[public_html/teologia/1liturgia/sacramentos/penitencia/indulgencia/_includes/adsensehorizontal.htm]
[public_html/teologia/1liturgia/sacramentos/penitencia/indulgencia/_includes/subtopenlaces.htm]
[public_html/teologia/1liturgia/sacramentos/penitencia/indulgencia/_includes/1_columnagprueba.htm]

Amor y Responsabilidad (Juan Pablo II)

Páginas relacionadas

 

CAPÍTULO PRIMERO
 

LA PERSONA Y LA TENDENCIA SEXUAL
 

 



Amor y tendencia sexual
 

 

I. Análisis de la palabra «gozar»


1. La persona, objeto y sujeto de la acción


2.Primera significación de la palabra «gozar»


3. Amar, opuesto a «usar»


4. Segunda significación de la palabra «gozar»


5. Crítica del utilitarismo


6. El mandamiento del amor y la norma personalista


II. Interpretación de la tendencia sexual


7. ¿Instinto o impulsión?


8. La tendencia sexual, propiedad del individuo


9. La tendencia sexual y la existencia


10. Interpretación religiosa


11. Interpretación rigorista


12. La libido y el neomaltusianismo


13. Observaciones finales

 

 

 

 

I. Análisis de la palabra «gozar»
 

1. La persona, objeto y sujeto de la acción

El mundo en que vivimos se compone de gran número de objetos. “Objeto” es aquí sinónimo de “ser”. El significado, con todo, no es exactamente el mismo, porque, propiamente hablando, “objeto” designa lo que queda en relación con un sujeto. Pero el sujeto es igualmente un ser, ser que existe y que actúa de una manera o de otra. Puede, por tanto, decirse que el mundo en que vivimos se compone de un gran número de sujetos. Incluso estaría mejor hablar antes de sujetos que de objetos.

Si hemos invertido ese orden, ha sido a fin de subrayar desde el principio el carácter objetivo y, por tanto, realista de este libro. Porque, de comenzar por el sujeto, y en particular por ese sujeto que es el hombre, cabría el peligro de considerar todo lo que se encuentra fuera de él, es decir, el mundo de los objetos, de una manera puramente subjetiva, a saber en cuanto ese mundo penetra en la conciencia y se fija en ella. Es preciso, pues, desde el principio, caer bien en la cuenta del hecho de que todo sujeto es al mismo tiempo ser objetivo, de que es objetivamente ,algo o alguien.

El hombre es objetivamente “alguien” y en ello reside lo que le distingue de los otros seres del mundo visible, los cuales, objetivamente, no son nunca nada más que “algo”. Esta distinción simple, elemental, revela todo el abismo que separa el mundo de las personas del de las cosas. El mundo objetivo en el que vivimos está compuesto de personas y de cosas. Consideramos como cosa un ser que carece no sólo de razón, sino también de vida; una cosa es un objeto inanimado. Se nos haría difícil llamar cosa a un animal o a una planta. No obstante, no nos atreveríamos a hablar de persona animal. Se dice, en cambio, “individuo animal”, entendiendo con ello simplemente “individuo de una especie animal determinada” Y esta definición nos basta. Pero no basta definir al hombre como individuo de la especie homo (ni siquiera homo sapiens). El término “persona” se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción “individuo de la especie”, que hay en él algo más, una plenitud y una perfección de ser particulares, que no se pueden expresar más que empleando la palabra “persona”.

La justificación más sencilla y más evidente de este hecho está en que el hombre es un ser racional, que posee la razón, cuya presencia no se puede constatar en ningún otro ser visible, porque en ninguno de ellos encontramos ni traza de pensamiento conceptual. De ahí proviene la definición bien conocida de Boecio, según la cual la persona es individuo de naturaleza racional (individua substantia rationalis naturae). Esto es lo que en el conjunto del mundo de los seres objetivos, distingue la “persona” y constituye su particularidad.

Del hecho de que la persona es un individuo de naturaleza racional, es .decir, un individuo en el que la razón forma parte de la naturaleza, es ella en el mundo de los seres, al mismo tiempo, un sujeto único en su género, enteramente diverso de lo que son, por ejemplo, los animales, seres relativamente los más próximos al hombre por su constitución física, sobre todo algunos de ellos. En términos metafóricos, podríamos decir que la persona, en cuanto sujeto, se distingue de los animales, aun de los más perfectos, por su interioridad, en la que se concentra una vida que le es propia, su vida interior. No cabe decir lo mismo de los animales, aunque sus organismos estén sometidos a procesos bio-fisiológicos parecidos, y ligados a una constitución más o menos aproximada a la de los hombres. Esta constitución permite una vida sensorial más o menos rica, cuyas funciones sobrepasan en mucho la vida vegetativa elemental de las plantas y se asemejan, a veces a punto de inducir a error, a las funciones particulares del hombre, a saber el conocimiento y el deseo o, en términos generales, la tendencia.

En el hombre, el conocimiento y el deseo adquieren un carácter espiritual y contribuyen de este modo a la formación de una verdadera vida interior, fenómeno inexistente en los animales. La vida interior es la vida espiritual. Se concentra alrededor de lo verdadero y de lo bueno. Muchos problemas forman parte de esa vida, de los que los dos siguientes parecen los más importantes:

“Cuál es la causa primera de todo?” y “Cómo ser bueno y llegar a la plenitud del bien?”

El primero importa más bien el conocimiento, el segundo el deseo, o más exactamente la tendencia. Por lo demás, estas dos funciones parecen ser más que funciones. Son más bien orientaciones naturales de todo ser humano. Es significativo que sea precisamente gracias a su interioridad y a su vida espiritual cómo el hombre no sólo constituye una persona, sino que al mismo tiempo pertenezca al mundo “exterior” y que forme parte de él de una manera que le es propia. La persona es precisamente un objetivo tal que, en cuanto sujeto definido, comunica estrechamente con el mundo (exterior) y se introduce en él radicalmente gracias a su interioridad y a su vida espiritual. Es necesario añadir que así comunica, no sólo con el mundo visible, sino también con el invisible, y sobre todo con Dios. Ello es otro síntoma de especificidad de la persona en el mundo visible.

La comunicación de la persona con el mundo objetivo, con la realidad, no es solamente física, como es el caso en todo ser natural, ni tampoco únicamente sensitiva como en los animales. En cuanto es sujeto definido netamente, la persona humana comunica con los otros seres por el intermedio de su interioridad, mientras que el contacto físico, del que ella es igualmente capaz (puesto que posee un cuerpo y, en una cierta medida, ella “es cuerpo”), y el contacto sensible, a la manera de los animales, no son sus medios propios de comunicación con el mundo. Por cierto, que la conexión de la persona humana con el mundo se inicia en el plano físico y sensorial, pero no toma la forma particular del hombre mis que en la esfera de la vida interior. Es aquí donde se delinea un rasgo especifico para la persona: el hombre no sólo percibe los elementos del mundo exterior y reacciona frente a ellas de una manera espontánea o, si se quiere, maquinal, sino que en toda su actitud de cara al mundo, a la realidad, tiende a afirmarse a sí mismo, a afirmar su propio “yo”—y ha de actuar (Le este modo, porque lo exige la naturaleza de su ser. El hombre tiene una naturaleza radicalmente distinta de la de los animales. Su naturaleza comprende la facultad de autodeterminación basada en la reflexión, y que se manifiesta en el hecho de que el hombre, al actuar, elige lo que quiere hacer. Se llama esta facultad el libre arbitrio.

Del hecho de que el hombre, en cuanto persona, está dotado de libre arbitrio, se sigue que es también dueño de sí mismo. ¿No dice el adagio latino que la persona es sui juris? Otra propiedad se deduce: la persona es alteri incommunicabilis, sirviéndonos del latín de los filósofos, es incomunicable, inalienable. No tratamos aquí de subrayar que la persona es siempre un ser único, que no tiene su equivalente, porque esto se puede afirmar de cualquier otro ser: animal, planta o piedra. El hecho de que la persona sea incomunicable e inalienable está en relación estrecha con su interioridad, su autodeterminación, su libre arbitrio. No hay nadie que pueda querer en lugar mío. No hay nadie que pueda reemplazar mi acto voluntario por el suyo. Sucede a veces que alguno desea fervientemente que yo desee lo que él quiere; entonces aparece como nunca esa frontera infranqueable entre él y yo, frontera determinada precisamente por el libre arbitrio. Yo puedo no querer lo que otro desea que yo quiera, y en esto es en lo que soy incommunicabilis. Yo soy y yo he de ser independiente en mis actos. Sobre este principio descansa toda la coexistencia humana; la educación y la cultura se reducen a este principio.

El hombre, en efecto, no es solamente el sujeto de acción; algunas veces viene a ser igualmente el objeto. A cada momento nos encontramos en presencia de actos que tienen a otro por objeto. En este libro que trata de la moral sexual, habremos de enfrentarnos con actos de este género. En las relaciones entre personas de distinto sexo, y sobre todo en la vida sexual, la mujer es constantemente el objeto de algunos actos del hombre, y el hombre objeto de actos análogos de la mujer. Por ello ha sido preciso examinar, siquiera brevemente, quién es el que actúa, es decir, el sujeto de la acción, y quién es aquel al que se dirige la actividad, es decir, el objeto de la acción. Ya sabemos que entrambos, el sujeto lo mismo que el objeto, son personas. Conviene ahora analizar cuidadosamente los principios a que se ha de conformar la acción de una persona cuando toma a otra por objeto.

 

2.Primera significación de la palabra «gozar»

Por esto resulta necesario analizar a fondo la palabra “gozar”[1]. Esta designa una cierta forma objetiva de acción. Gozar es usar; dicho de otra manera, servirse de un objeto de acción como de un medio de alcanzar el fin a que tiende el sujeto actuante. El fin de la acción es siempre aquel en cuya consideración actuamos. El fin implica asimismo la existencia de medios (que son los objetos sobre los cuales concentramos nuestra acción a fin de llegar al fin que nos proponemos alcanzar). El medio está, por tanto, subordinado al fin, y, al mismo tiempo, en cierta medida, al agente. No puede ser de otra manera, porque el que actúa se sirve de los medios para conseguir su fin. La expresión misma “servirse” sugiere que la relación existente entre el. medio y el sujeto agente es el de subordinación, casi de “servidumbre”: el medio sirve al fin y al sujeto.

Ahora bien, parece incontestable que esta relación puede y debe existir entre la persona humana y las diversas cosas que no son más que individuos de una especie. En sus actividades, el hombre se sirve del mundo creado, explota sus riquezas para llegar a fines que él mismo se asigna, porque él solo los comprende. Considérase justa esta actitud del hombre frente al mundo exterior inanimado, cuyas riquezas tienen tanta importancia para la economía, o frente a la naturaleza viviente, cuyas energías y valores él se apropia. Solamente se exige que la persona humana racional no destruya ni despilfarre las riquezas naturales y que use de ellas con tal moderación que, por un lado, no frene el desarrollo personal del hombre y, por otro, garantice la coexistencia justa y pacífica de las sociedades humanas. En especial, cuando se .trata de su actitud frente a los animales, estos seres dotados de sensibilidad y capaces de sufrir, se exige al hombre que no les haga daño y que no les torture físicamente al utilizarlos.

Todos esos principios son sencillos y fáciles de comprender para todo hombre normal. El problema se pone cuando se trata de aplicarlos a las relaciones interhumanas. ¿Tenemos derecho a tratar la persona como un medio y utilizarla como tal? Es muy vasto semejante problema y se extiende a muchos terrenos de la vida y de las relaciones humanas. Tomemos, por ejemplo, la organización del trabajo en fábricas, o bien la relación de jefe a soldado en el ejército, o, en fin, en la familia, la actitud de los padres con respecto a su hijo. ¿No se sirve el patrono del obrero, es decir, de una persona para obtener los fines que él mismo se ha asignado? ¿No se vale un jefe de sus soldados, de sus subordinados, para realizar objetivos militares que él se ha prefijado y que muchas veces él solo se los sabe? Los padres, que sólo ellos saben los fines a que tiende la educación de sus hijos, ¿no los tratan a éstos, hasta cierto punto, como medios, puesto que los hijos no alcanzan a comprender esos fines y no tienden a ellos con plena conciencia? Y, con todo, tanto el obrero como el soldado son adultos, personas “mayores”, y no se puede negar que el niño, aun antes de nacer, posee una personalidad en el sentido ontológico más objetivo, aunque no adquirirá más que gradualmente muchos de los rasgos determinantes de su personalidad psicológica y moral.

Este mismo problema se nos presentará cuando trataremos de analizar las relaciones entre el hombre y la mujer, que constituye toda la trama de las consideraciones de moral sexual; iremos dándonos progresivamente cuenta de ello en el recorrido de las diversas etapas de nuestro análisis. En las relaciones sexuales, ¿no es la mujer un medio de que se sirve el hombre para conseguir sus fines, fines que se buscan en la vida sexual? Igualmente, por lo que se refiere a la mujer, ¿el hombre no es un medio que le permite alcanzar los suyos?

Limitémonos, de momento, a estas dos cuestiones que Suscitan un importante problema moral. No un problema psicológico, sino precisamente moral, porque la persona no puede ser para otra más que un medio. La naturaleza misma, lo que ella es, lo excluye. En su interioridad descubrimos su doble carácter de sujeto que juntamente piensa y puede determinarse por sí mismo. Toda persona es; por consiguiente, por su misma naturaleza, capaz de definir sus propios fines. Al tratarla únicamente como un medio se comete un atentado contra su misma esencia, contra lo que constituye su derecho natural. Es evidente que es necesario exigir de la persona, en cuanto individuo racional, que sus fines sean verdaderamente buenos, porque tender hacia lo malo es contrario a la naturaleza racional de la persona. Este es el sentido de la educación y, de un modo general, de la educación recíproca de los hombres. Se trata aquí precisamente de buscar fines verdaderos, es decir, verdaderos bienes que serán los fines de la acción, así como de encontrar e indicar los caminos que conducen a ellos.

Pero en esta actividad educadora, sobre todo cuándo se trata de hijos jóvenes, no está jamás permitido tratar a la persona como un medio. Este principio tiene un alcance absolutamente universal. Nadie tiene derecho a servirse de una persona, de usar de ella como de un medio, ni siquiera Dios su creador. De parte de Dios es, por lo demás, enteramente imposible, porque, al dotar a la persona de una naturaleza racional y libre, le ha conferido el poder de asignarse ella misma los fines de su acción, excluyendo con esto toda posibilidad de reducirla a no ser más que un instrumento ciego que sirve para los fines de otro. Por consiguiente, cuando Dios tiene la intención de dirigir al hombre hacia ciertos fines, primero se los hace conocer para que pueda hacérselos suyos y tender hacia ellos libremente. En esto descansa, como en otros puntos, lo más profundo de la lógica de la Revelación: Dios permite al hombre que conozca el fin sobrenatural, pero deja a su voluntad la decisión de tender hacia él, de escogerlo. Es que, por ello; .Dios no salva al hombre sin su libre participación.

Esta verdad elemental, a saber que, contrariamente a lo que sucede con todos los Otros objetos de acción que no son personas, el hombre no puede ser un medio de acción, es, pues, una expresión del orden moral natural. Gracias a ella, adquiere el hombre las características personalísticas exigidas por el orden de la naturaleza, que comporta igualmente seres-personas. Será conveniente añadir aquí que, hacia el final del siglo XVIII, Manuel Kant formuló este principio elemental del orden moral en el imperativo: “Obra de tal suerte que tú no trates nunca a la persona de otro simplemente como un medio, sino siempre, al mismo tiempo, como el fin de tu acción.” A la luz de estas consideraciones, el principio personalista ordena: “Cada vez que en tu conducta una persona es el objeto de tu acción, no olvides que no has de tratarla solamente como un medio, como un instrumento, sino que ten en cuenta del hecho de que ella misma tiene, o por lo menos debería tener, su propio fin.” Así formulado, este principio se encuentra a la base de toda libertad bien entendida, y sobre todo de la libertad de conciencia.

 

3. Amar, opuesto a «usar»

Todas nuestras anteriores consideraciones respecto a la primera significación de la palabra “gozar” no nos han dado más que una solución negativa del problema de la actitud de cara a la persona: no se puede usar de ella, porque el papel de instrumento ciego o de medio que sirve para fines que otro sujeto se propone alcanzar es contrario a su naturaleza.

Al buscar una solución positiva del mismo problema, vemos dibujarse—o sólo bosquejarse con nitidez—el amor como la única antítesis de la utilización de la persona en cuanto medio o instrumento de nuestra propia acción, porque sabemos que está permitido tender a que otra persona quiera el mismo bien que nosotros. Es evidente que es indispensable que ella conozca el fin nuestro, que ella lo reconozca como un bien y que lo adopte. Entonces entre esa persona y yo se crea un vínculo particular que nos une: el vínculo del bien y, por tanto, del fin común. Esta vinculación no se limita al hecho de que dos seres tienden juntamente a un bien común, sino que une igualmente “desde el interior” a las personas actuantes, y así es como constituye el núcleo de todo amor[2] En todo caso no puede imaginarse un amor entre dos personas sin ese bien común que les liga y que será al mismo tiempo el fin que ambas habrán escogido a la par. Esta elección consciente, hecha conjuntamente por dos personas distintas, las coloca en un pie de igualdad y por lo mismo excluye que una de ellas trate de someterse a la otra. Por el contrario, ambas a dos (cabe que haya más de dos personas ligadas por un fin común) estarán igualmente y en la misma media subordinadas a ese bien. Considerando al hombre, percibimos en él una necesidad elemental de lo bueno, un impulso natural y una tendencia al bien, pero ello no prueba todavía que sea capaz de amar. En los animales observamos manifestaciones de un instinto análogo. Pero el mero instinto por sí solo no prueba que tengan la facultad de amar. En el hombre, en cambio, esta facultad existe, ligada al libre arbitrio. Lo que la determina es el hecho de que el hombre está dispuesto a buscar el bien conscientemente, de acuerdo con otros hombres, y de que está pronto a subordinarse a este bien teniendo consideración a los demás. Sólo las personas participan en el amor.

Sin embargo no lo encuentran ya listo y preparado en sí mismas. A lo primero es un principio, o una idea, a la cual los hombres han de conformarse para liberar su conducta de todo carácter utilitario, “consumidor” de las demás personas. Volvamos otra vez a los ejemplos que pusimos arriba. En la relación patrono-empleado, el segundo corre el peligro de ser tratado solamente como un medio; diversas organizaciones defectuosas del trabajo lo atestiguan. Pero si el patrono y el empleado establecen sus relaciones de modo que sea bien patente el bien común al a que ambos sirven, entonces el peligro de tratar a la persona de una manera incompatible con su naturaleza disminuirá y tenderá a desaparecer. Porque el amor eliminará poco a poco en ellos la actitud puramente utilitarista, “consumidora” respecto a las personas. Hemos simplificado en extremos este ejemplo, no mirando más que lo esencial del problema. Lo mismo sucederá en el segundo, a saber en el de la relación de jefe a soldado. Si, a la base de sus relaciones, hay una actitud de amor (claro que no se trata del sentimiento), fundada en la búsqueda por parte de los dos del bien común, en el caso la defensa o la seguridad de la Patria, entonces, simplemente porque los dos desean la misma cosa, no se podrá decir que el soldado no es para su jefe más que un medio o un instrumento ciego.

Transportemos lo que estábamos diciendo a la relación hombre-mujer, que constituye la trama de la moral sexual. En eso igualmente, y en eso mismo sobre todo, sólo el amor puede excluir la utilización de una persona por otra. El amor, como ya se ha dicho, está condicionado por la relación común de las personas respecto del mismo bien que escogen y al que entrambas se someten. El matrimonio es el terreno predilecto de ese principio, porque en el matrimonio dos personas, el hombre y la mujer, se ligan de tal manera que se hacen “un solo cuerpo”, según la expresión del Génesis, “un solo sujeto de la vida sexual”. ¿Cómo evitar que una de ellas no se haga para la otra—la mujer para el hombre, el hombre para la mujer—un objeto del que se sirve para llegar a sus propios fines? Para conseguirlo, es preciso que entrambas tengan un fin común. En el matrimonio, será la procreación, la descendencia, la familia, y, al mismo tiempo, la creciente madurez en las relaciones de dos personas en todos los planos de la comunidad conyugal.

Todos estos fines objetivos del matrimonio abren en principio el camino al amor y en principio también excluyen la posibilidad de tratar a la persona como un medio y como un objeto. Mas para poder realizar el amor en el cuadro de sus fines, es preciso meditar detalladamente el principio mismo que elimina la posibilidad de considerar una persona como un objeto. La mera indicación de la finalidad objetiva del matrimonio no da una solución adecuada del problema.

En efecto, parece cierto que el terreno sexual ofrece, más que otros, ocasiones de servirse—aunque sea inconscientemente—de la persona como de un objeto. No olvidemos que los problemas de la moral sexual rebasan a los de la moral conyugal y se extienden a muchas cuestiones - de la vida común, hasta de la coexistencia de los hombres y de las mujeres. Ahora bien, en esta vida, o en esta coexistencia, todos deben sin cesar perseguir, consciente y responsablemente este bien fundamental de cada uno y de todos que es la realización de la “humanidad”, dicho de otra manera, del valor de la persona humana. Al considerar integralmente la relación mujer-hombre sin limitarla al matrimonio, vemos al amor de que tratamos identificarse con una disposición particular a someterse al bien que constituye la “humanidad”, o más exactamente el valor de la persona humana. Esta subordinación es, por lo demás, indispensable en el matrimonio cuyos fines objetivos no pueden ser alcanzados más que sobre la base de este principio dictado por el reconocimiento del valor de la persona dentro de todo su contexto sexual. Este crea problemas específicos tanto en moral como en la ciencia (la ética), no menos por lo que se refiere al matrimonio como por lo que atañe a muchas otras formas de relaciones o de coexistencia entre personas de sexo contrario.

 

4. Segunda significación de la palabra «gozar»

Para abarcar el conjunto de problemas semejantes, nos es preciso todavía analizar la segunda significación que tiene con frecuencia la palabra “gozar”. Nuestra reflexión y nuestros actos voluntarios, es decir, lo que determina la estructura objetiva de la acción humana, van acompañados por diversos elementos o estados emocionales, afectivos. Preceden éstos a la acción, la acompañan o bien se manifiestan a la conciencia del hombre cuando la acción ya ha terminado. Siendo fenómenos particulares, penetran, con todo, la estructura objetiva de los actos humanos a veces con mucha fuerza e insistencia. El acto objetivo en sí mismo habría sido con frecuencia descolorido y casi imperceptible para la conciencia humana, si los estados emocionales afectivos, creados por los acontecimientos vividos y diversamente sentidos, no lo hubiesen acentuado y puesto de relieve. Además, estos elementos o estados tienen ordinariamente un influjo sobre aquello que determina la estructura objetiva de los actos humanos.

De momento no analizaremos este problema por menudo, porque tendremos ocasión de tornar sobre él frecuentemente. Nos limitaremos, pues, a llamar la atención sobre la cuestión siguiente: los elementos y los estados emocionales afectivos, que revisten tan gran importancia en la vida interior del hombre, tienen siempre una coloración positiva o negativa, dicho de otra manera, una carga interior positiva o negativa. La carga positiva, es el placer, la carga negativa, la pena. Según el carácter de la experiencia emocional afectiva a la que va unido, el placer toma diversas formas o matices y viene a ser o bien saciedad sensual, o satisfacción afectiva, o grande y profundo deleite. La pena depende también del carácter de la emoción afectiva que la ha provocado y se manifiesta bajo diversas formas matizadas y variadas, tales como, por ejemplo, la contrariedad sensual, la insatisfacción afectiva o, en fin, una profunda tristeza.

Conviene subrayar que estas emociones afectivas adquieren una riqueza, una diversidad y una intensidad del todo particulares desde el momento que nuestro comportamiento tiene por objeto una persona de sexo opuesto. Tales emociones le confieren entonces como un carácter específico y una nitidez extraordinaria. Este es en particular el caso de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer. He aquí por qué es en ese terreno donde la significación de la palabra “gozar” se nos manifiesta más claramente. “Gozar” de eso quiere decir “experimentar un placer, ese placer que, bajo diversas formas, está ligado a la acción y a su objeto”. Ahora bien, en las relaciones entre el hombre y la mujer, y en sus relaciones sexuales, el objeto es siempre una persona. Es también la persona la que se convierte en la fuente esencial del placer multiforme y de la voluptuosidad.

Se comprende fácilmente que una persona sea para otra Precisamente fuente de sensaciones con carga emocional afectiva particular, porque para el hombre otro hombre debe ser un objeto igual de acción, un “copartícipe”. Esta igualdad del sujeto y del objeto funda las emociones afectivas así como sus “cargas” positivas de placer o negativas de pena. Sin embargo, no se ha de creer que sea éste un placer únicamente sensual que entra en juego. Semejante suposición equivaldría a subestimar el valor natural de las relaciones que guardan siempre su carácter humano, el carácter de relaciones entre dos personas. Aun el amor puramente “físico”, dada la naturaleza de los compartícipes, no deja de ser un fenómeno de este género. Por esta misma razón, no se puede, propiamente hablando, comparar la vida sexual de los animales a la de los hombres, por mucho que sea evidente que existe en los animales y que es la fuente de la procreación, de la conservación, por tanto, y de la prolongación de la especie. Con todo, en los animales, la vida sexual se sitúa al nivel de la naturaleza y del instinto que le está afincado, mientras en los hombres se coloca al nivel de la persona y de la moral. La moral sexual resulta del hecho de que las personas tienen conciencia no sólo de la finalidad de la vida sexual, sino también de su propia personalidad. A esta conciencia permanece ligado igualmente el problema moral del deleite en cuanto antítesis del amor.

Hemos ya bosquejado este problema al hablar del significado de la palabra “gozar”. Su segunda significación tiene, por lo que toca a la moral, parigual importancia. En efecto, gracias a la razón que posee, el hombre puede no sólo distinguir entre el placer y el dolor, sino también separarlos en cierta manera y tratarlos como fines distintos de su acción. Sus actos se ponen entonces bajo el ángulo de solo el placer que quiere experimentar, o de sola la pena que quiere evitar. Si los actos que se refieren a la persona de sexo opuesto se realizan únicamente, o por lo menos principalmente, bajo este ángulo, la persona viene a ser entonces para el sujeto agente nada más que un medio. Como se ve, la segunda significación de la palabra “gozar” constituye un caso particular de la primera. Tales actos son frecuentes en el comportamiento del hombre-persona. En cambio, no se producen en la vida sexual de los animales, natural e instintiva, que miran únicamente a lo que es el fin de su tendencia sexual: la procreación, la conservación de la especie. A este nivel, el placer sexual—evidentemente sólo el animal—no puede ser un fin aparte. Diferentemente es en el hombre. Aquí vemos claramente cómo la personalidad y la inteligencia engendran la moral. Esta es objetiva y subjetivamente personalista, porque lo que entra en juego es la actitud correcta respecto de la persona, en el contexto del placer, incluso. en la voluptuosidad.

Una persona (de sexo contrario) no puede ser para otra solamente un medio que sirve para alcanzar el fin del placer o de la voluptuosidad sexual. La convicción de que el hombre es una persona nos fuerza a aceptar la subordinación del deleite al amor. Entendemos el deleite no solamente en la primera acepción de la palabra, objetiva y más amplia, sino también en la segunda significación, más restringida y más bien subjetiva. En efecto, el placer es, por su naturaleza, subjetivo: sólo gracias al amor puede ser interiormente ordenado e izado al nivel de la persona. El amor excluye asimismo al “deleite” en el segundo sentido de la palabra. Por ello la moral, si ha de desempeñar su tarea en el terreno de la moralidad sexual, ha de distinguir con precisión, entre los muchos y diversos comportamientos, lo mismo que entre los estados vividos correspondientes, el amor y el placer, sean cuales fueren las apariencias de amor que el placer presente. Para ahondar más y mejor en esta cuestión del punto de vista de la ética—sistema científico[3] que encuentra además su confirmación en la moral que le corresponde—, es necesario proceder mientras tanto a una crítica del utilitarismo.

 

5. Crítica del utilitarismo

De este modo podremos, a base de las consideraciones precedentes, esbozar una crítica del utilitarismo en cuanto concepción teórica de la moral y en cuanto programa práctico de conducta.

Retornaremos con frecuencia a esta crítica, porque el utilitarismo es uno de los rasgos característicos del espíritu del hombre contemporáneo y de su actitud frente a la vida. No se puede atribuir este espíritu y esta actitud únicamente al hombre moderno: en todos los tiempos el utilitarismo ha constituido una corriente que la vida de los individuos y la de las sociedades tienen tendencia a seguir. Sin embargo, el utilitarismo moderno es consciente, sus principios filosóficos son formulados y científicamente definidos.

Su nombre proviene del verbo latino “uti” (“utilizar”, “usar”, “aprovecharse de”) y del adjetivo “utilis” (“útil”). Conforme con su etimología, el utilitarismo pone el acento en la utilidad de la acción. Ahora bien, lo que da placer y excluye la pena es útil, porque el placer es el factor esencial de la felicidad humana. Ser feliz, según los principios del utilitarismo, es llevar una vida agradable. Sabemos que el placer puede adoptar diferentes formas, que en el placer hay matices. Con todo poco importa la cosa, aun cuando, de este hecho, se puedan considerar algunos placeres como espirituales, y, por lo mismo, más elevados, y otros, v. gr., los placeres sensuales, carnales, materiales, como inferiores. Para un utilitarista, lo que cuenta no es nada más que el placer en cuanto tal, porque su manera de considerar al hombre no le permite descubrir en él su evidente complejidad: la materia y el espíritu, dos elementos que constituyen un solo ser-persona, que debe toda su especificidad a su alma espiritual. Para un utilitarista, el hombre es un sujeto dotado de la facultad de pensar y de la sensibilidad. Esta le hace desear el placer y rehusar la pena. La facultad de pensar, es decir, la razón, se le ha dado para que dirija su acción de manera que le asegure el máximum posible de placer y el mínimum posible de pena. Este principio, el utilitarista lo considera como la primera norma de la moral humana, añadiendo que debería aplicarse no sólo individualmente, egoístamente, sino también en el grupo, en la sociedad humana. En su formulación final, el principio de la utilidad (principium utilitatis) exige, por consiguiente, el máximum de placer y el mínimum de pena para el mayor número de hombres.

A primera vista este principio parece tan justo como atractivo. Hasta parece dificultoso el imaginar que la gente pueda buscar en su vida individual o social más bien la pena que el placer. Pero un análisis más profundo no tardará en revelar la endeblez y el carácter superficial de esa manera de pensar y de esta norma de acción. Su defecto principal consiste en el reconocimiento del placer como el único, y al mismo tiempo el mayor bien, al que debe subordinarse el comportamiento individual y social del hombre. Y con todo—podremos constatarlo más adelante—el placer no es el único bien, ni menos el fin esencial de la acción humana. Por su misma esencia, no pasa de ser algo marginal, accesorio, que puede presentarse en el curso y con ocasión de la acción. Por consiguiente, organizar la acción solamente con miras al placer es contrario a la estructura de los actos humanos. Yo puedo querer o hacer algo con lo cual esté ligado el placer, y puedo yo también no querer ni hacer algo con lo cual esté ligado la pena. Yo puedo incluso querer o no querer, hacer o no hacer, con miras a este placer o a esta pena. Todo esto es de verdad así. Pero yo no puedo considerar este placer (por oposición a la pena) como la única norma de mi acción, como el criterio de mi juicio sobre la bondad o malicia de mis actos o de los de otra persona. No estamos nosotros así al aire sin saber que lo que es verdaderamente bueno, lo que me ordena la moral y mi conciencia, está muchas veces ligado precisamente con alguna pena y exige que renunciemos a un placer. Pero ni esta pena ni este placer a los que se renuncia, constituyen algún fin último del comportamiento racional. Además, ese fin no es determinable a priori. El placer y la pena están siempre vinculados a un acto concreto, no se puede evaluarlos previamente, todavía menos planificarlos o—como querrían los utilitaristas—calcularlos. El placer es, en una cierta medida, imperceptible.

Podrían indicarse muchos puntos oscuros y muchos malentendidos que trae consigo el utilitarismo tanto en su formulación teórica como en su aplicación práctica. Pero vamos a dejarlos de lado, para no concentrar nuestra atención más que en una sola cuestión, aquella que ha levantado el adversario convencido del utilitarismo, Manuel Kant. Ya lo hemos mencionado a Kant al hablar del imperativo moral. Asienta él el principio de que la persona no ha de ser nunca el medio, sino siempre además el fin de nuestra acción. Esta exigencia pone en plena luz uno -de los puntos más febles del utilitarismo: si el placer es el único bien y el único fin del hombre, si constituye igualmente la única base de la norma moral de su conducta, entonces en semejante conducta todo debería ser fatalmente considerado como medio que sirve para alcanzar ese bien y ese fin. Por consiguiente, la persona humana también, la mía lo mismo que la de otro. Si admito los principios del utilitarismo, yo me considero a mí mismo a un mismo tiempo como un sujeto que quiere experimentar en el. plano emotivo y afectivo lo más posible de sensaciones y de experiencias positivas, y como un objeto del que se puede servir para provocarlas. Y así vengo a considerar inevitablemente de la misma manera a toda otra persona, que viene a ser para mí un medio que sirve para obtener el máximum de placer.

Concebidos así, el espíritu y la actitud utilitaristas habrán de pesar inevitablemente sobre los diversos dominios de la vida y de. las relaciones humanas, pero el terreno sexual es el más amenazado. De hecho, los principios utilitaristas son peligrosos porque no se ve cómo estable , a partir de ellos, las relaciones y la coexistencia de las personas de diferente sexo en el plano del verdadero amor, ni cómo liberarlas, gracias al amor, tanto de la actitud de placer (en ambos sentidos de la palabra) como del peligro de considerar la persona como un medio. El utilitarismo parece ser el programa de un egoísmo consecuente, desde el cual no se puede pasar a un altruismo auténtico. En efecto, el principio: máximum de placer (de “felicidad”) para el mayor número de personas importa una profunda contradicción interna. El placer, por se misma esencia, no es más que un bien actual y no concierne más que a un sujeto dado, no es un bien subjetivo. Mientras este bien esté considerado como la única base de la norma moral, no cabe tratar de pasar más allá de los límites de lo que no es bueno más que para mí.

No podemos completar esta actitud más que con un altruismo aparente. En efecto, si, al admitir el principio de que el placer es el único bien, me preocupo del máximum de placer igualmente para otra persona—y no solamente para mí mismo, lo cual no dejaría de ser un egoísmo indiscutible—, entonces no aprecio yo el placer del otro más que a través de mi propio placer, porque me es grato ver que el otro lo experimenta. Mas si eso ya no me da placer, o bien no resulta ya de mi “cálculo de la felicidad” (término adoptado con mucha frecuencia por los utilitaristas), no me siento yo ligado ya por el placer del otro, que ya no es un bien y puede incluso pasar a ser un mal. Siguiendo los principios del utilitarismo, yo tendría entonces que eliminar el placer del otro, porque ningún placer está vinculado a él para mí, o, a lo más, se me hará indiferente, y ya no me preocuparé más de él. Bien se ve cómo, partiendo de los principios utilitaristas, la actitud subjetiva de entender el bien (bien = placer) lleva derechamente —talvez hasta inconscientemente— al egoísmo. La única salida de este egoísmo inevitable es el reconocer, fuera del bien puramente subjetivo, es decir, fuera del placer, el bien objetivo, el cual, también él, puede unir las personas, tomando entonces el carácter de bien común. Este es el verdadero fundamento del amor, y las personas que lo escogen mancomunadamente, se le someten al mismo tiempo. Gracias a esto, se vinculan con un verdadero, con un objetivo lazo de amor que les permite liberarse del subjetivismo y del inevitable egoísmo que le subsigue. El amor es comunión de personas.

A semejante fórmula, un utilitarista consecuente puede oponer (y está forzado a hacerlo) solamente una armonía de egoísmos, armonía dudosa, porque—como lo hemos visto-—por su misma esencia, el egoísmo no tiene salida. ¿Pueden armonizarse diferentes egoísmos? ¿Se puede, por ejemplo, en el terreno sexual, armonizar el de la mujer y el del hombre? Sin duda alguna puede esto hacerse, según el principio “máximum de placer para cada una de las dos personas”, pero la aplicación de este principio no nos hará salir jamás del círculo vicioso de los egoísmos. Estos continuarán siendo en esta armonía lo que eran anteriormente, salvo que el egoísmo masculino y el egoísmo femenino vengan a ser útiles y provechosos el uno para el otro. En el mismo instante en que termina el provecho común y la común utilidad, no queda nada de esta armonía. El amor no es entonces nada ya en las personas, y nada ya entre ellas; ya no es una realidad objetiva, porque carece de ese bien objetivo sin el cual no existe el amor. Concebido así, “el amor” es una fusión de egoísmos combinados de manera que no se manifiesten mutuamente desagradables, contrarios al placer común. La conclusión inevitable de semejante concepción es que el amor no es más que una apariencia que conviene guardar cuidadosamente para no descubrir lo que se esconde realmente detrás de ella: el egoísmo más avaricioso, el que incita a la explotación del otro para sí mismo, para su “máximum de placer” propio. Y la persona es entonces y no cesa de ser un medio, tal como Kant lo ha observado justamente en su crítica del utilitarismo.

Así es como en lugar del amor, realidad presente en un hombre y en una mujer, y que les permite abandonar la actitud de placer recíproco que consiste en utilizar a la otra persona como un medio que sirve para obtener su fin, el utilitarismo introduce esta relación paradójica: cada una de las dos personas busca cómo precaver su propio egoísmo, y, al mismo tiempo, acepta servir al egoísmo de la otra, la ocasión de satisfacer el suyo, puesto que se la dan de este modo; aun así no la acepta más que bajo esta condición. La estructura paradójica de tales relaciones, que no solamente es plausible, sino que realmente ha de verificarse cuando se acepta el espíritu y la actitud utilitarista, demuestra que la persona (no sólo la del otro, sino también la mía) se reduce aquí verdaderamente al papel de medio, de instrumento. Es ésta una necesidad dolorosa y lógicamente inevitable, casi la antítesis del mandamiento del amor: “Es menester que me considere a mí mismo como instrumento y medio, puesto que así considero yo al otro”.

 

6. El mandamiento del amor y la norma personalista

El precepto formulado en el Evangelio intima al hombre que ame a su prójimo, a sus semejantes: prescribe el amor de la persona. En efecto, Dios, que menciona el mandamiento del amor en primer término, es persona por excelencia. El mundo de las personas es diferente y, de una manera natural, superior al mundo de las cosas (de las no-personas), por el hecho de haber sido creado a imagen de Dios. Al exigir el amor de la persona, este mandato se opone indirectamente al principio del utilitarismo ya que, como lo hemos demostrado en el precedente análisis, no puede éste asegurar la presencia del amor en las relaciones entre los hombres, entre las personas. La oposición entre el mandamiento evangélico y el principio utilitarista no es más que indirecta, porque el precepto del amor no enuncia expresamente el principio mismo que permite realizarse el amor en las relaciones entre las personas. Con todo, el mandato de Cristo está situado, si así puede decirse, en un plano diferente del principio del utilitarismo, constituye una norma en otro nivel No se refiere directamente a la misma cosa: el mandamiento nos habla del amor respecto de las personas, mientras que el principio del utilitarismo señala el placer como la base no sólo de la acción, sino también de la reglamentación de las actividades humanas. Analizando el utilitarismo, hemos constatado que, partiendo de la norma admitida por él, no llegaríamos jamás al amor. El principio del placer se nos atravesaría siempre en el camino hacia el amor y ello sería por el hecho de que trataríamos a la persona como un medio que sirve para alcanzar el fin, en este caso el máximum de placer.

El principio del utilitarismo y el mandamiento del amor son opuestos, porque a la luz de este principio el mandamiento del amor pierde su sentido sin más. Evidentemente, una cierta axiología queda todavía ligada al principio del utilitarismo: el placer es, según ella, no sólo el único sino también el más alto valor. Renunciaremos de momento a analizarlo. Es, con todo, evidente que si el mandato del amor, y el amor, su objeto, han de conservar su sentido, es necesario hacerles descansar sobre un principio distinto que el del utilitarismo, sobre una axiología y una norma principal diferentes, a saber, el Principio y la norma personalistas. Esta norma, en su contenido negativo, constata que la persona es un bien que no va de acuerdo con la utilización, puesto que no puede ser tratado como un objeto de placer, por lo tanto como un medio. Paralelamente se revela su contenido Positivo: la persona es un bien tal, que sólo el amor puede dictar la actitud apropiada y valedera respecto de ella. Esto es lo que expone el mandato del amor.

¿Podemos decir, por consiguiente, que el precepto del amor es una norma personalista? Hablando estrictamente, se apoya tan sólo en una norma semejante si se la considera como principio de doble contenido, positivo y negativo. No es, pues, una norma personalista en sentido estricto, pero viene a ser así. La norma personalista es un principio (norma fundamental) que constituye la base del mandamiento del amor, frente al principio utilitarista. Hay que buscar la base del mandamiento del amor en una axiología, diferente de la utilitarista, en otro orden de valores, y esta no puede ser más que la axiología personalista, aquella en la que el valor de la persona siempre es considerado como superior al valor del placer (y por esta razón la persona no puede estar subordinada al placer, no puede servir de medio para alcanzarlo). Si, pues, el mandamiento del amor no se identifica con la norma personalista sino que la pone solamente como principio, del mismo modo que implica también la axiología personalista, tampoco puede decirse que en un sentido amplio es una norma personalista.

La fórmula exacta del mandamiento es: “Ama la persona”, mientras que la de la norma personalista dice: “La persona es un bien respecto del cual sólo el amor constituye la actitud apropiada y valedera.” La norma personalista justifica, por consiguiente, al mandamiento evangélico. Tomándola con su justificación, por tanto, puede verse en ella una norma personalista.

Esta, en cuanto mandamiento, define y ordena una cierta manera de relación con Dios y con los hombres, una cierta actitud que se ha de adoptar respecto a ellos. Esta forma de relación, esta actitud, están de acuerdo con la persona, con el valor que ella representa, luego son honestas. La honestidad, como base de la norma personalista, rebasa la utilidad (que el utilitarismo admite como único principio), pero no la rechaza, la subordina: todo aquello que es honestamente útil en las relaciones con la persona está comprendido en el mandamiento del amor.

Al definir y recomendar una manera de tratar las personas, una cierta actitud para con ellas, la norma personalista, en cuanto mandamiento del amor, implica que esas relaciones y esa actitud sean no sólo honestas, sino también equitativas o justas. Porque es justo aquello que es equitativamente debido al hombre. Ahora bien, es equitativamente debido a la persona el ser tratada como objeto de amor y no como objeto de placer. Puédese decir que la justicia exige que la persona sea amada, y que sería contrario a la justicia servirse de la persona como de un medio. En efecto, el orden de la justicia es más amplio y fundamental que el orden del amor, y éste está comprendido en aquél en la medida en que el amor constituye una exigencia de la justicia. Es cierto que es justo amar al hombre o a Dios, amar a la persona. Pero, al mismo tiempo, el amor (si se considera su esencia) se sitúa más allá y por encima de la justicia, su esencia es diferente. La justicia se aplica a las cosas (bienes materiales o morales, como el buen nombre, por ejemplo) por Consideración a las personas, se refiere a éstas más bien indirectamente, mientras que el amor las atañe directamente; la esencia del amor comprende la afirmación del valor de la persona en cuanto tal. Por consiguiente, si podemos decir con razón que aquel que ama a una persona es por eso mismo justo para con ella, sería falso el pretender que el amor de esa persona se reduce al hecho de ser justo para con ella. En el transcurso de este libro procuraremos ver más por menudo en qué consiste el amor de la persona. Hasta ahora hemos constatado que el amor de la persona ha de fundarse sobre la afirmación del valor supra-real y supra-utilitario de ésta. El que ama procurará demostrarlo con su comportamiento. Y es incontestable que vendrá a ser justo para con la persona en cuanto tal.

Este aspecto del problema, este avecindamiento del amor y de la justicia sobre la base de la norma personalista, es muy importante para el conjunto de nuestras consideraciones sobre la moral sexual. Ahora es cuando viene bien el definir el concepto del amor justo de la persona, es decir, de un amor siempre dispuesto a conceder a cada hombre lo que le pertenece a título de persona. En el contexto sexual, en efecto, lo que se define como “amor” puede fácilmente volverse injusto para con la persona. Y esto no porque la sensualidad y el afecto juegan un papel particular en la formación del amor entre las personas de sexo diferente (volveremos más adelante sobre este problema), sino más bien a causa del hecho de que, en parte inconscientemente, y muchas veces a conciencia, se admite en el terreno sexual una interpretación del amor basada sobre el principio utilitario.

Semejante interpretación se impone en cierto modo tanto más fácilmente cuanto que los elementos sexuales y afectivos del amor lo hacen naturalmente inclinarse hacia el placer. Es cosa fácil pasar de la sensación del placer no sólo a su búsqueda sino también a la búsqueda del placer por sí mismo, es decir, a reconocer al placer como valor superior y base de la norma moral. En esto reside la esencia de las deformaciones del amor entre el hombre y la mujer.

A causa de la gran facilidad en asimilar el dominio de lo sexual al concepto del “amor”, y por llegar a ser ese dominio el terreno de conflictos constantes entre dos apreciaciones y dos normas esencialmente diferentes, personalista y utilitarista, es menester que, para mejor deslindar el problema, subrayemos que el amor, que es la sustancia del mandamiento evangélico, se haga depender únicamente de la norma personalista y jamás de la norma utilitarista. Si, pues, deseamos encontrar soluciones cristianas en el dominio de la moral sexual, hay que buscarlas en la norma personalista. Es menester que tengan su punto de apoyo en el mandamiento del amor. Aunque la aplicación total del mandamiento del amor en su sentido evangélico se realiza por el amor sobrenatural de Dios y del prójimo, dicho amor no se da ni en contradicción con la norma personalista ni se verifica haciendo abstracción de esta norma.

Al final de estas consideraciones, tal vez será útil recordar la distinción que San Agustín estableció entre uti y frui (usar, disfrutar). Distingue dos actitudes, una que consiste en tender a sólo el deleite, sin tener en cuenta el objeto, y es uti; la otra es frui, que encuentra el placer en la manera indefectible de tratar el objeto según las exigencias de su naturaleza. El mandamiento del amor muestra el camino para ese frui en las relaciones entre personas de sexo contrario.

 

II. Interpretación de la tendencia sexual

 

7. ¿Instinto o impulsión?

Hemos intentado hasta aquí definir el sitio que corresponde a la persona, sujeto y objeto de la acción, en un contexto particular, el contexto sexual Que la mujer y el hombre sean personas no cambia nada en su respectiva naturaleza. Pero el contexto sexual no se limita a la diferencia “estática” de los sexos, importa igualmente la participación real en las actividades humanas de un elemento dinámico, estrechamente ligado a la diferencia de los sexos. Este elemento dinámico ¿hemos de llamarlo instinto o impulsión?

La distinción se expresa por des palabras, que etimológicamente tienen el mismo sentido. “Instinto” viene de latín “instinguere”, sinónimo de “impellere”, significando uno y otro “instigar”. Por consiguiente el instinto es la impulsión. Por lo que hace a las asociaciones afectivas que acompañan siempre a las palabras, las que van con la palabra “impulsión” referida al hombre son más bien negativas. El hombre tiene el sentido de su libertad, de su poder de autodeterminación. Por esto rechaza espontáneamente todo lo que, de cualquier manera que sea, atenta contra esa libertad. Existe, por tanto, algún conflicto entre la impulsión y la libertad.

Por instinto entendemos, aunque sea sinónimo etimológicamente de “impulsión”, una manera de actuar que nos remite a su fuente. Es una manera espontánea de actuar, no sometida a la reflexión. Es característico que en la acción instintiva los medios muchas veces se escogen sin ninguna reflexión sobre su relación con el fin que uno se propone obtener. Esta manera de proceder no es típica en el hombre quien, precisamente, posee la facultad de reflexionar sobre la relación de los medios con el fin. Escoge los medios según el fin que quiere alcanzar. Resulta de ahí que, cuando actúa de la manera que le es propia, el hombre elige conscientemente los medios y los adapta al fin del que es igualmente consciente. Y puesto que la manera de actuar arroja luz sobre la fuente misma de la acción, es forzoso concluir que está en el hombre esta fuente que le hace capaz de comportarse reflexivamente, por consiguiente de la autodeterminación. Por su misma naturaleza el hombre es capaz de actuación supra-instintiva. Lo es también igualmente en el dominio sexual. Si no fuese así, la moral no tendría ningún sentido, sencillamente no existiría; y, con todo, sabemos que es un hecho universal, reconocido por toda la humanidad. No puede, por tanto, hablarse del instinto sexual en el hombre en el mismo sentido que en los animales, no se puede considerar ese instinto como la fuente esencial y definitiva de la acción del hombre en el terreno sexual.

La palabra “impulsión” etimológicamente tiene casi la misma significación que “instinto”, pero las asociaciones afectivas que provoca son menos negativas. Por esto se presta mejor que la palabra “instinto” para referirnos al hombre.

Se la traduce asimismo por el término “tendencia”. En efecto, hablando de la impulsión, es decir de la tendencia sexual en el hombre, no pensamos en una fuente interna de comportamiento determinista, “impuesto”, sino en una orientación, en una inclinación del ser humano ligado a su misma naturaleza. Así concebida, la impulsión sexual es una orientación de las tendencias humanas, natural y congénita, según la cual el hombre va desarrollándose y se perfecciona interiormente.

Sin ser en el hombre una fuente de comportamientos perfectos e interiormente acabados, la tendencia sexual no por eso deja de ser una propiedad del ser humano que se refleja en su acción y en ella encuentra su expresión. En el hombre es natural, y, por consiguiente, formada. Su consecuencia no es tanto que el hombre actúe de una manera definida, sino más bien el hecho de que le suceda algo que comience a pasar en él sin iniciativa alguna de su parte; el hecho de que interiormente “suceda” algo crea una base a actos definidos, reflexivos por lo demás, en los que el hombre se determina él mismo, se decide él mismo y toma la responsabilidad. Es ahí donde la libertad humana coincide con la tendencia.

El hombre no es responsable de lo que sucede en él en el dominio sexual.—en la medida en que no lo ha provocado él mismo—, pero es plenamente responsable de lo que él hace en este terreno. La tendencia sexual es la fuente de lo que sucede en el hombre, de los diversos acontecimientos que tienen lugar en su vida sensorial o afectiva sin la participación de la voluntad. Ello prueba que pertenece esa participación al ser humano entero y no solamente a una de las esferas o facultades. Como penetra todo el hombre, tiene el carácter de una fuerza que se manifiesta no sólo por lo que “sucede” en el cuerpo del hombre, en sus sentidos o en sus sentimientos, sin la participación de la voluntad, sino también por lo que se forma con su concurso.

 

8. La tendencia sexual, propiedad del individuo

Todo hombre es por naturaleza un ser sexuado. Tal hecho no está contradicho por el fenómeno de hermafroditismo: un estado enfermizo o una anomalía no contradicen el hecho de que la naturaleza humana existe y de que cada hombre, aun enfermo o anormal, está dotado de esta naturaleza y de que es precisamente gracias a ella que es hombre. Cada hombre es, por consiguiente, un ser sexuado, y la pertenencia a uno de los dos sexos determina una cierta orientación de todo su ser, orientación que se manifiesta en un concreto desarrollo interior de él.

La orientación del ser humano dictada por la pertenencia a uno de los dos sexos se manifiesta no solamente en la interioridad, sino que también se desplaza hacia el exterior, si así puede decirse, y toma normalmente (no hablamos aquí de estados enfermizos ni de depravaciones) la forma de una cierta tendencia natural, de una inclinación dirigida hacia el sexo contrario. ¿Hacia cuál va dirigida precisamente? Responderemos a esta cuestión progresivamente. En una primera aproximación, podemos decir que esta inclinación sexual se dirige hacia el “otro sexo” como hacia un conjunto de ciertas características de la estructura psico-fisiológica del hombre.

Considerando el sexo desde un punto de vista puramente exterior, casi fenoménico, podemos definirlo como una síntesis de características que aparecen netamente en la estructura psico-fisiológica del hombre. La inclinación sexual pone eh evidencia el hecho de que corresponden ellas entre ellas y de que, por consiguiente, dan al hombre y a la mujer la posibilidad de completarse mutuamente. El hombre no tiene las propiedades que posee la mujer, y viceversa. Por consiguiente, cada uno de ellos puede no solamente completar las suyas con las de la persona de sexo opuesto, sino que puede incluso sentir vivamente la necesidad de semejante complemento. Si el hombre se examinase lo bastante profundamente a través de esa necesidad, comprendería más fácilmente sus propios límites y su insuficiencia, e, incluso, indirectamente, lo que la filosofía llama la contingencia del ser (contingentia). Pero los hombres, en general, no llevan tan adelante su reflexión sobre el hecho del sexo. En sí misma, la diferencia de los sexos nos indica simplemente que los rasgos psico-fisiológicos están repartidos en la especie “hombre” como lo están, por lo demás, en las especies animales. La tendencia a completarse mutuamente que de ello resulta indica que estas particularidades tienen para las personas de sexo diferente un valor específico. Se podría, pues, hablar de valores sexuales vinculados a la estructura psico-fisiológica del hombre y de la mujer. La impulsión sexual, ¿se origina porque las características del uno tienen un valor para el otro, o, inversamente, tienen un valor porque la impulsión sexual existe? Conviene pronunciarse más bien por el segundo término de la alternativa. La impulsión es más fundamental que las propiedades psico-fisiológicas del hombre y de la mujer, si bien no se manifiesta ni actúa sin ellas.

En el hombre y en la mujer, la tendencia sexual no se limita, por otra parte, a sola la inclinación hacia las particularidades psico-fisiológicas del sexo contrario. En efecto, éstas no existen y no pueden existir en abstracto, Sino en un ser concreto, en una mujer o en un hombre. La tendencia sexual, por lo tanto, está en el hombre siempre naturalmente dirigida hacia un ser humano. Esta es su fuerza normal. Cuando no se dirige más que hacia las características sexuales, se la ha de considerar como rebajada, o incluso desviada. Cuando se orienta hacia las de una persona del mismo sexo, se deprava en homosexualismo. Todavía es más anormal cuando se orienta hacia los signos sexuales no del hombre, sino de un animal. La tendencia sexual normal va encauzada hacia una persona de sexo contrario, y no precisamente hacia el sexo contrario mismo. Y; precisamente porque se dirige hacia una persona, constituye en cierta manera el terreno y el fundamento del amor.

La impulsión sexual, en el hombre, tiene una tendencia natural a transformarse en amor, y es debido al hecho de que los dos objetos en cuestión que se distinguen por sus características psico-fisiológicas sexuales son seres humanos. El fenómeno del amor es propio del mundo de los hombres; en el mundo animal, sólo actúa el instinto sexual.

El amor, sin embargo, no es solamente una cristalización biológica, ni siquiera psico-fisiológica, de la impulsión sexual; es esencialmente diferente. A pesar de nacer y de desarrollarse a partir de esta tendencia, y en las condiciones creadas por ella en la vida psico-fisiológica de un hombre concreto, no por eso deja de formarse gracias a los actos voluntarios puestos a nivel de la persona.

La tendencia sexual no es en el hombre la fuente de actos formados, acabados: su papel se reduce al hecho de que suministra materia, por así decirlo, a esos actos mediante todo aquello que bajo su influencia “sucede” en la interioridad, del hombre. Ello no priva, con todo, al hombre de la facultad de autodeterminación. La impulsión sigue, por tanto, bajo la dependencia natural de la persona. Le está subordinada, la persona puede utilizarla y disponer de ella a su guisa. Conviene añadir que este hecho no disminuye en nada la fuerza de la impulsión sexual; al contrario. Es verdad que no tiene el poder de determinar los actos volitivos del hombre, pero puede, en cambio, utilizar su voluntad. La impulsión sexual humana difiere de la animal, la cual está en el origen de comportamientos instintivos, dictados por la sola naturaleza. En el hombre, está por su misma naturaleza, subordinada a la voluntad y, por este hecho, sometida al dinamismo específico de su libertad. Por el acto de amor, la tendencia sexual trasciende el determinismo del orden biológico. Por esta razón sus manifestaciones en el hombre han de juzgarse en el plano del amor, y los actos que de ello se derivan son el objeto de una responsabilidad, especialmente de la responsabilidad por el amor. Esto es posible, porque, psicológicamente, la impulsión sexual no nos determina enteramente, sino que deja un campo de acción a la libertad del hombre.

Nos queda por constatar, entre tanto, que la tendencia sexual es una característica y una fuerza propia de toda la especie humana. Esta fuerza actúa en cada hombre, si bien se manifiesta de una manera diferente, e incluso con una intensidad psico-fisiológica diversa en cada individuo. De todos modos, no se puede asimilar la impulsión a sus manifestaciones. Como constituye una propiedad universal, común a todos los hombres, es menester en todo momento tener en cuenta su papel en las relaciones y la coexistencia de las personas de sexo diferente. Esta coexistencia forma parte de la vida social. Porque el hombre es a la vez ser social y ser sexuado. Por consiguiente, los principios de la coexistencia y de las relaciones entre las personas de sexo diferente forman también parte de los que regulan las relaciones sociales de los hombres en general. El aspecto social de la moral sexual ha de tomarse en consideración tanto o más que su aspecto individual. En la vida social, encontramos a cada momento manifestaciones de la coexistencia de los sexos; por esta razón, la tarea de la moral consiste en elevar todas esas manifestaciones no sólo a un nivel digno de las personas, sino también al del bien común de la sociedad. En efecto, la vida humana es en muchos terrenos educativa.

 

9. La tendencia sexual y la existencia

La noción de determinación se asocia a la de necesidad. Es determinado lo que debe ser así y no de otra manera. Relativamente a la especie humana, puede hablarse de necesidad, por lo tanto de una cierta determinación, de la impulsión sexual. De hecho, la existencia de la especie homo depende estrechamente de esta impulsión. La especie humana no podría existir, si no existiese la tendencia sexual y sus consecuencias naturales. Ahí es donde se perfila netamente una necesidad. El género humano no puede conservarse en su existencia sino a condición de someterse las parejas humanas a la impulsión sexual. Esta, como ya lo hemos visto, suministra materia para el amor de las personas. Pero éste no tiene efecto (si consideramos la finalidad de la impulsión) más que marginalmente, per accidens, porque el amor de las personas es esencialmente, per se, la obra del libre arbitrio. Las personas pueden nutrir una afección recíproca sin que la impulsión actúe entre ellas. De ahí la evidencia de que el amor del hombre y de la mujer no es determinante para la finalidad intrínseca de la impulsión. Su fin verdadero, su fin per se es algo de supra-individual; es la existencia de la especie homo, la prolongación continua de su existencia.

Hay en todo ello una clara semejanza con el mundo animal, con las diversas especies biológicas. La especie homo forma parte de la naturaleza y la tendencia sexual, actuando en esta especie, asegura su existencia. Ahora bien, la existencia es el primero y fundamental bien de todo ser. La existencia de la especie homo es el primero y fundamental bien de la especie. De ella se derivan todos los demás bienes. Yo no puedo actuar sino en cuanto existo. Las diversas operaciones del hombre, los productos de su genio, los frutos de su santidad no son posibles si el hombre, el genio, el santo no existen. Para ser, ha tenido que comenzar a existir. El camino natural que conduce al comienzo de la existencia humana pasa por la impulsión sexual.

Podemos juzgar y afirmar que la tendencia sexual es una fuerza específica de la naturaleza, pero no podernos pensar ni afirmar que no tiene alguna otra significación fuera de la biológica. Porque esto no es verdad. La tendencia sexual tiene un significado existencial, porque está estrechan tente ligada a la existencia del hombre, a la de toda la especie homo, y no únicamente a la fisiología o a la psico-fisiología del hombre, de la que se ocupan las ciencias naturales. La existencia, en cambio, no constituye el objeto propio y adecuado de ninguna ciencia natural. Cada una de ellas no hace más que admitir la existencia como un hecho concreto, comprendido en el objeto que ella examina. La existencia misma es el objeto de la filosofía, que es la única que se ocupa del problema de la existencia en cuanto tal. Esta es la razón por la que la filosofía es la ,que nos pone ante los ojos la visión completa de la tendencia sexual, estrechamente vinculada a la existencia de la especie homo y dándonos de ese hecho —como acabamos de decir— no sólo un carácter biológico, sino que también existencial. Esto es capital para la apreciación de la importancia de esta impulsión, apreciación que tiene consecuencias en el terreno de la moral sexual. Si la tendencia sexual no tuviese un significado “biológico”, podríasela considerar como un terreno de deleite, podría admitirse que constituye para el hombre un objeto de placer en la misma proporción que los diversos seres naturales vivientes o inanimados. Pero puesto que posee el carácter existencial, puesto que está ligada a la existencia misma de la persona humana, bien primero y fundamental de ésta, es preciso que esté sometida a los principios que obligan a toda persona. Así que, por más que la impulsión esté a la disposición del hombre, éste nunca debe hacer uso de ella si no es en el amor a una persona, ni —menos todavía— en contra de dicho amor.

No se puede, por consiguiente, de ninguna manera afirmar que la tendencia sexual, teniendo como tiene en el hombre su propia finalidad definida de antemano e independiente de la voluntad y de la autodeterminación, sea inferior a la persona y al amor. El fin intrínseco de la impulsión es la existencia de la especie homo, su conservación, procreatio, y el amor de las personas, del hombre y de la mujer, se desarrolla dentro de los confines de esa finalidad, dentro de su marco si así puede decirse; nace de los elementos que la impulsión le suministra. Por consiguiente no puede estar constituido normalmente sino en la medida en que toma forma en estrecha armonía con la finalidad esencial de la impulsión. Un conflicto con esta finalidad equivaldría fatalmente a una perturbación y a un desquiciamiento del amor de las personas. La finalidad de la impulsión pone obstáculos muchas veces al hombre que intenta evitar el conflicto de una manera artificial. Pero esto debe necesariamente tener repercusiones negativas sobre el amor entre personas, el cual—en tal caso— está más estrechamente ligado a la utilización de la impulsión.

El hecho de que esta finalidad de la tendencia ponga obstáculos al hombre proviene de diferentes causas; más adelante hablaremos de ellas. Una de estas razones es sin duda alguna que el hombre, en su conciencia y en su entendimiento, atribuye muchas veces a la impulsión sexual un significado puramente “biológico” y no comprende con suficiente profundidad su verdadero significado, que es existencial y consiste en la relación de la impulsión con la existencia. Es precisamente esta relación con la existencia del hombre y con la de la especie homo la que da a la impulsión sexual su importancia y su significación objetivas. Pero éstas no se dibujan en la conciencia más que en la medida en que el hombre integra en su amor lo que está comprendido en la finalidad natural de la impulsión. Sin embargo, la determinación, dentro de cuyo marco la existencia del hombre y la de la especie dependen fatalmente de la utilización de la tendencia sexual, ¿no le impedirá hacer esa integración? La determinación ligada al orden existencial del hombre y de la especie puede ser conocida por toda persona y aceptada a sabiendas. No siendo, como no es, una necesidad en el sentido psicológico, no excluye al amor, sino que simplemente le da un carácter específico. Ese es el carácter que posee el amor conyugal en su plenitud, el amor del hombre y de la mujer que conscientemente han decidido participar en el orden de la existencia y servir la existencia de la especie homo. Para decirlo más directamente y de una manera más concreta, estas dos personas, el hombre y la mujer, sirven entonces la existencia de otra persona, que es su propio hijo, sangre de su sangre y cuerpo de su cuerpo. Esta persona es al mismo tiempo una confirmación y una prolongación de su propio amor. El orden de la existencia no crea un conflicto para el amor de las personas, sino, antes al contrario, está con él en estrecha armonía.

 

10. Interpretación religiosa

El problema de la tendencia sexual es uno de los problemas clave de la moral. En la moral católica hay una significación profundamente religiosa. El orden de la existencia humana, lo mismo que de toda existencia, es la obra del Creador. No es una obra que se cumplió una vez allá en un lejano tiempo que pasó en el universo, sino una obra permanente, que continúa completándose. Dios crea continuamente, y gracias a esta continuidad el mundo se mantiene en su existencia (conservatio est continua creatio). El mundo se compone de criaturas, es decir, de seres que no obtienen por sí mismos su existencia, porque la causa primera de ésta y su origen están fuera de ellas. Ese origen se encuentra en Dios, invariable y continuamente, y con él, la causa primera de la existencia de toda criatura. Las criaturas, sin embargo, participan en el orden de la existencia, no solamente por el hecho de que existen ellas mismas, sino también porque ayudan, por lo menos algunas de entre ellas, a transmitir la existencia a otros seres de su especie. Así acontece en los seres humanos, en el hombre y en la mujer, los cuales, valiéndose de la tendencia sexual, se incorporan en cierto modo en la corriente cósmica de transmisión de existencia. Su situación particular resulta de la facultad que tienen de dirigir conscientemente su acción y de prever las consecuencias posibles, los frutos.

Pero esta conciencia va más lejos y la verdad religiosa contenida en el Génesis y en el Evangelio ayuda a su desarrollo. Por la procreación, por su participación en el comienzo de la vida de un nuevo ser, el hombre y la mujer participan a un mismo tiempo a su manera en la obra de la creación. Se pueden, pues, considerar como los creadores conscientes de un nuevo hombre. Este nuevo hombre es una persona. Los padres toman parte en la génesis de una persona. Sabemos que la persona no e. únicamente un organismo. El cuerpo humano es cuerpo de la persona, porque forma una unidad sustancial con el espíritu humano. Este no tiene en su origen sola la unión física del hombre y de la mujer. El espíritu jamás puede surgir del cuerpo, ni menos nacer y formarse según los mismos principios que dirigen el nacimiento del cuerpo. Las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer son relaciones carnales, si bien han de tener en su origen un amor espiritual. En el orden de la naturaleza, no observamos reacciones de espíritus que den origen a un nuevo espíritu. El amor del hombre y de la mujer, por fuerte y hondo que sea, tampoco basta para dar ello. Con todo, en el momento en que un nuevo hombre es concebido, un nuevo espíritu es concebido al mismo tiempo, sustancialmente Unido al cuerpo cuyo embrión comienza a existir en el seno de la madre. De otra suerte sería imposible entender cómo ese embrión podría en seguida desarrollarse para llegar a ser precisamente un hombre, una persona.

El inicio de la personalidad humana es, en fin—como lo enseña la Iglesia—, obra de Dios, de Dios mismo: es El quien crea el alma espiritual e inmortal del ser cuyo organismo comienza a existir a consecuencia de las relaciones físicas del hombre y de la mujer. Estas relaciones han de ser el resultado del amor de las personas y han de encontrar en el amor su plena justificación. Aun cuando no sea él solo el origen del nuevo espíritu —del alma del hijo— con todo ha de estar dispuesto a acogerlo y a asegurar el pleno desenvolvimiento, no sólo físico, sino también espiritual de este nuevo ser personal que comienza a existir gracias a un acto físico, ciertamente, pero que es asimismo la expresión del amor espiritual de las personas. El pleno desarrollo de la persona humana es fruto de la educación. La procreación es el fin esencial de la tendencia sexual la cual —ya lo dejamos dicho—, suministra igualmente materia al amor del hombre y de e la mujer. El amor debe a la impulsión su fecundidad en el sentido biológico, pero es necesario también que sea fecundo en el. sentido espiritual, moral, personal. Es en la obra de la educación de nuevas personas donde se manifiesta toda la fecundidad del amor de sus padres. Ahí reside su fin esencial y su dirección natural. La educación es una creación que utiliza como material a personas; en efecto, no se puede educar mí que personas: al e animal se le amaestra. Al mismo tiempo, esta creación concierne a un material íntegramente humano: todo lo que se encuentra naturalmente en el hombre, objeto de educación, constituye para los educadores la materia que su amor ha de formar. El material de la educación importa asimismo lo que Dios le añade de sobrenatural de gracia. En efecto, Dios no deja la educación, la cual es hasta cierto punto una creación continuada de la personalidad, entera y exclusivamente a los padres, sino que toma parte también en ella El mismo, personalmente. No es únicamente el amor de los padres el que se encontraba en el origen de la nueva persona; es el amor del Creador el que decidió el inicio de la existencia de la persona en el seno de la madre. La gracia perfecciona esa obra. Dios mismo toma en la creación de la personalidad humana una parte suprema en el dominio espiritual, moral, estrictamente sobrenatural. Los padres, si no quieren faltar a su verdadero papel, el de con-creadores, han de contribuir a ella también.

Podemos, pues, constatar que la realidad llamada “impulsión” o “tendencia sexual” no es radicalmente oscura, ni incomprensible, sino que, al contrario, nos es accesible y se deja captar por la mente humana (sobre todo por la mente fundamentada en la Revelación), lo cual, a su vez, es la condición del amor en que se expresa la libertad de la persona. La tendencia sexual continúa vinculada al orden de la existencia, siendo éste, como lo es, un orden divino en la medida en que se realiza bajo la influencia continua de Dios Creador. Por su vida conyugal y por sus relaciones sexuales, el hombre y la mujer se insertan en ese orden y aceptan el tomar alguna parte en la obra de la creación. El orden de la existencia es un orden divino, aunque la existencia, en cuanto tal, no sea sobrenatural. Con todo, no es solamente el orden sobrenatural el que es divino; el orden de la naturaleza lo es igualmente, está también relacionado con Dios Creador. No se ha de confundir “orden de la naturaleza” y “orden biológico”, ni identificar lo que esas expresiones designan. El orden biológico es orden de la naturaleza en la medida en que éste es accesible a los métodos empíricos y descriptivos de las ciencias naturales; pero, en cuanto orden específico de la existencia, estando, como está, relacionado manifiestamente con la Causa primera, con Dios Creador, el orden de la naturaleza no es ya un orden biológico.

La confusión del orden de la existencia con el orden biológico, o, más bien, el hecho de que éste oculta al otro por parecer más importante, parece pesar gravemente, con todo el empirismo que va conectado con él, sobre el espíritu del hombre contemporáneo, sobre todo del hombre instruido, y se encuentra en el origen de las dificultades que tiene éste para comprender los principios de la moral sexual católica. Según estos principios, el sexo, lo mismo que la tendencia sexual, no pertenecen sólo al terreno de la psico-fisiología del hombre. La impulsión sexual tiene su importancia objetiva gracias, precisamente, al hecho de que está ligada a la obra divina de la creación. Esta importancia se esfuma casi totalmente en un espíritu hipnotizado por el orden biológico. Mirada así la impulsión sexual no es más que una suma de funciones que, desde el punto de vista biológico, tienden incontestablemente a un fin biológico, la reproducción. Sin embargo, puesto que el hombre es dueño de la naturaleza, ¿no tendría que dirigir esas funciones —aunque no fuese más que artificialmente, con la ayuda de una técnica apropiada— de una manera que le conviene y que encuentra adecuada? El orden biológico, en cuanto obra del espíritu humano que separa sus elementos, por abstracción, de lo que realmente existe, tiene directamente por autor al hombre. De ahí a la autonomía de las opiniones morales no hay más que un paso. Y no es lo mismo para el orden de la naturaleza, es decir, para el conjunto de las relaciones cósmicas que intervienen entre los seres que existen realmente. Hay, por consiguiente, en todo esto un orden de la existencia, y todas las leyes que la rigen encuentran su fundamento en Aquel que es su fuente continua, en Dios Creador.

 

11. Interpretación rigorista

El hecho de entender bien y de interpretar correctamente la tendencia sexual tiene, en el dominio de la moral sexual, una importancia no menos grande que la comprensión correcta de los principios que dirigen las relaciones entre las personas. Hemos consagrado al segundo problema la primera parte del presente capítulo (Análisis de la palabra “gozar”), porque parece ser un elemento intelectualmente anterior a la interpretación de la tendencia sexual. Esta, en el mundo de las personas, es una cosa distinta. Tiene aquí una significación distinta de la que le corresponde en el conjunto del mundo de la naturaleza. Su interpretación deberá, por lo tanto, estar correlacionada con la comprensión de la persona y de los derechos elementales de ésta respecto de las demás personas; la primera parte del presente capítulo nos ha preparado para ello.

Conociendo los principios que hemos formulado más arriba (norma personalista), podemos proceder ahora a la eliminación de las interpretaciones erróneas, por unilaterales y unilateralmente exageradas, de la tendencia sexual. Una de ellas es la interpretación “por la libido” (al emplear este término nos referimos a Freud), de la cual se tratará más abajo. La interpretación rigorista, puritana, es otra, y ésa es la que intentaremos ahora presentar y juzgar. Y nos conviene hacerlo tanto más cuanto que esta interpretación puede pasar por una vista cristiana de los problemas sexuales, aportada por el Evangelio, siendo así que, por el contrario, parte de los principios naturalistas, es decir, empírico-sensualistas. Fue, sin duda, creada antiguamente para que se opusiese en la práctica a los mismos principios que admite en la teoría (porque, histórica y geográficamente, el puritanismo y el empirismo sensualista están muy cerca el uno del otro, como que se desarrollaron ambos en Inglaterra por los años del siglo XVII). Pero ha sido precisamente esta contradicción fundamental entre los principios teóricos y los fines propuestos en la práctica la que ha contribuido al hecho de que la concepción rigurosa y puritana, al recurrir a otro camino, caiga en el utilitarismo, el cual en verdad .es fundamentalmente opuesto a las apreciaciones y a las normas basadas en el Evangelio. Procuraremos ahora demostrarlo, subrayando este rasgo de utilitarismo.

Hela aquí a grandes trazos: el Creador se sirve del hombre y de la mujer, así como de sus relaciones sexuales, para asegurar la existencia de la especie homo. Por eso utiliza Dios las personas como medios que le sirven para su propio fin. Por consiguiente, el matrimonio y las relaciones sexuales no son buenas más que porque sirven a la procreación. Luego, el hombre obra bien cuando se sirve de la mujer como de un medio indispensable para conseguir el fin del matrimonio, que es la prole. El hecho de a utilizar la persona como un medio que sirve para obtener ese fin objetivo, que es la procreación, es inherente a la esencia del matrimonio. Semejante “utilización” es buena por sí misma. No es más que el “placer”, es decir, la búsqueda del deleite y de la voluptuosidad en las relaciones sexuales, lo que es un mal. A pesar de constituir un elemento indispensable de la “utilización”, no por ello deja de ser un elemento “impuro” por sí mismo, un sui generis mal necesario. Pero. no hay más remedio que tolerarlo, ya que no se le puede eliminar.

Esta concepción se enlaza con las tradiciones maniqueas, condenadas por la Iglesia desde los primeros siglos de la era cristiana. Es verdad que no rechaza el matrimonio por malo e impuro, por ser “carnal”, como lo hacían los maniqueos; se limita a constatar que el matrimonio es admisible. porque el bien de la especie lo exige. Pero la interpretación de la tendencia sexual, entendida según esa concepción, no puede ser admitida más que por los ultra-espiritualistas. Por ser su interpretación unilateral y exagerada es por lo que caen en aquello que precisamente se esfuerza en eliminar la enseñanza del Evangelio y de la Iglesia bien comprendida. En la base de esta falsa concepción se encuentra una inteligencia errónea de la actitud de Dios, Causa primera, respecto de estas causas segundas que son las personas. Al unirse en las relaciones sexuales el hombre y la mujer, lo hacen en cuanto personas libres y racionales, y su unión tiene un valor moral cuanto al amor verdadero de las personas. Si puede decirse que el Creador “se sirve” de la unión sexual de las personas para realizar Su orden de la existencia concebido para la especie homo, sin embargo, no se puede afirmar que el Creador utiliza las personas únicamente como medios que le sirven para un fin fijado por El.

El Creador, al dar al hombre y a la mujer una naturaleza racional y el poder de determinar ellos mismos sus actos, les ha dado por ello mismo la posibilidad de elegir libremente ese fin que es el término natural de las relaciones sexuales. Y dondequiera que dos personas pueden elegir en común un bien para que sea su fin, hay también la posibilidad del amor. El Creador no se sirve, por tanto, de las personas únicamente como de medios o de instrumentos de su potencia creadora, sino que les abre la posibilidad de una realización particular del amor. De ellas mismas dependerá, en consecuencia, establecer sus relaciones sexuales al nivel del amor, propio de las personas, o bien por debajo. Es voluntad de Dios no sólo conservar la especie mediante las relaciones sexuales, sino conservarla según los principios del amor digno de las personas. Al mostrarnos su mandamiento del amor, el Evangelio nos obliga a no admitir más que de esta manera la voluntad de Dios.

Contrariamente a lo que sugiere el espiritualismo unilateral de los puritanos rigoristas, no es incompatible con la dignidad objetiva de las personas que su amor conyugal traiga consigo un “placer” sexual. Aquí se trata de todo lo que contiene la segunda acepción de la palabra “placer”. Queriendo excluirlo o limitarlo de una manera artificial, la interpretación rigorista no consigue sino erigir el deleite en un fin en sí que puede, por un lado, separarse de la acción de la impulsión sexual, y, por otro, del amor de las personas. Ahí reside precisamente, como lo hemos visto más arriba, la tesis fundamental del utilitarismo: de este modo, el rigorismo se esfuerza en combatir en el plano práctico lo que aprueba enteramente en teoría. Ello, no obstante, el placer multiforme vinculado a la diferencia de sexos, es decir, la voluptuosidad sexual inherente a las relaciones conyugales, no puede ser considerado como un fin aparte, porque, en ese caso, incluso quizá inconscientemente, comenzaríamos a tratar a la persona como un medio que sirve para alcanzar ese fin, por consiguiente, como un objeto, como fuente de placer.

Saborear el deleite sexual sin tratar en el mismo acto a la persona como un objeto de placer, he ahí el fondo del problema moral sexual. El rigorismo que se propone, de una manera tan estrecha, vencer el uti sexual, lleva a él, al contrario de lo que se cree, aunque no sea más que en la esfera de las intenciones. La única vía que conduce a la victoria sobre el uti es admitir el frui, radicalmente diferente, de San Agustín. Hay un gozar conforme a la naturaleza de la tendencia sexual, y al mismo tiempo a la dignidad de las personas; en el extenso dominio del amor entre el hombre y la mujer, el gusto tiene su origen en la acción común, en la mutua comprensión y en la realización armoniosa de los fines elegidos conjuntamente. Este gozar, este frui, puede provenir asimismo del multiforme deleite creado por la diferencia de los sexos, tanto como de la voluptuosidad sexual que dan las relaciones conyugales. El Creador ha previsto este deleite y lo ha vinculado al amor del hombre y de la mujer, a condición de que su amor se desenvuelva, a partir de la impulsión sexual, normalmente, es decir, de una manera digna de personas.

 

12. La libido y el neomaltusianismo

La desviación en el sentido del rigorismo exagerado, en el que, por lo demás, como lo hemos visto, se manifiesta con cierta medida el pensamiento utilitarista (extrema se tangunt!), no es, sin embargo, tan frecuente ni tan general como la desviación contraria, la libido. Su nombre, del latín “libido”, “voluptuosidad que resulta del placer”, ha sido empleado - por Sigmundo Freud en su interpretación de la tendencia sexual. No vamos a hablar ahora más ampliamente de la psicoanálisis freudiana, ni de la teoría de lo inconsciente. Freud es tenido como un representante del pansexualismo, porque tiende a considerar todas las manifestaciones de la vida humana, aun las del recién nacido, como manifestaciones de la tendencia sexual. Es verdad que, si bien sólo algunas de estas manifestaciones se dirigen directa y expresamente a los valores y objetos sexuales, todas, sin embargo, apuntan, aunque sea de una manera indirecta y confusa, a la voluptuosidad, a la libido, la cual, de suyo, tiene siempre una significación sexual. Por ello, Freud habla, sobre todo, de la tendencia a la voluptuosidad (Libido-trieb) y no de la impulsión sexual. Lo que aquí nos importa es que, según esa concepción, la impulsión sexual es esencialmente una tendencia a la voluptuosidad.

Este modo de ver las cosas resulta de una concepción fragmentaria y puramente subjetiva del hombre. La impulsión sexual está, según ella, determinada, cuanto a su esencia, por lo que constituye el contenido más visible y más llamativo de la experiencia humana en el terreno sexual. Este contenido, según Freud, es exactamente la a voluptuosidad, la libido. El hombre se zambulle en la voluptuosidad cuando la alcanza y tiende hacia ella cuando no la ,tiene y se ve privado; luego la búsqueda de la voluptuosidad es lo que le determina interiormente. Anda perpetuamente, y en casi todo lo que hace, en persecución de la voluptuosidad. Este es el fin primordial de la tendencia sexual, y aun de toda la vida instintiva del hombre, un fin per se. La transmisión de la vida, la procreación, no son, según esta concepción, más que un fin secundario, un fin per accidens. De modo que el fin objetivo de la impulsión sexual viene a ser secundario y, en el fondo, sin importancia, porque la psicoanálisis, al ignorar que el hombre es uno de los objetos del mundo objetivo, no ve en él más que un sujeto. Con todo, este sujeto, dotado de una interioridad y de una vida interior que le son propias, es al mismo tiempo un objeto, como lo hemos dicho al principio de este capítulo. Objeto-sujeto, el hombre, por su interioridad, posee la facultad de conocer, es decir, de asimilar las verdades de una manera objetiva y en su totalidad. Gracias a ella, el hombre-persona toma conciencia del fin objetivo de la impulsión sexual, porque se encuentra a sí mismo en el orden de la existencia, y juntamente percibe el papel de la impulsión sexual de ese orden. Es incluso capaz de comprenderlo con relación a su Creador, es decir, de considerarlo como su participación en la obra de la creación.

Si, por el contrario, se considera la impulsión sexual como si fuese esencialmente una tendencia a la voluptuosidad, se niega por lo mismo la existencia de la interioridad de la persona. Vista así, la persona no es más que un sujeto “exteriormente” sensibilizado para las estimulaciones sensitivas sexuales que provocan la voluptuosidad. Semejante concepción hace colocar —aunque no sea más que involuntariamente— el psiquismo del hombre al nivel del animal, el cual se orienta hacia la búsqueda del placer sensual biológico y tiende a evitar toda pena del mismo género, porque su actitud normal respecto de los fines objetivos de su ser es instintiva. No sucede lo mismo en el hombre, cuyo comportamiento correcto hacia los mismos fines está determinado por la razón que dirige a la voluntad. Por ello, esta actitud adquiere un valor moral, es moralmente buena o mala. Valiéndose de la impulsión sexual es como el hombre toma posición—correcta o incorrectamente—respecto de los fines objetivos de su ser, de aquellos particularmente que están ligados a esta impulsión. Esta posee un carácter existencial y no puramente libidinoso. El hombre no puede buscar en ella su libido, sin negarse a sí mismo. El sujeto, dotado de una “interioridad” tal como la del hombre, sujeto que es una persona, no puede dejar al instinto toda la responsabilidad de la impulsión, no puede tender únicamente a la voluptuosidad. Necesita tomar la plena responsabilidad del uso que hace de su impulsión sexual. Esta responsabilidad es el elemento esencial de la moral sexual.

Es conveniente añadir que la interpretación libidinosa está, en la moral, en estrecha correlación con la actitud utilitarista. Se trata, en el caso, de la segunda significación de la palabra “gozar”, es decir, de aquella de que hemos ya dicho que tiene netamente el carácter subjetivo y, por esta razón precisamente, traduce con tanta mayor evidencia el hecho de tratar a la persona únicamente como un medio, como un objeto de placer. La desviación que se basa en la libido es, por consiguiente, una forma manifiesta del utilitarismo, mientras que el rigorista exagerado no presenta más que algunos caracteres. Además, éstos aparecen en el rigorismo por vía indirecta, si así puede decirse, mientras que la teoría de la libido es una expresión directa.

Pero este problema tiene todavía otro fondo, a saber, su fondo económico y social. La procreación es una función de la vida social en diferentes sociedades concretas (Estados, familias). El problema social y económico de la procreación se pone a diferentes niveles. En efecto, no basta meter en el mundo los hijos, es menester, además, irlos educando y proveer a su existencia. En nuestros días, la humanidad vive bajo la tremenda aprensión de que no podrá hacer frente, desde el punto de vista económico, al aumento natural de la población. La tendencia sexual aparece como una fuerza más potente que la energía económica de la humanidad. Desde hace unos doscientos años, los pueblos civilizados de raza blanca, y últimamente los pueblos subdesarrollados de todo color, experimentan la necesidad de oponerse a la impulsión sexual, o, hablando con más precisión, a sus consecuencias demográficas. Esta necesidad se expresó en la doctrina de Tomás Malthus, conocida por el nombre de maltusianismo, continuada por el neomaltusianismo. Volveremos sobre esta doctrina en los capítulos III y IV. El maltusianismo constituye un problema aparte, que no examinaremos en detalle, porque pertenece al dominio de la demografía, preocupada por el número actual y futuro de hombres en el globo y en sus diferentes partes. Conviene, por el contrario, llamar la atención sobre el hecho de que el maltusianismo se ha asociado a la interpretación de la tendencia sexual por la libido. Ya que la tierra está amenazada de una superpoblación, a la cual la producción de los medios de subsistencia no puede hacer frente, es necesario, pensando en la finalidad objetiva de la tendencia sexual, limitar su utilización. Ahora bien, los que, con Freud, vinculan con la libido la finalidad subjetiva de la tendencia y le atribuyen la mayor importancia, tenderán a guardar intacta esta finalidad, la cual, en las relaciones sexuales, se identifica con el placer; tenderán al mismo tiempo a limitar, o incluso a eliminar, sus consecuencias objetivas, es decir, la procreación. Surge así un problema que los partidarios del utilitarismo consideran como una cuestión puramente técnica, mientras que para la moral católica es de naturaleza puramente ética. El espíritu utilitarista permanece, en este caso, fiel a sus principios: se trata, en efecto, del máximum de placer que la vida sexual prodiga largamente bajo la forma de la libido. La moral católica, al contrario, protesta en nombre de sus principios personalistas: no puede nadie dejarse guiar por sólo el “cálculo del placer” en aquello en que entra en juego la actitud para con la persona; la persona no puede en ningún caso ser objeto de placer. Ahí está el núcleo del conflicto.

La moral católica está muy lejos de juzgar de una manera a priori decisiva en un sentido los problemas demográficos que el maltusianismo ha relevado y cuya gravedad la confirman los economistas contemporáneos. El aumento natural de hombres pertenece a las cuestiones en las cuales se impone una llamada a la circunspección: el hombre, en cuanto ser racional, ha de ser para sí mismo su propia providencia, si así puede decirse, en su vida individual y colectiva. Mas, por más justos que sean los argumentos de los economistas cuando hablan de dificultades demográficas, la solución del problema sexual no puede ir en contra de la norma personalista. Porque se trata, en este caso, del valor de la persona que para toda la humanidad es un bien esencial, más esencial y más importante que los bienes económicos. No se puede, por consiguiente, subordinar la persona a la economía, porque el dominio que le es propio es el de los valores morales que van ligados de una manera particular al amor entre personas. El conflicto entre la tendencia sexual y la economía ha de examinarse necesariamente también bajo este aspecto, e, incluso sobre todo, bajo este aspecto.

Al terminar este capítulo, conviene que propongamos todavía una idea relativa a la impulsión sexual. En la estructura elemental del ser humano, como, por lo demás, en todo el mundo. animal, observamos dos tendencias fundamentales: la tendencia a la conservación y la tendencia sexual. La tendencia a la conservación sirve, como su nombre indica, para conservar, para salvaguardar la existencia del ser concreto, hombre o animal. Muchas son las manifestaciones de esta tendencia, que no vamos a examinar aquí menudamente. Para caracterizarla, podríamos decir que es egocéntrica, en la medida en que, por su misma naturaleza, se concentra sobre la existencia del “yo” en cuanto tal (se trata evidentemente del “yo” humano, porque sería difícil hablar de un “yo” animal, ya que el “yo” es inseparable de la personalidad). Por ello, la tendencia a la conservación difiere esencialmente de la tendencia sexual. En efecto, la orientación natural de esta última trasciende siempre al “yo” propio; tiene por objeto inmediato otro ser de sexo opuesto y de la misma especie, y por objetivo final, la existencia de la especie. Tal es la finalidad objetiva de la tendencia sexual; en su naturaleza —al contrario de la tendencia a la conservación— hay algo que se podría llamar “altero-centrismo”. Esto es, precisamente, lo que constituye el fundamento del amor.

Ahora bien, la interpretación de la tendencia sexual por la libido introduce una confusión fundamental de estos conceptos. En efecto, da a la tendencia sexual una significación puramente egocéntrica, la cual es propia precisamente de la tendencia a la conservación. Por esto, el utilitarismo, ligado a esta concepción, mete en la moral sexual un peligro mayor tal vez que lo que se cree generalmente, el de confundir las líneas esenciales y elementales de las tendencias del hombre y de los medios de su existencia. Semejante confusión ha de tener evidentemente repercusiones en la situación espiritual del hombre. En efecto, formando como forma el espíritu humano con el cuerpo una unidad sustancial, la vida espiritual no puede desarrollarse normalmente si las líneas elementales de la existencia humana están completamente trabucadas en el plano corporal. La moral sexual, sobre todo si acepta como criterio el mandamiento del amor, exige la profundidad en las reflexiones y en las conclusiones.

 

13. Observaciones finales

Al final de estas consideraciones, en las que hemos tratado de dar una interpretación correcta de la tendencia sexual (entre otras, eliminando sus interpretaciones incorrectas), se nos ocurren algunas conclusiones ligadas a la enseñanza tradicional acerca de los fines del matrimonio. La Iglesia, como lo hemos visto más arriba, enseña que en primer lugar el matrimonio tiene por fin la procreación; su fin secundario es la mutua ayuda. Todavía se suele citar un tercer fin: el remedio a la concupiscencia. Así, desde el punto de vista objetivo, el matrimonio ha de servir ante todo a la existencia, en segundo lugar a la vida conyugal del hombre y de la mujer, y, en fin, a la buena orientación de la concupiscencia. Enumerados por este orden, los fines del matrimonio se oponen a toda interpretación subjetivista de la tendencia sexual, y por lo mismo exigen que el hombre, en cuanto persona, sea objetivo en su manera de abordar los problemas sexuales, y sobre todo en su manera de actuar. Tal objetivismo es el fundamento de la moralidad conyugal.

En conclusión, conviene constatar que se trata de obtener estos fines del matrimonio tomando como fundamento la norma personalista. En cuanto persona, el hombre y la mujer han de cumplirlos conscientemente, y esto según el orden definido más arriba, porque es un orden objetivo, al alcance de la razón y, por tanto, obligatorio para las personas. La norma personalista contenida en el mandamiento evangélico del amor indica juntamente la manera esencial de alcanzar estos fines, que se deducen igualmente de la naturaleza y hacia los cuales —como lo ha demostrado nuestro análisis— el hombre es llevado por su tendencia sexual. La moralidad sexual, por lo tanto, la moralidad conyugal, es una síntesis continua y profunda de la finalidad natural de la tendencia sexual y de la norma personalista. Si se considerase uno cualquiera de los fines del matrimonio haciendo abstracción de esta última, se llegaría fatalmente a una cierta forma de utilitarismo (en el primero o en el segundo sentido de la palabra “gozar”). Considerada así, la procreación conduce a la desviación rigorista, mientras que adoptar la teoría de la libido absolutiza el tercer fin del matrimonio, a saber, el remedio a la concupiscencia.

La norma personalista misma no se identifica evidentemente con ninguno de los fines del matrimonio. Por lo demás, una norma jamás es un fin, como un fin jamás es una norma. Pero es un principio del que depende la realización de los tres fines del matrimonio, realización conforme con la naturaleza del hombre en cuanto persona. Ella garantiza, al mismo tiempo, que esos fines serán conseguidos en el orden indicado, so pena de ofender a la dignidad objetiva de la persona. La realización de todos los fines del matrimonio ha de ser, por tanto, al mismo tiempo, un acabado cumplimiento del amor elevado al nivel de la virtud, porque solamente en cuanto virtud el amor corresponde al mandamiento evangélico y a las exigencias de la norma personalista que él entraña. La idea de que los fines del matrimonio podrían alcanzarse sin el apoyo de la norma personalista sería radicalmente anticristiana, porque sería contraria al principio moral esencial del Evangelio. Por eso conviene evitar cuidadosamente una interpretación superficial de la enseñanza de la Iglesia sobre los fines del matrimonio.

Por la misma razón, parece indicado no traducir, como se ha hecho muchas veces, “mutuum adjutorium” (mutua ayuda) —que en la enseñanza de la Iglesia se cita después de la procreación— por amor recíproco, porque esto puede arrastrar a malas inteligencias. En efecto, podría alguno creer que la procreación, fin principal, era extraña al amor, lo mismo que el remedio a la concupiscencia. Sin embargo, ambos fines han de estar fundamentados en el amor-virtud, respuesta a la norma personalista. Por lo que hace a la mutua ayuda, también ella es una consecuencia del amor-virtud. La traducción de “mutuum adjutorium” por “amor” es, por consiguiente, infundada. La Iglesia, cuando define el orden de los fines del matrimonio, subraya solamente que la procreación es un fin objetivamente, ónticamente, más importante que la mutua ayuda de los esposos, seres complementarios (mutuum adjutorium), lo mismo que este fin secundario tiene más importancia que la satisfacción del deseo sexual natural. Pero de ninguna manera ha de oponerse el amor a la procreación ni se le ha de dar prioridad.

El cumplimiento de los fines del matrimonio es, por otra parte, complejo. La eliminación de toda posibilidad de procreación disminuye sin duda alguna las probabilidades de formación y de mutua educación de los esposos. Por lo demás, una procreación a la que no acompañasen el deseo de mutua formación y la tendencia común al bien supremo sería en un cierto sentido igualmente incompleta e incompatible con el amor entre personas. Porque no se trata simplemente de un crecimiento numérico de la especie humana, sino también de la educación cuya base natural es la familia, fundada sobre el matrimonio y cimentadas por la mutua ayuda. Si en el matrimonio hay una cooperación íntima entre la mujer y el hombre, y si saben ambos completarse y educarse mutuamente, su amor madurará para llegar a ser un día el fundamento de una familia, sin que por ello se identifiquen, puesto que en todo caso queda siempre la unión íntima de dos personas.

En fin, la realización del remedio a la concupiscencia depende de la de los dos fines precedentes. De nuevo hay que constatar que una negativa incondicional a las consecuencias naturales del matrimonio, enturbia la espontaneidad y la intensidad de las sensaciones, sobre todo si se emplean medios artificiales. Lo que ciertamente más perturba es la falta de comprensión mutua entre los esposos y la falta de solicitud razonable con miras al bien del otro.

 




[public_html/teologia/1liturgia/sacramentos/penitencia/indulgencia/_includes/adsensehorizontal.htm]
[public_html/teologia/1liturgia/sacramentos/penitencia/indulgencia/_includes/bottomnav.htm]