Cultura de la comunicación y nuevos lenguajes
Discurso del Papa
Benedicto XVI
al Consejo Pontificio para la Cultura (2010)
Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,
estoy contento de encontraros al término de la Asamblea Plenaria del Consejo
Pontificio para la Cultura, durante el transcurso de la cual habéis profundizado
en el tema: “Cultura de la comunicación y nuevos lenguajes”. Doy las gracias a
su presidente, monseñor Gianfranco Ravasi, por sus hermosas palabras, y saludo a
todos los participantes, agradecido por la contribución ofrecida al estudio de
esta temática, muy relevante para la misión de la Iglesia. Hablar de
comunicación y de lenguaje significa, de hecho, no sólo tocar uno de los nudos
cruciales de nuestro mundo y de sus culturas, sino, para nosotros los creyentes,
significa acercarse al misterio mismo de Dios que, en su bondad y sabiduría,
quiso revelarse y manifestar su voluntad a los hombres (Concilio Vaticano II,
Const. Dogm. Dei Verbum, 2). En Cristo, de hecho, Dios se nos reveló como Logos,
que se comunica y nos interpela, enlazando la relación que funda nuestra
identidad y dignidad de personas humanas, amadas como hijos por el único Padre (cfr
Ex. ap. postsinodal Verbum Domini, 6.22.23). Comunicación y lenguaje son también
dimensiones esenciales de la cultura humana, constituida por informaciones y
nociones, por creencias y estilos de vida, pero también por reglas, sin las
cuales difícilmente las personas podrían progresar en la humanidad y en la
socialidad. He apreciado la decisión original de inaugurar la Plenaria en la
Sala de la Protomoteca en el Campidoglio, corazón civil e institucional de Roma,
con una mesa redonda sobre el tema: "En la Ciudad a la escucha de los lenguajes
del alma”. De esta forma, el Dicasterio ha querido expresar una de sus tareas
esenciales: ponerse a la escucha de los hombres y de las mujeres de nuestro
tiempo, para promover nuevas ocasiones de anuncio del Evangelio. Escuchando, por
tanto, las voces del mundo globalizado, nos damos cuenta de que está en curso
una profunda transformación cultural, con nuevos lenguajes y nuevas formas de
comunicación, que favorecen también nuevos y problemáticos modelos
antropológicos.
En este contexto, los Pastores y los fieles advierten con preocupación algunas
dificultades en la comunicación del mensaje evangélico y en la transmisión de la
fe, dentro de la propia comunidad eclesial. Como he escrito en la Exhortación
apostólica postsinodal Verbum Domini: "muchos cristianos necesitados de que se
les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan
experimentar concretamente la fuerza del Evangelio" (n. 96). Los problemas
parecen a veces aumentar cuando la Iglesia se dirige a los hombres y a las
mujeres alejados o indiferentes a una experiencia de fe, a los cuales el mensaje
evangélico llega de manera poco eficaz y convincente. En un mundo que hace de la
comunicación la estrategia principal, la Iglesia, depositaria de la misión de
comunicar a todas las gentes el Evangelio de la salvación, no permanece
indiferente y extraña; intenta, por el contrario, de valerse con renovado empeño
creativo, pero también con sentido crítico y discernimiento atento, de los
nuevos lenguajes y de las nuevas modalidades comunicativas.
La incapacidad del lenguaje de comunicar el sentido profundo y la belleza de la
experiencia de fe puede contribuir a la indiferencia de muchos, sobre todo los
jóvenes; puede convertirse en motivo de alejamiento, como afirmaba ya la
Constitución Gaudium et spes, reconociendo que una presentación inadecuada del
mensaje esconde más que manifiesta el genuino rostro de Dios y de la religión (cfr
n. 19). La Iglesia quiere dialogar con todos, en la búsqueda de la verdad; pero
para que el diálogo y la comunicación sean eficaces y fecundos es necesario
sintonizarse en una misma frecuencia, en ámbitos de encuentro amistoso y
sincero, en ese “Atrio de los Gentiles” ideal que propuse, hablando a la Curia
Romana hace un año, y que el Dicasterio está realizando en diversos lugares
emblemáticos de la cultura europea. Hoy no pocos jóvenes, aturdidos por las
infinitas posibilidades ofrecidas por las redes informáticas o por otras
tecnologías, establecen formas de comunicación que no contribuyen al crecimiento
en humanidad, sino que al contrario, corren el riesgo al contrario de aumentar
el sentido de soledad y de desorientación. Ante estos fenómenos, he hablado
muchas veces de emergencia educativa, un desafío al que se puede y se debe
responder con inteligencia creativa, empeñándose en promover una comunicación
humanizadora, que estimule el sentido crítico y la capacidad de valoración y de
discernimiento.
También en la cultura tecnológica actual, es el paradigma permanente de la
inculturación del Evangelio el que hace de guía, purificando, sanando y elevando
los mejores elementos de los nuevos lenguajes y de las nuevas formas de
comunicación. Para esta tarea, difícil y fascinante, la Iglesia puede acudir al
extraordinario patrimonio de símbolos, imágenes, ritos y gestos de su tradición.
En particular, el rico y denso simbolismo de la liturgia debe resplandecer en
toda su fuerza como elemento comunicativo, hasta tocar profundamente la
conciencia humana, el corazón y el intelecto. La tradición cristiana, además, ha
unido siempre estrechamente a la liturgia el lenguaje del arte, cuya belleza
tiene una particular fuerza comunicativa propia. Lo experimentamos también el
pasado domingo, en Barcelona, en la Basílica de la Sagrada Familia, obra de
Antoni Gaudí, que conjugó genialmente el sentido de lo sagrado y de la liturgia
con formas artísticas tanto modernas como en sintonía en las mejores tradiciones
arquitectónicas. Con todo, más incisiva aún que el arte y que la imagen en la
comunicación del mensaje evangélico es la belleza de la vida cristiana. Al
final, sólo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los santos, de
los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida
cristiana vivida en plenitud haba sin palabras. Necesitamos hombres y mujeres
que hablen con su vida, que sepan comunicar el Evangelio, con claridad y valor,
con la transparencia de las acciones, con la pasión gloriosa de la caridad.
Tras haber ido peregrino a Santiago de Compostela y haber admirado en miles de
personas, sobre todo jóvenes, la fuerza convincente del testimonio, la alegría
de ponerse en camino hacia la verdad y la belleza, auguro que muchos
contemporáneos nuestros puedan decir, volviendo a escuchar la voz del Señor,
como los discípulos de Emaús: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos
hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). Queridos
amigos, os doy las gracias por cuanto hacéis cada día con competencia y
dedicación y, mientras os confío a la protección maternal de María Santísima, os
imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.