Eucaristía: reunirnos, caminar, adorar
Homilía del Papa
Benedicto XVI
solemnidad del Corpus Christi 2008,
Queridos hermanos y hermanas:
Tras el tiempo fuerte del año litúrgico, que centrándose en la Pascua se
extiende durante tres meses --primero los cuarenta días de la Cuaresma,
después los cincuenta días del Tiempo Pascual--, la liturgia nos permite
celebrar tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima
Trinidad, el Corpus Christi, y por último el Sagrado Corazón de Jesús.
¿Cuál es el significado de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de
Cristo? Nos los explica la misma celebración que estamos realizando, con el
desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido
alrededor del Señor para estar juntos en su presencia; en segundo lugar,
tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; por último,
vendrá el arrodillarse ante el Señor, la adoración que comienza ya en la
misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de
la bendición eucarística, cuando todos nos postraremos ante Aquél que se ha
agachado hasta nosotros y ha dado la vida por nosotros.
Analicemos brevemente estas tres actitudes para que sean realmente expresión
de nuestra fe y de nuestra vida.
Reunirse en la presencia del Señor
El primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que
antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que en toda Roma
sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la
ciudad a reunirse aquí, para celebrar al Salvador, muerto y resucitado. Esto
nos permite hacernos una idea de cuáles fueron los orígenes de la
celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades, a las que
llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo
obispo y, a su alrededor, alrededor de la Eucaristía celebrada por él, se
constituía la comunidad, única, pues uno era el Cáliz bendecido y uno era el
Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol Pablo en la
segunda lectura (Cf. 1 Corintios 10,16-17).
Pasa por la mente otra famosa expresión de Pablo: "ya no hay judío ni
griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3, 28). "¡Todos vosotros sois uno!". En estas
palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la
revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta
precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen en la presencia del
Señor personas de diferentes edades, sexo, condición social, ideas
políticas. La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a
personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto
público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. En esta tarde, no
hemos decidido con quién queríamos reunirnos, hemos venido y nos encontramos
unos junto a otros, reunidos por la fe y llamados a convertirnos en un único
cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de
nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de
ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una
sola cosa a partir de Él. Esta ha sido desde los inicios la característica
del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es
necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque
sea de buena fe, no vayan en el sentido opuesto. Por tanto, el Corpus
Christi nos recuerda ante todo esto: ser cristianos quiere decir reunirse
desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno
en Él y con Él.
Caminar con el Señor
El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad
manifestada por la procesión, que viviremos juntos tras la santa misa, como
una prolongación natural de la misma, avanzando tras Aquél que es el Camino.
Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libera de
nuestras "parálisis", nos vuelve a levantar y nos hace "pro-ceder", nos hace
dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con
la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se
había refugiado en el desierto por miedo de sus enemigos, y había decidido
dejarse morir (Cf. 1 Reyes 19,1-4). Pero Dios le despertó y le puso a su
lado una torta recién cocida: "Levántate y come -le dijo--, porque el camino
es demasiado largo para ti" (1 Reyes 19, 5.7). La procesión del Corpus
Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere liberar de todo abatimiento
y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos retomar el
camino con la fuerza que Dios nos da a través de Jesucristo. Es la
experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga
peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera
lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que para toda
la humanidad resulta ejemplar. De hecho, la expresión "no sólo de pan vive
el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor"
(Deuteronomio 8,3) es una afirmación universal, que se refiere a cada hombre
en cuanto hombre. Cada uno puede encontrar su propio camino, si encuentra a
Aquél que es Palabra y Pan de vida y se deja guiar por su amigable
presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar
la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como
sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino,
sino que se pone a nuestro lado y nos indica la dirección. De hecho, ¡no es
suficiente avanzar, es necesario ver hacia dónde se va! No basta el
"progreso", sino no hay criterios de referencia. Es más, se sale del camino,
se corre el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarse de la meta. Dios
nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo
"camino" y ha venido a caminar junto a nosotros para que nuestra libertad
tenga el criterio para discernir el camino justo y recorrerlo.
Arrodillarse en adoración ante el Señor
Al llegar a este momento no es posible de dejar de pensar en el inicio del
"decálogo", los diez mandamientos, en donde está escrito: "Yo, el Señor, soy
tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No
habrá para ti otros dioses delante de mí" (Éxodo 20, 2-3). Encontramos aquí
el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en
adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan
partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías
de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad:
quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder
terreno, por más fuerte que sea. Nosotros, los cristianos, sólo nos
arrodillamos ante el santísimo Sacramento, porque en él sabemos y creemos
que está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha
amado hasta el punto de entregar a su unigénito Hijo (Cf. Juan 3, 16).
Nos postramos ante un Dios que se ha abajado en primer lugar hacia el
hombre, como el Buen Samaritano, para socorrerle y volverle a dar la vida, y
se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el
Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se
encuentra realmente Cristo, quien da verdaderamente sentido a la vida, al
inmenso universo y a la más pequeña criatura, a toda la historia humana y a
la más breve existencia. La adoración es oración que prolonga la celebración
y la comunión eucarística, en la que el alma sigue alimentándose: se
alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquél
ante el que nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera
y nos transforma.
Por este motivo, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Al hacer
nuestra la actitud de adoración de María, a quien recordamos particularmente
en este mes de mayo, rezamos por nosotros y por todos; rezamos por cada
persona que vive en esta ciudad para que pueda conocerte e ti, Padre, y a
Aquél que tú has enviado, Jesucristo. Y de este modo tener la vida en
abundancia. Amén.