La Palabra de Dios hecha "breve" y "pequeña": Comentario a Lucas 2, 1-20
Homilía de Benedicto XVI
Misa de Nochebuena
25 diciembre 2006
¡Queridos hermanos y hermanas!
Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles
dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: « Hoy, en la
ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí
tenéis una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un
pesebre » (Lc 2,11s.). Nada prodigioso, nada extraordinario, nada
espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño
envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados
maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está acostado en una
cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda
y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño
se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la
primera lectura: « un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al
hombro el principado> (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal
diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita
también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el
pesebre.
La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de
Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él
no viene con poderío y grandiosidad externos. Viene como niño inerme y
necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita
el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No
quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos
espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su
voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad
de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para
que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. Los Padres de la
Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas
palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los
nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento.
Allí se leía: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado» (Is 10,23; Rm
9,28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo mismo es la
Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como
para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a
nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los
débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en
todos los niños que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos
como los no nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un
mundo de violencia; en los niños que tienen que mendigar; en los niños que
sufren la miseria y el hambre; en los niños carentes de todo amor. En todos
ellos, es el niño de Belén quien nos reclama; nos interpela el Dios que se
ha hecho pequeño. En esta noche, oremos para que el resplandor del amor de
Dios acaricie a todos estos niños, y pidamos a Dios que nos ayude a hacer
todo lo que esté en nuestra mano para que se respete la dignidad de los
niños; que nazca para todos la luz del amor, que el hombre necesita más que
las cosas materiales necesarias para vivir.
Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado
en la frase: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado ». A través de
los tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la Sagrada
Escritura se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente
sencilla y analfabeta, sino más todavía para los conocedores de la Sagrada
Escritura, para los eruditos que, como es notorio, se enredaban con los
detalles y sus problemas sin conseguir prácticamente llegar a una visión de
conjunto. Jesús ha « hecho breve » la Palabra, nos ha dejado ver de nuevo su
más profunda sencillez y unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los
profetas se resume en esto: « Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo »
(Mt 22,37-39). Esto es todo: la fe en su conjunto se reduce a este único
acto de amor que incluye a Dios y a los hombres. Pero enseguida vuelven a
surgir preguntas: ¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas
podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo
nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de
lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su
rostro? Llegados a este punto, confluyen los dos modos en los cuales Dios ha
"hecho breve" su Palabra. Él ya no está lejos. No es desconocido. No es
inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha
disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro prójimo, restableciendo
también de este modo la imagen del hombre que a menudo se nos presenta tan
poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo.
Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por encima del tiempo,
ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo. Navidad se ha
convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a
sí mismo. ¡Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, nuestra alma y
nuestra mente! Entre tantos regalos que compramos y recibimos no olvidemos
el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos
mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación se
apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos
días de fiesta recordemos la palabra del Señor: « Cuando des una comida o
una cena, no invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que
nadie invita ni pueden invitarte (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto
significa también: Cuando tú haces regalos en Navidad, no has de regalar
algo sólo a quienes, a su vez, te regalan, sino también a los que nadie hace
regalos ni pueden darte nada a cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos
invita a su banquete de bodas al que no podemos corresponder, sino que sólo
podemos aceptar con alegría. ¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también
al hombre, para redescubrir después de un modo nuevo a Dios a través de los
hombres.
Finalmente, se manifiesta un tercer significado de la afirmación sobre la
Palabra hecha « breve » y « pequeña». A los pastores se les dijo que
encontrarían al niño en un pesebre para animales, cuyo cobijo normal es el
establo. Leyendo a Isaías (1,3), los Padres han deducido que en el pesebre
de Belén había un buey y una mula. E interpretaron el texto en el sentido de
que estos serían un símbolo de los judíos y de los paganos –por lo tanto, de
la humanidad entera–, los cuales precisan de un salvador, cada uno a su
modo: del Dios que se ha hecho niño. Para vivir, el hombre necesita pan,
fruto de la tierra y de su trabajo. Pero no sólo vive de pan. Necesita
sustento para su alma: necesita un sentido que llene su vida. Así, para los
Padres, el pesebre de los animales se ha convertido en el símbolo del altar
sobre el que está el Pan que es el propio Cristo: la verdadera comida para
nuestros corazones. Y vemos una vez más cómo Él se hizo pequeño: en la
humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, Él se da a sí mismo.
De todo eso habla la señal que les fue dada a los pastores y que se nos da a
nosotros: el niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho
pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta
noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la
alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos
dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había
concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor
con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores
también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron
en aquella noche: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los
hombres que ama el Señor». ¡Amén!