La Relación entre Magisterio de la Iglesia y la Exégesis
Reflexiones del cardenal Joseph Ratzinger, presidente de la Comisión Pontificia Bíblica, al cumplirse el 2 de mayo de 2003 los cien años de la constitución de esta institución de la Santa Sede.
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No he elegido el tema de mi relación sólo porque forma parte de las cuestiones que de derecho pertenecen a una visión retrospectiva sobre los cien años de la Pontificia Comisión Bíblica, sino también porque forma parte de los problemas de mi biografía: desde hace más de medio siglo mi itinerario teológico personal gira en torno al ámbito determinado por este tema.
En el decreto de la Congregación Consistorial del 29 de junio de 1912 «De quibusdam commentariis non admittendis» aparecen los nombres de dos personas que se cruzaron en mi vida. En efecto, en ese decreto fue condenada la «Introducción al Antiguo Testamento» del profesor de Frisinga Karl Holzhey. Este profesor ya había muerto cuando, en enero de 1946, comencé mis estudios de teología en la colina de la catedral de Frisinga, pero sobre él circulaban aún anécdotas elocuentes. Debía de ser un hombre más bien pagado de sí y lleno de sombras.
Me resulta más familiar el segundo nombre citado, es decir, Fritz Tillmann, bajo cuya dirección se publicó un Comentario del Nuevo Testamento definido inaceptable. En esa obra, el autor del comentario a los Sinópticos fue Friedrich Wilhelm Maier, un amigo de Tillmann, entonces profesor en Estrasburgo. El decreto de la Congregación Consistorial establecía que estos comentarios debían ser completamente borrados de la institución de los clérigos («expungenda omnino esse ab institutione clericorum»). Ese Comentario, del que yo, cuando era estudiante en el seminario menor de Traunstein, había encontrado un ejemplar olvidado, debía ser prohibido y retirado de la venta, dado que en él Maier sostenía, con respecto a la cuestión sinóptica, la así llamada teoría de las dos fuentes, que hoy es aceptada prácticamente por todos. En aquel momento, eso significó también el final de la carrera científica de Tillmann y de Maier. Sin embargo, a ambos se les permitió cambiar disciplina teológica. Tillmann aprovechó esta posibilidad y llegó a ser un destacado teólogo moral alem��n. Juntamente con Th. Steinbüchel y Th. Müncker, dirigió un manual de teología moral de vanguardia, que trataba de una manera nueva esta importante disciplina y la presentaba según la idea de fondo de la imitación de Cristo.
Maier no quiso aprovechar la posibilidad de cambiar disciplina, pues estaba dedicado en alma y cuerpo al trabajo sobre el Nuevo Testamento. Así, se hizo capellán militar y, como tal, participó en la primera guerra mundial; seguidamente, trabajó como capellán en las cárceles hasta 1924, cuando, con el nihil obstat del arzobispo de Breslau (hoy Wroclaw), cardenal Bertram, en un clima ya más distendido, fue llamado a la cátedra de Nuevo Testamento en la Facultad teológica del lugar. En 1945, cuando esa Facultad fue suprimida, juntamente con otros colegios, se trasladó a Münich, donde yo lo tuve como profesor.
La herida de 1912 nunca cicatrizó del todo en él, a pesar de que en ese tiempo ya podía enseñar su materia prácticamente sin problemas y de que le apoyaban con entusiasmo sus alumnos, a los que lograba transmitir el amor al Nuevo Testamento y una interpretación correcta del mismo. De vez en cuando, en sus clases afloraban recuerdos del pasado. Se me ha quedado grabada, sobre todo, una afirmación que hizo en 1948 ó 1949. Dijo que ya podía seguir libremente su conciencia de historiador, pero que aún no se había llegado a la libertad completa de la exégesis que él soñaba. Asimismo, aseguró que él probablemente no llegaría a verlo, pero que al menos deseaba poder contemplar, como Moisés desde el monte Nebo, la tierra prometida de una exégesis sin ningún control ni condicionamiento del Magisterio.
Notábamos que en el espíritu de este hombre docto, que llevaba una vida sacerdotal ejemplar, fundada en la fe de la Iglesia, no sólo pesaba aquel decreto de la Congregación Consistorial, sino también que los diversos decretos de la Comisión Bíblica -sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco (1906), sobre el carácter histórico de los primeros tres capítulos del Génesis (1909), sobre los autores y sobre la época de composición de los Salmos (1910), sobre los evangelios de san Marcos y san Lucas (1912), sobre la cuestión sinóptica (1912), etc.- impedían su trabajo de exegeta con obstáculos que él consideraba indebidos.
Persistía aún la impresión de que a los exegetas católicos, a causa de esas decisiones del Magisterio, se les impedía desempeñar un trabajo científico sin coacciones; de que así la exégesis católica, en comparación con la protestante, nunca podría estar a la altura de los tiempos; y de que los protestantes tenían, de algún modo, razón al poner en duda su rigor científico.
Naturalmente, influía también la convicción de que un trabajo rigurosamente histórico podría certificar, de modo creíble, los datos objetivos de la historia, más aún, que este era el único camino posible para comprender en su sentido propio los libros bíblicos, los cuales, precisamente, son libros históricos.
Él consideraba indiscutible que el método histórico era digno de consideración e inequívoco; ni se le pasaba por la mente la idea de que también en ese método entraban en juego presupuestos filosóficos y de que podría resultar necesaria una reflexión sobre las implicaciones filosóficas del método histórico. A él, como a muchos de sus compañeros, la filosofía le parecía un elemento perturbador, algo que sólo podía contaminar la pura objetividad del trabajo histórico. No se planteaba la cuestión hermenéutica, es decir, no se preguntaba en qué medida el horizonte de quien pregunta determina el acceso al texto, haciendo necesario aclarar, ante todo, cuál es el modo correcto de preguntar y de qué manera es posible purificar la propia pregunta. Precisamente por esto, el monte Nebo le habría reservado seguramente alguna sorpresa totalmente fuera de su horizonte.
Ahora quisiera intentar subir, por decirlo así, juntamente con él al monte Nebo, para observar, desde la perspectiva de entonces, la tierra que hemos atravesado en los últimos cincuenta años. A este respecto, podría resultar útil recordar la experiencia de Moisés. El capítulo 34 del Deuteronomio describe cómo a Moisés se le concedió contemplar desde el monte Nebo la tierra prometida, viéndola en toda su extensión. La mirada que se le concedió fue una mirada, por decirlo así, puramente geográfica, no histórica. Sin embargo, se podría afirmar que el capítulo 28 del mismo libro presenta una mirada no sobre la geografía sino sobre la historia futura en la tierra y con la tierra, y que ese capítulo brinda una perspectiva muy diferente, mucho menos consoladora: "Yahveh te dispersará entre todos los pueblos, de un extremo a otro de la tierra (...). No hallarás sosiego en aquellas naciones, ni habrá descanso para la planta de tus pies" (Dt 28, 64-65). Lo que Moisés veía en esa visión interior se podría resumir así: la libertad puede destruirse a sí misma; cuando pierde su criterio intrínseco, se autosuprime.
¿Qué podría percibir una mirada histórica desde el monte Nebo sobre la tierra de la exégesis de los últimos cincuenta años? Ante todo, muchas cosas que hubieran resultado consoladoras para Maier, las cuales serían, por decirlo así, la realización de su sueño.
Ya la encíclica «Divino afflante Spiritu», de 1943, introdujo un nuevo modo de entender la relación entre el Magisterio y las exigencias científicas de la lectura histórica de la Biblia. A continuación, la década de 1960 representó el ingreso en la tierra prometida de la libertad de la exégesis, para conservar esta imagen metafórica.
En primer lugar, encontramos la instrucción de la Comisión Bíblica del 21 de abril de 1964 sobre la verdad histórica de los Evangelios, y luego, sobre todo, la constitución conciliar «Dei Verbum», de 1965, sobre la divina Revelación, con la que de hecho se abrió un nuevo capítulo en la relación entre el Magisterio y la exégesis científica. No hace falta subrayar aquí la importancia de este texto fundamental. Ante todo, define el concepto de Revelación, que no se identifica en absoluto con su testimonio escrito, que es la Biblia, y así abre el vasto horizonte, histórico y a la vez teológico, en el que se mueve la interpretación de la Biblia, una interpretación que considera las Escrituras no sólo como libros humanos, sino también como el testimonio de que Dios ha hablado.
De este modo resulta posible determinar el concepto de Tradición, el cual también va más allá de la Escritura, aunque tiene en ella su centro, puesto que la Escritura es ante todo y por naturaleza "tradición". Esto lleva al tercer capítulo de la Constitución, dedicado a la interpretación de la Escritura. En él emerge, de modo convincente, la absoluta necesidad del método histórico como parte indispensable del trabajo exegético, pero luego también aparece la dimensión propiamente teológica de la interpretación, que, como ya he dicho, es esencial, si ese libro es algo más que palabra humana.
Prosigamos nuestra investigación desde el monte Nebo: Maier, desde ese mirador, habría podido alegrarse especialmente de lo que aconteció en junio de 1971. Con el motu proprio «Sedula cura», Pablo VI reorganizó completamente la Comisión Bíblica, de modo que dejó de ser un órgano del Magisterio, y pasó a ser un lugar de encuentro entre el Magisterio y los exegetas, un lugar de diálogo en el que pudieran encontrarse representantes del Magisterio y exegetas cualificados, para hallar juntos, por decirlo así, los criterios intrínsecos de la libertad que le impiden autodestruirse, elevándola así al nivel de una libertad verdadera.
Maier habría podido alegrarse también por el hecho de que uno de sus mejores alumnos, Rudolf Schnackenburg, entró a formar parte no de la Comisión Bíblica, sino de la no menos importante Comisión Teológica Internacional, de forma que él mismo, por decirlo así, se encontraba casi en la Comisión que le había causado tantas preocupaciones.
Recordemos otra fecha importante que, desde nuestro monte Nebo imaginario, habría podido divisarse en la lejanía: el documento de la Comisión Bíblica, de 1993, titulado "La interpretación de la Biblia en la Iglesia", en el cual ya no es el Magisterio quien desde lo alto impone normas a los exegetas, sino que son ellos mismos quienes tratan de establecer los criterios que deben señalar el camino para una interpretación adecuada de este libro especial, el cual, visto sólo desde fuera, en el fondo sólo constituye una colección literaria de escritos cuya composición se extiende a lo largo de todo un milenio. Solamente el sujeto del cual nació esta literatura, el pueblo de Dios peregrinante, hace que esta colección literaria, con toda su variedad y sus aparentes contrastes, forme un único libro. Pero este pueblo sabe que no habla ni actúa por sí mismo, sino que es deudor de Aquel que hace de él un pueblo: el mismo Dios vivo, que le habla a través de los autores de los diversos libros.
Así pues, ¿el sueño se ha hecho realidad? ¿Los segundos cincuenta años de la Comisión Bíblica han borrado y excluido como ilegítimo lo que los primeros cincuenta años habían producido?
A la primera pregunta yo respondería que el sueño se ha hecho realidad y que, al mismo tiempo, también ha sido corregido. La mera objetividad del método histórico no existe. Es sencillamente imposible excluir del todo la filosofía, o sea, la pre-comprensión hermenéutica. Esto resultaba claro ya incluso en vida de Maier, por ejemplo, en el "Comentario a san Juan" de Bultmann, donde la filosofía heideggeriana no sólo servía para hacer presente lo que históricamente era lejano, actuando, por decirlo así, como medio de transporte que traslada el pasado a nuestro hoy, y también como puente que lleva al lector al interior del texto.
Ahora bien, este intento fracasó, pero resultó evidente que el puro método histórico -como, por lo demás, sucedió también en el caso de la literatura profana- no existe. Desde luego, es comprensible que los teólogos católicos, en la época en que las decisiones de la Comisión Bíblica de entonces les impedían una pura aplicación del método histórico-crítico, miraran con envidia a los teólogos evangélicos, los cuales, mientras tanto, con la seriedad de su investigación, podían obtener resultados y logros nuevos sobre cómo nació y creció esta literatura, que llamamos Biblia, a lo largo del camino del pueblo de Dios.
Sin embargo, entonces se tenía muy poco en cuenta el hecho de que en la teología protestante existía el problema opuesto. Eso resulta evidente, por ejemplo, en la conferencia tenida en 1936 por el gran alumno de Bultmann, más tarde convertido al catolicismo, Heinrich Schlier, sobre la responsabilidad eclesial del estudiante de teología. En aquellos tiempos, la cristiandad evangélica en Alemania libraba una batalla por su supervivencia: el enfrentamiento entre los así llamados «Cristianos alemanes» («deutsche Christen»), que, al someter el cristianismo a la ideología del nacionalsocialismo, lo falsificaron en sus raíces, y la «Iglesia confesante» («Bekennende Kirche»).
En ese marco Schlier dirigió a los estudiantes de teología estas palabras: "Pensad un momento. ¿Qué es mejor: que la Iglesia, de modo legítimo y después de una atenta reflexión, quite la enseñanza a un teólogo por una doctrina heterodoxa, o que una persona cualquiera, de forma gratuita, tache a algún profesor de heterodoxo y ponga en guardia contra él? No se debe pensar que el juzgar acaba cuando se deja que cada uno juzgue «ad libitum». Aquí la visión liberal es coherente al afirmar que no puede existir ninguna decisión sobre la verdad de una enseñanza, que por ello toda enseñanza tiene algo de verdad y que, por consiguiente, en la Iglesia deben admitirse todas las enseñanzas. Pero nosotros no compartimos esta opinión, pues niega que Dios haya tomado realmente una decisión en medio de nosotros...". Quien recuerde que entonces gran parte de las Facultades de teología protestantes estaban casi exclusivamente en manos de los «Cristianos alemanes» y que Schlier por afirmaciones como la que acabo de citar tuvo que dejar la enseñanza académica, puede caer en la cuenta también de la otra cara de esta problemática.
Llegamos así a la segunda cuestión, la cuestión conclusiva: ¿Cómo debemos valorar, hoy, los primeros cincuenta años de la Comisión Bíblica? ¿Todo fue solamente, por decirlo así, un trágico condicionamiento de la libertad de la teología, un conjunto de errores, de los que nos debíamos liberar en los segundos cincuenta años de la Comisión? O, por el contrario, ¿no debemos considerar este difícil proceso de un modo más articulado?
Que las cosas no son tan sencillas, como parecía en los primeros entusiasmos al inicio del Concilio, resulta claro tal vez a la luz de lo que acabamos de decir. Es verdad que el Magisterio, con las decisiones citadas, ensanchó demasiado el ámbito de las certezas que la fe puede garantizar; por eso, es verdad que con ello se disminuyó la credibilidad del Magisterio y se restringió de modo excesivo el espacio necesario para las investigaciones y los interrogantes exegéticos. Pero también es verdad que, por lo que atañe a la interpretación de la Escritura, la fe tiene algo que decir, y que, por consiguiente, también los pastores están llamados a corregir cuando se pierde de vista la índole particular de este libro, y una objetividad, que es pura sólo en apariencia, hace que desaparezca lo propio y específico de la sagrada Escritura. Por ello, ha sido indispensable una laboriosa investigación para que la Biblia tuviera su justa hermenéutica y la exégesis histórico-crítica su justo lugar.
Me parece que en este problema, discutido entonces y ahora, se pueden distinguir dos niveles. En un primer nivel, debemos preguntarnos hasta dónde se extiende la dimensión puramente histórica de la Biblia, y dónde comienza su especificidad, que escapa a la mera racionalidad histórica. Se podría formular también como un problema inherente al mismo método histórico: ¿qué puede hacer en realidad y cuáles son sus límites intrínsecos? ¿Qué otras modalidades de comprensión son necesarias para un texto de este tipo? La laboriosa investigación que se ha de realizar se puede comparar, en cierto sentido, al esfuerzo que implicó el caso Galileo. Hasta ese momento parecía que la visión geocéntrica del mundo estaba unida de modo inseparable a lo que se hallaba revelado por la Biblia; parecía que quien estaba a favor de la visión heliocéntrica del mundo violaba el núcleo de la Revelación. Debía revisarse a fondo la relación entre la apariencia externa y el auténtico mensaje del conjunto, y sólo lentamente se lograrían elaborar los criterios que permitirían poner en una relación correcta entre sí la racionalidad científica y el mensaje específico de la Biblia. Ciertamente, se puede decir que la tensión nunca ha quedado resuelta del todo, pues la fe testimoniada por la Biblia incluye también el mundo material, afirma también algo sobre él, sobre su origen y sobre el del hombre en particular. Reducir toda la realidad, tal como nos sale al encuentro, a puras causas materiales, confinar el Espíritu
creador a la esfera de la mera subjetividad, es inconciliable con el mensaje fundamental de la Biblia.
Ahora bien, esto conlleva un debate sobre la naturaleza misma de la verdadera racionalidad, pues, si se presenta una explicación puramente materialista de la realidad como la única expresión posible de la racionalidad, entonces se entiende incorrectamente la racionalidad misma.
Algo análogo se debe afirmar por lo que atañe a la historia. En un primer momento parecía indispensable, para la credibilidad de la Escritura y, por tanto, para la fe fundada en ella, que el Pentateuco debía atribuirse indiscutiblemente a Moisés, o que los autores de los Evangelios debían ser verdaderamente los nombrados por la Tradición. También aquí era necesario, por decirlo así, redefinir lentamente los ámbitos. Hacía falta revisar la relación fundamental entre fe e historia. Esa clarificación no era una empresa que se pudiera realizar de un día para otro. También aquí habrá siempre espacio para la discusión.
La opinión según la cual la fe como tal no conoce absolutamente nada de los hechos históricos y debe dejar todo eso a los historiadores, es gnosticismo. Esa opinión desencarna la fe y la reduce a pura idea. En cambio, para la fe que se basa en la Biblia, precisamente el realismo del acontecimiento es una exigencia constitutiva. Un Dios que no puede intervenir en la historia y manifestarse en ella, no es el Dios de la Biblia. Por eso, la realidad del nacimiento de Jesús de la Virgen María, la efectiva institución de la Eucaristía por parte de Jesús en la última Cena, su resurrección corporal de entre los muertos -este es el significado del sepulcro vacío-, son elementos de la fe en cuanto tal, que esta puede y debe defender contra un presunto conocimiento histórico mejor.
Que Jesús, en todo lo que es esencial, fue efectivamente el que nos muestran los Evangelios, no es una conjetura histórica, sino un dato de fe. Las objeciones que quieran convencernos de lo contrario no son expresión de un conocimiento científico efectivo, sino una arbitraria sobrevaloración del método. Por lo demás, lo que mientras tanto hemos aprendido es que muchas cuestiones en sus detalles deben quedar abiertas y encomendadas a una interpretación consciente de sus responsabilidades.
Con esto llegamos ya al segundo nivel del problema: no se trata simplemente de hacer una lista de elementos históricos indispensables para la fe. Se trata de ver qué puede la razón, y por qué la fe puede ser razonable y la razón puede estar abierta a la fe. Entretanto, no sólo se han corregido las decisiones de la Comisión Bíblica que habían entrado demasiado en el ámbito de las cuestiones meramente históricas; también hemos aprendido algo nuevo sobre las modalidades y los límites del conocimiento histórico. Werner Heisenberg, en el ámbito de las ciencias naturales, ha demostrado con su "Unsicherheitsrelation" que nuestro conocimiento no refleja sólo lo que es objetivo, sino que siempre está determinado también por la participación del sujeto, por la perspectiva en que se plantea las preguntas y por su capacidad de percepción.
Todo ello, naturalmente, vale en una medida sin comparación mucho mayor donde entra en juego el hombre mismo o donde se hace perceptible el misterio de Dios. Por tanto, fe y ciencia, Magisterio y exégesis no se contraponen ya como mundos cerrados en sí mismos. La fe misma es un modo de conocer. Quererla marginar no produce la pura objetividad, sino que constituye la elección de un ángulo que excluye una perspectiva determinada y ya no quiere tener en cuenta las condiciones casuales del ángulo elegido. Sin embargo, si aceptamos que las sagradas Escrituras provienen de Dios a través de un sujeto que vive aún -el pueblo de Dios peregrinante-, entonces también racionalmente resulta claro que este sujeto tiene algo que decir sobre la comprensión del libro.
La tierra prometida de la libertad es más fascinante y multiforme de lo que podía imaginar el exegeta de 1948. Las condiciones intrínsecas de la libertad han resultado evidentes. Presupone escucha atenta, conocimiento de los límites de los diversos caminos, plena seriedad de la ratio, pero también implica estar dispuestos a limitarse y a superarse al pensar y al vivir juntamente con el sujeto que nos garantiza los diversos escritos de la antigua y de la nueva Alianza como una única obra, la sagrada Escritura.
Agradecemos profundamente las aperturas que, como fruto de una larga y laboriosa investigación, nos ha dado el concilio Vaticano II. Pero no condenemos con ligereza el pasado; más bien, veámoslo como parte necesaria de un proceso de conocimiento que, teniendo en cuenta la grandeza de la Palabra revelada y los límites de nuestra capacidad, siempre nos planteará nuevos desafíos. Pero precisamente esto es lo hermoso. Y así, a cien años de distancia de la constitución de la Comisión Bíblica, a pesar de todos los problemas surgidos en este período de tiempo, podemos aún mirar, con gratitud y con esperanza, el camino que se abre ante nosotros.
Cardenal Joseph Ratzinger
Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica