EL CONCILIO DEL ESPÍRITU SANTO
Hans Urs
von Balthasar
Puntos Centrales de la
Fe
Spiritus
Creator.
Skizzen zur Theologie III
(Einsiedeln 1967) p.218244
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Vea también el discurso de San Pablo II con ocasión
de la entrega del
premio internacional Pablo VI
al Profesor Hans Urs von Balthasar
CAPITULO III
El Concilio Vaticano II ha sido un concilio pastoral.
La imagen renovada de la Iglesia, con la que reemprende la marcha, es menos
para la «fe» y la «contemplación» (nada nuevo se ha definido) que para obrar
mejor. Que la imagen se despliegue al interior, como en las declaraciones
sobre la Iglesia, la revelación y la liturgia, o hacia el exterior, como
en los documentos sobre la Iglesia y el mundo actual, la libertad religiosa,
las misiones, las relaciones con las religiones no-cristianas, el ecumenismo
y los medios de comunicación social; que hayan sido reformados los
estamentos eclesiales, obispos, sacerdotes y su formación, los religiosos,
los seglares y su apostolado; que se trate, en fin, de la educación o de las
relaciones con las Iglesias orientales católicas: siempre la Iglesia
reitera la misma exigencia e insiste en la necesidad de renovar los
sentimientos, las ideas, las actitudes y la acción exterior. Inflige la
estocada mortal a la mentalidad de quienes creen poder ser católicos de
refilón a fuer de honrados burgueses, asegurándose la salvación privada con
el cumplimiento de unos deberes religiosos privados y dejando a los
especialistas, al clero, los cuidados y preocupaciones por el cristianismo.
1. LA IMAGEN DE LA IGLESIA
Si la Iglesia es entitativamente «sacramento universal
de la salvación» 1, porque la benevolencia y el amor salvíficos de Dios se
extienden a todos los hombres 2, cumplirá su definición en la medida en que
evidencie al mundo con su ser cristiano la voluntad amante de Dios. El ser
de la Iglesia es primariamente y de manera inmediata misión. Es «sacramento
de salvación» 3 en cuanto «sacramento de unidad» 4 «por la operación con la
que, obedeciendo al mandato de Cristo y movida por la gracia y caridad del
Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hombres o pueblos
con el ejemplo de su vida, con la predicación y con los sacramentos» 5.
Así es como la Iglesia viene a ser «sacramento (por un
lado) de la unión intimísima con Dios, y (por otro) de la unidad del género
humano» 6, y viene a ser también «instrumento de la salvación de todos» 7.
Porque la humanidad se redime cuando le alcanza el amor que Dios le brinda,
y este amor no sólo tiene que predicarlo y anunciarlo la Iglesia, sino
presentarlo como realidad vivida por la unión íntima de los cristianos con
Dios: «Su misión es iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y
reunir en un solo Espíritu a todos los hombres...; por eso se convierte en
señal de la fraternidad» 8, en «sacramento visible de la unidad salutífera
para todos y cada uno» 9.
Toda la esencia del mensaje conciliar queda así
expresada en dos proposiciones inexorables: el ser de la Iglesia (como
misión) es inseparable de su acción, y el amor de Dios vivido y anunciado es
el principio de la unión de la humanidad en el espíritu de la fraternidad.
«Todos los hombres están llamados a esta unidad con Cristo» 10, y quien
dice hombre, dice mundo como escenario, como lugar de la representación y
autorrealización, como «cuerpo», podemos decir, del hombre. Y así, lo que
en su misión dinámica como «signo de la presencia de Dios en el mundo» 11
irradia sobre el mundo, hay que realizarlo también en él. «La actividad
misionera tiende a la plenitud escatológica» 12 del mundo redimido.
Con esto se cumplen de una manera sencilla y exenta de
toda sospecha de clericalismo los programas de León XIII y Pío X («omnia
instaurare in Christo»), que en cierto modo quedaron en el aire tal como los
llevaron adelante Pío XI y Pío XII. Ello se debe, sin duda, a una reflexión
o intuición teológica, que percibe tres cosas de consuno en la idea de
universalidad (= catolicidad): la voluntad salvífica divina de todos, la
eficacia del instrumento Cristo-Iglesia en su ejecutoria y el acuñamiento
por la Iglesia de todos los órdenes mundanos con el amor de Cristo 13. El
movimiento moderno a la unidad del mundo fue la ocasión para este
alumbramiento teológico y para el descubrimiento (o, mejor,
redescubrimiento) de la verdadera esencia de la Iglesia.
Por su parte, la «reforma» de la Iglesia siempre
«imperfecta» 14 deparó la ocasión de contemplarla en el espejo de la
revelación y comprender más a fondo su misión. Si la Carta de Diogneto decía
ya hacia el año 190 (p.C.): «El cristiano es en el mundo lo que el alma en
el cuerpo», la comparación tiene hoy un camino mucho más expedito,
desembarazado de los recelos platónicos de entonces contra el cuerpo. El
alma destaca, sí, en el cuerpo animal, pero encuentra a Dios y su propia
espiritualidad a través del cuerpo y se despliega en el cuerpo. Igualmente
destaca la Iglesia sobre el mundo, pero se encuentra en Dios y en sí misma
sólo en el ejercicio de su misión, que es el despliegue del amor cristiano
en todos los órdenes mundanos. Con los dogmas y con la administración de los
sacramentos no está todo hecho ni mucho menos, porque ambas cosas son
medios para el fin, a cuya realización se ordena todo.
No podían sonar con más vigor los enunciados sobre la
misión de la Iglesia. «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza,
misionera, porque toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del
Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» 15. Si se refleja en su
rostro la gloria (el amor) de Cristo 16, es porque se le ha encomendado una
tarea, idéntica con su propio ser. La Iglesia tiene que ir al encuentro de
todos los hombres, incluso de los no bautizados, de suerte que «irradie
también para ellos el amor de Jesucristo» 17.
Esto «no puede hacerse sin la conversión interior» 18.
«Como la Iglesia es toda ella misionera y la obra de la evangelización es
deber fundamental del Pueblo de Dios, el Concilio invita a todos a una
profunda renovación interior» 19. «Todos los cristianos, dondequiera que
vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de la vida y el
testimonio de la palabra el hombre nuevo de que se revistieron en el
bautismo» 20. Sobre todo, con «el amor gratuito», preocupándose por el
hombre mismo, «amándole con el mismo movimiento con que Dios nos buscó» 21.
«La vocación cristiana es esencialmente vocación al apostolado» 22 y, si «en
la Iglesia hay ministerios diversos, la misión es una» 23 y «ningún miembro
está eximido de compartir la misión de todo el cuerpo» 2'.
Ahora bien, con todo esto se desplaza el centro de
gravedad sobre los seglares, que ocupan la vertiente donde el mensaje
comunicado por el clero tiene que arraigar y realizarse en la entraña del
mundo. Hoy más que nunca. «Nada ni nadie puede suplir a los laicos» 25. «La
Iglesia no está verdaderamente formada, no vive plenamente, no es señal
perfecta de Cristo entre los hombres, en tanto no exista y trabaje con la
jerarquía un laicado propiamente dicho. Porque el Evangelio no puede
penetrar profundamente en las conciencias, en la vida y en el trabajo de un
pueblo sin la presencia activa de los seglares»..., pues «pertenecen
plenamente al mismo tiempo al Pueblo de Dios y a la sociedad civil» 26. Por
esto precisamente, «sólo a ellos les está abierto una gran parte» del campo
del apostolado 27.
«Lo propio del estado seglar es vivir en medio del
mundo y de los negocios temporales. Dios llama a los seglares a que con el
fervor del espíritu cristiano ejerzan su apostolado en el mundo a manera de
fermento» 28. No necesitan para ello de una misión eclesiástica propiamente
dicha. Por el bautismo y la confirmación «les envía el mismo Señor» y «el
Espíritu Santo les dota con gracias especiales» 29. Los laicos son «la luz
del mundo» 30. Por su «carácter secular» y su «vocación peculiar» 3' están
llamados a entablar «la estrecha vinculación entre la actividad humana y la
religión, que muchos de nuestros contemporáneos parecen temer» 32, porque
«la transformación del mundo entra en el mandamiento nuevo del amor» 33
mediante la entrega generosa a la creación de los presupuestos sociales,
políticos y económicos con que «se prepara el material del reino de los
cielos» 34. Por eso, todos los cristianos en general, y especialmente los
seglares, no deben «despreciar la vida corporal, sino, por el contrario...,
la propia dignidad humana pide que [el cristiano] glorifique a Dios en su
cuerpo» 35.
Lejos de apartar al hombre «del esfuerzo por levantar
la ciudad temporal» 36, la «religión» impulsa a los cristianos a
comprometerse seriamente en ello. La encarnación de Cristo y toda su vida
fue un compromiso de este género 37 que dio al trabajo una nueva y
definitiva dignidad , Hemos de trabajar «imitándole con un amor actuoso»
En consonancia con el dicho de Lacordaire: «No hay dos
amores», el Concilio dice significativamente: «No hay más que una única
conciencia cristiana, y el seglar, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano,
tiene que guiarse, en uno y otro orden, siempre y solamente por ella» 40.
«La contraposición artificial entre la actividad
profesional y social, por una parte, y la vida religiosa por otra, es uno
de los más graves errores de nuestro tiempo» 41. Si en otras épocas no se
consideró esto de modo debido, la situación actual del mundo urge
insoslayablemente a considerar la convergencia de ambas actividades: la
planificación unitaria del mundo terreno y la tarea universal («católica»)
de la Iglesia son co-extensivas. El horizonte universalista del mundo es una
ocasión para que los cristianos se percaten de la verdadera totalidad de su
misión 42.
«Todos los fieles, como miembros de Cristo vivo,
incorporados y asemejados a tienen el deber de cooperar a la expansión y
dilatación del Cuerpo de Cristo, para llevarlo cuanto antes a la plenitud.
Por ello, todos los hijos de la Iglesia han de tener viva conciencia de su
responsabilidad para con el mundo, fomentar en sí mismos el espíritu
verdaderamente católico» 43. Los campos no están cortados y separados uno
de otro, ni unidos sólo formalmente, pues lo que se ha de buscar con todos
los progresos científicos, culturales y técnicos es la «construcción de un
mundo más humano» 44, la adaptación de las condiciones de vida a la dignidad
de la persona humana a favor, en cuanto sea posible, de todos.
El progreso técnico no interesa al Concilio sino
indirectamente, como «progreso de las costumbres e instituciones» 44,
porque «autor, centro y fin de la cultura» es el hombre 46, a cuyo «servicio
debe estar toda ella» 47. Verlo así y dirigir consecuentemente su
desarrollo, que automáticamente no se produce, es ya mucho 4', porque la
«dignidad de la persona» queda proclamada concepto céntrico y clave de toda
la argumentación. La cultura puede promover la justicia y, por expresarlo
en términos negativos, trabajar en la erradicación de la «infinita miseria»
creando espacios de libertad, de la única libertad, cristiana y humana de
consuno, porque no hay otra 50.
El camino a estos valores, en el plano profano, es la
socialización, cuyos inminentes peligros se señalan muy atinadamente junto
con sus grandes valores 51, sobre todo el peligro de falsa autosuficiencia
(y, por ende, ateísmo) del hombre por su señorío sobre la naturaleza 52. Y,
en fin, la auténtica justicia y libertad terrena hay que buscarla y
conservarla desde una motivación superior, el generoso amor cristiano,
piedra de toque indispensable 53.
2. LA LLAMADA A LA RESPONSABILIDAD
Está bien claro que «la tarea de los cristianos es
inmensamente grande» 54, y que a los seglares se aplica muy especialmente
aquello de que «su campo de apostolado es enorme» 55 y tienen «innumerables
ocasiones para ejercerlo» 56, precisamente en las áreas profanas que sólo a
ellos les están abiertas 57. Esto requiere de ellos una «conversión
continua», que ha de expresarse «también a través de las estructuras de la
vida seglar» 58. Los sacerdotes son interpelados a «suscitar y apoyar la
actividad apostólica de los laicos» 54, mientras los seglares han de poseer
una competencia profesional sin fallos y tener una iniciativa personal,
sin pensar «que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar
inmediatamente la solución concreta de todas las cuestiones, aun graves, que
surjan. No es esta su misión» 60.
Por eso, los seglares han de conocer bien a sus
adversarios, sobre todo el materialismo y el ateísmo 61 (el Concilio
menciona nueve causas de estos dos últimos fenómenos) 62, y hacerse con
conocimientos teológicos suficientes 63. A ellos les incumbe la
responsabilidad por el hombre auténtico, que, en definitiva, sólo el
cristianismo conoce, por saber cómo ve Dios al hombre, y al asumir esta
«responsabilidad para con los hermanos y frente a la historia», el
cristiano seglar se convierte en genuino humanista 61. Realiza, en efecto, a
su modo, «el espíritu de pobreza» como «el que nada tiene y todo lo posee»
65, y encarna el primitivo y «auténtico espíritu de la Iglesia», que ha de
avanzar por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y de la
inmolación hasta la muerte» 66.
El cristiano seglar asume la responsabilidad de la
familia, cuyos múltiples problemas ha de resolver con espíritu cristiano
67; la responsabilidad de su profesión y la de la vida política 68, y, no en
último término, la responsabilidad de la vida económica, para lo que ha de
conocer los principios cristianos: los bienes del mundo están destinados a
todos; lo que cada uno legítimamente posee no puede considerarlo como algo
que le pertenece exclusivamente, sino como algo que es también parte del
bien común; como todos los hombres tienen derecho a lo necesario para
vivir, el poseedor está obligado a sostener a los pobres (no sólo con lo
superfluo), mientras el pobre en necesidad está justificado para procurarse
lo necesario para vivir de las riquezas ajenas 69. Por lo demás, el
cristiano parece quedar con esta mundovisión eclesial a merced de todos los
frentes y de todas las piedras de molino.
Incansablemente apunta el Concilio a los pobres en las
múltiples formas de la pobreza: «los pequeños y los que carecen de medios»
70, los «pobres, los pequeños, los enfermos, los pecadores, los increyentes»
(especialmente encomendados a los sacerdotes) 71, «los emigrantes, los
exiliados, los fugitivos, los marinos, los aviadores 72, los nómadas» (a
los que debe estar abierto el corazón episcopal) 73. «¡Ante todo, los
pobres!», leemos en el primer párrafo de la constitución Iglesia-Mundo 74.
«La mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que
con razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta
la voz para despertar la caridad de sus discípulos» 75. Por eso es preciso
emprenderlo todo —naturalmente en unión con los no cristianos— para eliminar
el escándalo de la distribución actual de los bienes.
El cristiano está, pues, llamado a la colaboración y al
diálogo con todos los hombres. El término «diálogo», que tan frecuentemente
emplea el Concilio, parece no tener resonancias vinculantes en los oídos de
algunos, y así lo interpretan en sus exposiciones. Sin embargo, es lo más
grave frente a una predicación y anuncio del reino unilateral. Significa dar
cara, mantenerse en pie, estar firme, atenerse a las resistencias y
contrariedades inevitables. Actuar como los profetas frente a los reyes,
sacerdotes y pueblo. Como actuó Cristo mismo 76.
Es «diálogo de salvación», que se caracteriza por la
unidad de la verdad y del amor, de la claridad y de la humildad, de la
prudencia y de la confianza 77. Todo sacerdote debe estar preparado para
ello 78, máxime en lo que se refiere a las conversaciones y contactos
ecuménicos y con las otras religiones 79. Doquiera se descubran errores
manifiestos, hay que discernir entre el error, que debe condenarse, y el
hombre, que conserva su dignidad de persona y cuyo corazón sólo Dios juzga
80.
No sería falso considerar toda la reforma
intra-eclesial, en el espíritu del Concilio, dirigida al gran movimiento
misionero de la Iglesia. Formulándolo con un poco de exageración, diríamos
que todo se reduce a que el clero debe ser la luz de los seglares, para que
los seglares sean la luz del mundo. La «colegialidad de los obispos»
comporta, con su nota «democrática», un abajamiento cristiano, una
aproximación al mundo, que pone todos los oficios clericales bajo el signo
general cristiano del «ministerio», del «servicio» 81.
En este sentido es decisiva la dependencia del clero
respecto a la colaboración competente de los seglares, comenzando por las
congregaciones romanas 82, pasando por las curias diocesanas 83 y llegando a
los consejos parroquiales 84. Todo esto se expresa una y otra vez en
términos de «derecho y obligación» de los seglares en la Iglesia 85. La
exención misma de las Órdenes religiosas se limita en todo lo necesario para
que se inserten sin fricciones en el movimiento misionero conjunto de la
Iglesia 86.
Es enorme la responsabilidad que incumbe al clero, no
sólo a los obispos, sino también a seminaristas, párrocos y coadjutores.
Leyendo los párrafos al caso 87, se ve claramente que la movilización de
los seglares para dar testimonio en el mundo no descarga a los sacerdotes,
sino redobla —en el área estrictamente espiritual— su responsabilidad. Se
trata, efectivamente, de una espiritualidad que proviene del meollo del
Evangelio 88, y es tan amplia que «baña todas las actividades profanas de
los creyentes con la luz del Evangelio» «y hay que considerarlas bajo esta
luz» 89. Esta amplitud se exige a la predicación, que debe ser
incondicionalmente homilía, exposición del Evangelio, para que los seglares
puedan aplicarla en su vida secular 90.
3. LOS PRESUPUESTOS RELIGIOSOS
El Concilio exige la susodicha amplitud entre la
auténtica revelación cristiana y la misión cristiana totalmente abierta al
mundo. A los obispos, por ejemplo, se les exige que sean portadores del
«misterio integral de Cristo», asumiendo las «realidades terrenas» con el
correspondiente compromiso de los cristianos 91. Como el Concilio Vaticano
II no buscó definiciones dogmáticas, presupone siempre el misterio de la
revelación como tal (lo que en muchísimos pasajes resulta evidente), sin
exponerlo ni expresa ni extensamente. Las numerosas indicaciones a
sacerdotes, religiosos y seglares de que su apostolado se inspire en la
plenitud de la revelación muestran claramente que el Concilio no anuncia en
modo alguno una «espiritualidad nueva», cuyo punto central y único fuera,
por ejemplo, ponerse cara al mundo.
Sin embargo, en la Iglesia de hoy, especialmente entre
teólogos y profesores de teología, se observa un fastidioso «mundismo»
(Weltelei), que desatiende al Concilio y falsamente le hace bogar bajo sus
banderas. Contra esta corriente hay que asentar de una vez el principio
hermenéutico válido para todos los textos conciliares: el Concilio exige
nuevas actitudes, para que el mensaje originario arribe a donde por sí
quiere y tiene que llegar. Por eso enuncia nuevas y vastísimas exigencias,
que provienen, todas sin excepción, de la voluntad originaria del
indivisible Dios unitrino, que es creador, redentor y santificador. Todos
los cristianos tienen el derecho y la obligación de evocar, como trasfondo
evidente de todo lo dicho por el Concilio, las verdades dogmáticas
elementales, no siempre expresamente recordadas, de suerte que cuanto de
nuevo aparece se contraste y se interprete con la fuente primordial de la
revelación. El Concilio dice bastante para que este principio (evidente en
el fondo) quede corroborado en todas sus disertaciones. Un par de líneas
fundamentales bastarán al respecto.
Como Cristo es la única solución del problema del
mundo, en toda su amplitud 92, por ser «el centro del linaje humano» 93, se
trata de que tome forma ante todo en los creyentes", lo cual significa que
todos ellos, juntamente con él, «se ofrezcan como sacrificio vivo, santo y
agradable a Dios» «Seguir a Jesús pobre, imitar a Cristo humilde, estar
siempre dispuestos a dejarlo todo por Cristo y a padecer persecución por la
justicia, tomar la cruz» es lo que se espera de los seglares 96. Y esto, aunque su piedad
«debe estar adaptada a la sociedad y a la cultura contemporáneas», al
carácter seglar de su vocación 97, pues «debe cumplir la misión de Cristo y
de la Iglesia viviendo de la fe en el misterio divino de la creación y de la
redención, movido por el Espíritu Santo, que vivifica al Pueblo de Dios e
impulsa a todos lo hombres a amar a Dios Padre y al mundo y a los hombres en
El» 98.
Esta conformidad con Cristo debe el seglar aprenderla
en la participación activa de la liturgia, sobre todo de la santa misa. El,
que por el bautismo está ya injertado en el misterio pascual de la muerte y
sepultura con Cristo, debe aprender a ser ofrenda y a anunciar la muerte del
Señor, participando en su banquete hasta que vuelva 99.
Los presupuestos religiosos del apostolado del
sacerdote son tradicionales sin restricción. Los sacerdotes han sido
«segregados para el Evangelio de Dios» (Rom 1,1), «consagrados por entero»
a la obra, a la que les llama el Señor, y tienen que estar en el mundo, pero
sin ser del mundo 100. Tienen que mortificar en sí la cobra de la carne,
dejar que Cristo viva en ellos, de suerte que puedan representarle en el
altar 101. Tienen que ser obedientes 102, atenerse al celibato 103, estar
convencidos «de la superioridad de la virginidad consagrada a Cristo sobre
el matrimonio» 104, «aceptarla gozosamente» «como signo y como estímulo del
amor pastoral» y «como fuente singular de fecundidad espiritual» 105, no
dejándose «impresionar por falsas teorías, que presentan la continencia
perfecta como imposible o como perjudicial» 106. Los sacerdotes son
apremiantemente invitados a aceptar la pobreza voluntaria en el seguimiento
de Cristo y deben en todo caso evitar cuanto dificulte a los pobres el
acceso a la casa parroquial 107. En su predicación «no deben avergonzarse
del escándalo de la cruz» 108.
El Concilio da suma importancia a la oración, a la
meditación, a la contemplación y a la adoración. Constantemente vuelve sobre
estos conceptos y sobre sus exigencias. Al candidato a sacerdote se le
inculca la necesidad de la «meditación devota de la palabra de Dios» 109;
al sacerdote en activo se le recomienda la búsqueda de los mejores medios
«para comunicar a los demás lo contemplado en su meditación» 45 y, sobre
todo, que «contemple los grandes misterios que en el celibato se significan
y se realizan»: las «misteriosas bodas entre Cristo y la Iglesia» 111.
Al sacerdote se le urge que su acción y contemplación
formen una simbiosis perfecta, pero de suerte que, en última instancia, la
acción esté dirigida a la contemplación 112. El sacerdote debe «alimentar y
fomentar su acción de la plenitud de la contemplación» 113. Se plantea, sin
duda, el grave problema de cómo «mantener en la humanidad de hoy la
capacidad de contemplación y de adoración» 114, porque el «equilibrio»
entre las exigencias de la vida colectiva y de la «contemplación» está hoy
alterado 115. Razón de más para que el sacerdote promueva «el verdadero
espíritu de oración» mediante una relación personal con Cristo, sin
descuidar «las visitas al Santísimo Sacramento y el culto personal al mismo»
119. Por eso, desde el seminario mismo tiene que vivir el candidato al
sacerdocio en una atmósfera «impregnada de amor al recogimiento y a la
piedad» 117.
Del mismo modo, «las Ordenes, y particularmente las
puramente contemplativas», deben ser altamente estimadas. «Por apremiante
que sea la necesidad del apostolado activo, ellas gozan de una primacía en
el Cuerpo místico», como «fuentes de donde dimana constantemente la gracia
del cielo» 118, como «lugares de edificación del pueblo cristiano» 119. La
vida contemplativa, precisamente en su forma monástica, hay que instituirla
en todas las jóvenes Iglesias de los países de misión 120, e invitar a las
Ordenes a que emprendan nuevas fundaciones 121.
Pero la dimensión contemplativa pertenece a la Iglesia
entera. «El fin de la sagrada liturgia es la adoración de la Majestad
divina» 122 por lo que en la celebración de la santa misa hay que «disponer
de un tiempo de santo silencio en el momento oportuno» 123. Esto no impide
que se dé instrucción al pueblo cristiano durante la misa, porque «en la
liturgia habla Dios a su pueblo, y Cristo sigue anunciando en ella la Buena
Nueva» 124. Uno de los efectos de la técnica, así lo espera el Concilio,
puede ser la liberación del hombre de la esclavitud de la materia, «a fin de
que más fácilmente se eleve a la adoración y contemplación del Creador» 125.
A la Iglesia toca preocuparse, sobre todo, del
desarrollo pleno de la personalidad, para que «el hombre despliegue sus
capacidades de admiración y contemplación» 126. Esto, entre otras razones,
para una confrontación «con las antiguas tradiciones ascéticas y
contemplativas (de Asia)»127 a cuyo encuentro tiene que salir la Iglesia tal
cual es, toda impregnada siempre del espíritu de contemplación. En
consonancia con este ser contemplativo de la Iglesia, el Concilio enaltece
al monaquismo cristiano oriental 128.
El Concilio hace hincapié en que los obispos y los
sacerdotes, prácticos en el ejercicio de la contemplación, sean duchos y
solícitos en suscitar y discernir los carismas diseminados en todo el
pueblo cristiano y en «promover en cuanto sea posible las vocaciones
sacerdotales, religiosas y misioneras» 129. Hay que iniciar a los sacerdotes
en la ayuda «a los religiosos y a las religiosas», para lo cual deben
dominar el arte de la «dirección espiritual» 130. Los sacerdotes y los
maestros cristianos deben «desplegar serios esfuerzos para fomentar las
vocaciones a las Ordenes religiosas». En la misma predicación dominical hay
que hablar con más frecuencia que hasta el presente sobre los consejos
evangélicos y sobre la elección del estado religioso» 1 31.
Naturalmente, la responsabilidad principal en el tema
de las vocaciones recae sobre los padres de familia cristianos 132, aunque
los miembros de las Ordenes religiosas tampoco deben dejarse achicar, como
si los consejos evangélicos «fueran contrarios al verdadero desarrollo de
la persona humana, cuando por su misma esencia la promueven y elevan a su
más alto grado. Ni nadie piense que los religiosos sean por su consagración
extraños al hombre e inútiles a la sociedad terrena» 133. Porque ¿cómo puede
ser inútil a la Iglesia y al mundo la forma de vida de Jesucristo y de su
Madre?
La vida, según los consejos, es «signo y estímulo de la
caridad y fuente singular de fecundidad espiritual en el mundo» 134. Y,
consecuentemente, recomienda el Concilio al clero secular y a los misioneros
una espiritualidad de los consejos de Cristo 135. Especialmente dice: «La
obediencia religiosa, lejos de menoscabar la dignidad de la persona humana,
la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez»;
desde luego, a condición de que los superiores reconozcan y respeten la
dignidad personal del que obedece 136.
En este contexto hay que recordar cómo el concilio
Vaticano II, que por una apreciación completamente errónea ha sido tildado
de antimariano, pide a todos los estamentos eclesiales una sincera y
ferviente devoción a la Santísima Virgen María, Madre de Dios. A los
sacerdotes («deben amarla y venerarla con una confianza filial») 137
los seglares 138, a los religiosos y religiosas 139, a la Iglesia
entera reclama el Concilio el culto de María 140, al mismo tiempo que
ensalza la piedad mariana de la Iglesia oriental 141.
La inserción de María y de su culto en la doctrina
eclesiológica sitúa a la Madre del Señor en el punto donde resulta diáfana
la verdadera envergadura de sus privilegios: «ser typus el exemplar
spectatissimum, al mismo tiempo que Madre amada» 142, e invocada como
abogada, intercesora, auxiliadora y mediadora 143. En ella «ha llegado ya la
Iglesia a la consumación» 144 y, por consiguiente, María es la figura
escatológica de la Iglesia, que en los demás miembros es «semper
reformanda».
Entre los presupuestos religiosos de la esencia y
acción eclesiales entra también cuanto el Concilio dice bajo el epígrafe de
la libertad religiosa, del encuentro con las religiones no cristianas y del
ecumenismo. En todo este campo:
I. Hay que rendir a Dios Creador toda la gloria que le
corresponde como Señor único de todas las personas, que han sido creadas por
El libres, mientras la Iglesia es sencillamente esclava al servicio de la
humanidad.
2.
Hay que rendir a Cristo toda la gloria que le corresponde, porque
vino a nosotros sin medios represivos y a nadie oprimió con su predicación y
diálogo, llamándonos a imitarle en su mansedumbre y humildad de corazón.
3.
Hay que rendir al Espíritu Santo toda la gloria que le corresponde,
porque sopla donde quiere y difunde también las gracias y los gérmenes de
la revelación de Dios fuera del ámbito de la Iglesia visible.
Todo esto lo sabía muy bien la Iglesia de los primeros
tiempos 145, y es vergonzante para nosotros que después de tantos siglos lo
hayamos olvidado —al menos en parte— y tengamos que aprenderlo de nuevo.
¡Cuánto tiempo perdido! El mundo mismo ha tenido que forzarnos a abrazar la
auténtica indefensión cristiana, a salir al paso del mundo sólo con las
«armas de Dios» (Ef 6,11), únicos instrumentos de bendición.
Con los más auténticos valores cristianos, que son la
oración, la penitencia, los consejos evangélicos, la indefensión
apostólica, es enviado el cristiano a su misión en el «mundo mundano», donde
ha de mantenerse en diálogo y conservarse en los lugares de trabajo. Se le
exige toda la tensión, se le obliga a ser puente de máximo arco, se le carga
con la más grave responsabilidad. El Concilio no ha aligerado nada, ha
cargado y agravado. Es, como ningún otro concilio, un Concilio del Espíritu
Santo.
El Espíritu, en efecto, procede del Padre y del Hijo:
del Padre, que ha creado el mundo y sus estamentos, y del Hijo, que ha
redimido al mundo con la cruz y un despojo extremo de sí. Pero estas dos
esferas no se yuxtaponen, porque el Padre lo creó todo con miras al Hijo, y
el Hijo lo ha redimido todo con miras al Padre, para poner a sus pies el
reino consumado (1 Cor 15,23). Por su parte, el Espíritu es la unidad última
del mundo de la creación y del mundo de la Iglesia. Es mundano y espiritual
en el sentido de que penetra todo lo mundano para Cristo y abre todo lo
cristiano para el cosmos del Padre.
La Iglesia, en sus representantes oficiales, ha
comprendido que en la indefensión y generosidad del amor, que sólo conoce
las armas espirituales, está ubicada en el punto más abierto y al mismo
tiempo más fecundo que cabe imaginar. Su punto, su lugar, es el Espíritu
Santo, que libremente se mece entre el reino del Padre y el reino del Hijo,
exhalado del Padre al Hijo (por el mundo a la Iglesia) y por el Hijo al
Padre (por la Iglesia al mundo).
ATROFIAS
Es lástima que los años postconciliares no parecen
haber entendido suficientemente toda la magnitud del programa, que, desde
luego, sólo puede percibirse desde la óptica de su unidad. Por no hablar de
otras cosas, destacaremos dos que obstaculizan su desarrollo: la tendencia
al liberalismo teológico y la sobrevaloración unilateral de la reforma
litúrgica.
1.
En vez de presentar al pueblo cristiano una teología tomada de la
plenitud de la revelación en su orientación al mundo, la teología actual
adolece de múltiples incertidumbres y de fenómenos demoledores. Los
manuales escolásticos ya no bastan, hay que volver a la Escritura. Pero la
Escritura es intrínsecamente desmenuzada por muchos con los métodos
protestantes de la desmitologización. Si se procede consecuentemente con
estos métodos, no queda más que un humanismo liberal cristiano, que
falsamente apela al Concilio y a su llamada al diálogo, sin tener la Buena
Nueva de Dios ni poderla anunciar al hombre.
El slogan mismo de los «cristianos anónimos», que fuera
de las Iglesias cristianas tendrían suficientes caminos de salvación en
virtud de la ordenación sobrenatural del mundo, hace desvanecer a los ojos
del cristiano medio la necesidad de una profesión positiva de fe en Cristo.
« ¡Como también sin esto se llega...!» Pero resulta que con recortes de la
«anchura, largura y profundidad» del conocimiento del amor y de la verdad
de Dios, «que supera todo concepto» (Ef 3,1819), el anuncio y la
presentación del cristianismo, lejos de aliviarse, exige un mayor esfuerzo,
porque los aspectos particulares de la verdad requieren constantemente y
doquier —en la predicación, en la catequesis, en la instrucción de los
adultos 146, en las clases y en la literatura teológica— una presentación en
función de las honduras a que se refieren y remiten, y que no son sino el
misterio insondable y sin par de Dios.
2.
La reforma litúrgica purifica y ventila un tema milenario. Es un
asunto tan apremiante y céntrico que no hay objeción históricocultural que
se le resista: ni la nobleza y hermosura del latín, ni la magnificencia y
validez de la antigua arquitectura de los templos, inspirados en una
celebración litúrgica muy clerical, ni la dificultad de nuestro tiempo de
cultura cero para crear un lenguaje litúrgico convincente, etc.
Todo esto no son más que aspectos secundarios frente al
tema primario de «la participación consciente y activa» 147 de todo el
Pueblo de Dios en el culto divino. Pero ni esta reforma tan apremiantemente
necesaria es el centro de las aspiraciones conciliares, y no deben aparecer
como tales a los ojos del clero y de los seglares, ni debe introducirse de
forma que confunda al pueblo, le choque y le paralice, y hasta le retraiga
de la oración y le desanime. Ha de ponerse máximo «cuidado de que las
nuevas formas se produzcan orgánicamente, por así decirlo, de las
existentes 148 y proceder siempre con «paciencia» 149.
Es indudable que la misa «no es de carácter privado» y
hay que explicar claramente a los fieles que «su celebración en comunidad
debe preferirse a la celebración individual y privada, por así decirlo»
150. Pero tampoco hay que olvidar que la misa dominical es para muchísimos
cristianos el momento de la semana en que presentan también sus cuitas
personales a Dios, y que es peligroso privarles de esta ocasión de mirada
personal a Dios sin procurarles el sucedáneo indispensable. Por lo menos hay
que procurarles «unos momentos de silencio oportunamente encajados» 151,
después de la consagración y de la comunión, y cultivar además las
devociones populares 152 y enseñarles de nuevo a orar personalmente en casa.
Finalmente, los textos en lengua vernácula hay que
configurarlos de suerte que respondan a la sensibilidad lingüística de hoy
(lo que no puede decirse de las traducciones actuales de las oraciones y de
no pocas epístolas) y no rebajen su contenido religioso. En este punto, como
en todos los demás, el clero tiene que sentirse y comportarse como servidor
del pueblo y no tomar el culto divino como ocasión para un nuevo
clericalismo, que dirige al rebaño al antojo de sus silbidos y corazonadas.
En los textos conciliares no se dice palabra sobre el cambio del altar, que
para muchos sacerdotes constituye la única bienaventuranza y la panacea
eficaz. Puede ser ventajosa en las iglesias modernas, pero en las barrocas
resulta casi siempre desolador, incluso litúrgicamente. La ganancia es poca,
porque tan significativo es que el sacerdote como exponente del pueblo esté
con él en la misma dirección a Dios, o que esté de cara al pueblo (¿como
«representante de Cristo»?). En todo caso, no merece la pena dar tanta
importancia a elementos accidentales de este tipo, que no son más que medios
para el fin.
5. TODO EL ARCO
Todo miembro de la Iglesia, monje o monja, obispo o
sacerdote, seglar o misionero, está obligado a representar en su existencia
todo el arco. Monjes y monjas se consagran a Dios para la obra de la
redención en todas las Ordenes del mundo, sean de vida activa o de vida
contemplativa. Obispos y sacerdotes trabajan en el pueblo seglar, están en
la trama del mundo y tienen que mirar también en su acción a los
no-católicos y a los no-cristianos. Los misioneros están por vocación en
camino de la Iglesia al mundo, y los seglares lo mismo, cada uno a su modo.
Un símbolo especialmente elocuente de la Iglesia de hoy
se me antojan los institutos seculares, cuyo asunto y objetivo es «todo el
arco»: la consagración a Dios por los consejos evangélicos, al mismo tiempo
que el trabajo en todas las profesiones y ambientes del mundo. Tampoco ellos
han de ceder a palabras engañosas de que su consagración impide su libertad
personal. Según la clara doctrina del Concilio, la renuncia cristiana lleva
precisamente a la auténtica libertad y a la madurez del amor 153. Esto lo
entiende todo aquel que vive no para disfrutar, sino para servir 154.
1 LG 48;
GS 45, 1; AG 1.
2 SC 5; AG 7.
3 AG 5. 4 SC 26 (cit.
de San Cipriano); 5
AG 5.
6 LG 1.
7 LG 9. 8 GS 92,1. 9 LG 9. 10 LG 3. 11 AG 15. 12 AG 9.
13 UR 6; LG 8; GS 21,5.
14 LG 48. 15 AG 2. 16
LG 1
17 CD 16.
18 UR 7. 19 AG 35. 20 AG 11. 21 AG 12.
22 AA 2. 23 Ibíd. 24 PO 2. 25
AA 16. 26 AG 21. 27 AA 1.
28 AA 2. 29 AA 3. 30 AA 13. 31 LG 31. 32 GS 36,1. 33 GS
38,1. 34 Ibíd. 35 Ibíd., 14,1. 36 Ibíd., 20, 2. 37 Ibíd., 32. 38 Ibíd.,
67.2. 39 LG 41. 40 AA 5. 41 GS 43.1.
42lbíd.,
90,1.
43 AG 36
.
44 GS 57,1
45 Ibíd., 53.2
46 Ibid..
63,1
47 lbíd.. 64
48 Ibid., 65,2.
49 lbíd., 114.3: 90,3.
50
LG 36.
.
51GS 25: 37
52 Ibíd.,
1920:
57,5. 53 Ibíd., 72,2. 54 Ibíd .,
93,1. 55 AA 14 56 Ibíd., 6.
57 Ibid 7.
58 LG 35.
59 OT 20.
60 GS 43,2.
61 AA 31 a..
62 GS 19,2.
63 Ibíd., 62,7.
64
Ibíd.,55.
65 Ibíd.,
37,4; 72,2.
66 AG 5.
67 GS 4752; 87.
68 Ibid., 75.
69 GS
69,1. Cf. las notas 146149. 70 CD 13. 71 OT 8; cf. PO 6. 72. 72
CD18.73
AA 8. 74 GS 1,1. 7
Ibid., 88.1
76 AG 11.
77 CD 13. 78
OT 15.
54,
79 Ibid., 16; UR 4;
NA 22. 54, 80 GS 28,2.
81. Se dice de los obispos: CD 16: de los sacerdotes: PO 6 y passim. De la
Iglesia en conjunto: AG 12.. 82CD 10.
83 Ibid., 27; AA 26. 84" CD 30; AA 26. 85 PO 16; AA 3;
cf. GS 65,3, etc. 86 De aquí la nueva asignatura cristocéntrica introducida
en los seminarios: OT 14,16. 88 PO y OT; CD 2830.
88 CD 35. 89 GS 43,3. 9" SC 24; 35; DV 21; 2324; CD 30,2; PO 4 (donde
se recalca la dificultad de la predicación en nuestros días), 5.
9 CD 12.
92
GS
10,2; 22,16. 93 Ibíd. 45, 1. 94 LG 7.
95Ibíd., 10
96 AA. 4. 97 Ibíd., 29. 98 SC 6; 48
99 Ibíd.
100 PO 3.
101 Ibíd., 1213. 102 OT 9: «La obediencia es la virtud
específica del ministro de Cristo, que con su obediencia redimió al género
humano»; AG 24. 103 OT 10.
105 Po 16.
107 Po 17. 104 Ibíd., lo.
106 PC 12 108 AG 24.
109 OT 8.
110 PO 13. 111 Ibíd., 16. 112 SC 2. 113 LG 41.
114 OS 56,4.
115 Ibíd., 8,2. 116 PO 18. 117 OT 11. 118 PC 7.
119 Ibíd. 9.
120 AG
18. 121 Ibíd., 40.
122 SC 33.
123 30. 124 SC 33. 125 GS 57,4.
126 Ibíd., 59,1. 127 AG 18.
128
O E 15.. 129 CD 15.
Sobre los sacerdotes: PO 9. 130 OT 19: PO 6.
131 PC
24. 132 GS 52,1; AG 41. 133 LG 40. 134 LG 42; PC 1214.
135 PO 1517. 136 PC 14. 137 OT
8; PO 18. 138 AA 4. 139 PC 25. 140 LG 52s; SC 103.
141 OE 15.
142 LG 53.
143 Ibíd.. 62. 144
Ibíd., 65. 145 DH 11: «Desde los primeros días de la Iglesia, los discípulos
de Cristo se esforzaron por convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor,
no por la acción coercitiva ni con artificios indignos del Evangelio, sino
ante todo por la virtud de la palabra de Dios». Por desgracia, no enumera a
continuación los «artificios indignos del Evangelio». Hubiera sido oportuna
aquí una disculpa a la humanidad, como en UR 7 a las demás Iglesias
cristianas.
145 «Procuren los obispos restablecer o instituir la
instrucción de los adultos»: CD 14.
147«Conscia et actuosa participatio SC 14, y passim.
148 SC 23. 149 .
lbíd.. 19. 150 Ibíd., 27.
151
Ibíd., 30. 152
Ibíd., 13. .
153.
LG 46; PC 14, etc. 154 Concilio no desarrolla una doctrina propia sobre los
institutos seculares, que desde el año 1947 ha sido objeto de constantes
reflexiones. Pero en LG 31: PC 1 y 23; GS 62, 7; AG 21; UR 29, presentan las
«nuevas formas de la vida religiosa como signos de la reforma de la Iglesia.