Homilía de Benedicto XVI en los 40 años de clausura del Concilio Vaticano II
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Homilía que pronunció Benedicto XVI el 8 de diciembre,
solemnidad de la
Inmaculada Concepción.
* * *
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y
hermanas:
Hace cuarenta años, el 8 de diciembre de 1965, en la plaza de San Pedro,
junto a esta basílica, el Papa Pablo VI concluyó solemnemente el concilio
Vaticano II. Había sido inaugurado, por decisión de Juan XXIII, el 11 de
octubre de 1962, entonces fiesta de la Maternidad de María, y concluyó el
día de la Inmaculada. Un marco mariano rodea al Concilio. En realidad, es
mucho más que un marco: es una orientación de todo su camino. Nos remite,
como remitía entonces a los padres del Concilio, a la imagen de la Virgen
que escucha, que vive de la palabra de Dios, que guarda en su corazón las
palabras que le vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a
comprenderlas (cf. Lc 2, 19. 51); nos remite a la gran creyente que, llena
de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad; nos
remite a la humilde Madre que, cuando la misión del Hijo lo exige, se
aparta; y, al mismo tiempo, a la mujer valiente que, mientras los discípulos
huyen, está al pie de la cruz.
Pablo VI, en su discurso con ocasión de la promulgación de la constitución
conciliar sobre la Iglesia, había calificado a María como "tutrix huius
Concilii", "protectora de este Concilio" (cf. Concilio ecuménico Vaticano
II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 1147), y,
con una alusión inconfundible al relato de Pentecostés, transmitido por san
Lucas (cf. Hch 1, 12-14), había dicho que los padres se habían reunido en la
sala del Concilio "cum Maria, Matre Iesu", y que también en su nombre
saldrían ahora (ib., p. 1038).
Permanece indeleble en mi memoria el momento en que, oyendo sus palabras:
"Mariam sanctissimam declaramus Matrem Ecclesiae", "declaramos a María
santísima Madre de la Iglesia", los padres se pusieron espontáneamente de
pie y aplaudieron, rindiendo homenaje a la Madre de Dios, a nuestra Madre, a
la Madre de la Iglesia. De hecho, con este título el Papa resumía la
doctrina mariana del Concilio y daba la clave para su comprensión.
María no sólo tiene una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios, que
como hombre quiso convertirse en hijo suyo. Al estar totalmente unida a
Cristo, nos pertenece también totalmente a nosotros. Sí, podemos decir que
María está cerca de nosotros como ningún otro ser humano, porque Cristo es
hombre para los hombres y todo su ser es un "ser para nosotros".
Cristo, dicen los Padres, como Cabeza es inseparable de su Cuerpo que es la
Iglesia, formando con ella, por decirlo así, un único sujeto vivo. La Madre
de la Cabeza es también la Madre de toda la Iglesia; ella está, por decirlo
así, por completo despojada de sí misma; se entregó totalmente a Cristo, y
con él se nos da como don a todos nosotros. En efecto, cuanto más se entrega
la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma.
El Concilio quería decirnos esto: María está tan unida al gran misterio de
la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y
Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de
todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella
sigue siendo siempre la estrella de la salvación. Ella es su verdadero
centro, del que nos fiamos, aunque muy a menudo su periferia pesa sobre
nuestra alma.
El Papa Pablo VI, en el contexto de la promulgación de la constitución sobre
la Iglesia, puso de relieve todo esto mediante un nuevo título profundamente
arraigado en la Tradición, precisamente con el fin de iluminar la estructura
interior de la enseñanza sobre la Iglesia desarrollada en el Concilio. El
Vaticano II debía expresarse sobre los componentes institucionales de la
Iglesia: sobre los obispos y sobre el Pontífice, sobre los sacerdotes, los
laicos y los religiosos en su comunión y en sus relaciones; debía describir
a la Iglesia en camino, la cual, "abrazando en su seno a los pecadores, es a
la vez santa y siempre necesitada de purificación..." (Lumen gentium, 8).
Pero este aspecto "petrino" de la Iglesia está incluido en el "mariano". En
María, la Inmaculada, encontramos la esencia de la Iglesia de un modo no
deformado. De ella debemos aprender a convertirnos nosotros mismos en "almas
eclesiales" así se expresaban los Padres, para poder presentarnos también
nosotros, según la palabra de san Pablo, "inmaculados" delante del Señor,
tal como él nos quiso desde el principio (cf. Col 1, 21; Ef 1, 4).
Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Qué significa "María, la Inmaculada"?
¿Este título tiene algo que decirnos? La liturgia de hoy nos aclara el
contenido de esta palabra con dos grandes imágenes. Ante todo, el relato
maravilloso del anuncio a María, la Virgen de Nazaret, de la venida del
Mesías.
El saludo del ángel está entretejido con hilos del Antiguo Testamento,
especialmente del profeta Sofonías. Nos hace comprender que María, la
humilde mujer de provincia, que proviene de una estirpe sacerdotal y lleva
en sí el gran patrimonio sacerdotal de Israel, es el "resto santo" de
Israel, al que hacían referencia los profetas en todos los períodos
turbulentos y tenebrosos. En ella está presente la verdadera Sión, la pura,
la morada viva de Dios. En ella habita el Señor, en ella encuentra el lugar
de su descanso. Ella es la casa viva de Dios, que no habita en edificios de
piedra, sino en el corazón del hombre vivo.
Ella es el retoño que, en la oscura noche invernal de la historia, florece
del tronco abatido de David. En ella se cumplen las palabras del salmo: "La
tierra ha dado su fruto" (Sal 67, 7). Ella es el vástago, del que deriva el
árbol de la redención y de los redimidos. Dios no ha fracasado, como podía
parecer al inicio de la historia con Adán y Eva, o durante el período del
exilio babilónico, y como parecía nuevamente en el tiempo de María, cuando
Israel se había convertido en un pueblo sin importancia en una región
ocupada, con muy pocos signos reconocibles de su santidad. Dios no ha
fracasado. En la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el
resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece
nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta
e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice "sí" al Señor, se
pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de
Dios.
La segunda imagen es mucho más difícil y oscura. Esta metáfora, tomada del
libro del Génesis, nos habla de una gran distancia histórica, que sólo con
esfuerzo se puede aclarar; sólo a lo largo de la historia ha sido posible
desarrollar una comprensión más profunda de lo que allí se refiere. Se
predice que, durante toda la historia, continuará la lucha entre el hombre y
la serpiente, es decir, entre el hombre y las fuerzas del mal y de la
muerte. Pero también se anuncia que "el linaje" de la mujer un día vencerá y
aplastará la cabeza de la serpiente, la muerte; se anuncia que el linaje de
la mujer y en él la mujer y la madre misma vencerá, y así, mediante el
hombre, Dios vencerá. Si junto con la Iglesia creyente y orante nos ponemos
a la escucha ante este texto, entonces podemos comenzar a comprender qué es
el pecado original, el pecado hereditario, y también cuál es la defensa
contra este pecado hereditario, qué es la redención.
¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía
de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que
Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que
limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando
lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar
plenamente nuestra libertad.
El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y
que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él
mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su
vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de
plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con
sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no
le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le
confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere
dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más
que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.
Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. La libertad de un ser
humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella
misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las
libertades: la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos,
unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos, si vivimos según la
verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la
voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo
obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está
inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.
Si vivimos contra el amor y contra la verdad contra Dios, entonces nos
destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida,
sino que obramos en interés de la muerte. Todo esto está relatado, con
imágenes inmortales, en la historia de la caída original y de la expulsión
del hombre del Paraíso terrestre.
Queridos hermanos y hermanas, si reflexionamos sinceramente sobre nosotros
mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no sólo
se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los
tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese
modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de
veneno la llamamos pecado original.
Precisamente en la fiesta de la Inmaculada Concepción brota en nosotros la
sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida;
que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos; que
la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar
por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo
entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del
hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos
poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser
realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal
es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la
plenitud del ser.
Pensamos que Mefistófeles el tentador tiene razón cuando dice que es la
fuerza "que siempre quiere el mal y siempre obra el bien" (Johann Wolfgang
von Goethe, Fausto I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse
un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es
necesario.
Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir,
que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo
humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo
empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el
hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un
títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su
libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra
la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del
bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más
grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino,
llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios
no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario,
sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en
una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.
Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los
hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la
razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la
Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en
cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado,
porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad
creativa.
En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja
perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de
este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para
tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.
Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato
permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la
Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la
Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó.
En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así,
María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza.
Se dirige a nosotros, diciendo: "Ten la valentía de osar con Dios. Prueba.
No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la
valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el
corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así
tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de
infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás".
En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su
bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos
implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a
convertirnos también nosotros en luz y a llevar esta luz en las noches de la
historia. Amén.