Por la fe todos podemos engendrar a Jesús: Comentario a Lucas 2, 16-21
Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap.
predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia de la
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 1 de enero.
María meditaba en su corazón todas estas palabras
El Concilio nos ha enseñado a mirar a María como la «figura» de la Iglesia,
esto es, su ejemplo perfecto y su primicia. Pero ¿puede María servir de
modelo a la Iglesia también en su título de «Madre de Dios» con el que es
honrada este día? ¿Podemos llegar a ser madres de Cristo?
Ello no sólo es posible, sino que algunos Padres de la Iglesia han llegado a
decir que, sin esta imitación, el título de María sería inútil para uno:
«¿De qué me sirve -decían- que Cristo haya nacido una vez de María en Belén,
si no nace también por fe en mi alma?». Jesús mismo inició esta aplicación a
la Iglesia del título «Madre de Cristo», cuando declaró: «Mi madre y mis
hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc
8, 21). La liturgia del día nos presenta a María como la primera de quienes
se convierten en madres de Cristo mediante la escucha atenta de su palabra.
Ha elegido, de hecho, para esta Solemnidad, el pasaje evangélico donde está
escrito que «María, por su parte, conservaba todas estas palabras,
meditándolas en su corazón».
Cómo es posible transformarse, en concreto, en madre de Cristo, lo explica
el mismo Jesús: escuchando la Palabra y poniéndola en práctica. Hay dos
maternidades incompletas o dos tipos de interrupción de una maternidad. Una
es la antigua y conocida del aborto. Tiene lugar cuando se concibe una vida
pero no se da a luz porque, entretanto, por causas naturales o por el pecado
de los hombres, el feto ha muerto. Hasta hace poco, éste era el único caso
que se conocía de maternidad incompleta. Hoy se conoce otro que consiste, al
contrario, en dar a luz un hijo sin haberlo concebido. Así ocurre con los
niños concebidos en probetas e implantados, en un segundo momento, en el
seno de la mujer, y en el caso desolador y triste del útero dado en préstamo
para albergar, a veces bajo pago, vidas humanas concebidas en otro lugar. En
este caso a quien la mujer da a luz no viene de ella, no es concebido «antes
en el corazón que en el cuerpo».
Lamentablemente, también en el plano espiritual existen estas dos tristes
posibilidades. Concibe a Jesús, sin darle a luz, quien acoge la Palabra sin
ponerla en práctica, quien continúa practicando un aborto espiritual tras
otro, formulando propósitos de conversión que luego son sistemáticamente
olvidados y abandonados a medio camino; quien se comporta hacia la Palabra
como el observador apresurado que mira su rostro en el espejo y luego se
marcha olvidando de inmediato como era (St 1, 23 24). En resumen, quien
tiene la fe, pero no tiene las obras.
Al contrario, da a luz a Cristo sin haberle concebido quien realiza muchas
obras, a veces también buenas, pero que no proceden del corazón, de amor por
Dios y de recta intención, sino más bien de la costumbre, de la hipocresía,
de la búsqueda de la propia gloria y del propio interés, o sencillamente de
la satisfacción que da actuar. En suma, quien tiene las obras, pero no tiene
la fe.
Estos son los casos negativos, de una maternidad incompleta. San Francisco
de Asís nos describe el caso positivo de una verdadera y completa maternidad
que nos asemeja a María: «Somos madres de Cristo -escribe- cuando lo
llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por medio del divino amor y de la
conciencia pura y sincera; lo generamos a través de las obras santas, ¡que
deben brillar ante los demás para ejemplo!». Nosotros –viene a decir el
santo- concebimos a Cristo cuando le amamos con sinceridad de corazón y con
rectitud de conciencia, y le damos a luz cuando realizamos obras santas que
lo manifiestan al mundo.