Razones para creer: 19. ¿Por qué la figura de la Virgen María
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Abbé Yves
Moreau
Notre Dame de Arcachon
Si tan poco espacio tiene María
en el Evangelio ¿por qué la importancia que se le da en nuestra fe?
¿Qué dice de María la
Escritura?
La Escritura, en efecto, es
discreta al hablar de María; pero ciertos textos del Evangelio nos obligan a
superar esa posible impresión. He ahí las palabras de Jesús a San Juan: «Muchas
cosas me quedan por deciros, pero ahora no seríais capaces de
comprenderlas. Cuando venga el Espíritu de la verdad, él os hará entender todo»
(Jn 16,12-13).
Los primeros cristianos conocen por dos diferentes tradiciones,
sorprendentemente convergentes –la de Lucas y la de Mateo– el hecho de la
virginidad de María. E intentan comprender el sentido de la salutación a la
«favorita de Dios», la «llena de gracia», y el significado misterioso de su
canto de reconocimiento: «El Señor hizo en mí maravillas». Maravillas en «la
esclava» del Señor...
«Aquel que me sirva será
honrado por mi Padre» (Jn 12,26). ¿Hasta qué punto ha honrado Dios a María?
Lentamente la Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo, ha examinado este hecho
absolutamente único: una maternidad responsable de dimensión divina.
¿No fue María una mujer sencilla y humilde?
María es el único en que un
hijo –¡y qué hijo! Dios mismo– ha
podido no solo escoger a su madre, sino colmarla de todas las
cualidades necesarias para llevar a cabo su misión.
Otros signos han confirmado
esta realidad primera:
En Caná, es María la que
provoca el primer milagro.
Al pie de la cruz, tal
como nos la presenta San Juan, se manifiesta como una realidad histórica y a
la vez simbólica.
María es la nueva Eva que
permanece en pie frente al nuevo Adán, al
servicio de una nueva creación. Aquí, mejor aún que en el Génesis, la
nueva mujer procede del costado abierto del hombre nuevo. Gracias a él, a
través de la persona de Juan, viene a hacerse «madre de todos los vivientes»
(Gén 3,20).
Los pasajes del Evangelio que
parecen mostrarla como una simple servidora dejan entrever al mismo
tiempo que ella es la imagen viva de su Hijo, «el Servidor»: «el Hijo
del hombre ha venido no para ser servido, sino para servir» (Mt 20,28).
Así la Iglesia, meditando la
Escritura, y avanzando de intuición en intuición, descubre y afirma la maternidad divina de María, su
inmaculada concepción, su asunción, y
su papel maternal con la Iglesia.
¿Todo esto no parece poco
verosímil?
Cierto, estas palabras son
duras para quien quiere reducir el misterio de la Iglesia y el proyecto de Dios a los
simples límites de la sabiduría humana. ¿Puede Dios conceder tal poder a
los hombres y, concretamente, a una jovencita?
Pablo lo ha dicho: «Dios ha
elegido lo que a los ojos del mundo es locura para confundir a los sabios»
(1Cor 1,27).
Al asomarnos al misterio de
María, se nos abren perspectivas insospechadas sobre la humildad de Dios. Para penetraren ese misterio,
es preciso aceptar las costumbres divinas. Entonces María ilumina el Evangelio
y el Evangelio ilumina a María: «Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has ocultado esto a los sabios y eruditos de la tierra y lo has
revelado a los humildes» (Mt 11,25).
¿Por qué rezar a María?
Si observamos que en la Sagrada
Escritura es frecuente recurrir a un hermano para que interceda ante el Señor
(Hch 8,24), resulta eminentemente bíblica esta oración que la Iglesia
Católica dirige a María.
«Alégrate, María, llena de
gracia, el Señor está contigo. Tú eres bendita entre todas las mujeres y es
bendito el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».
Como un tema musical repetido
por cristianos de toda condición y de todos los tiempos, esta oración expresa el culto del Hijo a la madre:
«honrarás a tu padre y a tu madre» (Éx 20,12; Mt 15,4).
«El Amor no es más que una
palabra, repetida sin cesar y siempre nueva», nos dice Lacordaire. Y en la
letanía, de generación en generación, pura y sencillamente, se cumple la
profecía de la Virgen: «todas las generaciones me proclamarán bienaventurada»
(Lc 1,48).
• «He ahí a tu madre» (Jn 19,27)