John MOODY: EL ENCUENTRO CON LA SANTA MISA
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Por John MOODY (Estados Unidos).
Tomado de LAMPING, Severin,
Hombres que vuelven a la Iglesia,
E.P.E.S.A., Madrid, 1949.
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Nueva York; fundador, presidente y director del "Moody's Investor's
Service", que tiene oficinas en Nneva York, Londres, Chicago, Boston,
Filadelfia y Los Angeles. Ha escrito "The Baffled Business World" (El
confuso mundo económico) y la historia de su conversión: "My Long Road Home"
(Mi largo camino hacia casa). John Moody es también vicepresidente de la
"National Catholic Converts League of New York", que ahora se denomina
"Saint Paul's Guild" (Asociación de San Pablo). Otras publicaciones:
"Moody's Manual of Investments", (publicación anual estadística, cinco
volúmenes), "The Truth about the Trusts", "The Art of Walt Street
Investing", "The Railroad Builders", "Master of Capital". etc. Colaborador
de "America", "Commonwea1", "Catholic World", "The Sign", "Atlantic Monthly"
y otras revistas y periódicos financieros y técnicos.
(Recordemos que esta presentación fue escrita en 1949).
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"Haré cualquier cosa antes que eso", solía yo decir, cuando oía que éste o
aquél se había hecho católico. Tal fué siempre mi manera de hablar. Me crié
en la Iglesia episcopal, pero la abandoné al ser mayor. Al principio, me
dediqué a estudiar las más diversas formas del protestantismo. Luego pasé al
panteísmo, porque la naturaleza me ha hecho aficionado a filosofar. A los
treinta años dejó de satisfacerme el panteísmo y, entonces, me refugié en la
Filosofía y conocí a William James y sus adeptos. Desde entonces dejé a un
lado toda fe. Era, como solemos decir, un modernista. Pero, en el transcurso
del tiempo, descubrí lo que generalmente no se oculta a los que meditan un
poco: que es imposible ser feliz sin encontrar, de vez en cuando,
reproducidos en otros los pensamientos propios.
El año 1900 fue Spencer el hombre en que yo basé mi concepción del universo.
Después de él vino W. James, para ser pronto sustituido por Jorge Santayana.
Vino luego Bergson y, tras él, Freud con su psicoanálisis, que echó por la
borda mis ideas anteriores.
Hacia el año 1920 había llegado a un punto en que la Filosofía moderna me
parecía una obra vana. No sabía qué creer. No tenía respuesta ninguna ante
la vida y me encontraba en aquella situación a que llegan la mayor parte de
los hombres que son por naturaleza algo críticos. Se tiene la sensación de
moverse en un círculo vicioso y de que nunca se llegará al fin. El error
está, sin duda, en que el hombre corriente, que no es ningún especialista,
se inclina demasiado a creer en autoridades que se han constituido como
tales por sí mismas. Recuerdo haber hecho profesión de darwinismo, porque
estos grandes hombres decían que era un sistema científico. De aquí procedía
también mi fe en Spencer. Pero después de algún tiempo me dije: "¿Es verdad
lo que dicen estos hombres?"
Un día-fue, si no me equivoco, en el año 1922-discutí sobre este tema con un
profesor universitario. "¿Acaso sé yo-me dijo-si esto es o no verdad? Por lo
demás, es una verdadera fatalidad. ¡Si supieran los hombres que no somos más
que polillas! Porque, en realidad, nosotros no sabemos más que otros y, más
pronto o más tarde, nos veremos comprometidos por nuestros propios
pensamientos." Esto me dió que pensar. De los tiempos de mi actividad en la
banca, recordaba a algunos potentados que yo veneraba. Pasados los años, vi
las debilidades de estos poderosos de Wall Street.
Comprobé que la mayor parte de estos grandes hombres, tanto economistas como
políticos, más tarde o más temprano, dejaban ver que no eran mas que
"polillas"; ¡y ahora me decía mi amigo lo mismo de los filósofos! Estando yo
en esta disposición de ánimo, vino a mis manos la Ortodoxia, de Chesterton.
En este libro aprendí la ridiculez de la filosofía moderna. Pero, en mi
interior, pensaba: Tiene que haber alguna respuesta ante la vida. ¿Dónde
será posible encontrarla? Comprendí que esta respuesta no podía encontrarse
en los diversos sistemas religiosos a que yo había pertenecido
sucesivamente. ¿Dónde estaba la respuesta? Sólo había dejado de buscarla en
el catolicismo. ¿Por qué? Porque tenía prejuicios contra la Iglesia
católica. Se me había enseñado que el catolicismo era una cosa a la que no
se debía prestar la menor atención.
Así pasaba el tiempo y, mientras tanto, había traspuesto ya los cincuenta
años, desilusionado de todo lo que había probado. No obstante, seguí
buscando una respuesta a la vida, y pronto había de recibirla. La cosa
empezó más o menos así: El año 1927 me detuve en Viena con un amigo, a causa
de ciertos negocios. Visitamos a los banqueros y ocupamos la mayor parte del
tiempo en nuestros asuntos. Un día visitamos a un banquero que. por motivos
imprevistos, no pudo recibirnos a la hora convenida. Como teníamos que
esperar una hora, propuse que fuéramos a ver la cercana catedral de San
Esteban. Fue el 15 de agosto. Precisamente se estaba cantando una misa
solemne.
En América no había entrado yo todavía en una Iglesia católica. Ahora
asistía por vez primera a una misa. Una inmensa multitud llenaba la catedral
y, como nos encontrábamos en el centro, fuimos empujados hasta cerca del
presbiterio. Comprendí que se trataba de una misa extraordinaria, y todo me
pareció muy hermoso. De pronto oímos sonar una campana, y todos cayeron de
rodillas. No pudimos movernos; tan apretados estábamos. Miré a mi amigo y le
dije : "Será mejor que también nosotros nos arrodillemos." Lo hicimos y
permanecimos arrodillados mientras la multitud estuvo de rodillas. Yo quedé
muy conmovido; tanto, que me resolví a asistir también a Vísperas, por la
tarde. Los tres días siguientes, volví a asistir a misa en la catedral.
Antes de abandonar Viena, me dije: "El catolicismo tiene en sí algo que es
realidad. Necesito averiguar qué es." Después de mi vuelta a Nueva York,
hablé sobre esto con mi esposa. Ella me dijo: "Antes de que te des cuenta,
te echará la mano encima algún cura y te convertirá." "No, contesté yo; si
hubiera de dar un paso semejante, habría de ser espontáneamente."
Tan pronto como se me presentó la ocasión, procuré hacerme con literatura
católica, y - bien se me puede creer esto - pasó mucho tiempo antes de que
pudiera encontrarla. Hay personas en mi situación que andan buscando libros
católicos y no los encuentran. Por fin, cayó en mis manos el libro de Fulton
Sheen: Dios y la Razón. En este libro encontré, en primer lugar, un análisis
de la filosofía moderna, y esto era precisamente lo que me convenía. Luego
encontré en él una exposición de la filosofía de Santo Tomás de Aquino.
Hasta entonces, Santo Tomás no había sido para mí más que un nombre; más
aún, dudo que hubiera oído jamás este nombre. La exposición de la filosofía
del Aquinate me subyugó. Pronto comencé a reunir una biblioteca de filosofía
escolástica, desechando los libros de Mister Eddy y otros semejantes para
hacer sitio a la literatura tomista.
Cuando quise darme cuenta, me encontré estudiando a San Agustín y abismado
en la Teología. Hacia el año 1931 tenía ya unas seis estanterías llenas de
literatura católica. Por entonces sabía ya que iba a hacerme católico, pero
quería tomar las cosas con calma. Aún visité a tres cultos predicadores
protestantes y les rogué que me rebatieran mis objeciones. Después que los
hube puesto en aprieto, acabaron por decirme: "Usted pertenece a la Iglesia
católica. Haga por entrar en ella lo más pronto posible." No obstante, yo
titubeaba. Volví a enfrascarme en la lectura de Santayana y de los otros
filósofos modernos. Más aún, empleé un año entero en recorrer a la inversa
el camino de mi vida, para ver si había cometido alguna omisión o error.
Pasado este año, llegué a la conclusión de que sólo la Iglesia católica era
el lugar apropiado para mí.
Visité a un sacerdote en un distrito rural, al norte del Estado de Nueva
York, y, una semana después, fui recibido en la Iglesia. El cardenal Hayes
me administró la Sagrada Confirmación, y recibí el nombre de Tomás. Si
alguien me preguntara como había venido a parar a la Iglesia católica, le
contestaría: "Por medio de Santo Tomás."
Y, ahora, todavía una cosa: Hace sólo nueve meses que soy católico; pero
puedo decir, en verdad, que durante estos nueve meses he disfrutado de una
paz como nunca la había conocido. Estoy completamente convencido, y lo
estaré siempre, de que la Iglesia católica es la única que da la respuesta a
nuestra vida. Digo esto como hombre que durante cuarenta años probó toda
clase de temas religiosos y filosóficos; y repito que sólo en la Iglesia
católica se recibe una respuesta determinada ante la vida.
(cortesía feyrazon.org)