¿EL AMOR DE LA IGLESIA ES IGUAL AL AMOR DEL MUNDO? ¿ES IMPORTANTE CONOCER AL HERMANO? (Jn 10, 14s)
José Hugo Moscol
Flores
3° DE TEOLOGÍA CALLAO - 2009
"Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí,
como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las
ovejas." (Jn 10, 14s)
En la sociedad de hoy, en donde supuestamente se busca el bien de la
persona, el hombre ¿conoce verdaderamente a aquél con quien se relaciona? o,
mejor aun, ¿conoce con quien vive?, ¿lo ama por lo que es?, o ¿por lo que
puede darle? Y éste ¿se da a conocer tal y cómo es?, o ¿aparenta ser alguien
que no es?, es decir, ¿busca ser amado con sus debilidades o, simplemente,
busca complacer a todos para no sentirse rechazado?
Si queremos dar respuesta a estas preguntas salgamos afuera y relacionémonos
con las personas o, mejor aun, recordemos nuestras experiencias que hemos
tenido en relación con la amistad de alguna persona y, si quieres una
experiencia más cercana, la encontrarás en tu familia. En todo esto te darás
cuenta de que si la persona no se ha encontrado con el amor gratuito de
Dios, si no lo ha experimentado, es más, si no se ha dado cuenta de qué
barro está hecha no podrá amarte por lo que eres, sino por lo que aparentas
ser o por lo que puedas darle para su favor y te utilizará cuantas veces
quiera.
Pero Dios no te ha creado para vivir así, sino que quiere darte una
naturaleza nueva, con la cual no te dejarás llevar por lo que dicen los
demás, sino por lo que Dios ponga en tu corazón, pues él te ha creado para
ser feliz, para que en medio de tu historia tú lo puedas ver y, al mismo
tiempo, puedas conocerte profundamente. Y fruto de esto te brotará el no
creerte mejor que los demás, sino que conociéndote, nacerá de ti un amor por
aquél que no se ha encontrado con este Dios, y las ansias de poder
transmitir esta experiencia al prójimo y, conociéndolo, lo amarás por lo que
es, es decir, con sus debilidades y fortalezas, no lo utilizarás, sino que
tendrás presente que es un hijo de Dios. Es en este encuentro con Dios en
donde se rompe estas cadenas y nos hace libres, es decir, frente a Cristo no
podemos ocultarle nada, pues él conoce hasta lo más íntimo de nosotros y,
viendo nuestra pobreza, viene a nuestro encuentro, pues ha venido por los
enfermos y pecadores (Mt 9, 12-13), y un corazón contrito y humillado no lo
desprecia (Sal 51 [50], 19).
En este tema trataré de presentar el amor de Cristo que se refleja en su
Iglesia. Este amor que no queda sólo en palabras, que no es egoísta, sino
que se demuestra con hechos concretos hasta ser capaz de dar la vida por el
otro (Jn 15, 13) y, por medio de ellos, seremos testimonio viviente de
Cristo, pues él dice: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si
os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35). Como se ve, en la sociedad
de hoy, es la falta del amor lo que devasta al mundo, ya que no le permite
ver más allá de sí mismo, sino que vive en un egocentrismo, en el cual el
otro no existe y el único que importa es el "yo". Pero, al experimentar este
amor misericordioso de Dios hacia nosotros, podremos verdaderamente amar a
nuestro prójimo -que no es solamente quien nos ama y está bien con nosotros;
sino también nuestro enemigo, aquél quien, a nuestros ojos, nos hace la vida
imposible-.
Pues quien no se ha sentido amado por Dios en medio de sus
debilidades no podrá amar al que está a su lado, sino que le brotará el
juzgarle y no le justificará. Así, pues, si nos planteamos las preguntas:
¿cómo amamos a nuestro prójimo?, más aun ¿cómo amamos a nuestro enemigo?,
¿nos sentimos verdaderamente amados por los que nos rodean?, ¿nos conocen
verdaderamente tal y como somos?, o ¿vivimos en la apariencia?, éstas nos
situarán en nuestra realidad, en la situación concreta en que estamos
viviendo y así no nos podremos engañar. Pues, si amamos sólo a nuestros
amigos, a los que pensamos que nos aman, a los que queremos, a los que
piensan igual que nosotros, etc., ¿qué mérito tiene? (Lc 6, 32). Sin
embargo, Cristo no invita a amar a todos sin excepción, a no hacer
distinciones entre malos y buenos, pues él no las hace (Lc 6, 27-29), y así
nuestra recompensa será grande en los cielos y seremos verdaderos hijos de
Dios (Lc 6, 35). En todo esto no se puede obviar que para poder amar a
alguien es necesario conocerle. Esto ya lo afirmaba San Agustín, al decir
que: "Nadie ama lo que no conoce".
Este amor de Dios que se manifiesta en la Iglesia y, al cual, el hombre está
llamado - pues, "él es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento;
pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre
por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente
aquel amor y se entrega a su creador" (Gaudium et spes; n° 19) -; cómo se le
da a conocer y, por otra parte, cómo es la respuesta de éste frente a este
amor de Dios, que llegará hasta el don más precioso: "Tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo Unigénito" (Jn 3, 16); que precede a todo mérito por
nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación
por nuestros pecados" (1Jn 4, 10); y que Dios lo ha derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Comenzaré
describiendo dos experiencias distintas:
La primera, de aquellos que no se han encontrado con este amor gratuito de
Dios y, por consiguiente, no se sienten amados por lo que son, sino que
piensan que para ser amados deben de complacer a los demás, aun cuando ellos
estén sufriendo y viviendo en la apariencia; fruto de esto es la incapacidad
de amar a los demás. La segunda experiencia, es de aquellos que se han
encontrado con el amor de Dios y, fruto de esto, son conscientes de lo que
son, por lo cual no se creen mejores que los demás; y que están llamados a
alimentarse de su Palabra, de su Eucaristía y a vivir en comunión, en la
cual se da el amor en la dimensión de la cruz.
En la primera experiencia, la de un hombre que no ha conocido el amor de
Dios, nos podemos dar cuenta que el verdadero conocimiento no está en la
apariencia, pues este hombre no ama a su prójimo por lo que es, sino por lo
que hace, es decir, éste tiene que actuar de una manera diferente a lo que
él es para no ser rechazado por los demás y sentirse, así, realizado en
medio de ellos. No le importa el otro en su totalidad, es más, no le importa
nada, pues sólo se queda con lo que le conviene del otro y le interesa que
éste piense igual que él. Esto lo podemos ver en la sociedad, en la que todo
aquél que no va a su ritmo es un atrasado, es un tonto, etc., porque no hace
lo que ella propone, sino que lo rechaza, no lo considera. Y como el hombre
tiene en su ser la necesidad de amar y ser amado, lo busca por distintos
medios, aunque no se muestre él tal y como es. Sin embargo, con el tiempo se
dará cuenta que actuando de esta manera, es decir, actuando para complacer
al otro, no es feliz, pues se siente utilizado y, al mostrarse
verdaderamente como es, experimenta, muchas veces, el rechazo por parte de
los que decían amarle y se da cuenta que en el actuar para satisfacer al
otro no está la felicidad, pues no es persona, no es él mismo, sino que se
siente instrumentalizado y para esto no le ha creado Dios.
Otra experiencia, es la de una persona que se ha encontrado verdaderamente,
con el amor de Dios y que, conociéndose, no se cree mejor que los demás,
pues sabe que no es mejor que ellos y, por esto, le nace el poder justificar
a los demás y amarlos no por lo que hacen, sino porque al haberse sentido
amado gratuitamente, ama al otro en la dimensión de la cruz. En ellos se da
la unidad, en medio de la diversidad, pues existe un amor no porque todos
son iguales o piensan de la misma manera, sino porque a pesar de sus
diferentes personalidades Cristo está presente y es él el que los lleva a
vivir en la unidad, conociéndose y no juzgándose, dando testimonio al mundo
de que no se necesita ser distinto a nosotros mismo para que nos amen, sino
vivir en la transparencia, pues en ella Cristo está presente.
En mi vida he podido experimentar estas dos actitudes antes descritas, pues
cuando he buscado que me quieran no por lo que soy, con mis fortalezas y
debilidades, sino por hacer cosas y quedar bien con los amigos, imitándolos,
aunque a veces me costaba, es decir, aparentando muchas veces ser otro con
el fin de no ser despreciado; en todo esto he podido ver que no he sido
feliz porque no he sido auténtico, porque no era amado por lo que soy, sino
por lo que hacía. Pues, cuando decía 'no' a una opinión de ellos que, a mi
parecer y por lo que me habían enseñando de pequeño, estaba mal era apartado
del grupo y me obviaban en algunas cosas. Quizá evité hacer muchas cosas por
temor a mis padres o a otras personas, aunque en esos momentos, en los más
profundo de mí, me nacía el poder hacer también lo que ellos hacían; pero
ahora me doy cuenta que todo esto lo ha permitido Dios para poder
encontrarme con su Iglesia y, allí, poder experimentar su infinito amor que
me tiene. Y, después de tantas cosas que he vivido, el Señor me permitió
entrar en el Seminario y, en donde pude experimentar su infinito amor, es
decir, que él me ama no por lo que hago, sino porque soy su hijo, que conoce
toda mi vida y no se escandaliza de mí, sino que quiere curar mis heridas.
Concretamente ahora pertenezco a un carisma de la Iglesia, el Camino
Neocatecumenal, en donde puedo experimentar como Dios actúa en medio de
todos los hermanos, pues cuanto más nos conocemos más nos amamos, rezamos
unos por los otros y esto nos hace vivir cada vez más la unidad en medio de
la diversidad, es decir, en la comunión. Hoy en día me doy cuenta, y lo
puedo experimentar, que si a una persona no la conozco verdaderamente no la
podré amar, sino que me brotará el juicio, pero el Señor me invita, día a
día, a poder amar a todos y a rezar por mis enemigos.
Ahora, pues, volviendo al tema: "¿El amor de la Iglesia es igual al amor del
mundo?, ¿es importante conocer al hermano?" Comienzo citando la Encíclica
"Deus Caritas Est" del Papa Benedicto XVI: "Hemos creído en el amor de Dios:
así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte
a la vida y, con ello, una orientación decisiva" ("Deus Caritas est"; n° 1),
así define el Papa el encuentro del hombre con el amor de Dios y cuyo fruto
es el poder encontrar el verdadero sentido de nuestra vida y, así, podremos
comprender que nunca hemos estado solo, sino que Dios ha estado siempre
presente en medio de nuestra historia, que no nos abandona y no nos deja
sufrir sin ningún sentido, sino que él ha estado, está y estará con nosotros
para sostenerlos y para poder darnos cuenta que existe alguien que nos ama
en medio de nuestra debilidades.
La Beata Teresa de Calcuta, afirmaba: "Al pobre no hay que tenerle lástima,
sino darle amor". Este pobre no sólo se ha de entender de aquél que lo es
materialmente, sino también del pobre espiritualmente que teniéndolo todo no
es feliz (Mt 19, 16-22), no encuentra una luz en medio de su historia y todo
le parece como un túnel sin salida, que está destinado a quedarse en la
oscuridad, a no verse ni ver a los demás, a vivir como si nadie existiese, a
no darse a conocer y, por consiguiente, a no sentirse amado por los demás.
Es a éste a quien hay que anunciarle la Buena Nueva, mostrarle el verdadero
rostro de Dios, lento a la cólera, rico en piedad y leal (Sal 103 [102], 8)
para que así, experimentándolo, lo viva con su prójimo, pues "quien no ama
no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (l Jn 4, 8), y nadie pueda dar
lo que no tiene, es decir, si no tiene amor no puede dar amor.
Pero ¿cómo se puede experimentar este amor? Primero, conociéndose a sí
mismo, viendo que sin Dios no somos nada, pues del corazón del hombre sólo
salen malas intenciones (Mt 15, 18-19). Y si no te das cuenta de esto estás
ciego, ya que crees estar bien, pero no vez tu desnudes, tu realidad, tu
debilidad, tu falta de conocimiento de ti mismo, pues "tu dices: 'soy rico;
me he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un
desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me
compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos
para que te cubras, y no quede al descubierto tu desnudez, y colirio para
que te des en los ojos y recobres la vista- (Ap 3, 17-18); pero el Señor,
que te ama, te corregirá (Ap 3, 19) para que te des cuanta de lo que eres,
ya que no quiere que te condenes, sino que te salves, quiere lo mejor para
ti, quiere que verdaderamente tú experimentes su amor en medio de tantos
acontecimientos de tu vida -en los alegres, en los cuales lo podrás ver
fácilmente; pero también en los que te hacen sufrir-, pues Dios no mira las
apariencias, sino el corazón (1S 16, 7), y conoce hasta lo más íntimo de
nosotros (Sal 137[138], 13). Así que no tengas miedo en revelarle tu corazón
al Señor, en darte a conocer, en poder ver lo que hay en nosotros; y, al
conocernos, desde nuestra miseria clamaremos al Señor y él nos escuchará
(Sal 130[129], 1-2), y nos mostrará su rostro.
Es en esta realidad donde podremos experimentar ese amor misericordioso de
Dios, que nos llevará a justificar al hermano, a no juzgarle, pues nos
daremos cuenta de que no somos mejores que ellos, sino que nos brotará un
deseo por conocerle verdaderamente y, así podrá surgir el verdadero amor por
el hermano, ya no basado en apariencias, sino en su mismo ser, con sus
debilidades y fortalezas. Y aquél a quien creíamos nuestro enemigo se
transformará en un hermano puesto por Dios para ayudarnos en nuestra
conversión y a conocernos; se dará la unidad en medio de la diversidad y así
se manifestará que esto viene de Dios y no de los hombres, pues nuestros
caminos no son los caminos del Señor (Is 55, 8).
Así, pues, del conocimiento del hermano como del amor de Dios y si nos da el
don de la caridad, podremos amar a nuestro prójimo, que como fruto tendrá la
unidad a la que nos llama Cristo (Jn 17, 21), una comunión que no se rompe,
que se da en medio de personas distintas, pero unidas por el amor de Cristo
que vino a romper estas barreras y a llevarnos de vuelta al rebaño para
curar nuestras heridas. Pues, él quiere que todos los hombres se salven, que
no estemos ensimismados, sino que le miremos a él y nos invita a negarnos a
nosotros mismos, a tomar nuestra cruz y a seguirle en pos de él, pues de
nada nos sirve ganar el mundo entero si nos condenamos (Mt 16, 24-26).
Por consiguiente, al encontrarnos verdaderamente con este amor de Dios, lo
podremos ver en medio de nuestra historia, que se transformará en una
historia de salvación y nos brotará del corazón un poema bello (Sal 45[44],
1) dirigido hacia él en acción de gracias, pues "¿Quién nos separará del
amor de Dios? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... pues estoy seguro de
que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni otra
criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 35-39). Y, ante la pregunta de Jesús: "¿me amas
más que éstos?" (Jn 21, 1517), podremos responder, como Pedro: "...Señor tú
lo sabes todo; tú sabes que te quiero" (Jn 21, 17), y no solamente de
palabras, sino que nos brotará el dar testimonio de esto, pues "no hay nada
más bonito que conocerle a él, y comunicar a los demás, nuestra amistad con
él" (Benedicto XVI).
En conclusión, el amor de Cristo que se nos da por la Iglesia no es como nos
lo da el mundo (Jn 14, 27), pues ella nos ama no por las apariencias, sino
porque somos hijos de Dios y nos invita a experimentar este amor
misericordioso de Dios y fruto de esto, conociendo al prójimo, podremos
amarle en la dimensión de la cruz. Pues sin la caridad no somos nada (1Co
13, 1-13), pero si se la pedimos a Dios cumpliremos la norma de la ley
nueva: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).
Espero que a lo largo de esta exposición, te hayas dado cuenta de tantas
cosas que pensábamos saber, pero que ignorábamos. Quizás tú podrás tener un
testimonio más fuerte que el mío, pero Dios a cada persona le habla de una
manera distinta, pues no somos iguales. Pero lo único que nos une, a todos
los que queremos ser verdaderamente cristianos, a pesar de las distancias,
es el amor de Dios que se nos ha manifestado por su Hijo, un amor
incondicional, misericordioso, etc. Así que ánimo. En este mundo muchas
cosas no nos dan la felicidad, pues podemos tener muchas cosas, pero si no
está el Dios en medio de ellas no seremos felices, pero si él está, seremos
verdaderamente felices, no por tener mucho, sino que, aun, teniendo poco
experimentaremos su amor misericordioso, y si tenemos a Dios ¿qué nos podrá
faltar?
Por último, vuelvo a recordar las preguntas que hice al inicio de esta
exposición, pero ahora dirigidas a tu persona para que las puedas responder
a partir de tu experiencia, con transparencia y no por quedar bien con los
demás: ¿conoces verdaderamente a aquél con quien vives?, ¿lo amas por lo que
es o por lo que puede darte?, ¿te das a conocer tal y cómo eres? o
¿aparentas ser alguien que no eres para no sentirte rechazado?, es decir,
¿buscas ser amado con tus debilidades y fortalezas?, o ¿buscas complacer a
todos aunque tu vida sea un sufrimiento?, pues Dios no quiere que vivas así,
ya que tú has sido creado por, en y para el amor y que viéndolo a él en
medio de tu historia surja de ti un agradecimiento por tantas cosas que te
regala y te concede vivir para encaminarte hacia su salvación.
Y, además,
ojalá te hayas dado cuenta de cuan importante es conocer al prójimo, pues de
esto surge el amor en la dimensión de la cruz y, así, se da la unidad en
medio de la diversidad. Así que ánimo y que el Señor nos conceda la caridad
para poder ser testimonios vivos de él, pues el mundo de hoy no necesita tan
sólo que se le hable, sino que quiere ver y experimentarlo en medio de su
vida concreta y ¿quién se lo podrá contar si no es el que lo ha
experimentado?. Así que si tú lo has vivido te invito a no guardártelo, sino
a poder contar las maravillas de Dios en medio de tu vida a todos aquellos
que no lo conocen, porque ellos necesitan experimentar este amor
misericordioso que no los juzga, sino que los acoge (Lc 15, 11-32)