La comunicación del Espíritu Santo 1 Antes de Cristo Divina presencia creacional A pesar del pecado de los
hombres, Dios siempre ha mantenido su presencia creacional en las
criaturas. Sin ese contacto entitativo, ontológico, permanente, las criaturas
hubieran recaído en la nada. León XIII, citando a Santo Tomás, recuerda esta
clásica doctrina: «Dios se halla presente en todas las cosas, y está en ellas
"por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su potestad; por
presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por
esencia, porque en todas ellas se halla él como causa del ser"» (enc.
Divinum illud munus: +STh I,8,3). La criatura, por tanto, nunca existe o actúa por sí
misma, en forma autónoma, sin vinculación a Dios. Es absurdo pensarlo. «Realizada la creación, enseña el Catecismo, Dios no
abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que
la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a término.
Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de
sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza» (301). ¿Cómo no va a estar el
Creador presente en su criatura? Sin Él, las criaturas quedan inertes, más
aún, desaparecen, caen de nuevo en la nada de donde proceden. Presencia de Dios por la gracia Pero muy por encima de esta presencia creacional, la
Revelación nos descubre otro modo por el que Dios se hace presente a los
hombres: la presencia de gracia, la presencia de elección y de amor,
por la que establece con ellos una profunda amistad deificante. Toda la obra
misericordiosa del Padre celestial, es decir, toda la obra de Cristo, se
consuma precisamente en la comunicación del Espíritu Santo a los creyentes. Vamos a recordar ahora la historia sagrada de este
altísimo misterio. Primeros acercamientos de Dios La historia de la presencia amistosa de Dios entre los
hombres comienza en Abraham. Un Dios, todavía desconocido, se le
manifiesta varias veces en formidables teofanías y locuciones. Un Dios
distante y cercano, terrible y favorable, un Dios fascinante en su grandeza y
bondad: «Yo soy El Sadai; anda tú en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17,1). En los tiempos de Moisés la presencia de Dios se
hace más intensa, y comienza a verse expresada en ciertos signos sagrados.
Moisés trata amistosamente con Yavé, que le revela su nombre, y que le habla
«cara a cara, como habla un hombre a su amigo» (Ex 3,14; 33,11). Pero todavía
el pueblo permanece distante de Yavé; no puede acercársele, ni hacer
representaciones suyas (19,21s; 20,4s). Esta misteriosa lejanía, esta invisibilidad espiritual del
Altísimo, resulta muy dura para un pueblo acostumbrado a la idolatría. Y Yavé
condesciende: «que me hagan un santuario y habitaré en medio de ellos.
Habitaré en medio de los hijos de Israel y seré su Dios» (25,8; 29,45). A este
pueblo nómada, Yavé le concede ciertas imágenes móviles de su Presencia
invisible. La Nube, etérea y luminosa, cercana e inaccesible,
es el sacramento que significa la presencia de Yavé. De día y de noche, con
providencia solícita, guía al pueblo de Israel por el desierto (Ex 13,21;
40,38). La Tienda es un templo portátil. La cuidan los levitas,
se planta fuera del campamento, en una sacralidad característica de distancia
y separación (25,8-9; 33,7-11). El Arca del testimonio guarda las Tablas de la Ley:
«Allí me revelaré a ti, y de sobre el propiciatorio, de en medio de los dos
querubines, te comunicaré yo todo cuanto te mandare para los hijos de Israel»
(2Sam 7,6-7). La veneración de Israel por estos signos sagrados no es
idolátrica, como la de los pueblos paganos de aquella época hacia ciertas
imágenes de sus divinidades. Los profetas de Dios, despreciadores de los
ídolos, enseñan a los judíos a distinguir entre el Santo y las sacralidades
que le significan. De todos modos, en medio de Israel la presencia de Dios
guarda siempre celosamente una divina transcendencia (1Re 8,27). El pueblo
no se atreve a acercarse a Yavé, pues teme morir (Dt 18,16). Pero aún así,
sabe Israel que su Dios está próximo y es benéfico: «¿cuál es la gran
nación que tenga dioses tan cercanos a ella, como Yavé, nuestro Dios, siempre
que le invocamos?» (4,7; 4,32s). En efecto, las grandes intervenciones de Yavé
en favor de su pueblo -paso del mar Rojo, maná, victorias bélicas prodigiosas-
son signos claros de la fuerte presencia del Omnipotente entre los suyos.
«¿Está Yavé en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7). El Templo La Nube, la Tienda, todos los antiguos lugares
sagrados -Bersabé, Siquem, Betel-, santificados por la presencia de Dios,
hallan en el Templo de Jerusalén la plenitud de su significado
religioso: «Yavé está ahí» es lo que significa «Jerusalén» (Ez 48,35). Es allí
donde Yavé muestra su rostro, da su gracia, perdona a su pueblo: «sobre Israel
resplandece su majestad, y su poder, sobre las nubes. Desde el santuario Dios
impone reverencia: es el Dios de Israel quien da fuerza y poder a su pueblo.
¡Dios sea bendito!» (67,35-36). La devoción al Templo es grande entre los piadosos
judíos. Allí habita la gloria del Señor, allí peregrinan con amor profundo
(Sal 83; 121), allí van «a contemplar el rostro de Dios» (41,3). También los
profetas aman al Templo, pero enseñan al mismo tiempo que Yavé habita en el
corazón de sus fieles (Ez 11,16), y anuncian además que un Templo nuevo,
universal, será construido por Dios para todos los pueblos (Is 2,2-3; 56,3-7;
Ez 37,21-28). Ese Templo será Jesucristo, Señor nuestro.
La presencia espiritual
En la espiritualidad del Antiguo Testamento la cercanía del Señor es vivamente captada, sobre todo por sus exponentes más lúcidos, como son los profetas y los salmos.
El justo camina en la presencia del Señor (Sal 114,9), vive en su casa (22,6), al amparo del Altísimo (90,1). «Cerca está el Señor de los que lo invocan sinceramente. Satisface los deseos de sus fieles, escucha sus gritos y los salva. El Señor guarda a los que lo aman» (144,18-20; +72,23-25). Ninguna cosa puede hacer vacilar al justo, pues tiene a Yavé a su derecha (15,8). Nada teme, aunque tenga que pasar por un valle de tinieblas, ya que el Señor va con él (22,4).
El Señor promete su presencia y asistencia a todo el pueblo de Israel: «Yo estaré con vosotros, no temáis» (Dt 31,6; Jer 42,11). Pero de un modo especial la promete a ciertos hombres elegidos para altas misiones: «Yo estaré contigo, no temas» (Gén 26,24; Ex 3,12; Dt 31,23; Juec 6,12.16; Is 41,10; Jer 1,8.19). «Vino sobre él el Espíritu de Yavé» (Núm 11,25; Dt 34,9; Juec 3,10; 6,34; 11,29; Is 6; Jer l; Ez 3,12).
Y más aún, sobre todo esto se anuncia para la plenitud de los tiempos un Mesías lleno del Espíritu, en el que están los «siete» dones de la plenitud divina (Is 11,2). «He aquí a mi Siervo, a quien yo sostengo, mi Elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (42,1). Y se anuncia también que de la plenitud espiritual de este Mesías se va a derivar a todo el pueblo una abundancia del Espíritu hasta entonces desconocida: «Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Yo pondré en vosotros mi Espíritu. Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,24-28; +11,19-20; 37; Jer 31,33-34; Is 32,15; Zac 12,10).
2
En Cristo
Jesús, lleno del Espíritu Santo
Cristo es el anunciado hombre lleno del Espíritu divino. «A Jesús de Nazaret le ungió Dios con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38). «En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). Así nos lo revela la Escritura en todos los misterios de su vida.
El Espíritu Santo y María
La fecundidad del Padre se expresa en la generación del Hijo, y la fecundidad del Padre y del Hijo en la procesión amorosa del Espíritu Santo. Pues bien, la fecundidad del Espíritu Santo se manifiesta a través de la Virgen María, en el gran misterio de la encarnación del Hijo. Es en ella, es precisamente en la Virgen María, donde el Espíritu Santo se revela plenamente como «Señor y dador de vida». Y esta manifestación la realiza no solamente en Jesús, sino, como veremos, en todo su Cuerpo místico.
Jesús, el Hijo encarnado
El ángel dijo a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Y el ángel del Señor dijo a José: «José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Creemos, sí, «en un solo Señor Jesucristo, nacido del Padre antes de todos los siglos..., que por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».
Enseña Santo Tomás que «la Encarnación se atribuye de especial manera al Espíritu Santo» por tres razones:
[Espíritu-Amor] «La primera, porque el Espíritu Santo es personalmente el Amor del Padre y del Hijo; ahora bien, la encarnación del Hijo de Dios en el seno purísimo de la Virgen es por excelencia una obra de amor, pues el mismo Salvador dijo de sí en el Evangelio: "tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito" (Jn 3,16).
[Espíritu-Don] «La segunda, porque así se nos da a entender que la naturaleza humana no fue asumida por el Verbo en unidad de Persona por mérito alguno de ella, sino por pura gracia.
[Espíritu-Santo] «La tercera, en fin, porque a esto se enderezaba la Encarnación: a que el hombre que era concebido en las entrañas de la Virgen fuese Santo e Hijo de Dios (Lc 1,35). Ahora bien, entrambas cosas se atribuyen al Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios y que es Espíritu de santificación (Rm 1,4)» (STh III,32,1; +León XIII, Divinum illud 6).
Jesús es ungido, bautizado
La unción de Jesús por el Espíritu Santo se da ya en el momento de su encarnación inmaculada, pero se manifiesta por primera vez en el marco grandioso de las orillas del Jordán, cuando Juan le bautiza. Los tres Evangelios sinópticos, lo mismo que el de San Juan, nos aseguran unánimes este hecho misterioso:
«Bautizado Jesús, y puesto en oración, se abrió el cielo y bajo sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, y se dejó oir una voz del cielo: "tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección"» (Lc 3,21; +Is 42,1). Este Jesús, bautizado en el Espíritu divino, es el que va a ser capaz de «bautizar en el Espíritu Santo» (Jn 1,32-33).
Por eso afirma San Pedro que «Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo» (Hch 10,18). De este modo, «el hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,5) no sólo posee la gracia de unión hipostática, por la que es personalmente el Hijo de Dios, sino que su alma está inundada desde el primer instante de su concepción de una gracia habitual o santificante absolutamente plena. Verdaderamente, «Él es el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Y todos nosotros hemos recibido de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).
El mismo Cristo da testimonio de este misterio: «el Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha consagrado con su unción y me ha enviado» (Lc 4,18; +Is 61,1). Y así lo confiesan sus apóstoles: «a Jesús de Nazaret le ungió Dios con Espíritu Santo y poder» (Hch 10,38). Jesús, el Cristo, es «el Ungido» (Hch 4,26-27), el ungido por el Espíritu Santo. Y por eso es «santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos» (Heb 7,28).
Se cumple así en Jesús lo que muchos siglos antes lhabía anunciado Isaías: «brotará un retoño del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago nuevo. Sobre Él se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y será henchido del espíritu del temor de Dios» (11,1-3).
Jesús es reconocido
Por otra parte, el reconocimiento espiritual de Jesús como Hijo de Dios es también atribuido por la sagrada Escritura al Espíritu Santo. Isabel, «llena del Espíritu Santo», reconoce en María, su humilde y servicial pariente, «la Madre de mi Señor» (Lc 1,41-42). Zacarías, cuando habla de Juan y de Jesús, «profetiza, lleno del Espíritu Santo» (1,67). Y lo mismo el anciano Simeón: «movido por el Espíritu Santo» va al Templo y, si entre aquellos innumerables niños presentados por sus padres a los sacerdotes reconoce al Mesías salvador, es porque «el Espíritu Santo estaba en él», y porque «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte sin haber visto antes al Cristo del Señor» (2,25-27).
También Juan el Bautista, al bautizar a Jesús, lo reconoce por obra del Espíritu Santo: «he visto al Espíritu Santo, que bajaba del cielo como una paloma y se quedaba sobre Él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar me dijo: "aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo". Y yo vi, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn 1,32-34).
Gran verdad es, pues, aquello que dice San Pablo: «nadie puede confesar "Jesús es el Señor" sino bajo el impulso del Espíritu Santo» (1Cor 12,3).
Jesús es movido por el Espíritu Santo
«Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios» (Rm 8,14). Esto, que el Apóstol dice de los hijos adoptivos de Dios, ha de afirmarse absolutamente de la humanidad sagrada de Jesús, Hijo natural de Dios. Él vive siempre movido por el Espíritu, por el Espíritu divino que eternamente une en el amor al Padre y al Hijo. De hecho, así nos lo muestran los evangelistas.
Jesús «lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue conducido por el Espíritu al desierto» (Lc 4,1; +Mt 4,1; Mc 1,12). Y una vez cumplida aquella cuarentena de oración y de ayuno, «Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). En otra ocasión, predicando, «se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo» (10,21). Y él mismo asegura realizar sus formidables exorcismos por el Espíritu Santo: «por el Espíritu de Dios expulso yo a los demonios» (Mt 12,28; +Lc 11,20). «El Espíritu del Señor está sobre mí», afirma en la sinagoga de Nazaret; por eso ha recibido el poder de liberar a los cautivos, dar vista a los ciegos, movimiento a los paralíticos y vida a los muertos (+Lc 4,18-19).
Esta acción del Espíritu divino en Jesús, que tuvo una grandiosa epifanía trinitaria del bautismo en el Jordán, como ya vimos, también se produjo en la Transfiguración, «mientras oraba» (Lc 9,29). El rostro y toda la imagen del Hijo encarnado se transfigura luminosamente, y al mismo tiempo que se escucha la voz del Padre, se manifiesta también el Espíritu Santo, esta vez en forma de nube luminosa.
En todo momento, pues, actúa el Espíritu Santo en Cristo, en el Ungido, no sólamente en esas epifanías impresionantes, sino en cada acto de su vida ordinaria, y muy especialmente en su acción evangelizadora. Si creemos que «el Espíritu Santo habló por los profetas», con más razón afirmamos lo mismo de Jesús, culmen de todo el profetismo. La sabiduría inefable de su enseñanza ha de ser atribuída al Espíritu divino, como el mismo Jesús confiesa: «mis palabras son espíritu y vida» (Jn 6,63)
Y muy especialmente también hay que afirmar esa moción del Espíritu Santo sobre el alma de Cristo en la hora de la Cruz. En efecto, Cristo, «por el Espíritu Santo, se ofreció a sí mismo a Dios como hostia inmaculada» (Heb 9,14). De este modo, la ofrenda sacrificial de su vida humana en el holocausto de la Cruz se vio consumada por el fuego amoroso del divino Espíritu.
En fin, es verdad que viendo a Jesús, vemos al Hijo divino y vemos al Padre (Jn 14,9). Pero también es cierto que viendo a Jesús estamos viendo al Espíritu Santo, pues en él actúa siempre y en él se manifiesta. De este modo, nuestro Señor Jesucristo es una epifanía continua de la santísima Trinidad.
Jesucristo, fuente del Espíritu Santo
Jesús es gozosamente consciente de la acción del Espíritu Santo en él. Más aún, Jesús sabe que él es para los hombres la Fuente del Espíritu Santo. Esta excelsa condición suya se hace particularmente explícita en algunos lugares del Evangelio:
-El diálogo con la Samaritana. «El que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, sino que el agua que yo le dé se hará en él una fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4,14).
-En Jerusalén, el último día de los Tabernáculos, «gritó diciendo: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, como dijo la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno". Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (7,37-39).
-Finalmente en la cruz, al morir, Jesús «entregó el espíritu [el Espíritu]» (19,30). Como un frasco que, al ser roto, derrama su perfume, así la humanidad sagrada de Jesús, al ser destrozada en el Calvario, entrega el alma y comunica el Espíritu. Poco después, de su costado, abierto por la lanza del soldado, «brotó sangre y agua» (19,34). Así se cumplieron las Escrituras.
En efecto, Él es aquel Templo-fuente de aguas vivas que habían anunciado los profetas (Ez 47,1-12; Zac 13,1). Y si Moisés, golpeando la roca con su cayado, convirtió la roca en fuente (Ex 17,5-6), ahora a Él «uno de los soldados, con su lanza, le traspasó el costado, y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19,34). San Pablo interpreta esta escena misteriosa diciendo con toda seguridad: «la Roca era Cristo» (1 Cor 10,4). En efecto, gracias a Cristo «a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu» (12,13). Él es la fuente del Espíritu divino.
Sí, así se cumplieron las antiguas profecías: «Aquel día derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de oración; y mirarán hacia mí; y a Aquel a quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito. Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el pecado y la impureza» (Zac 12,10; 13,1).
Jesucristo, Templo de Dios
Jesús venera el Templo antiguo, a él peregrina, lo considera Casa de Dios, Casa de Oración, paga el tributo del Templo, frecuenta sus atrios con sus discípulos, expulsa de él a los mercaderes (Mt 12,4; 17,24-27; 21,13; Lc 2,22-39. 42-43; Jn 7,10).
Pero Jesús sabe que él es el nuevo Templo. Él sabe que, destruido por la muerte, en tres días será levantado (Jn 2,19). El es consciente de ser «la piedra angular» del Templo nuevo y definitivo (Mc 12,10). En efecto, «la piedra angular es el mismo Cristo Jesús, en quien todo el edificio, armónicamente trabado, se alza hasta ser Templo santo en el Señor; en el cual también vosotros sois juntamente edificados para ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,20-22; +1 Cor 3,11; 1 Pe 2,4-6).
En su vida mortal, Jesucristo es todavía un Templo cerrado, «pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). Muerto en la cruz, se rasga el velo del Templo antiguo, que ya no tiene función salvífica. Y al tercer día, cuando se levanta Jesucristo para la vida inmortal, se hace para los hombres el Templo abierto, «mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no de esta creación» (Heb 9,11; +Ap 7,15; 13,16; 21,3). Y es en Pentecostés cuando los discípulos, «bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5), pueden ya entrar en el Templo nuevo, santo y definitivo, para ser así ellos mismos templos en el Templo (2 Cor 6,16; Ex 29,45).
Entremos, pues, por el Espíritu Santo en Cristo-Templo, inaugurado para todos los hombres que crean en él. «Acercáos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, y vosotros también edificáos como piedras vivas, como Casa espiritual, para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo» (1 Pe 2,4-5). «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Templo que él nos abrió como camino nuevo y vivo a través del Velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la Casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón» (Heb 10,19-22; +4,16).
La consumación del Templo nuevo será en la parusía, cuando se complete el número de los elegidos, al fin de los tiempos, cuando venga Cristo con sus ángeles y santos. Así será: «Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo. Y oí una voz potente, que del trono decía: He aquí la Morada de Dios entre los hombres... He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,2-5).
Todas las antiguas promesas divinas, también las más formidables, las más increíbles, se han cumplido en Cristo:
«Yo os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo» (Ez 36,26).
«Jesús dijo: "Todo está consumado". E inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,30).
3
Después de Cristo
Pentecostés,
De nada nos hubiera servido a los hombres la encarnación del Hijo de Dios, la predicación de su luminoso Evangelio, su muerte sacrificial en la Cruz y su resurrección y ascensión a los cielos, si toda esa obra grandiosa de reconciliación entre Dios y los hombres no se hubiera visto consumada en Pentecostés, por la comunicación del Espíritu Santo prometido. Sin Él, ni siquiera alcanzaríamos a tener la fe. El Hijo, enviado por el Padre y ahora vuelto él, ha cumplido su misión. Ahora el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, va a realizar su misión en la Iglesia a lo largo de los siglos, hasta la plenitud escatológica.
El Espíritu Santo viene en Pentecostés «para llevar a plenitud el Misterio pascual», es decir, la obra redentora de Cristo (Pref. Misa Pentec.). Nuestro Señor Jesucristo, antes de padecer, había anunciado todos estos misterios en la última Cena:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre. El espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros lo conocéis, porque permanece en vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros...
«Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros. Pero el Abogado, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,15-19.25-26).
«Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (15,26)...
«Os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré... Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no podéis comprenderlas ahora. Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, él os conducirá hacia la verdad completa... Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer» (16,7.12-14).
El Espíritu Santo
San Agustín dice de la tercera Persona divina: «lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Serm. 187 de temp.).
Y esa intuición contemplativa y teológica entra para siempre en la tradición católica (Sto. Tomás, In Col. I,18, lect.5; «corazón» del Cuerpo, STh III,8,1; León XIII, Divinum illud 8; Vaticano II, LG 7g, en nota; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem 25).
En efecto, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Conviene precisar el alcance de estas palabras. Si el alma, como define la Iglesia, es forma sustancial del cuerpo humano (Vienense, 1312: Dz 481/902), es decir, si lo informa, si le da precisamente el ser humano, y forma con él un solo ser, una unidad sustancial, es claro que esta estricta acepción filosófica del término no puede decirse del Espíritu Santo respecto de la Iglesia, pues en tal caso la Iglesia tendría ser divino, es decir, sería Dios; lo cual es absurdo.
Pero el alma, además de ser forma del cuerpo, en el exacto sentido filosófico del término, cumple también en el cuerpo otras funciones: ella unifica todos los diversos miembros corporales, ella los vivifica y los mueve siempre y en todo. Y en estos sentidos sí puede decirse con toda verdad que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia.
1. Unifica la Iglesia
Cristo «entrega su espíritu» en la cruz para producir la unidad de la Iglesia. Para eso precisamente murió Jesús por el pueblo, «para reunir en uno todos los hijos de Dios que están dispersos» (Jn 11,51-52). Así es como se forna «un solo rebaño y un solo pastor» (10,16).
El Padre y el Hijo son uno (Jn 10,30), aunque personalmente son distintos; y el Espíritu Santo, distinto de ellos en la persona, es el lazo de amor que los une. Pues bien, la unidad de la Iglesia ha de ser una participación en la vida de Dios, al mismo tiempo trino y uno. Así lo quiere Cristo: «que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros... Que sean uno, como nosotros somos uno» (17,21-22).
Y esa tan deseada unidad la realiza Cristo comunicando a todos los miembros de su Cuerpo un mismo Espíritu. «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo... y hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13). Gracias a eso, a la común donación del Espíritu Santo, formamos en la comunidad eclesial «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
Nuestra unidad eclesial es, pues, una unidad vital en la vida de Dios uno y trino, producida en todos nosotros por un alma única, que es el Espíritu Santo. Por nuestro Señor Jesucristo, «unos y otros tenemos acceso libre al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,18).Y «el que no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo» (Rm 8,9).
«Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu [Santo]. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor [Jesucristo]. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios [Padre], que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro la fe, en el mismo Espíritu; a otro don de curaciones, en el mismo Espíritu; a otro operaciones de milagros; a otro profecía, a otro discreción de espíritus; a otro, el don de lenguas; a otro el de interpretar las lenguas. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere» (1Cor 12,4,11).
La Iglesia, según eso, es un Templo espiritual en el que todas las piedras vivas están trabadas entre sí por el mismo Espíritu Santo, que habita en cada una de ellas y en el conjunto del edificio. Así lo entendía San Ireneo: «donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda su gracia» (Adversus hæreses III,24,1).
Por tanto, todo lo que introduce en la Iglesia división -herejía, cisma, pecados contra la caridad eclesial- es pecado directamente cometido contra el Espíritu Santo. Y por eso hemos de ser muy «solícitos para conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados» (Ef 4,3-4).
La Liturgia católica nos enseña y recuerda constantemente en sus oraciones este misterio. Y lo hace especialmente en la Misa, pues precisamente en la Eucaristía, sacramento de la unidad de la Iglesia, es donde el Espíritu Santo causa la comunión eclesial.
En la Misa, en la segunda invocación al Espíritu Santo, después de la consagración, pedimos al Padre humildemente que «el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo» (II Anáf. eucar.: +III; IV).
2. Vivifica la Iglesia
Todos los ciudadanos de un lugar forman, sin duda, una convivencia, una asociación más o menos unida por el amor social, más o menos cohesionada por la pretensión de un fin, el bien común de todos sus miembros. En un sentido estricto, sin embargo, no puede afirmarse que esa sociedad civil, así formada, constituya un organismo vivo.
La Iglesia, en cambio, constituye con plena verdad un organismo vivo. En efecto, todos los que han sido «bautizados en el Espíritu Santo» (Hch 1,5) tienen «un solo corazón y una sola alma» (4,32), porque el Espíritu Santo unifica y anima la Comunión de los Santos como único principio vital intrínseco de todos ellos (Pío XII, Mystici Corporis 1943, 26).
A todos cuantos en el Bautismo hemos «nacido del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), Dios «nos ha salvado en la fuente de la regeneración, renovándonos por el Espíritu Santo, que abundantemente derramó sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador» (Tit 3,5). Así cumplió Cristo su misión: «yo he venido para que tenga vida y la tenga en abundancia» (Jn 10,10).
Y esa vivificación primera en el Espíritu crece y se afirma en el sacramento de la Confirmación, en la Penitencia, en la Eucaristía y, en fin, en todos los sacramentos. En todos ellos se nos da el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem, y en todos se nos manifiesta como «Espíritu de vida» (Rm 8,2). Y a través de todos ellos el Espíritu Santo nos conduce a la vida eterna, a la vida infinita.
En fin, como dice el Vaticano II, el Espíritu Santo «es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (+Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres muertos por el pecado, hasta que en Cristo resucite sus cuerpos mortales (+Rm 8,10-11)» (LG 9a).
3. Mueve y gobierna la Iglesia
En la Iglesia hay una gran diversidad de dones y carismas, de funciones y ministerios, pero «todas estas cosas las hace el único y mismo Espíritu» (1Cor 12,11).
Por el impulso suave y eficaz de su gracia interior el Espíritu Santo mueve el Cuerpo de Cristo y cada uno de sus miembros. Él produce día a día la fidelidad y fecundidad de los matrimonios. Él causa por su gracia la castidad de las vírgenes, la fortaleza de los mártires, la sabiduría de los doctores, la prudencia evangélica de los pastores, la fidelidad perseverante de los religiosos. Y Él es quien, en fin, produce la santidad de los santos, a quienes concede muchas veces hacer obras grandes, extraordinarias, como las de Cristo, y «aún mayores» (Jn 14,12).
Pero también es el Espíritu quien, por gracias externas, que a su vez implican y estimulan gracias internas, mueve a la Iglesia por los profetas y pastores que la conducen. Aquel Espíritu, que antiguamente «habló por los profetas», es el que ilumina hoy en la Iglesia a los «apóstoles y profetas» (Ef 2,20). «Imponiéndoles Pablo las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y hablaban lenguas y profetizaban» (Hch 19,6-7; +11,27-28; 13,1; 15,32; 21,4.9.11).
Es el Espíritu Santo quien elige, consagra y envía tanto a los profetas como a los pastores de la Iglesia, es decir, a aquellos que han de enseñar y conducir al pueblo cristiano (+Bernabé y Saulo, Hch 11,24;13,1-4; Timoteo, 1Tim 1,18; 4,14). Igualmente, los misioneros van «enviados por el Espíritu Santo» a un sitio o a otro (Hch 13,4; etc.), o al contrario, por el Espíritu Santo son disuadidos de ciertas misiones (16,6). Es Él quien «ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios» (20,28). Y Él es también quien, por medio de los Concilios, orienta y rige a la Iglesia desde sus comienzos, como se vio en Jerusalén al principio: «el Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido» (15,28)...