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 Reflexiones sobre el Sínodo y la Palabra de Dios


por Robert Imbelli 

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Al gozar de un año sabático como docente de teología en el Boston College, he querido estar presente en Roma durante del Sínodo de los Obispos, dirigido a lograr una valoración más profunda y una afirmación renovada de la "Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". En realidad, muy pocos temas han sido tan fundamentales desde el punto de vista teológico y tan pertinentes desde el punto de vista pastoral. [...] 

Mi primera y fuerte impresión es que el Sínodo ha sido una profunda experiencia eclesial, en primer lugar, como es obvio, para los participantes, pero espero que también, a través de ellos y de los informes de los medios de comunicación, para toda la Iglesia Católica. Obispos y teólogos, laicos y sacerdotes, mujeres y hombres, al igual que representantes de otras comunidades cristianas han compartido tres semanas intensas, y se han enriquecido recíprocamente a través de sus experiencias, ideas, opiniones e intereses. Lo han hecho formalmente con declaraciones y debates desplegados en grupos lingüísticos más pequeños, pero lo han hecho también informalmente durante las pausas para el café o las comidas. La Palabra de Dios se ha reflejado en las numerosas palabras de la familia humana, mostrando su intrincada riqueza y su fuerza transformadora, "suaviter et fortiter", con suavidad y firmeza. 

Una de las ideas más cruciales, surgida durante el transcurso del Sínodo, ha sido la necesidad de comprender las multiformes dimensiones de la "Palabra de Dios". En el lenguaje de los teólogos, éste es un concepto "análogo". La "Palabra de Dios" no se puede identificar simplemente con las Sagradas Escrituras, las cuales son testigos privilegiados de la Palabra de Dios, mientras que ésta última trasciende inclusive su encarnación bíblica. 

En efecto, en definitiva la Palabra de Dios es una Persona: Jesucristo mismo es la encarnación plena y definitiva de la Palabra de Dios. En este sentido, ningún versículo bíblico es más importante que el del Evangelio según san Juan: "Y el Verbo se hizo carne y habitó en medio de nosotros" (1, 14). En Jesucristo, en su vida, muerte y resurrección, la Revelación de Dios encuentra su expresión perfecta y obtiene la reconciliación del mundo. 

Significativamente, este reconocimiento nutrido de fe implica que el cristianismo puede ser definido sólo impropiamente como una "religión del libro". Dado que el testimonio bíblico de Jesús es precioso e indispensable, el cristianismo es precisamente la "religión de la persona": la persona de Jesucristo que, a través suyo, llama a todos a la comunión personal con el Padre. 

Una consecuencia ulterior, puesta de relieve por numerosos obispos, es que Jesucristo ofrece a los cristianos la "clave hermenéutica" para comprender las Escrituras. En este sentido, la Biblia no es una recolección despareja de libros del mundo antiguo, sino un texto que encuentra en Jesucristo su "principium", su principio interpretativo, porque en cuanto Palabra de Dios él es también su origen y su objeto. 

Desde la "relatio" de apertura del cardenal Ouellet, pasando por la intervención del Papa, hasta las propuestas conclusivas presentadas al Santo Padre, este reconocimiento ha llevado a insistir en la necesidad de utilizar diversos métodos de interpretación de las Escrituras. El llamado método histórico-crítico es indispensable, porque la Palabra de Dios ha ingresado verdaderamente en la historia humana, ya que ha nacido durante el reinado de César Augusto y fue crucificada en tiempos de Poncio Pilato. Como ha afirmado el Santo Padre: "La historia de la salvación no es mitología, sino verdadera historia, es por eso que hay que estudiarla con los métodos de la seria investigación histórica". 

Por el mismo motivo, un método exclusivamente histórico-crítico presenta fuertes límites. La Palabra de Dios, de la que la Biblia ofrece testimonio, trasciende claramente la dimensión histórica, pues cobija el plan de Dios para el mundo. La Biblia no está relegada sólo al pasado, sino que desafía al presente y se abre hacia un cumplimiento futuro. 

En consecuencia, la aproximación histórica-crítica debe estar acompañada por una aproximación teológica-espiritual que afirme la unidad de las Escrituras y que reconozca que, a través del misterio pascual de Cristo, el Espíritu Santo se ha esparcido y ha dado inicio a la nueva creación. 

En consecuencia, el contexto propio y privilegiado para escuchar la Palabra de Dios es la liturgia de la Iglesia, en forma especial la Eucaristía. En ella se cumple la unidad de los dos Testamentos y se celebra la presencia del Cristo vivo, quien expone el significado de las Escrituras. En ella se torna claro que es en el seno de la comunidad de fe y en su tradición que la Palabra de Dios sigue alimentando al Pueblo de Dios en cada época, hasta el momento que se cumpla el retorno glorioso del Señor. 

Desde este punto de vista, el Sínodo nos ha lanzado dos desafíos urgentes. El primero es que todos los miembros de la Iglesia están llamados a apropiarse, en forma disciplinada, de la Palabra de Dios en su vida cotidiana, haciéndose guiar y sostener por ella. A partir de ello han surgido las frecuentes exhortaciones del Sínodo al desarrollo y a la difusión de una lectura espiritual de la Biblia, que vaya más allá del nombre genérico de "lectio divina". Si bien son necesarios modalidades y métodos diferentes para satisfacer las exigencias de los diversos interlocutores y de las diversas situaciones culturales, un requisito permanente es la necesidad para todos, sobre todo para cuantos están inmersos en culturas occidentales con frecuencia frenéticas, de adquirir familiaridad con el silencio. Solo con un silencio atento podemos escuchar con renovado vigor la Palabra de Dios. 

El segundo desafío es la necesidad urgente de llevar a cabo esfuerzos creativos para recrear los vínculos entre la exégesis y la teología sistemática, o bien, más concretamente, entre exégetas y teólogos. Esto es particularmente difícil en el contexto actual de las universidades, tan orientadas a una investigación especializada que muchas veces separa en vez de unir. No obstante ello, se trata de un imperativo. Como afirma el Santo Padre en su intervención en el Sínodo: "Donde la exégesis no es teológica, la Escritura no puede ser el alma de la teología, y viceversa, donde la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología no tiene más fundamento".


* * *

Otra temática que ha suscitado gran interés en el Sínodo ha sido la de la predicación. Los obispos saben bien que la Palabra de Dios debe ser partida y compartida con el pueblo de Dios, al igual que el pan eucarístico. Es evidente que esto asume formas diversas, según la edad y la formación de los oyentes, pero una característica común que surge de la meditación sobre la Palabra de Dios en su realidad trascendente es que las homilías deberían ser "mistagógicas", es decir, deberían conducir a la asamblea a un encuentro vivificante con Jesucristo, verdadera Palabra encarnada. 

Pienso que el Papa mismo ofrece una guía preciosa sobre el arte de esta predicación mistagógica. Sus homilías, tan atentas a la situación concreta y a la sensibilidad de aquéllos a quienes se dirigen, buscan siempre promover un renovado aprecio de la altura, amplitud, longitud y profundidad del amor de Cristo por su cuerpo, la Iglesia, y a través de ella, por el mundo entero. En sus homilías, Benedicto XVI intenta introducir en el misterio pascual de Cristo a cuantos lo escuchan, misterio en el que ellos no son meros observadores sino participantes. 

Esta predicación mistagógica está en sí potenciada y reforzada por la calidad estética del lugar en el que se despliega. Este tema ha surgido muchas veces en el Sínodo, pero ha tenido una importancia particular en el histórico discurso del Patriarca ecuménico Bartolomeo I. En la fe encarnada de la Iglesia, la Palabra de Dios no sólo es escuchada, sino también visualizada, pues está mediada por íconos e imágenes. Bartolomeo ha dicho de los íconos que "nos alientan a buscar lo extraordinario en lo realmente ordinario". 

Ha sido providencial entonces que, mientras se desarrollaba el Sínodo en el Vaticano, se haya organizado en Roma, en el espléndido lugar de exposiciones de las Scuderie del Quirinale, una magnífica muestra del artista veneciano del primer Renacimiento: Giovanni Bellini (1435-1516). En sus maravillosas representaciones de la Virgen con el Niño, de la crucifixión y de la resurrección de Cristo, lo extraordinario y lo ordinario se integran en forma fascinante, uno arrojando luz sobre el otro. O mejor dicho, la luz de Cristo transfigura todo, al revelar la dignidad auténtica y el verdadero destino de lo ordinario. 

Las pinturas de Bellini, fuertemente influenciadas por la tradición icónica oriental, constituyen un espléndido comentario a la Palabra encarnada de Dios, al unir indisolublemente la letra y el espíritu. Frente a muchas de sus pinturas, cada uno puede detenerse y practicar la "lectio divina", obteniendo de su gracia y belleza agua para las almas sedientas.


* * *


Al final del Sínodo, un obispo que es amigo mío ha observado que, según su parecer, el mencionado encuentro ha representado por parte de la Iglesia una "recepción" nueva y profunda de la Constitución del Vaticano II "Dei Verbum" sobre la revelación divina. Si ese obispo tiene razón, y pienso que la tiene, éste es un momento de gran significado. En efecto, de las cuatro Constituciones, es decir, de los documentos más importantes del Concilio, la "Dei Verbum" es quizás la menos apreciada y estudiada, si bien es absolutamente fundamental. 

En su "relatio" de apertura del Sínodo, el cardenal Ouellet ha dicho mucho. Ha hablado de la comprensión renovada, en la "Dei Verbum", de la revelación divina como "dinámica y dialógica". Sin embargo, ha admitido que el documento no ha sido "recibido convenientemente" y todavía no ha rendido los frutos esperados. 

Cuando se nos pregunta cómo es que ha podido suceder esto, un posible indicio es ofrecido más adelante justamente por el cardenal Oullet en su "relatio", en el que afirma, en forma un poco provocativa, que "el eclesiocentrismo es extraño a la reforma del Concilio". En efecto, es posible que demasiados debates y confrontaciones conciliares hayan sido excesivamente eclesiocéntricos. ¿Quizás no hemos tendido a olvidar que Cristo, no la Iglesia, es la luz del mundo ("Lumen gentium")? Al subrayar la necesidad de la "partecipatio actuosa" [participación activa] en la liturgia, ¿es posible que nos hayamos contentado con leerla sólo en términos de función litúrgica que hay que cumplir, en vez de visualizarla como una llamada para entrar más profundamente en el misterio pascual de Cristo? ¿Es posible que a veces la insistencia legítima sobre el rol de la asamblea en la acción litúrgica haya ensombrecido al sujeto primario que es Cristo, que es quien se ofrece al Padre y habilita al pueblo de Dios a compartir su único y perfecto sacrificio? 

La reforma del Concilio es cristocéntrica, no eclesiocéntrica. Únicamente a través de Cristo la Iglesia es introducida en la comunión de la Santísima Trinidad que es vida eterna. Éste es el núcleo del mensaje de la "Dei Verbum", y el Sínodo concluido hace poco nos ofrece la posibilidad providencial de recibir nuevamente este Evangelio salvífico. 

Muchísimas veces, luego del Concilio, nos hemos visto tentados a decir que debíamos "apropiarnos" de la Tradición de la Iglesia, que debíamos hacerla nuestra. Pero en un plano más profundo y exigente sería mejor decir que debemos hacer que la Tradición se apropie de nosotros y permita que la Palabra de Dios nos transforme. Este hacerse poseer cotidianamente por la Palabra es la vida de la Iglesia y es la única base creíble para su misión. 

 


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