga atenuada o
incluso eliminada, según los casos, por el ambiente. Sólo así, con la gracia
del Salvador, podrán ser vencidos aquellos males y crímenes que se han
generalizado tanto, que casi se han hecho invisibles.
La reforma es posible
Las Iglesias en las que más abundan los errores doctrinales y los abusos
disciplinares y morales son, lógicamente, aquellas que más se ven a sí
mismas como irreformables. Pero bien sabemos, tanto a priori como a
posteriori, que eso es falso. El Espíritu Santo tiene fuerza divina de amor
para renovarlo todo, y por supuesto, para sanar a la Iglesia de los males
que padece, adornándola con todas las gracias, dones y carismas que son
propias de la Esposa de Cristo.
Por otra parte, la adhesión de la mayoría de los errantes a las doctrinas
erróneas suele ser muy débil. Muchos enseñan éste o aquel error porque está
de moda, y porque así pasan por modernos. Pero la gran mayoría de los
profesores, por ejemplo, que vean perder la cátedra a un colega por enseñar
algo en contra de la doctrina de la Iglesia, o de los párrocos, que sepan
que otro ha sido retirado de su parroquia por quebrantar alguna grave norma
de la disciplina eclesial, pronto vuelven cautelosamente a la ortodoxia y a
la ortopraxis de la Iglesia.
Enseñaban errores y violentaban la ley de la Iglesia mientras esto «se podía
hacer», mientras «estaba permitido», sin que por ello sobrevinieran
sanciones y penas canónicas. Quizá unos pocos se mantengan en su error e
indisciplina –aquellos que están más fuertemente ideologizados en su
posición rebelde–. Pero todos los demás, en pocos años, o en meses, vuelven
a la obediencia de la Iglesia. Hay mártires por mantener la fe; pero apenas
los hay por sostener una ideología teológica. Éste dato, a lo largo de la
historia, ha podido ser comprobado en muchas ocasiones.
Roger Aubert, describiendo «la represión antimodernista» –así la llama él–,
recuerda que cuando en 1910 San Pío X exigió a todo el clero católico
profesar el juramento antimodernista, solo hubo en toda la Iglesia 40
sacerdotes que se resistieron (Nueva historia de la Iglesia, V, Cristiandad,
Madrid 1984, 200 y 204).
Por el camino de la humildad
Dios enseña la humildad a las Iglesias no sólamente por medio de su Palabra,
sino también por sus Hechos providenciales.
Fijémonos, por ejemplo, sólo en un tema: en algunas diócesis, muy poco
fieles a la doctrina y a la disciplina de la Iglesia, llega a darse una
extrema carencia de vocaciones, con todas sus gravísimas consecuencias:
parroquias, colegios, conventos, que se van cerrando, dispersión del
rebaño...
Pues bien, el abatimiento extremo al que llegarán esas Iglesias
descristianizadas –es un hecho providencial muy elocuente– les purificará de
muchas arrogancias intelectuales y operativas, pasadas o actuales. Llevadas
así por Dios a la humildad por el duro camino de la humillación, llegarán de
nuevo a la verdad que salva. Siempre ha sido así: «en su angustia, ya me
buscarán», dice el Señor (Os 5,15).
Las Iglesias, en cambio, que, a pesar de la humillación extrema, persistan
en su soberbia, morirán, pues «Dios resiste a los soberbios» (1Pe 5,5).
Las otras, Dios quiera que todas, volverán a la verdad, como decimos, por el
camino de la humildad, pues «Dios da su gracia a los humildes» (ib.). San
Bernardo decía:
«por un mismo camino se va y se vuelve a la Ciudad... Si deseas volver a la
verdad, no busques un camino nuevo, desconocido, pues ya conoces el que has
bajado. Desandando, pues, el mismo camino, sube, humillado, los mismos
grados que has bajado ensoberbecido» (Los grados de la humildad y de la
soberbia 9,27).
Por el camino de la fe
A veces, cuando un enfermo está muy grave, se multiplican frenéticamente las
acciones procurando su salud, cuando quizá lo que más le ayudaría es que le
dejaran tranquilo, en quietud y más silencio.
¿Cómo devolver la salud y la fuerza a esas Iglesia locales tan gravemente
enfermas? ¿Cómo poner fin a esa continua y creciente dispersión del rebaño?
¿Cómo eliminar tantos escándalos tan arraigados? ¿Cómo lograr que la Viña
eclesial vuelva a dar el fruto normal de las vocaciones sacerdotales y
apostólicas? En una palabra: ¿qué tendrían que hacer esas Iglesias?...
Cuando los judíos le preguntaron al Señor: «“¿qué obras tenemos que hacer
para trabajar en lo que Dios quiere?” Respondió Jesús y les dijo: “la obra
de Dios es que creáis en aquél que Él ha enviado”» (Jn 6,28-29).
En efecto, más que hacer esto o lo otro, lo que esas Iglesias gravemente
enfermas necesitan antes de todo es recuperar la fidelidad perdida en la fe,
la moral y la disciplina: profesar la doctrina que enseña el Catecismo sobre
el mundo, el purgatorio, el infierno y el cielo, el demonio, el pecado, la
gracia, la necesidad de Cristo y de sus sacramentos, la condición
sacrificial y expiatoria de la pasión de Cristo, la realidad de sus milagros
y de su resurrección, la virginidad de María, la necesidad de la conversión
y de la penitencia sacramental, la castidad conyugal y el valor de la
virginidad, la obligación de sancionar a los que se rebelan públicamente
contra la doctrina o la disciplina de la Iglesia, etc.
No está la salvación tanto en organizar grandes eventos en la Iglesia, o en
cambiar su imagen, o en acrecentar y modificar comisiones y organigramas,
pues todo eso será inútil, muchas veces contraproducente, y siempre
engañoso: hace sentir que se está haciendo «todo lo posible», cuando en
realidad se está omitiendo «lo único necesario». La salvación está en creer
y cumplir humildemente lo que la Iglesia enseña y manda. Eso es lo que
ciertamente traerá formidables reformas, florecimientos y renovaciones.
Por el camino de la esperanza
Los fieles que viven abrumados en una Iglesia local por el peso de tantos
pecados, infidelidades y escándalos, desfallecen con frecuencia en la virtud
de la esperanza. Se ven tentados a pensar que no hay remedio posible para
tantos males.
Urge, pues, levantar los corazones con la fuerza alegre de la esperanza,
pero con la fuerza de la verdadera esperanza, pues es indudable que hay
muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.
–Falsas esperanzas. No tienen verdadera esperanza quienes diagnostican como
leves los males graves o incluso ven los males como bienes. Como no tienen
esperanza, porque no creen que pueda Dios sanar males tan terribles, niegan
la gravedad de los males, y concluyen con forzado optimismo: «vamos bien».
Son falsas igualmente las esperanzas de quienes, reconociendo a su modo los
males, pretenden ponerles remedio aplicándoles nuevas fórmulas doctrinales,
nuevas estrategias pastorales, nuevas formas litúrgicas y disciplinares,
«más avanzadas que las de la Iglesia oficial».
Éstos, como no tienen esperanza, una y otra vez intentan por medios humanos
lo que sólo puede conseguirse por la fidelidad a la verdad y a los
mandamientos de Dios y de su Iglesia.
Es falsa también la esperanza de aquellos que, como no creen en la victoria
de Cristo Rey, pactan con el mundo, haciéndose sus cómplices. Esos acuerdos
suyos con el mundo, siendo derrotas, los viven y presentan como victorias.
Tampoco tienen esperanza los que se atreven a anunciar renovaciones
primaverales inminentes sin llamar primero a conversión, es decir, sin
quitar los pecados y escándalos que están frenando la acción del Espíritu
Santo. No llaman a conversión y a reforma, porque en el fondo, carentes de
esperanza, no creen en su posibilidad. ¡Y son ellos los que tachan de
pesimistas, derrotistas y carentes de esperanza a aquellos que, entre tantos
desesperados, son los únicos que mantienen la esperanza verdadera!
–Verdadera esperanza. Los que tienen verdadera esperanza pueden ser también
reconocidos muy fácilmente. Ellos ven los males y los escándalos del pueblo
descristianizado: se atreven a verlos y, más aún, a decirlos, y se atreven a
ello precisamente porque tienen esperanza en el poder del Salvador, es
decir, porque creen que todos esos males tienen remedio.
Además, la verdadera esperanza en Cristo les hace libres de la fascinación
del mundo. Les da fidelidad y fuerza para no ser sus cómplices ni por acción
ni por omisión. No temen la persecución, venga ésta de donde venga, ni
pretenden para nada la prosperidad y la gloria presentes.
Éstos hombres de esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio
de la conversión, para que se ponga fin a todas las infidelidades y
escándalos, para que se hagan las reformas necesarias, para que todos pasen
de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad
discipular, de la rebeldía a la obediencia, de los sacrilegios a los
sacramentos, del culto al placer y a las riquezas al único culto sagrado del
Dios vivo y verdadero.
Se atreven a predicar así el Evangelio porque creen que Dios, de un montón
de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y
de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt 3,9).
Es, pues, una gran falsedad, una mentira diabólica, tachar de pesimistas y
de carentes de esperanza a quienes califican como graves los graves pecados
y las escandalosas infidelidades de ciertas Iglesias.
Por el camino de la caridad
La fidelidad a la Iglesia es fidelidad a Cristo, su Esposo amado, el que por
Ella nos enseña, nos guía y nos manda. Y ciertamente la fidelidad cristiana
está hecha de amor y de obediencia: «si me amáis, guardaréis mis
mandamientos» (Jn 14,15). Es el amor a Cristo y a la Iglesia lo único que
nos hace posible la fidelidad, la fidelidad incondicional, sin límites, en
lo grande y en lo pequeño.
Toda infidelidad es un desfallecimiento en el amor, una traición al Amado y
a su Esposa. Por tanto, la vuelta de la infidelidad a la fidelidad es un
regreso penitencial al amor y a la obediencia.
Cristo es el Salvador
En medio de tantos pecados y escándalos en el mundo y en la Iglesia ¿cuáles
son las esperanzas de los cristianos?... Nuestras esperanzas son nada menos
que las promesas de Dios en las Sagradas Escrituras: todos los pueblos
bendecirán el nombre de Jesús y lo reconocerán como único Salvador (Tob
13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac
8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.). Finalmente, con toda
certeza, resonará formidable entre los pueblos el clamor litúrgico de la
Iglesia, cantando la gloria de Cristo Salvador:
«Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo. Justos
y verdaderos tus designios, Rey de las naciones» (Ap 15,3).
Y la gloria de Cristo es la gloria de la Iglesia, pues Ella es su Cuerpo, su
Esposa amada: «vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del
cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se adorna para su
esposo» (Ap 21,2).
Ella es en Cristo el «sacramento universal de salvación» entre los pueblos
(Vaticano II: LG 48, AG 1). Sacramento que significa la santificación de los
hombres, y que realiza con maravillosa eficacia aquello que significa.
Bendita sea la Iglesia
una, santa, católica y apostólica.