¡SANTOS SACERDOTES QUE AMEN! (1 Jn 1, 1-2)
Franz Alfaro L.
Bienio de Teología 2009
Días atrás el Señor permitió dos acontecimientos relacionados: el primero,
durante el almuerzo en el seminario leíamos el libro "Una vida con Karol"
del cardenal Estanislao Dziwisz; y el segundo: vimos la película "Karol: el
Papa, el hombre". Ello me llevó a volver la mirada hacia este gran papa y
santo pastor que fue el siervo de Dios Juan Pablo II, a quien tuve la
bendición de conocer personalmente. Pensaba en su santidad y en su fecundo
pontificado. La persona de Cristo estuvo siempre en el centro de su vida y
de su predicación, especialmente cuando hablaba a los jóvenes. Juan Pablo II
es un testimonio patente del hombre que supo acoger la gracia de la
salvación en su vida, es testimonio del amor por Dios y por los hermanos, es
modelo de santo sacerdote para todos aquellos que estamos preparándonos para
el ministerio que Dios nos ha regalado.
INTRODUCCIÓN
El tema del amor de Dios y la invitación a amar a los hermanos está
maravillosamente presente tanto en el Evangelio según san Juan como en la
primera de las cartas que se le atribuyen. El apóstol san Juan nos dice: "Lo
que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
Palabra de vida, - pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y
damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna" (1Jn 1, 1-2). El discípulo
amado nos anuncia lo que él personalmente ha visto, oído y contemplado en su
encuentro personal con Cristo, la Encarnación del Amor de Dios. Como diría
Juan Pablo II en su encíclica Redemptor
Hominis, 7: "La Iglesia es en Cristo como un -sacramento, signo e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género
humano-- y de esto es Cristo la fuente. ¡El mismo! ¡El, el Redentor!".
Cristo es para todos nosotros la fuente de la íntima unión con Dios y de la
unidad entre los hombres. Con la ayuda de san Juan vamos a adentrarnos en
los textos bíblicos que nos ayudan a contemplar el amor de Dios. Esto es
fundamental para todos nosotros porque tú y yo hemos sido creados por amor y
para amar, ésta es nuestra altísima y maravillosa vocación. Que el Señor
Jesús abra nuestro corazón a su Palabra de vida para contemplar el misterio
de su amor.
Testimonio
Como dije en un inicio, tuve la bendición de conocer personalmente a Juan
Pablo II en el año 1997, durante la Jornada Mundial de la Juventud, en
París. El Santo Padre celebró una Eucaristía para los 250 delegados que
participamos del Foro Internacional de Jóvenes. Dios me concedió la
bendición de "ver y escuchar" a su Vicario en la tierra, que nos anunció el
amor de Cristo. Pude contemplar la obra de Cristo en este hombre ya anciano
y enfermo. Al saludarlo y mirarlo a los ojos por unos segundos, su mirada me
traspasó, una mirada llena de amor, llena de Dios. Al retornar de Par��s,
tras la experiencia compartida con el Santo Padre, tenía una convicción: sí
se puede ser santo, yo Señor quiero ser santo. Pero ¿dónde está la fuente de
la santidad y fecundidad apostólica de Juan Pablo II? En el amor de Dios
(ver RH 7).
1. DIOS AMOR NOS AMÓ EN SU HIJO, JESUCRISTO
¿Qué nos dice san Juan acerca del amor de Dios Padre por nosotros?
Jn 4, 9 En esto se manifestó
el amor que Dios nos tiene; que Dios envió al mundo a su Hijo único para que
vivamos por medio de él.
Jn 3, 16 Porque tanto amó Dios
al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no
perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
1Jn 4, 10 En esto consiste el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos
envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.
Jn 3, 1 I Mirad qué amor nos
ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!
1Jn 4, 14. 16. 17 Y nosotros
hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como
Salvador del mundo. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y
hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en
Dios y Dios en él. En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en
que tengamos confianza en el día del Juicio.
1Jn 17, 23. 26 Yo en ellos y tú
en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has
enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Yo les he dado a
conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que
tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.
Ap 3, 19-20 Yo a los que amo,
los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a
la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su
casa y cenaré con él y él conmigo.
1.1. JESUCRISTO ES EL AMOR DE DIOS ENCARNADO
San Juan ha contemplado el amor de Dios por nosotros los hombres, revelado
en la persona de Jesucristo. Jesucristo es el amor de Dios encarnado. Dios
Padre envió a su Hijo para que el mundo se salve por él. El Hijo de Dios se
encarnó para salvar al hombre, para darle vida eterna (1Jn 4, 9-10; Jn
3,16). Y todo por amor. Nos dice Benedicto XVI en la Deus
caritas est, 12: "Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va
tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que
sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trato sólo de meras
palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar.
En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al
entregase paro dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma
más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que
habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de
partida de esta Carta encíclica: a Dios es amor " (1 Jn 4, 8). Es allí, en
la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe
definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la
orientación de su vivir y de su amar". Cristo nos revela a Dios que es
Padre, que es "amor", como dirá san Juan; revela a Dios "rico de
misericordia", como leemos en San Pablo. Esta verdad es más que una
enseñanza, es una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Cristo era
consciente de que la prueba fundamental de su misión de Mesías era hacer
presente al Padre en cuanto amor y misericordia.
Las palabras de la Primera carta de Juan, "Dios es amor, y quien permanece
en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16), expresan claramente
cuál es el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también
la imagen del hombre y de su camino. También nos ofrece a continuación una
síntesis de la existencia cristiana: "Nosotros hemos conocido el amor que
Dios nos tiene y hemos creído en él ". Así puede expresar el cristiano la
opción fundamental de su vida: hemos creído en el amor de Dios. Porque se
comienza a ser cristiano por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte y orientación decisiva a nuestra vida.
Nos dice Benedicto XVI: "En su Evangelio, Juan había expresado este
acontecimiento con las siguientes palabras: "Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida
eterna " (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha
asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una
nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día
con las palabras del libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian
el núcleo de su existencia: "Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es
solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con
todas las fuerzas " (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha
unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido
en el Libro del Levítico: " Amarás a tu prójimo como a ti mismo " (19, 18;
cf Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf 1 Jn
4, 10), ahora el amor ya no es sólo un " mandamiento ", sino la respuesta al
don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro" (DCE 1).
La encarnación y el nacimiento del Señor Jesús nos hablan ciertamente con
toda claridad de la grandeza del ser humano, de lo inmensamente valioso que
el hombre es a los ojos de su Creador. ¡Tanto vale el hombre a los ojos de
Dios, y tanto lo ama, que Él mismo se hace hijo de Mujer para reconciliarnos
y elevarnos nuevamente a nuestra verdadera condición y grandeza humana! ¡A
una condición mayor que aquella de antes del pecado! ¡Tanto vale a los ojos
de Dios, que por él Cristo ha derramado su sangre en la Cruz! ¡Tanto vale
para Él que por él ha vencido al pecado y a la muerte con su resurrección!
¡Tanto vale para Él que por el don de su Espíritu le abre nuevamente el
camino para que llegue a ser plenamente persona humana, siendo hijo de Dios!
Por eso, ¡vale la pena ser hombre, porque Tú te has hecho hombre!
1. 2. Y NOS INVITA A AMAR
Jn 4, 7-8. 11 Queridos,
amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha
nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque
Dios es Amor. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros
debemos amarnos unos a otros.
Jn 15, 17 Lo que os mando es
que os améis los unos a los otros.
Jn 18, 21 Para que todos sean
uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.
1Jn 2, 8 Y sin embargo, os
escribo un mandamiento nuevo - lo cual es verdadero en él y en vosotros -
pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está
en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas. Quien ama a su
hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano
está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque
las tinieblas han cegado sus ojos.
1Jn 4, 19-21 Nosotros amemos,
porque él nos amó primero. Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su
hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no
puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento:
quien ama a Dios, ame también a su hermano.
2. 1 LA VOCACIÓN AL AMOR
"Nosotros amemos, porque él nos amó primero", nos dice san Juan. La vocación
al amor es esencial en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios Amor.
Cito dos textos del Magisterio que nos iluminan enormemente: "En realidad,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir,
Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la mismo revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (G522).
Y también Juan Pablo II nos decía en la RH 10: "El hombre no puede vivir sin
amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada
de sentido sí no se le revelo el amor, si no se encuentra con el amor, si no
lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto
precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela
plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es - si se puede expresar así - la
dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre
vuelve a encontrar su grandeza, la dignidad y el valor propios de su
humanidad".
2.2. EL AMOR A DIOS Y EL AMOR A LOS HERMANOS
Dios, que es Uno y único, es Padre, Hijo y Espíritu Santo, en sí mismo
Misterio de Comunión en el Amor. Él crea al hombre por sobreabundancia de
amor, invitándolo a participar de su misma Vida y Comunión divina, de la
felicidad que Dios vive en sí mismo. Creado por el Amor y para el Amor, es
un ser para el encuentro, necesitado de diálogo, en búsqueda constante de la
comunión con Dios y con otros "tú" humanos como él.
La relación entre el amor a Dios y el amor al prójimo es inseparable. ¿Pero
cómo se relacionan? Es muy iluminador los que Benedicto XVI nos refiere en
la Deus Caritas est, 15-18:
Lo primero que es importante entender es quién es mi prójimo a partir de la
enseñanza de Cristo en la parábola del buen Samaritano Lc 10, 25-37). "Mi
prójimo" ya no se refiere como hasta entonces a los conciudadanos y a los
extranjeros que se establecían en la tierra de Israel. Con Jesús
desaparecerá este límite, y mi prójimo en adelante "es cualquiera que tenga
necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de
prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los
hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta,
poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y
ahora" (DCE 15).
A continuación se pregunta Benedicto XVI: "¿Es realmente posible amar a Dios
aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas
preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del
amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor
no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o
no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece
respaldar la primera objeción cuando afirma: " Si alguno dice: "amo a Dios",
y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a
quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve " (1 In 4, 20). Pero este
texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por
el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada,
el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la
inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan
estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad
una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El
versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor
del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los
ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios" (DCE 16).
"Pero aunque nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo, Dios no es del
todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios
nos ha amado primero dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor
de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues " Dios envió
al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él " (1 In 4, 9).
Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De
hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos
narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando
hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las
apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la
acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente.
El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia:
siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se
refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la
Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad
viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su
presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida
cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso,
nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un
sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos
hace ver y experimentar su amor, y de este " antes " de Dios puede nacer
también en nosotros el amor como respuesta (DCE 17)".
"De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido
enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y
con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco.
Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un
encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar
el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con
mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo
es mi amigo.
Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de
un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de
las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias
políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que
cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él
necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a
Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera
carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré
ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él
la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención
al otro, queriendo ser sólo " piadoso " y cumplir con mis " deberes
religiosos ", se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una
relación " correcta ", pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al
prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios.
Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo
mucho que me ama. Los Santos -pensemos por ejemplo en la beata Teresa de
Calcuta- han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre
renovada gradas a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este
encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a
los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único
mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado
primero. Así, pues, no se trata ya de un " mandamiento " externo que nos
impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un
amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a
otros. El amor crece a través del amor. El amor es " divino " porque
proviene de Díos y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos
transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en
una sola cosa, hasta que al final Dios sea " todo para todos " (cf. 1 Co 15,
28)" (DCE 18).
3. AMAR COMO CRISTO NOS AMÓ
Jn 13, 14. 15. 17 Pues si yo,
el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis
lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. "En verdad, en verdad os
digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía.
"Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís.
1n 13, 1 Antes de la fiesta de
la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo
al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el extremo.
Jn 15, 12. 13 Este es el
mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.
Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.
Jn 3, 16 En esto hemos
conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También
nosotros debemos dar la vida por los hermanos.
3.1. CRISTO MODELO DEL AMOR HUMANO
Cristo, el amor de Dios encarnado, nos invita a amar, pero no de cualquier
forma sino "como yo os he amado" (Jn 15,12-13). Ya san Pablo nos exhortaba a
vivir el amor de Cristo: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos
queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros
como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,2); y también en otro pasaje
nos dice: "y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que
vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y
se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Y es que "Cristo, el nuevo Adán,
en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación" (GS22).
San Juan nos muestra hasta donde llega el amor de Cristo por nosotros al
decir que "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el extremo" (In 13,1): hasta la Cruz. Si bien "extremo" hace referencia a un
límite a partir del cual no puede haber medida mayor, la hermosa paradoja
del amor de Dios es que su límite es no tener límite, la medida del amor
divino es amar sin medida, la de ser un amor infinito que se hace donación y
se actualiza en el maravilloso misterio de la Eucaristía.
Muchas cosas pueden revelar el amor - la palabra, el gesto, la ayuda, el
don-, pero el signo más elocuente y inequívoco del amor es el dolor:
mostrarse capaz de sufrimiento, de dolor extremo, en bien del amado. Por eso
hemos de mirar a Cristo, y este crucificado. Por eso Dios dispuso en su
providencia la cruz de Cristo, para expresar y comunicar por ella en forma
definitiva el misterio eterno de su amor.
Así ama Cristo al Padre, llevando su obediencia hasta el extremo de la
muerte (in 14,31), así reveló al mundo su amor al Padre. Así Cristo nos ama,
hasta dar la vida por nosotros como buen pastor (Jn 10,11), para darnos vida
eterna, vida sobreabundante. Así hemos de amar a Dios, con todo el corazón,
con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas, como el
Crucificado amó al Padre. Así hemos de amar a los hombres, como Cristo nos
amó. El que quiera aprender el amor al prójimo y practicarlo ha de
contemplar la cruz y abrazarse a ella. Sólo así su amor será sincero y
fuerte. Cristo Crucificado es la expresión máxima del amor a Dios y el amor
al prójimo. Y del amor extremo del Crucificado nos viene la fuerza para
vivir ese amor que en la cruz nos enseñó.
Así nos amó Cristo, dando la vida por nosotros en la cruz para salvarnos.
Así también "nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1Jn 3,16) por
su salvación. "Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís", dice él.
Surge una pregunta necesaria: ¿Cómo amar como Cristo nos ha amado?
4. PERMANECER UNIDOS AL AMOR
La Palabra nos responde:
1Jn 2, 28 Y ahora, hijos míos,
permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y
no quedemos avergonzados lejos de él en su Venida.
Jn 15, 9 Como el Padre me amó,
yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor.
Jn 15, 10. 12 Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos
de mi Padre, y permanezco en su amor. Este es el mandamiento mío: que os
améis los unos a los otros como yo os he amado.
1 Jn 4, 12. 13 A Dios nadie le
ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su
amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que
permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.
1 Jn 4, 15 Quien confiese que
Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios.
Jn 14, 23 Jesús le respondió:
"Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a
él, y haremos morada en él.
1 Jn 2, 6 Pero quien guarda su
Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como
vivió él.
Jn 6, 56 El que come mi carne
y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.
Jn 15, 7 Si permanecéis en mí,
y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo
conseguiréis.
1 Jn 5, 14 En esto está la
confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad,
nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que
tenemos conseguido lo que hayamos pedido.
Cristo nos invita a permanecer en su amor porque El mismo es la fuente de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todos los hombres. Necesitamos estar
unidos a Cristo íntima, permanente y vitalmente. Porque sólo por Cristo, con
Él y en Él podemos amar. ¿Cómo hacerlo?
Una vez "injertados" por el Bautismo en su Cuerpo que es la Iglesia, nuestra
permanencia en el Señor exige en primer lugar permanecer en su Palabra, es
decir, permanecer en la escucha atenta de la Palabra, con la actitud de
aquél que busca acogerla, guardarla en la memoria y corazón para ponerla en
práctica. Esta permanencia, en el lenguaje de San Juan, implica mantenerse
siempre fiel a las enseñanzas recibidas del Señor y transmitidas
legítimamente por sus apóstoles en la Iglesia.
Es esta permanencia en su Palabra la que lleva también a la permanencia en
su Amor, conforme a la misma enseñanza del Señor: "si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor". Si así obramos, si hacemos lo que
Él nos dice como nos enseña Santa María, participaremos de una íntima y
profundísima comunión con el Señor, y por Él con el Padre en el Espíritu de
Amor: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él y haremos morada en él".
En la liturgia la Iglesia esposa escucha lo que el Esposo le habla HOY al
corazón: es él mismo quien nos habla desde el cielo (Hb 12,25). El Señor nos
habla porque nos ama, y hablándonos nos comunica su Espíritu. El Padre,
entregándonos al Hijo, su palabra plena, nos habla porque nos ama; y como
dice San Juan de la Cruz, "en darnos como nos dio a su Hijo, que es una
Palabra suya, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y
no tiene más que hablar".
Permanecer unidos a El por la oración. Lo propio y peculiar de la oración es
que ella nos une a Dios inmediatamente, focalizando en él, en el mismo Dios,
todo cuanto hay en nosotros, mente, corazón, memoria, afectividad y cuerpo.
Y ésta es obra del Espíritu en nosotros. No es, pues, la oración una acción
espiritual que comienza en el hombre y termina en Dios, sino una acción que
comienza en Dios y termina en Dios. La oración es un misterio de gracia. Y
la gracia la da Dios. El cristiano sin oración es un enfermo grave: no sabe
hablar con Dios, su Padre. Le falta para ello luz de fe o amor de caridad.
Aunque está bautizado, y Jesús le abrió el oído y le soltó la lengua, siguen
ante Dios como un sordo mudo: ni oye, ni habla (Mc 7, 34).
Todos los cristianos deben orar, pero especialmente los llamados por Dios a
la vida apostólica. En efecto, aquéllos que han de vivir como compañeros y
colaboradores de Jesús - así lo enseña San Pedro - deben dedicarse "a la
oración y al ministerio de la predicación" (Hch 6,4). Nuestro apostolado
requiere contemplación, pues no consiste sólo en la transmisión de una
doctrina, sino sobre todo en el testimonio de una persona, Jesucristo. Este
testimonio pueden darlo quienes por la oración han "contemplado y tocado al
Verbo de la vida" (Un 1,1). Pero el apostolado también requiere oración de
petición, pues sólo la grada interior del Espíritu puede abrir el corazón de
los hombres a la gracia externa de la predicación.
Unidos a Cristo por la Eucaristía. Cristo, sacerdote eterno, santifica la
vida entera del cristiano mediante los sacramentos. Por la Eucaristía lo
alimenta con el pan de vida eterna. El mismo Cristo se nos da como alimento
y nos pide, nos manda, que le recibamos: "Tomad y comed, este es mi cuerpo".
Es e! sacramento de la unidad de la Iglesia, a un tiempo la significa y la
causa. Participando realmente del cuerpo del Señor en la fracción del pan
eucarístico, somos elevados a una comunión con Él y entre nosotros. Quien se
aleja de la Eucaristía, se aleja de la Iglesia, y se separa por tanto de
Cristo. No hay vida cristiana sin vida eucarística (Hch 2, 42). Sin relación
habitual con la eucaristía, el cristiano se muere, se queda sin vida en
Cristo.
Por ello ¡qué importante es, para permanecer en el Señor, encontrarnos con
Él todos los días, escuchar su voz y procurar poner por obra sus enseñanzas!
¡Qué importante es adherirnos a Él y abrirnos a la fuerza de su gracia, para
que podamos dar fruto! ¡Cuántas veces hemos tenido la experiencia de que
solos no podemos! Aleccionados por la experiencia, ¿cómo no hacer caso a lo
que Él enseña? Así pues, si no me encuentro con Él todos los días en la
oración, si no me nutro de su gracia en los sacramentos, si no me dejo
"tocar" por su palabra en lo más profundo y encender por el fuego divino de
su Amor, no podré permanecer unido a El y configurarme con El.
Juan Pablo II era testimonio vivo de todo ello. Aquí quiero citar unos
textos del libro "Una vida con Karol" (p. 86-89):
"El Santo Padre comenzaba temprano su jornada. Se levantaba a las cinco y
media, y una vez arreglado, acudía a la capilla para la adoración de la
mañana, las laudes y la meditación, que duraba media hora. A las siete, la
misa, a la que siempre acudían fieles, o sacerdotes o grupos de obispos. Los
invitados se encontraban con frecuencia al Papa de rodillas, rezando con los
ojos cerrados, en un estado de abandono total, casi de éxtasis, sin darse
cuenta siquiera de que alguien había entrado".
"… también ese tiempo dedicado al trabajo estaba lleno de oración, de
jaculatorias. ¿Cómo decirlo?, no dejaba de rezar en ningún momento del día.
No era raro que cuando alguno de sus secretarios iba a buscarlo lo
encontrase en la capilla, tendido en el suelo, completamente inmerso en sus
oraciones u ocupado en cantar durante la adoración cotidiana".
"La misa, la recitación del breviario, las frecuentes visitas al Santísimo,
el recogimiento, las devociones, la confesión semanal, las prácticas de
piedad eran momentos fundamentales que constituían la trama cotidiana de su
vida espiritual, es decir, de su estar constantemente en intimidad con Dios.
Quiero aclarar que no era, en absoluto, un "santurrón". Él estaba enamorado
de Dios. Se alimentaba de Dios. Y cada día comenzaba de nuevo, siempre
encontraba palabras nuevas para rezar, para hablar con el Señor".
"Y de hecho allí, siempre cercano al corazón del Papa, se encontraba
espiritualmente el sufrimiento de las mujeres y los hombres de todo el
mundo. El cajón del reclinatorio estaba lleno de las súplicas que le
llegaban al Santo Padre. Había cartas de enfermos de sida y de cáncer. De
una madre que pedía una oración por su hijo de 17 años que estaba en coma.
Cartas de familias en crisis, de parejas que no tenían hijos y que, cuando
sus oraciones recibían respuesta, le escribían para darle las gracias.
Todo esto nos lleva al interior, a revisar cómo es nuestra relación con el
Señor, nuestra vida espiritual. Pero ante todo ¿Qué entendemos por vida
espiritual? Es la relación intensa y frecuente que tenemos con el Señor, que
pasa por colaborar con la gracia en la conformación con el Señor Jesús.
5. PARA AMAR COMO ÉL
1 Jn 2, 6 En esto conocemos
que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él.
Jn 21, 16ss Dice Jesús a Simón
Pedro: "Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?" Le dice él: "Sí, Señor, tú
sabes que te quiero." Le dice Jesús: "Apacienta mis corderos." Vuelve a
decirle por segunda vez: "Simón de Juan, ¿me amas?" Le dice él: "Sí, Señor,
tú sabes que te quiero." Le dice Jesús: "Apacienta mis ovejas." Le dice por
tercera vez: "Simón de Juan, ¿me quieres?" Se entristeció Pedro de que le
preguntase por tercera vez: " ¿Me quieres?" y le dijo: "Señor, tú lo sabes
todo; tú sabes que te quiero." Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas.
1 Jn 3, 18 Hijos míos, no
amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto
conoceremos que somos de la verdad.
Jn 15, 16 No me habéis elegido
vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo
que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda.
1 Jn 4, 18. 19 No hay temor en
el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el
castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor.
5.2. FRUTOS DE SANTIDAD Y APOSTOLADO
Cristo nos ha llamado porque él quiso, y vinimos donde Él. Nos llamó para
que estuviéramos con él y para enviarnos a predicar (ver Mc 3, 13-14).
Estamos llamados por Cristo a dar fruto abundante, para bien de la Iglesia
toda y de toda la humanidad porque "la gloria de mi Padre está en que deis
mucho fruto" (Jn 15,8).
"Ante todo se trata de dar un fruto de conversión y santidad en nuestra
propia vida: la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo.
Por la permanencia en el Señor, en su amor, el Espíritu Santo va realizando
lentamente en el discípulo una transformación interior, una progresiva
configuración con los pensamientos, sentimientos y actitudes del Señor
Jesús, hasta el punto de poder llegar a decir también con San Pablo: "soy
yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí" Es el Espíritu del Señor que,
derramando el amor divino en mi corazón como una savia vital, me permite
obrar con la fuerza del Señor Jesús y amar con su mismo Amor. De allí la
importancia de perseverar en la vida espiritual, procurando que por la
caridad crezca cada día más en intensidad.
Por otro lado, al permanecer en Él y Él en mí, al inundarme con su
Presencia, con su gracia, con su vida y amor, el Señor me hace fecundo para
el apostolado, pues por mi sola presencia, o ya sea por mis gestos, palabras
o acciones, mi vida se convertirá en una intensa irradiación de Cristo. Así
el Padre será glorificado también por los frutos de mi apostolado. En este
sentido no olvidemos que el Padre, invitándonos a vivir intensamente esta
comunión con su Hijo mediante la mutua permanencia en el amor, "nos pide una
colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los
recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a
la causa del Reino"" (Camino hacia Dios, "Permaneced en mi amor para dar
fruto").
Es Dios quien nos ha elegido; no somos nosotros, sino Él quien tomó la
iniciativa. Porque se trata de su misión, que nosotros hacemos nuestra. Y el
objetivo de la misión es hacer que todos se encuentren con Jesús. El fruto
que el Señor nos pide en la misión es ayudar a que la gente lo conozca. Como
nos dice San Pablo: "¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo
creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y
¿cómo predicarán si no son enviados? (Ro 10, 14-15)".
Por lo tanto, es bueno recordar una y otra vez que a quien predicamos y a
quien presentamos es al mismo Señor. Esto significa que es al Señor a quien
hay que dar; es a Él a quien hay que llevar a las personas. Pero esto tiene
una condición: tener al Señor, estarse con El, porque nadie da lo que no
tiene. Lo cual nos lleva, como apóstoles y futuros sacerdotes de Cristo, a
preguntarnos ¿Qué damos cuando hacemos apostolado? ¿Es a Cristo a quien
predicamos? A las personas a las que nos acercamos ¿Sabemos a dónde
llevarlas? ¿Sabemos cómo llevarlas al Señor? En el fondo ¿Estamos con el
Señor como para poder hablar de Él en primera persona, como quien se ha
encontrado con Él, como quien vive en amistad y comunión con Él?
Cito finalmente un testimonio sobre el celo de Juan Pablo II como pastor,
del libro "Una vida con Karol" (p. 98):
"Poco a poco se fue delineando no sólo la estrategia simplemente, sino
también el sentido profundo e innovador de aquellas peregrinaciones, como
decía Juan Pablo II, al "santuario viviente del pueblo de Dios". Los viajes
asumieron un carácter cada vez más sistemático, institucional,
convirtiéndose en parte integrante del ministerio y del mismo gobierno
pontificio.
El catolicismo ganaba en universalidad, en impulso misionero. Se
consolidaban los lazos entre la Santa Sede y las Iglesias locales, que, a su
vez, se reforzaban, se encontraban unidas. Con frecuencia, después de la
peregrinación del Santo Padre, se asistían a un aumento tanto de las
vocaciones sacerdotales como de las conversiones. Y, a veces, el clima
espiritual del acontecimiento terminaba por implicar al país entero y, en
cierto sentido, por transformarlo".
Esto nos enseña la absoluta necesidad y dependencia de Cristo y de su
gracia. Respondiendo a las mociones de la gracia podremos fructificar según
la voluntad de Dios. Unidos a El sabremos pedir los que convenga para
nuestra santidad y el apostolado. Cristo ansía en su amor hacia nosotros que
fructifiquemos unidos a Él. Unidos a El y amados por Él no necesitamos mas
que permanecer en Él para dar mucho fruto.
Resumiendo
El discípulo amado, Juan, es testigo del Amor de Cristo que nos revela el
amor del Padre, que nos muestra nuestra altísima vocación a amar, con un
amor como el suyo "hasta el extremo", amor a Dios y por todos los hermanos
sin distinción. Y amar como Cristo amó sólo es posible estando unidos al
Amor, sólo así seremos verdaderos testigos del amor y la misericordia de
Dios en el mundo de hoy.
Sólo en Cristo, en su Amor, está la respuesta a los anhelos más profundos
del hombre de hoy. Aquel testigo del amor de Dios, Juan Pablo II, nos ayuda
a tener la certeza de que vivir el amor es posible. El Señor nos ayuda con
esta reflexión a tomar conciencia de la urgencia de la propia conversión,
pues afuera hay un pueblo numeroso que muere porque no conoce a Cristo y que
si oye su voz, vivirá. El mundo necesita santos sacerdotes según el corazón
de Cristo. Seamos conscientes de la elección de Dios, de que la santidad y
la fecundidad apostólica son fruto de permanecer en el amor de Dios, estar
con él (por la Palabra, la oración, los sacramentos), sólo a partir de
nuestro encuentro personal con el Amor podremos predicar el Amor.
"Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él,
ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada' (Jn 15,5).